II
EL ÁRBOL GENEALÓGICO
«Los latinoamericanos no estamos satisfechos con lo que somos, pero a la vez no hemos podido ponernos de acuerdo sobre qué somos, ni sobre lo que queremos ser.»
Del buen salvaje al buen revolucionario, Carlos Rangel
Nuestro venerado idiota latinoamericano no es el producto de la generación espontánea, sino la consecuencia de una larga gestación que casi tiene dos siglos de historia. Incluso, es posible afirmar que la existencia del idiota latinoamericano actual sólo ha sido posible por el mantenimiento de un tenso debate intelectual en el que han figurado algunas de las mejores cabezas de América. De ahí, directamente, desciende nuestro idiota.
Todo comenzó en el momento en que las colonias hispanoamericanas rompieron los lazos que las unían a Madrid, a principios del XIX, y en seguida los padres de la patria formularon la inevitable pregunta: ¿por qué a nuestras repúblicas —que casi de inmediato entraron en un período de caos y empobrecimiento— les va peor que a los vecinos norteamericanos de lo que en su momento fueron las Trece Colonias?
En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros, en el grado que se requiere; y, por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
Simón Bolívar. «Carta a un caballero que tomaba gran interés en la causa republicana en la América del Sur», (1815)
La primera respuesta que afloró en casi todos los rincones del continente, tenía la impronta liberal de entonces. A la América Latina —ya en ese momento, empezó a dejar de llamarse Hispanoamérica— le iba mal porque heredaba la tradición española inflexible, oscurantista y dictatorial, agravada por la mala influencia del catolicismo conservador y cómplice de aquellos tiempos revueltos. España era la culpable.
Un notable exponente de esa visión antiespañola fue el chileno Francisco Bilbao, formidable agitador, anticatólico y antidogmático, cuya obra, Sociabilidad chilena, mereció la paradójica distinción de ser públicamente quemada por las autoridades civiles y religiosas de un par de países latinoamericanos consagrados a la piromanía ideológica.
Bilbao, como buen liberal y romántico de su época, se fue a París, y allí participó en la estremecedora revolución de 1848. En la Ciudad Luz, como era de esperar, encontró el aprecio y el apoyo de los revolucionarios liberales de entonces. Michelet y Lamennais —como cuenta Zum Felde— lo llamaron «nuestro hijo» y mantuvieron con él una copiosa correspondencia. Naturalmente, Bilbao, una vez en Francia, reforzó su conclusión de que para progresar y prosperar había que desespañolizarse, tesis que recogió en un panfleto entonces leidísimo: El evangelio americano.
De vuelta a Chile, en 1850 fundó la Sociedad de la Igualdad, y dio una batalla ejemplar por la abolición de la esclavitud. No obstante, al reencontrarse con América incorporó a su análisis otro elemento un tanto contradictorio que más tarde recogerán Domingo Faustino Sarmiento e incontables ensayistas: «No sólo hay que desespañolizarse; también hay que desindianizarse», tesis que el autor de Facundo acabó por defender en su último libro: Conflictos y armonía de las razas en América.
Como queda dicho, primero en Bilbao y luego en Sarmiento ya aparece fijada la hipótesis republicana sobre nuestro fracaso relativo más manejada en la segunda mitad del XIX: nos va mal porque, tanto por la sangre española, como por la sangre india, y —por supuesto— por la negra, nos llegan el atraso, la incapacidad para vivir libremente y, como alguna vez dijera, desesperado, Francisco de Miranda, «el bochinche». El eterno bochinche latinoamericano a que son tan adictos nuestros inquietos idiotas contemporáneos.
A lo largo de todo el siglo XIX, de una u otra forma, es ésta la etiología que la clase dirigente le asigna a nuestros males, y no hay que ser demasiado sagaz para comprender que esa visión llevaba de la mano una comprensible y creciente admiración por el panorama prometedor y diferente que se desarrollaba en la América de origen británico. De ahí que los dos pensadores más importantes de la segunda mitad del siglo XIX, el mencionado Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, enriquecieran el juicio de Bilbao con una proposición concreta: imitemos, dentro de nuestras propias peculiaridades, a los anglosajones. Imitemos su pedagogía, sus estructuras sociales, su modelo económico, su Constitución, y de ese milagro facsimilar saldrá una América Latina vigorosa e inderrotable.
Se imita a aquel en cuya superioridad o cuyo prestigio se cree. Es así como la visión de una América deslatinizada por propia voluntad, sin la extorsión de la conquista, y renegada luego a imagen y semejanza del arquetipo del Norte, flota ya, en los sueños de muchos sinceros interesados por nuestro porvenir, inspira la fruición con que ellos formulan a cada paso los más sugestivos paralelos, y se manifiesta por constantes propósitos de innovación y de reforma. Tenemos nuestra nordomanía. Es necesario oponerle los límites que la razón y el sentimiento señalan de consuno.
José Enrique Rodó, Ariel (1900)
Sólo que a fines de siglo esta fe en el progreso norteamericano, esta confianza en el pragmatismo y este deslumbramiento por los éxitos materiales, comenzaron a resquebrajarse, precisamente en la patria de Alberdi y de Sarmiento, cuando en 1897 Paul Groussac, prior de la intelectualidad rioplatense de entonces, publicó un libro de viaje, Del Plata al Niágara, en el que ya planteaba de modo tajante el enfrentamiento espiritual entre una América materialista anglosajona, y otra hispana cargada por el peso ético y estético de la espiritualidad latina.
Groussac no era un afrancesado, sino un francés en toda la regla. Un francés aventurero que llegó a Buenos Aires a los dieciocho años, sin hablar una palabra de español, mas consiguió dominar el castellano con tal asombrosa perfección que se convirtió en el gran dispensador de honores intelectuales de la época. Llegó a ser director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires —se decía, exageradamente, que había leído todos los libros que en ella había— y desde su puesto ejerció un inmenso magisterio crítico en los países del Cono Sur.
Es más que probable que el uruguayo José Enrique Rodó haya leído los papeles de Groussac antes de publicar, en 1900, el que sería el más leído e influyente ensayo político de la primera mitad del siglo XX: Ariel. Un breve libro, escrito con la prosa almibarada del modernismo —Rodó «se cogía la prosa con papel de china», aseguró alguna vez Blanco Fombona— y bajo la clarísima influencia de Renán, concretamente, de Calibán, drama en el que el francés, autor de la famosa Vida de Jesús, utiliza los mismos símbolos que Shakespeare empleó en La tempestad, y de los que luego se sirvió Rodó.
¿Qué significó, en todo caso, el famoso opúsculo de Rodó? En esencia, tres cosas: la superioridad natural de la cultura humanista latina frente al pragmatismo positivista anglosajón; el fin de la influencia positivista comtiana en América Latina, y el rechazo implícito al antiespañolismo, de Sarmiento y Alberdi. Para Rodó, como para la generación arielista que le seguiría, y en la que hasta Rubén Darío, mareado de cisnes y de alcoholes milita entusiasmado con sus poemas antiimperialistas, no hay que rechazar la herencia de España, sino asumirla como parte de un legado latino —Francia, Italia, España— que enaltece a los hispanoamericanos.
El arielismo, como es evidente, significó una bifurcación importante en el viejo debate encaminado a encontrar el origen de las desventuras latinoamericanas, derivación surgida exactamente en el momento preciso para apoderarse de la imaginación de numerosos políticos y escritores de la época, dado que dos años antes, en 1898, el continente de habla castellana había visto la guerra hispano-cubano-americana con una mezcla de admiración, estupor y prevención. En pocas semanas, Estados Unidos había destruido la flota española, ocupaba Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, humillando a España y liquidando casi totalmente su viejo imperio colonial de cuatro siglos.
Estados Unidos, ante la mirada nerviosa de América Latina, ya no sólo era un modelo social arquetípico, sino había pasado a ser un activo poder internacional que competía con los ingleses en los mercados económicos y con todas las potencias europeas en el campo militar. Estados Unidos había dejado de ser la admirada república para convertirse en otro imperio.
Los primeros conquistadores, de mentalidad primaria, se anexaban los habitantes en calidad de esclavos. Los que vinieron después se anexaron los territorios sin los habitantes. Los Estados Unidos, como ya hemos insinuado en precedentes capítulos, han inaugurado el sistema de anexarse las riquezas sin los habitantes y sin los territorios, desdeñando las apariencias para llegar al hueso de la dominación sin el peso muerto de extensiones que administrar y muchedumbres que dirigir.
Manuel Ugarte, La nueva Roma (1915)
Armado con esta visión geopolítica y filosófica, comenzó a proliferar en nuestro continente una criatura muy eficaz y extraordinariamente popular, a la que hoy llamaríamos analista político: el ardiente antiimperialista. De esta especie, sin duda, el más destacado representante fue el argentino Manuel Ugarte, un buen periodista de prosa rápida, orador capaz de exacerbar a las masas y panfletista siempre, que se desgañitó inútilmente tratando de explicar que él no era antiamericano sino antiimperialista. Su obra —suma y compendio de artículos, charlas y conferencias, distribuida en diversos volúmenes— tuvo un gran impacto continental, especialmente en Centroamérica, el Caribe y México, traspatio de los yanquis, convirtiéndose acaso en el primer «progresista» profesional de América Latina.
Curiosamente, la idea básica de Ugarte, y la tarea que a sí mismo se había asignado, más que progresistas eran de raigambre conservadora y de inspiración españolista. Ugarte veía en el antipanamericanismo —el imperialismo de entonces era el panamericanismo fomentado por Washington— un valladar que le pondría dique a las apetencias imperiales norteamericanas, de la misma manera que 400 años antes la Corona española colocaba en el «antemural de las Indias» la delicada responsabilidad de impedir la penetración protestante anglosajona en la América hispana.
Aquel rancio argumento, empaquetado como algo novedoso, sin embargo, había experimentado un reciente revival poco antes de la aparición de Ariel y del arielismo. En efecto, en 1898, antes (y durante) la guerra entre Washington y Madrid, no faltaron voces españolas que pusieron al día el viejo razonamiento geopolítico de Carlos V y Felipe II: la guerra entre España y Estados Unidos —como en su momento la batalla librada contra los turcos en Lepanto— serviría para impedir, con el sacrificio de España, que la decadente Europa cayera presa de las ágiles garras de la nueva potencia imperial surgida al otro lado del Atlántico.
Ugarte, como era predecible dada su enorme influencia, procreó una buena cantidad de discípulos, incluido el pintoresco colombiano Vargas Vila, o el no menos extravagante peruano José Santos Chocano, pero donde su prédica dio mejores frutos fue en La Habana, ciudad en la que un sereno pensador, sobrio y serio, don Enrique José Varona, en 1906 publicó un ensayo titulado El imperialismo a la luz de la sociología. Varona, hombre respetable donde los hubiera, planteó por primera vez en el continente la hipótesis de que la creciente influencia norteamericana era la consecuencia del capitalismo en fase de expansión, un impetuoso movimiento de bancos e industrias norteamericanas que se derramaba en cascada, encontrando su terreno más fértil en la debilidad desguarnecida de América Latina. Para Varona, escéptico, positivista, y por lo tanto hospitalario con ciertos mecanismos deterministas que explicaban la historia, el fenómeno imperialista norteamericano {Cuba estaba intervenida por Washington en el momento de la aparición de su folleto) era una consecuencia de la pujanza económica de los vecinos. El capitalismo, sencillamente, era así. Se desbordaba.
En virtud de que la inmensa mayoría de los pueblos y ciudades mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan, sin poder mejorar en nada su condición social ni poder dedicarse a la industria o a la agricultura, por estar monopolizados en unas cuantas manos, las sierras, montes y aguas; por esta causa se expropiará, previa indemnización de la tercera parte de esos monopolios, a los poderosos propietarios de ellos, a fin de que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos y colonias, y se mejore en todo y para todos la falta de prosperidad y bienestar de los mexicanos.
Emiliano Zapata, Plan de Ayala (1911)
El discurso incendiario de Ugarte y las reflexiones de Varona fueron el preludio de un aparato conceptual mucho más elaborado que discurrió en dos vertientes que durarían hasta nuestros días incrustadas en la percepción de los activistas políticos. La primera corriente fue el nacionalismo agrarista surgido a partir de la revolución mexicana de 1910; y la segunda, la aparición del marxismo como influencia muy directa en nuestros pensadores más destacados, presente desde el momento mismo del triunfo de la revolución rusa de 1917.
De la revolución mexicana quedaron la mitología ranchera de Pancho Villa, más tarareada que respetada, y la también sugerente reivindicación agrarista cuajada en torno a la figura borrosa y muy utilizada de Emiliano Zapata. Quedó, asimismo, la Constitución de Querétaro de 1917, con su fractura del orden liberal creado por Juárez en el siglo anterior, y el surgimiento del compromiso formal por parte de un estado que desde ese momento se responsabilizaba con la tarea de importar la felicidad y la prosperidad entre todos los ciudadanos mediante la justa redistribución de la riqueza.
Del periodo de exaltación marxista y de esperanza en el experimento bolchevique, el más ilustre de los representantes fue, sin duda el médico José Ingenieros (1877-1925). Ingenieros, argentino y siquiatra —dos palabras que con el tiempo casi se convertirían en sinónimas—, nunca militó en el Partido Comunista, pero dio inicio voluntaria y expresamente a la sinuosa tradición del fellow-traveller intelectual latinoamericano. Nunca fue miembro de partido comunista alguno, pero apoyaba todas sus causas con la pericia de un francotirador certero y fatal.
Los libros de Ingenieros, bien razonados pero escritos en una prosa desdichada, durante la primera mitad del siglo estuvieron en los anaqueles de casi toda la intelligentsia latinoamericana. El hombre mediocre, Las fuerzas morales, o Hacia una moral sin dogmas, se leían tanto en Buenos Aires como en Quito o Santo Domingo. Sus actividades como conferencista y polemista, su penetrante sentido del humor, y su irreverente corbata roja, no muy lejana del paraguas carmín que entonces blandía en España el improbable «anarquista» Azorín, lo convirtieron no sólo en el vértice del debate, sino que lo dotaron de un cierto airecillo de dandismo socialista tan atractivo que aún hoy suele verse su huella trivial en algunos intelectuales latinoamericanos más enamorados del gesto que de la sustancia.
En esta época, con la aparición de una ideología nueva que traduce los intereses y las aspiraciones de la masa —la cual adquiere gradualmente conciencia y espíritu de clase—, surge una corriente o una tendencia nacional que se siente solidaria con la suerte del indio. Para esta corriente la solución del problema del indio es la base de un programa de renovación o reconstrucción peruana. El problema del indio cesa de ser, como en la época del diálogo de liberales y conservadores, un tema adjetivo secundario. Pasa a representar el Tema capital.
José Carlos Mariátegui, Regionalismo y centralismo. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. (1928)
Tras el magisterio de Ingenieros, la respuesta a nuestra sempiterna y acuciante indagación —«¿por qué nos va tan mal a los latinoamericanos?»— se desplazó de Buenos Aires a Lima, y allí dos importantes pensadores le dieron su particular interpretación.
Curiosamente, estos dos pensadores, ambos peruanos, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, iban a encarnar, cada uno de ellos, las dos tendencias políticas que ya se apuntaban en el horizonte: de un lado, el marxismo de los bolcheviques rusos, y del otro, el nacionalismo estatizante de los mexicanos.
José Carlos Mariátegui (1895-1930) tuvo una vida corta y desgraciada. Prácticamente no conoció a su padre, y una lesión en la pierna, que lo dejó cojo desde niño, se convirtió más tarde en una amputación en toda regla, desgracia que amargó severamente los últimos años de su breve existencia.
Fue un estudiante pobre y brillante, buen escritor casi desde la adolescencia —formada por los frailes—, y quizá su único período de felicidad fue el que alcanzara durante los cuatro años que pasó en Europa, paradójica y un tanto oportunista-mente becado por su enemigo, el dictador Augusto B. Leguía.
En 1928 Mariátegui escribió un libro titulado Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana que continuó fecundando durante varias décadas a la promiscua musa de los idiotas latinoamericanos. La obra es una mezcla de indigenismo y socialismo, aunque no están exoneradas ciertas manifestaciones racistas antichinas y antinegras, como en su momento señalara el brillante ensayista Eugenio Chang-Rodríguez.
Para Mariátegui el problema indio, más que un problema racial, ya dentro de un análisis de inspiración marxista, era un conflicto que remitía a la posesión de la tierra. El gamonalismo latifundista era responsable del atraso y la servidumbre espantosa de los indios, pero ahí no terminaban los problemas del agro peruano: también pesaba como una lápida la subordinación de los productores locales a las necesidades extranjeras. En Perú sólo se sembraba lo que otros comían en el exterior.
Probablemente, muchas de estas ideas —las buenas y las malas— en realidad pertenecían a Víctor Raúl Haya de la Torre, ya que la primera militancia de Mariátegui fue junto a su compatriota y fundador del APRA. Pero ambos, al poco tiempo de entrar en contacto, empezaron a desplazarse hacia posiciones divergentes. En 1929, en medio del fallido intento de crear en Lima un partido de corte marxista —el Partido Socialista del Perú—, Mariátegui planteó un programa mínimo de seis puntos que luego, con diversos matices, veremos reproducido una y otra vez en prácticamente todos los países del continente:
1). Reforma agraria y expropiación forzosa de los latifundios.
2). Confiscación de las empresas extranjeras y de las más importantes industrias en poder de la burguesía.
3). Desconocimiento y denuncia de la deuda externa.
4). Creación de milicias obrero-campesinas que sustituyan a los correspondientes ejércitos al servicio de la burguesía.
5). Jornada laboral de 8 horas.
6). Creación de soviets en municipios controlados por organizaciones obrero-campesinas.
No obstante su radicalismo, este esfuerzo marxista de Mariátegui no recibió el apoyo de la URSS, fundamentalmente por razones de índole ideológica. El escritor peruano quería construir un partido interclasista, una alianza obrero-campesina-intelectual, parecida a la que en el siglo anterior el viejo patriarca anarquista, Manuel González Prada, había propuesto a sus compatriotas, mientras Moscú sólo confiaba en la labor de las vanguardias obreras, tal y como Lenin las definía.
En tanto que el sistema capitalista impere en el mundo, los pueblos de Indoamérica, como todos los económicamente retrasados, tienen que recibir capitales extranjeros y tratar con ellos. Ya queda bien aclarado en estas páginas que el APRA se sitúa en el plano realista de nuestra época y de nuestra ubicación en la historia y la geografía de la humanidad. Nuestro Tiempo y nuestro Espacio económicos nos señalan una posición y un camino: mientras el capitalismo subsista como sistema dominante en los países más avanzados, tendremos que tratar con el capitalismo.
Víctor Raúl Haya de la Torre, El antiimperialismo y el APRA (1928).
Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1981), nacido el mismo año que Mariátegui, pero no en Lima, sino en Trujillo, fue un líder nato, capaz de inspirar la adhesión de prácticamente todos los sectores que constituían el arco social del país. Blanco y de la aristocracia empobrecida, no asustaba demasiado a la oligarquía peruana, pero, misteriosamente, también lograba conectar con las clases bajas, con los cholos y los indios, de una manera que tal vez ningún político antes que él consiguiera hacerlo en su país.
Hay dos biografías paralelas de Haya de la Torre que se trenzan de una manera inseparable. Por un lado está la historia de sus luchas políticas, de sus largos exilios, de sus fracasos, de sus prisiones y, por el otro, el notable recuento de su formación intelectual. A Haya de la Torre, muy joven, le llega de lleno la influencia del comunismo y de la revolución rusa de 1917, pero, al mismo tiempo, otras amistades y otras lecturas de carácter filosófico y político lo hicieron alejarse del comunismo y lo acercaron a posiciones que hoy llamaríamos socialdemócratas, aunque él interpretaba esas ideas de otra manera lateralmente distinta, en la que no se excluía un cierto deslumbramiento por la estética fascista: los desfiles con antorchas, la presencia destacada en el partido de matones («búfalos»), que cultivaban lo que los falangistas españoles llamaban «la dialéctica de los puños y las pistolas».
Haya vivió exiliado durante las dictaduras de Leguía, de Sánchez Cerro, y luego en la época de Odría, pero no perdió el tiempo en sus larguísimos períodos de residencia en el exterior o de asilo en la legación colombiana en Lima: su impresionante nómina de amigos y conocidos incluye a personas tan distintas y distantes como Romain Rolland, Anatolio Lunasharki, Salvador de Madariaga, Toynbee o Einstein. Además del español, que escribía con elegancia, dominó varias lenguas —el inglés, el alemán, el italiano, el francés— considerándose a sí mismo, tal vez con cierta razón, el pensador original que había conseguido, desde el marxismo, superar la doctrina y plantear una nueva interpretación de la realidad latinoamericana.
A esta conclusión llegó Haya de la Torre con una tesis política a la que llamó Espacio-Tiempo-Historia, cruce de Marx con Einstein, pero en la que no falta la previa reflexión de Trotsky sobre Rusia. En efecto, a principios de siglo, Trotsky, ante la notable diversidad de grados de civilización que se podía encontrar en Rusia —desde el muy refinado San Petersburgo, hasta aldeas asiáticas que apenas rebasaban el paleolítico—, concluyó que en el mismo espacio ruso convivían diferentes «tiempos históricos».
Haya de la Torre llegó al mismo criterio con relación a los incas de la sierra, en contraste con la Lima costeña, blanca o chola, pero muy europea. En el mismo espacio nacional peruano convivían dos tiempos históricos, de donde dedujo que las teorías marxistas no podían aplicarse por igual a estas dos realidades tan diferentes.
A partir de este punto Haya de la Torre alega que ha superado a Marx, y encuentra en la dialéctica hegeliana de las negaciones una apoyatura para su aseveración. Si Marx negó a Hegel, y Hegel a Kant, mediante la teoría del Espacio-Tiempo-Historia, a la que se le añadía la relatividad de Einstein aplicada a la política, el marxismo habría sido superado por el aprismo, sometiéndolo al mismo método de análisis dialéctico preconizado por el autor del Manifiesto Comunista.
¿Cómo Haya integraba a Einstein en este curioso potpourri filosófico? Sencillo: si el físico alemán había puesto fin a la noción del universo newtoniano, regido por leyes inmutables y predecibles, añadiendo una cuarta dimensión a la percepción de la realidad, este elemento de indeterminación e irregularidad que se introducía en la materia también afectaba a la política. ¿Cómo hablar de leyes que gobiernan la historia, la política o la economía, cuando ni siquiera la física moderna podía acogerse a este carácter rígido y mecanicista?
A partir de su ruptura teórica con el marxismo, Haya de la Torre, ya desde los años veinte, tuvo un fortísimo encontronazo con Moscú, circunstancia que lo convertiría en la bestia parda favorita de la izquierda marxista más obediente del Kremlin. Pero, además de sus herejías teóricas, el pensador y político peruano propuso otras interpretaciones de las relaciones internacionales y de la economía que sirvieron de base a todo el pensamiento socialdemócrata de lo que luego se llamaría la izquierda democrática latinoamericana.
La más importante de sus proposiciones fue la siguiente: si en Europa el imperialismo era la última fase del capitalismo, en América Latina, como revelaba el análisis Espacio-Tiempo-Historia, era la primera. Había que pasar por una fase de construcción del capitalismo antes de pensar en demolerlo. Había que desarrollar a América Latina con la complicidad del imperialismo y por el mismo procedimiento con que se habían desarrollado los Estados Unidos.
Sin embargo, esta fase capitalista sería provisional, y estaría caracterizada por impecables formas democráticas de gobierno, aunque se orientaría por cinco inexorables planteamientos radicales expresados por el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) en su Manifiesto de 1924:
1). Acción contra todos los imperios.
2). Unidad política de América Latina.
3). Nacionalización de tierras e industrias.
4). Solidaridad con todos los pueblos y clases oprimidas.
5). Inter americanización del Canal de Panamá.
La manía de interamericanizar el Canal de Panamá —que ocupó buena parte de la acción exterior del APRA— iba pareja con otras curiosas y un tanto atrabiliarias urgencias políticas como, por ejemplo, nacionalizar inmediatamente el oro y el vanadio. En todo caso, Haya, que nunca llegó al poder en Perú, y al que su muerte, piadosamente, le impidió ver el desastre provocado por su discípulo Alan García, el único presidente aprista pasado por la casa de Pizarro, fue el más fecundo de los líderes políticos de la izquierda democrática latinoamericana, y el APRA —su creación personal—, el único partido que llegó a tener repercusiones e imitadores en todo el continente. Hubo apristas desde Argentina hasta México, pero con especial profusión en Centroamérica y el Caribe. Todavía, increíblemente, los hay.
Paul Groussac o Rodó podían hacer florituras con el elogio del espiritualismo latinoamericano, o Haya podía soñar con nacionalizaciones, y pensar que el Estado tenía una responsabilidad importante en el desarrollo de la economía, como dijo muchas veces, pero después del hundimiento práctico y constante de todas estas especulaciones en medio mundo, sólo la idiotez más contumaz puede continuar repitiendo lo que la realidad se ha ocupado de desacreditar sin la menor misericordia.