Los soñadores no pueden ser domados

La vida es el tren, no la estación. Y después de casi dos días de viaje, es cansancio, desorientación, tensión que crece cuando un grupo de personas está confinado en el mismo lugar y nostalgia de los días que pasamos en Ekaterinburg. El día que nos embarcamos me encontré un mensaje de Yao en recepción en el que me preguntaba si no me gustaría entrenar un poco de aikido, pero no respondí, necesitaba estar solo algunas horas.

Pasé toda la mañana haciendo el máximo de ejercicio físico posible, que para mí significa caminar y correr. Así cuando regresase al vagón, seguro que estaría lo suficientemente cansado como para dormir. Conseguí hablar por teléfono con mi mujer, pues mi teléfono no funcionaba en el tren. Le expliqué que tal vez lo del Transiberiano no había sido la mejor idea del mundo, que no estaba convencido de llegar hasta el final, pero de todos modos servía como experiencia.

Ella me dijo que lo que decidiese estaría bien para ella, que no me preocupase, que estaba muy ocupada con sus pinturas. Sin embargo, había tenido un sueño que no podía entender: yo estaba en una playa, alguien llegaba del mar y me decía que por fin estaba cumpliendo mi misión. Luego desaparecía.

Le pregunté si era una mujer o un hombre. Me explicó que su rostro estaba tapado por una capucha, por lo que no sabía la respuesta. Me bendijo y me repitió que no me preocupase, Río de Janeiro era un horno a pesar de que era otoño. Pero que yo siguiese mi intuición, sin importarme lo que dijeran los demás.

—En ese mismo sueño, una mujer o una joven, no lo sé exactamente, estaba en la playa contigo.

—Hay una joven aquí. No sé su edad exacta, pero no debe de llegar a los treinta años.

—Confía en ella.

Por la tarde quedé con los editores, concedí alguna entrevista, cenamos en un excelente restaurante y regresamos a la estación alrededor de las once de la noche. Atravesamos los montes Urales —la cadena de montañas que separa Europa de Asia— en plena oscuridad. Nadie vio absolutamente nada.

Y, a partir de ahí, volvió a instalarse la rutina. Cuando empezaba el día, como movidos por una señal invisible, ya estaban todos otra vez alrededor de la mesa del desayuno. De nuevo, nadie había conseguido pegar ojo. Ni Yao, que parecía estar acostumbrado a ese tipo de viajes; parecía cada vez más cansado y triste.

Hilal esperaba allí. Y, como siempre, había dormido mejor que todo el mundo. Empezábamos la conversación con las quejas sobre el balanceo del tren, comíamos, yo volvía a la habitación para intentar dormir, me levantaba después de algunas horas, iba a la sala, me encontraba a las mismas personas, comentábamos los miles de kilómetros que nos quedaban por delante, mirábamos por la ventana, escuchábamos música sin gracia que llegaba del sistema de altavoces del tren.

Hilal ahora apenas decía nada. Se instalaba siempre en el mismo rincón, abría un libro y se ponía a leer, cada vez más ausente del resto del grupo. A nadie parecía importarle, salvo a mí, que pensaba que su actitud era una falta de respeto absoluta hacia los demás. Sin embargo, considerando la otra posibilidad —sus comentarios inapropiados de siempre— decidí callarme.

Terminaba el desayuno, volvía de nuevo a la habitación, escribía un poco, intentaba dormir otra vez, cabeceaba unas horas; ahora la noción del tiempo se estaba perdiendo rápidamente, todos lo decían. Ya a nadie le preocupaba si era de día o de noche; nos guiábamos por las comidas, como imagino que hacen los presos.

En algún momento todos volvían a la sala, se servía la cena, más vodka que agua mineral, más silencio que conversación. El editor me contó que, cuando no estoy cerca, Hilal se pone a tocar un violín imaginario, como si estuviese ensayando. Sé que los jugadores de ajedrez hacen lo mismo: trabajan partidas enteras en sus cabezas, aunque no tengan tablero.

—Sí, toca música silenciosa para seres invisibles. Puede que la necesiten.

Otro desayuno. Sin embargo, hoy las cosas son diferentes; como sucede con todo en la vida, empezamos a acostumbrarnos. Mi editor se queja de que su móvil no funciona bien (el mío no funciona nunca). Su mujer va vestida como una odalisca, lo cual me parece gracioso y absurdo al mismo tiempo. Aunque no habla inglés, siempre conseguimos entendernos muy bien mediante gestos y miradas. Hilal decide participar en la conversación, hablando un poco de las dificultades de los músicos para vivir de su trabajo. A pesar de todo el prestigio, un músico profesional puede llegar a ganar menos que un taxista.

—¿Qué edad tienes? —pregunta la editora.

—Veintiún años.

—No lo parece.

«No lo parece» generalmente significa «pareces más vieja». Lo cual realmente es cierto. No imaginaba que fuese tan joven.

—El director del conservatorio de música fue a verme al hotel en Ekaterinburg —continúa la editora—. Me dijo que eras una de las violinistas con más talento que ha conocido. Pero que de repente perdiste el interés por la música.

—Fue el Aleph —responde, sin mirarme directamente.

—¿Aleph?

Todos la miran, sorprendidos. Yo finjo no haber oído nada.

—Eso mismo. El Aleph. No era capaz de encontrarlo, la energía no fluía como yo esperaba. Algo estaba bloqueado en mi pasado.

Ahora la conversación parece totalmente surrealista. Yo sigo callado, pero mi editor intenta enmendar la situación:

—Publiqué un libro de matemáticas que lleva esa palabra en el título. En lenguaje técnico significa «el número que contiene todos los números». El libro era sobre la cábala y las matemáticas. Los matemáticos usan el Aleph como una referencia para el número cardinal que define el infinito…

Nadie parece estar siguiendo la explicación. Él para.

—También está en el Apocalipsis —digo como si fuera la primera vez que estoy escuchando—. Cuando el Cordero lo define como el principio y el fin, aquel que está más allá del tiempo. Es la primera letra de los alfabetos hebraico, árabe y arameo.

A esas alturas la editora está arrepentida de haber convertido a Hilal en el centro de atención. Hay que satirizar un poco más.

—Sea como fuere, para una chica de veintiún años, que acaba de salir del colegio y que tiene una brillante carrera por delante, haber venido desde Moscú hasta Ekaterinburg, ya debería ser más que suficiente.

—Aún más si es spalla.

Hilal nota la confusión que ha causado su intervención anterior y se divierte provocando a la editora con otro término misterioso. La tensión crece. Yao decide intervenir:

—¿Ya eres spalla? ¡Enhorabuena!

Y volviéndose hacia el grupo:

—Como todos sabéis, el spalla es el primer violín de la orquesta. El último concertista que entra en el palco antes del director, que se sienta siempre en la primera fila a la izquierda. Es el responsable de afinar todos los instrumentos. Tengo una interesante historia que contar al respecto y sucedió precisamente cuando estaba en Novosibirsk, nuestra próxima parada. ¿Queréis escucharla?

Todos están de acuerdo, como si ya supiesen exactamente el significado de aquella palabra.

La historia de Yao no es tan interesante, pero el enfrentamiento entre Hilal y la editora se aplaza. Al final de un aburridísimo discurso sobre las maravillas turísticas de Novosibirsk, los ánimos están serenados, todos piensan en volver otra vez a sus habitaciones e intentar descansar un poco. Una vez más me arrepiento de la idea de atravesar todo un continente en tren.

—He olvidado colgar la reflexión de hoy.

Yao escribe en un papel amarillo: «Los soñadores no pueden ser domados», y pega el proverbio en el espejo junto al anterior.

—Un periodista de televisión nos espera en una de las siguientes estaciones y pregunta si puede entrevistarte —comenta el editor.

Claro que sí. Acepto cualquier distracción, cualquier cosa que haga pasar el tiempo.

—Escribe sobre el insomnio —me sugiere el editor—. Puede que te ayude a dormir.

—Yo también quiero entrevistarte —interrumpe Hilal, y veo que ha salido del letargo en el que se encontraba el día anterior.

—Concierta una cita con mi editor.

Me levanto, me voy a la habitación, cierro los ojos y paso las dos horas siguientes rodando de un sitio a otro, como de costumbre; a estas alturas mi mecanismo biológico está completamente desequilibrado. Y, como toda persona insomne, pienso que puedo usar el tiempo para reflexionar sobre cosas interesantes, lo cual es absolutamente imposible.

Empiezo a escuchar una música. Al principio pienso que la percepción del mundo espiritual ha regresado sin necesidad de que yo haga ningún esfuerzo. Pero poco a poco me voy dando cuenta de que, además de la música, escucho el ruido de las ruedas del tren sobre los raíles y el de los objetos balanceándose sobre mi mesa.

La música es real. Y viene del baño. Me levanto y voy hasta allí.

Hilal tiene un pie dentro de la bañera y otro fuera y, equilibrándose como puede, toca su violín. Sonríe cuando me ve, porque estoy en calzoncillos. Pero la situación me parece tan natural, tan familiar, que no hago el menor esfuerzo por volver y ponerme los pantalones.

—¿Cómo has entrado?

Ella no interrumpe la música; señala con la cabeza la puerta de la habitación contigua, que comparte el mismo baño con la mía. Hago un gesto afirmativo y me siento en el otro lado de la bañera.

—Esta mañana me desperté sabiendo que tengo que ayudarte a entrar otra vez en contacto con la energía del Universo. Dios pasó por mi alma y me dijo que, si te sucedía a ti, también me sucedería a mí. Y me pidió que viniera para mecer tu sueño.

Nunca le había comentado que en cierto momento tuve la sensación de haber perdido ese contacto. Y su gesto me conmueve. Ambos intentando mantener el equilibrio en un vagón que se mueve de un lado a otro, el arco tocando la cuerda, la cuerda emitiendo un sonido, el sonido esparciéndose por el espacio, el espacio transformándose en tiempo musical y la paz transmitiéndose a través de un simple instrumento. La luz divina que emana de todo lo que es dinámico, activo.

El alma de Hilal está en cada nota, en cada acorde. El Aleph me ha revelado algo sobre la mujer que tengo frente a mí. No recuerdo todos los detalles de nuestra historia juntos, pero ya nos conocemos de antes. Espero que ella jamás descubra en qué circunstancias. En este preciso momento ella me envuelve con la energía del amor, como probablemente ya lo hizo en el pasado; que siga así, porque es lo único que siempre nos va a salvar, a pesar de los errores cometidos. El amor es siempre más fuerte.

Empiezo a vestirla con la ropa que ella llevaba cuando la vi la última vez que estuvimos a solas, antes de que otros hombres llegaran a la ciudad y cambiaran toda la historia: chaleco bordado, blusa blanca de encaje, falda larga hasta los tobillos, terciopelo negro con hilos de oro. La escucho hablar sobre sus conversaciones con los pájaros, y de todo lo que las aves les dicen a los hombres, aunque éstos no lo entiendan. En ese momento yo soy su amigo, su confesor, su…

Paro. No quiero abrir esa puerta, a no ser que sea absolutamente necesario. Ya la he atravesado otras cuatro veces y no me llevó a ningún sitio. Sí, recuerdo a las ocho mujeres que estaban allí, sé que algún día obtendré la respuesta que me falta, pero eso jamás me ha impedido seguir adelante en mi vida actual. La primera vez me asusté muchísimo, pero después entendí que el perdón sólo funciona con quien lo acepta. Yo acepté el perdón.

Hay un pasaje en la Biblia, durante la Última Cena, en el que Jesús dice la misma frase: «Uno de vosotros me va a negar y otro me traicionará.» Califica ambos crímenes como igualmente graves. Judas lo traiciona y, corroído por la culpa, acaba ahorcándose. Pedro lo niega, no sólo una, sino tres veces. Tuvo bastante tiempo para reflexionar e insistió en el error. Pero en vez de castigarse por ello, usa su debilidad como fuerza; se convierte en el primer gran predicador del mensaje de aquel al que abandonó cuando más necesitaba de su compañía.

O sea: el mensaje del amor era mayor que el error. Judas no lo entendió, y Pedro lo usó como herramienta de trabajo.

No quiero abrir esa puerta, porque es como un dique que contiene el océano. Basta hacer un orificio y poco después la presión del agua lo habrá reventado todo e inundará lo que no debería ser inundado. Estoy en un tren y sólo hay una mujer llamada Hilal, originaria de Turquía, spalla de una orquesta, tocando el violín en el baño. Empiezo a tener sueño; el remedio está haciendo efecto. Mi cabeza se inclina, mis ojos se cierran, Hilal interrumpe la música y me pide que me acueste. Obedezco.

Ella se instala en la silla y sigue tocando. Y de repente ya no estoy en el tren, ni en aquel jardín donde la vi con blusa blanca; navego por un túnel profundo que me llevará a la nada, al sueño pesado y sin sueños. Lo último que recuerdo antes de dormirme es la frase que Yao puso en el espejo aquella mañana.