ANNA

Martes, 13 de agosto de 2013

Mañana

Esta mañana he observado a Tom mientras se ponía la camisa y la corbata para ir a trabajar. Parecía un poco distraído. Seguramente estaba repasando la agenda del día —reuniones, citas, quién, qué, dónde—. He sentido celos. Por primera vez, he envidiado el lujo de vestirse, salir de casa y estar todo el día de un lado a otro con un propósito, en pos de un sueldo.

No es trabajar lo que echo de menos —era agente inmobiliaria, no neurocirujana; no tenía exactamente el trabajo con el que una sueña de niña—, pero sí me gustaba deambular por las casas realmente caras cuando los propietarios no estaban y pasar los dedos por las superficies de mármol o echar un vistazo a sus roperos. Solía imaginar cómo sería mi vida si viviera en ellas y qué tipo de persona sería. Soy consciente de que no hay ningún trabajo más importante que criar a un hijo, el problema es que esto no se valora. Al menos no económicamente, que es lo que a mí me importa en este momento. Me gustaría que tuviéramos más dinero para poder dejar esta casa y esta calle. Es tan sencillo como eso.

Aunque puede que no lo sea tanto. Cuando Tom se va a trabajar, me siento a la mesa de la cocina y me dispongo a pelearme con Evie para que tome el desayuno. Hace dos meses, juro que comía de todo. Ahora, si no es yogur de fresa, no quiere nada. Sé que esto es normal. No dejo de decírmelo mientras intento sacarme restos de yema de huevo del pelo y me meto debajo de la mesa para recoger las cucharas y los boles que tira al suelo. No dejo de decirme que esto es normal.

Aun así, cuando por fin hemos terminado y ella está jugando, me pongo a llorar. Me permito hacerlo con moderación, únicamente cuando Tom no está aquí y sólo durante un momento, para soltarlo todo. Ha sido luego, cuando me estaba lavando la cara y he visto lo cansada que se me veía, lo sucio, zarrapastroso y jodidamente lamentable que era mi aspecto, que he vuelto a sentir la necesidad de ponerme un vestido, unos zapatos de tacón, secarme el pelo con secador, maquillarme y salir a la calle para que los hombres se den la vuelta cuando paso a su lado.

Echo de menos trabajar, pero también lo que el trabajo significaba para mí durante mi último año de empleo remunerado, cuando conocí a Tom. Echo de menos ser la querida.

Me gustaba. De hecho, me encantaba. Nunca me sentí culpable. Pero hacía ver que sí. Tenía que hacerlo por mis amigas casadas, las que vivían con el miedo de la au pair coqueta, o de la guapa y divertida chica de la oficina con la que se podía hablar de fútbol y se pasaba media vida en el gimnasio. Tenía que decirles que por supuesto que me sentía fatal, por supuesto que lo sentía por la esposa, yo no había querido que pasara todo esto, simplemente nos habíamos enamorado, ¿qué podíamos hacer?

Lo cierto es que nunca me llegué a sentir mal por Rachel, ni siquiera antes de enterarme de su problema con la bebida y saber hasta qué punto le estaba haciendo la vida imposible a Tom. Para mí, ella no era real y, en cualquier caso, yo estaba disfrutando demasiado. Lo de ser la otra es algo que a mí me pone mucho, no puedo negarlo: supone ser la mujer con la que él no puede evitar traicionar a su esposa a pesar del amor que siente por ella. Así de irresistible es una.

Yo estaba vendiendo una casa. La del número 34 de Cranham Street. Y me estaba costando. Al último comprador interesado no le habían concedido la hipoteca. Al parecer, había habido algún problema con la tasación, de modo que, para asegurarnos de que todo estaba bien, encargamos una tasación independiente. Los vendedores ya se habían mudado y la casa estaba vacía, así que fui yo quien fue a abrirle la puerta al tasador.

Desde el momento en que le abrí la puerta, tuve claro lo que iba a suceder. Yo nunca había hecho algo así, ni siquiera lo había soñado, pero había algo en su mirada, en su sonrisa. No pudimos evitarlo: lo hicimos en la cocina, apoyados en la encimera. Fue una locura, pero así éramos entonces. Eso era lo que él siempre me decía: «No esperes que esté cuerdo, Anna. No contigo».

Cojo a Evie y salimos al jardín. Una vez ahí, ella se pone a empujar su carrito de arriba abajo sin dejar de reír. Ya se ha olvidado del berrinche de esta mañana. Cada vez que me sonríe, tengo la sensación de que me va a explotar el corazón. No importa cuánto eche de menos trabajar, esto lo echaría todavía más en falta. Y, en cualquier caso, no sucederá. Es imposible que la vuelva a dejar con una canguro, por más cualificada o recomendada que esté. No pienso volver a dejarla con nadie, no después de lo de Megan.

Tarde

Tom me ha enviado un mensaje de texto para decirme que iba a llegar un poco tarde porque tiene que ir a tomar algo con un cliente. Lo he recibido cuando Evie y yo estábamos preparándonos para nuestro paseo vespertino en el cuarto de baño que compartimos Tom y yo. La luz en esos momentos era maravillosa: inundaba la casa un increíble resplandor naranja que se ha vuelto repentinamente azul grisáceo cuando el sol se ha escondido detrás de una nube. Las cortinas del dormitorio estaban medio corridas para que no entrara tanto calor, de modo que he ido a descorrerlas y ha sido entonces cuando he visto a Rachel. Estaba de pie en la acera opuesta, mirando nuestra casa. Ha permanecido ahí un rato y luego se ha marchado rumbo a la estación.

Estoy sentada en la cama temblando de rabia y clavándome las uñas en las palmas. Evie no deja de agitar los pies en el aire pero estoy tan cabreada que no quiero cogerla por miedo a aplastarla.

Tom me dijo que lo había solucionado. Me dijo que el domingo la había llamado y que habían hablado. Ella había reconocido que había entablado cierta amistad con Scott Hipwell, pero le había asegurado que no pensaba volver a verlo y que ya no rondaría más por aquí. Tom me dijo que ella se lo había prometido y que él la creía. También me dijo que Rachel se había mostrado razonable y no parecía borracha, ni histérica, ni le había amenazado o suplicado para que volviera con ella. También añadió que ella parecía estar mejor.

Tras respirar hondo varias veces, cojo a Evie, la coloco boca arriba en mi regazo y la agarro de las manos.

—Creo que ya he tenido suficiente. ¿Tú no, cariño?

Es todo tan cansino: cada vez que creo que las cosas están mejor y que por fin hemos superado el problema de Rachel, ella aparece de nuevo. En ocasiones creo que no nos va a dejar nunca en paz.

Una semilla podrida ha sido plantada en mi interior. El hecho de que ella nos siga molestando cuando Tom me ha dicho que todo estaba arreglado hace que me pregunte si realmente él está haciendo todo lo posible para librarse de ella, o si, en el fondo, a una parte de él le gusta que ella siga colgada de él.

Bajo a la planta baja y rebusco en el cajón de la cocina la tarjeta de la sargento Riley. En cuanto la encuentro, me apresuro a llamarla antes de que cambie de idea.

Miércoles, 14 de agosto de 2013

Mañana

En la cama, mientras sus manos me sujetan por las caderas y siento su aliento cálido en el cuello y su piel cubierta de sudor contra la mía, me dice:

—Ya no lo hacemos con la misma frecuencia.

—Lo sé.

—Tenemos que buscar más tiempo para nosotros.

—Sí.

—Te echo de menos —dice—. Echo de menos esto. Quiero más.

Me doy la vuelta y lo beso en los labios con los ojos cerrados mientras intento reprimir la culpabilidad que siento por haber acudido a la policía a sus espaldas.

—Creo que deberíamos hacer un viaje —dice—. Sólo nosotros dos. Salir un poco.

Me entran ganas de preguntarle que con quién dejaríamos entonces a Evie. Con sus padres no se habla, y mi madre está tan débil que apenas puede cuidar de sí misma.

Pero no lo hago. No digo nada. En vez de eso, vuelvo a besarlo más intensamente. Su mano se desliza hasta la parte posterior de mi muslo y me agarra con fuerza.

—¿Qué te parece? ¿Adónde te gustaría ir? ¿Mauricio? ¿Bali?

Yo me río.

—Lo digo en serio —dice, saliendo de mí y mirándome directamente a los ojos—. Nos lo merecemos, Anna. Tú te lo mereces. Ha sido un año duro, ¿no?

—Pero…

—Pero ¿qué? —dice, y me ofrece su perfecta sonrisa—. Ya solucionaremos lo de Evie, no te preocupes.

—Tom, el dinero.

—Nos las apañaremos.

—Pero… —No quiero decirlo, pero he de hacerlo—. ¿No tenemos suficiente dinero para considerar la posibilidad de mudarnos de casa, pero sí para pasar unas vacaciones en Mauricio o Bali?

Él resopla y se da la vuelta. No debería haberlo dicho. Justo en ese momento oigo por el monitor del bebé que Evie se está despertando.

—Ya voy yo —dice él, y se levanta y sale de la habitación.

Durante el desayuno, Evie vuelve a la carga. Para ella se ha convertido en un juego: rechaza la comida, niega con la cabeza, levanta la barbilla con los labios cerrados, golpea el bol con sus pequeños puños. La paciencia de Tom se agota rápido.

—No tengo tiempo para esto. Tendrás que hacerlo tú —dice, y se pone en pie y me da la cuchara con una expresión de pena en el rostro.

Yo respiro hondo.

No pasa nada. Está cansado, tiene mucho trabajo y está cabreado porque no he accedido a las fantasiosas vacaciones que ha propuesto.

Pero sí que pasa. Yo también estoy cansada y me gustaría tener una conversación sobre dinero que no terminara con él marchándose de la habitación. Por supuesto, esto no se lo digo. En lugar de eso, rompo la promesa que me había hecho a mí misma y menciono a Rachel.

—Ha estado rondando otra vez por aquí. Al parecer, lo que le dijiste el otro día no ha funcionado.

Él se vuelve hacia mí de golpe.

—¿Qué quieres decir con que ha estado rondando por aquí?

—Ayer la vi en la calle, justo delante de casa.

—¿Estaba con alguien?

—No. Estaba sola. ¿Por qué lo preguntas?

—¡Joder! —exclama, y su rostro se ensombrece como cuando se enfada de verdad—. Le dije que se mantuviera alejada. ¿Por qué no me lo contaste anoche?

—No quería molestarte —digo en voz baja y lamento haber sacado el tema—. No quería que te preocuparas.

—¡Mierda! —suelta, y deja la taza de golpe en la encimera. El ruido hace que Evie se asuste y comience a llorar. Esto no ayuda—. No sé qué decir, la verdad. Cuando hablé con ella, parecía estar bien. Escuchó lo que le dije y me prometió que no vendría más por aquí. Tenía buen aspecto. Se la veía incluso sana, de vuelta a la normalidad…

—¿Tenía buen aspecto? —le pregunto y, antes de que me dé la espalda, puedo ver en su rostro que sabe que lo he pillado—. ¿No me dijiste que habías hablado con ella por teléfono?

Él respira hondo, luego suspira ruidosamente y por último se vuelve otra vez hacia mí con el rostro inexpresivo.

—Sí, bueno, te dije eso porque sabía que te molestaría que la hubiera visto en persona. Así que te mentí. Lo que haga falta para mantener la paz.

—¿Estás de coña?

Él niega con la cabeza y se acerca a mí con una sonrisa y las manos alzadas como si suplicara.

—Lo siento, lo siento. Ella quería hablar conmigo en persona y a mí me pareció que sería mejor. Lo siento, ¿vale? Sólo hablamos. Quedamos en una cafetería cutre de Ashbury y estuvimos hablando durante veinte o treinta minutos, no más.

Luego me rodea con los brazos y me atrae hacia sí. Yo intento resistirme, pero él es más fuerte que yo y, además, huele muy bien y yo no quiero pelea. Quiero que estemos del mismo lado.

—Lo siento —vuelve a mascullar con su boca en mi pelo.

—Está bien, no pasa nada —digo yo.

No insisto porque ahora ya me estoy encargando yo de este asunto. Ayer llamé a la sargento Riley y, en cuanto comenzamos a hablar, supe que había hecho lo correcto poniéndome en contacto con ella. Cuando le dije que había visto a Rachel saliendo de casa de Scott Hipwell «en varias ocasiones» (una pequeña exageración), ella se mostró muy interesada. Quiso saber fechas y horas (le pude dar dos; respecto a las demás veces fui más imprecisa), y me preguntó si antes de la desaparición de Megan Hipwell ya tenían algún tipo de relación y si yo pensaba que su vínculo era de carácter sexual. He de decir que la idea no se me había pasado por la cabeza; me cuesta imaginarlo pasar de Megan a Rachel. En cualquier caso, el cadáver de su esposa todavía no se había enfriado.

También le volví a contar lo del intento de secuestro de Evie, por si se le había olvidado.

—Es muy inestable —dije—. Puede pensar que estoy reaccionando de un modo exagerado, pero tratándose de mi familia no puedo tomar ningún riesgo.

—Para nada —me contestó ella—. Muchas gracias por ponerse en contacto conmigo. Si ve otra cosa que le resulte sospechosa, hágamelo saber.

No tengo ni idea de qué harán con ella. Puede que simplemente le den una advertencia. En cualquier caso, será de utilidad si más adelante contemplamos la posibilidad de solicitar una orden de alejamiento. Por el bien de Tom, esperemos que no haga falta.

En cuanto Tom se va a trabajar, llevo a Evie al parque y estamos un rato jugando con los columpios y los caballitos de madera. Cuando la vuelvo a meter en el cochecito, se queda dormida casi de inmediato, lo cual significa que puedo ir a comprar. Decido ir al Sainsbury’s por calles secundarias. Este camino implica dar un rodeo, pero hay muy poco tráfico y, además, así podemos pasar por delante del número 34 de Cranham Street.

Incluso ahora siento escalofríos al pasar por delante de esa casa. De repente, tengo mariposas en el estómago, una sonrisa se forma en mis labios y se me sonrojan las mejillas. Recuerdo subir la escalinata de la entrada a toda velocidad con la esperanza de que ningún vecino me viera entrar y prepararme en el cuarto de baño poniéndome perfume y el tipo de ropa interior que una se pone para que se la quiten. Cuando él llegaba a la puerta me enviaba un mensaje de texto y nos pasábamos una o dos horas en el dormitorio del piso de arriba.

Él solía decirle a Rachel que estaba con un cliente, o que había quedado con unos amigos para tomar una cerveza.

«¿No temes que lo compruebe?», le preguntaba yo, y él negaba con la cabeza. «Miento muy bien», me contestó en una ocasión con una sonrisa. Y otra vez me dijo: «Incluso si lo comprobara, mañana ya no lo recordaría». Entonces empecé a darme cuenta de hasta qué punto era mala la situación de Tom con ella.

Pero pensar en esas conversaciones me borra la sonrisa del rostro. No me gusta recordarlo riendo en plan conspirador mientras recorre mi tripa con los dedos, sonríe y me dice «Miento muy bien». Efectivamente, lo hace. Lo he comprobado en persona: he visto cómo convencía al personal de un hotel de que estábamos celebrando nuestra luna de miel, por ejemplo, o cómo se libraba de hacer horas extra en el trabajo asegurando tener una emergencia familiar. Ya sé que todo el mundo lo hace, pero a Tom le crees.

Pienso en el desayuno de esta mañana. Lo he pillado mintiéndome, pero lo ha admitido de inmediato. No tengo nada de lo que preocuparme. ¡No está viendo a Rachel a mis espaldas! La idea es ridícula. Puede que antaño ella fuera atractiva (he visto fotografías; cuando él la conoció era una imponente mujer de enormes ojos oscuros y curvas generosas), pero ahora es simplemente gorda. Y, en cualquier caso, él nunca volvería con ella. No después de todo lo que ella le ha hecho —nos ha hecho a ambos—: todo ese acoso, todas esas llamadas de madrugada en las que colgaba en cuanto descolgábamos, todos esos mensajes de texto.

Estoy en la sección de conservas mientras por suerte Evie sigue durmiendo en el cochecito y comienzo a pensar en las llamadas y la vez —¿o fue más de una?— en la que me desperté y la luz del cuarto de baño estaba encendida. A través de la puerta cerrada, podía oír la voz de Tom baja y suave. Sé que estaba tranquilizando a Rachel. En una ocasión me contó que a veces ella estaba tan enfadada que amenazaba con venir a casa, o presentarse en su trabajo, o incluso arrojarse delante de un tren. Puede que mienta muy bien, pero yo noto cuándo no me está diciendo la verdad. A mí no me engaña.

Tarde

Sólo que, ahora que lo pienso, sí me ha engañado, ¿no? Cuando me dijo que había hablado con Rachel por teléfono y que parecía estar mejor, casi feliz, yo no lo dudé ni por un momento. Y cuando vino a casa el lunes por la noche y le pregunté por su día, me habló de una reunión realmente agotadora que había tenido esa mañana y yo lo escuché muy comprensiva sin sospechar ni una sola vez que esa reunión no había tenido lugar y que en realidad había estado en una cafetería de Ashbury con su exesposa.

Esto es lo que estoy pensando mientras vacío el lavaplatos con mucho cuidado y gestos precisos, pues Evie está echándose una siesta y el ruido de la cubertería contra la vajilla podría despertarla. Me ha engañado. Sé que no siempre es honesto sobre todo al ciento por ciento. Pienso por ejemplo en esa historia sobre sus padres, lo de que los invitó a la boda pero que se negaron a venir porque estaban muy enfadados con él por haber dejado a Rachel. Siempre he pensado que era extraño, pues en las dos ocasiones en las que he hablado con su madre, ella pareció alegrarse de hablar conmigo y se mostró amable y se interesó por mí y por Evie. «Espero que podamos verla pronto», me dijo, pero cuando se lo comenté a Tom, él lo descartó.

—Sólo está intentando que los invite para luego no venir. Se trata de un juego de poder —dijo él.

A mí no me lo había parecido, pero no insistí. Las particularidades de las familias de los demás son siempre inescrutables. Estoy segura de que Tom tendrá sus razones para mantenerlos alejados, y que éstas tienen como objetivo protegerme a mí y a Evie.

Entonces ¿por qué estoy preguntándome si era cierto? Es culpa de esta casa, de esta situación, de todas las cosas que han pasado aquí. Hacen que dude de mí y de nosotros. Si no tengo cuidado, me volverán loca y terminaré como ella. Como Rachel.

Estoy sentada esperando a poder sacar las sábanas de la secadora. Mientras tanto, pienso en encender el televisor y ver si emiten algún episodio de Friends que no haya visto trescientas veces, pienso en mis estiramientos de yoga y pienso en la novela que descansa en mi mesita de noche. Pienso en el portátil de Tom, que está en la mesita de centro del salón.

Y entonces hago algo que nunca había imaginado que llegaría a hacer. Tras coger la botella de vino tinto que abrimos anoche para cenar y servirme un vaso, agarro su portátil, lo enciendo e intento averiguar su contraseña.

Estoy haciendo lo mismo que hacía ella: bebiendo sola y espiándolo. Lo que él odiaba. Pero recientemente —esta mañana, de hecho— las tornas han cambiado. Si él puede mentirme, yo puedo husmear en sus cosas. Es lo justo, ¿no? Creo que merezco un poco de justicia, de modo que intento descifrar su contraseña. Pruebo distintas combinaciones de varios nombres: el mío y el suyo, el suyo y el de Evie, el mío y el de Evie, los tres juntos, hacia delante y hacia atrás. Nuestros cumpleaños en varias combinaciones. Aniversarios: la primera vez que nos vimos, la primera vez que nos acostamos. El número treinta y cuatro, por Cranham Street. El número veintitrés, por esta casa. Luego intento pensar otras cosas más creativas. Muchos hombres utilizan como contraseña nombres de equipos de fútbol, pero a Tom no le gusta el fútbol, le va más el cricket. Pruebo «Boycott», «Botham» y «Ashes». No conozco el nombre de ningún jugador actual. Me termino el vaso de vino y me sirvo otro hasta la mitad. Lo cierto es que me lo estoy pasando bien intentando resolver el puzle. Pienso en grupos de música, películas o actrices que le gustan. Tecleo «contraseña». Tecleo «1234».

De repente, fuera se oye un terrible chirrido parecido al de unas uñas arañando una pizarra. El tren de Londres se ha detenido en el semáforo. Aprieto los dientes y le doy otro largo trago a mi vaso de vino. Mientras lo hago, me doy cuenta de la hora que es. Dios mío. Casi las siete, Evie todavía está durmiendo y Tom llegará a casa de un momento a otro. Efectivamente, justo cuando lo pienso oigo el repiqueteo de las llaves en el ojo de la puerta y el corazón se me detiene.

Cierro el portátil de golpe y me pongo en pie de un salto, tirando con ello la silla al suelo. El ruido despierta a Evie y se pone a llorar. Yo vuelvo a dejar el ordenador en la mesita de centro antes de que Tom entre en el salón. Cuando me ve, sin embargo, nota algo raro. Se me queda mirando y pregunta:

—¿Qué sucede?

—Nada, nada —le contesto yo—. He tirado la silla al suelo sin querer.

Él se dirige al cochecito para coger a Evie y yo entonces me veo la cara en el espejo del vestíbulo: estoy extremadamente pálida y tengo los labios manchados de rojo por el vino.