La linterna del extranjero
Casi dos meses de peregrinación, la alegría está de vuelta, pero cada noche me pregunto si seguirá conmigo cuando vuelva a casa. ¿Estaré de verdad haciendo lo realmente necesario para que el bambú chino crezca? Ya he pasado por seis países, me reuní con mis lectores, me divertí, aparté momentáneamente una depresión que amenazaba con instalarse, pero algo me dice que todavía no he recuperado mi reino. Todo lo que he hecho no es muy diferente de los viajes de los años anteriores.
Ahora sólo falta Rusia. Y después, ¿qué voy a hacer? ¿Seguir adquiriendo compromisos para seguir adelante o parar y ver cuáles son los resultados?
Aún no he llegado a ninguna conclusión. Sólo sé que una vida sin causa es una vida sin efecto. Y no puedo permitir que eso me suceda. Si es necesario, viajo el resto del año.
Estoy en la ciudad africana de Túnez. La conferencia va a empezar, y —gracias a Dios— la sala está llena. Debería ser presentado por dos intelectuales del lugar. En el breve encuentro que hemos tenido antes, uno de ellos me mostró un texto de dos minutos; el otro había escrito una disertación de media hora sobre mi trabajo.
Con mucho tacto, el coordinador le explica que es imposible leer la disertación, ya que el acto debe durar como máximo cincuenta minutos. Imagino cuánto ha debido de trabajar en el texto, pero el coordinador tiene razón: estoy en Túnez para tener contacto con mis lectores. Se produce una breve discusión, dice que ya no desea participar y se marcha.
Empieza la conferencia. Las presentaciones y los agradecimientos duran como máximo cinco minutos, y ahora dispongo del resto del tiempo para un diálogo abierto. Digo que no estoy allí para explicar nada, y que me gustaría que el acto dejase de ser una presentación convencional y se convirtiese en una conversación.
Una joven hace la primera pregunta: ¿Qué son las señales de las que tanto hablo en mis libros? Le explico que es un lenguaje extremadamente personal que desarrollamos a lo largo de la vida, a través de aciertos y errores, hasta que entendemos cuándo Dios nos está guiando. Otro pregunta si fue una señal la que me trajo a este país lejano. Le digo que sí, pero no entro en más detalles. La conversación continúa, el tiempo pasa rápidamente y tengo que finalizar el acto. Escojo al azar, entre seiscientas personas, a un hombre de mediana edad, con un grueso bigote, para la pregunta final.
—No quiero hacer una pregunta —dice—. Sólo quiero decir un nombre.
Y dice el nombre de una pequeña iglesia en Barbazan-Debat, que queda en medio de ningún lugar, a miles de kilómetros de donde me encuentro, y donde un día coloqué una placa de agradecimiento por un milagro. Es el nombre de la iglesia a la que fui, antes de esta peregrinación, a pedirle a la Virgen que protegiese mis pasos.
Ya no sé cómo continuar la conferencia. Las palabras que siguen fueron escritas por uno de los presentadores que componían la mesa:
«Y, de repente, el Universo parecía haber dejado de moverse en aquella sala. Sucedieron tantas cosas… vi tus lágrimas. Vi las lágrimas de tu dulce mujer, cuando aquel lector anónimo pronunció el nombre de una capilla perdida en algún lugar del mundo. Te quedaste sin voz. Tu rostro sonriente se puso serio. Tus ojos se llenaron de lágrimas tímidas, que temblaban en la punta de tus pestañas, como si quisieran disculparse por estar allí sin haber sido invitadas.
»Allí también estaba yo, sintiendo un nudo en la garganta, sin saber por qué. Busqué entre el público a mi mujer y a mi hija, siempre las busco cuando me siento al borde de algo que no conozco. Ellas estaban allí, pero tenían los ojos fijos en ti, silenciosas como todo el mundo, procurando apoyarte con sus miradas, como si las miradas pudiesen sostener a un hombre.
»Entonces me fijé en Christina, pidiendo socorro, intentando comprender lo que estaba sucediendo, buscando cómo terminar aquel silencio que parecía infinito. Y vi que también ella lloraba, en silencio, como si fueseis notas de la misma sinfonía y como si las lágrimas de ambos se tocasen a pesar de la distancia.
»Y durante largos segundos ya no había sala, ni público, nada más. Tú y tu mujer habíais partido hacia un lugar al que nadie podía seguiros; todo lo que existía era la alegría de vivir, contada sólo con el silencio y la emoción.
»Las palabras son lágrimas que fueron escritas. Las lágrimas son palabras que necesitan brotar. Sin ellas, ninguna alegría tiene brillo, ninguna tristeza tiene final. Así pues, gracias por tus lágrimas.»
Debería decirle a la chica que había hecho la primera pregunta —sobre las señales— que aquélla era una de ellas, que confirmaba que yo estaba donde debía estar, en el momento justo, a pesar de no entender muy bien lo que me había llevado hasta allí.
Pero pienso que no fue necesario: debió de darse cuenta[2].