pies. El alto sostiene una hierba en la comisura de los labios con aire de aburrido. Están ahí con

toda naturalidad, como si eso fuera lo más normal del mundo. Observan plácidamente cómo me

acerco, sin asomo de duda.

Se encuentran en un claro del bosque, pequeño y l ano. Parece el descansil o de una escalera.

−iEh! -grita el soldado alto con voz alegre.

-¡Hola! -saluda el soldado fornido, haciendo una pequeña mueca.

−¡Hola! -digo a mi vez devolviéndoles el saludo. Quizá debería haberme sorprendido al verlos.

Pero no he experimentado la menor sorpresa. Tampoco me ha extrañado. Es una cosa que puede ocurrir

perfectamente.

−Te estábamos esperando -dice el alto.

-¿A mí? -pregunto.

−Pues claro -responde-. De momento eres el único que puede aparecer por aquí.

-Hace mucho que esperamos -dice el robusto.

−Bueno, tampoco es que el tiempo importe gran cosa -añade el soldado alto-. Pero, sí. Has

tardado más de lo que creíamos.

-Vosotros sois los dos soldados que desaparecieron hace ya mucho tiempo por estas

montañas, ¿verdad? Durante unas maniobras -pregunto.

El soldado fornido asiente.

−Exacto.

-Por lo visto, os buscaron mucho -digo.

−Sí, ya -dice el fornido-. Ya sabemos que todos nos estuvieron buscando. Nosotros sabemos todo lo

que ocurre en este bosque. Pero, por más que nos busquen, a nosotros no hay quien nos encuentre.

−A decir verdad, no es que nos perdiéramos -confiesa el alto en voz baja-. Nosotros, más bien,

nos fugamos.

−Bueno, más que fugamos, sería más exacto decir que encontramos este claro por casualidad

y que decidimos quedarnos aquí -añade el fornido-. Pero, no. No nos perdimos.

-Este lugar no lo puede encontrar cualquiera -dice el soldado alto-. Pero nosotros sí

pudimos. Tú también has podido. Y, al menos por lo que a nosotros respecta, fue una gran suerte.

Porque, de lo contrario, por el hecho de ser soldados, nos hubieran llevado al extranjero -dice el

fornido-. Y hubiésemos tenido que matar a otra gente, o ellos nos hubiesen matado a nosotros. Nosotros no queríamos ir allí. Yo era campesino, él era un estudiante recién licenciado en la

universidad. Ni él ni yo queríamos matar a nadie. Y menos aún que nos mataran a nosotros. Lógico,

¿no?

-¿Y tú? ¿Quieres matar a alguien o que te maten a ti? -me pregunta el alto.

Sacudo la cabeza. No, no quiero matar a nadie. Ni quiero que me maten a mí.

-A todo el mundo le pasa lo mismo -dice el alto-. Bueno, a casi todo el mundo. Pero si dices que no

quieres ir a la guerra, el Estado no te responde con amabilidad: « ¡Ah! ¿Así que no quieres ir a la guerra?

Muy bien, de acuerdo. No hace falta que vayas». No, en absoluto. Y no puedes escaparte. En Japón no

hay ningún lugar adonde puedas huir. Vayas a donde vayas dan contigo enseguida. Son unas islas

pequeñas, ya ves. Así que nos quedamos aquí. Era el único sitio donde podíamos ocultarnos.

-Sacude la cabeza y prosigue-: Aquí l evamos desde entonces. Y, tal corno tú has dicho, de eso hace

mucho tiempo. Pero, como yo ya he dicho antes, el tiempo no tiene una gran importancia. Entre ahora y

hace mucho tiempo no hay apenas diferencia.

−No hay ninguna diferencia -dice el fornido. Y, con la mano, hace ademán de desechar algo.

-Vosotros sabíais que yo iba a venir, ¿verdad? -pregunto.

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−Claro -responde el fornido.

-Nosotros vigilamos constantemente, así que siempre sabemos quién se acerca. Porque nosotros

formamos, de algún modo, parte del bosque -dice el otro.

-En resumen, que esto es la entrada -dice el fornido-. Y nosotros dos estamos aquí de guardia.

-Ahora, casualmente, la entrada está abierta -me explica el alto-. Pero no tardará mucho en volver

a cerrarse. Así que si quieres entrar, aprovecha y hazlo ahora. No es muy frecuente que la entrada

esté abierta.

-Si quieres entrar, nosotros te acompañaremos. El camino es difícil, es necesario un guía -se

ofrece el fornido.

-Y, si no entras, puedes volverte por el mismo camino por el que has venido -dice el alto-. Desde

aquí no es difícil regresar. No te preocupes. No te costará seguirlo. Y podrás continuar l evando la

misma vida que hasta ahora en el mismo mundo. Tú eliges. Entrar o no entrar. Nosotros no te

obligamos a nada. Pero, una vez entras dentro, es muy difícil retroceder.

-Llevadme dentro -respondo tras dudar un instante.

-¿Seguro? -me pregunta el fornido.

-Tengo que ver a alguien que hay dentro. Al menos eso creo -contesto.

Sin decir una palabra, los dos se levantan despacio de la roca y cogen sus fusiles. Y, tras

intercambiarse una mirada, empiezan a andar delante de mí.

-Te debe de parecer extraño que todavía tengamos que cargar con estos armatostes de hierro tan

pesados, ¿verdad? -dice el alto volviéndose hacia mí-. No sirven para nada. Ni siquiera están cargados.

-Son sólo un signo -interviene el fornido sin mirarme-. Un signo de lo que hemos abandonado, de

lo que hemos dejado atrás.

−Los símbolos son importantes -dice el alto-. Ya ves. Como da la casualidad de que tenemos

fusiles, de que vestimos uniforme, aquí volvemos a desempeñar el papel de centinelas. Es nuestra

función. Los símbolos nos conducen a eso.

−¿Tú tienes algo de esto? ¿Algo que pueda convertirse en un signo?

-pregunta el fornido.

Sacudo la cabeza.

-No. No l evo nada. Lo único que l evo son recuerdos.

−Vaya -dice el fornido-. Conque recuerdos, ¿eh?

−No importa -dice el alto-. Los recuerdos pueden ser un gran símbolo. Claro que los recuerdos nunca

sabes hasta cuándo vas a tenerlos, y tampoco, ya de por sí, lo sólidos que son.

-A ser posible, es mejor algo que tenga forma -dice el fornido-.

Es más fácil de entender.

−Como un fusil -dice el alto-. Por cierto, ¿cómo te l amas?

-Kafka Tamura -respondo.

−Kafka Tamura -repiten los dos. -¡Qué nombre tan raro! -dice el alto.

iY que lo digas! -dice el fornido. El resto del camino lo recorremos en silencio.

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Quemaron las tres carpetas que la señora Saeki había confiado a Nakata en el cauce de un río seco

que discurría a lo largo de la autopista. El joven Hoshino había comprado bencina para mecheros

en una tienda abierta las veinticuatro horas, la esparció en abundancia por encima de las carpetas

y le prendió fuego con el encendedor. De pie junto a la hoguera, los dos contemplaron en silencio

cómo las llamas iban devorando, hoja tras hoja, los papeles. Apenas había viento. La columna de

humo se alzaba recta hacia el cielo y se disipaba, sin un sonido, entre las nubes bajas de color gris

que lo cubrían.

-Así que estos papeles que estamos quemando no se deben leer, ¿no es eso? -preguntó Hoshino.

−No, no se deben leer -dijo Nakata-. Nakata ha prometido a la señora Saeki que arderían sin que

nadie leyera ni una sola letra. Y Nakata tiene que cumplir la promesa.

−Sí, claro. Es importante cumplir lo que se promete -dijo Hoshino sudando-. Se lo prometas a

quien se lo prometas. Sólo que con una trituradora de papel habría sido más cómodo, más rápido, y

habríamos tenido la tira de curro menos. Piensa que en cualquier foto copistería hay trituradoras, de

esas grandes de alquiler. Y, encima, resulta barato. No es que me queje, pero eso de ir haciendo

fueguecitos en esta temporada... Es que te achicharras, la verdad. En invierno, todavía, pero ¡ahora!

-Lo siento mucho, pero Nakata le prometió a la señora Saeki que arderían. Por eso se tenían que

quemar.

−¡En fin! Da igual. No hay para tanto. Tampoco es que tenga algo urgente que hacer. Y el calorcito

este lo puedo aguantar. Yo, simplemente, ¿cómo te lo diría?, yo sólo estaba haciéndote una sugerencia.

Un gato que pasaba por al í, intrigado al ver a aquel os dos tipos haciendo una hoguera, cosa tan

inapropiada en aquel a — ¡Bueno! Entonces ya casi hemos acabado lo que nos traíamos entre

manos, ¿no es así? —preguntó el joven.

—Sí. Ya casi hemos terminado todo lo que teníamos que hacer. Ahora sólo nos falta cerrar la

puerta de entrada.

—Y eso es muy importante, ¿eh?

—Sí. Es algo muy importante. Lo que se ha abierto, es necesario cerrarlo.

—Entonces, vayamos a cerrarla enseguida. Ya se sabe, ¿no? Hacer el bien no admite demora. —

Señor Hoshino.

— ¿Sí?

—Eso es imposible.

— ¿Por qué?

—Porque aún no ha l egado el momento —dijo Nakata—. Para cerrar la puerta de entrada debemos

esperar a que llegue el momento oportuno para cerrarla. Y Nakata, antes, tiene que dormir bien. Nakata

tiene ahora mucho sueño.

Hoshino clavó la mirada en el rostro de Nakata.

—¿O sea que vas a pasarte otra vez días y días durmiendo como un bendito?

—Sí. No estoy seguro, pero es muy posible que eso ocurra.

—¿Y no podrías aguantarte un poquitín y acabar lo que tienes que hacer antes de irte a dormir?

Porque tú, abuelo, una vez que entras en hibernación, todo se queda parado.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Lo siento mucho. Si pudiera, lo haría con muchísimo gusto. Si estuviera en manos de Nakata,

primero acabaría el asunto de la puerta de entrada. Pero, por desgracia, Nakata tiene que dormir

antes. No puede mantener más tiempo los ojos abiertos.

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—Esto debe de ser como si se te acabaran las pilas, ¿no?

—Tal vez. Hemos tardado más de lo que pensaba. Nakata ha llegado al límite de sus fuerzas.

¿Podría usted l evarme a un sitio donde pueda dormir?

——Claro. Cogemos un taxi y nos volvemos enseguida a casa. Al í podrás dormir tanto como quieras.

—Nada más sentarse en el taxi, Nakata empezó a dar cabezadas. —Abuelo, en cuanto l eguemos a

casa podrás dormir tanto como quieras. Pero, mientras tanto, aguanta un poquito.

−Señor Hoshino.

−¿Sí?

−Le he ocasionado a usted muchas molestias -dijo Nakata con voz somnolienta.

−Sí, es verdad. A mí también me da esa impresión -admitió el joven-. Pero, si miramos cómo han

ido las cosas realmente, fui yo quien tomó la determinación de irse contigo, abuelo. Dicho de

otro modo, fui yo quien eligió de forma voluntaria ocuparse de ti. Nadie me lo pidió. Y, al fin y al

cabo, sarna con gusto no pica. Así que tú, abuelo, no te preocupes por nada. Puedes estar tranquilo.

-De no haber sido por usted, Nakata se hubiera encontrado completamente perdido.

−Bueno, me alegra haberte servido de algo. Eso está bien. -Nakata le está muy agradecido.

-Pero ¿sabes, Nakata?

−¿Sí?

−Yo también tengo que darte las gracias a ti.

−¿Ah, sí?

−Nosotros ya l evamos más de diez días yendo juntos de aquí para allá -dijo el joven-. Durante todo

este tiempo he faltado al trabajo. Los primeros días avisé a la empresa de que me tomaba un

descanso, pero luego ha sido una ausencia injustificada tan grande como un piano. Es posible que ya

no pueda volver a trabajar allí. Si me disculpara y me pusiera de rodillas, es posible que olvidaran

lo ocurrido. No lo sé. Pero, mira, a mí ya me está bien. No es que quiera fardar, pero soy buen

conductor. Y también soy muy trabajador. No creo que me cueste encontrar otro trabajo. Así que, por

eso no me preocupo lo más mínimo, y tú tampoco debes preocuparte. ¡En fin! Lo que yo quería

decir es que, pues eso, que yo no me arrepiento de nada. Durante estos diez días he tenido

experiencias de lo más increíbles. La lluvia de sanguijuelas, el que apareciera el Colonel Sanders y

yo pudiera echar aquel polvazo fenomenal con aquel pedazo de tía que estudiaba filosofía en la

universidad, lo de que birláramos la piedra de la entrada del santuario. Un montón de cosas raras. Me

da la sensación de que en estos diez días me han pasado tantas cosas raras como para llenar toda una

vida. Ha sido igual que hacer un viaje de prueba por una montaña rusa de las largas.

El joven Hoshino se interrumpió en este punto pensando cómo proseguir.

-Pero ¿sabes, abuelo?

-¿Sí?

-Sin embargo, a mí me parece que tú eres lo más extraordinario de todo, abuelo. Sí, sí, tú. Y si me

preguntas por qué digo que lo más extraordinario eres tú, pues porque tú haces cambiar a las personas.

Sí, hablo en serio. Tengo la sensación de haber cambiado muchísimo a lo largo de estos diez

días. Es decir, que mi manera de ver las cosas no es en absoluto la misma. Sin ir más lejos, una

música que antes no me decía nada, ahora, ¿cómo te lo explicaría?, pues ahora me llega hasta el

fondo del corazón. Y, además, todas estas cosas, pues, no sé cómo decirlo, pienso que me

gustaría hablarlas con alguien, con un tío que entendiera de eso. Y a mí algo así no me había

pasado nunca en la vida, ¿sabes? Soy distinto. Y si me preguntas por qué me ha pasado eso, pues

es porque he estado a tu lado, abuelo. Y porque he empezado a observar las cosas a través de tus

ojos. Bueno, no es que lo mire todo, quiero decir absolutamente todo, con tus ojos, claro. A lo que me

refiero es que me ha parecido algo muy natural, no sé, que he ido observando las cosas a través

de tus ojos, todo como muy normal. Y si me preguntas por qué, pues es porque me gusta muchísimo la

manera que tienes de ver el mundo. Y por eso te he seguido todo este tiempo hasta aquí, por eso no

me he podido separar de ti. Se trata de una de las cosas más provechosas de toda mi vida. Y por

eso pienso que debo ser yo quien te dé las gracias a ti, porque tú a mí no tienes necesidad de

agradecerme nada. Hombre, si me das las gracias, pues ¿a quién le amarga un dulce?, pero lo que

yo quería decirte es que tú me has ayudado muchísimo a mí. ¿Me explico, abuelo?

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Pero Nakata ya no lo escuchaba. Había cerrado los ojos y dejaba oír la acompasada y regular

respiración del sueño.

-¡Este tipo es la persona más feliz del mundo! -dijo Hoshino con un suspiro.

Hoshino condujo a Nakata dentro del apartamento y lo acostó enseguida en la cama. La ropa se la dejó

puesta tal como estaba, sólo lo descalzó, y le echó un delgado edredón por encima. Nakata se revolvió

unos instantes inquieto, pero acto seguido dejó de moverse por completo, con la cara vuelta hacia el

techo, la respiración tranquila y acompasada.

«¡Jo! Seguro que éste, ahora, se estará dos o tres días durmiendo», pensó el joven.

Sin embargo, las cosas no fueron como Hoshino esperaba. Al mediodía del día siguiente, miércoles,

Nakata estaba muerto. Había dejado de respirar mientras se hallaba inmerso en un profundo

sueño. Su rostro mostraba la misma placidez que de costumbre, a simple vista parecía que estuviese

dormido. Pero no respiraba. El joven lo sacudió por los hombros una y otra vez, lo l amó. Pero Nakata

estaba muerto, sin duda. No tenía pulso y cuando Hoshino le puso por si acaso un espejito

delante de la boca, éste no se empañó. Su respiración se había detenido. Al menos en este

mundo, Nakata ya no volvería a despertarse jamás.

Cuando estás con un muerto en la misma habitación, te acabas dando cuenta de que todos los

ruidos se van apagando sucesivamente. Los ruidos reales del mundo que te rodea van haciéndose

más y más irreales. Los sonidos con sentido pronto se convierten en silencio. Y el silencio, igual

que el lodo que se acumula en el fondo del mar, va ganando en espesor y profundidad. Te l ega hasta

los pies, te llega hasta la cintura, te llega hasta el pecho. A pesar de ello, el joven Hoshino

permaneció largo tiempo con Nakata en la misma habitación, midiendo con la vista la profundidad del

silencio que se iba acumulando en ella. Sentado en el sofá, contemplaba el rostro de Nakata

intentando darse cuenta cabal de su muerte. Tardó mucho tiempo en asimilarlo todo. El aire había

adquirido un peso especial y acabó por no saber si lo que creía que estaba sintiendo en aquel momento lo estaba sintiendo realmente él y en aquel mismo instante. A cambio, comprendió de forma

espontánea varias cosas.

«Nakata, con su muerte, debe de haber podido volver a ser finalmente el Nakata normal», sintió el

joven. Nakata había interiorizado hasta tal punto y durante tanto tiempo a Nakata que morir era la

única manera de poder volver a ser el Nakata normal.

—iEh, abuelo! —lo l amó el joven—. Estas cosas no está bien decirlas, pero no has tenido una mala

muerte.

Nakata había muerto inmerso en un profundo sueño, probablemente sin pensar en nada, en

silencio. La expresión de su rostro era apacible y no había en ella huellas de sufrimiento, de

arrepentimiento o de duda. «Una buena muerte, muy propia de él», se dijo Hoshino.

¿Qué diablos ha sido la vida de Nakata? ¿Qué sentido ha tenido? No lo sé. Pero si empezamos con

éstas, búscame a alguien cuya vida tenga un sentido más claro. Para un ser humano, lo que realmente

importa, lo que realmente confiere dignidad, es la forma de morir», pensó Hoshino. «Comparada con la

forma de morir, la forma de vivir quizá no tenga tanta importancia. Pero, no obstante, lo que

determina la forma de morir es la forma de vivir.» Éstos fueron los pensamientos del joven mientras

contemplaba el rostro de Nakata.

Pero queda pendiente una cuestión importante. ¿Quién cerrará la piedra de la puerta de entrada?

Nakata ha llevado a término casi todos sus asuntos. Esto era lo único que aún le quedaba por

hacer. La piedra sigue a los pies del sofá. Cuando llegue el momento, tendré que darle la vuelta,

cerrar la puerta. Pero, tal como dijo Nakata, según cómo la manejes, la piedra puede ser muy

peligrosa. Seguro que hay una manera correcta de hacerlo. Y, si se le da la vuelta a lo bruto, de un

modo incorrecto, todo en este mundo puede acabar manga por hombro.

—¡Eh, abuelo! Ya sé que morirte no ha sido culpa tuya, pero en vaya embolado has acabado

metiéndome —dijo Hoshino al muerto. Por supuesto, no hubo respuesta.

Otro problema era qué hacer con el difunto. El procedimiento habitual sería, por supuesto,

llamar a la policía o al hospital y que el os se encargaran de transportar el cadáver al depósito. Eso es

lo que hubiera hecho el noventa y nueve por ciento de la población. Incluido Hoshino, de haber

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podido. Pero Nakata era una persona involucrada en un asesinato, a quien la policía estaba

buscando. Hoshino se había pasado diez días yendo de aquí para allá con Nakata y podía muy

bien verse envuelto en una situación embarazosa. La policía lo arrestaría, lo sometería a un largo

interrogatorio. Eso seguro que no podría ahorrárselo. A Hoshino le fastidiaba la idea de tener que explicar, punto por punto, todo lo ocurrido y, por otro lado, no se le daba bien eso de tratar con la

policía. En definitiva, que prefería no verse involucrado en el asunto.

«Además», pensó, «¿cómo les explico yo lo del apartamento?» «Un viejo con la pinta del Colonel

Sanders alquiló para nosotros este piso. Nos dijo que nos lo había dejado todo preparado y que

podíamos quedarnos todo el tiempo que quisiéramos.» ¿Acaso podría convencer a la policía con esa

historia? ¡Ni hablar! ¿Y quién es ese Colonel Sanders? ¿Es un oficial del Ejército americano? No, no.

Mire, es el viejo de los carteles del Kentucky Fried Chicken. Usted, señor inspector, debe de haberlo visto

alguna vez. Sí, exacto. Ese que l eva gafas, una perilla blanca... Sí. Pues mire, ese hombre trabaja de

chulo en las cal ejuelas de Takamatsu. Así nos conocimos. Me trajo una mujer. A la que dijera eso me

soltarían: «¡Idiota! ¡Deja de decir memeces!», y algún golpe caería de propina. Seguro. Ésos son

una especie de yakuza que cobra del Estado.

El joven exhaló un hondo suspiro.

Lo que tengo que hacer es salir pitando de este piso e irme lo más lejos posible. Hacer una llamada

anónima a la policía desde la estación. Darles la dirección del apartamento, decirles que dentro hay un

cadáver. Subirme al primer tren que pase y volver a Nagoya. Así me quedaré al margen de todo este

asunto. Como es evidente que ha sido una muerte natural, la policía no se complicará mucho la vida. Los

parientes de Nakata se harán cargo del cadáver, y un funeral sencil o seguro que tendrá. Yo regresaré a

la empresa, me inclinaré ante el patrón. «Perdóneme. A partir de ahora trabajaré de verdad.» Las aguas

volverán a su cauce.

Preparó sus cosas. Embutió su ropa en la bolsa. Se puso la gorra de los Chúnichi Dragons, hizo

pasar la cola de caballo por la abertura de atrás, se puso las gafas de sol de color verde. Como tenía

sed, sacó una Pepsi Diet del refrigerador, se la bebió. Mientras se la bebía, apoyado contra el

frigorífico, sus ojos se posaron en la piedra redonda que estaba a los pies del sofá. La «piedra de

entrada» vuelta del revés. Luego fue al dormitorio y contempló una vez más a Nakata, que yacía sobre

la cama. Nadie hubiera dicho que estaba muerto. Parecía que estuviese respirando apaciblemente.

Parecía que fuera a decir de un momento a otro: «Señor Hoshino. No es cierto que Nakata haya

muerto». Pero no, Nakata estaba bien muerto. No ocurriría ningún milagro. Él ya había pasado al otro

mundo.

El joven, todavía con la Pepsi en la mano, sacudió la cabeza. «No puedo», pensó. «No puedo irme

dejando aquí la piedra. Si lo hiciera, Nakata no podría descansar en paz. Era una persona que, hasta

que las cosas no estaban completamente resueltas, hasta el final, no se quedaba convencido del todo.

Pero se le acabaron las pilas. Por eso no pudo concluir esa misión tan importante.» Estrujó la lata

con la mano, la tiró a la basura. Seguía teniendo sed, así que volvió a la cocina, sacó del

refrigerador una segunda lata de Pepsi Diet y le arrancó la lengüeta de un tirón.

«Nakata me dijo que antes de morir, aunque sólo fuera una vez, quería volver a poder leer. Poder ir

a la biblioteca y leer tanto como quisiera. Pero ha muerto sin ver cumplido su deseo. Claro que quizás,

en el otro mundo, como Nakata normal, sí sepa leer. Pero mientras estuvo en éste, no logró jamás

cumplir su deseo. De hecho, lo último que hizo Nakata fue, por el contrario, quemar montones de

letras. Enviar a la nada la enorme cantidad de palabras que allí estaban escritas, sin dejar una

sola. Qué ironía. Por eso mismo voy a hacer que se cumpla su último deseo. Cerrar la puerta de

entrada. Es algo vital. Total, ni siquiera pude l evarlo al cine o al acuario.»

Cuando acabó de tomarse la segunda Pepsi Diet, se acercó al sofá, se agachó y levantó la piedra a

modo de tanteo. No resultaba muy pesada. Tampoco era liviana, pero, a la que hicieras un poco de

fuerza, podías levantarla sin problemas. Pesaba lo mismo que cuando Hoshino se la había llevado

de la capilla del santuario sintoísta junto con el Colonel Sanders. Un peso manejable, como el de

las piedras que se utilizan para mantener sumergidas las verduras cuando se preparan en adobo. «Lo

que quiere decir que, de momento, es una piedra normal», se dijo el joven. «Cuando cumple la

función de entrada, se vuelve tan pesada que apenas se puede levantar. Mientras no pese, no es

más que una piedra. Primero pasa algo extraordinario, entonces la piedra adquiere un peso

excepcional y cumple la función de "piedra de entrada". No sé, por ejemplo, que caigan rayos en la

ciudad o algo por el estilo...»

El joven se dirigió a la ventana, descorrió las cortinas, alzó la vista al cielo. El cielo seguía cubierto

por sombrías nubes grises, como el día anterior. Pero no parecía que fuera a llover. Tampoco

había indicios de tormenta. Aguzó el oído, olfateó el aire. No descubrió nada anormal. Por lo visto, el

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«mantenimiento del statu quo» debió de ser el tema central del mundo durante todo aquel día.

-iEh, abuelo! -dijo, dirigiéndose a Nakata, muerto-. O sea, que me tengo que quedar aquí

contigo, quietecito, esperando a que pase algo especial, ¿no? Pero esa cosa especial, ¿qué coño

debe de ser? Yo no tengo ni idea. Y vete a saber cuándo va a suceder. Además, se trata de un asunto

un poco asqueroso, porque estamos en junio y, a la que me descuide, tu cuerpo, abuelo, empezará

a descomponerse. Y a apestar. Quizás, a ti, abuelo, no te guste escucharlo, pero eso es algo natural. Por otra parte, cuanto más tiempo pase, cuanto más tarde en avisar a la policía, en peor

situación voy a encontrarme yo. ¡Ostras!

Mira, yo haré todo lo que pueda, pero al menos me gustaría enterarme de qué va la cosa.

Pero no hubo respuesta.

El joven empezó a dar vueltas por la habitación. ¡Claro! A lo mejor el Colonel Sanders se ponía en

contacto con él. Seguro que el viejo estaba al tanto de lo que tenía que hacerse con la piedra.

Quizá le daba algún consejo provechoso que le reconfortara. Pero, por más que lo estuvo

contemplando, el teléfono no sonó. Guardó un silencio absoluto. Aquel aparato silencioso tenía un aire

más introspectivo de lo normal. Tampoco se oyeron golpes en la puerta. Ni llegó ninguna carta. No

ocurrió nada especial. Ninguna alteración meteorológica, ningún presentimiento. Sólo

transcurrieron las horas inexpresivas, sucediéndose la una a la otra. Llegó mediodía, la tarde dio paso

silenciosamente a la noche. Las agujas del reloj electrónico de la pared se deslizaban suavemente por

la superficie del tiempo como un escribano del agua. Y Nakata seguía tendido en la cama, muerto.

Hoshino no tenía apetito. Al atardecer se bebió tres refrescos de cola y mordisqueó unas gal etas

saladas, como por obligación.

A las seis, se sentó en el sofá, cogió el mando a distancia y encendió el televisor. Miró el noticiario

de la noche de la NHK, pero no había una sola noticia que le llamara la atención. Había sido un día

sin particularidad alguna. Al acabar las noticias apagó el televisor. La voz del locutor le pareció irritante.

En el exterior crecía la oscuridad, pronto fue noche cerrada. La noche aportó mayor profundidad aún

al silencio de la estancia.

-iEh, abuelo! -le dijo el joven Hoshino a Nakata-. Despiértate, por favor, aunque sólo sea un momento.

No sé qué hacer. Además, quiero oír tu voz, abuelo.

Pero Nakata, por supuesto, no le respondió. Nakata seguía al otro lado de la frontera, en el otro

mundo. Mudo, muerto. El silencio se hizo más profundo, tanto que, si aguzabas el oído, podías oír

incluso cómo la Tierra giraba alrededor de su eje.

Hoshino se fue al cuarto de estar, puso el CD del Trío del archiduque. Al escuchar el tema central

del primer movimiento, sus ojos se anegaron en lágrimas. «¡Joder! ¿Cuándo fue la última vez que

l oré?», se preguntó mientras las lágrimas corrían profusamente por sus mejil as. No logró recordarlo.

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Efectivamente, a partir de la «puerta de entrada» el camino es mucho más intrincado. De hecho, el

camino deja de existir por completo. El bosque se vuelve más profundo, se hace inmenso. A mis

pies, las pendientes son más abruptas, el suelo está cubierto de arbustos y hierbajos. El cielo ha dejado

de verse y está tan oscuro como al anochecer. Las telarañas son más espesas, las plantas despiden un

olor más intenso. El silencio va haciéndose más y más denso, el bosque repudia con decisión al

humano invasor. Pero los soldados, con el fusil en bandolera, siguen adelante, escurriéndose sin

esfuerzo por cualquier vericueto del bosque. Avanzan sorprendentemente rápido. Se deslizan por

debajo de las ramas colgantes, trepan por las rocas, sortean los huecos de un salto, cruzan los

matorrales espinosos abriéndose camino entre la espesura con destreza.

Tengo que esforzarme mucho para no perderlos de vista. Los soldados ni siquiera comprueban si los

estoy siguiendo. Es como si pusieran a prueba mis fuerzas. Están midiendo hasta dónde puedo resistir. Incluso (aunque no sé por qué) parece que estén enfadados conmigo. No se dirigen la

palabra. No sólo no me hablan a mí, tampoco hablan entre sí. Avanzan obcecados. Se van alternando

en el puesto de cabeza sin intercambiar ni una sola palabra. Ante mis ojos, los fusiles que cuelgan a sus

espaldas se van balanceando rítmicamente de izquierda a derecha. Parecen dos metrónomos. Andar

con la vista clavada en el os me produce un efecto hipnótico. Siento cómo me abandona la conciencia,

alejándose de mí como si resbalara por encima del hielo., Pero yo me concentro en no perder el paso

y avanzo en silencio, con el sudor manando de mis axilas.

-¿Vamos demasiado deprisa? -me pregunta, al fin, el soldado fornido tras volverse hacia mí. En su

voz no se advierte el menor sofoco. -No -contesto-. No hay problema. Os voy siguiendo.

−Eres joven, pareces fuerte -dice el alto sin dejar de mirar hacia delante.

−Nosotros estamos acostumbrados a ir y venir por este camino y, sin darnos cuenta, quizás

apretemos el paso -dice el soldado fornido en tono de disculpa-. Así que, si andamos demasiado

deprisa, tú nos lo dices, ¿de acuerdo? No te lo pienses dos veces. Y reduciremos la marcha. Sólo es

que, en principio, no queremos andar más despacio de la cuenta, ¿comprendes?

−Si no puedo seguiros, ya os avisaré -respondo. Intento, sin conseguirlo, acompasar mi respiración

para que no se den cuenta de que estoy sin aliento-. ¿Falta todavía mucho?

−No, no mucho -dice el alto.

−Llegamos enseguida -dice el otro.

Pero no me puedo fiar mucho de su opinión. Tal como el os mismos han dicho, aquí el tiempo no

es un factor importante. Caminamos durante un rato en silencio. Pero el ritmo no es tan agotador

como antes. Al parecer, ya ha finalizado la prueba.

-¿Hay serpientes venenosas en este bosque? -pregunto, porque es algo que me viene preocupando.

−¿Serpientes venenosas? -repite, sin volverse, el soldado alto de las gafas. Siempre anda con la

mirada clavada al frente, como si esperara que, ante él, algo importante se le fuera a aparecer de un

salto-. Pues nunca me lo había preguntado, la verdad.

-Quizá sí las haya -dice el soldado fornido volviéndose-. Aunque yo nunca he visto ninguna. Claro

que eso a nosotros no nos afecta.

-Lo que queremos decir -dice el alto con tono despreocupado-, es que este bosque no tiene ninguna

intención de hacernos daño.

−Así que no nos preocupan ni las serpientes venenosas ni nada por el estilo -dice el soldado fornido-.

¿Te has quedado tranquilo?

−Sí -digo.

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-Ni serpientes venenosas, ni arañas venenosas, ni insectos venenosos, ni setas venenosas. Aquí,

nada ajeno nos va a hacer daño -aclara el soldado alto. Sin volverse, claro.

−¿Nada ajeno? -repito. Posiblemente se deba al cansancio, pero me cuesta captar el sentido de

las palabras.

-Nada ajeno. Lo que no somos nosotros -dice-. En resumen, que aquí nada ajeno nos va a hacer

daño. Estamos en el punto más profundo del corazón del bosque. Nadie, ni siquiera tú mismo podrías

hacerte daño.

Me esfuerzo en comprender sus palabras. Pero aquel reiterado efecto hipnótico ha mermado en

gran manera mi capacidad de comprensión. Soy incapaz de hilvanar mis ideas.

−Cuando éramos soldados, nos hicieron practicar con frecuencia la manera de abrirle el vientre a

un enemigo en un ataque con bayoneta -dijo el soldado fornido-. ¿Sabes cómo se clava la bayoneta?

-No -digo.

−Primero le clavas con todas tus fuerzas la bayoneta en el vientre al enemigo. Una vez está bien

clavada, la empujas hacia un lado. Luego vas retorciéndola hasta hacerle trizas las vísceras. El

enemigo morirá en medio de terribles sufrimientos. Es una muerte horrible. La agonía se prolonga

y el sufrimiento es enorme. Pero sólo con clavarla no basta. El enemigo puede levantarse de golpe

y ser tú quien acabe con la bayoneta clavada en el estómago. Éste es el mundo en el que hemos

caído.

Las vísceras. Ôshima me explicó que son la metáfora del laberinto. Dentro de mi cabeza hay

varias cosas que se van entrelazando y que acaban por embrol arse. Ya no sé discernir bien lo que

es de lo que

no es.

−¿Sabes por qué una persona tiene que hacerle a otra cosas tan crueles? -pregunta el soldado

alto.

-No lo sé -digo.

−Yo tampoco -dice el soldado alto-. Me daba igual un soldado chino, que uno ruso o que uno

americano. Yo no quería trincharle las tripas a nadie. Pero vivíamos en un mundo así. De modo que

tuvimos que desertar. Pero no te equivoques. Nosotros no somos débiles. Éramos muy buenos

soldados. Sólo que no podíamos soportar algo que conl evara tanta violencia. Tú tampoco eres débil,

¿verdad?

-No lo sé. Es difícil juzgarse a uno mismo -contesto con franqueza-. Pero durante toda mi vida me

he esforzado en ser cada vez más fuerte, aunque sólo fuera un poco más.

-Eso es muy importante -dice el soldado fornido volviéndose hacia mí-. Muy importante. Eso de

esforzarse en ser cada vez más fuerte.

-A ti no hace falta que te digan que eres fuerte. Ya se ve -dice el alto-. A tu edad, cualquiera no

puede l egar hasta aquí.

-Muy recio, sí -dice el soldado fornido con admiración.

Por fin se detienen. El soldado alto se quita las gafas, se frota las aletas de la nariz, se vuelve a poner

las gafas. Ninguno de los dos respira de forma entrecortada, ni siquiera sudan.

-¿Tienes sed? -me pregunta el soldado alto.

-Un poco -admito. En realidad, me siento terriblemente sediento. Es que he tirado la mochila

donde llevaba la cantimplora. El soldado alto coge la cantimplora de aluminio que lleva prendida a

la cintura y me la ofrece. Tomo algunos sorbos de agua tibia. El agua apaga la sed de todos los

rincones de mi cuerpo. Limpio el gol ete de la cantimplora y se la devuelvo-. Gracias -digo.

El soldado alto asiente en silencio.

-Estamos en la cresta de estas montañas -me informa el soldado fornido.

-Bajaremos derechos hasta abajo, ve con cuidado para no resbalar -dice el soldado alto.

Y empezamos a descender la resbaladiza pendiente con gran precaución.

En medio de la empinada pendiente tomamos una gran curva y, tras cruzar un bosque, aquel

mundo aparece de repente ante nuestros ojos.

Los dos soldados se detienen, se vuelven y me miran a la cara. No dicen nada. Pero sus ojos me

transmiten un mensaje mudo. Éste es el lugar. Tú vas a entrar en él. Yo también me detengo y

contemplo ese mundo.

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Es una cuenca llana que se ha aprovechado utilizando la configuración original del terreno. No

sé cuánta gente vivirá ahí, pero, a juzgar por las dimensiones, seguro que no mucha. Hay varias

cal es, a cuyos lados se levantan aquí y allá unos cuantos edificios. Las calles son pequeñas, los

edificios también. No se ve un alma. Todos los edificios son inexpresivos, parecen haber sido

construidos pensando más en que sirvieran como protección frente a las inclemencias meteorológicas que en la belleza. El conjunto es demasiado pequeño como para adoptar el nombre de

«pueblo». No hay tiendas ni edificios públicos. No hay ni carteles ni letreros. Sólo aquellos edificios

sobrios, de idéntico tamaño e idéntica forma que se han agrupado, como si de pronto se le hubiera

ocurrido a alguien, formando una población. Ningún edificio tiene jardín, en las calles no se ve un solo

árbol. Como si hubiesen decidido que ya tienen bastante vegetación a su alrededor.

Sopla una ligera brisa. La brisa cruza el bosque y hace temblar las hojas de los árboles, aquí y al á, a

mi alrededor. El anónimo susurro que produce deja ondas en la piel de mi corazón, como las dejaría el

viento en la superficie de una duna. Apoyo una mano en el tronco de un árbol y cierro los ojos.

Esta impronta del viento parece un signo. Pero yo aún no puedo descifrar su significado. Para mí es

como un idioma extranjero que desconozco totalmente. Resignado, abro los ojos, vuelvo a contemplar

este mundo nuevo que se abre ante mí. En mitad de la pendiente, con la vista clavada en ese lugar junto

con los soldados, siento que la impronta del viento que se encuentra en mi interior se está desplazando.

De manera simultánea, los signos se recomponen, las metáforas se transforman. Tengo la sensación

de que me voy alejando de mí mismo, de que floto. Soy una mariposa que aletea en el borde del mundo.

Más al á de la linde del mundo se encuentra un espacio donde el vacío y la sustancia se superponen a la

perfección. Donde el pasado y el futuro forman un círculo continuo y sin límite. Por al í vagan los

signos que nadie ha leído, los acordes que nadie ha escuchado jamás.

Acompaso mi respiración. Mi corazón todavía no ha acabado de adoptar una única forma. Pero ya no

tengo miedo.

Los soldados, sin pronunciar palabra, vuelven a emprender la marcha y yo los sigo en silencio.

Conforme vamos bajando la pendiente, el pueblo se acerca. Un riachuelo con un muro de protección

de piedra fluye a lo largo de la calle. Se oye un agradable murmullo de agua. Un agua limpia,

transparente. Aquí todo es sencillo y pequeño. Aquí y allá se levantan postes de la electricidad con

hilos tendidos entre poste y poste. Es decir, que la electricidad llega hasta aquí. ¿La electricidad? Me

produce cierta sensación de extrañeza.

La alta cresta verde de las montañas rodea el lugar por los cuatro costados. Una uniforme capa gris

vuelve a cubrir el cielo. Mientras los soldados y yo andamos por las cal es, no nos cruzamos con nadie.

El lugar está silencioso y tranquilo, sin un ruido. Tal vez la gente esté encerrada dentro de sus casas,

esperando, con el aliento contenido, a que pasemos de largo.

Los dos soldados me conducen hasta un edificio. Se parece muchísimo, en el tamaño y la forma, a la

cabaña de Ôshima. Tanto que se podría pensar que uno ha estado hecho a imagen y semejanza del

otro. En la fachada hay un porche y, en éste, una sil a. Es una construcción de una sola planta, la

chimenea de la estufa sale por el tejado. La diferencia es que aquí el dormitorio está separado de la

salita de estar, que hay lavabo, que hay corriente eléctrica. En la cocina hay un refrigerador eléctrico. No

muy grande, un modelo antiguo. Hay lámparas colgando del techo. Incluso hay un televisor. ¿Televisor?

En el dormitorio veo una sencilla cama individual, sin adornos, ya hecha.

—De momento, quédate aquí y relájate —me indica el soldado fornido—. No por mucho tiempo. De

momento.

—Tal como te hemos dicho antes, aquí el tiempo no es tan importante —dice el soldado alto.

—No tiene ninguna importancia —conviene el soldado fornido. ¿De dónde viene la electricidad?

Los dos se miran.

—Hay una pequeña central eólica. Produce electricidad en el corazón de las montañas. Al á siempre

sopla el viento —explica el soldado alto—. Uno no puede estar sin electricidad, ¿verdad?

—Sin electricidad no hay neveras, y sin neveras no se pueden conservar los alimentos —me explica

el soldado fornido.

—No es que no puedas vivir sin nevera, claro —dice el soldado alto—. Pero es muy útil.

—Si tienes hambre, hay comida en la nevera. Come lo que quieras. Pero me temo que no habrá

gran cosa —dice el soldado fornido.

—Aquí no tenemos carne, ni pescado, ni café, ni alcohol —dice el soldado alto—. Al principio, es un

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poco duro, pero luego te acostumbras.

—Pero hay huevos, queso y leche —dice el soldado fornido—. Es que las proteínas de origen animal

son, hasta cierto punto, necesarias.

—Claro que, como aquí no producimos estas cosas, para conseguirlas tenemos que ir a donde los

otros —dice el alto—. Y hacemos trueque.

¿Los otros?

El soldado alto asiente.

—Pues, claro. Aquí no estamos aislados del mundo. Existen los otros. Faltaría más. Ya te irás

enterando, poco a poco, de muchas cosas.

—Al atardecer, alguien te preparará la comida —dice el soldado alto—. Hasta entonces, si te

aburres, puedes ver la televisión. ¿Echan algún programa por la televisión?

—Pues..., ¿qué deben de hacer? —dice el soldado alto con cara de apuro. Con la cabeza ladeada

mira al soldado fornido.

El soldado fornido también ladea la cabeza, desconcertado. Pone cara seria.

—La verdad es que todo eso de la televisión yo no lo sé muy bien. Es que no la he visto nunca.

—La pusimos aquí porque pensamos que, a lo mejor, les sería útil a los recién l egados —dice el

soldado alto.

—Pero algo podrás ver, seguro —dice el soldado fornido.

—En fin, quédate aquí y descansa —dice el soldado alto—. Nosotros tenemos que volver a nuestro

puesto.

Gracias por traerme.

—De nada. Ha sido muy fácil —dice el soldado fornido—. Tienes las piernas mucho más robustas que

los demás. Hay un montón de gente que no puede seguirnos. Incluso alguna vez hemos tenido que

llevar a alguno a cuestas.

—Decías que aquí había alguien a quien querías ver, ¿verdad? —dice el soldado alto.

Sí.

—Seguro que no tardaréis mucho en encontraros —dice el soldado alto. Y hace varios movimientos

afirmativos de cabeza—. Este mundo es muy pequeño.

—Espero que te acostumbres pronto —dice el soldado fornido.

—Una vez te acostumbras, todo es muy fácil —dice el soldado alto. Muchas gracias.

Los dos juntan los pies, se ponen en posición de firmes y hacen un saludo militar. Salen, de

nuevo con el fusil en bandolera. Recorren la calle a paso rápido y vuelven a su puesto. Deben de

pasarse día y noche haciendo guardia en la puerta de entrada.

Voy a la cocina y atisbo dentro del frigorífico. Hay un montón de tomates, hay queso. También hay

huevos, nabos y zanahorias. Una gran jarra de porcelana l ena de leche, y mantequilla. Encuentro

pan dentro de una alacena, corto un trozo y lo mordisqueo. Está un poco duro, pero no sabe mal.

En la cocina hay un fregadero con agua corriente. Doy la vuelta al grifo, sale agua. Un agua

límpida y helada. Teniendo electricidad, es posible que la bombeen de algún pozo. Lleno un

vaso, me lo bebo.

Me acerco a la ventana y contemplo lo que hay al otro lado. El cielo sigue cubierto de nubes grises,

pero no parece que vaya a l over. Permanezco largo rato mirando por la ventana pero no consigo ver

a nadie. El pueblo parece estar completamente muerto. O, tal vez, la gente, por alguna razón que

desconozco, se oculta para que no la vea.

Me aparto de la ventana, me siento en una silla. Una silla de madera, dura, de respaldo recto.

Hay tres sillas en total y, delante de las sil as, una mesa. La mesa es cuadrada, parece que la han

barnizado repetidas veces. En las paredes estucadas que circundan la habitación no hay colgado

ningún cuadro, ninguna fotografía, ningún calendario. Sólo las paredes blancas, desnudas. Del techo

pende una bombilla. La bombilla está cubierta por una sencilla pantalla de cristal. La pantal a

amaril ea a causa del calor.

La habitación está muy limpia. Deslizo un dedo por encima de la mesa, por los marcos de las

ventanas, no hay ni una mota de polvo. Ninguna sombra empaña los cristales de las ventanas. Ni

los cacharros, ni la vajilla, ni la instalación de la cocina son nuevos, pero todo está reluciente y bien

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cuidado. En un extremo del tablero de la cocina hay un par de hornil os eléctricos de aire anticuado.

Aprieto el interruptor. La luz roja del piloto se enciende al instante.

Aparte de la mesa y de las sillas, el antiguo televisor en color metido en una gran caja de madera

es el único mueble de la habitación. Debe de haber sido fabricado hace unos quince o veinte años.

No tiene mando a distancia. Diría que lo han recogido de alguna parte. (De hecho, todos los

electrodomésticos de la cabaña parecen haber sido rescatados de la basura. Están limpios y funcionan

bien, pero todos son modelos antiguos y están descoloridos.) Al encender el televisor, veo que están

pasando una película antigua. Sonrisas y lágrimas. En Primaria, el profesor nos l evó al cine, la vi en

pantal a grande. Es una de las contadas películas que vi de pequeño (porque no tenía a ningún adulto

que me llevara al cine). Al severo y testarudo padre, el coronel Trapp, lo envían a Viena y, mientras

tanto, María, la institutriz, l eva a los niños de excursión a la montaña. Sentados en la hierba, todos

cantan canciones inocentes al son de la guitarra. Una escena muy conocida. Tomo asiento frente al

televisor y me quedo mirando la película como embrujado. Si hubiera tenido a mi lado a una María

durante mi infancia, mi vida habría sido muy distinta. (Lo cierto es que pensé lo mismo la primera

vez que vi la película.) Pero no hace falta decir que nunca apareció nadie así.

Vuelvo a la realidad. ¿Por qué me tengo que quedar aquí, ahora, mirando con tanta seriedad

Sonrisas y lágrimas? En primer lugar, ¿por qué Sonrisas y lágrimas? ¿Tendrá esta gente una antena

parabólica que esté captando las ondas de algún satélite? ¿O se trata de una cinta de vídeo que ha

puesto alguien en alguna parte? Concluyo que es una cinta.

Porque, al cambiar de canal, veo que sólo pasan Sonrisas y lágrimas. En los otros canales, lo

único que se ve en la pantal a es nieve. Esta inmaculada y áspera imagen, junto con los parásitos

acústicos, me hace imaginar, literalmente, una tormenta de nieve.

En la escena en que cantan Edelweis apago el televisor. El silencio vuelve a la habitación. Como

tengo mucha sed me dirijo a la cocina, saco la jarra de leche del frigorífico y bebo. Es una leche

espesa y fresca. Su sabor es muy distinto al de la leche que venden en las tiendas abiertas las

veinticuatro horas. Mientras bebo un vaso tras otro, me acuerdo de la película Los cuatrocientos golpes,

de Francois Truffaut. En la película hay una escena en que un muchacho, Antoine, que se ha escapado

de casa, tiene mucha hambre y, por la mañana temprano, roba una botel a de leche que un repartidor

acaba de dejar a la puerta de una casa y se la va bebiendo con ansia en plena huida. Es una botel a

muy grande y tarda mucho en acabársela. Se trata de una escena triste y angustiosa. Tanto, que cuesta

creer que la acción de comer o beber pueda resultar tan desesperante. En quinto año de Primaria, otra

de las películas que vi de niño fue Los adultos no me comprenden, atraído por el título. Fui a verla a un

cine de arte y ensayo. Cogí el tren, me fui hasta Ikebukuro, vi la película, volví a coger el tren, regresé a

casa. Al salir del cine, me compré enseguida una botel a de leche y me la bebí. No pude evitarlo.

Al acabarme la leche, me entra un sueño espantoso. Es un sueño tan abrumador que casi me

siento mareado. Mis pensamientos se hacen más lentos, como un tren que va reduciendo la

velocidad al entrar en la estación y, al final, soy incapaz de hilvanar mis ideas. Es como si la médula de

los huesos se me fuera endureciendo deprisa. Voy al dormitorio y, con movimientos confusos, me saco

los pantalones, los calcetines, me acuesto sobre la cama. Hundo la cabeza en la almohada, cierro los

ojos. La almohada huele como la luz del sol. Un olor añorado. Lo aspiro en silencio, lo espiro. El sueño

acude en un instante.

Al despertarme, me hallo envuelto en la oscuridad. Abro los ojos, y, dentro de unas tinieblas

desconocidas, me pregunto a mí mismo dónde estoy. Conducido por los dos soldados, he cruzado

el bosque y he llegado a un pueblo donde hay un riachuelo. Poco a poco vuelvo a acordarme de las

cosas. La escena queda enfocada. Una melodía familiar suena junto a mis oídos. Es Edelweis. Desde

la cocina me l ega amortiguado el familiar ruido de cazuelas. A través de la rendija de la puerta se filtra

la luz de una lámpara, y dibuja una línea recta de luz amaril enta en el suelo. La luz parece antigua y

está l ena de polvo.

Intento incorporarme sobre la cama, pero mi cuerpo está rígido. Todos mis miembros están

entumecidos por igual. Aspiro una gran bocanada de aire, contemplo el techo. Se oye un

entrechocar de platos. Se oye cómo alguien se desplaza con aire atareado por el suelo de la

estancia. Tal vez esté preparándome la comida. Logro bajar de la cama, me pongo los pantalones,

invierto en el o mucho tiempo, me calzo los calcetines y los zapatos. Hago girar suavemente el pomo de

la puerta, la abro.

En la cocina hay una jovencita preparando la comida. Está inclinada sobre la cazuela,

cuchara en mano, paladeando un guiso, pero al oírme abrir la puerta levanta la cabeza y se

vuelve hacia mí. Es la niña que en la biblioteca Kômura visitaba cada noche mi habitación y se

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quedaba contemplando el cuadro. Sí, la señora Saeki a los quince años. Lleva el mismo vestido que

entonces. El vestido azul celeste de manga larga. La única diferencia es que ahora l eva el pelo sujeto

con una horquilla. Me mira y esboza una pequeña y cálida sonrisa. Me asalta una emoción tan

violenta que siento que el mundo ha cambiado de arriba abajo. En un instante, todas las cosas

con forma se han descompuesto en pedazos y, luego, han vuelto a recuperar su forma. Pero la

niña no es una ilusión, ni tampoco un fantasma. Es una jovencita de carne y hueso, tangible, que

está al í. Al anochecer, en una cocina real, preparándome una comida real. El vestido ligeramente

abultado por el pecho, la nuca blanca como la porcelana recién hecha.

-¡Oh! Estás despierto -me dice.

No logro pronunciar palabra. Aún estoy intentando ordenar mis ideas.

−Dormías como un lirón -dice. Después vuelve a darme la espalda y paladea el guiso-. Si no te

hubieses despertado, te habría dejado la comida preparada y me habría ido.

−No quería dormir tanto -digo recuperando al fin la voz. -Es que has cruzado el bosque

-dice-. ¿Tienes hambre?

−No lo sé. Probablemente sí.

Me gustaría tocarla. Sólo para comprobar si es algo tangible. Pero no me atrevo. Me quedo al í

plantado, mirándola. Aguzando el oído al ruido que hace al moverse.

La jovencita sirve en un plato blanco, sin dibujo, el estofado que ha calentado en la cazuela y lo

lleva a la mesa. Lo acompaña de un bol hondo con lechuga y tomate. Y un gran pan. En el estofado

hay patata y zanahoria. Un olor que me trae gratos recuerdos. En cuanto ese olor inunda mis

pulmones me doy cuenta de que estoy terriblemente hambriento. Tengo que llenar el vacío de mi

estómago. Mientras como, sirviéndome de un tenedor y una cuchara viejos y desgastados, el a se

sienta en una sil a, un poco alejada de mí, y se me queda observando. Con una expresión muy seria,

como si verme comer formara parte de su trabajo. De vez en cuando se l eva la mano al pelo.

−Me han dicho que tienes quince años -dice.

−Sí -digo untando el pan con mantequilla-. Quince años recién cumplidos.

-Yo también tengo quince años -dice.

Asiento. Estoy a punto de decirle: «Ya lo sé». Pero todavía es demasiado pronto para pronunciar

estas palabras. Continúo comiendo en silencio.

-Pues resulta que, durante un tiempo, yo prepararé la comida aquí -dice la niña-. Haré la limpieza y

la colada. En la cómoda del dormitorio tienes ropa para cambiarte, coge lo que quieras. La ropa sucia

déjamela en la cesta del lavabo y yo la lavaré.

−¿Y quién te ha asignado este trabajo?

La jovencita se me queda mirando fijamente. No responde. Mi pregunta, como si hubiera errado el

circuito, ha sido absorbida por un espacio sin nombre y ha acabado desvaneciéndose.

−¿Cómo te l amas? -cambio de pregunta.

El a sacude un poco la cabeza.

-No tengo nombre. Aquí nadie tiene nombre.

−Entonces, ¿cómo voy a l amarte?

−No te hará falta -dice-. Cuando me necesites, aquí estaré. -Entonces, aquí yo tampoco

necesitaré un nombre, supongo. El a asiente.

−Es que tú eres tú, y no otra persona. Porque tú eres tú, ¿verdad? -Creo que sí -digo. Pero no me

siento muy seguro. ¿Seré yo verdaderamente yo?

El a me mira a la cara.

−¿Te acuerdas de la biblioteca? -me decido a preguntarle. -¿La biblioteca? -El a sacude la

cabeza-. No, no me acuerdo. La biblioteca está lejos. Muy lejos de aquí. Pero no está aquí.

-Entonces, ¿hay una biblioteca?

-Sí. Pero en esta biblioteca no hay libros.

-Y si no hay libros, ¿qué hay?

No responde. Sólo ladea ligeramente la cabeza. Esta pregunta ha vuelto a ser absorbida por un

circuito erróneo.

—¿Has ido al í alguna vez?

Hace muchísimo tiempo —dice.

—Pero no fuiste para leer libros, ¿verdad?

Asiente.

—No, es que al í no hay libros.

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Luego, durante un rato, sigo comiendo en silencio. Estofado, ensalada y pan. Ella me mira en

silencio con expresión grave. —¿Te ha gustado la comida? —me pregunta cuando he acabado.

—Mucho. Estaba muy buena.

—¿Aunque no hubiera carne o pescado?

Le señalo el plato vacío.

—Mira, no he dejado nada.

—La he preparado yo.

—Pues estaba buenísima —repito. Y es la verdad.

El hecho de tenerla delante hace que sienta un agudo dolor en el pecho, como si me clavaran un

cuchil o congelado. Es un dolor muy intenso, pero yo más bien agradezco esta intensidad. Puedo

solapar mi existencia con ese dolor helado. El dolor se convierte en un ancla que me mantiene

firmemente amarrado aquí. Ella se levanta de la silla, pone agua a calentar, prepara un té. Y,

mientras me lo bebo, sentado a la mesa, el a l eva los platos sucios al fregadero y los lava. No aparto

la mirada de su espalda. Quiero decir algo. Pero me doy cuenta de que, en su presencia, todas las

palabras pierden su función original. O tal vez es que el sentido que debe ligar una palabra a la otra

acaba perdiéndose. Me contemplo las manos. Me acuerdo de los árboles del otro lado de la ventana

que brillaban a la luz de la luna. Es allí donde está el cuchillo congelado que tengo clavado en el

corazón.

—¿Podré volver a verte? —le pregunto.

—Claro —responde el a—. Tal como te he dicho antes, cuando me necesites, aquí estaré.

—¿Y no desaparecerás de repente?

El a no responde. Únicamente me mira con aire de extrañeza, sin responder. Como diciendo: «¿ Y

adónde quieres que vaya?».

—Yo ya te había visto antes —me aventuro a decir—. En otra tierra, en otra biblioteca.

—Como si quisiera demostrarme que el tema, a el a, no le interesa lo más mínimo.

——Y he venido hasta aquí para volver a verte. Para verte a ti y a

—otra mujer.

—El a alza la cabeza y asiente con expresión grave.

——Cruzando un espeso bosque.

——Exacto. Porque yo tenía la absoluta necesidad de veros, a ti y a la

—otra mujer.

——Y tú me has visto aquí.

—Asiento.

——Ya te lo he dicho, ¿no? —dice la jovencita—. Que cuando me necesites, aquí estaré.

—Cuando acaba de lavar los platos, mete el recipiente en la bolsa de lona donde antes l evaba la

comida y se la cuelga a la espalda.

——Hasta mañana por la mañana —me dice el a—. Espero que pronto te acostumbres a estar aquí.

—Plantado en el umbral de la puerta la sigo con la mirada, su figura se va fundiendo en las

tinieblas que hay un poco más al á. Me he quedado solo en la cabaña. Estoy dentro de un círculo

cerrado. Aquí el tiempo no es un factor importante. Aquí nadie tiene nombre. Ella estará aquí

mientras yo la necesite. Aquí el a tiene quince años. Probablemente hasta la eternidad. Pero ¿qué

diablos pasará conmigo? ¿Permaneceré también yo sumido para siempre en los quince años? ¿O

es que, tal vez, la edad tampoco es aquí un factor importante?

—Incluso después de que ella haya desaparecido me quedo en el umbral de la puerta, mirando

con ojos distraídos a mi alrededor. En el cielo no hay ni luna ni estrellas. Algunas casas tienen

la luz encendida. La luz se derrama por las ventanas. Una luz tan amarillenta y anticuada como la

que alumbra mi habitación. Pero sigue sin verse a nadie. Sólo las luces. Fuera de la cabaña

reinan las sombras negras. Y yo sé que más allá se yergue, más negra todavía que la oscuridad,

la cresta de las montañas, sé que los bosques circundan el pueblo como una espesa mural a.

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Tras descubrir que Nakata estaba muerto, Hoshino no pudo abandonar el apartamento. La «piedra de

la entrada» estaba al í, podía ocurrir algo en cualquier momento y, en cuanto ese algo ocurriera, tenía

que hal arse cerca de la piedra y reaccionar de inmediato. Ése era el trabajo que le había sido

asignado, pues había heredado la parte de Nakata. Puso el aire acondicionado de la habitación donde

yacía Nakata a la temperatura más baja posible, con la ventilación al máximo, y se aseguró de que las

ventanas estuvieran bien cerradas.

—iEh, abuelo! Espero que no pases frío —le dijo Hoshino a Nakata. Pero, por supuesto, Nakata no

expresó opinión alguna al respecto. La presencia del cadáver confería un peso especial a la atmósfera

de la estancia.

El joven se sentó en el sofá de la sala de estar y dejó pasar el tiempo sin hacer nada. No le apetecía

escuchar música, no le apetecía leer. Ni siquiera se sentía con ánimos para levantarse a encender la luz

de la habitación, en la que reinaba una oscuridad cada vez mayor. Las fuerzas lo habían abandonado

por completo y, una vez tomó asiento, ya no pudo levantarse. Las horas tardaban en l egar, tardaban

en pasar. Incluso daba la impresión de que retrocedían a escondidas.

«Cuando mi abuelo murió fue duro, pero no tanto», pensó el joven. «Mi abuelo estuvo enfermo

durante mucho tiempo, todos sabíamos que, un día u otro, se iba a morir. Y, cuando por fin murió,

todos nos habíamos hecho ya, más o menos, a la idea. Hay una gran diferencia entre estar preparado o

no estarlo. Pero no es sólo esto», pensó. Porque en la muerte de Nakata había algo que le había hecho

reflexionar muy seriamente.

Como le había entrado un poco de hambre fue a la cocina, sacó arroz frito del congelador, lo

descongeló y se comió la mitad. Se bebió una lata de cerveza. Volvió a la habitación vecina a ver cómo

estaba Nakata. Pensaba que, a lo mejor, había resucitado. Pero Nakata seguía muerto, por supuesto.

La habitación estaba tan fría como una nevera. Al í dentro no se hubiera deshecho ni un helado.

Era la primera vez que pasaba la noche bajo el mismo techo que un cadáver. No acababa de sentirse

tranquilo. «No es que me dé miedo», pensó el joven. «Ni tampoco asco. Sólo que no estoy

acostumbrado a tratar con cadáveres. El flujo del tiempo transcurre de una manera muy distinta entre

muertos y vivos. También la resonancia de los sonidos es diferente. No, no. No me acabo de encontrar a

mis anchas. ¡Qué le vamos a hacer! Nakata ahora está en el mundo de los muertos y yo estoy en el

mundo de los vivos. Hay una diferencia.»

Se deslizó a los pies del sofá y se sentó junto a la piedra. Empezó a acariciar la piedra redonda

como si fuera un gato.

-¿Qué diablos tengo que hacer? -le dijo a la piedra-. Me gustaría dejar a Nakata en buenas manos,

pero, mientras me tenga que encargar de ti, no puedo. Si sabes qué debo hacer, dímelo.

Pero no hubo respuesta. De momento era una simple piedra. Eso lo sabía incluso Hoshino. No tenía

muchas esperanzas de que le respondiera por más preguntas que le hiciese. Pero el joven permaneció

sentado junto a la piedra y siguió acariciándola. Le formuló una pregunta tras otra, le expuso sus

razones, intentó convencerla. Apeló a su compasión. De más está decir que se daba cuenta de la

inutilidad de sus esfuerzos. Pero tampoco se le ocurría nada mejor que hacer. Además, ¿acaso no solía

hablarle Nakata a la piedra de una forma similar?

«Esto de intentar darle pena a una piedra resulta patético, la verdad», pensó el joven. «Ya lo dice

la expresión, ¿no? "Es tan insensible como una piedra."»

Se levantó del suelo con la intención de ver las noticias, pero cambió de idea y lo dejó correr. Volvió a

sentarse junto a la piedra. Tuvo el presentimiento de que, en aquel momento, era necesario el silencio.

-Debo quedarme esperando con las orejas bien abiertas. Pero es que esperar no es precisamente

lo mío -le dijo a la piedra.

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Pensándolo bien, a Hoshino la impaciencia siempre le había acarreado problemas. Había cometido

muchos errores al actuar siempre guiado por el primer impulso. «Eres inquieto como un gato a principios

de primavera», solía decirle su abuelo. Pero ahora no podía hacer más que sentarse y esperar.

«iAguanta, Hoshino!», se dijo el joven a sí mismo.

Reinaba el silencio, excepto el zumbido del aire acondicionado funcionando a toda máquina, no se oía

nada. El reloj dio las nueve, luego las diez. Pero no ocurrió nada. Sólo transcurría el tiempo, la

noche se adentraba. El joven trajo una manta de su habitación, se acostó en el sofá, se cubrió con

el a. Porque le daba la impresión de que, incluso mientras dormía, era mejor no alejarse demasiado

de la piedra. Apagó la luz y, tendido sobre el sofá, cerró los ojos.

-iEh, piedrecita! Me voy a dormir -le dijo a la piedra, a sus pies-. Mañana continuaremos hablando.

Hoy ha sido un día muy largo. Y yo también tengo sueño.

»iPues sí, señor! -se repitió a sí mismo-. Un día muy largo. Han pasado muchas cosas en un solo día.

»iEh, abuelo! -dijo en voz alta dirigiéndose a la habitación de al lado-. Nakata, ¿me oyes?

No hubo respuesta. Hoshino cerró los ojos con un suspiro, se colocó bien la almohada y concilió

el sueño al instante. Durmió de un tirón, sin soñar nada, hasta la mañana siguiente. En la

habitación vecina, Nakata dormía tan profundamente como una piedra, sin soñar

nada.

Cuando se despertó, pasadas las siete de la mañana, Hoshino fue a la habitación de al lado a ver

cómo seguía Nakata. El aire acondicionado zumbaba a toda máquina, enviando aire helado a la

habitación. Y, envuelto en ese frío, Nakata continuaba sin vida. Los signos de la muerte eran mucho

más visibles que la noche anterior. La piel estaba mucho más pálida, la manera de cerrar los ojos era

más circunspecta. Resultaba impensable que Nakata volviera a respirar de nuevo, que se levantase y

dijera: «Lo siento, señor Hoshino. Nakata estaba profundamente dormido. Mil perdones. A partir de

ahora, Nakata se encargará de todo. Usted tranquilo», y que resolviera el asunto de la piedra de la

entrada. Nakata había muerto, ése era un hecho definitivo que nadie podía cambiar.

Temblando de frío, Hoshino salió de la habitación y cerró la puerta. Luego fue a la cocina, cogió la

cafetera, hizo café y se tomó dos tazas. Tostó pan, lo untó con mantequil a y mermelada, se lo comió.

Cuando acabó de desayunar, se sentó en una silla de la cocina y se fumó varios cigarrillos

mientras miraba por la ventana. Durante la noche las nubes habían desaparecido y, al otro lado de la

ventana, se extendía un uniforme cielo estival. La piedra seguía a los pies del sofá. Al parecer se

había limitado a permanecer allí desde la noche anterior, acurrucada, sin dormir, sin despertarse.

Volvió a tratar de levantarla. Lo logró sin esfuerzo.

−¡Eh! -le dijo alegremente a la piedra-. Soy yo, tu querido Hoshino. ¿Te acuerdas de mí? Por lo

que parece, hoy volveremos a pasar el día juntos.

La piedra siguió muda.

−i En fin! Tanto da que no te acuerdes. Tenemos todo el tiempo del mundo para ir

acostumbrándonos el uno al otro.

Hoshino se sentó y, mientras la acariciaba con la mano derecha, se devanó los sesos pensando

de qué diablos podría hablarle. Era la primera vez que lo hacía, así que no le resultaba fácil

encontrar temas de conversación. Tan temprano por la mañana, Hoshino decidió evitar los temas

demasiado serios. El día era largo y la mejor manera de encontrar temas de conversación era hablar

de la primera cosa que se le ocurriera.

Tras pensárselo unos instantes, decidió hablarle de mujeres. Hoshino decidió contarle cosas sobre

las chicas con las que había mantenido relaciones sexuales. Si contaba sólo a las que sabía cómo se

l amaban, no salían muchas. Las contó con los dedos, daban seis. Si incluía también a las que no

sabía cómo se llamaban, la lista se volvía muy larga, pero, en esta ocasión, decidió obviarlas.

-Me parece que no tiene mucho sentido hablar contigo, piedrecita, de las tías con las que me he

acostado -dijo el joven-. Y tal vez no te apetezca escuchar semejante rol o a estas horas. Pero es que

no se me ocurre de qué hablarte. Además, por más piedra que seas, también se te puede hablar de vez

en cuando de temas ligeros, ¿no? Para que te sirva de referencia en el futuro.

El joven fue resiguiendo sus recuerdos y le contó a la piedra anécdotas con toda la precisión y

exactitud de que fue capaz. La primera vez fue cuando estudiaba en el instituto. La época en que

montaba en moto e iba haciendo locuras por ahí. Ella tenía tres años más que él. Era una chica

que trabajaba en un bar de la ciudad de Gifu. Incluso llegaron a vivir juntos, aunque no por

mucho tiempo. Ella se tomó la relación demasiado en serio e incluso decía que no podía vivir sin

él.

-Llamó a mi casa, mis padres se quejaron, las cosas empezaron a embrol arse y, como estaba a

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punto de graduarme en el instituto, para librarme de todo aquel embolado decidí ingresar en el Ejército

de Auto-defensa. Inmediatamente después de enrolarme, me enviaron a una guarnición en Yamanashi

y allí acabó nuestra relación. No volvimos a vernos.

»"¡Pero qué fastidio!" es quizá la expresión que define mi vida -le explicó Hoshino a la piedra-.

En cuanto la historia se complica un poco, voy y pongo pies en polvorosa. Sin ánimo de fardar, soy

de los que huyen más veloces que un rayo. Nunca he conseguido llevar nada hasta el final. Ése

es mi problema.

A la segunda chica, Hoshino la conoció cerca del cuartel de Yamanashi. Un día que estaba de

permiso, la ayudó en la carretera a cambiar un neumático que se le había pinchado a su Suzuki Alto,

y congeniaron. Era un año mayor que él y estudiaba enfermería.

-Era muy buena chica -le contó a la piedra-. Tenía las tetas gordas y era muy cariñosa. Además,

le gustaba hacerlo. Yo sólo tenía diecinueve años y, en cuanto nos veíamos, acabábamos en la cama.

Pero todo se pifió por unos celos de lo más tontos. Los días que yo tenía permiso, a la que no nos

veíamos un día, ella ya estaba con aquello de adónde había ido, qué había hecho, a quién había

visto y toda la pesca. Me cosía a preguntas. Yo le decía la verdad, pero ella no me creía. Aquel o

era muy jodido y, al final, acabamos separándonos. Salimos un año más o menos... Tú, piedrecita,

no sé cómo lo llevas, pero yo no soporto los interrogatorios. Se me corta la respiración, me deprimo.

Y me largo. Lo del ejército es un chollo. A la que hay algún follón te puedes refugiar en el

cuartel. Y esperar a que se calmen los ánimos. Basta con no poner los pies fuera. Porque allí

dentro nadie te puede echar el guante. Tenlo presente, piedrecita. Claro que lo de cavar trincheras

y apilar sacos de arena tampoco es ninguna ganga.

Mientras le decía a la piedra lo primero que se le pasaba por la cabeza, el joven tuvo conciencia real

de que en toda su vida no había hecho nada más que estupideces. De las seis chicas con las que había

salido, al menos a cuatro cabía calificarlas de buenas chicas (las otras dos le daba la impresión de

que, objetivamente hablando, tenían un carácter un poco problemático). Por lo general lo habían

tratado bien. No habían sido bellezas de esas que quitan el hipo, pero ninguna carecía de encanto.

Hoshino se acostó con el as tanto como quiso. No se quejaban si se saltaba los preliminares, que le

parecían un engorro, e iba directo al grano. Los días de fiesta le preparaban la comida, le hacían regalos por su cumpleaños, le prestaban dinero antes de la paga sin pedirle a cambio garantía

alguna (apenas recordaba habérselo devuelto alguna vez). Y él no se lo había agradecido jamás.

Porque eso le parecía lo más natural del mundo.

Mientras salía con una chica no se acostaba con otras. Jamás había sido infiel. Al menos, en

este punto, se había portado decentemente. Sin embargo, a la que ellas formulaban la mínima

queja, a la que se empecinaban en convencerlo en alguna discusión, a la que se mostraban celosas, a

la que le sugerían que ahorrara, a la que tenían un pequeño ataque de histeria periódico o a la

que empezaban a expresarle su preocupación por el futuro, lo perdían de vista. Siempre había

creído que lo esencial en una relación amorosa era que no creara complicaciones. En cuanto surgía

una molestia se iba. Se buscaba otra mujer, volvía a empezar desde el principio. Hoshino siempre

había creído que ése era el modo normal de proceder.

-iAy, piedrecita! Si yo hubiera sido una mujer y me hubiese topado con un cerdo egoísta como yo,

me habría cabreado muy, pero que muy en serio -le confesó Hoshino a la piedra-. Ahora, incluso yo

mismo me doy cuenta. Pensándolo bien, el as me aguantaron mucho tiempo, ¿eh? Ni yo mismo logro

comprenderlo.

Encendió un Marlboro y, mientras exhalaba lentamente el humo, siguió acariciando la piedra.

-¿No es verdad? Mírame. No se me puede llamar guapo y, en la cama, tampoco soy nada del

otro jueves. No tengo dinero. No tengo buen carácter. No soy inteligente... Un desastre tras otro. Soy

hijo de unos campesinos pobres de Gifu, he pasado de soldado a conductor de camiones de largo

recorrido. Con todo, volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que siempre he tenido mucha

suerte con las mujeres. No es que arrasara entre las tías, pero nunca me ha faltado una. Podía follar,

me hacían la comida, incluso me dejaban dinero. Pero ¿sabes, piedrecita?, las cosas buenas no

duran eternamente. Desde hace un tiempo que me viene dando cada vez más esa impresión. Es

como si alguien me dijera: «iAy, Hoshino! Muy pronto tendrás que pagar por el o».

El joven continuó hablándole de esta guisa a la piedra, mientras la acariciaba. Se había

acostumbrado hasta tal punto a acariciarla que cada vez le era más difícil dejar de hacerlo. A mediodía

oyó el timbre de una escuela cercana. Fue a la cocina, se preparó unos udon y se los comió. Les había

añadido cebol eta tierna picada y un huevo.

Después de la comida volvió a escuchar el Trío del archiduque.

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-iEh, piedrecita! -le dijo a la piedra al final del primer movimiento-. ¿Qué? Bonita música, ¿eh? Al

escucharla te da la sensación de que se te ensancha la mente, ¿no te parece?

La piedra callaba. Tampoco estaba claro si escuchaba la música o no la escuchaba. Pero el joven,

sin concederle importancia a ese detal e, continuó hablando.

−Tal como te vengo diciendo desde esta mañana, yo he hecho muchas guarradas a lo largo de

mi vida. He ido siempre a la mía. Pero ya es demasiado tarde para volver atrás. ¿No te parece? Sin

embargo, al estar así, escuchando la música, me da la impresión de que Beethoven viene y me

dice: «Hoshino, déjalo correr. La vida es así. Yo también hice cosas intolerables mientras vivía. ¡Qué

le vamos a hacer! Así son las cosas. Tú, i ánimo y adelante!». Claro que, siendo Beethoven como era,

no creo que me dijera eso. Pero, con todo, lo cierto es que me ha ido transmitiendo poco a poco

algo parecido a través de su música. ¿No te da esa impresión?

La piedra cal aba.

−¡En fin! Es igual -exclamó Hoshino-. En definitiva, ésta no es más que mi opinión personal.

Bueno, me cal o para que podamos escuchar la música.

Pasadas las dos, al mirar por la ventana, Hoshino vio un gato negro y gordo que estaba subido a

la barandil a de la veranda y atisbaba hacia el interior de la habitación. El joven abrió la ventana y,

aburrido, le dirigió la palabra al gato.

-iEh, gatito! Qué buen tiempo hace, ¿eh?

−En efecto, Hoshino -le respondió el gato.

-i Me rindo! -dijo el joven. Y sacudió la cabeza.

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El joven llamado Cuervo

El joven l amado Cuervo volaba despacio por encima del bosque trazando grandes círculos. Cuando

terminaba un círculo, se alejaba un poco y volvía a dibujar otro círculo perfecto sobre la siguiente zona.

Diversos anil os se perfilaban en el cielo para, acto seguido, borrarse. Su mirada convergía en algún

punto muy abajo, como si se tratara de un avión de reconocimiento que sobrevolara la zona. Parecía

estar buscando algo. Pero no le resultaba fácil localizarlo. Bajo sus ojos, el bosque se extendía

serpenteando y formaba grandes curvas como un mar sin tierra. El bosque vestía su verde y

anónimo manto de ramas verdes que se entrelazaban y se superponían las unas a las otras. El

cielo estaba cubierto de nubes grises, no soplaba el viento. La anhelada luz no se hal aba en ninguna

parte. En aquel os instantes, el joven l amado Cuervo tal vez era el pájaro más solo del universo. Pero

no tenía tiempo de reparar en el o.

Finalmente descubrió lo que parecía una abertura en el mar de vegetación y descendió en picado

hacia aquel punto. Era un claro de bosque similar a una pequeña plaza. En aquel reducido

espacio, hasta donde llegaba la luz del sol, crecía, como un símbolo de algo, la hierba verde. En

un extremo del claro del bosque había una gran piedra plana y, sobre la piedra, un hombre

sentado. Llevaba un chándal de color rojo brillante y, en la cabeza, un sombrero de copa negro.

Calzaba botas de alpinista de suela gruesa, a sus pies descansaba una bolsa de lona de color

caqui. La indumentaria era bastante estrafalaria, pero eso al joven l amado Cuervo tanto le daba. Era la

persona a quien estaba buscando. Y la apariencia era lo último que le importaba.

Al oír el batir de alas, el hombre levantó la vista y vio al joven l amado Cuervo posado en una gran

rama cercana.

—¡Hola! —le dijo el hombre al joven con voz alegre.

El joven llamado Cuervo no respondió. Posado en la rama miraba fijamente, sin pestañear y con

ojos inexpresivos, al hombre. Sólo ladeaba un poco, de vez en cuando, la cabeza.

-Sé quién eres -dijo el hombre. Alargó una mano, alzó ligeramente el sombrero de copa y se lo

volvió a poner-. Ya suponía que aparecerías de un momento a otro.

El hombre carraspeó, hizo una mueca, escupió al suelo. Luego restregó la suela del zapato, por

encima del escupitajo, contra el suelo.

-Estaba descansando y me aburría un poco al no tener a nadie con quien hablar. ¿Qué? ¿Te vienes a

mi lado? Podemos charlar un rato. Es la primera vez que te veo, pero no se puede decir que entre

nosotros dos no haya nada -dijo el hombre.

El joven l amado Cuervo siguió con la boca firmemente cerrada. Incluso las alas las mantenía

pegadas al cuerpo.

El hombre del sombrero de copa sacudió un poco la cabeza.

-¡Ah, claro! Ya comprendo. Es que tú no puedes hablar. Bueno, no importa. Permíteme que diga yo

unas palabras. Aunque tú no puedas articular palabra, yo ya sé a qué has venido. En resumen, lo que

tú no quieres es que yo siga adelante, ¿verdad? ¿No es cierto? Eso lo sé incluso yo. Lo preveía. Tú

no quieres que prosiga. Pero yo, sin embargo, quiero avanzar. Y, si me preguntas por qué, pues te diré

que es porque ésta es una de esas ocasiones que no se presentan todos los días. Y no quiero dejarla

escapar. Porque ésta es una de esas oportunidades que se dan una sola vez en la vida.

Se propinó un golpe seco en la bota de alpinista a la altura del tobil o.

-Si empiezo por la conclusión, te diré que tú no podrás detenerme, porque tú no reúnes los requisitos

para hacerlo. Yo, por ejemplo, puedo tocar la flauta. Y en cuanto lo haga, tú ya no podrás acercarte a

mí. Así son mis flautas. No sé si lo sabes, pero son un tipo de flautas muy especial. Muy distintas a las

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flautas normales y corrientes. Y tengo la bolsa l ena de el as.

El hombre alargó la mano y dio un golpecito a la bolsa que descansaba a sus pies. Luego volvió a

levantar la vista hacia la gran rama donde estaba posado el joven l amado Cuervo.

-He hecho estas flautas con almas de gatos. Las he construido reuniendo las almas que les

arrancaba mientras todavía estaban vivos. No es que no sintiera pena por los pobres animales, pero

no podía hacer otra cosa. Estas flautas se encuentran más al á de principios vulgares como pueden

ser el bien y el mal, el amor y el odio. Mi misión a lo largo de mucho tiempo ha sido construir estas

flautas. Y yo he desempeñado bien mi trabajo, he cumplido mi papel. He llevado una vida de la que

no debo avergonzarme ante nadie. Me casé, tuve un hijo, he hecho una cantidad de flautas suficiente. Y

ahora ya no tengo que hacer más. Entre nosotros, hablando en confianza, te diré que voy a usar

estas flautas que l evo aquí para hacer otra flauta más grande. Una flauta mucho más grande, más

poderosa. Una flauta de grandes proporciones que será un sistema en sí misma. Ahora voy camino

del lugar idóneo para construirla. Si esta flauta ha de servir para hacer el bien o para hacer el mal,

eso, al fin y al cabo, no lo decidiré yo. Ni tú tampoco, por supuesto. Dependerá del lugar donde

esté y del momento en que me encuentre. En este sentido soy un hombre sin prejuicios. No tengo

prejuicios, como no los tienen la historia o los fenómenos atmosféricos. Y, justamente porque no los

tengo, puedo transformarme en un sistema.

Se quitó el sombrero de copa, se frotó los ralos cabel os de la coronilla con la palma de la mano,

volvió a ponerse el sombrero y se alisó el ala con el dedo.

-Si tocara la flauta, te espantaría como a una mosca. Pero, de momento, preferiría no hacerlo. Para

tocar mis flautas se necesita mucha fuerza. Y no quiero desperdiciar mis fuerzas inútilmente. Quiero

reservarlas, en lo posible, para más adelante. Además, tanto si toco la flauta como si no la toco, tú no

podrás detenerme. Eso es más que obvio. -El hombre volvió a carraspear. Se frotó por encima del

chándal su incipiente barriga-. ¿Sabes lo que es el limbo? El limbo es un territorio intermedio entre la

vida y la muerte. Un lugar borroso y solitario. Vamos, es el lugar donde ahora me encuentro. Este

bosque, en definitiva. Yo estoy muerto. He muerto por voluntad propia. Sin embargo, aún no he

entrado en el mundo siguiente. Es decir, que soy un alma en tránsito. Y un alma en tránsito no tiene

forma. Yo me he limitado a adoptar, por el momento, este aspecto. Así que tú no puedes herirme.

¿Entiendes? Por más sangre que llegara a derramar, no sería sangre verdadera. Por mucho que

pudiera sufrir, mi sufrimiento no sería auténtico. A mí sólo puede destruirme quien reúna los requisitos para hacerlo. Y, por desgracia, no es tu caso. Porque tú, por decirlo de alguna manera, no

eres más que una ilusión inmadura y de tal a ínfima. Por más fuerte que sea tu determinación, no

lograrás acabar conmigo.

El hombre se volvió hacia el joven l amado Cuervo y le sonrió alegremente.

—¿Qué? ¿Lo probamos?

Como si esas palabras fueran una señal, el joven l amado Cuervo desplegó las alas en toda su

envergadura, abandonó la rama y se precipitó sobre el hombre. Un vuelo directo y rápido. Le clavó

las garras en el pecho, echó la cabeza atrás y clavó con todas sus fuerzas la punta del afilado pico

en el ojo derecho del hombre. Mientras tanto, sus alas negras batían el aire con estrépito. El

hombre no ofreció resistencia. No movió un brazo, no movió un dedo. No lanzó ni un solo

alarido de dolor. Por el contrario, comenzó a reírse a carcajadas. El sombrero cayó al suelo, el globo

ocular reventó en un instante, se desprendió de su cuenca, se desparramó por fuera. El joven l amado

Cuervo se ensañó con los dos ojos del hombre. Cuando las dos cuencas oculares quedaron vacías

empezó a asestarle, veloz como el rayo, picotazos en la cara, sin tregua, por donde podía. El rostro

del hombre se cubrió de heridas, empezó a manar sangre. Su rostro se tiñó de rojo, la piel se desgarró,

la carne saltó a jirones. El rostro quedó convertido en un instante en una masa sanguinolenta. Acto

seguido, el joven llamado Cuervo hundió el pico sin piedad en la rala coronilla del hombre. Pero el

hombre continuó riendo sin parar. Como si lo encontrara tan divertido que no pudiera contener la

risa. Cuanto mayor era la saña con la que el joven l amado Cuervo lo atacaba, más estridentes eran las

carcajadas del hombre.

Sin dejar de mirar al joven llamado Cuervo con las dos cuencas vacías, desprovistas de los globos

oculares, y entre carcajadas, el hombre logró articular:

—¡Ja! ¡Ja! Que conste que ya te había avisado. ¡No me hagas reír! Por más que lo intentes, no

podrás herirme. Porque tú, ¿sabes?, no cumples los requisitos para hacerlo. Tú no eres más que

una vana ilusión. No eres más que un eco irrisorio. Hagas lo que hagas será inútil. ¿No lo has

comprendido todavía?

En aquel momento, el joven llamado Cuervo asestó un picotazo dentro de la boca que soltaba

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aquellas palabras. Sus grandes alas seguían batiendo con furia el aire, había perdido un montón de

plumas negras y brillantes que danzaban por el espacio como fragmentos de alma. El joven

l amado Cuervo le rasgó la lengua, se la perforó, introdujo el pico en aquel agujero y, tirando hacia fuera

con todas sus fuerzas, logró arrancársela. Era una lengua terriblemente gruesa y larga. Incluso

después de haber sido arrancada de la garganta, la lengua seguía arrastrándose resbaladiza como un

molusco, conformando las palabras que tejen las tinieblas. Sin lengua, el hombre, evidentemente, no

pudo seguir riendo. Al parecer, tampoco podía respirar. Pero, no obstante, aguantándose las ijadas,

seguía riendo sin hacer ruido. El joven l amado Cuervo oyó esa risa muda. Unas carcajadas que no

cesarían jamás, tan funestas y vacías como el aire que atraviesa un árido desierto lejano. Unas

carcajadas que no dejaban de parecerse al sonido de una flauta que l egara de otro mundo.

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Me despierto poco antes del amanecer. Caliento agua en el hornillo eléctrico, me preparo un té

y me lo bebo. Me siento en una silla junto a la ventana, miro hacia fuera. En las calles no hay

nadie, no se oye nada. A mis oídos no llegan los trinos de los pájaros matutinos. Por estar

rodeado de las montañas, en este lugar amanece tarde y anochece pronto. Sólo un pálido

resplandor, hacia el este, corona las montañas. Para ver la hora voy al dormitorio, cojo mi reloj,

que he dejado junto a la cabecera de la cama, y lo miro. No funciona. La pantalla digital está

apagada. Aprieto varios botones al tuntún para probar, pero no se produce cambio alguno. Las pilas

no tenían por qué agotarse todavía. Pero el tiempo, mientras dormía, vete a saber por qué, tal vez

se haya detenido. Vuelvo a dejar el reloj de pulsera sobre la mesilla, me froto con la mano

derecha la muñeca de la mano izquierda, donde siempre llevo el reloj. Aquí el tiempo no es un

factor importante.

Mientras contemplo aquel paisaje que no incluye pájaro alguno, me entran ganas de leer algo.

Cualquier libro. Con tal de que tenga letra impresa y forma de libro me conformo. Cogerlo,

hojearlo, recorrer con los ojos los caracteres que se alinean en sus páginas. Pero no hay ningún libro.

Aquí no parece existir la letra impresa. Recorro de nuevo la habitación con la mirada. No alcanzo a ver

nada escrito.

Abro la cómoda, estudio la ropa que contiene. Está cuidadosamente doblada y guardada

dentro de los cajones. No hay ninguna prenda nueva. Toda la ropa está descolorida, con la tela

desgastada tras múltiples lavados. Pero parece limpísima. Camisetas de cuel o redondo y ropa interior.

Calcetines. Polos de algodón. Pantalones de algodón. Todo aproximada -aunque no exactamente-de mi talla. Ninguna prenda l eva dibujo. Todas, sin excepción, son lisas. Parece como si, en el

mundo, no hubieran existido jamás las telas estampadas. Por lo que puedo apreciar de una ojeada,

ninguna prenda tiene la etiqueta de la marca. Aquí no hay nada escrito. Me quito la camiseta que

l evaba, que huele a sudor, y me pongo una gris que hay en uno de los cajones. La camiseta huele a

jabón y a sol.

Poco después -¿cuánto tiempo debe de haber transcurrido?-viene la jovencita. Llama

débilmente a la puerta y entra sin esperar respuesta. En la puerta no hay llave ni nada parecido.

La niña lleva una gran bolsa de lona colgada del hombro. El cielo que aparece a sus espaldas ya ha

clareado del todo.

Al igual que la víspera, la jovencita se planta en la cocina y me hace una tortilla en una

pequeña sartén negra. Cuando, tras calentar el aceite, casca los huevos y los echa en la sartén,

suena un agradable chisporroteo. El olor a huevos frescos llena la habitación. Tuesta pan en una

tostadora de formas rechonchas que recuerda las que aparecen en las películas antiguas. La

niña lleva el mismo vestido azul celeste que la noche anterior, también se ha vuelto a recoger el

pelo hacia atrás con una horquilla. Tiene la piel suave y hermosa. Sus delgados brazos, parecidos a

la porcelana, relucen a la luz de la mañana. Por la ventana abierta de par en par, tal vez con la

finalidad de hacer este mundo un poco más completo, entra una pequeña abeja. Tras dejar la

comida sobre la mesa, la niña se sienta en una silla cercana y me mira mientras como. Me tomo la

tortil a de verduras, el pan untado con mantequilla fresca. Me bebo una infusión. Ella no prueba un

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solo alimento, no bebe nada. Todo parece repetirse igual que la noche anterior.

−Las personas que hay aquí, ¿se hacen todas el as la comida? -le pregunto-. No sé, como tú me la

preparas a mí.

−Hay personas que se la hacen ellas mismas y otras a quienes se la preparan otros -dice el a-.

Pero, por lo general, aquí nadie come

demasiado.

−¿Nadie come demasiado?

El a asiente.

−Con comer a veces ya tienen bastante. A veces les entran ganas de comer y comen.

O sea, que nadie come como estoy comiendo yo ahora.

−¿Tú podrías pasarte un día sin comer?

Sacudo la cabeza en ademán negativo.

−Pues las personas que hay aquí, aunque no coman en todo el día, no sienten hambre, y, de hecho,

a veces incluso se olvidan de comer. A veces durante días.

−Pero yo todavía no me he acostumbrado a este lugar, así que, hasta cierto punto, tengo que

comer.

-Es posible -dice ella-. Por eso yo te preparo la comida. La miro a la cara.

−¿Cuánto tardaré en acostumbrarme a este lugar?

−¿Cuánto tiempo? -repite ella. Y mueve despacio la cabeza en ademán negativo-. No lo sé. No

es una cuestión de tiempo. No tiene nada que ver con la cantidad de tiempo. Cuando llegue el

momento, tú ya te habrás acostumbrado.

Estamos hablando sentados cada uno a un lado de la mesa. Sus dos manos descansan sobre ésta.

Una junto a la otra, con las palmas hacia abajo. Veo sus diez dedos, fuertes, sin titubeos, aquí

presentes como algo real. La miro de frente. Contemplo el delicado temblor de sus pestañas, cuento

sus parpadeos. Observo la pequeña oscilación de su flequil o. No puedo apartar los ojos de el a.

¿El momento?

-El momento en que tú descubras que no es necesario cortarte algo de ti mismo para

arrojarlo fuera. Nosotros no lo desechamos, nosotros lo asimilamos en nuestro interior.

-¿Y yo lo asimilaré en mi interior?

−Sí.

-Entonces -pregunto-, cuando lo haya asimilado, ¿qué diablos ocurrirá?

La niña reflexiona con la cabeza algo ladeada. Un gesto muy natural. Su flequillo también se ladea al

compás del movimiento de la cabeza.

−Pues, quizá, que tú seas enteramente tú -dice.

−O sea, que yo ahora no soy enteramente yo.

−Tú, ahora, eres tú más que de sobra -dice ella. Reflexiona un poco-. A lo que yo me refiero es a

algo ligeramente diferente. Pero no sé explicarlo con palabras.

-¿Que no lo entenderé hasta que l egue el momento en que lo experimente en realidad?

El a asiente.

Cuando me empieza a resultar duro mirarla, cierro los ojos. Vuelvo a abrirlos enseguida. Para

asegurarme de que el a todavía sigue al í.

—¿Aquí vivís en comunidad?

El a vuelve a reflexionar.

—Aquí todos vivimos juntos y algunas cosas son de uso común. Como, por ejemplo, las duchas, la

central eléctrica o el intercambio comercial. Sobre el uso de estas cosas hay una especie de acuerdos

sencil os. Nada del otro mundo. Cosas que se pueden entender sin pensar demasiado, cosas que se

pueden comunicar sin tener que traducirlas en palabras. Por lo tanto, casi no hay nada sobre lo

que yo pueda decirte: «Esto se hace así», o «Aquí tienes que hacer esto otro». Lo más importante es

que aquí cada uno es quién es y qué vamos diluyéndonos en lo que nos rodea. Si actúas de este

modo, no tendrás ningún problema.

—¿Diluirse?

—Es decir, que cuando tú estás en el bosque, tú eres, sin fisuras, parte del bosque. Cuando estás

bajo la lluvia, tú eres, sin fisuras, parte de la l uvia que cae. Cuando estás inmerso en la mañana, tú

eres, sin fisuras, parte de la mañana. Cuando estás delante de mí, tú eres parte de mí. De eso se

trata. Explicado de una manera fácil de entender.

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—Cuando tú estás frente a mí, eres parte de mí.

—Sí.

—¿Y qué sensación produce eso de que siendo completamente tú pases a formar parte, sin

fisuras, de otra cosa?

El a me mira de frente. Se toca la horquil a del pelo.

—Que yo, siendo yo, pase a ser una parte sin fisuras de ti es algo muy natural cuando te

acostumbras, incluso algo muy sencil o. Como volar por el cielo.

—¿Puedes volar por el cielo?

—Sólo era un ejemplo —dice el a sonriendo. Una sonrisa por el placer de sonreír. Desprovista de

significados profundos o de sentidos ocultos—.Tampoco puedes entender qué es volar por el cielo

hasta que vuelas de verdad. Se trata de lo mismo.

—Pero se trata de algo natural en lo que no hace falta pensar, ¿no es así?

Asiente.

—Sí. Es algo muy natural, muy plácido, muy agradable, en lo que no hace falta pensar. Algo sin

fisuras.

—¿No te estaré haciendo demasiadas preguntas?

—En absoluto. Para nada —dice—. Pero me gustaría poder explicártelo mejor.

—¿Tienes recuerdos?

Ella vuelve a sacudir la cabeza. Deposita de nuevo las manos sobre la mesa. Esta vez con las

palmas hacia arriba. El a se las mira un instante. Pero en su rostro no aflora expresión alguna.

—No tengo recuerdos. Donde no es importante el tiempo, tampoco lo son los recuerdos. Por

supuesto, me acuerdo de lo de ayer. Yo vine aquí y te preparé un estofado de verduras. Y tú te lo

comiste todo, ¿verdad? De lo que sucedió anteayer también me acuerdo de algo. Pero ya no

recuerdo lo anterior. El tiempo se va disolviendo en mí, forma un todo, no puedo distinguir una cosa

de la siguiente.

—Los recuerdos aquí no son algo tan importante.

El a sonríe.

—Sí. Los recuerdos aquí no son algo tan importante. La memoria ya la trata la biblioteca.

Cuando el a se va, me acerco a la ventana y dejo que se me calienten las manos al sol de la

mañana. La sombra de mis manos se proyecta en el alféizar. Se distingue claramente la forma de los

cinco dedos. La abeja deja de volar y se posa en silencio en el cristal de la ventana. También el a

parece estar, al igual que yo, sumergida en serias meditaciones.

Poco después de que el sol haya alcanzado su punto más alto, ella me visita. Pero no es la

señora Saeki bajo la forma de la jovencita. Llama débilmente a la puerta, abre la puerta. Por un

instante me cuesta discernir entre el a y la jovencita. Las cosas pueden sufrir fácilmente una alteración

a causa de sutiles cambios de la luz debidos a la forma en que sopla el viento. Me da la impresión

de que ella se convertirá de un momento a otro en la jovencita, y de que, acto seguido, volverá a

ser la señora Saeki. Pero esto no ocurre. Frente a mí está la señora Saeki, y nadie más.

—Buenas tardes —me saluda la señora Saeki con voz muy natural. Como cuando nos cruzábamos

por el pasillo en la biblioteca. Lleva una blusa azul marino y, como es de esperar, una falda

hasta las rodil as también de color azul marino. El fino col ar de plata, el par de pequeñas perlas en

los lóbulos de las orejas. Su aspecto habitual. Sus tacones resuenan con un ruido seco en el

entarimado del porche. Este sonido contiene algo inapropiado, que no casa con el lugar.

La señora Saeki, de pie en el umbral, un poco alejada de mí, me observa con atención. Como si

quisiera comprobar si soy realmente yo. Claro que soy mi yo verdadero. Al igual que ella es la

auténtica señora Saeki.

−¿Quiere pasar a tomar un té? -pregunto.

−Gracias -dice la señora Saeki. Y, finalmente, como si hubiese tomado una decisión, accede a la

estancia.

Voy a la cocina, enchufo el calentador eléctrico, caliento agua. Mientras tanto acompaso mi

respiración. La señora Saeki toma asiento frente a la mesa. En la misma silla donde se ha

sentado antes la niña.

−Parece que nos encontremos en la biblioteca.

−Sí, es cierto -asiento-. Aunque sin café y sin Ôshima.

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−Y sin un solo libro -dice la señora Saeki.

Hago una infusión, la sirvo en dos tazas, las l evo a la mesa. Nos sentamos cara a cara. A través

de la ventana abierta llega el trino de los pájaros. La abeja sigue durmiendo en el cristal de la

ventana.

La señora Saeki es la primera en hablar.

-La verdad es que no me ha sido nada fácil l egar hasta aquí. Pero tenía que verte y hablar contigo.

Asiento.

−Gracias por venir.

El a esboza la sonrisa de siempre.

−Tenía que decírtelo -confiesa. Su sonrisa es casi idéntica a la de la niña. Pero la de la señora Saeki

posee más profundidad. Esta sutil diferencia hace que se me estremezca el corazón.

La señora Saeki sostiene la taza envolviéndola con ambas manos. Contemplo las dos pequeñas

perlas blancas en los lóbulos de sus orejas. Ella reflexiona unos instantes. Tarda más que de

costumbre en pensar.

−He quemado todos mis recuerdos -dice escogiendo las palabras despacio-. Todos se han convertido

en humo y han desaparecido en el cielo. Así que algunas cosas no podré seguir recordándolas por

mucho tiempo. Olvidaré. Algunas cosas, todas las cosas. También a ti. Por eso quería hablar contigo lo

antes posible, aunque sólo fuera unos instantes. Mientras mi mente todavía pueda recordar.

Doblo el cuel o y miro la abeja en el cristal de la ventana. En el alféizar, la sombra de la abeja negra

se proyecta en un único punto.

-Lo más importante de todo -dice la señora Saeki en voz baja es que tienes que salir de aquí lo

antes posible. Cruza el bosque, vete y vuelve a tu vida de antes. Porque la puerta de entrada no

tardará en cerrarse. Prométeme que lo harás.

Sacudo la cabeza.

−Señora Saeki, usted no lo entiende. Yo no tengo mundo al que volver. A mí nadie me ha querido,

nadie me ha necesitado en toda mi vida. Aparte de mí, jamás he tenido a nadie en quien confiar. La

«vida de antes» de la que usted habla para mí no tiene ningún sentido.

−A pesar de el o, debes volver.

−¿Aunque allí no tenga nada? ¿Aunque no haya nadie que desee que yo esté al í?

−No es así -dice el a-. Yo lo deseo. Yo deseo que tú estés al í.

−Pero usted no está al í. ¿No es cierto?

La señora Saeki baja la mirada hacia la taza, que rodea con ambas manos.

−Sí. Por desgracia, yo ya no estoy al í.

−Entonces, ¿qué quiere usted de mí una vez que esté yo de vuelta?

-Quiero una sola cosa -responde la señora Saeki. Alza los ojos, me mira de frente-. Quiero que te

acuerdes de mí. Si tú me recuerdas, no me importará que el resto del mundo me olvide.

El silencio se abate sobre nosotros. Un silencio profundo. Dentro de mi pecho crece una pregunta.

Tan enorme que me obstruye la garganta y me corta la respiración. Pero consigo tragármela.

Le pregunto otra cosa:

−¿Tan importantes son los recuerdos?

−Depende -dice ella. Cierra los ojos con desmayo-. A veces no hay nada tan importante como los

recuerdos.

-Pero usted ha quemado los suyos.

−Ya no me servían para nada -dice la señora Saeki apoyando ambas manos sobre la mesa, una

junto a la otra, con las palmas hacia abajo. Exactamente igual que ha hecho antes la niña-. Tamura,

quiero pedirte un favor. Llévate el cuadro.

−¿El cuadro de la oril a del mar? ¿El que estaba colgado en la habitación de la biblioteca donde me

alojaba yo?

-Sí. Kafka en la orilla del mar. Quiero que te lo lleves. A donde sea. A donde vayas en el futuro.

-Pero aquel cuadro debe de pertenecer a alguien.

La señora Saeki sacude la cabeza.

−Es mío. Antes de irse a Tokio, él me lo regaló. Desde entonces siempre lo he tenido junto a mí y,

adondequiera que haya ido, siempre lo he colgado en mi cuarto. Cuando empecé a trabajar en la

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biblioteca Kómura, lo devolví a su habitación. A su lugar de origen. En el cajón de mi escritorio hay

una carta dirigida a Ôshima en la que digo que te cedo el cuadro. En primer lugar, originalmente,

aquel cuadro era tuyo.

−¿Mío?

Asiente.

−Sí. Tú estabas al í. Yo estaba a tu lado y te miraba. Hace mucho, muchísimo tiempo, en la orilla del

mar. Soplaba el viento, unas nubes blanquísimas flotaban en el cielo y siempre era verano.

Cierro los ojos. Estoy en la playa, en verano. Estoy tendido en una tumbona. Puedo sentir el

tacto áspero de la lona en la piel. Lleno mis pulmones del olor a agua marina. Aunque cierre los

párpados sigue deslumbrándome la luz del sol. Se oye el rumor de las olas. El rumor se aleja y se

acerca como si oscilara movido por el tiempo. Un poco más allá, alguien me está pintando. A su lado

hay sentada una niña con un vestido azul celeste de manga corta. La niña mira hacia donde yo

estoy. Lleva un sombrero de paja, con una cinta blanca, y deja escurrir la arena entre los dedos. Tiene

el pelo liso, los dedos largos y fuertes. Dedos de pianista. Bañados por la luz del sol, sus brazos

bril an, tersos como la porcelana. En las comisuras de sus labios se dibuja una sonrisa espontánea. Yo

la amo. El a me ama.

Éstos son mis recuerdos.

-Quiero que conserves siempre el cuadro -dice la señora Saeki.

Se levanta, se acerca a la ventana. Mira hacia fuera. Hace poco que el sol ha alcanzado su

cénit. La abeja sigue durmiendo. La señora Saeki alza la mano derecha, se la pone en la frente

formando visera y mira a lo lejos. Luego se vuelve hacia mí.

−Me tengo que ir -dice.

Me levanto, me acerco a el a. Su oreja roza mi cuel o. Noto el tacto duro de la perla. Apoyo las

palmas de las manos en su espalda. Como si intentara descifrar algún enigma. Su pelo acaricia mi

mejilla. Sus manos me abrazan con fuerza. Las puntas de sus dedos se me clavan en la espalda.

Dedos que se aferran a una pared l amada tiempo. Huele a mar. Se oye el rumor de las olas

rompiendo en la playa. Alguien me está l amando. En la lejanía.

-¿Es usted mi madre? -le pregunto al fin.-Tú ya deberías conocer la respuesta -dice la señora Saeki.

Sí. La conozco. Pero ni ella ni yo podemos formularla con palabras. Si lo hiciéramos, todo

perdería su sentido.

−Hace mucho tiempo abandoné a alguien a quien no debería haber abandonado -me revela la

señora Saeki-. Al ser que amaba por encima de todas las cosas. Me aterraba perderlo, así que tuve

que dejarlo yo. Antes de que me lo arrebataran o de que desapareciera por cualquier circunstancia

fortuita preferí abandonarlo yo. Por supuesto, también estaba presente un sentimiento de ira que no

amainaba. Pero me equivoqué. Jamás tenía que haberlo abandonado.

Permanezco en silencio.

−A ti te abandonó alguien que, a su vez, nunca debió ser abandonado -dice la señora Saeki-. ¿Podrás

perdonarme?

−¿Tengo derecho a hacerlo?

Inclinada sobre mi hombro, el a asiente varias veces.

−Si no te lo impiden la ira y el miedo.

−Señora Saeki, si tengo derecho a hacerlo, la perdono -digo.

Madre, dices, yo te perdono. Y algo helado que se halla dentro de tu corazón empieza a crujir.

La señora Saeki se deshace del abrazo en silencio. Se quita una horquil a del pelo y, sin titubear, se

clava la afilada punta en la parte interior del brazo izquierdo. Violentamente. Y, con la mano derecha,

se presiona la vena con fuerza. La sangre empieza a manar de la herida. La primera gota cae al

suelo con un estrépito inesperado. Luego, sin decir nada, la señora Saeki me tiende el brazo.

Vuelve a caer otra gota al suelo. Me inclino y poso los labios sobre la herida. Lamo la sangre con la

lengua. Con los ojos cerrados, la saboreo. Me l eno la boca de sangre, me la bebo despacio. Recibo su

sangre en el fondo de la garganta. Y la piel reseca de mi corazón la va absorbiendo en silencio.

Por primera vez comprendo cuánto necesitaba yo esta sangre. Mi mente se hal a en un mundo

terriblemente lejano. Pero, al mismo tiempo, mi cuerpo permanece aquí. Igual que un espíritu vivo.

Llego a pensar que me gustaría beber hasta la última gota de su sangre. Pero no puedo hacerlo. Aparto

los labios de su brazo, la miro.

−Adiós, Kafka Tamura -se despide la señora Saeki-. Vuelve al lugar de donde has venido y continúa

viviendo.

-Señora Saeki -digo.

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−¿Qué?

-No le encuentro sentido a la vida.

El a aparta las manos de mi cuerpo. Alza la vista hacia mi rostro. Alarga la mano, posa un dedo sobre

mis labios.

-Mira el cuadro -me dice en voz baja-. Mira siempre el cuadro, tal como hacía yo.

La señora Saeki se va. Abre la puerta y sale sin mirar atrás. Cierra la puerta. De pie junto a la

ventana, observo cómo se aleja su silueta. Desaparece a paso rápido detrás de un edificio. Con la

mano apoyada en el alféizar de la ventana, me quedo contemplando indefinidamente el lugar

por donde ha desaparecido. Tal vez se le haya olvidado decirme algo y regrese de nuevo. Pero la

señora Saeki no vuelve. A sus espaldas sólo ha dejado un hueco, la forma que ha tomado su

ausencia.

La abeja dormida se despierta y empieza a zumbar a mí alrededor. Poco después, como si de repente

se acordara de algo, sale por la ventana abierta. El sol sigue brillando. Vuelvo a la mesa, me siento

en una silla. En su taza aún queda un poco de infusión. No toco la taza, la dejo tal como está. Esta

taza pronto será una metáfora de los recuerdos que se irán perdiendo.

Me quito la camiseta, vuelvo a vestirme con la que olía a sudor. Cojo el reloj muerto, me lo

pongo en la muñeca izquierda. Me pongo la gorra de Oshima con la visera hacia atrás, las gafas de

sol azul celeste. Me pongo la camisa de manga larga. Voy a la cocina, me l eno un vaso de agua, me

lo bebo de un tirón. Dejo el vaso en el fregadero, me doy la vuelta, barro la habitación con la

mirada. Hay una mesa, y sillas. La silla donde estaba sentada la niña, y la señora Saeki. Encima

de la mesa todavía queda una taza de infusión a medio beber. Cierro los ojos, respiro hondo una

vez. «Tú ya deberías conocer la respuesta», dice la señora Saeki.

Abro la puerta, salgo. Cierro la puerta. Desciendo los escalones del porche. Mi sombra se proyecta

nítidamente en el suelo. Parece adherida a mis pies. El sol todavía está alto.

En la entrada del bosque, los dos soldados me esperan apoyados en el tronco de un árbol. Al verme

no me hacen una sola pregunta. Parecen saber de antemano qué estoy pensando. Llevan el fusil en

bandolera, como antes. El soldado alto tiene unas briznas de hierba en las comisuras de los labios.

La puerta de entrada sigue abierta -dice el soldado alto, todavía con las briznas en las comisuras

de los labios-. Al menos lo estaba cuando la he visto hace un rato.

−¿No te importa que avancemos tan rápido como ayer? -pregunta el soldado fornido-. ¿Podrás

seguirnos?

-No habrá problema. Os seguiré.

−Si cuando l eguemos al í nos encontramos la puerta cerrada, no habrá manera de regresar, ¿vale?

-me dice el soldado alto.

−En ese caso, no te habrá servido de nada intentarlo, ¿sabes?

−Sí -digo.

−¿Estás seguro de que quieres marcharte? -me pregunta el soldado alto.

-Sí.

−Entonces, démonos prisa.

-Es mejor que no mires atrás -me dice el soldado fornido.

−Sí, mejor será que no lo hagas -conviene el soldado alto. Volvemos a cruzar el bosque.

Sin embargo, mientras subo una cuesta, lanzo una rápida ojeada a mis espaldas. Los soldados

me han dicho que no lo haga, pero no puedo evitarlo. Es la última oportunidad que tengo de ver el

pueblo abajo, a mis pies. Una vez pasado este punto, la muralla de árboles me obstruirá la vista y

ese mundo se borrará de mis ojos posiblemente para siempre.

Por las cal es sigue sin verse un alma. El hermoso río que cruza la cuenca fluye a lo largo de una

calle donde se alinean pequeños edificios, y los postes de la electricidad, plantados a intervalos

regulares, proyectan sus oscuras sombras en el suelo. Por un instante me quedo helado en ese

punto. Pienso que tengo que volver suceda lo que suceda. Al menos quiero quedarme hasta el

anochecer. Cuando el sol se ponga, la niña de la bolsa de lona volverá a mi habitación. Cuando la

necesite, ahí estará. Un calor inunda de repente mi pecho, un poderoso imán me atrae hacia

atrás. Mis pies no pueden moverse, como si estuviesen enterrados en plomo. A la que dé un solo paso

hacia delante, ya no podré volver a verla jamás. Me detengo. Pierdo de vista el paso del tiempo.

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Quiero llamar a los soldados que avanzan delante de mí. No quiero volver, quiero quedarme aquí.

Pero no logro emitir ningún sonido. Las palabras han perdido la vida.

En este momento estoy atrapado entre el vacío y el vacío. Ya no comprendo qué es lo correcto y

qué no lo es. Ni siquiera sé qué deseo. Estoy solo en medio de una espantosa tempestad de arena.

Alargo el brazo y ni siquiera alcanzo a ver el extremo de la mano. No puedo moverme. Me

envuelve una arena blanca y fina, como polvo de huesos. Pero la señora Saeki me habla desde

algún lugar.

-A pesar de ello tienes que volver -me dice con tono resuelto-. Yo lo deseo. Yo deseo que estés

al í.

El hechizo se ha roto. Vuelvo a ser uno solo. La sangre caliente vuelve a mi cuerpo. Es la sangre

que el a me ha cedido. Su última sangre. Un instante después avanzo en pos de los soldados. Doblo

un recodo y el pequeño mundo entre las montañas se borra de mi campo visual. Desaparece absorbido

entre un sueño y otro. A partir de ahora me concentro únicamente en cruzar el bosque. En no perder

el camino. En no apartarme de él. Eso es lo primordial.

La puerta de entrada todavía está abierta. Aún falta para que anochezca. Les doy las gracias a los

dos soldados. El os se descargan los fusiles de la espalda, vuelven a tomar asiento sobre la gran

roca plana. El soldado alto se lleva unas hierbas a la comisura de los labios. No tienen la

respiración entrecortada.

−No olvides lo de la bayoneta -me dice el soldado alto-. Se la clavas en el estómago al enemigo y la

empujas hacia un lado. Luego vas retorciéndola hasta hacerle trizas las vísceras. Si no, vas a ser tú

quien acabe con la bayoneta clavada en el estómago. El mundo exterior es así.

−No sólo eso, hombre -dice el soldado fornido.

-Claro -admite el soldado alto. Y carraspea-. Me refería a la parte oscura.

−Además es muy difícil discernir entre el bien y el mal -dice el soldado fornido.

−Pero debes hacerlo -dice el soldado alto.

−Posiblemente -conviene el soldado fornido.

-Otra cosa -dice el soldado alto-. Una vez que te alejes de aquí, no puedes volver la vista atrás ni

una sola vez hasta que l egues a tu destino.

−Es algo muy importante -dice el soldado fornido.

−Hace un rato, pese a todo, has logrado escabullirte -dice el soldado alto-. Pero ahora la historia va

mucho más en serio. Hasta que llegues no te vuelvas ni una sola vez.

Bajo ningún concepto -me advierte el soldado fornido.

−De acuerdo -digo yo. Les doy las gracias de nuevo, me despido de el os.

-Adiós -les digo.

El os se ponen en pie, dan un taconazo y hacen el saludo militar. Probablemente no vuelva a verlos

jamás. Lo sé yo. Y lo saben ellos. Nos separamos.

Apenas recuerdo qué camino he seguido para volver a la cabaña de Oshima después de

despedirme de los soldados. Me da la sensación de que he ido pensando en otra cosa mientras

atravesaba el bosque. Pero no me he extraviado. Recuerdo vagamente haber encontrado la mochila

que a la ida había tirado a un lado del camino, y haberla recogido casi en un acto reflejo. Lo mismo ha

sucedido con la brújula, la podadera, el aerosol. También recuerdo el momento en que han aparecido las señales amarillas con que yo había marcado los troncos de los árboles. Parecían

escamas que hubiera dejado a su paso una polil a gigantesca.

De pie en el espacio abierto delante de la cabaña, alzo la vista al cielo. Me doy cuenta de lo

vivos que son los sonidos de la naturaleza a mí alrededor. Los trinos de los pájaros, el

murmullo del riachuelo, el susurro del viento meciendo las hojas de los árboles. Todos sonidos

humildes. Pero l egan a mis oídos con una viveza y una intimidad asombrosas, como si se me

hubieran destapado de repente las orejas. Todos los sonidos están ligados, entrelazados, pero se

puede distinguir claramente cada uno de ellos. Lanzo una ojeada al reloj que llevo en la muñeca.

En un momento u otro ha empezado a funcionar. En la pantal a verde figuran los dígitos de la hora, y

los números van sucediéndose el uno al otro como si nada hubiera sucedido. Son las 4:16.

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Entro en la cabaña, me acuesto en la cama vestido. Tras haber atravesado aquel bosque tan denso,

mi cuerpo necesita imperiosamente descansar. Me tiendo boca arriba, cierro los ojos. Hay una abeja

descansando en el cristal de la ventana. Bañados a la luz del sol, los brazos de la niña bril an como la

porcelana. «Es un ejemplo», dice el a.

-Mira el cuadro -dice la señora Saeki-. Como hacía yo.

La blanquísima arena del tiempo se escurre a través de los delgados dedos de la niña. Se oye un

tenue rumor de olas rompiendo en la orilla. Suben, bajan, se deshacen. Suben, bajan, se deshacen.

Mi conciencia está siendo absorbida dentro de una especie de corredor oscuro.

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−iMe rindo! -repitió Hoshino.

-No tienes por qué rendirte, Hoshino -dijo el gato negro con aire fatigado. Tenía la cara grande y

parecía bastante viejo-. Total, te estabas aburriendo, ¿no? Hasta el punto de pasarte el día

hablando con una piedra.

−¿Puedes hablar como las personas?

-Yo no estoy hablando como las personas.

−No lo entiendo. Entonces, ¿cómo estamos charlando los dos tan ricamente? Un gato y una persona.

−Porque los dos nos hallamos en el borde del mundo, hablando una lengua común. Sólo eso.

Hoshino reflexionó.

-¿Borde del mundo? ¿Una lengua común?

−Mira, si no lo entiendes, déjalo correr. Es que es un poco largo de explicar -dijo el gato con unas

cortas y displicentes oscilaciones de rabo.

−iEh, tú, chaval! ¿No serás el Colonel Sanders, por casualidad? -dijo el joven.

−¿El Colonel Sanders? -dijo el gato, malhumorado-. ¿Y ése quién es? Yo soy yo, y nadie más.

Soy un gato normal y corriente. -¿Tienes nombre?

−Hasta aquí l ego.

−¿Y cómo te l amas?

−Toro -dijo el gato con reluctancia.

−¿Toro? -repitió el joven.

Sí, pero el toro' del sushi, ¿eh? -dijo el gato-. La verdad es que mi dueño es el propietario de una

sushi-ya del barrio. También tiene un perro, y al perro lo l ama Tekka.

−¿Y cómo sabías mi nombre?

−A estas alturas eres bastante famoso, ¿sabes? -dijo Toro, el gato negro, y sonrió durante unos

instantes.

Era la primera vez que Hoshino veía sonreír a un gato. Pero la sonrisa se borró enseguida y el

gato volvió a adoptar su expresión dócil de costumbre.

−Los gatos lo sabemos todo -dijo el gato-. Que el señor Nakata murió ayer, que aquí hay una

piedra muy importante, todo lo que ha ocurrido por la zona, no hay nada que nosotros no sepamos.

Como vivimos tantos años.

−¡Ya! -dijo el joven admirado-. Pero estamos hablando aquí de pie, ¿por qué no pasas adentro?

El gato sacudió la cabeza sin moverse de encima de la barandil a.

−No, estoy bien aquí. Dentro no me siento tranquilo y, además, hace buen tiempo. ¿Por qué no

hablamos aquí?

-A mí tanto me da un sitio como otro -dijo Hoshino-. ¿Qué? ¿Tienes hambre? Algo

encontraremos para comer, digo yo. El gato sacudió la cabeza.

-Pues, aquí donde me ves, a mí la comida no me falta. Mi problema es más bien el contrario. No

comer tanto. Estando en una sushiya, debo tener cuidado con el colesterol. Además, a la que

engordo, me cuesta andar arriba y abajo.

−Dime, Toro -dijo el joven-. ¿Qué te ha traído hoy por aquí?

−Pues, mira -dijo el gato-. He pensado que quizás estarías en apuros. Te has quedado solo, con

ese asunto tan complicado de la piedra aún por resolver.

-Exacto. Es tal como dices. Vamos, que me encuentro en un cal ejón sin salida.

-Y he venido a echarte una mano.

-Pues te lo agradecería mucho -dijo el joven-. Ya lo dicen, ¿no? «Está tan apurado que hasta le

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pediría ayuda a un gato.»

-El problema es la piedra -dijo Toro. Luego sacudió reiteradamente la cabeza para ahuyentar a

una mosca.

−Una vez devuelvas la piedra a su sitio se te habrán acabado los problemas. Podrás ir a donde

quieras. ¿No es así?

Pues sí. Una vez haya cerrado la puerta de entrada se habrá acabado la historia. Tal como dijo

Nakata, lo que se ha abierto, se tiene que cerrar. Es una regla.

−¿Quieres que te diga entonces lo que debes hacer?

-¿Lo sabes? -preguntó Hoshino.

-Claro que lo sé -dijo el gato-. Te lo acabo de decir. Los gatos lo sabemos todo. A diferencia de los

perros.

−Y, dime, ¿qué debo hacer?

−Matar a aquel tipo -dijo el gato dócilmente.

-¿Matar? -repitió Hoshino.

−Sí, Hoshino. Tú debes matar a aquel tipo.

−¿Y quién es?

-Cuando lo veas, lo sabrás. ¡Ah! Es él -dijo el gato negro-. Pero mientras no lo veas, no lo sabrás.

Para empezar, él no tiene una forma definida. Adopta una u otra según le conviene.

−¿Es una persona?

-No. Esto sí que te lo puedo asegurar.

−¿Y qué pinta tiene?

−No lo sé -contestó Toro-. Te lo acabo de decir. En cuanto le eches una ojeada lo sabrás. Mientras no

lo veas, no lo sabrás.

Hoshino suspiró.

−¿Y cuál es la verdadera identidad del tipo ese?

-Tú no necesitas saber eso -dijo el gato-. Es muy difícil de explicar y, encima, quizá sea mejor que

no lo sepas. Sea como sea, el tipo ahora está agazapado, esperando. Escondido en la oscuridad,

conteniendo la respiración, observando lo que sucede a su alrededor. Pero no podrá quedarse

eternamente inmóvil. Tendrá que salir antes o después. Es posible que hoy mismo. Y él, entonces, se

cruzará sin falta en tu camino. Es una oportunidad única.

-¿Una oportunidad única?

−Sí. Una ocasión que sólo se da una vez cada mil años -explicó-. Tú tienes que esperarlo y

matarlo. Entonces se habrá acabado la historia y tú podrás irte finalmente a donde quieras.

-Y si me lo cargo, ¿no tendré luego problemas con la ley?

−Yo, de leyes, no entiendo -dijo el gato-. Al fin y al cabo soy un gato. Pero el tipo ese no es un

hombre, así que no creo que tenga nada que ver con la justicia. Sea como sea, es importantísimo

acabar con él. Eso lo sabe incluso un gato normal y corriente.

Pero ¿cómo debo matarlo? Ni siquiera sé el tamaño que tiene, ni la pinta que tiene. No sé

absolutamente nada. Así no se pueden hacer planes para matar a alguien, ¿no te parece?

-No importa cómo lo hagas. Puedes golpearlo con un martillo. Clavarle un cuchil o. Estrangularlo.

Quemarlo. Matarlo a mordiscos. Utiliza el método que prefieras. Lo importante es que deje de respirar. Debes liquidarlo con firmeza y determinación. Tú estuviste en el Ejército de Autodefensa,

¿verdad? Aprendiste a disparar un fusil gracias al dinero de los contribuyentes, ¿no? Aprendiste a

utilizar la bayoneta, ¿no? Eres un soldado, ¿no? Pues entonces debes de ser capaz de decidirlo tú

solito.

−En el ejército aprendí las técnicas de combate normales -protestó Hoshino débilmente-. Pero

nadie me enseñó cómo tender una emboscada y machacar con un martil o a una cosa grande que no es

una persona y que ni siquiera sé qué forma tiene.

−Él intentará pasar por la «puerta de entrada» -dijo el gato ignorando las palabras del joven-.

Pero no debe hacerlo. No tiene que entrar bajo ningún concepto. Hay que detenerlo antes de que

acceda a la «puerta de entrada». Esto es fundamental. ¿Lo has comprendido? Si dejamos escapar

esta oportunidad, no tendremos otra.

-Una ocasión que sólo se da una vez cada mil años.

−Exacto -dijo Toro-. Claro que eso es sólo una expresión.

−Pero, Toro, el tipo ese puede ser muy peligroso, ¿no? -preguntó Hoshino medrosamente-. ¿Y si es él

el que acaba matándome a mí?

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-Mientras se esté desplazando quizá no sea tan peligroso -dice el gato-. Pero en cuanto deje de

moverse sí puede serlo. Y mucho. Por lo tanto, no dejes pasar la oportunidad de atacarlo mientras esté

en movimiento. Dale entonces el golpe de gracia.

-¿Quizá? -pregunta Hoshino.

El gato negro no respondió. Con los ojos entrecerrados se desperezó sobre la barandil a y se

incorporó despacio.

−Hasta luego, Hoshino. No metas la pata y mátalo. Si no, Nakata no acabará de morir del todo. No

podrá descansar en paz. Y tú apreciabas mucho a Nakata, ¿verdad?

-Sí, era un buen hombre.

−Entonces, mata a ese tipo. Ya sabes, una gran determinación en el pensamiento, y luego ejecutas

tu idea sin dudarlo un instante. Esto es lo que Nakata hubiera querido que hicieras. Y tú lo harás por

Nakata. Los requisitos que él tenía han recaído en ti. Tú, hasta ahora, has sido un vivalavirgen,

has eludido todas las responsabilidades.

Ahora es el momento de pagar tu deuda. No la pifies. Cuentas con mi apoyo.

-Eso es alentador -dijo Hoshino-. Oye, se me acaba de ocurrir una cosa.

-¿Qué?

-Eso de que la puerta de entrada continúe abierta, ¿no será porque es una especie de señuelo para

atraer al tipo ese?

-Es posible -dijo Toro, el gato negro, como si el hecho careciera

de importancia-. Por cierto, Hoshino, me he olvidado de decirte una cosa. El tipo sólo puede

moverse por la noche. Es muy posible que se ponga en movimiento a altas horas de la noche. Así

que duerme bien durante el día. Que no te pil e dando cabezadas y desaproveches

la oportunidad.

El gato negro saltó grácilmente de la barandilla al tejado de la casa

vecina y se marchó con la cola erguida. Para lo grandote que era, el gato era muy ágil. El joven siguió

con los ojos la figura gatuna que se alejaba. El gato no se volvió ni una sola vez.

-¡Jo! -dijo el joven-. i Me rindo!

Cuando el gato desapareció, Hoshino fue a la cocina y buscó utensilios que pudieran servirle como

arma. Había un cuchillo de cortar pescado con la hoja terriblemente afilada, y una pesada macheta.

En la cocina no había más que los cacharros de cocina básicos, pero contaba con un extenso surtido de

cuchil os. Aparte de los cuchil os encontró un martil o grande y pesado y una cuerda de nailon. Y también

un punzón de picar hielo.

-¡Ojalá tuviera un fusil automático! -pensó Hoshino mientras

rebuscaba en la cocina. En el Ejército de Autodefensa, el joven había aprendido a usarlo y

siempre sacaba una puntuación muy alta en las prácticas de tiro. Pero no hace falta decir que en la

cocina no encontró ninguno. Además, si en aquel a tranquila urbanización empezaran a sonar disparos

de fusil automático, podría armarse la de san Quintín.

Hoshino dejó el cuchil o, la macheta, el punzón, el martil o y la cuerda bien alineados sobre la mesita

de la sala de estar. Luego se sentó al lado de la piedra y empezó a acariciarla.

-¡Joder! i Mira que...! -le dijo Hoshino a la piedra-. Esta historia de que tengo que luchar armado con

cuchil os y mazas contra n o sé qué bicho no tiene ni pies ni cabeza, ¿no te parece? Ya no te

cuento lo de que me dé las instrucciones un gato negro del barrio. Ponte en mi lugar. i Mira que...!

Pero, por supuesto, la piedra no hizo ningún comentario.

−Toro, el gato negro ese, me ha dicho que quizá no sea peligroso, pero eso, en definitiva, es sólo

un quizá. No es más que una suposición optimista. Si hay algún error y se me aparece un bicho

tipo Parque Jurásico, ya me dirás qué hago. ¡Adiós, Hoshino! Pobre de mí.

Silencio.

Hoshino cogió el martil o y lo blandió en el aire.

−Pero, pensándolo bien, también esto es el destino. Desde el momento en que recogí a Nakata en la

estación de servicio de Fujigawa, ya estaba escrito que acabaría sucediendo esto. Yo debía de ser el

único que no lo sabía. El destino es algo muy raro -dijo Hoshino-. ¡Eh, piedrecita! ¿Y a ti qué te parece?

Silencio.

−le vamos a hacer! Por más que me queje es el camino que he elegido. Y no me queda más

remedio que seguirlo hasta el final. No tengo ni idea de la mala pinta que tendrá el bicho ese, de lo

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asqueroso que puede llegar a ser, pero, i en fin!, i qué más da! Me dejaré la piel en el intento. Mi vida

habrá sido corta, pero habré pasado muy buenos ratos. También ha habido cosas interesantes en mi

vida. Según Toro, el gato negro, ésta es una ocasión que sólo se da una vez cada mil años. Algo

grande, vamos. Tampoco estará tan mal que me coronen de laureles. O a mi cadáver. Todo sea por

Nakata.

La piedra seguía guardando silencio.

Tal como le había dicho el gato, Hoshino echó una cabezadita sobre el sofá en previsión de la

noche. Hacer la siesta por órdenes de un gato le resultaba extraño, pero, en cuanto se tendió en el

sofá, durmió profundamente alrededor de una hora. A última hora de la tarde fue a la cocina,

descongeló marisco al curry, lo echó por encima del arroz y se lo comió. Luego, al caer la noche, se

sentó junto a la piedra con los cuchillos y el martil o al alcance de la mano.

Apagó la luz de la habitación, aunque dejó encendida una lamparilla. Le pareció que era mejor

así. Se trataba de algo que sólo se movía de noche. Mejor dejárselo todo bien oscuro. Hoshino

quería acabar lo antes posible. «Si tienes que salir, sal de una puta vez y zanjemos el asunto. Luego

me volveré a mi apartamento de Nagoya y le daré un telefonazo a alguna tía.»

El joven había dejado de hablarle a la piedra. Guardaba silencio, inmóvil, echando de vez en

cuando una ojeada al reloj. Cuando se aburría, cogía los cuchillos o el martillo y los blandía en el

aire. De ocurrir algo sería a medianoche, se dijo. Pero también era posible que fuese antes, no podía

dejar pasar la oportunidad. «Es una ocasión que sólo se da una vez cada mil años», pensó. No

podía hacer el burro. Cuando notaba un vacío en la boca, roía alguna galleta salada o bebía agua

mineral.

−i Eh, piedrecita! -le susurró Hoshino a la piedra a medianoche-. Por fin son las doce pasadas. La

hora de las brujas. Tengamos los ojos bien abiertos a ver si pasa algo.

Hoshino tocó la piedra. Le dio la sensación de que la superficie de la piedra estaba un poco más

caliente que de costumbre. Pero eso tal vez fueran figuraciones suyas. Para infundirse ánimos acarició

la superficie de la piedra varias veces.

−Cuento con tu apoyo, ¿verdad? Es que Hoshino necesita todo el apoyo moral que pueda conseguir.

Eran poco más de las tres de la madrugada cuando, desde la habitación donde yacía Nakata, le

l egó una especie de susurro amortiguado. El sonido de algo reptando por encima del tatami. Pero en el

cuarto de Nakata no había tatami. El suelo estaba cubierto por una alfombra. El joven levantó la

cabeza, aguzó el oído. No cabía ninguna duda. Ignoraba a qué se debía aquel ruido, pero en la

habitación donde yacía Nakata estaba ocurriendo algo. El corazón empezó a latirle con fuerza.

Agarró el cuchil o de cortar pescado con la mano derecha, la linterna con la izquierda. Se colgó el

martillo del cinturón, se levantó del suelo.

-iAl á voy! -gritó sin dirigirse a nadie en particular.

Hoshino se dirigió, ahogando sus pasos, hacia la puerta del cuarto de Nakata y la abrió con

cuidado. Apretó el interruptor de la linterna y dirigió rápidamente el haz de luz hacia donde estaba

el cadáver. Era de al í de donde procedía el susurro, no había duda. La luz de la linterna iluminó un

cuerpo blanco, largo y delgado. En aquel preciso instante reptaba hacia fuera por la boca del

cadáver, serpenteando y retorciéndose. Por la forma, recordaba un calabacín. El grosor sería

equivalente al del brazo de un hombre robusto. La longitud total era una incógnita, pero ya debía de

haber salido alrededor de la mitad.

El cuerpo era viscoso, resbaladizo y despedía una luz blanca. La boca de Nakata estaba abierta de

par en par, como la de una serpiente, para permitir el paso de aquel cuerpo. Incluso era posible que

se le hubiese desencajado la mandíbula.

Hoshino tragó saliva ruidosamente. La mano que sostenía la linterna empezó a temblar, y con

ella el haz de luz. «¡Joder! ¿Cómo voy a matar esto?», pensó. Por lo que alcanzaba a ver, no tenía

brazos, ni piernas, ni ojos, ni nariz. Era tan resbaladizo que no había por donde agarrarlo. ¿Cómo

podía liquidar para siempre una cosa así? Además, ¿qué tipo de criatura era aquel o?

¿Habría vivido siempre, de modo similar a un insecto parásito, oculto dentro del cuerpo de

Nakata? ¿O se trataba del alma de Nakata? ¿No, no podía ser! La intuición le decía que eso era

imposible. Una cosa tan desagradable como aquél a no podía haber estado dentro del cuerpo de

Nakata. «Si eso lo sé hasta yo», se dijo Hoshino. «Esta cosa habrá venido de vete a saber dónde y, a

través de Nakata, querrá escabul irse por la puerta de entrada. Aparece cuando le da la gana y utiliza a

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Nakata a su antojo, como si fuera un pasadizo. No puedo permitir que le haga esto a Nakata.

Tengo que matarlo, sea como sea. Tal como ha dicho Toro: tener una gran determinación en el

pensamiento y luego ejecutar tu idea con decisión. Adelante.»

Se acercó resueltamente a Nakata y clavó el afilado cuchillo de cortar pescado cerca de lo que

parecía ser la cabeza de la cosa blanca. Lo extrajo, volvió a clavarlo. Repitió la acción una y otra vez.

Pero aquel cuerpo apenas oponía resistencia a las cuchilladas. Sólo notaba como si le estuviera

clavando el cuchillo a unas verduras tiernas. Debajo de la superficie blanca y resbaladiza no había

carne, ni huesos, ni vísceras, ni cerebro. Tan pronto retiraba el cuchillo de la herida, aquella

especie de mucosidad cerraba inmediatamente la brecha. No manaban de las heridas ni sangre ni

fluido corporal alguno. «Este bicho es completamente insensible», pensó Hoshino. Por más agresiones

que recibiera, la cosa seguía, como si nada, deslizándose por la boca de Nakata, reptando en su

imparable avance hacia fuera.

Hoshino arrojó el cuchillo al suelo, volvió a la sala de estar, cogió la macheta que había dejado

sobre la mesita y volvió al cuarto. Luego la abatió con todas sus fuerzas sobre la cosa blanca. Al

primer golpe le partió la cabeza por la mitad. Tal como suponía Hoshino, dentro no había nada.

Estaba rel ena de la misma sustancia blanca, imprecisa, que la piel exterior. Tras asestarle varios

golpes de macheta, finalmente una parte de la cabeza acabó separándose del cuerpo. La parte desprendida quedó retorciéndose en el suelo como una babosa, pero pronto dejó de moverse,

como si hubiese muerto. Con todo, este hecho no logró detener el avance del resto del cuerpo. La

mucosidad recubría las heridas que se cerraban en un abrir y cerrar de ojos, y por la parte que

había quedado seccionada se producía un aumento de volumen y el cuerpo recobraba así su

forma original. Y seguía avanzando sin tregua.

La cosa blanca salió completamente de la boca de Nakata y mostró su cuerpo en toda su

longitud. Mediría, en total, alrededor de un metro, e incluso tenía cola. Gracias a la cola, Hoshino

pudo estar seguro, por primera vez, de dónde se localizaba la cabeza. La cola era pequeña y gorda

como la de una salamandra. En el extremo se afinaba de repente. No tenía patas. No tenía ojos, ni

boca, ni nariz. Pero podía jurarse que estaba provista de voluntad. «Mejor dicho, esta cosa no tiene

nada más que voluntad», pensó Hoshino. No le hacía falta la lógica para comprenderlo. «Sólo

mientras se desplaza, vete a saber por qué, toma casualmente esta forma.» Un escalofrío le recorrió la

espina dorsal. De todas formas, debía acabar con aquel o.

A continuación, el joven probó con el martil o. Tampoco dio resultado. Al golpear con aquel

mazacote de hierro, la parte que recibía el impacto se hundía de manera sorprendente, pero la

mucosidad y la suave piel de alrededor iban recubriendo el boquete y la cosa recuperaba enseguida

su aspecto original. Luego Hoshino se hizo con la mesita de la sala y, agarrándola por las patas,

golpeó con ella la cosa blanca. Pero, aunque le dio con todas sus fuerzas, no logró detenerla. No

se desplazaba deprisa, pero, reptando como una serpiente poco diestra, se estaba dirigiendo ya a la

habitación vecina, donde estaba la piedra de la entrada.

«Este bicho es diferente a cualquier otro animal», pensó Hoshino. «A este bicho no se le puede

liquidar con ninguna arma. No tiene vísceras donde clavarle el cuchillo, ni garganta que estrangular.

¿Qué puedo hacer? Si no se me ocurre nada, l egará a la "puerta de entrada". Y eso no puedo

permitirlo. Es un bicho maligno. Toro, el gato negro, ya me lo ha dicho: "Cuando lo veas, lo sabrás". Y

sí, tenía razón. En cuanto lo he visto lo he comprendido. A esto no se lo puede dejar con vida.»

Hoshino fue a la sala de estar en busca de otra cosa que pudiera usar como arma. No encontró

nada. Luego sus ojos toparon con la

piedra, a sus pies. La piedra de la entrada. Quizá pudiera aplastar a la cosa esa con ella.

Envuelta en la oscuridad, parecía estar rodeada de una aureola de un tenue color rojo. El joven se

agachó e intentó levantarla, sólo para probar. La piedra se había vuelto terriblemente pesada y no la

pudo mover ni un milímetro.

—¡Vaya! Conque te has vuelto la piedra de la entrada, ¿eh? —dijo el joven—. O sea, que tengo que

cerrarte antes de que la cosa esa l egue hasta aquí. Para que no pueda entrar.

El joven intentó con todas sus fuerzas levantar la piedra. Pero ésta seguía sin moverse.

—No quieres moverte, ¿eh? —le dijo Hoshino a la piedra respirando hondo—. ¿Sabes, piedrecita,

que pesas más que la otra vez? Lograrás que se me caigan los cojones al suelo, maja.

A sus espaldas seguía oyéndose aquel susurro. La cosa blanca se aproximaba cada vez más.

Apenas quedaba tiempo.

—Voy a intentarlo de nuevo —dijo el joven y puso una mano sobre la piedra. Respiró hondo, se

l enó los pulmones de aire hasta casi reventar, retuvo el aire dentro. Se concentró en un solo punto,

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agarró la piedra con las dos manos por un extremo. Si no lograba levantarla, no tendría una

segunda oportunidad. «i Ánimo, Hoshino!», se dijo a sí mismo. «Ha l egado la hora de la verdad,

déjate aquí los huevos.» Con toda la fuerza de la que fue capaz, acompañándose de un alarido,

trató de levantar la piedra. La piedra se levantó sólo un poco. Volvió a tensar al máximo sus

músculos para lograr que la piedra se separara del suelo.

Su mente quedó en blanco. Sintió cómo los músculos de los brazos se le hacían jirones. Sus

testículos ya debían de estar por los suelos desde hacía rato. Pero la piedra no se separaba del suelo.

Hoshino pensó en Nakata. Él había sacrificado los años de vida que le quedaban para cumplir la

misión de abrir y cerrar la piedra. Y él debía desempeñar su papel hasta el final. Había heredado los

requisitos de Nakata. Se lo había dicho el gato negro. Sus músculos necesitaban un suministro de

sangre nueva. Los pulmones le pedían el aire fresco necesario para fabricar sangre. Pero él no podía

respirar. Comprendió que la muerte se le estaba aproximando. Pronto, ante sus ojos, el abismo del

vacío abriría sus fauces. Pero Hoshino, reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, atrajo de

nuevo la piedra hacia sí. Logró levantarla como pudo y la piedra cayó del revés, con estrépito, al

suelo. El suelo tembló por el impacto. Los cristales de las ventanas vibraron. Era un peso terrible,

inmenso. Hoshino, sentado tal como había caído, aspiró una profunda bocanada de aire.

—i Buen trabajo, Hoshino! —se dijo a sí mismo un poco después.

Una vez que estuvo cerrada la puerta de entrada, acabar con la cosa blanca le resultó a

Hoshino mucho más fácil de lo que había esperado. Aquello ya no tenía ningún lugar adonde ir. Y la

cosa blanca lo sabía. Dejó de avanzar hacia donde se dirigía y vagó por la habitación buscando

algún lugar donde esconderse. Tal vez hubiese querido volver a meterse dentro de Nakata. Pero

carecía de las fuerzas necesarias para huir. Rápido como una centel a, Hoshino la persiguió y asestó

varios golpes sobre ella con la macheta. Volvió a cortar los trozos seccionados en trozos más

pequeños. Al principio, los trozos blancos quedaron retorciéndose sobre el suelo de madera de la

estancia, pero pronto las fuerzas los abandonaron y, poco a poco, dejaron de moverse. Al í quedaron,

rígidos, redondos, muertos. Debido a la mucosidad, la alfombra despedía un brillo blanco. Hoshino

recogió todos los pedazos del cadáver con el recogedor, los metió en una bolsa de basura, la ató

fuertemente con un cordel y, luego, metió esta primera bolsa dentro de una segunda bolsa de

basura, que ató, asimismo, fuertemente con un cordel. Al final metió la bolsa de basura en una

bolsa de tela gruesa que había dentro del armario empotrado.

Cuando hubo terminado, Hoshino sintió cómo las fuerzas lo abandonaban de repente, cayó de

rodillas al suelo, permaneció allí respirando hasta que se le llenaron los pulmones mientras alzaba

los hombros. Las dos manos le temblaban. Quiso decir algo, pero no le salían las palabras.

—i Lo has conseguido, Hoshino! —se dijo a sí mismo poco tiempo después.

Debido a la lucha con la cosa blanca y al hecho de haberle dado la vuelta a la piedra, había

ocasionado un estrépito espantoso y a Hoshino le preocupaba la posibilidad de que algún vecino

se hubiera despertado y l amado a la policía. Sin embargo, por suerte, no sucedió nada. No se oyó la

sirena de ninguna ambulancia, nadie llamó a la puerta. Lo último que quería Hoshino era ver a la

policía irrumpiendo de pronto en el apartamento. Sabía que no había ninguna posibilidad de que

la cosa blanca volviera a la vida. Ya no tenía lugar adonde ir. Sin embargo, mejor curarse en salud.

En cuanto amaneciera la quemaría en la playa. La convertiría en cenizas. Y después volvería a

Nagoya.

Ya casi eran las cuatro de la mañana. Pronto amanecería. Era hora de retirarse. Hoshino metió

algo de ropa para cambiarse en la bolsa de viaje. Decidió guardar dentro las gafas de sol y la gorra

de los Chúnichi Dragons por si acaso. Sólo faltaría que la policía lo pillara al final de todo. Cogió una

botel a de aceite para ensalada con el objetivo de quemar la bolsa. Se acordó del CD de El trío del

archiduque y lo metió también en la bolsa. Por último se acercó a la cama donde yacía Nakata. El

aire acondicionado seguía funcionando a toda máquina y la habitación parecía un congelador.

−iEh, abuelo! Me voy -dijo el joven-. Me sabe mal, pero tú no te puedes quedar aquí para siempre. En

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cuanto llegue a la estación llamaré a la policía para que se hagan cargo de tu cadáver. Te dejaré en

manos de los simpáticos guardias. O sea, que ya no nos volveremos a ver. No te olvidaré, abuelo.

Nunca. Vamos, como si eso fuera posible.

El aire acondicionado se detuvo con estrépito.

−¿Sabes qué pienso, abuelo? -prosiguió el joven-. A partir de ahora, siempre que ocurra algo en

mi vida, por pequeño que sea, pensaré: «Nakata, en esta situación, diría esto», «Nakata, en esta

situación, haría lo otro». Al menos ésa es la sensación que tengo. Y eso, abuelo, es algo muy grande.

Es decir, que significa que una parte de ti, abuelo, sigue viviendo dentro de mí. Vamos, no es que yo

sea un continente muy lúcido, pero, i en fin!, mejor eso que nada, ¿no?

Sin embargo, la persona a la que Hoshino se estaba dirigiendo no era más que la muda de

Nakata. La parte más importante hacía mucho tiempo que se había ido a otra parte. Y eso

también lo sabía Hoshino.

i Eh, piedrecita! -le dijo Hoshino a la piedra. La acarició. Volvía a ser una piedra cualquiera. Fría,

áspera-. Me voy. Me vuelvo a Nagoya. Tu asunto, al igual que el del abuelo, lo dejaré en manos de la

policía. Quería devolverte personalmente al santuario, pero tengo muy mala memoria y no me acuerdo

de dónde está la capilla de la que te saqué. Lo siento mucho. Perdóname. No me lances ninguna

maldición. Yo sólo hice lo que el Colonel Sanders me dijo. Así que, si se tiene que maldecir a alguien,

que sea a él. ¡En fin! Pase lo que pase, encantado de haberte conocido. A ti, piedrecita, tampoco te

olvidaré.

Luego, se calzó las Nike, con su suela gruesa, y salió de la casa. No cerró la puerta con l ave.

Llevaba la bolsa de viaje en la mano derecha y la bolsa con los pedazos de cadáver de la cosa blanca

en la izquierda.

-Damas y caballeros, es la hora de la fogata -dijo Hoshino alzando la vista al cielo del este que

empezaba a teñirse con los colores del amanecer.

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Pasadas las nueve de la mañana oigo el motor de un vehículo que se acerca y salgo a la puerta.

Poco después aparece un todoterreno de sólidas ruedas y cabina elevada. Es un Datsun cuatro por

cuatro que tiene toda la pinta de llevar más de medio año sin que lo haya lavado nadie. En la

parte de atrás acarrea dos largas tablas de surf muy usadas. El coche se detiene frente a la

cabaña. Al pararse el motor, la tranquilidad vuelve a los alrededores. La puerta del todoterreno se

abre, se apea un hombre alto. Lleva una camiseta holgada de color blanco, unos pantalones

cortos caqui y unas zapatillas de deporte con la desgastada suela rajada. En la camiseta, llena de

manchas de aceite, puede leerse: NO FEAR. Debe de rondar los treinta años. Es de espaldas

anchas, está bronceado de los pies a la cabeza, lleva barba de tres días. El pelo lo tiene lo bastante

largo como para cubrirle del todo las orejas. Deduzco que debe de tratarse del hermano de Ôshima, el

surfista, el que vive en Kóchi.

—¡Hola! —saluda.

—¡Buenos días! —digo.

Me extiende la mano, se la estrecho en el porche. Su apretón de manos es vigoroso. He acertado.

Es el hermano mayor de Ôshima. Me dice que todo el mundo lo llama Sada. Habla despacio,

escogiendo las palabras. No se apresura. Como si quisiera demostrar que tiene todo el tiempo del

mundo.

—Me han llamado de Takamatsu para que te venga a buscar y te l eve al í de vuelta —me dice—.

Por lo visto se trata de algo urgente.

—¿De algo urgente?

—Sí. Pero no sé qué es.

—Gracias por venir a buscarme —digo.

—No tiene importancia. ¿Tardarás mucho en recoger tus cosas?

—Estoy listo en cinco minutos.

Mientras meto de cualquier manera mis cosas en la mochila, él me ayuda a recogerlo todo sin

parar de silbar. Cierra la ventana, corre las cortinas, comprueba que la llave de paso del gas esté

cerrada, recoge la comida que ha sobrado, pasa un poco de agua por el fregadero. En cada uno

de sus movimientos se adivina que Sada considera la cabaña como una prolongación de sí mismo.

−Parece que a mi hermano le caes muy bien -me dice Sada-. Y a él no suele gustarle la gente. Tiene

un carácter un poco difícil.

−Conmigo ha sido muy amable.

Sada asiente.

-Cuando quiere, es amabilísimo. -Comenta de manera concisa.

Me siento en el asiento del copiloto, dejo la mochila a mis pies. Sada enciende el motor, pone

una marcha y, por último, asoma la cabeza por la ventanilla, hace un lento y minucioso repaso de

la cabaña y aprieta el acelerador.

-Esta cabaña es una de las pocas cosas que tenemos en común mi hermano y yo -dice Sada

conduciendo con mano experta por el camino de descenso de la montaña-. De vez en cuando,

a los dos nos entran ganas de venir aquí a pasar unos cuantos días solos. -Reflexiona unos

instantes sobre lo que acaba de decir, luego prosigue-. Esta cabaña era muy importante para

nosotros, todavía lo sigue siendo. Nos da fuerza. Pero una fuerza tranquila. ¿Entiendes a qué

me refiero?

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−Creo que sí -contesto.

−Mi hermano me dijo que seguro que lo entenderías -dijo Sada-. Quien no lo entiende no lo entenderá

jamás.

En la tela descolorida de los asientos hay adheridos muchos pelos blancos de perro. Huele a perro y

a mar. A la cera de las tablas de surf. A tabaco. Los botones de regular el aire acondicionado han

saltado. El cenicero está l eno a rebosar de colillas. En el hueco portaobjetos de la puerta hay un

montón de cintas de casete, todas sin caja.

−He entrado en el bosque -digo.

-¿Muy adentro?

-Sí -contesto-. Aunque Ôshima me advirtió que no lo hiciera. -¿Pero tú has entrado hasta muy

adentro?

-Sí -digo.

−Yo también tomé una vez la decisión de adentrarme en el bosque, y lo hice. De esto hará unos diez

años.

Después enmudece durante unos instantes, se concentra en las manos mientras sujeta el volante. Se

suceden las grandes curvas. Las ruedas gruesas del todoterreno arrojan un montón de piedrecitas

al fondo del precipicio. De vez en cuando aparece algún cuervo al lado del camino. No huye al ver

aproximarse el vehículo y, una vez que ha pasado de largo, se lo queda mirando con curiosidad.

−¿Viste a los soldados? -me pregunta Sada como si fuera lo más natural. Igual que si me estuviese

preguntando la hora.

−¿A los dos soldados que van juntos?

-Sí -dice Sada. Me lanza una rápida mirada de reojo-. ¿Tan adentro l egaste?

-Sí -respondo.

Con las dos manos asiendo el volante con lasitud, permanece en silencio durante un tiempo. No

manifiesta su opinión. La expresión de su rostro no cambia.

−Sada -digo.

−¿Sí?

−Hace diez años, cuando viste a los soldados, ¿qué hiciste?

−¿Que qué hice cuando vi a los soldados? -repite mi pregunta. Asiento, espero su respuesta. Sada

observa algo por el retrovisor, vuelve a dirigir la mirada al frente.

−Hasta ahora no se lo he contado a nadie -dice-. Ni siquiera a mi hermano. Bueno, a mi hermano o a

mi hermana, es igual. A mi hermano. Él no sabe nada de lo de los soldados.

Asiento en silencio.

-Y tal vez tampoco ahora quiera contárselo a nadie. Ni siquiera a ti. Y es posible que tú

tampoco quieras hablar de ello en toda tu vida. Ni siquiera conmigo. ¿Entiendes lo que te quiero

decir?

−Me parece que sí -digo.

-¿Qué crees que es aquel o?

−Lo que hay al í es imposible de explicar con palabras. La verdadera respuesta no se puede describir

con palabras.

-Exacto -dice Sada-. De eso se trata. Y lo que no se puede explicar con palabras, mejor no tratar

de explicarlo de ninguna forma.

−¿Ni siquiera a uno mismo? -digo yo.

−Ni siquiera a uno mismo -dice Sada-. Mejor no explicarte nada ni siquiera a ti mismo.

Sada me ofrece un chicle de menta. Tomo uno, lo masco. -¿Has hecho surf alguna vez? -me

pregunta.

−No.

-Cuando te vaya bien, te enseñaré -dice-. Bueno, si te apetece, claro. En la costa de Kóchi hay

olas muy altas, y no hay mucha gente. El surf es un deporte con más trasfondo de lo que parece. A

través del surf aprendemos a no ir en contra de la naturaleza. Ni siquiera cuando más violenta se

muestra.

Saca un cigarril o del bolsil o de su camiseta, se lo pone en la comisura de los labios, le prende fuego

con el encendedor del salpicadero.

−Ésta es otra de las cosas que no se pueden explicar con palabras. Una de esas que es imposible

responder con un sí o con un no -dice.

Entrecierra los ojos, exhala el humo del tabaco, despacio, por la ventanil a.

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−En Hawai hay un lugar que se l ama Toilet Bowl. Al í chocan las olas que se retiran con las que l egan

a la playa y se forman unos remolinos impresionantes. El agua se arremolina como en la taza del

váter. A la que en un wipe out" la espiral te succiona hasta el fondo, cuesta mucho salir a flote.

Según la fuerza de las olas, es posible que no lo consigas jamás. Allá estás tú, en el fondo del mar,

zarandeado por las olas, impotente. Lo único que puedes hacer es debatirte a la desesperada contra la

potencia del agua. Y tus fuerzas van menguando. Cuando lo vives en tu propia piel, comprendes lo

terrible que es. Pero, mientras no seas capaz de superar ese pánico, no puedes considerarte un

surfista hecho y derecho. Estás solo y te enfrentas a la muerte, la conoces, logras superarlo. En el fondo

del remolino piensas en muchas cosas. En cierto sentido te haces amigo de la muerte, empiezas a

poder hablar con el a con el corazón en la mano.

Cuando llegamos a la valla, Sada baja del todoterreno, cierra la puerta, echa la l ave del candado.

Sacude la puerta varias veces para asegurarse de que está bien cerrada.

Después permanecemos en silencio todo el rato. Pone un programa de música en FM, conduce.

Sé que apenas la escucha. Sólo la ha puesto como signo de algo. Ni siquiera le presta atención

cuando, al pasar el túnel, la emisión se entrecorta y hay interferencias. Como tiene el aire

acondicionado estropeado, tras entrar en la autopista deja todo el rato la ventanil a abierta de par en

par.

-Si quieres aprender a hacer surf, ven a verme -dice Sada cuando empieza a verse el mar Interior-.

Tengo una habitación libre, puedes quedarte todo el tiempo que quieras.

Gracias -digo-. Algún día iré. Pero no sé cuándo.

−¿Estás muy ocupado?

−Tengo que resolver algunas cosas.

-Yo también -me hace saber Sada-. Y lo digo sin ánimo de presumir.

Volvemos a quedarnos en silencio durante un buen rato. Él piensa en sus problemas, yo pienso en

los míos. Él permanece con la vista al frente, las manos en el volante, fumando un cigarrillo de vez en

cuando. A diferencia de Ôshima, corre poco. Con el codo apoyado en el marco de la ventanil a

abierta, circula a la velocidad permitida, sin prisas. Sólo cuando tiene delante algún vehículo que

circula muy despacio cambia de carril, pisa el acelerador con expresión de fastidio, adelanta y vuelve al

carril lento.

−¿Hace mucho que practicas surf? -le pregunto.

−Pues, mira -contesta. Se queda cal ado. Y, cuando empiezo a creer que se ha olvidado de mi

pregunta, me responde finalmente-. Hacía surf desde el instituto. Como pura diversión. Pero

empecé a dedicarme al surf en serio hace seis años. Estaba en Tokio. Trabajaba en una gran agencia

de publicidad. Pero el trabajo me aburría, lo dejé, volví aquí y empecé a hacer surf. Con mis ahorros y

el dinero que me prestaron mis padres abrí una tienda de artículos de surf. Como estoy solo, puedo

hacer, más o menos, lo que quiero.

−¿Querías volver a Shikoku?

−Eso también influyó -dice-. En un sitio que haya mar pero que no tenga las montañas cerca, yo

no acabo de sentirme del todo a gusto. El hombre, hasta cierto punto, está determinado por el lugar

donde ha nacido. Probablemente, la manera de pensar y de sentir de una persona funcionen de modo

sincrónico a la configuración del terreno, la temperatura y los vientos. ¿Dónde has nacido tú?

−En Tokio. En Nogata, en el distrito de Nakano.

-¿Y quieres volver a Nakano?

Sacudo la cabeza.

−No -digo.

−¿Por qué?

−No tengo ninguna razón para volver.

−Ya -dice.

−Creo que la configuración del terreno y los vientos no tienen mucho que ver conmigo -deduzco.

−Vaya -dice.

Después vuelve a enmudecer. Pero a Sada no parece importarle que el silencio se prolongue.

Tampoco a mí. Escucho la música de la radio lánguidamente, sin pensar en nada. Sada sigue con la

vista clavada al frente. Al final dejamos la autopista, nos dirigimos hacia el norte y entramos en la

ciudad de Takamatsu.

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Llegamos a la biblioteca Kómura alrededor de la una de la tarde. Tras dejarme frente a la

biblioteca, Sada regresa a Kóchi sin bajar del coche, sin detener siquiera el motor.

—¡Gracias! —le digo.

—¡Hasta pronto! —exclama. Saca la mano por la ventanil a, se despide con un único y pequeño

movimiento de la mano y se va, haciendo rechinar las grandes ruedas del todoterreno. Vuelve a sus

grandes olas, a su mundo, a sus propios problemas.

Me cargo la mochila a la espalda, cruzo el portal de la biblioteca. Aspiro el aroma de los arbustos

bellamente recortados del jardín. Me da la impresión de que hacía meses que no veía la biblioteca.

Pero, pensándolo bien, sólo han transcurrido cuatro días.

Oshima está sentado detrás del mostrador. Lleva corbata, cosa que no suele hacer. Camisa blanca y

una corbata a rayas verdes y amaril o mostaza. Lleva las mangas arremangadas hasta el codo, sin

americana. Delante de él, la acostumbrada taza de café y dos lápices recién afilados.

—¡Hola! —me saluda Oshima. Sonríe como siempre.

—Buenas tardes —lo saludo yo.

—¿Te ha traído mi hermano?

—Sí.

—No ha hablado mucho, supongo —dice Oshima.

—Sí, un poco sí que hemos charlado —digo.

—i Qué bien! Eres una persona afortunada. Según con quién o según cuándo, es muy capaz de no

abrir la boca.

—¿Ha sucedido algo? —pregunto—. Me ha dicho que se trataba de algo urgente.

Oshima asiente.

—Tengo que decirte varias cosas. La primera, que la señora Saeki ha muerto. De un ataque al

corazón. El martes por la tarde me la encontré en el estudio del primer piso, de bruces sobre la

mesa, muerta. Murió de repente. No parecía que hubiese sufrido en absoluto.

Me quito la mochila del hombro, la dejo en el suelo. ¿Martes por la tarde? —pregunto—. Hoy es

viernes, ¿verdad?

—Sí, hoy es viernes. La señora Saeki murió el martes, poco después de terminar la visita guiada.

Quizá debería haberte avisado antes, pero me sentía completamente incapaz de ordenar mis ideas.

Hundido en la silla, no puedo mover ni un músculo. Tanto Oshima como yo permanecemos en

silencio durante un buen rato. Desde donde me encuentro se ven las escaleras que l evan al primer

piso. La barandilla negra bien pulida, la vidriera del descansillo. Estas escaleras tienen un profundo

significado para mí. Porque, subiéndolas, podía ver a la señora Saeki. Ahora han perdido todo

significado, se han convertido en unas escaleras vulgares. El a ya no está al í.

—Tal como te expliqué una vez, esto probablemente ya estaba decidido de antemano —dice Oshima

—. Lo sabía yo, lo sabía el a. Pero no hace falta decir que, cuando finalmente sucede, es muy duro.

Oshima hace una pausa. Pienso que debería decir algo. Pero no logro articular palabra.

—De acuerdo con sus últimos deseos, no ha habido funeral —prosigue Oshima—. La han incinerado y

basta. Su testamento estaba dentro del cajón del escritorio que hay en el estudio del primer piso.

Todos sus bienes los ha donado a la fundación que administra la biblioteca Kómura. A mí me ha

dejado su pluma Montblanc como recuerdo. Y, a ti, una pintura al óleo. El cuadro de aquel muchacho

a la orilla del mar. ¿Te lo quedarás?

Asiento.

—Lo tengo aquí envuelto, para que te lo l eves cuando quieras.

—Gracias —logro decir finalmente.

—Oye, Kafka Tamura —dice Oshima. Coge un lápiz y lo hace rodar entre los dedos como siempre

—. ¿Te importaría que te hiciera una pregunta?

Niego con un movimiento de cabeza.

—Tú ya sabías que el a había muerto, ¿verdad? Antes de que yo te lo dijera.

Vuelvo a asentir.

—Creo que lo sabía.

—Ésa es la impresión que me daba —dice Oshima exhalando un profundo suspiro—. ¿Quieres beber

agua o algo? Si te soy sincero, haces cara de haber acabado de cruzar el desierto.

—Sí, gracias. Lo cierto es que tengo una sed espantosa. —Al decírmelo Oshima, me he dado cuenta

de el o.

Me bebo de un trago el vaso de agua con hielo que me ha traído Ôshima. Me duele un poco el

fondo de la garganta. Dejo el vaso encima de la mesa.

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-¿Quieres más?

Sacudo la cabeza.

−¿Qué vas a hacer ahora? -me pregunta Oshima.

-Volver a Tokio -respondo.

-¿Y qué harás una vez que te encuentres en Tokio?

−Primero iré a la policía y lo explicaré todo. Si no, tendré que pasarme toda la vida huyendo de la

policía. Luego, probablemente, tenga que volver a la escuela. No es que me apetezca volver, pero

aún no he terminado la enseñanza obligatoria y no creo que me quede más remedio. Si aguanto

unos meses, en cuanto me gradúe podré hacer lo que quiera.

−Desde luego -dice Ôshima. Me mira a la cara con los ojos entrecerrados-. Creo que es lo mejor que

puedes hacer.

−Cada vez he ido teniendo más claro que era eso lo que debía hacer. -Por más que huyas, no vas a

ninguna parte.

−Es probable.

−Parece que has madurado -dice.

Sacudo la cabeza. No me salen las palabras.

Oshima se da algunos golpecitos en la sien con la goma de la punta del lápiz. El teléfono empieza

a sonar, pero Oshima lo ignora.

-Cada uno de nosotros sigue perdiendo algo muy preciado -dice cuando el teléfono deja de

sonar-. Oportunidades importantes, posibilidades, sentimientos que no podrán recuperarse

jamás. Esto es parte de lo que significa estar vivo. Pero dentro de nuestra cabeza, porque creo que

es ahí donde debe de estar, hay un pequeño cuarto donde vamos dejando todo esto en forma de

recuerdos. Seguro que es algo parecido a las estanterías de esta biblioteca. Y nosotros, para localizar

dónde se esconde algo de nuestro corazón, tenemos que ir haciendo siempre fichas catalográficas.

Hay que limpiar, ventilar la habitación, cambiar el agua de los jarrones de flores. Dicho de otro

modo, tú deberás vivir hasta el fin de tus días en tu propia biblioteca.

Miro el lápiz que Ôshima tiene en la mano. Verlo me destroza el corazón. Pero puedo dejar de ser

el chico de quince años más fuerte del mundo, al menos por un tiempo. O fingirlo. Tomo una

gran bocanada de aire, me lleno los pulmones, empujo el nudo de sentimientos hacia dentro.

−¿Podré volver algún día? -pregunto.

−Por supuesto -dice Oshima, y deja el lápiz sobre el mostrador. Cruza las manos por detrás de la

nuca, me mira de frente-. Por lo visto, voy a dirigir la biblioteca yo solo durante un tiempo. Es muy

posible que necesite un ayudante. Cuando te hayas librado de la policía y de la escuela, si quieres,

puedes volver aquí. Ni la ciudad ni yo pensamos irnos a ninguna parte. Una persona debe

pertenecer a algún lugar, en mayor o menor medida.

-Gracias -digo.

−No hay de qué -dice.

-Además, tu hermano tiene que enseñarme a hacer surf.

−i Caramba! A él no le suele gustar la gente. Tiene un carácter un poco difícil.

Asiento. Sonrío. Un par de hermanos muy parecidos, sí, señor.

-Escucha, Tamura -dice Oshima mirándome fijamente-. Tal vez me equivoque, pero me parece

que es la primera vez que te veo sonreír, aunque sea un poquito.

−Quizá sí -digo. He sonreído. Es cierto. Me sonrojo.

-¿Cuándo volverás a Tokio?

−Ahora mismo.

−¿No puedes esperar hasta la noche? Después de cerrar la biblioteca podría l evarte a la estación

en coche.

Tras pensármelo unos instantes niego con la cabeza.

−Gracias, pero es mejor que me vaya enseguida.

Oshima asiente. De una habitación del fondo me trae el cuadro cuidadosamente envuelto. También

me entrega un single de Kafka en la oril a del mar metido en un sobre.

−Un regalo.

−Gracias -digo-. Por último, me gustaría subir a ver otra vez el estudio de la señora Saeki. ¿Te

importa?

-Claro que no. Míralo tanto como quieras.

−¿Me acompañas?

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−Vamos.

Subimos al primer piso, entramos en el despacho de la señora Saeki. Me planto delante del

escritorio, toco la superficie con suavidad. Pienso en las cosas que ha ido absorbiendo a lo largo del

tiempo. Me represento la última imagen de la señora Saeki, de bruces sobre esta mesa. La

recuerdo escribiendo febrilmente, de espaldas a la ventana. Yo siempre le traía el café aquí. Cuando

me veía entrar por la puerta, siempre abierta, el a levantaba la vista, me miraba, esbozaba una sonrisa.

-¿Qué era lo que se pasaba el día escribiendo aquí la señora Saeki? -pregunto.

−No lo sé -dice Oshima-. Lo único que puedo decirte es que ella se fue al otro mundo l evándose

consigo muchos secretos.

Llevándose consigo varias hipótesis, añado para mis adentros.

La ventana está abierta, la brisa de junio hace ondear en silencio los bajos de las cortinas blancas de

encaje. Huele a mar. Recuerdo el tacto de la arena en mi mano. Me aparto de la mesa, me acerco a

Oshima, lo abrazo con fuerza. El cuerpo esbelto de Oshima me trae un sinfín de nostálgicos

recuerdos. Oshima me acaricia el pelo en silencio.

−El mundo es una metáfora, Kafka Tamura -me dice Oshima al oído-. Pero ¿sabes? Tanto para ti

como para mí, esta biblioteca es lo único que no es la metáfora de nada. Esta biblioteca es sólo esta

biblioteca. Eso quiero que quede bien claro entre nosotros.

−Por supuesto -digo.

-Es una biblioteca muy sólida, muy personal, muy especial. Y nada puede reemplazarla.

Asiento.

-Adiós, Kafka Tamura -se despide Oshima.

−Adiós, Oshima -digo yo-. Me gusta mucho tu corbata. Él se separa de mí, me mira

fijamente a la cara y sonríe.

−Me estaba preguntando cuándo lo dirías al fin.

Con la mochila a la espalda voy andando hasta la estación, cojo el tren, me dirijo a Takamatsu. En

la ventanilla compro un billete para Tokio. El tren l egará por la noche, tarde. De momento me alojaré

en alguna parte y, luego, posiblemente vuelva a mi casa, en Nogata. Regresaré a aquella enorme

casa desierta, donde no hay un alma, estaré solo de nuevo. Nadie aguarda mi regreso. Pero no

tengo ningún otro lugar adonde volver.

Desde el teléfono público de la estación, l amo al móvil de Sakura. Está muy ocupada. Pero dispone

de unos minutos. Aunque no podrá hablar mucho rato. Le digo que es suficiente con unos minutos.

−Vuelvo a Tokio -digo-. Ahora estoy en la estación de Takamatsu. Sólo quería decírtelo.

−¿Qué? ¿Ya has dado por concluida la fuga?

−Pues, sí.

-La verdad es que a los quince años es demasiado pronto para largarse de casa -dice-. ¿Y qué

harás una vez en Tokio?

−Probablemente vuelva a la escuela.

−De cara al futuro, no es ninguna mala idea. Eso seguro -dice.

−Tú también volverás a Tokio, ¿verdad, Sakura?

-Sí. En septiembre. Este verano pienso irme de viaje a alguna parte.

−¿Podré verte en Tokio?

-Claro. Por supuesto -dice ella-. ¿Me das tu número de teléfono? Le doy el número de teléfono de

la casa de Nogata. El a toma nota. -¿Sabes? El otro día soñé contigo -dice el a.

-Yo también soñé contigo.

−Espero que no hayas soñado ninguna guarrada, ¿eh?

−Pues sí, lo era -admito-. Pero no era más que un sueño. ¿Y tú?

−Yo no soñé ninguna guarrada. ¿Qué te crees? Soñé que tú estabas solo en una casa enorme, en

una especie de laberinto, dando vueltas. Estabas buscando una habitación especial, pero no eras

capaz de encontrarla de ninguna de las maneras. Y dentro de esa casa había alguien que, a su

vez, estaba dando vueltas buscándote a ti. Yo gritaba, quería avisarte, pero mi voz no te l egaba. Fue un

sueño terrorífico. Mientras soñaba, por lo visto, no dejé de gritar, así que cuando me desperté

estaba exhausta. Estaba muy preocupada por ti.

−Gracias -dije-. Pero sólo era un sueño.

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−¿No te ha pasado nada malo?

-No me ha pasado nada malo.

No me ha pasado nada malo, me digo a mí mismo.

−Adiós, Kafka -se despide-. Ahora tengo que volver al trabajo, pero cuando tengas ganas de charlar

conmigo, l ámame cuando quieras.

−Adiós -digo, y añado-: hermanita.

Paso el puente, cruzo el mar, en la estación de Okayama hago transbordo al shinkansen." Sentado

en mi asiento, cierro los ojos. Me abandono al balanceo del tren. A mis pies, envuelto con esmero,

reposa el cuadro Kafka en la oril a del mar. Percibo su roce junto a los pies.

−Quiero que te acuerdes de mí -dice la señora Saeki. Y me mira directamente a los ojos-. Si tú me

recuerdas, no me importará que el resto del mundo me olvide.

Un tiempo poseedor de peso específico cae sobre ti como un viejo sueño con múltiples

significados. Continúas desplazándote para atravesar ese tiempo. Aunque llegues hasta el fin

del mundo, no podrás huir de él. Con todo, tienes que llegar hasta el final. Porque hay algo que no

podrás hacer a menos que consigas l egar hasta al í.

Pasada Nagoya empieza a llover. Contemplo cómo los goterones van trazando líneas en el

cristal de la ventanilla. Pensándolo bien, cuando salí de Tokio también llovía. Pienso en la lluvia

cayendo sobre diferentes lugares. La l uvia que cae en el bosque, la l uvia que cae sobre la superficie

del mar, la lluvia que cae en la autopista, la lluvia que cae sobre la biblioteca, la l uvia que cae en el

fin del mundo.

Cierro los ojos, dejo que las fuerzas me abandonen, relajo mis músculos en tensión. Me

concentro en el monótono traqueteo del tren. Sin previo aviso, una lágrima aflora de un lagrimal.

Percibo su cálido tacto en la mejilla. Brota del ojo, se desliza por la mejilla, se detiene junto a mi

boca y, al í, con el paso del tiempo, se seca. «No importa», me digo a mí mismo. «Es sólo una lágrima.»

Incluso podría pensar que no era mía. Podría sentirla como parte de la lluvia que azota los cristales.

¿Habré hecho lo correcto?

—Has hecho lo correcto —me dice el joven l amado Cuervo—. Has hecho lo mejor que podías hacer.

Nadie podría haberlo hecho mejor que tú. Porque tú eres el auténtico chico de quince años más fuerte

del mundo.

—Pero yo todavía no entiendo el sentido de la vida.

—Mira el cuadro —dice—. Escucha el susurro del viento. Asiento.

—Podrás hacerlo.

Asiento.

—Es mejor que duermas —dice el joven l amado Cuervo—. Y, al despertar, habrás pasado a formar

parte de un mundo nuevo.

Dentro de poco te dormirás. Y, al despertar, habrás pasado a formar parte de un mundo nuevo.

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Reseña de la obra de Haruki Murakami

Pocas veces se ha escrito un canto tan sencillo y a la vez mágico a la soledad. Porque si algo nos queda

seguro después de haber leído “Kafka en la orilla” es el halo solitario y fantástico que cubre toda la

novela, y la certeza de que para escribir grandes obras también es necesaria la belleza de la sencillez y la

cotidianidad de las cosas de nuestro mundo, esas pequeñas historias que al fin y al cabo conforman todo

esto que llamamos vida.

La novela entera es un paso por toda nuestra historia. Rebosa tragedia y

literatura griega, con referencias a las grandes obras de la literatura clásica, del

cine y hasta nos acaba dando lecciones de música clásica. Nos acompaña la

insignia de Edipo que marcará el rumbo inicial de la historia de nuestro joven

protagonista. El libro tiene reminiscencias de Kafka, de nuestra siempre común

Odisea, que Homero inmortalizaría en todos los pasos que damos en nuestra vida;

así, aquí nos volverán a lanzar el mensaje de que lo que importa es el camino y no

la vuelta de la travesía. Durante toda la novela se nos muestran grandes

compendios de la filosofía que nos han ido dejando importantes hombres durante

muchos años y se nos enseña a la vez que se nos alienta con una historia

absorbente, trepidante y genialmente entretenida. Podríamos decir que esta

magnífica novela es una rapsodia de todo lo bueno que hubo y se nos enseñó desde que el hombre conoció

el instrumento de la comunicación, no dejando nunca de lado la inolvidable pluma de Shakespeare, el cine

de Truffaut y la mirada lejana de un adolescente que nunca murió.

El protagonista tiene un gran parecido con el Antoine Doniel de Los 400 golpes. Imbuido por la maldición

de Edipo, huirá de su destino obviando que su destino siempre lo llevará colgando sobre la espalda, al

igual que el joven que se haría rey matando a su padre y acostándose con su madre. Se marchará de casa

en su decimoquinto cumpleaños, aunque no irá solo, sino con una voz que lo acompañará durante toda la

travesía, el joven llamado Cuervo, lo que podríamos llamar como la voz de su conciencia. Su historia, que

a simple vista puede parecer simple, irá convirtiéndose en toda una trama enrevesada que cada vez dejará

más paso a los sueños que a la propia realidad, acabando en un bosque fantástico en el que el tiempo no

existe, conducido por unos derroteros insospechados hacia el embarque del peligro al que siempre estamos

sometidos cuando dejamos de ser cobijados por nuestros padres.

Un racionalista empedernido no debe de leer esta novela, pues en ella, aunque en un principio no lo

parezca, rebosa una fantasía que será la magia que rodee finalmente toda la obra, la belleza de un sueño, el

estrafalario mundo de lo desconocido. No es literatura oriental difícilmente masticable para un occidental;

curiosamente Haruki Murakami es considerado de los escritores orientales el más occidental, escribiendo

novelas al más puro estilo norteamericano, pero nunca dejando de lado ese complejo mecanismo de la

fantasía que no puede razonarse.

El autor sabe jugar con las emociones del lector. Sabe empaparlo de

conocimiento para luego empezar a unir las piezas de un puzzle gigante al que

al principio no le encontrábamos sentido, de una manera original y pocas veces

vista. Así crea en el lector esas ansias de querer seguir leyendo, de querer

conocer una pieza más de ese puzzle que, aunque cada vez se nos torne más

complejo, se nos antoja adictivo y delicioso. Los personajes de la novela son

de esos que nunca se olvidan, parejas entrañables como Ho

shino y Nakata, éste último con reminiscencias de un Dios más aventajado que

muchos que conocemos aunque sea un tonto rematado, más sabio aun que el

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que murió diciendo que no sabía nada, nos hacen el camino ameno y divertido. Gran parte del libro es

observado desde los ojos de ese niño de quince años que quiere ser el niño de quince años más fuerte del

mundo, aunque al final demuestre, como humano que es, lo frágil de nuestra existencia. La complejidad de

un personaje como la señora Saeki nos meterá aún más de lleno en la historia, a la vez que nos sumergirá

en más y más preguntas. También admiraremos ese sabio mentor que parece ser un segundo padre para él

llamado Oshima, encargado de la biblioteca Kômura, con su obligada metáfora a la biblioteca que todos

llevamos dentro, la de nuestros propias historias, nuestros recuerdos, donde sucederán grandes momentos

de esta extravagante historia.

La novela conforma una enorme alegoría a la soledad del hombre y a la belleza de los sueños. Haruki

Murakami nos demuestra que el punto entre la fantasía y la realidad nunca está determinado, y que el

mundo de los sueños no tiene porque necesariamente estar tan lejos de nuestra propia existencia.

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Sinopsis

Kafka Tamura se va de casa el día en que cumple quince años. La razón, si es que la hay, son las malas

relaciones con su padre, un escultor famoso convencido de que su hijo habrá de repetir el aciago sino del

Edipo de la tragedia clásica, y la sensación de vacío producida por la ausencia de su madre y su hermana,

a quienes apenas recuerda porque también se marcharon de casa cuando era muy pequeño. El azar, o el

destino, le llevarán al sur del país, a Takamatsu, donde encontrará refugio en una peculiar biblioteca y

conocerá a una misteriosa mujer mayor, tan mayor que podría ser su madre, llamada Saeki.

Si sobre la vida de Kafka se cierne la tragedia –en el sentido clásico–, sobre la de Satoru Nakata ya se ha

abatido –en el sentido real–: de niño, durante la segunda guerra mundial, sufrió un extraño accidente que

lo marcaría de por vida. En una excursión escolar por el bosque, él y sus compañeros cayeron en coma;

pero sólo Nakata salió con secuelas, sumido en una especie de olvido de sí, con dificultades para

expresarse y comunicarse... salvo con los gatos. A los sesenta años, pobre y solitario, abandona Tokio tras

un oscuro incidente y emprende un viaje que le llevará a la biblioteca de Takamatsu. Vidas y destinos se

van entretejiendo en un curso inexorable que no atiende a razones ni voluntades. Pero a veces hasta los

oráculos se equivocan.

Edición

Kafka en la orilla

Haruki Murakami

Editorial Tusquets, 2006

Colección Andanzas

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