VII
CUBA: UN VIEJO AMOR NI SE OLVIDA NI SE DEJA

«Sólo se salvarán los que sepan nadar.» Frase memorable de Cataneo, cantante del Trío Taicuba, la mañana del 8 de enero de 1959, cuando Fidel Castro entraba en La Habana. Desde entonces se le conoce como El Profeta.

La relación sentimental más íntima y duradera del idiota latinoamericano es con la revolución cubana. Es un viejo amor que ni se olvida ni se deja. Un amor antiguo y profundo que viene desde el fondo de los tiempos. Concretamente, desde 1959, cuando un torrente de barbudos, en cuya cresta flotaba Fidel Castro, descendió desde las montañas cubanas sobre La Habana.

Aquel espectáculo tenía una gran fuerza plástica. Eran las primeras barbas y melenas que se veían en el siglo XX. Luego vinieron los Beatles y los hippies. Y era la primera vez que una revolución derrocaba a un régimen dictatorial sin contar con el respaldo del ejército. Hasta ese momento primaba la convicción de que las revoluciones siempre eran posibles con el ejército, algunas veces sin el ejército, pero nunca contra el ejército. Fidel Castro demostró que esa aseveración era falsa.

No obstante, hay que empezar por señalar que el 99% de los latinoamericanos, incluidos los propios cubanos, fueron un poco idiotas al enjuiciar el proceso histórico que se cernía sobre la Isla a partir de aquel primero de año de hace pronto cuatro décadas. ¿Quién, en los primeros tiempos, no fue fidelista? ¿Cómo no simpatizar con aquel grupo de jubilosos combatientes que iban a implantar la justicia y el progreso en la tierra de Martí? ¿Cómo no vibrar de entusiasmo ante unos muchachos que habían conseguido la proeza de derrocar a un dictador militar respaldado por su ejército y por Washington?

Sólo que de aquel planteamiento simplón, teñido, a partes iguales, de buena voluntad y de imprudencia, comenzaron en seguida a desprenderse innumerables falsedades que luego acabaron por convertirse en lugares comunes mecánicamente propalados por el idiota latinoamericano sin otro objeto que buscar coartadas para pedir o justificar la adhesión a una dictadura a todas luces inaceptable. Vale la pena examinar una a una las falacias más frecuentemente repetidas a lo largo de todos estos fatigosos años de «oprobio y bobería», como dijera Borges del primer peronismo, otra locura latinoamericana que bien baila. Comencemos, pues, a desmontar ese penoso andamiaje retórico.

Antes de la revolución, Cuba era un país atrasado y corrupto al que el castrismo salvó de la miseria. Fueron la pobreza y la inconformidad social de los cubanos lo que provocó la revolución.

No hay duda de que en el orden político, los cubanos padecían una dictadura corrupta repudiada por la mayor parte de la población. Tras casi 12 años de gobiernos democráticos basados en la Constitución de 1940, el 10 de marzo de 1952 el general Fulgencio Batista dio un golpe militar y derrocó al presidente legítimo, Carlos Prío Socarras, limpiamente electo en las urnas.

El gobierno surgido de ese acto criminal, abrumadoramente rechazado por los cubanos, duró, como se sabe, siete años, hasta la madrugada del 1 de enero de 1959. Sin embargo, la revolución que lo derrocó no se hizo para implantar un régimen comunista, sino para devolverle al país las libertades conculcadas siete años antes por Batista. Eso está en todos los papeles y manifiestos de las organizaciones —incluida la de Castro— que contribuyeron al fin de la dictadura. Salvo el casi insignificante Partido Comunista —llamado en Cuba Partido Socialista Popular—, ningún grupo político proponía nada que no fuera la restauración de la democracia en los términos convencionales de Occidente.

Lo cierto es que en la década de los cincuenta en el orden económico la situación de Cuba era mucho más halagüeña que la de la mayor parte de los países de América Latina. Entre 1902 y 1928, y luego entre 1940 y 1958, el país había vivido largos períodos de expansión económica y se situaba junto a Argentina, Chile, Uruguay y Puerto Rico entre los más desarrollados de América Latina. El Atlas de Economía Mundial de Ginsburg, publicado a fines de la década de los cincuenta, colocaba a Cuba en el lugar 22 entre las 122 naciones escrutadas. Y según el economista, H. T. Oshima, de la Universidad de Stanford, en 1953 el per cápita de los cubanos era semejante al de Italia, aunque las oportunidades personales parecían ser más generosas en la isla del Caribe que en la península europea. ¿Cómo demostrarlo? Prueba al canto: en 1959, cuando despunta la revolución, en la embajada cubana en Roma había doce mil solicitudes de otros tantos italianos deseosos de instalarse en Cuba. No se sabe, sin embargo, de cubanos que quisieran hacer el viaje en sentido inverso. Y este dato es muy de tomar en cuenta, pues no hay información que revele con mayor exactitud el índice de esperanza y de probabilidades de éxito en una sociedad que el sentido de las migraciones. Si doce mil obreros y campesinos italianos querían ir a Cuba a arraigar en la isla —como otros millares de asturianos, gallegos y canarios que deseaban hacer lo mismo— es porque en el país escogido como destino las posibilidades de desarrollo eran muy altas. Hoy, en cambio, son millones los cubanos que desearían trasladarse a Italia de forma permanente.

Por otra parte, en el orden social el cuadro tampoco era negativo. Un 80% —altísimo en la época— de la población estaba alfabetizado y los índices sanitarios eran de nación desarrollada. En 1953 —de acuerdo con el Atlas de Ginsburg— países como Holanda, Francia, Reino Unido y Finlandia contaban proporcionalmente con menos médicos y dentistas que Cuba, circunstancia que en gran medida explica la alta longevidad de los cubanos de entonces y el bajísimo promedio de niños muertos durante el parto o los primeros treinta días.

Un último y estremecedor dato, capaz de explicar por sí solo muchas cosas: a precios y valores de 1994, la capacidad de importación per cápita de los cubanos en 1958 era un 66% más elevada que la de hoy. Eso, en un país de economía abierta que importa el 50% de los alimentos que consume, demuestra la torpeza infinita del régimen de Castro para producir bienes y servicios o —por la otra punta— el gran dinamismo de la sociedad cubana precastrista.

Cuba era el burdel del Caribe, y en especial de los norteamericanos. La Isla estaba en manos de los gángsters de Chicago y Las Vegas.

En realidad Cuba no era un garito. Eso es falso. En La Habana había una docena de casinos, en los que ciertamente no faltaba la incómoda presencia de la mafia americana, pero ése era un fenómeno de mínimo alcance sobre la sociedad cubana, perfectamente erradicable, como logró hacerlo, en su momento, por ejemplo, la vecina isla de Puerto Rico. En torno a los casinos —tampoco es falso— había gángsters, entre otras cosas, porque no es un negocio que suele animar a los padres dominicos, pero hubiera bastado la acción judicial de un gobierno decente para ponerlos en fuga.

La prostitución era otro mito. El país tenía un bajísimo índice de enfermedades venéreas, estadística que demuestra que no era un lupanar de nadie. Sin embargo, La Habana, como gran capital, y como viejo y activo puerto de mar, tenía una zona de tolerancia parecida a la que puede verse en Barcelona o en Nápoles.

El turismo americano, además, solía ser familiar, mientras la prostitución, en cambio, se ejercía esencialmente, por y para los cubanos, algo no muy diferente de lo que sucede en cualquier ciudad iberoamericana de mediano o gran tamaño.

Curiosamente, como reiteran corresponsales y viajeros, es hoy cuando Cuba se ha convertido en un gran prostíbulo para extranjeros que participan —como ocurre en Tailandia— del turismo sexual, aprovechándose de las infinitas penurias económicas del país. Y es fácil de enmendar: antes de la revolución el peso y el dólar tenían un valor equivalente, y eran libremente intercambiables, lo que permitía que las prostitutas no tuvieran que preferir al cliente extranjero, extremo que debe tranquilizar a todo aquel que manifieste alguna expresión de nacionalismo genital. Si alguna vez en su trágica historia Cuba ha sido un burdel para los extranjeros, esa fatídica circunstancia hay que apuntársela al castrismo. Antes, sencillamente, no era ése el panorama.

No obstante todos los inconvenientes, la revolución les ha concedido a los cubanos un especial sentido de la dignidad personal.

Es duro de creer que los cubanos disfrutan hoy de una elevada cuota de dignidad personal. Es difícil pensar que quienes, en su propia tierra, no pueden entrar a los hoteles o a los cabarets a menos de que dispongan de dólares, puedan sentirse dignos y orgullosos de su gobierno. Y es también extraña la cuota de dignidad que le corresponde a una persona a la que no se le permite leer los libros que quiere, defender las ideas que desee o simplemente decir en voz alta las cosas en las que piensa. Si dignidad se define como ese sentimiento de gratificante paz interior que se disfruta porque se vive de acuerdo con los ideales propios, es probable que no haya en América seres más indignos que los pobres cubanos, obligados por su gobierno a repetir consignas en las que no creen, a aplaudir a líderes que detestan, a cobrar sus salarios en moneda que nada vale y a vivir día tras día lo que en la Isla llaman la doble moral, o la moral de la yagruma, planta que se caracteriza por parir hojas que tienen dos caras totalmente distintas.

La revolución ha sido imprescindible porque Estados Unidos controlaba la economía del país.

En rigor, ése es otro mito muy arraigado en la conciencia del idiota latinoamericano. La presencia del capital norteamericano en la Isla se concentraba en azúcar, minas, comunicaciones y finanzas, y en todos esos campos la tendencia de las últimas décadas era al creciente dominio de los empresarios nacionales. En 1935, de 161 centrales azucareras sólo 50 eran de propiedad cubana. En 1958, 121 ya estaban en poder de los criollos. En ese mismo año apenas el 14% del capital (y con síntomas de reducirse paulatinamente) estaba en manos norteamericanas. En 1939 los bancos cubanos sólo manejaban el 23% de los depósitos privados. En 1958 ese porcentaje había aumentado al 61.

Lo que caracterizaba a la economía cubana, al contrario de lo que difunde el incansable idiota latinoamericano, es que el empresariado cubano era muy hábil y enérgico, algo que pudo comprobarse muy fácilmente cuando salió al exilio. Curiosamente, las cuarenta mil empresas creadas por los cubanos en Estados Unidos tienen hoy un valor unas cuantas veces mayor que la suma de todas las inversiones norteamericanas realizadas en Cuba antes de 1959. Y una sola compañía, la Bacardí, en 1994 pagó en impuestos al Estado de Puerto Rico más que todo el valor de la producción de níquel cubano a precios internacionales en ese mismo año (ciento cincuenta millones de dólares).

La culpa de que la revolución tomara el camino del comunismo y el apoyo a Moscú, la tuvo Estados Unidos con su oposición a Castro desde el inicio mismo del proceso.

En este caso el idiota latinoamericano es minuciosamente inexacto. Lo cierto es que Estados Unidos se despegó de Batista bastantes meses antes de su caída, decretó un embargo a la venta de armas, y le pidió al dictador que buscara una solución política a la guerra civil que desgarraba al país.

Incluso, es probable que la decisión de Batista de huir precipitadamente hacia la República Dominicana la noche del 31 de diciembre de 1958 se haya debido a que percibía «que los norteamericanos habían cambiado de bando». En todo caso, lo cierto es que en 1959 Estados Unidos mandó a La Habana al embajador Philip Bonsal con el propósito de establecer las mejores relaciones posibles con el nuevo gobierno revolucionario.

No se pudo. Y no se pudo por algo que, muchos años después, Fidel Castro explicó con toda claridad ante las cámaras de la televisión española: porque desde su época de estudiante él era un marxista-leninista convencido, y si no lo había dicho durante el período de la lucha armada, fue para no asustar a los cubanos. Castro, en suma, buscó la alianza con Moscú de una manera deliberada, y desde el primer momento (y lo cuenta muy bien Tad Szulc en su libro Fidel Castro: A Critical Portrait) se propuso instaurar el comunismo en Cuba. Los gringos reaccionaron frente al comunismo de Castro, no lo indujeron. Ésa es la verdad histórica.

Pero si no se quiere tomar en cuenta el testimonio del propio Castro, al menos no es posible ignorar lo que sucede en nuestros días: ya no existe el bloque comunista en Europa; no hay, realmente, una amenaza militar por parte de Estados Unidos hacia Cuba, y Castro, tercamente, continúa repitiendo una y otra vez la expresión de «socialismo o muerte», negándose a cambiar los fundamentos del sistema. Evidentemente, si alguna vez ha habido un comunista convencido hasta el suicidio, ese caballero es Fidel Castro. ¿Cómo seguir diciendo que en 1959 Estados Unidos lo empujó al comunismo, si hoy el mundo entero, cuando el marxismo ni siquiera es una opción viable, no consigue empujarlo fuera del comunismo?

El bloqueo norteamericano contra Cuba es un acto criminal que explica los desastres económicos del régimen y las penurias del pueblo cubano.

En primer lugar, no hay bloqueo alguno. Existe, sí, una prohibición que impide a las empresas de Estados Unidos comerciar con Cuba y a los ciudadanos norteamericanos gastar dólares en la Isla. A esa prohibición en el argot político se le llama embargo, y tuvo su origen cuando se produjeron las confiscaciones de las propiedades norteamericanas en Cuba a principios de la década de los sesenta. En aquel entonces las propiedades fueron confiscadas sin compensación y el gobierno norteamericano reaccionó decretando, primero, la renuncia a la compra del azúcar cubano, y luego prohibiendo a sus compañías comerciar con la isla caribeña. Más adelante se añadieron otras restricciones menos importantes, como la de prohibir tocar puerto norteamericano durante seis meses a cualquier barco que antes haya atracado en puerto cubano.

No obstante, el dichoso embargo —esa prohibición de venderle o comprarle al gobierno cubano— tiene un efecto muy limitado. Cualquiera que visite una diplotienda —establecimientos en los que se compra en dólares en Cuba— puede comprobar cómo no faltan los productos norteamericanos, desde Coca-Colas hasta IBMs, dado que es muy fácil para los exportadores situados en Canadá, Panamá o Venezuela comprar localmente esas mercancías y luego exportarlas a Cuba. Pero, además, no existe prácticamente ningún producto que Cuba necesite que no pueda comprar en Japón, Europa, Corea, China o América Latina. Y tampoco existe ningún producto cubano que tenga calidad y buen precio —azúcar, níquel, camarones y otras minucias— que no encuentre mercado en el exterior. El problema, sencillamente, es que Cuba produce muy poco, porque el régimen es endiabladamente ineficaz, y el país carece, por lo tanto, de productos para vender, o de divisas para comprar.

Tampoco es cierto que la presión norteamericana haya impedido que la Isla tenga acceso a créditos para negociar con otras naciones. Si Cuba les debe a los países de Occidente diez mil millones de dólares, es porque en su momento se le dio crédito. Argentina y España, por ejemplo, le dieron crédito por más de mil millones de dólares que no han conseguido recuperar. Francia y Japón perdieron otras buenas sumas en el intento.

Cuba —en definitiva— no paga su deuda externa desde 1986 (tres años antes de la desaparición del bloque soviético y cuando todavía recibía un enorme subsidio de más de cinco mil millones de dólares al año). Obviamente, sí la Isla no tiene recursos, se empeña en un sistema de producción legendariamente torpe, no paga sus deudas, e incluso acusa a los prestamistas de extorsión, mientras trata de coordinar a los deudores para que ninguno cumpla sus obligaciones —empeño al que Castro le dedicó mucho tiempo y recursos en la década de los ochenta—, es natural que no le extiendan nuevos créditos o préstamos.

El embargo norteamericano es el responsable de que Castro no cambie su forma de gobernar. Si hay relaciones con Vietnam ¿qué sentido tiene mantener el embargo contra Castro?

Naturalmente, el embargo también tenía una dimensión política al margen de la respuesta a las confiscaciones de los sesenta. En medio de la guerra fría Cuba se había convertido en un portaaviones de los soviéticos anclado a noventa millas de Estados Unidos, apadrinaba a todas las organizaciones subversivas del planeta, lanzaba sus ejércitos a las guerras africanas, y resultaba predecible que Estados Unidos respondiera con alguna medida hostil o que intentara acrecentar el costo que significaba para los soviéticos mantener un peón tan útil y peligroso en el corazón de América.

Esa etapa, es cierto, ha pasado (circunstancia que Castro no deja de lamentar), pero el embargo se mantiene, ¿por qué? El embargo no se elimina porque la comunidad cubano-americana (dos millones de personas si sumamos exiliados y descendientes) no lo desea, y ninguno de los dos grandes partidos • —ni demócratas ni republicanos— está dispuesto por ahora a sacrificar el voto cubano.

En estas casi cuatro décadas el problema cubano dejó de ser un conflicto de la política exterior norteamericana para adquirir una dimensión doméstica, algo parecido a lo que sucedió con Israel y la población judío-americana. Sencillamente, el embargo es la política que está, desde la época de Eisenhower y Kennedy, y los dirigentes de la Casa Blanca o del Capitolio ven más riesgos en modificar esa estrategia que en mantenerla.

Sin embargo, aunque el idiota latinoamericano no quiera admitirlo, quien tiene en sus manos la posibilidad de hacer levantar el embargo es el propio Castro. La llamada Ley Torricelli de 1992, que de alguna manera regula la vigencia de estas sanciones, deja abierta la puerta de un progresivo desmantelamiento del embargo a cambio de medidas que tiendan a la liberalización económica y a la apertura política. Si Castro entrara por el aro de la democracia, como ocurrió con Sudáfrica, se acababa el embargo.

Si en Cuba hay hambre se debe, en esencia, a las presiones norteamericanas.

Antes de 1959 la ingestión de calorías en Cuba, de acuerdo con el citado libro de Ginsburg, sobrepasaba en un 10% los límites mínimos que marcaba la FAO; 2500 calorías per cápita al día. Y es natural que así fuese: Cuba posee buenas tierras, el 80% del territorio es cultivable, el régimen de lluvias es abundante y la productividad del campo había aumentado tanto que, antes de la revolución, el porcentaje de cubanos dedicados a la industria, el comercio y los servicios, cuando se contrastaba con el del que trabajaba la tierra, era más alto que en Europa del Este.

Lo asombroso es que, con estas condiciones naturales, y con una población educada, en Cuba se produzcan hambrunas que afecten a miles de personas hasta el punto de provocar enfermedades carenciales que las dejan ciegas, inválidas o con permanentes dolores en las extremidades.

A la ineficiencia inherente al sistema comunista para producir bienes y servicios, en el caso cubano debe añadírsele el hecho de que el gobierno de Castro pudo permitirse el lujo de ser aún más ineficiente dado el monto asombroso del subsidio soviético: una cantidad tan grande que la historiadora Irina Zorina, de la Academia de Ciencias de Rusia, ha llegado a cuantificar en más de cien mil millones de dólares. Es decir, cuatro veces lo que fue el Plan Marshall para toda Europa, y más de tres veces la suma dedicada por Washington a la Alianza para el Progreso para toda América Latina. Y esa monstruosa cantidad fue volcada sobre una sociedad que en 1959 contaba con seis millones y medio de habitantes, y 33 años más tarde apenas alcanza los once.

Naturalmente, en 1992, cuando ese subsidio desapareció, se produjo una brutal contracción de la economía, la Isla perdió el 50% de su capacidad productiva, y tuvo que dejar sin funcionamiento el 80% de su industria. En la combinación entre la ineficiencia del sistema y el fin del subsidio es donde se encuentra la quiebra económica del castrismo. Culpar al embargo norteamericano de ese descalabro económico es faltar a la verdad y a las pruebas que aporta la más evidente realidad.

La revolución cubana podrá tildarse de ineficiente o de cruel, pero ha resuelto los dos más acuciantes problemas de América Latina: la educación y la salud pública, mientras ha convertido la Isla en una potencia deportiva.

Ese versículo, ese mantra es uno de los más recitados por el idiota latinoamericano. Analicémoslo.

No hay que negar que el gobierno cubano ha hecho un esfuerzo serio por expandir la educación, la sanidad y los deportes. Es decir, por brindarle a la sociedad tres servicios, de los cuales, por lo menos dos —educación y salud—, son importantes. Sólo que cualquier persona instruida sabe que los servicios hay que pagarlos con producción propia o ajena. Y como Cuba producía muy poco, los pagaba con la producción ajena que llegaba a la Isla en forma de subsidios. Claro, una vez que terminó el descomunal aporte del exterior, tanto las escuelas como los hospitales se hicieron absolutamente incosteables para la empobrecida sociedad cubana.

Hoy tenemos en la Isla escuelas sin libros, sin lápices, sin papeles, a las que los estudiantes y los profesores muchas veces no pueden llegar por falta de transporte; tenemos edificios a punto, en muchos casos, de colapsar por falta de mantenimiento, y en los que, además, se imparte una enseñanza sectaria y dogmática, muy lejos de cualquier cosa que se parezca a una buena pedagogía.

De los hospitales puede decirse otro tanto: cascarones vacíos en los que no hay anestesia, ni hilo de sutura, a veces ni siquiera aspirinas, y a los que los enfermos tienen que llevar sus propias sábanas porque, o no las tiene la institución, o carece de detergente para lavar las que posee.

Es importante que el idiota latinoamericano, ese ser cabeciduro al que con cierta ternura va dirigido este libro, se dé cuenta de que lo que a él le parece una proeza de la revolución no es más que una disparatada y arbitraria asignación de recursos. Cuba, por ejemplo, tiene un médico por cada 220 personas. Dinamarca tiene un médico por cada 450. ¿Quiere esto decir que los daneses deben hacer una revolución para duplicar su número de médicos, o será que Cuba, irresponsablemente, ha gastado cientos de millones de dólares en educar médicos perfectamente prescindibles si se contara con una forma racional de organizar los servicios hospitalarios?

Cualquier gobierno que emplee alocadamente los recursos de la sociedad en una sola dirección puede lograr una aparente y limitadísima hazaña, pero esto siempre lo hará en detrimento de los otros sectores que necesariamente deja al margen de los esfuerzos desarrollistas.

Es obvio: toda sociedad sana debe emplear sus recursos armónicamente para no provocar terribles distorsiones. Si Paraguay, por ejemplo, dedicara todo su esfuerzo a convertirse en una potencia espacial, es posible que al cabo de 15 años consiguiera colocar en órbita a un azorado señor de Asunción, mas en el camino, insensatamente, habría empobrecido al resto de la nación. A esas hazañas —típicas de la revolución cubana— algunos expertos les han puesto el nombre de «faraonismo».

Pero si absurdo resulta juzgar cuanto sucede en Cuba por la extensión del sistema educativo o de la salud pública, más loco aún es basar ese juicio en el tema de la «potencia deportiva». Es verdad que en las Olimpíadas Cuba gana más medallas de oro que Francia. Pero lo único que ese dato revela es que la pobre isla del Caribe emplea sus poquísimos recursos de la manera más estúpida que nadie pueda concebir. ¿Cuánto cuesta que el equipo de baloncesto cubano derrote al de Italia? ¿Cuánto dinero se emplea en darle a Castro la satisfacción de que sus atletas, como quien posee una cuadra de caballos, ganen muchas competiciones? Volvemos al mismo razonamiento: todas las expresiones económicas de una sociedad deben moverse dentro de la misma magnitud para que el resultado posea una mínima coherencia. Es comprensible el orgullo primario que sienten los pueblos cuando triunfan los atletas de la tribu, pero cuando artificialmente se potencia ese fenómeno no estamos presenciando una proeza, sino un disparate: una asignación de recursos absolutamente enloquecida.

Una última y quizás importante reflexión: la Alemania «democrática» ganaba más medallas que la «federal». ¿Quería eso decir que el modelo comunista superaba al occidental? Por supuesto que no. Es una perversidad juzgar un modelo político o un sistema por un aspecto parcial arbitrariamente seleccionado. Los racistas de Sudáfrica justificaban su dictadura alegando que los negros de ese país eran los mejor educados y alimentados del continente negro. Franco, en España, pedía que se juzgara a su régimen por ciertos datos estadísticos favorables. Algo parecido a lo que hace el idiota latinoamericano con relación a Cuba.

Dígase lo que se diga Cuba está mejor que Haití y que otros pueblos del Tercer Mundo.

Por supuesto que Cuba «está mejor que Haití» o que Bangladesh, pero a Cuba hay que compararla con los países con los que tenía el mismo nivel de desarrollo y progreso en la década de los cincuenta; por ejemplo, Argentina, Uruguay, Chile, Puerto Rico, Costa Rica o España. Treinta y siete años después de iniciada la revolución, Cuba está infinitamente peor que cualquier de esos países, y lo razonable es juzgar a la Isla por el pelotón en el que se desplazaba antes de comenzar la revolución, y no por el país más atrasado del continente.

Una curiosa comparación es la que pudiera establecerse con Puerto Rico, dado que esta isla también recibía (y recibe) miles de millones de dólares en subsidios norteamericanos. Pero mientras el subsidio ruso contribuyó a crear una fatal dependencia en Cuba, atrasando en términos reales al país de una manera espectacular, en Puerto Rico sucedió lo contrario. Cuba, con once millones de habitantes, en 1995 exportó mil seiscientos millones de dólares mientras Puerto Rico, con sólo tres millones y medio de habitantes, exportó más de veinte mil millones de dólares. Y mientras Cuba padece las consecuencias de tener una economía azucarera que hoy produce lo mismo que producía hace 65 años, Puerto Rico dejó de ser un país agrícola exportador de azúcar, y se convirtió en una sociedad altamente industrializada, en la que se han instalado más de tres mil empresas norteamericanas poseedoras de un alto nivel de desarrollo tecnológico. En 1959, cuando comienza la revolución, los dos países tenían aproximadamente los mismos ingresos per cápita. Treinta y siete años más tarde los puertorriqueños tienen diez veces el per cápita de los cubanos.

Otro país comparable sería Costa Rica. Cuando comenzó la revolución Cuba poseía un nivel de desarrollo económico bastante más alto que el de Costa Rica, aunque los índices de bienestar social eran comparables. Casi cuatro décadas más tarde, los ticos, sin revoluciones, sin fusilamientos, sin exilados, han conseguido educar a toda la población, la salud pública cubre prácticamente todo el país, y con sólo tres millones de habitantes exporta un 20% más de lo que exporta Cuba.

Los norteamericanos no le dejan a Castro ninguna salida. Son ellos los responsables de la decisión tomada por el gobierno cubano de no modificar el modelo político.

No son los norteamericanos los que no le dejan una salida a Castro, sino es el propio Castro quien no quiere salir del palacio de gobierno. Es el viejo caudillo el que no está dispuesto a aceptar un cambio en el que la sociedad pueda elegir otros gobernantes u otro modelo de Estado. Y no se trata, naturalmente, de confusión o perplejidad. El camino de la transformación política es bastante sencillo: decretar una amnistía, permitir la creación de partidos políticos diferentes al comunista y comenzar a establecer las reglas de juego para una contienda electoral pluripartidista. En cierta manera eso mismo fue lo que sucedió en Portugal, España, Hungría, Checoslovaquia, Polonia y otra media docena de países que han abandonado la dictadura. Pero Castro tendría que admitir la posibilidad de perder el poder y pasar a la oposición. Mas si él no quiere adoptar este camino no es por culpa de los norteamericanos, sino de su propio apego al trono. Lo cierto es que, a lo largo de los años, la oposición más solvente dentro y fuera del país se ha mostrado dispuesta a participar en el cambio pacífico, y es Castro, y no Estados Unidos, quien se niega a ello.

Castro no ha caído, en último análisis, porque es un líder carismático querido por su pueblo.

Cuántas personas apoyan a Castro y cuántas lo rechazan dentro de Cuba es algo que sólo se podrá precisar cuando haya opciones múltiples y los cubanos puedan votar sin miedo.

Sin embargo, es razonable pensar que el nivel de apoyo a Castro debe ser mucho más bajo del que quisiera el idiota latinoamericano. ¿Por qué va a amar a Castro una sociedad con hambre, a la que se le paga con una moneda inservible, a la que se obligó durante quince años a pelear en guerras africanas, y hoy se le martiriza con todo género de privaciones? Pensar que los cubanos apoyan a un régimen que genera este miserable modo de vida es suponer que la conducta política de ese pueblo es diferente a la del resto del planeta.

Si en cualquier latitud del mundo bastan la aparición de la inflación, o un alto nivel de desempleo, o la carestía de ciertos productos básicos, para que el apoyo electoral bascule en dirección contraria, suponer que los cubanos apoyan a su gobierno pese a vivir en una especie de infierno cotidiano, es —i nsistimos— pretender que los seres humanos nacidos en esa isla tienen un comportamiento diferente al del resto del género al que ellos pertenecen.

Por otra parte, el espectáculo (1980) de diez mil personas hacinadas en una embajada para salir de Cuba, o el de los treinta mil balseros que se lanzaron al mar en agosto de 1994, son síntomas suficientemente elocuentes como para demostrarles a los idiotas latinoamericanos que ese pueblo rechaza visceralmente al gobierno que padece. No podía ser de otra forma después de casi cuatro décadas de locura, opresión y arbitrariedad.