RACHEL

Domingo, 21 de julio de 2013

Mañana

Me despierto pensando en él. No parece real, nada lo parece. Me escuece la piel. Me encantaría beber algo, pero no puedo. He de mantener la cabeza despejada. Por Megan. Por Scott.

Ayer hice un esfuerzo. Me lavé el pelo, me maquillé y me puse los únicos pantalones vaqueros que todavía me caben, una camisa estampada de algodón y sandalias de tacón bajo. Tenía buen aspecto. No dejaba de decirme que era ridículo que me preocupara por mi imagen, pues era lo último en lo que Scott iba a estar pensando, pero no pude evitarlo. Era la primera vez que iba a estar con él y me importaba. Mucho más de lo que debería.

Cogí el tren en Ashbury alrededor de las seis y media y llegué a Witney poco después de las siete. Una vez ahí, tomé el camino de Roseberry Avenue, el que discurre por delante del paso subterráneo. Esta vez no lo miré, no pude hacerlo. Al pasar por delante del número 23, donde viven Tom y Anna, aceleré el paso, agaché la cabeza y, oculta detrás de unas gafas de sol, recé por que no me vieran. En la calle no había nadie salvo un par de coches que avanzaban lentamente entre las hileras de vehículos aparcados. Se trata de una pequeña calle tranquila, limpia y pudiente, habitada en su mayor parte por familias jóvenes; a las siete y media están todas cenando, o sentadas en el sofá viendo X-Factor con los pequeños entre papá y mamá.

Del número 23 al 15 no puede haber más de cincuenta o sesenta pasos, pero mientras la recorría esa distancia pareció alargarse y se me hizo eterna; me pesaban las piernas y mis pies eran inestables, como si estuviera borracha y fuera a caerme al suelo.

Scott abrió la puerta casi antes de que hubiera terminado de llamar. Mi trémula mano todavía estaba alzada cuando apareció en la entrada, cerniéndose sobre mí y ocupando el espacio de la puerta.

—¿Rachel? —preguntó al tiempo que me miraba sin sonreír.

Yo asentí. Me ofreció la mano y se la estreché. Luego me indicó con una seña que entrara en la casa, pero por un momento no me moví. Tenía miedo de él. De cerca, resultaba físicamente intimidante: era alto y de espaldas anchas, con los brazos y el pecho bien definidos. Sus manos eran enormes. No pude evitar pensar que podía aplastarme —el cuello, la caja torácica— sin demasiado esfuerzo.

Pasé junto a él y me adentré en el pasillo. Al hacerlo, mi brazo rozó el suyo, y noté que me sonrojaba. Scott olía a sudor y tenía el pelo oscuro apelmazado, como si llevara algún tiempo sin ducharse.

Al entrar en el salón sentí un déjà vu tan fuerte que resultó incluso aterrador. Al instante, reconocí la chimenea de la pared del fondo, flanqueada por dos hornacinas; también el modo en el que la luz de la calle entraba a través de las persianas horizontales; y sabía que, al girar a la izquierda, vería la puerta corredera de cristal y detrás de ésta una extensión verde y, más allá, las vías del tren. Giré y, efectivamente, ahí estaba la mesa de la cocina y, detrás, la puerta corredera y el exuberante césped del patio. Conocía esta casa. De repente, sentí un mareo y tuve la necesidad de sentarme; pensé entonces en el agujero negro del sábado por la noche, en todas esas horas perdidas.

Eso no quería decir nada, claro está. Conocía esa casa, pero no porque hubiera estado en ella. La conocía porque era exactamente igual que la del número 23: un pasillo conducía a la escalera y a mano izquierda se encontraba el salón con cocina americana. El patio y el jardín me resultaban familiares porque los solía ver desde el tren. No subí al piso de arriba, pero sé que, si lo hubiera hecho, habría llegado a un descansillo con una gran ventana de guillotina, y que por esa ventana se salía a la terraza que habían improvisado en el tejado de la extensión de la cocina. También sé que habría visto dos dormitorios, el principal con dos grandes ventanas que dan a la calle y otro más pequeño en la parte trasera, con vistas al jardín. Que conociera esa casa de arriba abajo no significa que hubiera estado en ella.

Aun así, estaba temblando cuando Scott me condujo a la cocina y me ofreció una taza de té. Me senté a la mesa de la cocina mientras él ponía agua a hervir, metía una bolsita de té en una taza y vertía sin querer algo de agua hirviendo en la encimera (provocando que maldijera entre dientes). En la casa se podía percibir un intenso olor antiséptico, pero Scott iba hecho un desastre, con una mancha de sudor en la parte trasera de la camiseta y los pantalones vaqueros caídos como si le fueran demasiado grandes. Me pregunté cuándo habría sido la última vez que había comido.

Dejó la taza de té delante de mí y se sentó en el lado opuesto de la mesa de la cocina con las manos entrelazadas. El silencio se extendió entre nosotros y luego llenó toda la cocina; resonaba en mis oídos y me sentía acalorada e incómoda. Tenía la mente en blanco. No sabía qué estaba haciendo ahí. ¿Por qué diablos había ido? De repente, oí un rumor lejano: el tren se estaba acercando. Ese viejo sonido me resultó reconfortante.

—¿Eres amiga de Megan? —dijo él finalmente.

Oírle pronunciar su nombre provocó que se me hiciera un nudo en la garganta. Bajé la mirada a la mesa y apreté con fuerza la taza que envolvían mis manos.

—Sí —dije—. La conozco… un poco. De la galería.

Él siguió mirándome, esperando, expectante. Advertí cómo los músculos de su mandíbula se le marcaban al apretar los dientes. Intenté decir algo, pero las palabras no acudieron a mí. Debería haberme preparado mejor.

—¿Ha habido alguna novedad? —pregunté.

Él se me quedó mirando fijamente un segundo y no pude evitar sentir miedo. No debería haberle preguntado eso; las novedades que hubiera podido haber no eran cosa mía. Se enfadaría, me diría que me fuera.

—No —me contestó—. ¿Qué es lo que querías contarme?

El tren pasó despacio por delante de la casa y yo me volví hacia las vías. Me sentía mareada, como si estuviera teniendo una experiencia extracorporal y me estuviera viendo a mí misma desde fuera.

—En tu email decías que querías contarme algo sobre Megan —dijo entonces en un tono de voz un poco más alto.

Yo respiré hondo. Me sentía fatal. Era plenamente consciente de que lo que iba a decir le dolería y lo empeoraría todo.

—La vi con alguien —dije. Lo solté tal cual, directa, sin rodeos ni contexto.

Él siguió mirando fijamente.

—¿Cuándo? ¿El sábado por la noche? ¿Se lo has dicho a la policía?

—No, el viernes por la mañana —respondí, y sus hombros se derrumbaron.

—Pero… el viernes ella todavía no había desaparecido. ¿Qué tiene eso de especial? —Volví a reparar en los músculos de su mandíbula. Se estaba enfadando—. ¿Con quién la viste? ¿Con un hombre?

—Sí, yo…

—¿Qué aspecto tenía? —Se puso en pie. Su cuerpo bloqueó la luz—. ¿Se lo has dicho a la policía? —volvió a preguntarme.

—Lo hice, pero no estoy segura de que me tomaran muy en serio —dije.

—¿Por qué?

—Yo sólo… No sé… Pensaba que debías saberlo.

Se inclinó hacia delante y se apoyó en la mesa con los puños.

—¿Qué estás diciendo? ¿Dónde la viste? ¿Qué estaba haciendo?

Volví a respirar hondo.

—Estaba… en el jardín —dije—. Ahí mismo. —Señalé un punto del patio—. La vi… desde el tren. —La expresión de incredulidad de su rostro era inconfundible—. Cada día, tomo el tren de Ashbury a Londres y paso por aquí delante. La vi con alguien. Y… no eras tú.

—¿Cómo lo sabes? ¿El viernes por la mañana? ¿El día anterior a su desaparición?

—Sí.

—Yo no estaba aquí —dijo—. Había ido a Birmingham para asistir a una conferencia. Regresé el viernes por la tarde. —Sus mejillas comenzaron a encenderse. Su escepticismo estaba dando paso a otra cosa—. ¿Y dices que la viste en el jardín con alguien? Y…

—Ella lo besó —dije. Tarde o temprano tenía que decirlo. Tenía que contárselo—. Se estaban besando.

Scott se irguió. Sus manos —todavía con los puños apretados— colgaban a ambos lados. El tono de sus mejillas era cada vez más oscuro y él parecía más enfadado.

—Lo siento —dije—. Lo siento mucho. Sé que es terrible oír que…

Scott hizo un gesto desdeñoso con la mano para indicarme que me callara. No estaba interesado en mi compasión.

Sé cómo sienta eso. Recuerdo con una claridad casi perfecta cómo me sentí en la cocina de mi casa cinco puertas más abajo, sentada junto a mi antigua mejor amiga Lara mientras su regordete bebé no dejaba de moverse en su regazo. Me dijo lo mucho que lamentaba que mi matrimonio hubiera terminado y recuerdo haber perdido los estribos ante sus trillados comentarios. Ella no sabía nada de mi dolor. Le dije que se fuera a la mierda y ella me contestó que no le hablara así delante de su hijo. No la he vuelto a ver desde entonces.

—¿Qué aspecto tenía ese hombre con el que la viste? —me preguntó entonces Scott. Ahora estaba de espaldas a mí, mirando el jardín.

—Era alto, quizá más que tú. De piel oscura. Creo que tal vez asiático. O hindú. Algo así.

—¿Y se estaban besando en el jardín?

—Sí.

Exhaló un largo suspiro.

—Dios mío, necesito tomar algo. —Se volvió hacia mí—. ¿Quieres una cerveza?

Sí, me moría por beber algo, pero le dije que no y me limité a observar cómo cogía una botella de la nevera, la abría y le daba un largo trago. Casi podía notar el frío líquido descendiendo por mi garganta. Mi mano se moría por coger un vaso. Scott se inclinó sobre la encimera y se quedó con la cabeza prácticamente pegada al pecho.

Me sentí fatal. No lo estaba ayudando, sólo había conseguido que aumentara su dolor y se sintiera peor. Esto no estaba bien, me había entrometido en su pena. No debería haber ido a verlo. No debería haber mentido. Obviamente, no debería haber mentido.

Yo ya estaba poniéndome de pie cuando dijo:

—Podría… No sé… Quizá podría ser algo bueno, ¿no? Eso significaría que está bien. Que sólo… —soltó una risa ahogada— ha huido con alguien. —Se limpió una lágrima de la mejilla con el dorso de la mano y se me encogió el corazón—. Aun así, me cuesta creer que no me haya llamado. —Me miró como si yo tuviera respuestas, como si yo supiera algo—. Me habría llamado, ¿no? Sabría lo asustado… lo desesperado que estaría yo. Ella no puede ser tan perversa, ¿verdad?

Me estaba hablando como alguien en quien podía confiar, como si realmente fuera amiga de Megan, y yo sabía que estaba mal, pero al mismo tiempo me sentía bien. Él le dio otro trago a su cerveza y se volvió hacia el jardín. Seguí su mirada hasta una pila de piedras que había contra la cerca, una rocalla iniciada hacía mucho y que nunca había llegado a terminarse. Alzó la botella para darle otro trago pero se detuvo antes de hacerlo y se volvió hacia mí.

—¿Dices que viste a Megan desde el tren? —me preguntó entonces—. ¿Estabas… mirando por la ventanilla y casualmente viste a una mujer a la que conocías? —De repente, la atmósfera había cambiado. Ya no estaba tan seguro de si era una aliada y podía confiar en mí. Una expresión de duda pareció dibujarse fugazmente en su rostro.

—Sí, yo… Sabía dónde vive ella —dije, y lamenté las palabras en cuanto salieron de mi boca—. Donde vivís vosotros dos, quiero decir. Yo ya había estado aquí antes. Hace mucho tiempo. Así que a veces me fijaba por si la veía. —Él me estaba mirando fijamente y yo noté que me sonrojaba—. Solía estar en el jardín.

Scott dejó la botella vacía sobre la encimera, dio un par de pasos hacia mí y se sentó en la silla de la mesa más cercana.

—Eso quiere decir que conocías bien a Megan. O, al menos, lo bastante bien para haber venido a casa.

Podía sentir las pulsaciones de mi flujo sanguíneo en el cuello y el sudor en la base de la columna vertebral. También el nauseabundo subidón de la adrenalina. No debería haber dicho que ya había ido allí, no debería haber complicado la mentira.

—Fue sólo una vez, pero ya conocía este sitio porque antes yo también vivía en esta calle. —Él enarcó las cejas—. Más abajo, en el número 23.

Él asintió lentamente.

—Watson —dijo—. Entonces ¿eres… la exesposa de Tom?

—Sí. Nos separamos hace un par de años.

—Pero ¿seguiste visitando la galería de Megan?

—A veces.

—Y cuando la veías, ¿hablabais de cosas personales? ¿Hablabais sobre mí? —Y, con voz más ronca, añadió—: ¿Sobre otra persona?

Negué con la cabeza.

—No, no. Normalmente sólo iba a pasar el rato, ya sabes. —Hubo un largo silencio. De repente, tuve la sensación de que el calor de la sala aumentaba y el olor a antiséptico emanaba de todas las superficies. Tenía la sensación de que me iba a desmayar.

A mi derecha había una mesita auxiliar adornada con fotografías enmarcadas. En una de ellas, Megan sonreía de un modo alegremente acusador.

—Debería marcharme —dije—. Ya te he robado mucho tiempo. —Comencé a levantarme, pero él extendió un brazo y colocó una mano en mi muñeca sin dejar de mirarme atentamente a los ojos.

—No te vayas todavía —dijo con suavidad. No me puse en pie, pero aparté la mano de debajo de la suya; me daba la incómoda sensación de que estaba siendo retenida—. Ese hombre —añadió—, el que estaba con Megan, ¿crees que podrías reconocerlo si lo vieras?

No podría decirle que ya lo había identificado en la comisaría. Mi justificación para ir a verlo había sido que la policía no se había tomado en serio mi historia. Si ahora reconocía la verdad, su confianza en mí desaparecería. Así pues, volví a mentir.

—No estoy segura, pero creo que podría. —Esperé un momento, y luego proseguí—. En un periódico leí las declaraciones de un amigo de Megan. Se llamaba Rajesh. Me preguntaba si…

Scott ya estaba negando con la cabeza.

—¿Rajesh Gujral? No lo creo. Es uno de los artistas que solían exponer en la galería. Es un tipo simpático, pero está casado y tiene hijos —dijo Scott como si eso significara algo—. Un momento —añadió al tiempo que se ponía en pie—. Creo que en algún lugar tengo una fotografía suya.

Desapareció escaleras arriba. De repente, noté que mis hombros se relajaban y me di cuenta de que había estado sentada en tensión desde que había llegado. Volví a mirar las fotografías: Megan en la playa con traje de baño y otra era un primer plano de su rostro en el que se podía apreciar el increíble azul de sus ojos. Sólo Megan. No había ninguna fotografía de los dos juntos.

Scott regresó con el folleto promocional de una exposición de la galería. Le dio la vuelta y me enseñó una fotografía.

—Éste es Rajesh.

Estaba de pie junto a un colorido cuadro abstracto: era más mayor, con barba, bajo, fornido. No era el hombre que había visto con Megan, el que había identificado en la comisaría.

—No es él —dije.

Scott se quedó un momento a mi lado mirando el folleto hasta que, de repente, se dio la vuelta y volvió a subir al piso de arriba. Al poco, regresó con un portátil y se sentó a la mesa de la cocina.

—Creo que… —dijo, abriendo el ordenador y encendiéndolo. Luego se quedó callado y yo permanecí mirando los músculos de su mandíbula en tensión. Su concentración era absoluta—. Megan estaba viendo a un psicólogo —dijo entonces—. Se llama… Abdic. Kamal Abdic. No es asiático, es de Serbia, o Bosnia, o un lugar de ésos. Pero es de piel oscura. Desde lejos, podría pasar por hindú. —Tecleó algo en el ordenador—. Si no me equivoco, tiene una página web y creo que en ella hay una fotografía…

Le dio la vuelta al ordenador para que yo pudiera ver la pantalla. Me incliné hacia delante para ver mejor.

—Es él —dije—. Sin duda alguna.

Scott cerró de golpe la pantalla del ordenador. Durante un largo rato, no dijo nada. Permaneció sentado con los codos sobre la mesa, los brazos trémulos y la cabeza apoyada en las puntas de los dedos.

—Megan sufría ataques de pánico —dijo finalmente—. Le costaba dormir. Cosas de ésas. Comenzó el año pasado, no recuerdo exactamente cuándo. —Hablaba sin mirarme, como si lo estuviera haciendo para sí, como si hubiera olvidado que yo estaba allí—. Yo no parecía ser capaz de ayudarla, de modo que le sugerí que hablara con alguien. Fui yo quien la animó a que fuera al psicólogo. —La voz se le quebró un poco—. Ella me dijo que en otros tiempos había tenido problemas parecidos y que al final se le había pasado, pero yo hice que… yo la convencí de que visitara a un médico. Le recomendaron a ese tipo. —Tosió un poco para aclararse la garganta—. La terapia parecía estar ayudándola. Estaba más feliz. —Soltó una risa breve y triste—. Ahora sé por qué.

Extendí la mano para darle unas palmaditas en el hombro, un mero gesto de consuelo. De repente, sin embargo, se apartó y se puso en pie.

—Deberías marcharte —me dijo entonces bruscamente—. Mi madre llegará pronto. No me deja solo durante más de una o dos horas.

En la puerta, cuando ya me marchaba, me cogió del brazo.

—¿Nos habíamos visto antes? —me preguntó.

Por un momento, pensé en decirle «Puede que lo hayas hecho. Puede que me vieras en la comisaría de policía, o en la calle. La noche del sábado estuve aquí», pero negué con la cabeza y dije:

—No lo creo.

Me dirigí a la estación de tren tan rápidamente como pude. Cuando ya había recorrido la mitad de la calle, eché un vistazo hacia atrás. Él todavía estaba en la puerta, mirándome.

Tarde

No he dejado de consultar obsesivamente mi cuenta de correo electrónico, pero no he tenido noticias de Tom. La vida de los borrachos celosos debía de ser mucho mejor antes de los emails, los mensajes de texto y los teléfonos móviles; antes de toda esa parafernalia electrónica y el rastro que deja.

Hoy apenas había nada sobre Megan en los periódicos. Sus portadas estaban dedicadas a la crisis política en Turquía, la niña de cuatro años que había sido atacada por unos perros en Wigan o la humillante pérdida de la selección inglesa de fútbol contra Montenegro. Aunque sólo ha pasado una semana desde su desaparición, Megan ya está dejando de ser noticia.

Cathy me ha invitado a almorzar. Estaba libre porque Damien ha ido a Birmingham a visitar a su madre. A ella no la ha invitado. Son pareja desde hace casi dos años y ella todavía no conoce a su madre. Hemos ido al Giraffe, en High Street, un lugar que odio. Sentadas en el centro de un comedor repleto de gritones camareros mal pagados, Cathy me ha preguntado qué he estado haciendo últimamente. Tenía curiosidad por lo que había hecho la noche anterior.

—¿Has conocido a alguien? —me ha preguntado con ojos esperanzados. Ha sido algo conmovedor, la verdad.

Casi le digo que sí porque era lo cierto, pero mentir resultaba más fácil. Le he dicho que acudí a una reunión de Alcohólicos Anónimos en Witney.

—¡Oh! —ha exclamado avergonzada y ha bajado la mirada a su anodina ensalada griega—. Pensaba que el viernes tuviste una pequeña recaída.

—Sí. No va a ser coser y cantar, Cathy —he explicado, y acto seguido me he sentido fatal, pues creo que realmente le preocupa que consiga mantenerme sobria—. Pero estoy esforzándome.

—Si necesitas, ya sabes, que vaya contigo…

—En esta etapa todavía no. Pero gracias.

—Bueno, quizá podríamos hacer alguna otra cosa juntas, como ir al gimnasio —ha sugerido.

Me he reído, pero cuando me he dado cuenta de que lo decía en serio le he dicho que me lo pensaría.

Acaba de marcharse. Damien ha llamado para avisar de que ya había vuelto y ella ha ido a su casa. He pensado en decirle algo («¿Por qué sales corriendo siempre que te llama?»), pero no creo que en mi posición pueda dar consejos sobre relaciones de pareja —ni de nada, ya que estamos— y, en cualquier caso, me apetece beber algo. (Lo llevo pensando desde que nos hemos sentado en el Giraffe, cuando el camarero con granos nos ha preguntado si queríamos un vaso de vino y Cathy ha contestado «No, gracias» con firmeza). Así pues, en cuanto me despido de ella siento el anticipatorio hormigueo en la piel y dejo a un lado los buenos pensamientos («No recaigas. Lo estás haciendo muy bien»). Justo cuando me estoy poniendo los zapatos para ir a la licorería, suena mi móvil. Es Tom. Ha de ser Tom. Cojo el teléfono de mi bolso y, al ver la pantalla, mi corazón comienza a repiquetear como un tambor.

—Hola —digo. A continuación hay un silencio, de modo que añado—: ¿Va todo bien?

Tras una pequeña pausa, Scott contesta:

—Sí, sí, estoy bien. Sólo llamaba para darte las gracias por lo de ayer. Por tomarte el tiempo para venir a verme.

—Oh, no hay de qué, no hacía falta que…

—¿Te interrumpo?

—Oh, no, para nada. —Hay otro silencio al otro lado de la línea, de modo que vuelvo a decirlo—. Para nada. ¿Ha…? ¿Ha pasado algo? ¿Has hablado con la policía?

—Una agente de enlace ha venido a verme esta tarde, sí —dice. De repente, el pulso se me acelera—. La sargento Riley. Le he mencionado a Kamal Abdic y le he dicho que quizá valía la pena hablar con él.

—¿Le has dicho que habías hablado conmigo? —Tengo la boca completamente seca.

—No, no lo he hecho. He pensado que quizá… No sé. Me ha parecido que sería mejor si ella creía que lo de Abdic se me había ocurrido a mí. Le he contado una mentira: le he dicho que había estado devanándome los sesos por si recordaba algo significativo y que me parecía que hablar con su psicólogo podía ser de ayuda. También he añadido que en el pasado había tenido algunas dudas sobre su relación.

Ya puedo volver a respirar.

—¿Y ella qué ha dicho? —le pregunto.

—Que ya habían hablado con él, pero que lo volverían a hacer. Me ha hecho muchas preguntas sobre por qué no lo había mencionado antes. Ella… No sé, no confío en ella. Se supone que está de mi lado, pero no dejo de tener la sensación de que sospecha de mí y pretende pillarme en un renuncio.

Estoy estúpidamente encantada con que a él tampoco le guste: otra cosa que tenemos en común, otro hilo que nos une.

—Sólo quería darte las gracias por haberte puesto en contacto conmigo. Fue… Sé que suena extraño, pero me sentó bien hablar con alguien a quien no conocía anteriormente. Tuve la sensación de que podía pensar de un modo más racional. Cuando te marchaste, estuve pensando en la primera vez que Megan fue a ver al psicólogo y en su estado de ánimo cuando regresó a casa. Había algo en ella, cierto «buen humor». —Exhala un sonoro suspiro—. No sé, puede que me lo esté imaginando.

Vuelvo a tener la misma sensación de ayer: parece que esté hablando para sí mismo, no conmigo. Me he convertido en una caja de resonancia, y me parece bien. Me alegro de serle útil.

—Me he pasado todo el día revisando otra vez las cosas de Megan —dice—. Ya he rebuscado en nuestro dormitorio y toda la casa media docena de veces rastreando cualquier cosa que me pudiera dar una indicación de dónde se encuentra. Algo de Abdic, quizá. Pero nada. No he encontrado ningún email, ninguna carta, nada de nada. He pensado incluso en ponerme en contacto con él, pero hoy la consulta está cerrada y no he podido localizar el número de su teléfono móvil.

—¿Estás seguro de que eso es una buena idea? —pregunto—. ¿No sería mejor dejárselo a la policía? —No quiero decirlo en voz alta, pero ambos pensamos lo mismo: es un tipo peligroso. O, al menos, podría serlo.

—No lo sé. La verdad es que no lo sé.

En su voz advierto un tono de desesperación que me parte el corazón, pero no puedo ofrecerle consuelo alguno. Oigo su respiración al otro lado de la línea, entrecortada y acelerada, como si estuviera preocupado. Quiero preguntarle si hay alguien más con él, pero no puedo hacerlo: sería intrusivo y sonaría mal.

—Hoy he visto a tu ex —dice de repente, y noto cómo se me eriza el vello de los brazos.

—¿Ah, sí?

—Sí, he ido a comprar los periódicos y lo he visto en la calle. Me ha preguntado si estaba bien y si había alguna noticia.

—¿Ah, sí? —repito, pues es todo lo que soy capaz de decir. Son las únicas palabras que acuden a mi boca. No quiero que me hable de Tom. Tom sabe que no conozco a Megan Hipwell. Tom sabe que estuve en Blenheim Road la noche en la que ella desapareció.

—No te he mencionado. Yo… Bueno, no estaba seguro de si debía decirle que te había conocido.

—No, creo que es mejor que no lo hayas hecho. No sé. Podría parecer extraño.

—De acuerdo —dice. Después de eso, hay un largo silencio. Yo espero que mi pulso se ralentice. Cuando ya creo que va a colgar, añade—: ¿De verdad nunca te habló de mí?

—Claro que sí… Por supuesto que lo hizo —digo—. No nos veíamos muy a menudo, pero…

—Pero tú viniste a casa. Megan casi nunca invita a nadie. Es muy reservada y celosa de su espacio.

Busco rápidamente una razón. Desearía no haberle dicho que había ido a su casa.

—Sólo fui a por un libro que iba a prestarme.

—¿De verdad? —No me cree. Ella no lee. Pienso en la casa, no había libros en las estanterías—. ¿Y qué te contó de mí?

—Bueno, era muy feliz —digo—. Contigo, quiero decir. Con vuestra relación. —Al decir esto me doy cuenta de lo extraño que suena, pero no puedo ser más específica, de modo que intento ir sobre seguro—. Si soy honesta, mi matrimonio se estaba yendo a pique de modo que nos dedicábamos a comparar y a contrastar. Ella se iluminaba cuando hablaba de ti. —Menudo cliché más cutre.

—¿Sí? —Él no parece notarlo, pero su voz suena algo melancólica—. Me alegro de oír eso. —Se queda un momento callado y puedo oír su respiración rápida y poco profunda al otro lado de la línea—. Tuvimos… Tuvimos una discusión terrible. La noche en la que se marchó. Odio la idea de que estuviera enojada conmigo cuando… —No termina la frase.

—Estoy segura de que no estuvo enfadada durante mucho tiempo —digo—. Las parejas discuten. Lo hacen sin parar.

—Pero esta pelea fue realmente terrible y no puedo… No sé, tengo la sensación de que no puedo contárselo a nadie, porque si lo hiciera, la gente me miraría como si fuera culpable.

Ahora su voz suena distinta: apesadumbrada y preñada de culpa.

—No recuerdo cómo empezó —dice, y al principio no le creo, pero luego pienso en todas las discusiones que yo he olvidado y me muerdo la lengua—. La discusión se fue acalorando y fui muy… desagradable con ella. Me comporté como un imbécil. Un auténtico imbécil. Ella se enfadó mucho. Subió al piso de arriba y metió algunas cosas en una bolsa. No sé exactamente qué, pero luego reparé en que su cepillo de dientes ya no estaba, de modo que no pensaba volver a casa. Supuse que habría ido a pasar la noche a casa de Tara. Eso sólo había pasado una vez antes. Sólo una. No era algo que sucediera sin parar.

»Ni siquiera fui tras ella —dice, y otra vez tengo la sensación de que en realidad no está hablando conmigo, sino confesándose. Está a un lado del confesionario y yo al otro, sin rostro, en las sombras—. Dejé que se marchara.

—¿Eso sucedió el sábado por la noche?

—Sí. Ésa fue la última vez que la vi.

Hubo un testigo que la vio (o a una mujer que encaja con su descripción) caminando rumbo a la estación de Witney sobre las siete y cuarto, eso lo sé por los periódicos. Ésa fue la última vez que la vieron. Nadie recuerda haberla visto en el andén ni en el tren. En la estación de Witney no hay cámaras de vigilancia, y en las grabaciones de las de Corly no aparece, aunque según los periódicos eso no demuestra que no estuviera ahí, pues en esa estación hay «significativos puntos ciegos».

—¿A qué hora intentaste ponerte en contacto con ella? —le pregunto. Otro largo silencio.

—Yo… Fui al pub. Al The Rose, ya sabes, el que está en Kingly Road, justo a la vuelta de la esquina. Necesitaba tranquilizarme, aclararme la cabeza. Me tomé un par de pintas y luego regresé a casa. Eran casi las diez. Creo que esperaba que hubiera tenido tiempo de calmarse y que ya hubiera vuelto. Pero no fue así.

—Entonces ¿eran más o menos las diez cuando intentaste llamarla?

—No. —Su voz era ahora poco más que un susurro—. En casa me bebí un par de cervezas más y estuve viendo la tele. Luego me fui a la cama.

Pienso en todas las discusiones que tuve con Tom, todas las cosas terribles que dije después de haber bebido demasiado, todas las veces que me largué de casa hecha una furia, diciéndole a gritos que no quería volver a verlo. Él siempre me llamaba, siempre me convencía para regresar a casa.

—Supuse que estaría en casa de Tara, ya sabes, sentada en la cocina y explicándole que yo era un capullo. Así que lo dejé estar.

Lo dejó estar. Suena cruel e insensible, y no me sorprende que no le haya contado esta historia a nadie más. Me sorprende que lo esté haciendo ahora. Éste no es el Scott que yo había imaginado, el Scott que yo conocía, el que permanecía detrás de Megan en la terraza con sus grandes manos en los huesudos hombros de ella, dispuesto a protegerla de cualquier cosa.

Estoy a punto de colgar el teléfono, pero Scott sigue hablando.

—Al día siguiente me desperté temprano. En mi móvil no había ningún mensaje, pero no me asusté; supuse que estaba con Tara y que continuaba enfadada conmigo. La llamé y me saltó el buzón de voz pero seguí sin asustarme. Pensé que probablemente todavía estaría durmiendo, o simplemente ignorándome. No pude encontrar el número de teléfono de Tara, pero tenía su dirección: estaba en una tarjeta de visita en el escritorio de Megan. Decidí ir a buscarla.

Si no estaba preocupado, me pregunto por qué sintió la necesidad de ir a casa de Tara, pero no lo interrumpo. Dejo que siga hablando.

—Fui a casa de Tara pasadas las nueve. Ella tardó un poco en abrir la puerta, pero cuando lo hizo pareció realmente sorprendida de verme. Estaba claro que era la última persona que esperaba ver en su puerta a esas horas de la mañana, y entonces fue cuando lo supe… cuando me di cuenta de que Megan no estaba ahí. Y comencé a pensar… comencé… —No consigue terminar la frase y me siento mal por haber dudado de él.

»Tara me dijo que la última vez que había visto a Megan fue en su clase de pilates del viernes por la noche. Entonces empecé a asustarme.

Después de colgar, pienso que, si no lo conoces, si no has visto cómo se comportaba con Megan, muchas de las cosas que Scott ha dicho no terminan de sonar bien.

Lunes, 22 de julio de 2013

Mañana

Me siento algo aturdida. He dormido profundamente, pero no he dejado de soñar en toda la noche y esta mañana me está costando despertarme del todo. Vuelve a hacer calor y, a pesar de ir medio vacío, hoy el vagón resulta sofocante. Esta mañana me he levantado tarde y antes de salir de casa no he tenido tiempo de hojear ningún periódico ni de consultar las noticias en internet, así que intento acceder a la página web de la BBC desde el móvil, pero por alguna razón no se carga. En Northcote, sube un hombre con un iPad y se sienta a mi lado. Él no tiene ningún problema para navegar y abre directamente la página web del Daily Telegraph. Ahí está, en letras grandes y gruesas: HOMBRE ARRESTADO EN RELACIÓN CON LA DESAPARICIÓN DE MEGAN HIPWELL.

Siento un pánico tal que, sin darme cuenta me inclino a un lado para verlo mejor. Molesto y algo alarmado, el tipo se vuelve hacia mí.

—Lo siento —le digo—. La conozco. A la desaparecida. La conozco.

—¡Oh, vaya! —dice. Es un hombre de mediana edad, educado y de buena apariencia—. ¿Quiere leer la noticia?

—Si no le importa… No consigo que se cargue nada en mi móvil.

Él sonríe amablemente y me da la tableta. Abro el enlace y accedo a la noticia.

Un hombre de unos treinta años ha sido arrestado en relación con la desaparición de Megan Hipwell, de veintinueve, la mujer de Witney que desapareció el pasado sábado 13 de julio. La policía no ha confirmado si el hombre arrestado es el marido de Megan Hipwell, Scott Hipwell, interrogado el pasado viernes. En declaraciones de esta mañana, un portavoz de la policía ha dicho: «Podemos confirmar que hemos arrestado a un hombre en relación con la desaparición de Megan Hipwell. Todavía no ha sido acusado de ningún delito. La búsqueda de Megan continúa y ahora mismo estamos llevando a cabo el registro de una casa que podría ser el escenario de un crimen».

Justo en ese momento, pasamos por delante de la casa. Por una vez, el tren no se ha detenido en el semáforo. Vuelvo rápidamente la cabeza, pero es demasiado tarde. Ya hemos pasado. Con manos trémulas, le devuelvo el iPad a su dueño. Él niega con la cabeza, apesadumbrado.

—Lo siento mucho —dice.

—No está muerta —afirmo.

Mi voz ha sonado como un graznido y ni siquiera yo misma termino de creer lo que he dicho. Las lágrimas comienzan a asomar a mis ojos. Estuve en su casa. Estuve ahí. Me senté a la mesa con él, lo miré a los ojos, sentí algo. Pienso en sus grandes manos y en que, si a mí me podrían aplastar, a la pequeña y frágil Megan habrían podido destrozarla.

Los frenos chirrían cuando llegamos a la estación de Witney y me pongo en pie de golpe.

—He de bajar —le explico al hombre que va sentado a mi lado. Parece sorprendido, pero asiente comprensivamente.

—Buena suerte —dice.

Recorro el andén y desciendo la escalera a toda velocidad. Avanzo a contracorriente de la gente y ya casi he llegado al pie de la escalera cuando tropiezo con un hombre que me dice «¡Cuidado!», pero no levanto la mirada porque no puedo apartar los ojos del borde de un escalón de hormigón, el penúltimo. Hay una mancha de sangre. Me pregunto cómo ha llegado ahí. ¿Podría tener una semana? ¿Podría ser mi sangre? ¿La de Megan? ¿Hay sangre en su casa —me pregunto—, por eso han arrestado a Scott? Intento pensar en la cocina, el salón. El olor: muy limpio, antiséptico. ¿Era lejía? No lo sé, no lo recuerdo bien. Lo único que recuerdo con claridad es la mancha de sudor en su espalda y el olor a cerveza de su aliento.

Corro por delante del paso subterráneo y tuerzo la esquina de Blenheim Road. Sin apenas aliento, avanzo por la acera con la cabeza baja, demasiado asustada para levantar la mirada. Cuando finalmente lo hago, sin embargo, no hay nada que ver. Delante de la casa de Scott no hay furgonetas ni coches de policía. ¿Habrán terminado ya de registrar la casa? Si hubieran encontrado algo, seguro que todavía estarían aquí; deben de tardar varias horas en registrarlo todo y procesar todas las pruebas. Acelero el paso. Cuando finalmente llego a la casa, me detengo y respiro hondo. Las cortinas están echadas tanto en la planta baja como en el piso de arriba. Advierto que las de la casa del vecino se mueven. Estoy siendo observada. Me acerco a la puerta con la mano alzada. No debería estar aquí. No sé qué estoy haciendo aquí. Sólo quería ver. Quería saber. Por un segundo, vacilo. No sé si ir en contra de todos mis instintos y llamar a la puerta o largarme. Finalmente, comienzo a darme la vuelta y justo en ese momento se abre la puerta.

Antes de que tenga tiempo de moverme, Scott extiende la mano, me agarra del antebrazo y tira de mí. Tiene los labios apretados y la mirada desquiciada. Está desesperado. Actúa presa del pánico y la adrenalina. La oscuridad me envuelve. Abro la boca para gritar, pero es demasiado tarde. Me mete en la casa y cierra la puerta tras de mí.