1838
Escenas y personajes
Un joven campesino de unos veinte años de edad, correctamente ataviado y con un gran dolor de muelas. Un médico rural, delgado y musculoso, pasa a caballo cargando al hombro unas bolsas. Le piden que intervenga, examina al joven, perfora la encía con una sangradera y el joven, feliz de haber sido aliviado, se instala en una silla de la terraza, haciendo gala de mucho coraje. El médico saca un par de pinzas de metal oxidado y alguien sostiene la cabeza del paciente; el médico advierte que la muela va a plantear problemas ya que está atrapada entre dos más grandes, de modo que actúa con suma precaución al introducir la pinza. La hace girar con sus manos y el paciente suelta un gemido, pero la muela surge al fin, llena de sangre y con sus cuatro raíces. El paciente se incorpora medio atontado, escupe la sangre de su boca, le da nueve centavos al médico y guarda la muela en un bolsillo; los testigos están llenos de alegría y admiración.
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Una mujer obesa que llegó hoy con la diligencia; fue un milagro que pasara por la puerta, que parecía más angosta que ella. No bien posó un pie en el peldaño, el coche se inclinó peligrosamente. Ella bromea todo el tiempo, es una robusta chismosa de cara rojiza. Otros viajeros: tres o cuatro estudiantes de Williamstown, un hombre de una sola pierna con dos muletas.
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Una de las personas más sensatas del pueblo es un hombre ya algo mayor de edad, alto y sencillo, encargado de un taller de carpintería al borde de la ruta. Lleno de humor e inteligencia, ha reflexionado mucho sobre las cosas y los problemas importantes, y en su trabajo maneja el martillo y el serrucho con una dignidad que lo convierte en jefe. Por las noches se sienta en la terraza, silencioso, y observa por debajo del ala de su sombrero; pero cuando se presenta la ocasión se embarca en un debate sobre las ventajas y desventajas de las fábricas, etc. Posee una simpleza mayor que el común de los yankees.
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Un hombre con una levita verde manzana y cuello de terciopelo. Otro con un chintz floreado. Hay en las vestimentas una enorme variedad de colores.
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Un médico, un anciano corpulento y coloradote, de aspecto brutal y cotidianamente ebrio, vino a sentarse en nuestros escalones con un aire fastidioso y sin dirigirle a nadie la palabra. Después se puso de pie y regresó a su casa, incapaz de caminar derecho, siempre acompañado de un hermoso perro terranova.
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Dos personas que se asean en el mismo lavabo y se peinan con el mismo cepillo, acaso con la convicción de estar demostrando suma higiene.
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Un hombre que carga una guadaña al hombro gira tras haber segado un campo de avena.
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Asistí al entierro de un niño ayer por la tarde. Una mezcla de gente muy distinta en un hogar humilde y acogedor. Casi todos los hombres llevaban su ropa usual, y uno o dos andaban en mangas de camisa. El ataúd había sido puesto en el medio, cubierto con un paño fúnebre de terciopelo. Un pastor pronunció un sermón (los feligreses sentados y él de pie ante al ataúd), luego leyó un pasaje de la Biblia y lo comentó. Mientras leía y rezaba e interpretaba los textos, se desató una gran tormenta: los truenos resonaban por encima de las montañas alrededor, y en cuanto unos rayos surcaron la lúgubre penumbra de la sala, el pastor hizo referencia al trueno de la voz de Dios.
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Es una costumbre habitual en este rincón del país (y quizá más en el interior de Nueva Inglaterra) la de enterrar primero a los muertos en un osario o tumba común, donde yacen hasta que la descomposición haya avanzado, de forma tal que los muertos estén a salvo de los ladrones de cadáveres. Entonces se los vuelve a enterrar, con cierta pompa, en la tumba correspondiente.
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O. C. Smith (viudo de cuarenta años o más), su hijo y sus bebés gemelos. Es un hombre sin sentido del humor, un yankee activo y maligno, de una honestidad típicamente yankee. Bebe más de la cuenta y comete algunos pequeños pecados con mujeres, aun cuando habla con afecto de su finada esposa y parece un padre tierno y atento. Es un hombre alto y delgado, de rasgos duros y expresión astuta y sagaz, impregnada de un humor frío, casi velado, como si todo el tiempo tuviese una travesura en mente, lo que sin duda debe de ser así. Su hermano me ha dicho que la muerte de su esposa por poco le hizo perder la cabeza. Creo que la muerte de uno de los integrantes de una pareja afecta más a los hombres que a las mujeres.
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Jonguer (un mendigo) fue enterrado en una fosa común en Boston, luego de haberse ahogado. Un par de años más tarde dos extraños se presentaron e insistieron ante el sacristán para ver el cadáver, deseosos de saber si el muerto había sido enterrado con la ropa puesta. Cuando al fin los condujeron a la tumba, abrieron el ataúd y despojaron al cadáver de un cinturón de cuero medio deshecho, con el objeto de arrebatarle unas monedas de plata. Más monedas, que tal vez eran de oro, quedaron escondidas en otra parte del cinturón.
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Podría describirse a varios personajes eminentes. El disparador de la acción: su encuentro en una pensión y la inscripción de sus nombres en el registro de un hotel.
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Un viejo perro ciego que reconoce por el olor a sus amigos y que jadea de alegría cuando, por azar, los encuentra. ¡Con qué cuidado anda por las escaleras! ¡Cuánta avidez en su actitud al observar los objetos, en contraste con el aspecto vacío de su mirada!
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El viejo Haynes hizo ayer un largo elogio de su perro Tigre; habló de sus virtudes morales, de su escaso espíritu guerrero, de su docilidad y de otras tantas cualidades que todo mastín, fuerte y feroz a la vez, debe poseer en teoría. Tigre es la bestia del pueblo y tiene aterrorizados a todos los demás perros. Da la impresión de estar lleno de energía cuando mueve macizamente la cola y la cabeza. «No bien ve un perro más o menos de su talla, suele gruñirle, etc». En Tigre se veían aún las huellas de una pelea. «¡Sin embargo es un perro bueno!».
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Una muchacha demente se arrojó de lo alto de un inmenso precipicio en Pownal (de unos cien metros de alto, si la historia es real) pero, guiada por su vestido, planeó en el aire y aterrizó sana y salva.
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El señor Leach me contó cómo una joven que años atrás él había frecuentado con intenciones matrimoniales, le confesó haber perdido la castidad. Leach había oído rumores acerca de su imprudencia con cierto hombre que la había cortejado en otros tiempos, pero nunca pensó que eso hubiera pasado de una indiscreción fácil de perdonar. Ella había creído inofensivo pasear al lado de este hombre. Y si Leach mencionó el tema fue con el solo propósito de reprenderla amablemente, lo que produjo en la joven una gran agitación. Al acordarse de su falta, se echó a llorar con amargura; probablemente pensaba que Leach conocía lo ocurrido o que lo sospechaba en su totalidad. Ella contó o dejó entrever tantas cosas, que él debió suplicar que no hablase más. «Fue la única vez, señor Leach —lloriqueó ella—, en que me aparté del camino recto». Podría sacarse mucho de una escena así: el asombro del amante al descubrir más de lo que esperaba. El señor Leach me contó esto como si violar en una sola ocasión las reglas de la castidad pudiera no constituir una objeción irremediable para esta joven, que acabó siendo su esposa.
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Un ciego llega en diligencia a Springfield. De edad un tanto avanzada, toma asiento en el salón de lectura y, ya instalado, tantea en derredor con su bastón para inspeccionar el lugar, saber en dónde se encuentra y dónde puede escupir sin inconvenientes. Con cuánta concentración, con qué aire tan científico calcula todas las distancias. Tras permanecer sentado, inmóvil y silencioso por largo rato, pregunta la hora y dice: «Quisiera acostarme». Como no hay nadie alrededor, no recibe respuesta alguna y repite con impaciencia: «Quisiera acostarme». Consciente de su dependencia, podría haber adquirido mejores modales; pero sin duda ha vivido en un lugar donde, con sólo impartir órdenes, otros se ocupaban de él.
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El caso de un hombre que, incluso en medio de la multitud, se encuentra bajo el poder de otro que controla su vida y todas sus acciones, como si ambos se hallaran totalmente a solas.
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Un conjunto de hechos extraños, horribles y misteriosos pone fin a la felicidad de un hombre. Éste imputa los hechos a varias personas y causas, pero a la postre advierte que él mismo es el único instigador. Moraleja: nuestra felicidad no depende sino de nosotros.
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Toda la gente que fue ahogándose en un lago reaparece de repente.
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Escena otoñal: unos niñitos han juntado un montón de hojas caídas de los fresnos que bordean la calle y han hecho en el centro un agujero con forma de nido, donde dos o tres de ellos se apelotonan como pájaros.
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Un hijo del reverendo Ephraim Peabody iba en camino de quedarse ciego. Una semana después de que se supiera la noticia, el hijo murió. El padre, que entre tanto se había atado mucho más a este hijo a causa de la amenaza de la ceguera, vivió la pérdida con enorme dolor. Haber sabido la noticia tras su muerte le habría servido sin duda de consuelo.
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Un personaje que, tanto en lo interno como en lo externo, es totalmente falso: su fortuna se basa en un crédito sin fondos; su patriotismo es pura fachada; sus sentimientos hogareños, su honor y su honestidad, mera impostura. Lo triste del caso es que, en rigor, todo el universo, el cielo y la Tierra, no representan a su juicio más que una burla sin el menor fundamento.
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Un hombre que hace penitencia durante el que, a ojos de los demás, es su momento más glorioso y más triunfal. Aunque, según parece, ha alcanzado el éxito, cada logro en su carrera le es motivo de penitencia y tortura, debido a cierta falta grave cometida en el pasado.
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Una persona caza luciérnagas y quiere emplearlas para encender el fuego en su chimenea. Esto podría simbolizar algo.
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La fiesta del día de Acción de Gracias en el manicomio de Worcester. Baile para los internos, por la tarde: un loco baila con la esposa del director. Lo mismo sería mejor en un hogar de beneficencia.
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Un individuo, despierto y preocupado por las cosas de la vida, tiene una excelente opinión de cierto hombre que le merece plena confianza. Pronto ese hombre, su amigo, aparece en sus sueños encarnando a un enemigo mortal. Por fin descubre que la criatura de sus sueños es real. Lo cual demuestra que el alma opera por instinto.
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La historia de la caja de Pandora: un cuento para niños.
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La luz de luna es escultura. La luz del sol es pintura.
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«Un sujeto mira atrás, ve su larga vida desaprovechada, e imagina los magníficos momentos que podría vivir en caso de volver a empezar. Al fin descubre que soñaba con su vejez, que en verdad todavía es joven y que aún puede vivir cuanto imaginaba» (S. A. Peabody).
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Lidia Haven se negaba a morir porque no tenía amigo alguno que le diese la bienvenida al llegar al otro mundo. Su nieto Foster enfermó de gravedad. No bien sanó, ella confesó su decepción: había supuesto que él partiría antes y que estaría en el cielo para recibirla.
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H. L. Conolly le oyó contar a un francocanadiense la historia de una joven pareja en Acadia. El día de su casamiento, todos los hombres de la provincia fueron convocados a la iglesia, a oír una proclama. Una vez reunidos fueron sin excepción embarcados para ser distribuidos en diversos puntos de Nueva Inglaterra. Entre ellos se contaba el flamante matrimonio. Ella nunca dejó de buscar a su esposo: recorrió toda Nueva Inglaterra y al final, muy anciana, lo encontró en su lecho de muerte. El impacto fue tan grande que ella decidió matarse.