MEGAN
Viernes, 12 de julio de 2013
Mañana
Ella me ha obligado a cambiar de planes. O quizá él, pero mi instinto me dice que es niña. O es mi corazón quien me lo dice, no lo sé. Puedo sentirla del mismo modo que lo hice entonces, hecha un ovillo, una semilla dentro de una vaina, sólo que esta semilla está sonriendo. Esperando que llegue su momento. No puedo odiarla. Y tampoco puedo librarme de ella. No puedo. Creía que sería capaz, creía que estaría desesperada por hacerlo, pero cuando pienso en ella lo único que puedo ver es el rostro de Libby y sus grandes ojos negros. Puedo oler su piel. Puedo sentir lo fría que estaba al final. No soy capaz de librarme de ella. No quiero. Quiero amarla.
No puedo odiarla, pero me da miedo. Me da miedo lo que me hará, o lo que yo le haré a ella. Es ese miedo lo que me ha despertado poco después de las cinco de la mañana, bañada en sudor a pesar de dormir con las ventanas abiertas y estar sola. Scott ha ido a una conferencia a alguna parte de Hertfordshire, o Essex, o algo así. Regresa esta noche.
¿Por qué siempre me muero por estar sola cuando él está aquí y, en cambio, cuando se marcha no puedo soportarlo? No puedo soportar el silencio. He de hablar en voz alta sólo para disiparlo. Esta mañana, en la cama, no he podido dejar de hacerme preguntas. ¿Y si vuelve a suceder? ¿Qué pasará cuando esté a solas con ella? ¿Qué pasará si él no quiere saber nada de mí, de nosotras? ¿Qué pasará si sospecha que no es hija suya?
Puede que sí lo sea, claro está. En realidad, no lo sé. Pero tengo la sensación de que no lo es. Del mismo modo que tengo la sensación de que es niña. En cualquier caso, ¿cómo va a enterarse de que no es suya? No lo hará. No puede. Estoy siendo ridícula. Estará muy feliz. Saltará de alegría cuando se lo diga. La idea de que pueda no ser suya ni se le pasará por la cabeza. Decírselo sería cruel, le rompería el corazón, y yo no quiero hacerle daño. Nunca he querido hacerle daño.
No puedo evitar ser como soy.
«Pero sí lo que haces», eso es lo que dice Kamal.
Poco después de las seis lo he llamado. El silencio me estaba asfixiando y estaba comenzando a entrarme el pánico. Primero se me ha ocurrido llamar a Tara —sabía que vendría corriendo—, pero luego he pensado en lo empalagosa y sobreprotectora que se pondría y no podría soportarlo. Kamal es la única persona que se me ha ocurrido a continuación. Lo he llamado a casa y le he dicho que tenía un problema, que no sabía qué hacer y que estaba histérica. Ha venido de inmediato. No sin más, pero casi. Puede que yo haya exagerado un poco. Puede que él haya temido que fuera a hacer algo estúpido.
Estamos en la cocina. Todavía es temprano, poco más de las siete y media. Él tiene que marcharse pronto si quiere llegar a tiempo a su primera cita. Me lo quedo mirando. Está sentado a la mesa de la cocina, enfrente de mí, con las manos cuidadosamente entrelazadas y mirándome de frente con sus profundos ojos de ciervo. Siento amor. Ha sido tan bueno conmigo a pesar de lo lamentable que ha sido mi comportamiento…
Tal y como esperaba que hiciera, él me ha perdonado todo. Todos mis pecados. Ha hecho borrón y cuenta nueva. Me ha dicho que, a no ser que me perdone a mí misma, ese episodio de mi vida seguiría atormentándome y nunca sería capaz de dejar de huir. Y ya no puedo seguir haciéndolo, ¿verdad? No ahora que ella está aquí.
—Tengo miedo —le digo—. ¿Y si vuelvo a hacerlo mal? ¿Y si hay algo mal en mí? ¿Y si las cosas van mal con Scott? ¿Y si vuelvo a terminar sola? No sé si puedo hacerlo. Tengo tanto miedo de volver a quedarme sola; es decir, sola con una hija…
Él se inclina hacia delante y pone la mano sobre la mía.
—No lo harás mal. No. Ya no eres una niña perdida y afligida. Ahora eres una persona completamente distinta. Eres más fuerte. Eres una adulta. No debes tener miedo a estar sola. No es lo peor posible, ¿verdad?
No digo nada, pero no puedo evitar preguntarme si no lo es, pues al cerrar los ojos puedo evocar la sensación que me invade cuando estoy a punto de dormirme y me despierto de golpe. Es la sensación de estar sola en una casa oscura, escuchando los lloros de la niña y esperando oír los pasos de Mac en el suelo de madera de la planta baja y a sabiendas de que no aparecerá.
—No puedo decirte qué debes hacer con Scott. Tu relación con él… bueno, yo ya he expresado mis inquietudes al respecto, pero has de ser tú quien decida si confías en él y si quieres que cuide de ti y tu hija. Esa decisión ha de ser únicamente tuya. En cualquier caso, sí creo que puedes confiar en ti misma, Megan. Puedes confiar en que harás lo correcto.
Me trae una taza de café al jardín. Yo la dejo a un lado y lo rodeo con los brazos, atrayéndolo hacia mí. A nuestra espalda, un tren se detiene en el semáforo. El ruido que hace al frenar es como una barrera, un muro que nos rodea y tengo la sensación de que estamos verdaderamente solos. Él me rodea con los brazos y me besa.
—Gracias —le digo—. Gracias por haber venido. Por estar aquí.
Él sonríe y, tras apartarse de mí, me acaricia la mejilla con el pulgar.
—Todo irá bien, Megan.
—¿No podría huir contigo? Tú y yo… ¿no podríamos huir juntos?
Él se ríe.
—No me necesitas. Y no necesitas seguir huyendo. Todo irá bien. Tú y tu hija estaréis bien.
Sábado, 13 de julio de 2013
Mañana
Sé lo que tengo que hacer. Ayer estuve dándole vueltas todo el día y toda la noche. Apenas he dormido. Scott volvió a casa agotado y de un humor de perros. Lo único que quería hacer era comer, follar y dormir. No hubo tiempo para nada más. Desde luego, no era el momento adecuado para hablar acerca de nada de esto.
Me paso casi toda la noche despierta, con su caliente e inquieto cuerpo a mi lado, y finalmente tomo una decisión. Voy a hacer lo correcto. Voy a hacerlo todo bien. Si lo hago todo bien, nada puede salir mal. O, si lo hace, no puede ser culpa mía. Amaré a esta niña y la criaré sabiendo que hice lo correcto desde el principio. Bueno, puede que no desde el principio, pero sí desde el momento en el que supe que estaba embarazada. Se lo debo a esta bebé, pero también a Libby. A ella le debo hacerlo todo de forma distinta esta vez.
Mientras permanezco tumbada, pienso en lo que me dijo aquel profesor y en todas las cosas que he sido: niña, adolescente rebelde, fugitiva, puta, amante, mala madre, mala esposa. No estoy segura de que pueda reinventarme a mí misma como buena esposa, pero como buena madre he de intentarlo.
Será difícil. Puede que lo más difícil que haya hecho nunca, pero voy a contar la verdad. Se acabaron las mentiras, se acabó esconderse, se acabó huir, se acabaron las tonterías. Voy a poner todo encima de la mesa y luego ya veremos. Si él deja de quererme, que así sea.
Tarde
Tengo la mano en su pecho y lo empujo tan fuerte como puedo, pero él es mucho más fuerte que yo y apenas puedo respirar. Me está presionando la tráquea con el antebrazo y comienzo a sentir las pulsaciones del flujo sanguíneo en las sienes y se me nubla la vista. Con la espalda pegada a la pared, intento gritar y lo agarro de la camiseta. Finalmente me suelta y se aparta de mí. Yo me deslizo poco a poco por la pared hasta el suelo de la cocina.
Toso y escupo mientras las lágrimas me resbalan por las mejillas. Él se encuentra a unos pocos metros y cuando se vuelve hacia mí me llevo instintivamente la mano a la garganta para protegerla. En su rostro advierto vergüenza y quiero decirle que no pasa nada, que estoy bien, pero al abrir la boca, no consigo pronunciar palabra alguna, sólo toser más. El dolor es increíble. Él me dice algo pero no puedo oírlo. Es como si estuviéramos debajo del agua y el sonido estuviera apagado y me llegara en ondas imprecisas. No consigo entender nada.
Creo que me está diciendo que lo siente.
Me pongo de pie, lo empujo a un lado para poder pasar y, tras subir corriendo al dormitorio, cierro la puerta a mi espalda con llave. Luego me siento en la cama y espero que venga a por mí, pero no lo hace. Al final, me pongo en pie, cojo la bolsa que guardo debajo de la cama y me dirijo a la cómoda a buscar algo de ropa. De repente, me veo en el espejo y me llevo la mano a la cara: está sorprendentemente blanca en contraste con la piel enrojecida de mi rostro, los labios púrpura y los ojos inyectados en sangre.
Una parte de mí está escandalizada, pues él nunca antes me había puesto la mano encima de este modo. Otra parte de mí, sin embargo, esperaba algo así. En el fondo, siempre supe que esto era una posibilidad, que esto era hacia lo que nos dirigíamos. El lugar al que yo lo estaba conduciendo. Muy despacio, comienzo a coger cosas de los cajones (ropa interior, un par de camisetas) y las meto en la bolsa.
Ni siquiera he llegado a contárselo todo. Sólo he comenzado a hacerlo. Quería decirle primero lo malo y luego pasar a las buenas noticias. No quería hablarle primero del bebé y luego decirle que quizá no era suyo. Eso me parecía demasiado cruel.
Estábamos en el patio. Él me estaba hablando del trabajo y me ha pillado ausente.
—¿Te estoy aburriendo? —me ha preguntado.
—No. Bueno, quizá un poco —he dicho, él no se ha reído—. No, sólo estoy distraída. Necesito decirte algo. En realidad, necesito decirte unas cuantas cosas y algunas no te van a gustar. En cambio otras…
—¿Qué es lo que no me va a gustar?
Debería haberme dado cuenta de que ése no era el momento. No estaba de humor. De inmediato se ha mostrado receloso, y ha examinado mi rostro en busca de pistas. Debería haberme dado cuenta de que esto era una idea terrible. Supongo que lo he hecho, pero ya era demasiado tarde para echarme atrás. Y, en cualquier caso, ya había tomado una decisión. Hacer lo correcto.
Me he sentado a su lado en el bordillo del pavimento y he deslizado la mano entre las suyas.
—¿Qué es lo que no me va a gustar? —me ha vuelto a preguntar, pero no me ha soltado la mano.
Yo le he dicho que lo quería y he notado cómo se tensaban todos los músculos de su cuerpo. Ha sido como si supiera lo que estaba a punto de oír y se estuviera preparando para ello. Cuando a uno le dicen que lo quieren de este modo, intuye lo que viene a continuación, ¿no? Te quiero, de verdad, pero… Pero.
Le he dicho que había cometido algunas equivocaciones y me ha soltado la mano, se ha puesto en pie y se ha alejado unos metros en dirección a las vías antes de volverse hacia mí.
—¿Qué tipo de equivocaciones? —me ha preguntado. Su tono de voz era tranquilo, pero he notado que estaba haciendo un esfuerzo para mantenerla así.
—Siéntate aquí conmigo —le he dicho—. Por favor.
Él ha negado con la cabeza.
—¿Qué tipo de equivocaciones, Megan? —me ha vuelto a preguntar, esta vez más alto.
—Hubo… Ya no, pero hubo… otro —le he dicho al fin manteniendo la vista en el suelo. No podía mirarlo a la cara.
Él entonces ha dicho algo entre dientes pero no he podido oírlo bien. Cuando he levantado la mirada, él se había vuelto otra vez y estaba mirando las vías con las manos en las sienes. Yo me he puesto en pie y me he acercado a él. Al llegar a su altura he colocado las manos en sus caderas, pero él se ha apartado, se ha dado la vuelta para volver a entrar en casa y, sin mirarme, ha soltado:
—¡No me toques, so puta!
Debería haber dejado que se marchara para que tuviera tiempo de asimilarlo todo, pero no he podido. Quería dejar atrás lo malo para llegar a lo bueno, así que lo he seguido a la casa.
—Scott, por favor, escúchame. No es tan terrible como piensas. Ya ha terminado. Del todo, por favor, escúchame, por favor…
Él ha cogido entonces la fotografía de ambos que tanto le gusta —la que hice enmarcar y le regalé por nuestro segundo aniversario de boda— y me la ha tirado a la cabeza tan fuerte como ha podido (por suerte, ha impactado contra la pared que había a mi espalda). Luego ha venido a por mí, me ha agarrado por los brazos y tras arrastrarme por el salón, me ha arrojado contra la pared opuesta, haciendo que me golpeara la cabeza con el yeso. Entonces se ha inclinado hacia delante con el antebrazo en mi tráquea y ha comenzado a presionar cada vez más fuerte sin decir nada. Ha cerrado los ojos para no tener que ver cómo me asfixiaba.
En cuanto la bolsa está llena, la deshago y vuelvo a meter otra vez las cosas en los cajones. Si intento salir de aquí con ella, no me dejará marchar. He de salir con las manos vacías, sólo con el bolso y el móvil. Luego vuelvo a cambiar de idea y empiezo a meter todo en la bolsa de nuevo. No sé adónde voy a ir, pero aquí no puedo quedarme. Si cierro los ojos, puedo volver a sentir su antebrazo en mi garganta.
No se me ha olvidado lo que he decidido —se acabó huir, se acabó esconderse—, pero esta noche no puedo quedarme aquí. Oigo pasos en la escalera, lentos y pesados. Tardan siglos en llegar arriba. Normalmente, Scott sube los escalones de dos en dos. Hoy, en cambio, parece un hombre que asciende al cadalso. Lo que no sé es si se trata del condenado o del verdugo.
—¿Megan? —dice. No intenta abrir la puerta—. Megan, siento haberte hecho daño. De verdad, siento mucho haberte hecho daño.
El tono de su voz delata sus lágrimas. Eso me enfurece y me entran ganas de salir de aquí y arañarle la cara. «No te atrevas a llorar, no después de lo que me acabas de hacer». Estoy furiosa con él. Tengo ganas de decirle a gritos que se largue y se aleje de mí, pero me muerdo la lengua. No soy idiota. Tiene razones para estar enfadado. Y yo he de pensar de forma racional. He de pensar con claridad. Ahora lo hago por dos. Esta confrontación me ha dado fuerzas, me ha vuelto más determinada. Oigo cómo Scott me suplica perdón, pero ahora no puedo pensar en eso. Ahora mismo tengo otras cosas que hacer.
En el fondo del armario, detrás de tres hileras de cajas de zapatos cuidadosamente etiquetadas, hay una caja de color gris oscuro en la que pone «botas de cuña rojas». Dentro hay un viejo móvil de tarjeta que compré hace años y que guardé por si acaso. Hace tiempo que no lo utilizo, pero hoy voy a hacerlo. Voy a ser honesta. Voy a poner todo encima de la mesa. Se acabaron las mentiras, se acabó esconderse. Ha llegado el momento de que Papá asuma sus responsabilidades.
Me siento en la cama y presiono el botón de encendido del móvil con la esperanza de que todavía tenga batería. Cuando se enciende, noto cómo la adrenalina inunda mi cuerpo. Me hace sentir algo mareada y con náuseas, pero también me provoca cierta euforia, como si estuviera colocada. Estoy comenzando a disfrutar de la idea de poner todo encima de la mesa y preguntarle —a él y a todos— qué somos y hacia dónde vamos. Al final del día, todo el mundo sabrá en qué lugar se encuentra.
Marco su número. Como era de esperar, me salta directamente el buzón de voz. Cuelgo y le envío un mensaje de texto: «Necesito hablar contigo. ES URGENTE. Llámame». Luego espero.
Miro el registro de llamadas. No utilizaba este móvil desde el pasado abril. Hice muchas llamadas, todas ellas sin contestar, entre finales de marzo y principios de abril. Llamé y llamé y llamé, pero él me ignoró. Ni siquiera respondió a las amenazas de que iría a su casa y hablaría con su esposa. Creo que ahora me escuchará. No voy a dejarle otra opción.
Cuando comenzamos todo esto, no era más que un juego. Una distracción. Solíamos vernos de vez en cuando. Él aparecía por la galería y sonreía y flirteaba. Era inofensivo: había muchos hombres que aparecían por la galería y sonreían y flirteaban. Pero luego la galería cerró y yo comencé a pasar los días en casa, aburrida e inquieta. Necesitaba algo más, algo distinto. Y entonces un día nos encontramos por la calle, comenzamos a hablar y lo invité a tomar una taza de café (Scott estaba de viaje). Por cómo me miró, supe exactamente qué estaba pensando y, en efecto, terminó sucediendo. Y luego otra vez. Nunca esperaba que la cosa fuera más allá. No quería que la cosa fuera más allá. Sólo disfrutaba sintiéndome deseada; me gustaba la sensación de control. Tan sencillo y estúpido como esto. No quería que dejara a su esposa; sólo quería que quisiera dejarla. Que me deseara hasta ese punto.
No recuerdo cuándo comencé a creer que la cosa podía ser algo más, que deberíamos ser algo más, que éramos perfectos el uno para el otro. En cuanto lo hice, noté que él comenzaba a distanciarse. Dejó de escribirme mensajes de texto y de contestar mis llamadas. Nunca me había sentido tan rechazada. Nunca. Lo odiaba. Entonces se convirtió en otra cosa: una obsesión. Al final, pensé que podría salir indemne de todo ello; quizá algo magullada, pero sin daños mayores. Ahora, sin embargo, la cosa ya no es tan sencilla.
Scott sigue al otro lado de la puerta. No puedo oírlo, pero lo noto. Me meto en el cuarto de baño y vuelvo a marcar el número. Otra vez salta el buzón de voz, así que cuelgo y vuelvo a marcar. Y luego otra vez. Al final, dejo un mensaje: «Coge el teléfono o iré a tu casa. Esta vez lo digo en serio. Tenemos que hablar. No puedes simplemente ignorarme».
Dejo el móvil en el borde del lavabo y me quedo de pie, esperando a que me llame. La pantalla permanece obstinadamente gris. Mientras tanto, me cepillo el pelo, me lavo los dientes y me maquillo un poco. Estoy recuperando mi color de piel. Mis ojos siguen enrojecidos y todavía me duele la garganta, pero ya tengo mejor aspecto. Comienzo a contar. Si el móvil no suena antes de que llegue a cincuenta, iré hasta su casa y llamaré a su puerta. No lo hace.
Tras guardármelo en el bolsillo de los pantalones vaqueros, salgo del cuarto de baño, cruzo rápidamente el dormitorio y abro la puerta. Scott está sentado en el suelo del pasillo con las manos en las rodillas y la cabeza gacha. No levanta la mirada, de modo que paso por delante de él y empiezo a bajar la escalera tan rápido que casi me quedo sin aliento. Temo que venga detrás de mí y me empuje. Oigo cómo se pone en pie y exclama:
—¿Megan? ¿Adónde vas? ¿Vas a ver ese tipo?
Al llegar al pie de la escalera, me doy la vuelta.
—No hay ningún tipo, ¿de acuerdo? Eso ya terminó.
—Por favor, espera, Megan. No te vayas.
No quiero oírlo suplicar. No quiero oír ese tono de voz quejumbroso y autocompasivo. No cuando tengo la garganta como si alguien me hubiera obligado a tragar ácido.
—¡No me sigas! —exclamo—. ¡Si lo haces, no regresaré! ¿Lo entiendes? ¡Si me doy la vuelta y te veo detrás de mí, no me volverás a ver nunca más!
Cuando cierro la puerta de entrada detrás de mí le oigo exclamar mi nombre.
Espero un momento en la acera para asegurarme de que no me sigue y luego comienzo a recorrer Blenheim Road. Primero lo hago a toda prisa, pero poco a poco mi paso se va haciendo más lento. Cuando llego al número 23, he perdido el valor. Me doy cuenta de que todavía no estoy preparada para esta escena. Antes necesito un minuto para recobrar la compostura. Unos minutos. Así pues, sigo adelante y dejo la casa de Tom atrás. Tras pasar por delante del paso subterráneo y de la estación, llego por fin al parque. Una vez ahí, vuelvo a marcar su número.
Le digo que estoy en el parque y que lo esperaré aquí, pero que si no aparece, pienso presentarme en su casa. Es su última oportunidad.
Es una tarde encantadora. Son poco más de las siete pero todavía hay luz y hace calor. Unos niños están jugando en los columpios y en el tobogán mientras sus padres permanecen a un lado, charlando animadamente. Es una escena agradable y normal, pero mientras la contemplo tengo la terrible sensación de que Scott y yo no traeremos a nuestra hija aquí a jugar. Soy incapaz de imaginarnos así de felices y relajados. Ya no. No después de lo que he hecho.
Esta mañana estaba convencida de que poner las cartas sobre la mesa era la mejor opción. No sólo la mejor, sino la única posible. Se acabaron las mentiras, se acabó esconderse. Y cuando Scott me ha hecho daño, todavía me he convencido más de ello. Sentada aquí a solas, sin embargo, pienso en el hecho de que por mi culpa Scott no sólo está enfadado sino destrozado, y ya no estoy tan segura de que fuera una buena idea. Creo que no estaba siendo fuerte sino insensata, y es innegable que he causado un gran daño.
Puede que la valentía que necesito no tenga que ver con contar la verdad sino con huir. No es sólo el desasosiego lo que me empuja a ello. Por el bien de mi hija y el mío, he de marcharme y huir de ambos, de todo esto. Puede que huir y esconderme sea justo lo que necesito hacer.
Me pongo en pie y doy otra vuelta más por el parque. En parte deseo que suene el móvil, pero por otro lado lo temo. Al final me alegro de que permanezca en silencio. Lo tomo como una señal. Enfilo el camino de vuelta a casa.
Acabo de pasar por delante de la estación cuando lo veo. Está saliendo del paso subterráneo a grandes zancadas, con los hombros encorvados y los puños cerrados. Antes de que pueda pensarlo mejor, exclamo su nombre.
Él se vuelve hacia mí.
—¡Megan! ¿Qué diablos…? —La expresión de su rostro es de pura rabia, pero me hace una señal para que me acerque a él—. Ven —dice cuando estoy a su lado—. Aquí no podemos hablar. Tengo el coche ahí.
—Sólo necesito…
—¡Aquí no podemos hablar! ¡Vamos! —exclama al tiempo que me agarra del brazo. Luego, en un tono más calmado, añade—: Iremos a algún lugar más tranquilo, ¿de acuerdo? A algún sitio en el que podamos hablar.
Cuando subo al coche, echo un vistazo por encima del hombro. El paso subterráneo está oscuro, pero me parece ver a alguien en la oscuridad. Alguien que nos mira.