La casa Ipatiev
La omnipresente Hilal ha desaparecido.
Bajo de la habitación pensando encontrarla en el vestíbulo del hotel, pero no está allí. Aunque me pasé el día anterior prácticamente desmayado en la cama, conseguí dormir en «tierra firme». Llamo por teléfono a la habitación de Yao y salimos a dar una vuelta por la ciudad. Es exactamente todo lo que ahora necesito: caminar, caminar y caminar, respirar aire puro, ver la ciudad desconocida y sentirla como si fuese mía.
Yao me va relatando algunos hechos históricos —la tercera ciudad en tamaño de Rusia, recursos minerales, cosas como las que encontraríamos en cualquier folleto turístico—, pero no me interesa lo más mínimo. Paramos delante de lo que parece ser una gigantesca catedral ortodoxa.
—La catedral de la Sangre. Construida en el lugar donde antes estaba la casa de un hombre llamado Nicolas Ipatiev. Entremos un rato.
Acepto la sugerencia porque empiezo a tener frío. Vamos hasta lo que parece ser un pequeño museo, pero todos los letreros están en ruso.
Yao me observa, como si yo lo entendiese todo, pero no es así.
—¿No sientes nada?
Le digo que no. Él parece decepcionado e insiste:
—Pero tú que crees en mundos paralelos y en la eternidad del momento presente, ¿no sientes absolutamente nada?
Me tienta contarle que es precisamente eso lo que me ha llevado hasta ese lugar: mi conversación con J. y mis conflictos internos respecto a la capacidad de conectar con mi lado espiritual. Pero eso ahora ya no corresponde a la verdad. Desde que salí de Londres soy otra persona, camino hacia mi reino y mi alma, y eso me hace estar tranquilo y feliz. Durante una fracción de segundo recuerdo el episodio en el tren, la mirada de Hilal, y después procuro apartarlo de mi cabeza.
—Si no siento nada, no quiere decir que esté necesariamente desconectado. Tal vez en este momento mi energía está dirigida hacia otro tipo de descubrimiento. Estamos en una catedral que parece recién construida. ¿Qué sucedió aquí?
—En la casa de Nicolas Ipatiev se acabó el imperio. La noche del 16 al 17 de julio de 1918, la familia de Nicolás II, el último zar de todas las Rusias, fue ejecutada junto a su médico y tres empleados. Empezaron por el propio zar, que recibió varios tiros en la cabeza y en el pecho. Las últimas en morir fueron Anastasia, Tatiana, Olga y María, golpeadas con bayonetas. Dicen que sus espíritus continúan vagando por aquí, buscando las joyas que dejaron atrás. También dicen que Boris Yeltsin, antiguo presidente de Rusia, decidió demoler la antigua casa y construir una iglesia en su lugar, para que los espíritus pudieran irse y que Rusia volviera a crecer de nuevo.
—¿Por qué me has traído aquí?
Por primera vez desde que nos conocimos en Moscú, Yao no sabe qué decir.
—Porque ayer me preguntaste si creía en Dios. Creí, hasta que él me separó de la persona que más amaba en el mundo, mi mujer. Siempre pensé que iba a morir antes que ella, pero no fue eso lo que sucedió —me cuenta Yao—. El día que nos conocimos, tuve la certeza de que ya la conocía desde que nací. Llovía mucho, ella no aceptó que la invitase a tomar un té, pero yo ya sabía que éramos como las nubes que se unen en el cielo y ya no es posible decir dónde empieza una y dónde acaba la otra. Un año después estábamos casados, como si fuese la cosa más esperada y más natural del mundo. Tuvimos hijos, honramos a Dios y a la familia… hasta que un día el viento llegó y volvió a separar las nubes.
Espero a que termine lo que quiere decir.
—No es justo. No fue justo. Puede parecer un absurdo, pero hubiese preferido que partiésemos juntos hacia la otra vida, como el zar y su familia.
No, todavía no ha dicho todo lo que deseaba. Espera que yo diga algo, pero permanezco en silencio. Parece que los fantasmas de los muertos están realmente a nuestro lado.
—Y cuando vi cómo tú y la chica os mirabais en el tren, en aquel cubículo donde están las puertas, me acordé de mi mujer, de su primera mirada, que incluso antes de hablar de nada ya me decía: «Estamos juntos otra vez.» Por eso decidí traerte aquí. Para preguntarte si eres capaz de ver lo que no podemos, si sabes dónde se encuentra ella en este momento.
Entonces fue testigo del momento en el que Hilal y yo penetramos en el Aleph.
Miro de nuevo el lugar, le agradezco que me haya llevado hasta allí y le pido que sigamos andando.
—No hagas sufrir a esa chica. Cada vez que la veo mirándote, me parece que ya os conocéis desde hace mucho tiempo.
Pienso para mí mismo que eso no es algo de lo que deba preocuparme.
—En el tren me preguntaste si me gustaría acompañarte a algo que vas a hacer esta noche. ¿La invitación sigue en pie? Podemos hablar sobre eso más tarde. Es una pena que nunca me hayas visto contemplando a mi mujer cuando duerme. También sabrías leer mis ojos y entenderías por qué estamos casados desde hace casi treinta años.
Andar le está sentando muy bien a mi cuerpo y a mi alma. Estoy completamente concentrado en el momento presente: aquí están las señales, los mundos paralelos, los milagros. El tiempo realmente no existe: Yao es capaz de hablar de la muerte del zar como si hubiera sido ayer, mostrar sus heridas de amor como si hubieran surgido hace tan sólo unos minutos, mientras yo recuerdo el andén de Moscú como algo del más lejano pasado.
Paramos en un parque y nos quedamos viendo a la gente. Mujeres con niños, hombres apresurados, chavales discutiendo en una esquina, junto a una radio en la que suena música alta. Jóvenes reunidas justo en el otro lado, ocupadas en una conversación muy animada sobre algún asunto de poca importancia. Gente mayor con sus largos abrigos de invierno, a pesar de que ya es primavera. Yao compra dos perritos calientes y vuelve.
—¿Es difícil escribir? —me pregunta.
—No. ¿Es difícil aprender tantas lenguas extranjeras?
—Tampoco. Basta con prestar atención.
—Yo presto atención pero nunca he podido ir más allá de lo que aprendí cuando era joven.
—Pues yo nunca he intentado escribir porque desde que era joven me dijeron que había que estudiar, leer cosas aburridísimas y tener muchos contactos con intelectuales. Detesto a los intelectuales.
No sé si eso es una indirecta. Estoy comiéndome el perrito y no tengo que contestar. Vuelvo a pensar otra vez en Hilal y en el Aleph. ¿Se habrá asustado y ahora que está en casa habrá desistido del viaje? Hace algunos meses yo estaría preocupadísimo por haber interrumpido un proceso a la mitad, pensando que mi aprendizaje dependía única y exclusivamente de ello. Pero hace sol y si el mundo parece en paz es porque está en paz.
—¿Qué es necesario para escribir? —insiste Yao.
—Amar. Como tú amaste a tu mujer. Mejor dicho, como amas a tu mujer.
—¿Sólo?
—¿Ves este parque frente a nosotros? En él hay varias historias que, aunque hayan sido contadas muchas veces, merece la pena repetirlas. El escritor, el cantante, el jardinero, el traductor, todos somos un espejo de nuestro tiempo. Ponemos amor y hacemos nuestro trabajo. En mi caso, claro que la lectura es importantísima, pero el que se aferra a los libros académicos y a los cursos de estilo no entiende lo esencial: las palabras son la vida puesta en el papel. Así que busca a la gente.
—Siempre que veía aquellos cursos de literatura en la universidad en la que daba clases, todo aquello me parecía…
—… artificial, imagino —termino, interrumpiéndolo—. Nadie aprende a amar siguiendo un manual, nadie aprende a escribir yendo a un curso. No me refiero a que busques otros escritores, sino a que encuentres personas con diferentes habilidades, porque escribir no es diferente a cualquier actividad hecha con alegría y entusiasmo.
—¿Escribirías un libro sobre los últimos días de Nicolás II?
—No es algo que me entusiasme demasiado. La historia es interesante pero escribir, para mí, es sobre todo un acto para descubrirme a mí mismo. Si tuviese que darte un único consejo, sería éste: no te dejes intimidar por la opinión de los demás. Lo único seguro es la mediocridad, por eso debes correr tus riesgos y hacer lo que deseas.
»Busca a personas que no tengan miedo a cometer errores y que, en consecuencia, los cometan. A causa de eso, no siempre se reconoce su trabajo. Pero es ese tipo de gente la que transforma el mundo y después de muchos errores, da con algo que marcará la diferencia en su comunidad.
—Como Hilal.
—Sí, como ella. Pero quiero decirte una cosa: lo que sentiste por tu mujer, yo lo siento por la mía. No soy un santo y no tengo la menor intención de serlo, pero, utilizando tu imagen, éramos dos nubes y ahora sólo somos una. Éramos dos cubitos de hielo que la luz del sol derritió y ahora somos la misma agua viva.
—Aun así, al pasar y ver la manera en que Hilal y tú os mirabais…
Yo no alimento la conversación y se calla.
En el parque, el grupo de chicos nunca mira a las chicas que se encuentran a tan sólo unos metros, aunque ambos grupos estén interesadísimos uno en el otro. Los mayores pasan concentrados en sus recuerdos de infancia. Las madres sonríen a sus hijos como si allí estuviesen todos los futuros artistas, millonarios y presidentes de la República. La escena ante nuestros ojos es la síntesis del comportamiento humano.
—He vivido en muchos países —dice Yao—. Evidentemente pasé por momentos muy aburridos, afronté situaciones injustas, fallé cuando esperaban lo mejor de mí. Pero esos recuerdos no tienen la menor relevancia en mi vida. Las cosas importantes que permanecieron fueron los momentos en los que escuché a gente cantando, contando historias, aprovechando la vida. Perdí a mi mujer hace veinte años, pero parece que fue ayer. Ella todavía está aquí, sentada en este banco con nosotros, recordando los momentos felices que vivimos juntos.
Sí, ella todavía está aquí. Si consigo encontrar las palabras adecuadas, acabaré explicándoselo.
Mi sensibilidad ahora está a flor de piel, después de ver el Aleph y de entender lo que J. decía. No sé si voy a ser capaz de solucionarlo, pero por lo menos soy consciente del problema.
—Siempre merece la pena contar una historia, aunque sólo sea a la familia. ¿Cuántos hijos tienes?
—Dos hombres y dos mujeres. Pero no están muy interesados en mis historias, porque por lo visto ya las he repetido muchas veces. ¿Vas a escribir algún libro sobre tu viaje en el Transiberiano?
—No.
Aunque quisiese, ¿cómo podría describir el Aleph?