XIII
LOS DIEZ LIBROS QUE CONMOVIERON AL IDIOTA LATINOAMERICANO

Como regla general, todo idiota latinoamericano posee una cierta biblioteca política. El idiota suele ser buen lector, pero, generalmente, de malos libros. No lee de izquierda a derecha, como los occidentales, ni de derecha a izquierda, como los orientales. Se las ha arreglado para leer de izquierda a izquierda. Practica la endogamia y el incesto ideológico. Y, con frecuencia, no es extraño que estas lecturas lo doten de cierto aire de superioridad intelectual. Quienes no piensan como ellos es porque son víctimas de una especie de estupidez congénita. Soberbia que proviene de la visión dogmática que inevitablemente se va forjando en las mentes de quienes sólo utilizan un lóbulo moral en la formulación de sus juicios críticos. La literatura liberal, conservadora, burguesa, o simplemente contraria a los postulados revolucionarios, les parece una pérdida de tiempo, una muestra de irracionalidad o una simple sarta de mentiras. No vale la pena asomarse a ella.

¿Qué lee nuestro legendario idiota? Naturalmente, muchas cosas. Infinidad de libros. Sin embargo, es posible examinar sus repletas estanterías y espigar varios títulos emblemáticos que engloban y resumen la sustancia de todos los demás. Lo que sigue a continuación —en orden cronológico no riguroso— pretende precisamente eso: elegir la biblioteca favorita del idiota, de manera que si algún lector de nuestra obra desea incorporarse al bando de la oligofrenia política, en una semana de intensa lectura hasta podrá pronunciar conferencias ante algún auditorio prestigioso, preferiblemente del mundo universitario de Estados Unidos o Europa. Todavía hay gente que se queda boquiabierta cuando escucha estas tonterías.

Una última advertencia: tras la selección de los diez libros que han conmovido a nuestro entrañable idiota, pueden observarse tres categorías en las que estos textos se acoplan y refuerzan. Unos establecen el diagnóstico fatal sobre la democracia, la economía de mercado y los pérfidos valores occidentales; otros dan la pauta y el método violento para destruir los fundamentos del odiado sistema; y los últimos aportan un luminoso proyecto de futuro basado en las generosas y eficientes caracteristísticas del modelo marxista-leninista. Ilusión curiosa, porque en los años en los que el idiota alcanza su mayor esplendor histórico —desde mediados de los cincuenta hasta fines de los ochenta— ya se sabía con bastante claridad que los paraísos del proletariado no eran otra cosa que campos de concentración rodeados de alambre de espino.

La historia me absolverá. Fidel Castro, 1953.

Según una muy conocida leyenda —difundida por la propaganda cubana—, se trata del alegato que en su propia defensa hizo Fidel Castro durante el juicio que se le siguió tras el fallido asalto al cuartel Moneada el 26 de julio de 1953. Quienes no han leído el texto suelen conformarse con la cita de su frase final «condenadme, no importa, la historia me absolverá», afirmación, por cierto, que también hiciera Adolfo Hitler en circunstancias parecidas durante la formación del partido nazi. Naturalmente, hay cientos de ediciones de la obra, pero para la redacción de esta reseña nos hemos guiado por la segunda de Ediciones Júcar, Gijón, España, de enero de 1978, obsequiosamente prologada por el inefable Ariel Dorfman, de quien hablaremos más adelante, pues él también es autor de uno de los clásicos justamente venerados por nuestros más cultos idiotas latinoamericanos.

Situemos al lector ante la historia real. La madrugada del 26 de julio de 1953 un joven abogado sin experiencia, de sólo veintisiete años, candidato a congresista en las frustradas elecciones de junio de 1952 —abortadas por un golpe militar dado por el general Fulgencio Batista en marzo, tres meses antes de los comicios—, dirige el ataque a dos cuarteles del ejército cubano situados en el extremo oriental de la Isla: Moneada y Bayamo. Sus tropas las integran 165 combatientes inexpertos, mal armados con escopetas de cartucho, rifles calibre 22, pistolas y alguna ametralladora respetable. En el asalto mueren 22 soldados y 8 atacantes —lo que demuestra el arrojo del grupo capitaneado por Castro—, pero el ejército y la policía de Batista logran controlar la situación, detienen a la mayoría de los revolucionarios, e inmediatamente torturan salvajemente y asesinan a 56 prisioneros indefensos. Fidel logra huir del lugar con algunos supervivientes y se refugia en las montañas cercanas. Sin embargo, el hambre y la sed lo fuerzan a rendirse. Previamente, el obispo de Santiago, monseñor Pérez Serantes, ha conseguido de Batista la promesa de que se le respetará la vida a Castro y se le someterá a un juicio justo junto al resto de sus compañeros.

En realidad no hay un juicio, sino dos, y ninguno de ellos puede calificarse como «justo». En el primero se permite que Castro, en su condición de abogado, actúe en defensa de sus compañeros, circunstancia que éste aprovecha para atacar muy hábilmente al gobierno y demostrar los crímenes cometidos.

Ante esta situación de descrédito público, y para evitar mayores daños a su disminuido prestigio, declarándolo enfermo, Batista da la orden de juzgar a Castro en el Hospital Civil, a puertas cerradas, ante un Tribunal de Urgencia totalmente dependiente del Poder Ejecutivo. Esto sucede a mediados de octubre de 1953, y frente a ese tribunal Castro improvisa su defensa durante cinco horas. Cuanto allí dijo es lo que se supone que constituye el famoso discurso conocido como La historia me absolverá.

No es cierto. Entre lo que Castro realmente dijo y lo que más tarde se publicó hay un abismo, diferencia que no debe sorprendernos, pues estamos ante una persona que no tiene el menor escrúpulo en reescribir la historia según su conveniencia coyuntural. Lo que sucedió fue lo siguiente: una vez en la cárcel de Isla de Pinos, a donde fue condenado a quince años por rebelión militar, con toda la paciencia del mundo, Castro escribió una primera versión de su discurso y por medio de Melba Hernández, una compañera de lucha, se la hizo llegar al brillante ensayista Jorge Mañach —también opositor a Batista—, quien le ordenó las ideas y le perfeccionó la sintaxis, dotando al texto de citas eruditas, de latinismos, y hasta de pronombres totalmente extraños a la mayor parte de los cubanos, como sucede con el «os» a que don Jorge, cuya niñez transcurrió en España, era tan aficionado. Esos Balzac, Dante, Ingenieros, Milton, Locke o santo Tomás que desfilan por la obra no pertenecen a Castro sino a Mañach, así como las largas citas de Miró Argenter o los poemas de Martí intercalados en medio del alegato. Extremo que no pondrá en duda nadie familiarizado con la oratoria de Castro, popular y efectiva, pero siempre reiterativa, despojada de cultismos y carente de destellos intelectuales apreciables.

No es este libro, pues, lo que realmente Castro dijo en su defensa tras el asalto al Moneada, sino lo que le habría gustado decir si hubiera tenido la prosa de Mañach, aunque las ideas básicas —no la forma en que las expresa— sí le pertenecen totalmente. En todo caso, La historia me absolverá, tal y como se le conoce, no es una deposición ante unos magistrados, sino la presentación ante la sociedad cubana de un político y de un programa de gobierno. Fue, bajo el pretexto de una defensa jurídica, el «lanzamiento» a la vida pública de alguien que, hasta ese momento, era percibido como un mero revoltoso siempre vinculado a hechos violentos. Al fin y al cabo, ¿qué dijo (o escribió luego) en esta pieza «seudooratoria» el entonces aprendiz de Comandante que lo hace encabezar la pequeña biblioteca del idiota latinoamericano recogida en nuestra obra?

Dice varias cosas: explica, en primer término, las razones de su derrota, justifica la retirada y rendición, y revela lo que pensaba hacer si tomaba los cuarteles: armar a las poblaciones de Santiago y Bayamo para derrotar a Batista en una batalla campal. Luego, desde una perspectiva francamente pequeñoburguesa, define cuál es su clientela política —los pobres, los campesinos, los profesionales, los pequeños comerciantes, nunca los ricos capitalistas—, y en seguida proclama las cinco medidas que hubiera dictado de haber triunfado:

1) Restaurar la Constitución de 1940;

2) Entregar la tierra en propiedad a los agricultores radicados en minifundios;

3) Asignar el treinta por ciento de las utilidades de las empresas a los obreros;

4) Darles una participación mayoritaria en los beneficios del azúcar a los plantadores en detrimento de los dueños de ingenios,

5) Confiscarles los bienes malhabidos a los políticos deshonestos.

Tras este programa electoral disfrazado de discurso forense, Castro coloca sobre el tapete un cuadro de miserias terribles y ofrece un recetario populista para ponerle fin: nacionalizar industrias, darle un papel primordial al Estado en la gestión económica y desconfiar permanentemente del mercado, de la libertad de empresa y de la ley de la oferta y la demanda. Castro es ya el perfecto protoidiota latinoamericano imbricado en una vieja corriente populista. Es ese bicho tan latinoamericano que se llama a sí mismo, con mucho orgullo, un «revolucionario». Pero, además, es algo aún mucho más peligroso que pertenece a una muy arraigada y delirante tradición ibérica: Castro es también un arbitrista. Alguien siempre capaz de arbitrar remedios sencillos y expeditos para liquidar instantáneamente los problemas más complejos. A sus veintisiete añitos, sin la menor experiencia laboral —no digamos empresarial o administrativa—, puesto que no había trabajado un minuto en su vida, Castro sabe cómo resolver en un abrir y cerrar de ojos el problema de la vivienda, de la salud, de la industrialización, de la educación, de la alimentación, de la instantánea creación de riquezas. Todo se puede hacer rápida y eficientemente mediante unos cuantos decretos dictados por hombres bondadosos guiados por principios superiores. Castro es un revolucionario, y lo que CUDE y América necesitan son hombres así para sacar al continente de su marasmo centenario. Cuarenta y tantos años después de aquel falso discurso, es dolorosamente fácil pasear por las calles de una Habana que se derrumba, y compraba —otra vez— cómo los caminos del infierno suelen estar empedrados de magníficas intenciones. Las intenciones de los revolucionarios arbitristas.

Por último, tras esta infantil retahila de simplificaciones, medias verdades y solemnes tonterías, Castro termina con una emotiva descripción de la forma en que sus compañeros fueron asesinados y expone los fundamentos de Derecho que justifican y condonan su rebelión ante la tiranía. A estas alturas —finalizando el siglo XX— sabemos, al fin, que la historia no lo va a absolver, sino, como decía Reynaldo Arenas, lo va a «absorber», pero nuestros idiotas tal vez no se hayan dado cuenta del todo. Aman demasiado los mitos.

Los condenados de la tierra. Frantz Fanón, 1961.

La vida y la obra de Fanón encierran varias dolorosas paradojas. Este médico negro, nacido en Martinica en 1925 —muerto de leucemia en 1961, el mismo año en que apareció en París Les damnés de la terre—, de refinadísima cultura francesa, con esta obra, leída por toda la dirigencia política de los años sesenta y setenta, dotó al radicalismo revolucionario del ya entonces llamado Tercer Mundo de un evangelio antioccidental cuyos efectos todavía dan serios coletazos.

Tras escribir en 1952 un ensayo titulado Piel negra, máscara blanca, en el que ya se adelantan algunas de las tesis que luego defendería en Los condenados de la tierra, Fanón, que se había educado como siquiatra en Martinica y en Francia, en 1953 se trasladó a Argelia —entonces en plena ebullición nacionalista—, y desde el hospital en el que trabajaba se acercó a los movimientos independentistas, convirtiéndose en 1957 en editor de una de las publicaciones del grupo. En 1960, poco antes de su muerte, el gobierno argelino en armas lo nombró embajador ante la república africana de Ghana. Era la tumultuosa época en que comenzaba la descolonización de África.

Dos factores le dieron el gran impulso editorial que inicialmente tuvo este libro. El primero, fue su aparición en los momentos en que la guerra de independencia librada por los argelinos contra los franceses estremecía a ambos países, al punto de que la estabilidad institucional de Francia amenazaba con resquebrajarse. Argelia era noticia en todas partes, y las simpatías universales no estaban con París o con los pied-noir, sino con los árabes humillados y explotados. La segunda, es que la obra apareció bendecida con un prólogo laudatorio y coincidente de Jean Paul Sartre, entonces cabeza indiscutible de toda la intelligentsia occidental. Nuestra edición es la duodécima publicada por Fondo de Cultura Económica en México, en 1988, tras una primera versión que apareciera en 1963, ligeramente reformada por los traductores dos años más tarde, hasta fijar el texto definitivo.

El interés del prefacio de Sartre se resume en dos aspectos. El más interesante es a quién va dirigido. Sartre busca como interlocutor a los europeos que acaso lean este libro. Fanón, en cambio, se dirige a los no europeos, a los «condenados o malditos de la tierra». Sartre les habla a los victimarios; Fanón, a las víctimas. Sartre pudo llamar a su texto «prólogo para colonizadores», de la misma manera que Fanón pudo llamar al suyo «manual para colonizados en busca de una identidad auténtica». Sartre les advierte a los europeos que ha tomado cuerpo una justa revancha a cargo de los explotados del Tercer Mundo y se congratula de ello —o admite, por lo menos, las razones morales que les asisten—, mientras Fanón les dice a los suyos cómo y por qué la ruptura sangrienta es tan necesaria como inesquivable. Fanón hace la apología de la violencia anticolonialista. Sartre la legitima y asume su vergüenza de hombre blanco devorado por los remordimientos.

La primera y gran paradoja es que Fanón, tal vez de manera inexorable, nos entrega un análisis antieuropeo, esto es, antioccidental, basado en categorías occidentales. Su profunda reflexión sobre la identidad individual y colectiva remite, sin decirlo, al sicoanálisis y a Freud, algo perfectamente predecible en un siquiatra formado en los años cincuenta. Por otra parte, su defensa de la violencia como elemento exorcista, y como catalizador de la historia, hunde sus raíces en Marx y en Engels, mientras su exaltación del nacionalismo tiene ecos, sin duda, de la metrópoli a la que combate. Fanón quiere que los pueblos del Tercer Mundo se arranquen la falsa piel cultural con que los ha cubierto el invasor blanco y soberbio, pero ese deseo, al margen de los rechazos tribales casi instintivos, sólo logra racionalizarlo desde una perspectiva que termina por ser la del poder dominante.

Al mismo tiempo, hombre talentoso capaz de prever las consecuencias y el alcance de sus propuestas, al final de su libro, bello y dolorido, Fanón les dice a sus compañeros de lucha algo que no parece realizable: «el juego europeo ha terminado definitivamente, hay que encontrar otra cosa. Podemos hacer cualquier cosa ahora a condición de no imitar a Europa, a condición de no dejarnos obsesionar por el deseo de alcanzar a Europa». Y más adelante añade: «no rindamos, pues, compañeros, un tributo a Europa creando estados, instituciones y sociedades inspiradas en ella».

Cuando el idiota latinoamericano descubrió este libro, cayó de rodillas deslumbrado. Aquí estaba la clave ideológica para alzar con ira el puño frente a los canallas del Primer Mundo. «Nosotros» no teníamos que ser como «ellos». «Nosotros» teníamos que despojarnos de las influencias de «ellos». Sólo que nuestra amable criatura no se percató de que los únicos que podían esgrimir ese argumento en América eran los pocos quechuas, mapuches u otros pueblos precolombinos incontaminados que todavía y a duras penas subsisten en esta parte del mundo, pues sucede que «nosotros» —incluidos los mestizos y negros junto a los blancos—, a estas alturas de la historia, somos los colonialistas o sus descendientes culturales, y no los colonizados. Nosotros —o los canadienses o los norteamericanos— no somos los «condenados de la tierra» —como no lo era Fanón— • sino los condenadores, los beneficiarios de una cultura helenística que desde hace casi tres mil años ejerce en el planeta una influencia unificadora que podrá ser brutal, lamentable o benéfica —según quien haga la auditoría—, pero de cuya fuerza centrípeta nadie parece poder escapar.

¿Qué les sucedió a los revolucionarios negros norteamericanos en la década de los sesenta cuando, borrachos de negritud, marcharon a África en busca de las raíces? Sucedió que en seguida descubrieron que nada tenían en común —salvo el color de la piel y los rasgos externos— con aquellos pueblos atrasados y distintos. ¿Qué les hubiera sucedido a Japón, a Corea o a Indonesia si en cada uno de esos países un Fanón local hubiera persuadido a la sociedad de las virtudes intrínsecas de la cultura autóctona? Singapur, que fue una pobre colonia inglesa hasta más o menos la fecha en que comenzó a circular el libro de Fanón, y que hoy es un inmaculado emporio con veintiún mil dólares' per cápita, ¿en qué se hubiera convertido si renunciaba a la muy occidental idea del progreso como objetivo, a la ciencia y la tecnología como forma de alcanzarlo y a la economía de mercado como marco en el cual plasmar las transacciones? ¿Qué sería Estados Unidos, si en lugar de percibirse como la Europa que emigró al Nuevo Mundo dispuesta a mejorar, se hubiera empantanado en el rencoroso discurso indigenista antioccidental que nuestros idiotas no cesan de mascullar en Latinoamérica? Es verdad que las colonizaciones se han hecho a sangre y fuego, y nadie puede ocultar los enormes crímenes cometidos en nombre de culturas «Superiores», pero una vez que se ha producido el arraigo de la cultura dominante, y una vez que predominan esos valores y esa cosmovisión, no es posible ni deseable intentar que la historia retroceda y la mentalidad social involucione a unos míticos orígenes que ya nadie es capaz de esclarecer y que, de reimplantarse, lo único que lograrían es condenarnos al atraso permanente y a la frustración.

¿Pensó alguna vez Fanón que esos árabes tristemente colonizados en Argel por los franceses fueron los crueles colonizadores del pasado? ¿Se daba cuenta de que la Guerra Santa islámica desatada a partir del siglo VIII contra los pueblos norteafricanos borró del mapa, subyugó y esclavizó a numerosas comunidades indígenas, y que ese crimen duró bastante más tiempo que el cometido por los europeos? ¿Le fue mejor a Etiopía, nunca colonizada por Europa —salvo un paréntesis italiano que apenas dejó huellas— que a Kenya o a Nigeria? Pero si el panorama africano pudiera ser borroso ¿no es capaz de comprender nuestro idiota latinoamericano que si su lengua, sus instituciones, su religión, su modo de construir ciudades o de alimentarse, todo su ser y su quehacer han sido moldeados por Europa, incluida su forma de interpretar la realidad, cómo puede soñar en escapar de ese mundo? ¿Hacia dónde, además, piensan huir? ¿Hacia el incanato? ¿Hacia la sangrienta teocracia azteca? ¿Hacia la frágil cultura arawaca perdida en la selva amazónica? ¿A qué están dispuestos a renunciar nuestros fanón de bolsillo? Es tan absurdo el fanonismo latinoamericano que da hasta pena tener que rebatirlo.

La guerra de guerrillas. Ernesto («Che») Guevara, 1960.

Ernesto Guevara, nacido en Rosario, Argentina, en 1928, y asesinado en Bolivia en 1967 —donde intentaba crear una guerrilla que convirtiera las selvas y las montañas latinoamericanas en un inmenso Vietnam—, fue un médico aventurero, cuya vida engloba la delirante visión política que encandiló a nuestros más ilustres idiotas a lo largo de treinta años, hasta quedar convertido en un poster definitivo, posado para el fotógrafo Korda, en el que aparece con una mirada fiera y romántica, como si fuera un Cristo revolucionario retratado tras la expulsión de los mercaderes del templo de la patria socialista.

En su juventud argentina coqueteó brevemente y sin consecuencias con el peronismo, y ahí, en medio del guirigay populista/nacionalista/antiimperialista de Perón, probablemente sin advertirlo, debe de haber adquirido sus primeras deformaciones conceptuales. Tras graduarse de médico, recorrió medio continente en motocicleta, y en 1954 lo sorprendió la caída de Arbenz en Guatemala, país al que había acudido por la atracción política que ejercían el coronel guatemalteco y su incipiente experimento revolucionario producto, eso sí, de las urnas democráticas.

De Guatemala pasó a México, donde conoció a Fidel Castro, un locuaz exiliado cubano que, tras salir de la cárcel, amnistiado por Batista después de cumplir menos de una quinta parte de la condena que le fue impuesta por asaltar dos cuarteles militares, preparaba una expedición para derrocar al dictador. Tuvo su primer contacto con el RGB soviético —la policía mexicana le ocuparía la tarjeta de visita de un «diplomático» de la URSS (hoy general retirado de la KGB)— y, en definitiva, se alistó en la expedición de Castro y desembarcó en Cuba a principios de diciembre de 1956.

Hombre valiente, metódico, e intelectualmente mejor formado que su jefe político, pronto se convirtió en el tercer comandante en importancia y mando. El segundo era Camilo Cienfuegos, y a los dos —Camilo y el Che— les encargó Castro que crearan otro frente guerrillero en la provincia de las Villas, en el medio de la Isla, no tanto para hostigar al gobierno, como para competir con otros grupos guerrilleros independientes de Sierra Maestra que ya operaban en esa zona: las tropas del Directorio Revolucionario Estudiantil que dirigían Rolando Cúbelas y Fauré Chomón, y el Segundo Frente del Escambray organizado por Eloy Gutiérrez Menoyo.

Cuando terminó la guerra —realmente una colección de escaramuzas, emboscadas y tiroteos sin gloria ni importancia— y Batista huyó del país la madrugada del 1 de enero de 1959, Guevara ya era uno de los hombres más cercanos a Castro. Tras los primeros meses lo hicieron director del Banco Nacional y luego ministro de Industrias, y en ambos cargos dio muestras, a partes iguales, de tanta abnegación como incapacidad, combinación que suele ser fatal en la gerencia de los asuntos públicos.

A mediados de la década de los sesenta —tras sus minuciosos fracasos administrativos—, Guevara hizo sus primeros pinitos guerrilleros fuera de Cuba, junto a los africanos que luchaban contra los portugueses, pero la experiencia (de la que casi nunca se habla) resultó desastrosa, aunque le abrió el apetito para otras aventuras más familiares. En 1965, decidido a crear «dos, tres, cien Vietnam en América Latina», desapareció de la circulación, y Castro anunció públicamente que el Che, de forma patriótica y voluntaria, se alejaba de Cuba para cumplir tareas revolucionarias independientes por esos caminos de Dios. Se trataba de buscarle una coartada exculpatoria al gobierno cubano. Entonces se dijo, en voz baja, que Fidel prefería al Che fuera de Cuba, pues entre ambos había serias discrepancias sobre la forma de conducir el país y sobre las relaciones con la URSS.

Poco después comenzaron los rumores de su presencia en distintos lugares de América —recorrió varios países con la cabeza afeitada y documentos falsos—, hasta que fue localizado en Bolivia. Al fin, una patrulla del ejército boliviano, al mando del capitán Gary Prado, lo capturó vivo al finalizar un breve combate, pero los jefes militares decidieron ejecutarlo sin juicio tras los interrogatorios de rigor. Al cadáver le cortaron los dedos para garantizar la identificación dactilar, y lo enterraron en una fosa sin nombre. Su Diario de campaña no fue destruido y el original acabó en las manos de Castro. A partir de entonces la leyenda del Che, y su iconografía, se han multiplicado incesantemente.

La importancia de La guerra de guerrillas, el libro de marras, radica en que se convirtió en un manual subversivo, práctico y teórico, del que se distribuyeron más de un millón de ejemplares en el Tercer Mundo. En su breve librito, con la prosa didáctica de quien redacta una cartilla para párvulos, el Che parte de tres axiomas extraídos de la experiencia cubana: primero, las guerrillas pueden derrotar a los ejércitos regulares; segundo, no hay que esperar a que exista un clima insurreccional, pues los «focos» guerrilleros pueden crear esas condiciones; tercero, el escenario natural para esta batalla es el campo y no las ciudades. El corazón de la guerra revolucionaria guerrillera está en las zonas rurales.

A partir de esos dogmas, el Che explica la estrategia general, la táctica de «muerde y huye», la formación de las unidades guerrilleras, los tipos de armamentos, la intendencia, la sanidad, el papel de las mujeres, y el rol de apoyo que deben desempeñar los guerrilleros urbanos. El Che —Clausewitz del Tercer Mundo— quiere que todos los comunistas del subdesarrollo puedan hacer su revolución casera sin grandes contratiempos. La edición que glosamos fue publicada por Era, S.A. de México en 1968, bajo el título de Obra revolucionaria. Lleva un prólogo hagiográfico de Roberto Fernández Retamar, un estimable poeta cubano que comenzó militando en las filas del catolicismo y termina su vida como comisario político en el terreno de la cultura oficialista y rígida del castrismo.

El gran error de este librito, que le costó la vida al Che y a tantos miles de jóvenes latinoamericanos, es que elevó a categoría universal la anécdota de la lucha contra Batista, ignorando las verdaderas razones que provocaron el desplome de esa dictadura. Castro y el Che —que quieren verse como los héroes de las Termopilas— nunca han admitido que Batista no era un general decidido a pelear, sino un sargento taquígrafo, encumbrado al generalato tras la revolución de 1933, cuyo objetivo principal era enriquecerse en el poder junto a sus cómplices.

Batista, por ejemplo, no quiso acabar con la guerrilla de Castro tras el desembarco del Granma, y dejó que los supervivientes se organizaran y abastecieran casi durante un año de poquísimas actividades militares, simplemente para poder aprobar «presupuestos especiales de guerra» que iban a parar a los bolsillos de los militares más corruptos. Al extremo de que, cuando en algún «combate» moría un pobre soldadito, ni siquiera se daba de baja de la nómina, de manera que los oficiales pudieran seguir cobrando el salario del muerto. Naturalmente, ante un grado de corrupción de esta naturaleza, los buenos oficiales del ejército y los soldados se fueron desmoralizando hasta el punto de la parálisis o de la conspiración con el enemigo. Así las cosas, y tras perder el apoyo de Estados Unidos —que había decretado un embargo a la venta de armas a Batista desde principios de 1958—, el dictador decidió escapar una madrugada, con su ejército aparentemente intacto y con sólo una ciudad en poder del enemigo (Santa Clara). No lo había derrotado la guerrilla. Se había derrotado él mismo. Esta experiencia, naturalmente, no se pudo repetir en ningún otro país, ni siquiera en Nicaragua, donde Somoza, en 1979, cayó por la secreta y combinada acción de Cuba, Venezuela, Costa Rica y Panamá, ayudada por el descrédito del dictador y la ingenuidad de Cárter, pero no como consecuencia de un enfrentamiento «doméstico» entre la Guardia Nacional y la guerrilla. Sin la clara solidaridad internacional con la guerrilla —annas, combatientes, entrenamiento, dinero, santuario y apoyo diplomático—, aunada al aislamiento de Somoza, el manual del Che no hubiera servido absolutamente para nada.

¿Revolución dentro de la revolución? Régis Debray, 1967.

En la década de los sesenta, Régis Debray —nacido en París en 1941— era un joven periodista francés, licenciado en Sociología, increíblemente maduro para su edad, seducido por las ideas marxistas y —aún en mayor grado— por la revolución cubana y el fotogénico espectáculo de una paradisíaca isla caribeña gobernada por audaces barbudos que preparaban el asalto final contra la fortaleza imperialista americana.

Con buena prosa y una loca cabecita propicia para el análisis afilado, en La Habana lo recibieron con los brazos abiertos. Cuba era un vivero de hombres de acción, pero no abundaban los teóricos capaces de darles sentido a los hechos o, simplemente, pensadores aptos para justificarlos razonablemente bien. El Che —por ejemplo— había publicado su famoso manual Guerra de guerrillas y preparaba su puesta en práctica en el escenario sudamericano, pero la batalla que estaba a punto de emprenderse dejaba abierto un flanco peligroso: ¿dónde quedaban los partidos comunistas y las organizaciones tradicionales marxistas-leninistas? Incluso, desde una perspectiva teórica era necesario explicar la ruptura del viejo guión escrito por Marx en el siglo XIX y completado por Lenin en el siguiente. ¿No habíamos quedado en que el comunismo vendría como consecuencia de la lucha de clases, aguijoneada por la vanguardia revolucionaria de base obrera organizada por el Partido Comunista?

Es de esto de lo que trata ¿Revolución dentro de la revolución?, pero no como un ejercicio intelectual abstracto, sino como una importantísima tarea revolucionaria absolutamente deliberada que se revela con toda candidez en un párrafo que dice lo siguiente: «Cuando el Che Guevara reaparezca [se había «perdido» para preparar el alzamiento en Bolivia], no sería aventurado afirmar que estará al frente de un movimiento guerrillero como jefe político y militar indiscutible» (Ediciones Era, S.A., México, tercera edición, 1976). Debray, sencillamente, era un soldado más de la guerrilla, aunque su encomienda no era emboscar enemigos sino justificar las acciones, «racionalizar» las herejías, escribir en los periódicos, difundir las tesis revolucionarias y abrirles un espacio a sus camaradas en los papeles del Primer Mundo. Era, dentro del viejo lenguaje de la guerra fría, un «compañero de viaje» totalmente consciente y orgulloso de su trabajo.

Alguna práctica tenía. En 1964, bajo el seudónimo de «Francisco Vargas» había publicado en París, en la revista Révolution, un largo texto («Una experiencia guerrillera») en el que describía su visita a los subversivos venezolanos que entonces intentaban destruir la incipiente democracia surgida en el país tras el derrocamiento de Pérez Jiménez (1958). Fue este largo artículo el que le ganó la confianza de Castro, autor intelectual y cómplice material de los guerrilleros venezolanos, a quienes les envió no sólo armas y dinero, sino hasta su más querido discípulo: el capitán Arnaldo Ochoa, fusilado muchos años después, en 1989, ya con el grado de general, cuando dejó de serle suficientemente fiel.

En todo caso, si el Che estaba a punto de iniciar su gran (y última) aventura, y si esta acción provocaría la ira, el rechazo o la indiferencia de los partidos comunistas locales, pendientes y dependientes de Moscú, había que adelantarse a los hechos con una especie de gramática revolucionaria cubana: ¿Revolución dentro de la revolución? Tres cosas fundamentales viene a decir el francesito para solaz y beneficio de La Habana, así como para mayor gloria del Che: con la primera, advierte que las revoluciones en América Latina deben partir de un «foco» militar rural que, en su momento, desovará una vanguardia política. Es a esta tesis a lo que se llama «el foquismo»; con la segunda, afirma que, cuando se invierte el orden de los factores —creando primero la vanguardia política para tratar luego de generar el «foco» insurreccional— sucede que la organización política se convierte en un fin en sí misma y jamás alcanza a forjar la lucha armada; con la tercera, precisa el enemigo a batir: el imperialismo yanqui y sus capataces locales.

Ese galimatías —verdadera ampliación conceptual del manual de Guevara— no le sirvió para mucho. Una patrulla de inditos mal armados terminó a tiro limpio con la pomposa teoría del «foquismo». Debray fue capturado por el ejército boliviano tras una visita a la guerrilla organizada por Guevara y se le juzgó por rebelión militar, pese a sus protestas de inocencia, montadas en torno a la coartada periodística.

Admitió —sin embargo— haber hecho alguna guardia nocturna, aseguró que no había disparado contra nadie, y solicitó las garantías procesales que, por cierto, nunca defendió para sus odiados adversarios burgueses. Afortunadamente, sus captores no lo maltrataron más allá de unas cuantas bofetadas, y, debido a las presiones internacionales, a los pocos meses lo indultaron y se le perdonó la larga condena que le fuera impuesta. Tras su regreso a París fue evolucionando lenta y gradualmente hasta convertirse, muy a su pesar, en un hombre profundamente odiado y despreciado por sus amigos cubanos.

Debray había comprendido que dentro de la revolución no había otra revolución, sino un inmenso y sangriento disparate que llevaría a la muerte a miles de ilusionados muchachos enamorados de la violencia política.

Los conceptos elementales del materialismo histórico. Marta Harnecker, 1969.

La gran vulgata marxista publicada en América Latina apareció en 1969 de la mano de una escritora chilena, Marta Harnecker, radicada en Cuba desde la década de los setenta, tras el derrocamiento de Salvador Allende. En 1994 la editorial Siglo XXI de México publicó la quincuagesimonovena edición de Los conceptos elementales del materialismo histórico, dato que prueba la resistente vitalidad de esta obra (y la heroica terquedad de los marxistas), pese al descalabro de los países comunistas y el descrédito predecible en que cayeron los estudios marxistas a partir de 1989.

La autora llegó a Cuba por primera vez en 1960, pero entonces no era una marxista convencida, sino una dirigente de la Acción Católica Universitaria de Santiago de Chile. Era lo que entonces se llamaba una «católica progresista o de izquierda», imbuida de ideales justicieros, lectora de Jacques Maritain y de Teilhard de Chardin. Sin embargo, pese a la admiración que le despertó el proceso político cubano —como a tantos intelectuales de Occidente—, su vinculación afectiva e intelectual con el comunismo, su súbito descubrimiento de la Gran Verdad, no le vino de esa experiencia vital, sino de las lecciones que a partir de 1964 recibió de Louis Althusser en la Ecole Nórmale de Paris. Esta observación no es gratuita —y luego volveremos sobre ella—, porque demuestra la gran paradoja en la que incurren muchos intelectuales marxistas: mientras aparentemente se aferran a una interpretación marxista de la realidad extraída de los libros, ignoran la experiencia concreta en la que viven.

El libro de marras no es otra cosa que una buena síntesis de la parte no filosófica del pensamiento de Marx. Es un texto pedagógico para formar marxistas en un par de semanas de lectura intensa. Es, en un tomo, «todo lo que usted quiere saber sobre el marxismo y tiene miedo de preguntar». Dado su carácter didáctico, trae resúmenes, cuestionarios, frases destacadas, temas de discusión y bibliografía mínima. Está claramente escrito, e intenta fijar la cosmovisión marxista en torno a tres grandes temas: la estructura de la sociedad, las clases que la integran, y la «ciencia» histórica. Quien digiera esas trescientas páginas de letra apretada ya está listo para la tarea que Marx y la señora Harnecker quieren que todos los marxistas emprendan: transformar el mundo. Transformarlo, claro, mediante una revolución violenta que haga saltar por los aires al estado burgués, instale la dictadura del proletariado y eche las bases de un universo justo, eficiente, luminoso y próspero.

En cierta forma, Los conceptos… complementa y mejora el conocidísimo Principios elementales y principios fundamentales de filosofía, lecciones dictadas en 1936 por Georges Politzer en la Universidad Obrera de París, posteriormente recogidas por sus discípulos en forma de libro, obra desde entonces mil veces reproducida como texto de cabecera para todos aquellos que se iniciaban en los vericuetos conceptuales del autor de El Capital. Sin embargo, el manual de Harnecker acaso forma parte de una nueva corriente, muy en boga en los sesenta y setenta: la de los relectores de los clásicos. Es decir, la de los intelectuales, encabezados por el propio Althusser, que fueron directamente a los textos sagrados para buscar una comprensión que no estuviera tamizada por anteriores intérpretes, aunque, a decir verdad, no hay en el texto de la chilena una sola variante novedosa que justifique el esfuerzo de haber deducido de algunos libros de Marx y de Lenin…, exactamente lo mismo que otros exégetas anteriores.

No obstante, y pese a una cierta independencia de criterio que la autora quiere transmitir, la mencionada edición de Los conceptos… trae una entrevista en la que Harnecker, penosamente, sin revelar enteramente su propósito, intenta dejar en claro cuatro asuntos relacionados con su pasado que evidentemente la mortifican, o acaso le crean algunas dificultades en la Cuba ortodoxa en la que vive: primero, ya no es católica; segundo, tampoco es maoísta, algo de lo que fue acusada en el pasado por su defensa de las tesis insurreccionales del líder chino; tercero, no comparte las críticas a la URSS que, en su momento, hizo su maestro Althusser y, cuarto, quiere que se sobrentienda que está perfectamente alineada con los puntos de vista moscovitas (del Moscú de entonces).

Es curioso que la señora Harnecker, tan puntillosa en su deseo de alejarse de su maestro Althusser en lo tocante al antisovietismo, no hiciera lo mismo con la condición de uxoricida del filósofo francés, puesto que lo peor del autor de Para leer El Capital no es que le hiciera críticas a la dictadura soviética, sino que con sus propias manos estrangulara a su pobre mujer, Elena, episodio que no es posible pasar por alto en alguien que aparentemente se ha pasado la vida luchando por la liberación de sus semejantes.

En cualquier caso, ese divorcio entre la vida de carne y hueso y la visión intelectual que de ella se tiene, es una dolorosa contradicción que debe afectar a Harnecker, si es que su conciencia sufre las consecuencias de las disonancias que suelen afectar a las personas normales. En las dos décadas que ella ha residido en Cuba ha podido ver, ha constatado, la creciente degradación física y moral que padece esa sociedad, el fracaso de la planificación centralizada, el horror de la policía política, la falta de escrúpulos del gobierno, las mentiras constantes, la doble moral que practica el pueblo, el aumento galopante del hambre y la prostitución. Ha visto, en suma, las terribles calamidades que provoca el marxismo cuando se pone en práctica lo que su libro afirma que traerá la riqueza y la felicidad a las personas.

Y no puede, siquiera, la autora de Los conceptos, esconderse tras la justificación de que, pese a vivir en Cuba, no sabe cuanto ahí sucede, porque su esposo, el padre de su hija, es nada menos que el general Manuel Piñeiro («Barbarroja»), el hombre que durante más de tres décadas, desde el Departamento de América del Comité Central del Partido Comunista, dirigió hábilmente todas las operaciones subversivas realizadas por el castrismo en América Latina. Piñeiro, y presumiblemente su esposa, saben hasta el último detalle de los crímenes de Estado, del tráfico de drogas, y de cuanta violación de la decencia y de las normas internacionales ha realizado el gobierno cubano, siempre en nombre de una mítica revolución difícilmente defendible por ninguna persona medianamente informada.

¿Cómo se compadece esa biografía —la de Harnecker— con su obra de pedagoga de un método para implantar la felicidad en el mundo? Tal vez Elena, la mujer de Althusser, le hizo a su marido una pregunta parecida. Cualquiera sabe por qué la estranguló el maestro predilecto de la señora Harnecker.

El hombre unidimensional. Herbert Marcuse, 1964.

Si Fanón lanzó su ataque contra Occidente desde una trinchera del Tercer Mundo —lo que le restaba efectividad fuera de los países colonizados—, otra cosa muy diferente sucedió con la feroz crítica al capitalismo surgida dentro de las entrañas mismas de las sociedades avanzadas. Y dentro de esas críticas, ninguna tuvo más eco en las décadas de los sesenta y setenta —época dorada del idiota latinoamericano— que las vertidas por el filósofo alemán, avecindado en Estados Unidos, Herbert Marcuse.

Marcuse nació en Berlín en 1898. En 1934 abandonó la revuelta Europa del nazifascismo y se instaló en Estados Unidos, país en el que adquirió notoriedad como profesor de filosofía y pensador original. El primer libro que lo catapultó a la fama fue Eros y civilización (1955), pero el que lo convirtió en un verdadero gurú de la izquierda intelectual del último tercio del siglo XX fue El hombre unidimensional, aparecido en inglés en 1964, y en español en 1968 bajo el sello prestigioso de la editorial mexicana Joaquín Mortiz. Apenas un año más tarde, la imprenta daba a conocer la quinta y definitiva edición, esta vez ligeramente revisada. Marcuse murió en 1979, cuando Estados Unidos vivía una inflación de dos dígitos, la URSS estaba en el apogeo de su poderío, la sociedad americana expiaba el trauma de Vietnam, y no era muy descabellado pensar —como Revel advertía, con dolor, desde París— que la era de las democracias llegaba a su fin. Marcuse, a quien le regocijaba este fracaso, nunca supo que la historia venidera sería muy distinta.

Antes que Marcuse, y también con bastante efecto, dos analistas sociales habían hecho un feroz inventario del modelo occidental, aunque centrándose en Estados Unidos: el sociólogo C. Wright Mills y el inteligente divulgador de observaciones sociológicas Vanee Packard. Tres libros de este último se habían convertido en verdaderos e instantáneos best-sellers: The hidden persuaders, The status seekers y The waste makers. Y los tres mostraban a una sociedad grotescamente manipulada por los poderes económicos, irracional en sus tendencias consumistas, y degradante por los valores que transmitía. Lo importante era triunfar a toda costa, aunque tuviéramos que participar en la rat-race, en la carrera de ratas de los que buscaban trepar por la ladera empresarial para adquirir los símbolos de la jerarquía social que les permitiera… seguir trepando.

A esa indignada familia ideológica —también visitada por economistas como el sueco Gunnar Myrdal o el norteamericano John Kenneth Galbraith— unió Marcuse dos monumentales influencias y métodos de análisis adquiridos de su primera formación europea: Marx y Freud. Marcuse era freudiano y marxista, herética combinación que ya se había observado, por ejemplo, en creadores de la talla de Erich Fromm. Y al conducir sus reflexiones por medio de esos dos lenguajes —el sicoanálisis y el materialismo dialéctico— creaba una verdadera música celestial, densa y seductora, para los intelectuales que deseaban crucificar el modelo de convivencia occidental y querían algo más que los burdos panfletos propagandísticos. Marcuse aportaba la filosofía del «Gran Rechazo».

Eso es El hombre unidimensional: la racionalización, desde el marxismo y el freudianismo, de —como dice el subtítulo de su libro— un duro ataque contra «la ideología de la sociedad industrial avanzada». Una ideología que, aparentemente, desvirtúa la naturaleza profunda de los seres humanos, los aliena y los convierte en pobres seres conformistas, alelados por la cantidad de bienes que el sinuoso aparato productivo pone a su disposición, mientras secretamente lo priva de la libertad de elegir porque, finalmente, «la sociedad tecnológica es un sistema de dominación».

Marcuse, que vive en Estados Unidos, que llegó, precisamente, en medio de la Gran Depresión, y que ha visto la formidable recuperación económica del sistema en sus treinta años de residencia americana, no puede montar su crítica sobre el eje «pobres contra ricos» —es testigo de la prosperidad de las clases medias—, lo que lo precipita a reformular el ataque desde otra perspectiva: ya no se puede (como Marx profetizaba) esperar un enfrentamiento de clases que dé al traste con el sistema porque «el pueblo [ese rebaño unidimensional] ya no es el fermento del cambio social y se ha convertido [¡oh, desgracia!] en el fermento de la cohesión social». Es decir, lo que Marcuse advierte, melancólicamente, es que la sociedad tecnológica ha desquiciado el mecanismo de los cambios sociales —de cuantitativos a cualitativos, según la jerga marxista—, anestesiando a los trabajadores hasta convertirlos en el engranaje ciego de un sistema de avance científico y técnico que dicta su propia dinámica.

¿Cómo escapar a este fatum terrible? Admitiendo que el verdadero totalitarismo está en las sociedades avanzadas de Occidente, en donde prevalece la propiedad privada, divorciada de los intereses de los individuos, y buscando en el control estatal de los medios de producción la verdadera libertad moral que el capitalismo les ha quitado a las personas. Así dice la página 266 de su notable libro: «Dado que el desarrollo y la utilización de todos los recursos disponibles para la satisfacción universal de las necesidades vitales es el prerrequisito de la pacificación, es incompatible con el predominio de los intereses particulares que se levantan en el camino de alcanzar esta meta. El cambio cualitativo [el que Marcuse preconiza] está condicionado por la planificación en favor de la totalidad contra estos intereses y una sociedad libre y racional sólo puede aparecer sobre esta base».

Y luego añade, para que no haya duda, en el más perverso razonamiento, la siguiente paradoja: «Hoy, la oposición a la planificación central en nombre de una democracia liberal que es negada en la realidad sirve como pretexto ideológico para los intereses represivos. La meta de la auténtica autodeterminación de los individuos depende del control social efectivo sobre la producción y la distribución de las necesidades (en términos del nivel de cultura material e intelectual alcanzado)».

¿Quiénes van a encabezar el Gran Rechazo al «totalitarismo» de las democracias liberales? Evidente: «el sustrato de los proscritos y los «extraños», los explotados y los perseguidos de otras razas y colores, los desempleados y los que no pueden ser empleados… Su fuerza está detrás de toda manifestación política en favor de las víctimas de la ley y el orden». Ésa es la simiente de una revolución que demolerá un sistema injusto que convierte en zombies a las personas. Sólo que, mientras Marcuse escribía su desesperada apología de la desobediencia y la protesta, una multitud horrorizada escapaba por debajo de todas las alambradas tendidas en los paraísos marxistas en busca de un destino unidimensional, o poli dimensional, o lo que fuera, pero nunca el que les imponían los correligionarios de Marcuse. Es una lástima que Marcuse no hubiera vivido hasta 1989. Las imágenes del muro derribado de su Berlín natal tal vez le hubieran hecho repensar su obra.

Para leer al pato Donald. Ariel Dorfman y Armand Mattelart, 1972.

En 1972 la idiotez política latinoamericana se vio súbitamente enriquecida con un libro fundado en una disciplina hasta entonces alejada de la batalla ideológica: la «semiótica», nombre con el que Ferdinand de Sassure designó a esa muy especulativa rama de la lingüística que se ocupa de descifrar los signos de comunicación vigentes en todas las sociedades. La obra en cuestión tenía el acertado nombre de Para leer al pato Donald, al que seguía un postítulo algo más rancio y académico: comunicación de masa y colonialismo. Sus autores eran dos jóvenes chilenos que apenas rozaban la treintena —aunque Dorfman, nacido en Argentina, era chileno por adopción, puesto que había llegado a Santiago en la adolescencia—, y ambos trabajaban en el vecindario de la investigación literaria: Dorfman, como miembro de la División de Publicaciones Infantiles y Educativas de Quimandú, mientras Mattelart fungía de profesor-investigador del Centro de Estudios de la Realidad Nacional, vinculado a la Universidad Católica. En cierta forma, el libro era el resultado de un polémico seminario titulado «Subliteratura y modo de combatirla», extremo que prueba el viejo dictum tantas veces escuchado: las ideas tienen consecuencias. Incluso las malas.

¿En qué consiste la obra? En esencia, se trata de una aguerrida lectura ideológica desde la perspectiva comunista, aparecida, precisamente, en el Chile crispado y radicalizado del gobierno de Salvador Allende. Dorfman y Mattelart —marxistas— se proponen encontrar el oculto mensaje imperial y capitalista que encierran las historietas de los personajes salidos de la «industria» Disney. Más que leer al pato Donald, estos dos intrépidos autores, los Abbot y Costello de la lingüística, quieren desenmascararlo, demostrar las aviesas intenciones que esconde, describir su mundo retorcido, y vacunar a la sociedad contra ese veneno mortal y silencioso que risueñamente mana de la metrópoli yanqui. ¿Y para qué realizar esa justiciera labor de policías semiológicos? No hay duda: «Este libro no ha surgido de la cabeza alocada de individuos, sino que converge hacia todo un contexto de lucha para derribar al enemigo de clase en su terreno y en el nuestro». Dorfman y Mattelart, lanza en ristre, cantando la Internacional cogidos de la mano, rompen las cadenas del oprobio. Bravo.

¿Y qué encuentran? Donald, sin disfraz, eliminados los artilugios que lo encubren, es un canalla, naturalmente, patológico. Incluso pervertido, porque en su mundillo fantástico no hay sexo, ni se procrea, ni nadie sabe quién es hijo de quién, porque sembrar esa confusión sobre los orígenes forma parte de las macabras tareas del enemigo: «Disney —dicen los dos horrorizados investigadores— masturba a sus lectores sin autorizarles un contacto físico. Se ha creado otra aberración: un mundo sexual asexuado. Y es en el dibujo donde más se nota esto, y no tanto en el diálogo». Esos dibujos sexistas y —al mismo tiempo— emasculados, en los que las mujeres siempre son coquetas y reprimidas cuando no ligeramente tontas o poco audaces. Donald, Mickey, Pluto, Tribilín, no son lo que parecen. Son agentes encubiertos de la reacción sembrados entre los niños para asegurar una relación de dominio entre la metrópoli y las colonias. El tío rico no es un pato millonario y egoísta, y lo que le acontece no son peripecias divertidas, sino que se trata de un símbolo del capitalismo con el que se inclina a los niños a cultivar el egoísmo más crudo e insolidario. Patolandia —metáfora del propio Estados Unidos— es el centro cruel del mundo, mientras los otros (o sea, nosotros) forman parte de la periferia explotada y explotable en la que habitan los seres inferiores. No hay lugar a dudas: «Disney expulsa lo productivo y lo histórico del mundo, tal como el imperialismo ha prohibido lo productivo y lo histórico en el mundo del sub-desarrollo. Disney construye su fantasía imitando subconscientemente el modo en el que el sistema capitalista mundial construyó la realidad y tal como desea seguir armándola». No, no se trata de historias lúdicas concebidas para entretener a los niños: «Pato Donald al poder es esa promoción del subdesarrollo y de las desgarraduras cotidianas del hombre del Tercer Mundo en objeto de goce permanente en el reino utópico de la libertad burguesa. Es la simulación de la fiesta eterna donde la única entretención-redención es el consumo de los signos aseptizados del marginal: el consumo del desequilibrio mundial equilibrado. Leer Disneylandia es tragar y digerir su condición de explotado».

Como era de esperar, una tontería de ese calibre tenía por fuerza que convertirse en un best-seller en América Latina. En 1993, a los veintiún años de la primera edición, la obrita se había reproducido treinta y dos veces para satisfacción de la rama mexicana de Siglo XXI, y, aún en nuestros días de sano escepticismo, cuando no es de buen gusto succionarse el pulgar, no faltan los circunspectos revolucionarios que continúan recomendándola como la muestra inequívoca de la perfidia imperial y —por la otra punta— de la sagacidad intelectual de nuestros marxistas más alertas y avispados.

¿Por qué encajó este libro tan perfectamente en la biblioteca predilecta del idiota latinoamericano? Porque está escrito en clave paranoica, y no hay nada que excite más la imaginación de nuestros idiotas que creerse el objeto de una conspiración internacional encaminada a subyugarlos. Para estos desconfiados seres siempre hay unos «americanos» intentando engañarlos, tratando de robarles sus cerebros, arruinándolos en los centros financieros, impidiéndoles crear automóviles o piezas sinfónicas, intoxicándoles la atmósfera, o pactando con los cómplices locales la forma de perpetuar la subordinación intelectual que padecemos. Por otra parte, siempre resulta grato defender la cultura o el folclore autóctonos frente a la agresión extraña. ¿Para qué importar héroes y fantasías de otras latitudes cuando nosotros podemos producirlos localmente, como demostrara —por ejemplo— Velasco Alvarado con aquel imaginativo «niño Manuelito» de poncho y chullo con el que patrióticamente intentara sustituir al Santa Claus de los gringos y a sus malditos venados? Es interesante que nadie les haya dicho a nuestros belicosos semiólogos que exactamente igual podían haber hecho una lectura ideológica de Mafalda, encontrándole tendencias lesbianas porque nunca se deja acariciar un pezón por Guillermito, o como se llame el niño de la cabeza rapada, acusando de paso a Quino de ser agente de la CÍA, dado que su heroína ni una sola vez denuncia la presencia americana en el Canal de Panamá. ¿Qué ocurriría si nuestros sagaces intérpretes se enfrentan con la figura de Batman? ¿Será que en este imperfecto mundo yanqui sólo se puede defender la justicia con la cara tapada y desde el fondo de una cueva? Y Superman, nuestro casto héroe, defensor de todas las leyes —menos la de la Gravedad—, ¿no será un pobre gay, como ese Llanero Solitario permanentemente acompañado por el indio que, sin duda, lo sodomiza? ¿Qué saldría de una lectura revolucionaria y marxista de la Bella Durmiente o de La Caperucita Roja? ¿No hay en esa abuela comilona y desalmada que lanza a la niña a los peligros del bosque una demostración palpable de la peor moral burguesa? ¿Cómo se puede, ¡Dios!, ser tan idiota y no morir en el esfuerzo?

Dependencia y desarrollo en América Latina. Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, 1969.

Este breve manual, de apenas 200 páginas, leído por muchísimos universitarios de América Latina, prescrito como «libro básico» por tantos latinoamericanistas, fue escrito en Santiago de Chile en los años 1966 y 1967 a la sombra de la Comisión Económica para América Latina, la famosa CEPAL, y se le ve perfectamente ese origen cepaliano. Sus autores son dos prestigiosos sociólogos, y uno de ellos, Fernando Henrique Cardoso, es hoy nada menos que el presidente de Brasil, aunque es muy probable —dado su programa de gobierno— que en los treinta años transcurridos entre la redacción del libro y su victoria electoral, se haya producido un cambio profundo en la manera de entender la realidad económica latinoamericana que sustenta este brasilero ilustre. Al fin y al cabo, lo primero que transpira el ensayo es una fría racionalidad muy alejada del panfleto dogmático. Es evidente que sus autores no estaban empeñados en probar a toda costa sus hipótesis, sino en encontrar una explicación razonable al pertinaz atraso relativo de América Latina. Sólo que lo que entonces plantearon —y todavía repiten demasiadas personas— era, sencillamente, erróneo.

Aparentemente el exitoso libro —en 1994 Siglo XXI de México había publicado veintiséis ediciones— apenas pretendía «establecer un diálogo con los economistas y planificadores para destacar la naturaleza social y política de los problemas de desarrollo en América Latina». Pero, en realidad, el propósito final tenía mucho más calado: averiguar por qué había fracasado la hipótesis principal de los economistas latinoamericanos más acreditados de los cuarenta y cincuenta. Había que encontrar alguna explicación al hundimiento de la teoría desarrollista del argentino Raúl Prebisch, escuela basada en dos premisas que la experiencia acabaría por desacreditar totalmente: la primera, era industrializar a los países latinoamericanos mediante barreras arancelarias temporales que les permitieran sustituir las importaciones extranjeras; y la segunda, que ese gigantesco esfuerzo de «modernización» de las economías tenía que ser planificado y hasta financiado por los Estados, puesto que la burguesía económica local carecía de los medios y hasta de la mentalidad social que se requería para dar ese gran salto adelante.

A mediados de la década de los sesenta, pese a algunos éxitos parciales en México y Brasil, ya se sabía que la receta cepaliana no había dado los resultados apetecidos, y era obvio que el desarrollismo no había conseguido disminuir la distancia económica que separaba a países como Estados Unidos o Canadá de sus vecinos del sur. Incluso, en ciertas naciones —Argentina es el mejor ejemplo— la aplicación de esa terapia había resultado contraproducente. ¿Por qué? ¿Dónde habían fallado las previsiones de los economistas? ¿No sería que el problema de fondo era de naturaleza política y resultaba conveniente examinarlo con instrumentos ajenos a la economía? Es en este punto en el que Cardoso y Faletto ofrecen algo que cae como lluvia de mayo sobre el moribundo pensamiento cepaliano de entonces: aportan una explicación «sociológica» que racionaliza de un solo golpe los dos problemas debatidos: por qué América Latina está considerablemente más atrasada que los países del Primer Mundo, y —sobre todo— por qué no funcionó como se había previsto la política industrializadora de sustitución de importaciones que supuestamente habría liquidado ese secular problema en el lapso de una generación febrilmente laboriosa.

Esa racionalización tiene un nombre mágico, dependencia, y consiste en lo siguiente: «La dependencia de la situación de subdesarrollo implica socialmente una forma de dominación que se manifiesta por una serie de características en el modo de actuación y en la orientación de los grupos que en el sistema económico aparecen como productores o como consumidores. Esta situación supone que en los casos extremos, las decisiones que afectan a la producción o al consumo de una economía dada se toman en función de la dinámica y de los intereses de las economías desarrolladas». Los países subdesarrollados, en una economía global, constituyen la «periferia», siempre subordinados al «centro», los desarrollados, que determinan «las funciones que cumplen las economías subdesarrolladas en el mercado mundial».

Es a partir de esta visión estructural que Cardoso y Faletto intentan describir cómo se establece la «dependencia» entre el «centro» y la «periferia», método de análisis que los lleva a construir un modelo de comportamiento en el que prevalece en la sociedad una especie de Concertación mecánica de voluntades, en donde no caben el azar, los individuos o las pasiones irracionales, ni se asoma el menor indicio de libertad individual en la toma de decisiones. Toda la obra está lastrada por esa manera mecanicista y reduccionista de entender el devenir histórico. Un párrafo típico podía ser éste: «Es posible, por ejemplo, que los grupos tradicionales de dominación se opongan en un principio a entregar su poder de control a los nuevos grupos sociales que surgen con el proceso de industrialización, pero también pueden pactar con ellos, alterando así las consecuencias renovadoras del desarrollo en el plano social y político». Ahí no hay personas, sino máquinas.

No es extraño que dos sociólogos formados en los cincuenta adolezcan de esa concepción estructuralista, teñida de seudociencia marxista, porque a lo largo de casi todo el siglo dos tendencias académicas se disputaron la supremacía dentro de esa disciplina: los weberianos y los marxistas, y en esa época, y hasta los años ochenta, los marxistas habían sido hegemónicos. De donde puede deducirse que si Cardoso y Faletto hubieran escrito su libro en nuestros días, probablemente habría buscado en la cultura, como proponía Weber, las razones profundas que explican nuestros males, como muy bien demuestra Lawrence Harrison en su libro El subdesarrollo está en la mente.

Por otra parte, tras el éxito indiscutible de los «tigres» o «dragones» de Asia ya no es posible seguir pensando que las naciones desarrolladas, el mítico «centro», imponen la dependencia a las subdesarrolladas o «periferia». Sencillamente, hay sociedades que en un punto de su historia —Suiza, por ejemplo, a partir de 1848— comienzan a hacer las cosas de un cierto modo que conduce al crecimiento y al desarrollo progresivo. Y hay sociedades que se quedan atrapadas en sus propios errores. Esto puede comprobarse en el contraste del Chile de los denostados «Chicago boys» o el Perú de Velasco Alvarado o Alan García.

En 1959 —y éste es otro ejemplo adecuadísimo— había dos islas distantes que se parecían notablemente en sus circunstancias políticas: Cuba y Taiwán. Las dos vivían amenazadas por un vecino gigante y adversario. Las dos formaban parte del mundo subdesarrollado, aunque Cuba tenía un nivel de prosperidad, educación y sanidad infinitamente más alto que el de la isla asiática. ¿Qué ha sucedido casi cuatro décadas más tarde? Que los taiwaneses —que afortunadamente jamás oyeron hablar de la teoría de la dependencia—, trabajaron, ahorraron, invirtieron e investigaron hasta convertirse en una potencia económica de importancia mundial sin que nadie pretendiera impedirlo. Lo demás —nunca mejor dicho— es puro cuento chino.

Hacia una teología de la liberación. Gustavo Gutiérrez, 1971.

La década de los sesenta fue marcada por la rebeldía y el «compromiso» en prácticamente todas las naciones de Occidente y en la casi totalidad de las actividades sociales. Los cantautores «protestaban», contra las injusticias; los pacifistas contra la guerra; los hippies contra la sociedad de consumo; los estudiantes contra las adocenadas universidades. Cada grupo, cada estamento, cada gremio, alzaba el puño fiero y amenazante contra el poder general, vago y abstracto, y contra el poder específico del ámbito en el que desempeñaba sus tareas particulares. Fue la era de la primera eclosión de las guerrillas y la del «mayo» francés de 1968. Desde un siglo antes, desde 1848, el mundo no había sentido un espasmo revolucionario semejante.

Naturalmente, la Iglesia católica no era ajena a esta atmósfera, y mucho menos en América Latina, continente sacudido por la pobreza, la inestabilidad política y frecuentísimos actos de violencia. Percepción que comenzó a trascender desde el momento mismo —1959— en que Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II, gran congreso de príncipes y pensadores de la Iglesia del que saliera un cambio sustancialísimo en la orientación de la Institución. Cuando comenzó el Concilio la principal función de la Iglesia era guiar a la grey hasta la pacífica conquista del Cielo; cuando terminó, varios años y numerosos documentos más tarde, la Iglesia se había declarado peregrina, esto es, compañera de la sociedad en la lucha por construir un mundo más justo y equitativo. En 1967 el Papa proclama la encíclica Populorum progressio. Roma, de alguna manera, había secularizado sus objetivos inmediatos. Poco antes de esa fecha, pero ya dentro de ese combativo espíritu, moriría peleando el sacerdote Camilo Torres junto a una guerrilla colombiana castrocomunista.

Tras Vaticano II, en agosto de 1968, se produjo en Medellín la segunda reunión plenaria del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) y el consecuente aggiornamento de la misión pastoral. Para ese magno evento se pidió la colaboración de las mejores cabezas intelectuales con que contaba la Iglesia en el continente, grupo al que sin duda pertenecía el entonces joven sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez (Lima, 1928), licenciado en Sicología por Lovaina, doctorado en Teología por Lyon y profesor de la Universidad Católica de Lima. Es para esa ocasión que Gutiérrez comienza a organizar sus reflexiones en un documento en torno a lo que ya llamó «teología de la liberación», texto que fue enriqueciendo posteriormente hasta su definitiva publicación en 1971 bajo el título de Hacia una teología de la liberación. Desde entonces, pocos libros de pensamiento aparecidos en América Latina han alcanzado el grado de influencia y penetración de esta obra.

Para entender este libro es muy importante retener cuál es su propósito: darle un soporte teológico, basado en los propios libros sagrados del catolicismo, a una determinada nueva forma de actuación. La Iglesia, sencillamente, no podía cambiar sus objetivos pastorales, no podía darle un giro de 180 grados a su misión en el mundo, sin explicarse a sí misma y a sus creyentes por qué pasaba de la complacencia y —con frecuencia— la complicidad con el poder, a la contestación y a la rebeldía. Al fin y a la postre, toda la legitimidad de la Institución estaba basada en el carácter de «revelación divina» atribuido a las Escrituras, de manera que los actos de quienes suscriben estas creencias tienen necesariamente que conformarse a una lectura de esos textos, so pena de incurrir en la mayor incongruencia.

Gustavo Gutiérrez armó ese rompecabezas. Buscó los libros sagrados y encontró la lectura adecuada para convertir a los pobres en el sujeto histórico del cristianismo. Estaba en los orígenes, en los salmos, en diferentes pasajes bíblicos, en anécdotas del Viejo y del Nuevo Testamentos. Resultaba perfectamente posible, sin incurrir en herejía, afirmar que la misión principal de la Iglesia era redimir a los pobres, pero no sólo de sus carencias materiales, sino también de las espirituales. El concepto liberación era para Gutiérrez mucho más que dar de comer al hambriento o de beber al sediento: era —como «el hombre nuevo» del Che y de Castro, a quienes cita— construir una criatura solidaria y desinteresada, despojada de viles ambiciones mundanas.

El problema se complica cuando Gutiérrez pasa de la teología a la economía y propone a su Iglesia el análisis convencional de la izquierda marxista para lograr el cambio. Dice el cura peruano: «Los países pobres toman conciencia cada vez más clara de que su subdesarrollo no es sino el subproducto del desarrollo de otros países debido al tipo de relación que mantienen actualmente con ellos. Y, por lo tanto, que su propio desarrollo no se hará sino luchando por romper la dominación que sobre ellos ejercen los países ricos.» Lo que inmediatamente precipita a Gutiérrez a apoderarse de una concepción marxistaleninista de los conflictos sociales y a proponer una solución drástica, acaso violenta: «Únicamente una quiebra radical del presente estado de cosas, una transformación profunda del sistema de propiedad, el acceso al poder de la clase explotada, una revolución social que rompa con esa dependencia, pueden permitir el paso a una sociedad distinta, a una sociedad socialista».

Se eliminaba, pues, la vieja definición de León XIII —«el comunismo es intrínsecamente perverso»— y tácitamente se alentaba a los cristianos a que mostrasen su compromiso con los pobres aliándose con los comunistas en las universidades, los partidos políticos, y las guerrillas. Si había que combatir con las armas un modelo degradante de sociedad, la Iglesia no iba a organizar ese empeño, pero se sumaría o apoyaría a quienes lo hicieran. Era frecuente, incluso, que de los seminarios religiosos o del magisterio pastoral surgieran movimientos que pronto evolucionaban hacia la lucha armada y el terrorismo. Sucedió con la ETA vasca y con los tupamaros uruguayos. Se vio claramente en Nicaragua y en el Salvador, países en los que la influencia de la teología de la liberación, irresponsablemente administrada por ciertos jesuítas y maryknolles, llevó a muchos jóvenes a la violencia, y a algunos religiosos al martirio, asesinados por militares o paramilitares fanatizados por el odio.

La rectificación de este sangriento disparate —algo que el Papa Wojtyla parece desear— no es fácil, porque, además de estimular la lucha armada y de conferirle legitimidad moral a una buena porción de terroristas y asesinos parapetados tras la causa de la justicia social, en el proceso de «liberar» a los pobres se crearon numerosas «comunidades de base» (especialmente en Brasil), muy radicalizadas, que ya no responden como antes a las orientaciones de la Iglesia, sino a las predicas de teólogos semiheréticos como Leonardo Boff, inútilmente censurado por el Vaticano en 1985. La rebelión también ha acabado por afectar la disciplina de la propia institución.

Veinticinco años después de publicar su famoso libro, Gustavo Gutiérrez, fiel a sus palabras, se mantiene como párroco humilde de una barriada pobre de Lima, asistiendo con sus pocas fuerzas a quienes le solicitan ayuda. Quien lo conozca, no puede dudar de su honradez e integridad fundamental. Quien lo haya leído con cuidado, no puede ignorar su inmenso, doloroso y —seguramente sin proponérselo— sangriento disparate. Al final, su teología no ha servido a los pobres ni a la Iglesia.

Las venas abiertas de América Latina. Eduardo Galeano, 1971.

Toda bibliografía mínima (o máxima) que se respete, dedicada a reseñar la biblioteca básica del idiota latinoamericano, tiene que concluir con Las venas abiertas de América Latina, del escritor uruguayo Eduardo («el Trucha», para sus amigos) Galeano, nacido en Montevideo en 1940. No existe un mejor compendio de los errores, arbitrariedades o simples tonterías que pueblan las cabecitas de nuestros más desencaminados radicales. No hay, además, un libro de su género que haya tenido tantas ediciones, traducciones y alabanzas. No se conoce en nuestra lengua, en suma, una obra que —como ésta— merezca ser considerada como la biblia del idiota latinoamericano o, por la otra punta, como el gran culebrón del pensamiento político.

El título, perdidamente lírico, es ya una elocuente muestra de lo que viene detrás: América Latina es un continente inerte, desmayado entre el Atlántico y el Pacífico, al que los imperios y los canallas a sus órdenes le succionan la sangre de las venas, esto es, sus inmensas riquezas naturales. Es tan plástica y tan melodramática la imagen, que hasta un grupo progre de músicos argentinos ha compuesto una canción protesta bajo su advocación, mientras la edición de Círculo de Lectores de Colombia, ilustrada por Marigot, exhibe en su cubierta una enorme bandera norteamericana en forma de cuchillo que destripa sin compasión a una Sudamérica que se desangra. Precioso.

¿Qué diablos es este vademécum del idiota latinoamericano? Es un libro didáctico. Es el libro definitivo para explicar por qué América Latina tiene unos niveles de desarrollo inferiores a los de Europa occidental o Estados Unidos. Y cada afirmación importante que va haciendo, su autor la anota en letra cursiva, con el objeto de que el lector perciba, por un lado, la sutil inteligencia de quien la ha escrito, y —por el otro— para que retenga la sustancia de la reflexión o el dato exacto, y así consiga alcanzar las bondades de esta ciencia infusa que se nos administra en párrafos arrebatados y certeros.

La estructura del libro también delata su condición de cartilla revolucionaria. En el prólogo se resume el contenido de la obra. Se puede leer el prólogo e ignorar el resto, pues todo queda atropelladamente dicho en las primeras veinte páginas. A partir de ahí, lo que se hace es poner los ejemplos para apuntalar las afirmaciones que se han ido vertiendo. Y esos ejemplos se organizan en torno a las riquezas naturales que nos roban los imperialistas desde el momento mismo en que los depredadores españoles pusieron un pie en el continente: el oro, la plata, el caucho, el cacao, el café, la carne, el plátano, el azúcar, el cobre, el petróleo, y cuanto vegetal, animal o mineral puede servir para alimentar al insaciable Moloch extranjero.

La segunda parte del libro intenta describir las razones que explican los fracasos latinoamericanos en sus esfuerzos por escapar de la miseria tradicional que embarga a las masas. Unas veces los culpables son los ingleses, otras los norteamericanos, siempre los traidores locales. El libro es un constante memorial de agravios montado desde el victimismo y la identificación de los villanos que nos martirizan cruelmente: los que importan nuestras materias primas; los que nos exportan objetos, maquinarias o capitales; las multinacionales que invierten y las que no invierten; los organismos internacionales de crédito (FMI, BID, BM, AID). La ayuda exterior es un truco para esquilmarnos más. Si nos prestan es para arruinarnos. Si no nos prestan es para estrangularnos: «las inversiones que convierten a las fábricas latinoamericanas en meras piezas del engranaje mundial de las corporaciones gigantes no alteran en absoluto la división internacional del trabajo. No sufre la menor modificación el sistema de vasos comunicantes por donde circulan los capitales y las mercancías entre los países pobres y los países ricos. América Latina continúa exportando su desocupación y su miseria: las materias primas que el mercado mundial necesita y de cuya venta depende la economía de la región. El intercambio desigual funciona como siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a financiar los altos salarios de Estados Unidos y de Europa».

¿Hay buenos en esta película de horror? Por supuesto. Y es muy significativo quiénes son los héroes de este pilar de la bobería ideológica latinoamericana. En el pasado, nada menos que las Misiones jesuitas de Paraguay, los creadores de un sistema totalitario en el que los pobres guaraníes hasta tenían que hacer el amor al sonido de una campana. Y luego, en el mismo desdichado país, el enloquecido Gaspar Rodríguez de Francia, un dictador que, literalmente, cerró su nación a toda influencia extranjera, al extremo de sólo permitir dos bibliotecas, la suya y la del padre Maíz. ¿Por qué lo aprecia? Por sus esfuerzos de desarrollo autárquico, por su fiero nacionalismo, por no aceptar el librecambismo, por la militarización que impuso, por el inmenso papel que le asignó al Estado como productor de bienes, por la disciplina de palo y tentetieso con que sujetó a los paraguayos durante casi tres décadas, por su odio al liberalismo. ¿A quién más estima? Al estanciero Rosas, otro tirano, y por razones parecidas, a Fidel Castro, que ha hecho lo mismo que Rodríguez de Francia, pero con mayor torpeza administrativa, aunque Galeano es capaz de afirmar la siguiente falsedad sin el menor rubor: «En Cuba la causa esencial de la escasez es la nueva abundancia de los consumidores: ahora el país les pertenece a todos. Se trata, por lo tanto, de una escasez de signo inverso a la que padecen los demás países latinoamericanos».

Naturalmente, ese discurso sólo puede conducir a la violencia más insensata, como la desatada por sus compatriotas tupamaros. Veamos el párrafo con que termina su libro: «El actual proceso de integración no nos reencuentra con nuestro origen ni nos aproxima a nuestras metas. Ya Bolívar había afirmado, certera profecía, que los Estados Unidos parecían destinados por la Providencia para plagar América de miserias en nombre de la libertad. No han de ser la General Motors y la IBM las que tendrán la gentileza de levantar, en lugar de nosotros, las viejas banderas de unidad y emancipación caídas en la pelea, ni han de ser los traidores contemporáneos quienes realicen, hoy, la redención de los héroes ayer traicionados. Es mucha la podredumbre para arrojar al fondo del mar en el camino de la reconstrucción de América Latina. Los despojados, los humillados, los malditos tienen, ellos sí, en sus manos, la tarea. La causa nacional latinoamericana es, ante todo, una causa social: para que América Latina pueda nacer de nuevo, habrá que empezar por derribar a sus dueños, país por país. Se abren tiempos de rebelión y de cambio. Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres».

No hay duda: existe algo que Galeano odia con mayor intensidad aún que a los propios gringos, que a las multinacionales, que al liberalismo: la verdad, la sensatez y la libertad. No las soporta. No cree en ellas. Nos le merecen el menor respeto. Su única y más firme devoción es alimentar de errores y locuras a los latinoamericanos más desprovistos de luces hasta perfeccionar la legendaria idiotez ideológica que los ha hecho famosos. Por eso su libro le pone punto final al nuestro. Se lo ha ganado a pulso.