HARUKI MURAKAMI

KAFKA EN LA ORILLA

Traducción del japonés de Lourdes Porta

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I.' edición: noviembre de 2006

Haruki Murakami, 2002

de la traducción: Lourdes Porta, 2006

Diseño de la colección: Guillemot-Navares

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantú, 8 - 08023 Barcelona www.tusquetseditores.com

ISBN: 84-8310-356-7

Depósito legal: B. 43.985-2006

Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolá, 13-15 - 08013 Barcelona Impreso sobre papel Goxua de Papelera del

Leizarán, S.A. – Guipúzcoa Impresión: Limpergraf, S.L. - Mogoda, 29-31 - 08210 Barbera del Valles

Encuadernación: Reinbook

Impreso en España

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Kafka en la orilla

El joven l amado Cuervo

-Así que ya has conseguido el dinero, ¿no? -dice el joven l amado Cuervo. Lo dice con su peculiar

manera de hablar, arrastrando un poco las palabras. Como cuando te acabas de despertar de un profundo sueño y sientes la boca pesada y torpe. Simples apariencias. En realidad, está completamente

despierto. Igual que siempre.

Asiento.

−¿Cuánto?

Respondo tras confirmar, una vez más, la cifra en mi cabeza.

-Unos cuatrocientos mil yenes en metálico. Y, con la tarjeta, podría sacar algo más de unos ahorros

que tengo en el banco. Ya sé que no es gran cosa, pero de momento...

-Sí, no está mal -admite el joven l amado Cuervo-. De momento, claro.

Asiento.

-Pero este dinero no te lo habrá traído Santa Claus por Navidad, supongo.

-No, claro -digo.

El joven l amado Cuervo mira a su alrededor frunciendo levemente los labios con sarcasmo.

−¿Y de qué cajón ha salido?

No respondo. Él sabe muy bien de qué dinero se trata, claro. No sé a qué vienen estas preguntas

absurdas. Sólo se está burlando de mí.

−Va, déjalo correr -dice el joven l amado Cuervo-. Tú necesitas ese dinero. Con urgencia. Y lo has

conseguido. Qué importa que se lo hayas pedido a alguien, que lo hayas tomado prestado sin decir

nada o que lo hayas robado. En todo caso, es dinero de tu padre. Y con ese dinero, de momento,

saldrás adelante. Pero cuando te hayas gastado los cuatrocientos mil yenes y pico, ¿qué piensas

hacer? Porque el dinero que guardas en el monedero no crece solo como las setas en el bosque.

Y tú tienes que comer, necesitas un lugar para dormir. Y un día u otro el dinero se te acabará.

-Eso ya lo pensaré en su momento

-digo yo.

-Ya lo pensaré en su momento.

-Repite mis palabras como si

estuviera sopesándolas sobre la palma de la mano.

Asiento.

-¿Buscar trabajo, tal vez?

−Quizá -digo.

El joven l amado Cuervo hace un gesto negativo con la cabeza.

−¿Sabes? Deberías saber un poco más de qué va el mundo. ¿Qué diablos de trabajo va a encontrar

un niño de quince años en una tierra lejana, desconocida? Si ni siquiera has acabado la enseñanza

obligatoria. ¿Quién va a darte trabajo?

Me puse un poco colorado. Me ruborizo con facilidad.

−En fin, no insisto -dice el joven l amado Cuervo-. Tampoco sirve de nada que te pinte las cosas tan

negras. Total, ni siquiera han empezado. Tú ya has tomado una decisión. Ahora sólo te falta l evarla a

cabo. En cualquier caso, se trata de tu vida. Básicamente, la única vía es hacer lo que tú creas.

−Exacto. En definitiva, es mi vida.

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-Pero, de aquí en adelante, para poder sobrevivir tendrás que ser muy fuerte.

−Yo me esfuerzo todo lo que puedo -digo. -Sí, seguro que sí -dice el joven l amado Cuervo-. Durante

estos últimos años te has hecho muy fuerte. No es que no lo reconozca, ¿sabes?

Asentí.

-Sin embargo, sólo tienes quince años. Tu vida, en el mejor de los casos, no ha hecho más que

empezar. El mundo está l eno de cosas que todavía no has visto. Cosas que tú, ahora, ni siquiera

puedes imaginar.

Estábamos sentados el uno junto al otro, como siempre, en el viejo sofá de cuero del estudio de mi

padre. Al joven l amado Cuervo le gusta ese sitio. Le encantan los pequeños objetos que se encuentran

en él. Ahora juguetea con el pisapapeles de cristal con forma de abeja que tiene en la mano. Pero no

hace falta decir que, cuando mi padre está en casa, ni se acerca.

Y yo digo:

-De todas formas, tengo que irme de aquí. No hay vuelta de hoja.

-Sí, tal vez -asiente el joven l amado Cuervo. Deposita el pisapapeles sobre la mesa y cruza las manos

por detrás de la cabeza-. Pero aquí no acaba el asunto. Parece que no haga más que echarte jarros de

agua fría, pero yo no tengo muy claro que yéndote, por muy lejos que te vayas, puedas escapar. Me da

la impresión de que no hay que confiar demasiado en la distancia.

Pienso una vez más en la distancia. El joven l amado Cuervo lanza un suspiro y se presiona los

párpados con las yemas de los dedos. Me habla con los ojos cerrados, desde el fondo de las tinieblas.

-Juguemos a lo de siempre -propone.

−De acuerdo -digo. Yo también cierro los ojos y, en silencio, respiro hondo.

−¿Listo? Imagínate una tempestad de arena terrible, terrible de verdad --dice-. Y olvida cualquier otra

cosa.

Tal como me ha dicho, imagino una tempestad de arena terrible, terrible de verdad. Y olvido cualquier

otra cosa. Incluso quién soy. Me quedo en blanco. Las cosas van aflorando enseguida. Y él y yo las

compartimos en el viejo sofá de cuero del estudio de mi padre, como siempre.

−A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar me comenta el joven l amado Cuervo.

A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar.

Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección,

siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como

antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la

razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta,

en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte,

meterte en el a de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te l enen de arena e ir

atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el

tiempo. Al í sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo.

Imagínate una tormenta como ésta.

Me imagino una tormenta como ésa. Un blanco remolino que apunta al cielo, irguiéndose vertical como

una gruesa maroma. Mantengo los ojos y las orejas fuertemente tapados con ambas manos. Para que la

fina arena no se me meta en el cuerpo. La tormenta se acerca deprisa. Desde lejos puedo sentir la

fuerza del viento en la piel. Va a engul irme de un momento a otro.

El chico l amado Cuervo posa con suavidad una mano sobre mi hombro. La tormenta de arena se

desvanece. Pero yo continúo aún con los ojos cerrados.

—Tú, ahora, tendrás que ser el chico de quince años más fuerte del mundo. Sólo así lograrás

sobrevivir. Y, para el o, deberás comprender por ti mismo lo que significa ser fuerte de verdad.

¿Entiendes?

Me limito a permanecer cal ado. Me gustaría hundirme poco a poco en el sueño sintiendo su mano

sobre mi hombro. Un tenue aleteo l ega a mis oídos.

—Tú, ahora, pronto te convertirás en el chico de quince años más fuerte del mundo —me repite al oído

en voz baja el joven l amado Cuervo mientras me dispongo a dormir. Como si tatuara con tinta azul

oscuro estas palabras en mi corazón.

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Y tú en verdad la atravesarás, claro está. La violenta tormenta de arena. La tormenta de arena

metafísica y simbólica. Pero por más metafísica y simbólica que sea, te rasgará cruelmente la carne

como si de mil cuchil as se tratase. Muchas personas han derramado al í su sangre y tú, asimismo,

derramarás al í la tuya. Sangre caliente y roja. Y esa sangre se verterá en tus manos. Tu sangre y,

también, la sangre de los demás.

Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida.

¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará

clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en el a. Y ahí

estriba el significado de la tormenta de arena.

El día de mi decimoquinto cumpleaños me escapé de casa, me marché a una ciudad desconocida y

empecé a vivir en un rincón de una pequeña biblioteca.

Claro que si contara las cosas por orden, tal como ocurrieron, el relato se extendería una semana más.

Sin embargo, si tocamos sólo los puntos esenciales, eso fue lo que ocurrió: el día de mi decimoquinto

cumpleaños me escapé de casa, me marché a una ciudad desconocida y empecé a vivir en un rincón de

una pequeña biblioteca.

Quizá parezca un cuento de hadas. Pero no lo es. De ninguna de las maneras.

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Cuando me marché de casa, no sólo me l evé dinero en metálico del estudio de mi padre sin decir

nada. También me l evé un pequeño y viejo encendedor de oro (me gustaba su diseño y lo mucho que

pesaba) y una navaja plegable de acerado filo. Es para despel ejar ciervos, noto un gran peso cuando la

sostengo sobre la palma de la mano, la hoja medirá unos doce centímetros. Mi padre debió de

comprarla durante algún viaje al extranjero. Y, claro, decido l evarme también una potente linterna que

hay en un cajón de la mesa. Y también las gafas de sol, que me hacen falta para ocultar la edad. Unas

Revo de un profundo azul celeste.

Me pregunté si debía l evarme también el Rolex Oyster que tanto apreciaba mi padre, pero al final lo

dejé correr. La bel eza mecánica de ese reloj me fascinaba, pero no quería l amar la atención

cargándome de forma innecesaria de objetos de valor. Por otra parte, desde un punto de vista práctico,

me basta y me sobra con el Casio de plástico con alarma y cronómetro incorporados que uso

habitualmente. De hecho, el Casio me será mucho más útil. Desisto y vuelvo a meter el Rolex en el

cajón.

Y, además, una fotografía donde aparecemos mi hermana mayor y yo, de niños, uno al lado del otro.

Esta fotografía también se hal aba en el fondo del cajón del escritorio. Mi hermana y yo nos encontramos

en la playa, sonreímos felices. Mi hermana está vuelta hacia un lado, una sombra oscura le cubre medio

rostro. Por eso su sonriente faz aparece dividida en dos. Y, al igual que las máscaras de teatro griego

que he visto a veces en las ilustraciones de los libros de texto, su rostro comprende dos significados

superpuestos. La luz y la sombra. La esperanza y la desesperanza. La risa y la tristeza. La confianza y

la soledad. Yo, por mi parte, miro al objetivo de frente, con naturalidad. Aparte de nosotros, no hay nadie

más en la playa. Los dos vamos en traje de baño. Mi hermana l eva un bañador de una pieza con un

dibujo de florecitas rojas y yo unas bermudas muy feas que me quedan demasiado grandes. Sostengo

algo en la mano. Una especie de palo de plástico. Deshechas en blanca espuma, las olas nos bañan los

pies.

¿Dónde y cuándo, quién nos debió de hacer esa fotografía? ¿Cómo es que yo tenía esa expresión de

felicidad? ¿Cómo diablos podía parecer tan contento? ¿Cómo es que mi padre ha guardado únicamente

esta fotografía? Todo esto es un enigma. Yo debo de tener tres años y mi hermana, nueve. ¿Tan bien

nos l evábamos mi hermana y yo? No recuerdo en absoluto haber ido con mi familia a la playa. Tampoco

recuerdo haber ido a ningún otro lugar. En todo caso, no quería dejarla en manos de mi padre. Me meto

la vieja fotografía en la cartera. No hay ninguna de mi madre. Al parecer, mi padre ha tirado todas las

fotografías donde salía el a, todas, sin dejar ni una.

Tras pensármelo un poco, decidí l evarme el teléfono móvil. Cuando mi padre se dé cuenta de que ha

desaparecido, seguro que l amará a la compañía telefónica y se dará de baja. Y entonces no me será de

ninguna utilidad. De todas formas, lo metí en la mochila. Y también el cargador de la batería. Total, no

pesa gran cosa. En cuanto vea que el aparato no funciona, me bastará con tirarlo.

Decido no meter en la mochila más que lo indispensable. Lo más difícil es elegir la ropa. ¿Cuántos

juegos de ropa interior necesitaré? ¿Cuántos jerséis necesitaré? ¿Y cuántas camisas? ¿Y pantalones?

¿Y guantes? ¿Necesitaré bufanda? ¿Y pantalones cortos? ¿Y abrigo? En cuanto empiezo a pensar, no

acabo. Pero hay algo que sí tengo claro. No quiero vagar por una tierra extraña con un fardo enorme a la

espalda que proclame a los cuatro vientos que me he escapado de casa. Si lo hiciera, pronto l amaría la

atención. Me pondrían bajo la custodia de la policía y en un santiamén me habrían enviado de vuelta a

casa. O acabaría en manos de los tipejos menos recomendables de la zona.

A un lugar frío es mejor no ir. Llego a esta conclusión. Sencil o, ¿verdad? Pues me voy a un lugar

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cálido. Así no necesitaré abrigo. Ni guantes. Al no tener que pensar en el frío, la ropa necesaria queda

reducida a la mitad. Elegí prendas ligeras, fáciles de lavar, que se secaran deprisa y que abultaran lo

menos posible, las plegué bien y las embutí en la mochila. Aparte de ropa: mi saco de dormir threeseasons, que se puede deshinchar y plegar bien, un neceser con los productos de aseo básicos, una

capel ina de plástico, cuaderno y lápices, un discman MD de Sony con el que se puede grabar, y unos

diez discos compactos (la música es indispensable), pilas recargables de repuesto, ese tipo de cosas.

Los cacharros para cocinar de acampada no los necesito. Pesan y ocupan demasiado espacio. La

comida puedo comprarla en las tiendas que tienen abierto las veinticuatro horas. Me l evó mucho

tiempo acortar la lista. Añadía una cosa, y otra, luego la borraba. Volvía a apuntar un montón de cosas,

volvía a borrarlas.

El día de mi decimoquinto cumpleaños es la fecha ideal para irme de casa. Antes es demasiado pronto

y, después, tal vez sea ya demasiado tarde.

Pensando en este día, durante los dos últimos años, tras ingresar en la escuela secundaria, me he

dedicado a robustecer mi cuerpo de manera intensiva. Desde finales de primaria practicaba el judo, y al

empezar la secundaria no lo dejé del todo, pero no ingresé en el club de deporte de la escuela. En

cuanto tenía un momento libre me iba a correr al campo de deportes, a nadar a la piscina o al gimnasio

municipal a fortalecer mis músculos con aparatos. Al í, unos jóvenes monitores me enseñaron gratis la

manera correcta de hacer flexiones y el uso de los aparatos. Cómo fortalecer al máximo cada músculo.

Qué músculo se hace trabajar normalmente en la vida cotidiana y cuál puede moldearse sólo con el uso

de aparatos. El os me enseñaron la manera correcta de hacer levantamiento de pesas. Por suerte, yo ya

era alto de constitución y, gracias al ejercicio diario, mis hombros y mi pecho se ensancharon. Un

desconocido me echaría, sin problema, unos diecisiete años. Porque si aparentara los quince que tengo,

seguro que toparía con problemas adondequiera que fuese.

Aparte de mi trato con los monitores del gimnasio y con la asistenta que venía a casa cada dos días, y

dejando de lado las cuatro palabras indispensables que intercambiaba en la escuela, yo apenas hablaba

con la gente. A mi padre hacía ya mucho tiempo que lo evitaba. A pesar de vivir en la misma casa,

nuestros horarios eran completamente diferentes y, además, mi padre se pasaba el día encerrado en su

tal er, en un lugar separado. Y no hace falta decir que yo tenía siempre la precaución de no coincidir con

él.

Yo iba a una escuela privada adonde, por lo general, acudían hijos de familias de la clase alta o, como

mínimo, adineradas. A no ser que lo hicieras muy mal, podías pasar directamente al bachil erato. Todos

tenían una bonita dentadura, la ropa limpia, la conversación aburrida. Yo, por supuesto, no gozaba de

grandes simpatías. Había levantado un alto muro a mí alrededor y hacía lo imposible para que nadie se

metiera dentro y para no tener que dar yo un paso fuera de él. Y este tipo de personas no suele gustar a

nadie. Frente a mí, todos guardaban una distancia prudencial, jamás bajaban la guardia. Tal vez me

detestasen y, en algunas ocasiones, me temieran. Pero era de agradecer que no me hicieran caso. Solo,

tenía un montón de cosas que hacer. En las horas libres me iba a la biblioteca y devoraba un libro tras

otro.

Con todo, prestaba una gran atención a las clases. Era algo que el joven l amado Cuervo me había

aconsejado encarecidamente que hiciera.

Los conocimientos o habilidades que te enseñan en las clases de secundaria no se puede decir que

tengan una gran utilidad en la vida diaria, eso seguro. Y los profesores son en su gran mayoría un hatajo

de estúpidos. No me cabe la menor duda. Pero ¿sabes? Tú vas a irte de casa. Por lo tanto, en el futuro

quizá no vuelvas a tener la oportunidad de pisar la escuela, así que, mientras puedas, es mejor que te

metas en la cabeza todo lo que te enseñen, te guste o no. Tienes que ser como un papel secante y

absorberlo todo. Qué debes guardar y qué debes tirar, eso ya lo decidirás más adelante.

Y yo seguí ese consejo (yo solía seguir los consejos del joven l amado Cuervo). Puse los cinco

sentidos en el o, convertí mi cerebro en una esponja, agucé el oído y grabé en mi cerebro todas las

palabras que se pronunciaban en clase. Disponía de un tiempo limitado: las asimilaba, las memorizaba.

Por lo tanto, pese a no estudiar apenas fuera de clase, siempre era de los que en los exámenes sacaba

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las puntuaciones más altas.

A medida que mis músculos se endurecían como el metal, me iba convirtiendo en una persona cal ada.

Intentaba evitar que las emociones se me traslucieran en el rostro, me entrenaba para ser capaz de

impedir que profesores y compañeros de clase adivinasen qué estaba pensando. Pronto entraría en el

cruel y agresivo mundo de los adultos y tendría que sobrevivir en él yo solo. Debería ser más fuerte que

nadie.

Al mirarme al espejo descubría en mis ojos la frialdad de los ojos de un lagarto, veía cómo mi rostro se

había vuelto más duro e inexpresivo. Pensándolo bien, hacía tanto tiempo que no me reía que ni

recordaba cuándo había sido la última vez. Ni siquiera sonreía. Ni a los demás ni a mí mismo.

Pero no siempre podía salvaguardar ese apacible aislamiento. En ocasiones, el alto muro que debía

protegerme se desmoronaba sin más. No sucedía con frecuencia, pero a veces ocurría. Antes de que

pudiera darme cuenta, la pared había desaparecido y yo estaba expuesto completamente desnudo al

mundo. En esas ocasiones me sentía confuso. Terriblemente confuso. Además, al í había una profecía.

Al í había una profecía semejante a las aguas negras.

La profecía siempre está al í, como las aguas de un negro secreto. Por lo general, se ocultan

silenciosas en profundidades desconocidas. Pero a veces se desbordan sin palabras y empapan,

heladas, cada una de tus células, y tú, ante este cruel desbordamiento, te ahogas, boqueas y jadeas. Te

pegas al respiradero del techo y buscas con desesperación el aire fresco del exterior. Pero sólo

encuentras un aire reseco que abrasa tu garganta. El agua y la sed; el frío y el calor. Elementos

supuestamente antagónicos unen sus fuerzas y te atacan.

Con lo vasto que es el mundo, a ti te corresponde un espacio minúsculo –y ya te parece bien que así

sea–, pero éste no figura en ninguna parte. Cuando buscas una voz, sólo encuentras un silencio

profundo. Pero cuando buscas el silencio, sólo encuentras una voz que te va repitiendo incesantemente

la profecía. Esta voz, en algunas ocasiones, da a un interruptor secreto que se oculta en tu mente.

Tu corazón es como un gran río crecido tras un largo periodo de l uvias. Los postes indicadores del

camino están, todos sin excepción, sumergidos en la corriente, o tal vez hayan sido arrastrados a otro

lugar oscuro. Y la l uvia sigue cayendo torrencialmente sobre el río. Y cada vez que veas en las noticias

las imágenes de unas inundaciones pensarás: «Sí, justo. Ése es mi corazón».

Antes de salir de casa voy al cuarto de baño y me lavo las manos con jabón, me lavo la cara. Me corto

las uñas, me limpio las orejas, me lavo los dientes. Limpio concienzudamente cada rincón de mi cuerpo.

Hay ocasiones en que estar limpio es fundamental. Luego, frente al espejo, estudio mi rostro con

detenimiento. Aquí se refleja la cara que he heredado de mi padre y de mi madre -aunque la de mi

madre no la recuerdo en absoluto-. Por mucho que intente borrar la expresión que se refleja en él, por

mucho que intente apagar el bril o de mis ojos, por mucho que esculpa mi cuerpo, no puedo cambiar de

rostro. Por muy ardientemente que lo desee, este par de cejas largas y espesas, y la arruga del

entrecejo que sólo puedo haber heredado de mi padre, no las puedo borrar. Si quieres, podría matarlo

(con la fuerza que ahora tengo no me costaría nada). También podría borrar a mi madre de mi

memoria. Pero no puedo expulsar los genes que se encuentran en mí. Porque para expulsarlos debería

desterrarme a mí de mí mismo.

Y aquí está la profecía. Como un mecanismo enterrado en mí. Como un mecanismo enterrado en mí.

Apago la luz y salgo del lavabo. Un silencio húmedo y pesado se cierne sobre la casa. Susurros de

gente que no existe, el hálito de los muertos. Miro a mí alrededor, me detengo, respiro hondo. Las agujas del reloj marcan las tres de la tarde. Las dos agujas están cargadas de una cruel indiferencia. Bajo

su aparente imparcialidad, no están de mi lado. Ha l egado el momento de dejar atrás este lugar. Tomo

la pequeña mochila en la mano, me la cargo al hombro. Lo había ensayado muchas veces, pero jamás

me había parecido tan pesada.

He decidido dirigirme a Shikoku. No hay ninguna razón para el o. Pero mientras estoy mirando el

mapa se me ocurre, no sé por qué, que es al í adonde debo ir. Por mucho que lo mire, no, cuanto más

lo miro, más atraído me siento por ese lugar. Mucho más al sur que Tokio, separado de Honshú. En el a

se encuentra Tokio. (N. de la T) el clima es cálido. Jamás he pisado esa zona y no tengo al í un solo

conocido, ningún pariente. Si alguien indaga mi paradero (aunque no creo que lo haga nadie) no existe

ninguna posibilidad de que dirija hacia al á la mirada.

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Recojo en la ventanil a el bil ete que había reservado, monto en el autocar nocturno. Es el medio de

transporte más barato para ir a Takamatsu. Unos diez mil yenes y pico. Nadie se fija en mí. Nadie me

pregunta la edad. Nadie se me queda mirando. Únicamente el revisor inspecciona mi bil ete con gesto

mecánico. Sólo hay una tercera parte de los asientos ocupada. En su mayoría, los pasajeros viajan

solos, como yo, y el interior del autocar está sumido en un silencio extraño. El camino hasta Takamatsu

es muy largo. Según los horarios del autocar, son unas diez horas de viaje, l egaremos al í por la mañana temprano. Pero a mí el tiempo no me importa. Yo ahora lo tengo a espuertas. Cuando, a las ocho

pasadas, dejamos la terminal de autobuses, inclino el respaldo del asiento y me duermo. En el preciso

instante de hundirme en él siento cómo se me va debilitando la conciencia, igual que si se me hubieran

agotado las pilas.

Poco antes de medianoche empieza a l over a cántaros. De vez en cuando me despierto y, a través

de las cortinas baratas, contemplo la autopista en la noche. Las gotas de l uvia azotan con estrépito la

ventana, emborronan la luz de las farolas que hay al borde del camino. Están plantadas a intervalos

regulares, parece que miden el mundo hasta el infinito. Una nueva luz se acerca y, un instante después,

ya se ha convertido en una luz vieja a mis espaldas. Me doy cuenta de que ya han dado las doce de la

noche. Y, de manera automática, como si se me acercara de frente, hace su aparición el día de mi

decimoquinto cumpleaños.

−Feliz cumpleaños -me desea el joven l amado Cuervo.

−Gracias -le digo yo.

Pero la profecía, todavía una sombra, me acompaña. Compruebo que el muro que he levantado a mí

alrededor todavía sigue en pie. Cierro las cortinas, vuelvo a dormirme.

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El presente documento, catalogado como «Estrictamente Confidencial» por el Ministerio de Defensa

de los Estados Unidos de América, fue desclasificado en 1986 en base a la Ley de Desclasificación de

Documentos Oficiales. Actualmente puede consultarse en el Archivo Nacional de los Estados Unidos

de América (NARA), en Washington.

Esta serie de entrevistas grabadas se realizaron entre los meses de marzo y abril de 1946 bajo la

supervisión del comandante James P. Warren del Departamento de Inteligencia del Ejército de Tierra.

El alférez Robert O'Connell y el brigada Harold Katayama se encargaron del trabajo de campo en la

zona, la población XXX de la prefectura de Yamanashi. En todas las entrevistas efectuó las preguntas

el alférez Robert O'Connel , la traducción al japonés correspondió al brigada Harold Katayama y de la

redacción de los documentos se encargó el soldado de segunda clase Wil iam Come.

Las entrevistas se realizaron a lo largo de doce días, y a este efecto se destinó la sala de visitas del

ayuntamiento de la población xxx en la prefectura de Yamanashi. El alférez O'Connell entrevistó por

separado a: una profesora de la Escuela Nacional del barrio xxx de la población xxx, un médico

residente en la zona, dos miembros del cuerpo de la policía local y seis niños. Los mapas adjuntos, a

escala de 1: 10.000 y 1: 2.000, del área en cuestión fueron elaborados por el Instituto Topográfico del

Ministerio del Interior.

INFORME DEL DEPARTAMENTO DE INTELIGENCIA DEL EJÉRCITO DE TIERRA (MIS)

Fecha: 12 de mayo de 1946

Título: Informe sobre el Incidente de la montaña del bol de arroz, 1944

Número: PTYX-722-8936745-42213-WWN

Entrevista a Setsuko Okamachi (26), tutora de la clase B de cuarto curso de la Escuela Nacional del

barrio xxx de la población xxx. La conversación fue grabada. Se puede acceder al material relacionado

con la entrevista mediante el código PTYX-722-SQ118.

Impresiones del entrevistador, alférez Robert O'Connel :

Setsuko Okamachi es una mujer menuda y de facciones bonitas. Inteligente y con un gran sentido de

la responsabilidad, ha respondido con precisión y honestidad. Sin embargo, parece hal arse todavía, de

alguna manera, bajo los efectos del shock que le produjo el incidente. Se apreciaba cómo crecía en el a

la tensión psicológica conforme iba resiguiendo lo que recordaba. En esos momentos tendía a hablar

más despacio.

Eran poco más de las diez de la mañana cuando vi una luz plateada que bril aba en lo alto del cielo.

Un bril ante resplandor de luz plateada. Sí, era el reflejo que despide un objeto metálico, sin duda. Y ese

resplandor se fue desplazando muy despacio por el cielo, de este a oeste. Nosotros nos preguntamos si

se trataría de un B29. Estaba justo sobre nuestras cabezas. Así que teníamos que mirar directamente

hacia arriba. El cielo estaba despejado del todo, sin una nube, y la luz nos cegaba. Lo único que

veíamos era el resplandor de un objeto plateado que parecía de duraluminio. Sin embargo, el objeto se

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encontraba a una altura tal que no podía distinguirse su forma. Así que deduje que desde al í tampoco

podrían descubrirnos a nosotros. Por lo tanto, no temía que nos atacaran y tampoco me preocupaba

que nos bombardearan. ¿Qué sentido tiene arrojar bombas al corazón del bosque? Pensé que quizás

aquel avión fuera de camino a bombardear alguna gran ciudad o que quizá volviera de hacerlo. Así que

nosotros miramos el avión sin alarma alguna y continuamos andando. Yo incluso me sentí atraída por la

extraña bel eza de aquel a luz.

... Según el registro del Ejército, en aquel momento, es decir, alrededor de las diez de la mañana del 7

de noviembre de 1944, ningún bombardero ni ningún otro avión sobrevolaba la zona.

Pero yo, y también los dieciséis niños que se encontraban al í, todos, lo vimos con claridad, y todos

pensamos que se trataba de un B29. Todos habíamos visto varias veces formaciones de B29 y sabíamos que sólo los B29 pueden volar tan alto. Además, en la prefectura había una pequeña base aérea y,

de vez en cuando, también veíamos volar aviones japoneses, pero éstos eran demasiado pequeños

para alcanzar una altura semejante. Además, el bril o del duraluminio es diferente al bril o de cualquier

otro metal, y los únicos aviones hechos de duraluminio son los B29. Sólo que, en aquel a ocasión, no se

trataba de una gran formación, sino de un único aparato, y esto me pareció muy extraño.

¿Nació usted en esta zona?

No. Yo nací en la prefectura de Hiroshima. Me trasladé aquí al casarme, en 1941. Mi marido era

profesor de música en un instituto de esta prefectura, pero en 1943 fue l amado a filas y, en junio de

1945, tomó parte en la batal a de Luzón y murió en combate. Según me comunicaron, estaba haciendo

guardia en un almacén de munición en las afueras de Manila cuando el almacén fue alcanzado por los

disparos de la artil ería del ejército americano. Mi marido murió en la explosión. No tuvimos hijos.

¿Cuántos alumnos tenía a su cargo aquel día?

Dieciséis entre niños y niñas, la totalidad de la clase exceptuando a dos que no habían participado en

la excursión por estar enfermos. La proporción era de ocho niños y ocho niñas. Entre el os había cinco

que habían sido evacuados de Tokio.

Con la finalidad de realizar unos ejercicios prácticos al aire libre, a las nueve de la mañana salimos de

la escuela con las cantimploras y la comida. Por más que los haya l amado «ejercicios prácticos al aire

libre», no se trataba de ningún estudio especial. Básicamente consistía en ir a la montaña a buscar

setas y hortalizas silvestres comestibles.

Nosotros vivimos en una zona agrícola, así que la comida no faltaba. Pero eso no quiere decir que

contáramos con suficientes alimentos. La contribución obligatoria al gobierno era dura y, exceptuando

unos cuantos, todos teníamos siempre el estómago vacío.

Por lo tanto, exhortábamos a los niños a que buscaran, fuera donde fuese, algo comestible. Era una

situación de emergencia y los estudios habían pasado a un segundo término. Así pues, en aquel os

momentos se realizaban con frecuencia los así l amados «ejercicios prácticos al aire libre». Alrededor

de la escuela hay zonas de gran riqueza natural y no resultaba difícil encontrar lugares idóneos para

realizar estos «ejercicios prácticos». En este sentido, podíamos considerarnos afortunados. Todas las

personas que se hal aban en las ciudades pasaban hambre. En aquel os momentos ya estaban

cortadas las rutas de abastecimiento procedentes de Taiwan y del continente, y las grandes ciudades

sufrían una grave escasez de víveres y de combustible.

Usted ha mencionado que en su clase había cinco niños que habían sido evacuados de Tokio. ¿Se

l evaban bien con los niños de la zona?

Por lo que se refiere a mi clase, en general los niños se l evaban bien. Unos eran del pueblo y, los

otros, provenían del centro de Tokio: no hace falta decir que habían crecido en ambientes

completamente distintos. Hablaban un lenguaje diferente, vestían de diferente forma. Además, la mayor

parte de los niños de la zona pertenecen a familias de campesinos pobres, y los niños de Tokio eran en

su gran mayoría hijos de personas que trabajaban para empresas y de funcionarios del gobierno. Por lo

tanto, no se puede decir que se entendieran bien.

Sobre todo al principio, entre ambos grupos existía cierta tensión. Jamás hubo peleas, ningún niño

sufrió acoso o malos tratos por parte de los otros, sólo que los unos no podían entender lo que

pensaban los otros. En consecuencia, tanto los niños de la zona como los de Tokio formaron grupos

cerrados. Sin embargo, al cabo de unos dos meses se acostumbraron los unos a los otros. Porque los

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niños, en cuanto juegan juntos a algo que les entusiasma, derriban con relativa facilidad las barreras

culturales y sociales.

Descríbame lo más detal adamente posible la zona adonde condujo aquel día a los alumnos a su

cargo.

Es una montaña adonde solíamos ir con frecuencia de excursión. Tiene forma redondeada, parecida a

la de un bol de arroz invertido, y por eso la l amamos la «montaña del bol de arroz». La montaña no es

muy abrupta, cualquiera puede subirla sin esfuerzo. Se encuentra un poco al oeste de la escuela, se

puede ir andando. Hasta la cima, al paso de un niño, se l ega en unas dos horas. Teníamos previsto detenernos en el bosque, a medio camino, para buscar setas y tomar un bocado. A los niños les divierten

más estos «ejercicios prácticos al aire libre» que las clases en el aula.

El resplandor de aquel a especie de avión en el cielo nos recordó momentáneamente la guerra, pero

fue un acontecimiento puntual. Todos nosotros nos hal ábamos de un humor excelente, nos sentíamos

felices. El cielo estaba azul, sin una nube que lo empañara, no soplaba el viento: en la montaña reinaba

un silencio absoluto, lo único que se oía era el canto de los pájaros. Una vez en el corazón del bosque,

la guerra parecía algo ajeno, algo que estuviera ocurriendo en un país remoto. Todos avanzábamos por

el sendero cantando. De vez en cuando imitábamos las voces de los pájaros. Era una mañana maravil osa, perfecta de no haber existido un hecho innegable: la guerra proseguía.

Se adentraron en el bosque poco después de avistar el objeto parecido a un avión, ¿no es así?

Sí. No creo que hubieran transcurrido cinco minutos siquiera. A medio camino, dejamos el sendero

que conduce a la cima y nos metimos por sendas que se abren a través de los bosques de las laderas.

Éstas sí son bastante empinadas. A los diez minutos de subida se abre un claro en el bosque. Es una

zona muy extensa, completamente plana, parecida a una mesa. En el corazón del bosque todo está en

silencio, la luz del sol se filtra a duras penas, el aire es frío; sólo en ese claro el cielo se extiende

luminoso sobre nuestras cabezas, parece una plaza pequeña. Los de nuestra clase, cuando subimos a

la montaña del bol de arroz, solemos visitar ese lugar. Ahí se siente una extraña paz, un curioso

recogimiento.

Cuando l egamos a la «plaza», hicimos un descanso. Descargamos los bultos y empezamos a buscar

setas en grupos de tres o cuatro. A los niños les había impuesto una regla: que ninguno saliera del

campo visual de los demás. Los reuní a todos y les insistí en el o una vez más. Por muy familiar que

nos sea el lugar, se trata del bosque, si se adentran demasiado en él y se pierden, luego puede resultar

difícil encontrarlos. Pero son niños pequeños y, una vez se enfrascan en la búsqueda de las setas, se

olvidan de las reglas. Así que, mientras yo misma iba buscando setas, no paraba de contar cabezas.

Hacía unos diez minutos que habíamos empezado a buscar setas en el centro de la «plaza», cuando

los niños comenzaron a desplomarse al suelo.

Cuando vi que caían redondos tres niños a la vez, lo primero que pensé es que habían comido setas

venenosas. En esta zona hay muchas que producen un veneno letal. Los niños de la zona las conocen,

pero entre el as hay algunas que son difíciles de distinguir. Por eso siempre les prohibía que, bajo

ningún concepto, comieran setas hasta que las l eváramos a la escuela de regreso y un experto las

seleccionara. Claro que los niños, ya se sabe, no siempre hacen caso de lo que se les dice, ¿verdad?

Yo me precipité sobre el os, cogí en brazos a los que se habían caído en el suelo y los incorporé. Sus

cuerpos estaban desmadejados, parecían de goma reblandecida por el calor del sol. Era como si a

aquel os cuerpos les hubieran abandonado las fuerzas; tuve la sensación de estar abrazando la muda

de algún reptil. Sin embargo, respiraban con normalidad. Les tomé el pulso, vi que era normal.

Tampoco tenían fiebre. La expresión de sus rostros era tranquila, no parecían estar sufriendo. Tampoco

mostraban signos de que les hubiera picado alguna abeja o mordido alguna serpiente. Sólo estaban

inconscientes. Eso era todo.

Lo más extraño eran sus ojos. Mostraban un estado de postración cercano al coma, y sin embargo no

tenían los ojos cerrados. Los mantenían abiertos, como de costumbre, y parecía que estuviesen

contemplando algo. A veces, incluso parpadeaban. Era evidente que no dormían. Y movían las pupilas

despacio. De izquierda a derecha, con tranquilidad, como si estuvieran barriendo con la mirada, de

punta a punta, un paisaje lejano. En las pupilas bril aba la luz de la conciencia. Pero en realidad

aquel os ojos no miraban nada. Como mínimo, nada que se hal ara frente a el os. Les pasé la mano por

delante, pero sus pupilas no reaccionaron.

Incorporé a los tres niños, uno tras otro, y los tres se encontraban exactamente en el mismo estado.

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Inconscientes, con los ojos abiertos, movían despacio las pupilas de izquierda a derecha. Era una

escena de lo más anormal que imaginarse pueda.

¿Quiénes componían el grupo que perdió el sentido en primer lugar? Eran tres niñas. Tres niñas que

son muy buenas amigas. Las l amé a voz en grito, les palmeé las mejil as. Se las golpeé con bastante

fuerza. No reaccionaron. Parecían no sentir nada. Dejaron, en mi mano, un tacto irreal. Una sensación

muy extraña.

Pensé en enviar a alguien corriendo a la escuela. Porque regresar acarreando a las tres niñas sobre

mis espaldas sería superior a mis fuerzas. Así que busqué con la mirada al niño más veloz. Pero, al

incorporarme y lanzar una ojeada a mi alrededor, me di cuenta de que todos los demás niños también

se habían desplomado. Los dieciséis niños, todos sin excepción, yacían inconscientes en el suelo. Yo

era la única que no se había desplomado y permanecía en pie consciente. Sólo yo. Aquel o..., aquel o

parecía un campo de batal a.

En esos momentos, ¿apreció usted algo anormal en el lugar de los hechos? Algún olor, algún sonido,

alguna luz.

(Tras reflexionar unos instantes.) No. Tal como le he dicho antes, aquel a zona era muy tranquila, la

paz en sí misma. Ni un sonido ni una luz ni un olor: no se apreciaba cambio alguno. Sólo que la totalidad de los niños, todos sin excepción, yacía en el suelo. Tuve la sensación de ser la única

superviviente del mundo. Me sentí muy sola. Me asaltó una soledad tan grande que no se puede

comparar con nada. Deseé evaporarme en el aire, tal cual, sin un solo pensamiento.

Pero yo tenía una responsabilidad como tutora de la clase. Así que respiré hondo, me precipité

corriendo ladera abajo y me dirigí a la escuela en busca de ayuda.

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Cuando me despierto, ya casi ha amanecido. Corro las cortinas de la ventanil a y miro hacia fuera. La

l uvia ha cesado por completo, pero debe de hacer poco que ha dejado de l over, porque todo el paisaje

que se refleja en mis pupilas está teñido de negro y gotea sin cesar. Al este, en el cielo, flotan algunas

nubes de contornos precisos. Están ribeteadas de un halo luminoso. La tonalidad de esa luz tiene algo

de siniestro y, a la vez, de benévolo. Según el ángulo de visión, la impresión varía a cada instante.

El autocar sigue corriendo por la autopista a velocidad uniforme. El roce de los neumáticos sobre la

calzada ni aumenta ni disminuye de intensidad. El número de revoluciones del motor no varía lo más

mínimo. Este sonido monótono va erosionando lisamente el tiempo como si fuera la muela de un

molino. Erosiona las consciencias. A mi alrededor, todos los pasajeros duermen hechos un ovil o en sus

asientos con las cortinil as de las ventanas cerradas del todo. Al parecer, el conductor y yo somos los

únicos que permanecemos despiertos. Todos nosotros somos transportados a nuestro destino con

eficacia y una absoluta falta de sensibilidad.

Tengo sed, así que saco una botel a de agua mineral del bolsillo de la mochila y tomo un sorbo de

agua tibia. Saco luego un paquete de gal etas de soda: mi boca se l ena del familiar gusto seco de las

gal etas. Mi reloj de pulsera marca las 4:32. Por si acaso, compruebo una vez más el día de la semana

y del mes. Los dígitos me indican que ya han transcurrido unas trece horas desde que he salido de

casa. No es un periodo de tiempo excesivamente largo, pero tampoco es posible el retorno. Todavía es

el día de mi cumpleaños. Estoy en el primer día de mi nueva vida. Cierro los ojos, los abro, vuelvo a

comprobar día y hora. Luego enciendo la lamparil a de encima del asiento y empiezo a leer un libro de

bolsillo.

A las cinco, sin previo aviso, el autocar deja la autopista y se detiene en un rincón del estacionamiento

de un área de servicio. La puerta delantera del autocar se abre con un bufido de aire comprimido. Se

encienden las luces dentro del vehículo, se oye la breve locución del conductor: «Buenos días, señores

pasajeros. De acuerdo con nuestros horarios, dentro de una hora más o menos l egaremos a

Takamatsu. Pero previamente efectuaremos unos veinte minutos de descanso en esta estación de

servicio. Saldremos a las cinco y media. Estén de vuelta antes de esa hora, por favor».

Al oírlo, la mayoría de pasajeros se despierta y se levanta en silencio. Bosteza, sale del autocar de

mala gana. La mayoría se adecenta un poco aquí antes de l egar a Takamatsu. También yo bajo del

autocar, respiro hondo varias veces, me desperezo, hago algunos estiramientos sencil os envuelto en el

aire fresco de la mañana. Voy al lavabo, me lavo la cara. Me pregunto dónde diablos estoy. Salgo afuera

y lanzo en derredor una mirada al paisaje que me circunda. Son los alrededores, vulgares y corrientes,

de una autopista cualquiera, sin peculiaridad alguna. Sin embargo, tal vez sean figuraciones mías, pero

tanto la forma de las montañas como el color de los troncos de los árboles me parecen distintos a los de

Tokio.

Estoy en la cafetería tomándome una taza de té verde gratis cuando se me acerca una mujer joven y

se sienta en la sil a de plástico contigua. En la mano derecha sostiene un vaso de cartón l eno de café

que acaba de sacar de la máquina expendedora y del que se alza una nube de vapor blanco. En la

izquierda, una caja pequeña de sándwiches adquirida también, al parecer, en la máquina.

A decir verdad, la mujer tiene una fisonomía muy extraña. Por mucho que la mires con benevolencia,

sus facciones no guardan equilibrio alguno. La frente es muy ancha, la nariz, pequeña y chata, las

mejil as están l enas de pecas. Incluso tiene las orejas puntiagudas. Un rostro de facciones que l aman

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la atención. Agresivas, incluso. Pero la impresión que ofrece en conjunto no es mala. El a misma, sin

poder l egar a sentirse completamente satisfecha de su aspecto, parece sentirse cómoda con él. Y eso

es muy importante. La envuelve un aire infantil que tranquiliza a quien se hal e delante. Al menos me

tranquiliza a mí. No es muy alta, pero tiene el cuerpo delgado y esbelto. Con el pecho abundante para

un cuerpo tan menudo. También la forma de sus piernas es bonita.

De los lóbulos de sus orejas cuelgan unos finos pendientes de metal que, de vez en cuando, despiden

destel os parecidos a los del duraluminio. El pelo le l ega hasta los hombros y lo l eva teñido de un color

castaño oscuro (casi rojo), viste una camisa de manga larga de cuel o marinero a gruesas rayas

horizontales. Lleva una pequeña mochila de piel colgada al hombro y un fino jersey de verano enrol ado

al cuel o. Minifalda de algodón color crema, sin medias. Por lo visto acaba de lavarse la cara en los

aseos, porque algunos mechones de pelo se le adhieren a la frente como si fueran las finas raíces de

alguna planta y eso provoca, vete a saber por qué, que me resulte simpática.

-Tú ibas en el autocar, ¿verdad? -me pregunta. Tiene la voz un poco ronca.

−Sí.

Bebe un sorbo de café frunciendo el entrecejo.

-¿Cuántos años tienes?

-Diecisiete -miento yo.

−iAh! Estás en bachillerato.

Asiento.

-¿Y adónde vas?

-A Takamatsu.

−iAh! Pues como yo -dice-. ¿Vas de visita o eres de al í?

−Voy de visita -respondo.

−Como yo. Tengo una amiga al í. Una chica con la que me l evo muy bien. ¿Y tú?

-Unos parientes.

El a asiente, convencida, y no me pregunta nada más.

−Tengo un hermano de tu edad -me dice como si se acordara de repente-. Aunque, por una serie de

razones, hace tiempo que no lo veo... Pero ¿sabes? Sí. Te pareces muchísimo al chico ese. ¿No te lo

han dicho nunca?

−¿Al chico ese?

−Sí, al que canta en aquel conjunto, el chico ese. Desde que te he visto en el autobús pienso en el o.

Todo el rato. Pero no me sale el nombre. Casi se me han secado los sesos de tanto estrujármelos,

pero nada, no logro acordarme. Pasa a veces, ¿no? Que tienes algo en la punta de la lengua, pero

nada, que no hay manera. ¿A ti no te han dicho nunca que te pareces a alguien?

Niego con la cabeza. No, nadie me lo ha dicho nunca. El a todavía me está mirando con los ojos

entrecerrados.

-¿Qué chico? -le pregunto.

-Un chico de la tele.

-¿Un chico que sale en la tele?

-Sí. Un chico que sale en la tele. -Entonces coge un sándwich de jamón, mastica con semblante

inexpresivo, toma otro sorbo de café-. Uno que canta en un conjunto. iNada! Que tampoco logro

acordarme de cómo se l ama el conjunto. Es un chico alto y delgado que habla con acento de Kansai.

¿No te suena?

−No sé. Es que yo no veo la televisión.

El a hace una mueca. Me mira de hito en hito.

−¿Que no ves la tele? ¿Nunca?

Hago un ademán afirmativo, sin palabras. Claro que, ¿no tendría más bien que hacer un gesto

negativo? Hago un gesto negativo.

−Tú no hablas mucho, ¿verdad? Y cuando dices algo, no sueltas más que una frase. ¿Siempre eres

así?

Me ruborizo. Que no hable demasiado se debe, por supuesto, a que soy una persona cal ada. Pero

hay otra razón: todavía no me ha cambiado del todo la voz. Normalmente hablo en tono grave, pero, de

vez en cuando, me traiciona la voz. Así que intento no hablar demasiado tiempo seguido.

−En fin, ¡qué más da! -prosigue el a-. Total, que te pareces un montón a ese chico que canta en un

conjunto y que habla con acento de Kansai. No es que tú hables con acento de Kansai, claro. Sólo

que..., no sé. Tenéis un aire muy parecido. Es un chico muy simpático, sólo eso.

El a deja de sonreír un instante. La sonrisa se esfuma a alguna parte, y luego vuelve enseguida. Yo

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sigo colorado.

-Y si te cambiaras el peinado aún te parecerías más. Si te lo dejaras crecer un poco y te lo levantaras,

así, de punta, con un poco de gomina. Si pudiera, yo misma te lo haría ahora. Seguro que te favorecería

mucho. Es que yo soy peluquera, ¿sabes?

Asiento. Bebo un sorbo de té. En la cafetería reina el silencio. Ni siquiera suena la música. No se oye

hablar a nadie.

−¿Te fastidia hablar, quizá? -me pregunta el a con expresión seria, la mejil a apoyada en una mano.

Sacudo la cabeza en ademán negativo.

−No, no. Por supuesto que no.

−¿Te molesto, quizá?

Niego con otro movimiento de cabeza.

El a toma otro sándwich con la mano. Un sándwich de mermelada de fresa. La incredulidad se pinta en

su rostro.

-Oye, ¿te lo comes tú? Los sándwiches de mermelada de fresa son una de las cosas que más odio en

el mundo. Desde pequeña.

Lo cojo. A mí tampoco me gustan en absoluto los sándwiches de mermelada de fresa. Pero me lo

como sin chistar. Al otro lado de la mesa, el a observa cómo me lo acabo sin dejar una miga.

-Me gustaría pedirte un favor -dice.

-¿Qué favor?

-¿Puedo sentarme a tu lado hasta l egar a Takamatsu? Es que, sola, no logro quedarme tranquila. Me

da la sensación de que algún tipo raro se me va a sentar al lado y no consigo dormir a gusto. Cuando

compré el bil ete, pregunté si era un asiento individual, pero, al subir al autocar, he visto que los asientos

son dobles. Y me gustaría dormir un poco antes de l egar a Takamatsu. Tú no pareces un tipo raro, así

que, ¿te importa?

−No, claro.

-Gracias. Ya lo dicen, ¿no? «En el viaje, un compañero...» Asiento. Me da la impresión de que no hago

más que asentir. Pero ¿qué voy a decir yo?

−¿Y qué sigue?

-¿Qué sigue?

−Sí, detrás de: «En el viaje, un compañero...». Había algo más, ¿verdad? Pero no me acuerdo. Yo,

toda la vida, he sido muy mala en lengua.

−«... y en la vida, compasión» -digo yo.

-«En el viaje, un compañero, y en la vida, compasión» -repite el a a modo de confirmación. Cabría

decir que, de disponer de papel y lápiz, incluso tomaría nota-. ¿Y qué crees tú que querrá decir eso? No

sé, en cuatro palabras.

Reflexiono. Me tomo mi tiempo. Pero el a aguarda inmóvil.

−Pues que un encuentro casual es algo muy valioso para los sentimientos de los seres humanos. Diría

que viene a ser algo así. En cuatro palabras, claro -digo.

El a medita unos instantes al respecto. Luego junta despacio los dedos de ambas manos sobre la

mesa.

−Sí, seguro. Los encuentros fortuitos son algo muy importante para los sentimientos humanos.

Echo un vistazo al reloj de pulsera. Ya son las cinco y media. -Tendríamos que volver, ¿no?

-Sí, es verdad. Vamos -dice. Pero no hace ademán de levantarse. -Por cierto, ¿dónde diablos

estamos? -pregunto.

-Pues..., veamos -dice el a. Alarga el cuel o y lanza una mirada a su alrededor. Los pendientes que le

cuelgan de las orejas oscilan inestables de izquierda a derecha como un par de frutas maduras-. Pues,

yo tampoco lo sé. Por la hora, me da la impresión de que debemos de estar cerca de Kurashiki, pero la

verdad es que no importa demasiado dónde nos encontremos. Las estaciones de servicio de las

autopistas no son, en definitiva, más que un lugar de paso. Para ir de aquí al á.

Mantiene levantados en el aire el índice de la mano derecha y el de la izquierda. Separados uno del

otro unos treinta centímetros.

-¡Qué más da cómo se l ame este sitio! Lavabo y comida. Fluorescentes y sil as de plástico. Café malo.

Sándwiches de mermelada de fresa. Nada de esto tiene sentido. Y si algún sentido tiene es de dónde

venimos nosotros y adónde nos dirigimos. ¿No te parece?

Yo asiento. Asiento. Asiento.

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Cuando l egamos al autocar, todos los pasajeros ya están sentados y el vehículo nos aguarda listo

para partir de un momento a otro. El conductor es un joven de mirada severa. Más que el conductor de

un autobús parece el vigilante de una esclusa. Nos lanza a el a y a mí una mirada reprobatoria como

advirtiéndonos de que l egamos con retraso. Pero no dice nada. El a le dirige una inocente sonrisa de

disculpa. El conductor alarga el brazo, acciona la palanca y la puerta se cierra con un bufido de aire

comprimido. La chica se acerca hasta el asiento que hay a mi lado acarreando una pequeña maleta.

Una maleta sin ningún encanto, como las que se pueden comprar en las tiendas de saldos. Muy pesada

para su tamaño. La cojo y la deposito en el compartimento que se hal a sobre nuestras cabezas. Me da

las gracias. Luego inclina el respaldo del asiento y se duerme enseguida. El autocar parte como si no

pudiera aguardar más. Yo saco mi libro del bolsillo y continúo leyendo.

El a duerme profundamente. En un momento dado, la cabeza se le bambolea al vaivén de una curva,

cae sobre mi hombro y al í se queda. No pesa demasiado. Tiene la boca cerrada y respira en silencio por

la nariz. A intervalos regulares, su aliento me da en el hombro. Al bajar la mirada, veo el tirante del

sujetador asomando bajo el cuel o marinero. Un fino tirante de color crema. Imagino la delicada tela que

hay en su extremo. Imagino los suaves senos que hay debajo. Imagino los rosados pezones

endureciéndose bajo las yemas de mis dedos. No es que quiera imaginármelo. Es que no puedo evitar

imaginármelo. Como resultado, acabo teniendo una erección, claro. Tan grande que me pregunto cómo

puede l egar a endurecerse tanto una parte del cuerpo humano.

Y, al mismo tiempo, anida en mi cerebro la duda de si no se tratará de mi hermana mayor. La edad

viene a ser ésa. Las facciones de la mujer son muy distintas a las de la niña de la fotografía. Pero uno

no puede confiar demasiado en una fotografía. Según cómo la tomas, puede salir un rostro totalmente

distinto al del original. El a tiene un hermano menor de mi edad al que hace tiempo que no ve. No sería

nada extraño que ese hermano fuese yo.

Le miro el pecho. Sus senos redondos suben y bajan al compás de la respiración como el vaivén de

las olas. Me recuerdan una vasta superficie del mar azotada por una l uvia incesante. Yo soy un navegante solitario, de pie en cubierta; el a es el mar. El cielo presenta un color gris uniforme que, mucho

más al á, se funde con el color, asimismo gris, del mar. Y entonces es muy difícil distinguir el mar del

cielo. También es difícil separar al navegante del mar. También es difícil distinguir la realidad de los

sentimientos.

En los dedos luce dos anil os. No son anil os de boda o de compromiso. Son de esos que se

encuentran en las tiendas de bisutería. Tiene los dedos delgados, pero al ser tan largos y rectos,

parecen robustos. Lleva las uñas cortas, bien cuidadas. Pintadas de color rosa pálido. Sus manos

reposan suavemente sobre las rodil as, que asoman bajo la minifalda. Desearía tocar esos dedos. Pero

no lo hago, por supuesto. La mujer dormida recuerda a una niña pequeña. Entre el pelo le asoman las

orejas puntiagudas, como si fueran setas, y ofrecen una curiosa sensación de vulnerabilidad.

Cierro el libro, permanezco unos instantes contemplando hacia fuera el paisaje. Luego, sin darme

cuenta, vuelvo a quedarme dormido.

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INFORME DEL DEPARTAMENTO DE INTELIGENCIA DEL EJÉRCITO

DE TIERRA DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA (MIS).

Fecha: 12 de mayo de 1946

Título: Informe sobre el Incidente de la montaña del bol de arroz, 1944

Número: PTYX-722-8936745-42216-WWN

Entrevista al doctor Júichi Nakazawa (53), director de una clínica de medicina general en el barrio xxx

en el momento de los hechos. La conversación fue grabada. Se puede acceder al material relacionado

con la entrevista mediante el código PTYX-722-5Q162 hasta 183.

Impresiones del entrevistador, alférez Robert O'Connel :

El doctor Nakazawa es un hombre corpulento de tez tostada por el sol. Más que un médico, parece un

capataz agrícola. Tiene aspecto de ser una persona tranquila, pero habla de un modo enérgico y

conciso. Dice directamente lo que piensa. Tras las gafas, su mirada es viva y aguda. Su memoria parece

fiable.

Sí, poco después de las once de la mañana del día 7 de noviembre de 1944, recibí una l amada del

jefe de estudios de la Escuela Nacional del barrio. Desde hacía un tiempo, la escuela estaba a mi cargo

y, por lo tanto, fue a mí a quien l amaron en primer lugar. Al parecer, se trataba de un caso de extrema

urgencia.

Me contaron que todos los niños de una clase habían ido a buscar setas y que habían perdido el

conocimiento en el monte. Por lo visto, estaban todos inconscientes. La única que no se había

desmayado era la tutora de la clase, que los acompañaba. El a se había precipitado sola montaña abajo

en busca de socorro y acababa de l egar a la escuela. Sin embargo, se encontraba tan conmocionada

que poco se podía sacar en claro de sus explicaciones. La única cosa segura era que dieciséis niños

inconscientes permanecían aún en la montaña.

Puesto que habían ido a buscar setas, lo primero que se me pasó por la cabeza fue que debían de

sufrir una parálisis nerviosa causada por la ingestión de setas venenosas. De ser así, el asunto era

grave. Según a qué especie pertenezca el hongo, su veneno es distinto y, en consecuencia, el antídoto

también lo es. De momento, lo único que podía hacer era obligarles a vomitar y efectuarles un lavado de

estómago. No obstante, dada la gravedad de los síntomas, era muy posible que la digestión se

encontrara en un estadio muy avanzado y que, por lo tanto, ya no hubiera remedio. En esta región, cada

año muere cierto número de personas por la ingesta de setas venenosas.

Ante todo, embutí en mi maletín medicamentos útiles en caso de urgencia, me monté inmediatamente

en mi bicicleta y corrí a la escuela. Al í se encontraban ya dos policías que, al igual que yo, habían sido

avisados. Si los niños se hal aban inconscientes y había que acarrearlos hasta la escuela, harían falta

refuerzos. Sin embargo, estábamos en guerra y la mayor parte de los hombres jóvenes había sido l amada a filas. Aquel os policías, un profesor de cierta edad, el jefe de estudios, el director de la escuela, el

conserje, la joven profesora y yo fuimos los únicos que nos dirigimos a la montaña. Cogimos todas las

bicicletas que teníamos a mano y, como no bastaban, nos montábamos dos en una.

¿A qué hora l egaron al lugar de los hechos?

Eran las once y cincuenta y cinco minutos. Me acuerdo muy bien porque miré la hora. Llegamos a la

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entrada del bosque, avanzamos hasta donde nos fue posible ir en bicicleta y, luego, subimos a todo

correr por el sendero que conduce a la cima.

Cuando yo l egué, algunos niños ya habían recobrado en parte el sentido y se habían levantado.

¿Qué cuántos niños eran? Pues unos tres o cuatro. Más que haberse levantado, como aún no habían

recuperado del todo la conciencia, habían incorporado la parte superior del cuerpo y permanecían con

las manos apoyadas en el suelo, a gatas. El resto de los niños aún yacía inconsciente. Sin embargo,

parecía que algunos estaban recobrando en ese momento el sentido, y empezaban a mover el cuerpo

despacio, tambaleándose como si fueran grandes insectos. Era un escenario irreal. El lugar donde

estaban tumbados los niños era un extraño claro que se abre en el bosque, como si lo hubiesen

recortado, donde penetraban los cálidos rayos del sol de otoño. Y, en el centro, o en las inmediaciones,

dieciséis niños de primaria yacían tumbados en diversas posturas. Algunos se movían, otros

permanecían inmóviles. Igual que en una escena de teatro de vanguardia.

Yo incluso me olvidé de mi deber como médico y, conteniendo el aliento, me quedé unos instantes

clavado en el suelo. No fui el único. Todos los que habíamos acudido al í, en mayor o menor grado,

caímos en un momentáneo estado de parálisis. Es una extraña manera de decirlo, pero incluso me dio

la sensación de tener ante mis ojos, a causa de algún error, una escena que un mortal no debería

presenciar jamás. Estábamos en plena guerra y, pese a encontrarme en el campo, como médico estaba

preparado para situaciones de emergencia. Para mantener la calma, ocurriera lo que ocurriese, como

un ciudadano más y poder desempeñar mi deber profesional. Sin embargo, aquel a visión me heló

literalmente la sangre.

Pronto me rehice. Tomé en brazos a uno de los caídos y lo incorporé. Era una niña. Las fuerzas

habían abandonado su cuerpo y yacía inerte como un muñeco de trapo. Respiraba de manera regular,

pero estaba inconsciente. No obstante, mantenía los ojos abiertos con normalidad, los movía de

izquierda a derecha. Estaba mirando algo. Saqué una pequeña linterna del maletín y le iluminé las

pupilas. No reaccionó. Sus ojos funcionaban con normalidad, miraba algo, pero no mostraba reacción

alguna frente a la luz. Era muy extraño. Incorporé a algunos niños más e intenté hacerles lo mismo.

Obtuve un resultado idéntico.

Luego les tomé el pulso y la temperatura. Recuerdo que el número de pulsaciones se situaba, de

promedio, entre cincuenta y cincuenta y cinco, y que la temperatura no l egaba a los treinta y seis grados. ¿No era de unos treinta y cinco grados aproximadamente? Sí, en efecto, el pulso de un niño de esa

edad es bastante lento y su temperatura suele estar aproximadamente un grado por debajo de lo normal. Les olí el aliento, no aprecié ningún olor extraño. Tampoco sufrían alteraciones en la garganta o en

la lengua.

A simple vista descarté que se debiera a la ingestión de setas venenosas. No había vomitado nadie.

Nadie tenía diarrea. Nadie se encontraba mal. Cuando se ha ingerido algo dañino, transcurrido cierto

lapso de tiempo, aparece sin falta alguno de estos síntomas. Al comprender que las setas venenosas no

eran la causa, solté un suspiro de alivio. Pero ¿qué diablos había ocurrido entonces? Estaba desconcertado. Los síntomas se parecían a los de una insolación. En verano, los niños se desmayan con

frecuencia a causa de las insolaciones. Y, cuando uno pierde el sentido, van derrumbándose uno tras

otro todos los niños que hay a su alrededor como si se tratara de una epidemia. Pero era noviembre. Y,

además, estábamos en el corazón de un bosque fresco. Si se hubiera tratado de uno o dos, todavía,

pero era inimaginable que toda la clase hubiera pil ado una insolación en un lugar como aquél.

Otra posibilidad era el gas. Un gas tóxico, algún gas que afectara al sistema nervioso. Natural o

químico.

... Pero ¿cómo se había originado gas en aquel rincón perdido del bosque? No conseguía dar con una

respuesta. Claro que, si se tratara de gas, el fenómeno tendría una explicación lógica. Todos habían respirado el mismo aire, todos habían perdido el sentido y todos se habían desplomado sobre el suelo. Que

la profesora fuera la única inmune podía deberse a que la concentración de gas fuese demasiado baja

para afectar el organismo de un adulto.

Todo esto me conducía a otra cuestión peliaguda: ¿qué tratamiento debería aplicarles entonces? No

tenía la menor idea. Yo soy un simple médico de pueblo y no poseo conocimientos específicos sobre

gases tóxicos. Me sentía perdido. Y, en pleno bosque, no podía consultar por teléfono a ningún

especialista. Pero el caso era que algunos niños parecían encontrarse en fase de recuperación y,

quizás, a medida que pasaba el tiempo, fueran recuperando todos la conciencia por sí mismos. Ya sé

que eran unos pronósticos excesivamente optimistas, pero lo cierto era que no se me ocurría otra cosa.

Así que, de momento, los acosté y esperé a ver qué pasaba.

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¿En el aire de la zona no había nada distinto de lo habitual?

Yo también me lo pregunté, si no olería de una manera distinta, por ejemplo, y respiré hondo varias

veces seguidas. Sin embargo, era el aire normal del interior del bosque. Olía a árboles. Aire puro. Y en

la vegetación de los alrededores tampoco pude apreciar nada anormal. No presentaba ningún cambio

de forma o de color.

Examiné una a una las setas que habían cogido los niños antes de perder el sentido. No había

demasiadas. Por lo visto, los niños se habían desmayado al poco de empezar a buscarlas. Todas eran

setas comestibles, normales y corrientes. Yo siempre he ejercido de médico en la zona y conozco

bastante bien las diferentes clases de setas que se pueden encontrar aquí. Ni que decir tiene que, por

si acaso, me las l evé de vuelta a la escuela y le pedí a un experto que las examinara. Pero, tal como

creía, se trataba de setas vulgares y corrientes, totalmente inocuas.

Aparte del movimiento de izquierda a derecha de las pupilas, ¿mostraban los niños desmayados

algún otro síntoma? Por ejemplo, el tamaño de la niña de los ojos, el blanco de los globos oculares, la

frecuencia del parpadeo, etc.

No. Aparte de mover las pupilas de izquierda a derecha como si fueran focos de luces de seguimiento

no presentaban ninguna anomalía. Los niños estaban contemplando algo. Para ser más precisos, no

miraban algo que nosotros pudiéramos ver, sino algo invisible a nuestros ojos. No, más que mirar, daba

la impresión de que estuvieran presenciando algo. Mantenían el rostro inexpresivo y el cuerpo en

reposo, sin muestras de experimentar dolor o miedo. Que me decidiera a acostarlos al í mismo y a

quedarme observando su evolución se debió también a este hecho. Me dije a mí mismo que, si no

sufrían, no importaba que permanecieran al í un rato más.

La hipótesis del gas, ¿se la comunicó a alguien en aquel os momentos?

Sí, pero nadie lograba explicárselo. Yo jamás había oído que alguien se hubiera adentrado en el

bosque y hubiese inhalado gas tóxico. Creo que fue el jefe de estudios quien dijo que tal vez el ejército

americano hubiese dejado caer una bomba de gas tóxico. Entonces la tutora de la clase que

acompañaba a los niños añadió que, ya que lo mencionaba, antes de entrar en el bosque habían

vislumbrado en el cielo un aparato parecido a un B29. Y que volaba justo por encima de la montaña.

Todos coincidimos en que podía tratarse de eso. Que tal vez fuera un nuevo modelo de bomba que

contuviese gas tóxico. El rumor de que el ejército americano había desarrol ado un nuevo tipo de

bombas había l egado hasta donde vivíamos. Claro que nadie comprendía por qué razón iban a tirar una

bomba sobre aquel a montaña perdida. Pero, en este mundo, se cometen errores y hay cosas que se

escapan al entendimiento humano.

Y después los niños fueron recobrando poco a poco el conocimiento, ¿no es así?

Sí. No puedo expresar con palabras el alivio que sentí. Los niños primero se bamboleaban, luego iban

incorporándose vacilantes. Fueron recobrando la conciencia poco a poco. Durante el proceso, ninguno

se quejó de que le doliera algo. Recobraron la conciencia como si, de una manera muy tranquila,

despertaran espontáneamente de un sueño muy profundo. Conforme recobraban el sentido iba normalizándose el movimiento de sus ojos. Al iluminarles las pupilas con la linterna reaccionaron de manera

normal. Sin embargo, todavía tardaron algún tiempo en hablar. Ofrecían un aspecto parecido a cuando

se tiene la cabeza embotada por el sueño.

A los niños que iban recobrando la conciencia fuimos preguntándoles, uno por uno, qué diablos les

había sucedido. Pero el os se mostraban perplejos, como cuando le preguntas a alguien acerca de algo

que no recuerda que haya sucedido. Todos los niños recordaban en mayor o menor medida lo sucedido

hasta el instante en que, una vez dentro de la montaña, habían empezado a buscar setas. Lo ocurrido

después se había borrado de su memoria. Tampoco tenían conciencia del tiempo transcurrido. Habían

empezado a buscar setas y, ¡zas!, había caído el telón. Y, acto seguido, yacían en el suelo rodeados de

todos nosotros, los adultos. Los niños no alcanzaban a comprender por qué armábamos tanto revuelo y

por qué teníamos un semblante tan serio. Más bien era nuestra presencia la que les infundía miedo.

Sin embargo, por desgracia, uno de los niños no logró recobrar, de ningún modo, la conciencia. Se

trataba de uno de los niños refugiados de Tokio y se l amaba Satoru Nakata. Creo que ése era su nombre. Era un niño menudo, de tez pálida. Él fue el único que no pudo recuperar el conocimiento.

Permaneció tumbado en el suelo moviendo las pupilas. Nos lo cargamos a la espalda y descendimos la

montaña. Los otros niños la bajaron por su propio pie, como si nada hubiese sucedido.

Aparte de ese niño, Nakata, ¿a los otros niños no les quedaron secuelas?

No. Nada que pudiera apreciarse a simple vista. Tampoco se quejaron de dolor o indisposición. Al l egar

a la escuela los fui l amando por orden a la enfermería y les tomé la temperatura, les ausculté el corazón

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con el fonendoscopio, les analicé la vista y les hice todos los exámenes pertinentes. Les pedí que

resolvieran operaciones matemáticas sencil as, tenerse en pie sobre una sola pierna con los ojos

cerrados. Pero todas las funciones corporales parecían normales. Tampoco daba la impresión de que

sus cuerpos experimentaran sensación de fatiga. Y tenían apetito. Como no habían almorzado, todos se

quejaban de tener hambre. Y cuando les dimos unas bolas de arroz, las devoraron sin dejar un grano.

Como el asunto me preocupaba, durante un tiempo me fui pasando por la escuela y observé a los

niños que habían sufrido el incidente. Llamé a algunos a mi consultorio y les hice una corta entrevista.

Pero no pude apreciar anomalía alguna. A pesar de haber sufrido aquel a experiencia insólita y de haber

permanecido más de dos horas inconscientes en la montaña, no les había quedado ninguna secuela ni

física ni mental. Incluso parecían haber olvidado que aquel o hubiera ocurrido. Los niños habían vuelto a

su rutina diaria y l evaban la vida de siempre sin sensación alguna de desazón. Asistían a clase,

cantaban y, en el recreo, corrían con brío por el patio de la escuela. Sólo su tutora, que los había

conducido a la montaña, continuaba bajo los efectos del shock.

Y sólo aquel niño l amado Nakata continuó toda la noche sin recobrar el sentido. Al día siguiente lo

condujeron al hospital de la universidad de Kófu y, luego, lo trasladaron enseguida al hospital militar y

jamás volvió a la ciudad. Nunca supimos qué fue de él.

La noticia de que un grupo de niños había perdido el conocimiento en la montaña no apareció en

ningún periódico. No se autorizó la difusión de la noticia, posiblemente para no alarmar a la población.

Estábamos en plena guerra y el ejército era muy susceptible ante la propagación de rumores. La marcha

de la guerra no era satisfactoria, las tropas estaban retirándose en el frente del sur, las masacres de

soldados japoneses se sucedían una tras otra y la violencia de los bombardeos del ejército americano

aumentaba día tras día sobre las ciudades. Temían, en consecuencia, que entre la población se

propagaran sentimientos antibélicos o la sensación de hastío hacia la guerra. Nosotros mismos, unos

días después, recibimos un serio aviso por parte de una patrul a de la policía para que no habláramos de

nada relacionado con el incidente. En todo caso, fue un hecho enigmático que me dejó muy mal sabor

de boca. A decir verdad, es una espina que tengo clavada todavía en el corazón.

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Como dormía, me he perdido el instante en que el autocar ha cruzado el enorme puente que cuelga

sobre el mar Interior. Me hacía mucha ilusión contemplar con mis propios ojos ese gran puente que sólo

había visto en los mapas. Ahora alguien me despierta dándome unos suaves golpecitos en el hombro.

−¡Eh! ¡Ya hemos l egado! -exclama el a.

Me desperezo en mi asiento, me froto los ojos con el dorso de la mano y, luego, miro al otro lado de la

ventana. En efecto, el autocar está detenido en lo que parece la plaza de delante de la estación. La luz

de la mañana inunda los alrededores. Es una luz cegadora pero dulce. Ofrece una impresión un poco

distinta a la de Tokio. Miro mi reloj de pulsera. Son las seis y treinta y dos minutos.

El a me dice con voz cansada:

-¡Uff! ¡Qué viaje tan largo! Estoy molida. Me duele el cuel o. En mi vida volveré a coger un autocar

nocturno. La próxima vez vendré en avión, aunque sea un poco más caro. Haya turbulencias o secuestros, yo, de aquí en adelante, en avión.

Bajo su maleta y mi mochila del compartimento de equipajes que está sobre los asientos.

−¿Cómo te l amas? -le pregunto.

−¿Yo?

−Sí.

−Sakura -responde el a-. ¿Y tú?

-Kafka Tamura -digo yo.

-Kafka Tamura -repite Sakura-. ¡Qué nombre tan extraño! Es fácil de recordar.

Asiento. No es fácil convertirse en otra persona. Pero sí tomar un nombre distinto.

Al bajar del autocar, el a deposita su maleta en el suelo, se sienta encima, saca una libreta del bolsillo

de la pequeña mochila que l eva colgada a la espalda y garabatea algo en una página con un bolígrafo.

Arranca la hoja y me la da. En el a hay apuntado lo que parece un número de teléfono.

-Es mi número de móvil -dice el a haciendo una mueca-. De momento voy a alojarme en casa de mi

amiga, pero si te apetece ver a alguien, l ámame. Podemos comer juntos si quieres. No admito

cumplidos. Ya sabes, «aun el encuentro más casual...». Se dice así, ¿no? -«...está predestinado»

-concluyo.

-Eso, eso -dice el a-. ¿Y qué significa?

-La predestinación. Que ni siquiera las cosas más triviales suceden por casualidad.

El a, sentada sobre la maleta amaril a, aún con la agenda en la mano, reflexiona sobre lo que le he

dicho.

-¡Caramba! Algo filosófico sí que es. Quizá no esté mal del todo esa manera de ver las cosas. Claro

que eso de la reencarnación suena un poco a New Age. En fin, Kafka Tamura, ten presente una cosa. Yo

no doy mi número de móvil a cualquiera. ¿Entiendes lo que quiero decir? Le doy las gracias. Doblo la

hoja con el número y me la meto en un bolsillo de la cazadora. Me lo pienso mejor y me la guardo en la

cartera.

-¿Hasta cuándo vas a estar en Takamatsu? -me pregunta Sakura.

Le respondo que aún no lo sé. Según vayan las cosas, cambiaré de planes.

El a se me queda mirando. Ladea un poco la cabeza como diciendo: «En fin...». Luego se monta en un

taxi, me hace un breve gesto de despedida con la mano y desaparece. Vuelvo a quedarme solo. Su

nombre es Sakura, mi hermana no se l amaba así. Pero el nombre es algo que puede cambiarse con

facilidad. Especialmente cuando te escondes de alguien.

Ya tenía reservada una habitación en un business hotel de Takamatsu. Había l amado al YMCA, en

Tokio, y al í me lo habían recomendado. Haciendo los trámites a través del YMCA, la habitación te

resultaba más barata. Pero la tarifa especial sólo comprendía tres noches. Luego tenías que pagar el

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precio normal.

Si deseaba ahorrar, también podía dormir en un banco de la estación. No hacía frío en aquel a época

del año y bastaría con extender el saco de dormir que l evaba preparado y dormir en cualquier parque.

Sin embargo, si la policía me descubría durmiendo en semejante lugar, seguro que me pediría el carnet

de identidad. Así que, de momento, reservé habitación para tres noches. Lo que haría después ya lo

decidiría l egado el momento.

Entro en el primer lugar que veo, una udon-ya que hay cerca de la estación y me l eno el estómago. Yo

he nacido y crecido en Tokio, así que no he comido demasiados udon en mi vida. Sin embargo, éstos

son diferentes a cualquiera de los que he comido hasta ahora. El caldo, oloroso; la pasta, fresca y

compacta. Y sorprendentemente baratos. Los encuentro tan deliciosos que repito. Gracias a el os, tras

muchas horas de hambre, tengo el estómago repleto y me siento feliz. Luego me acomodo en un banco

de la plaza de delante de la estación y alzo la vista al cielo azul. «Soy libre», pienso. «Estoy aquí, solo y

libre como esas nubes que surcan el cielo.»

Hasta el anochecer, decido matar el tiempo en una biblioteca. Había averiguado de antemano qué

bibliotecas había en los alrededores de Takamatsu. Desde pequeño, yo siempre he matado las horas en

las salas de lectura de las bibliotecas. No son muchos los sitios adonde puede ir un niño pequeño que no

quiera volver a su casa. No le está permitido entrar en las cafeterías, tampoco en los cines. Únicamente

le quedan las bibliotecas. No hay que pagar entrada y, aunque vaya solo, no le dicen nada. Al í puede

sentarse y leer todos los libros que quiera. A la vuelta de la escuela, yo siempre iba en bicicleta a la biblioteca municipal del barrio. Incluso los días festivos solía pasar largas horas al í solo. Cuentos, novelas,

biografías, historia: leía todo lo que encontraba. Y, cuando había devorado todos los libros infantiles,

pasaba a las estanterías de obras para el público en general y leía los libros para adultos. Incluso los que

no entendía los leía hasta la última página. Y cuando me cansaba de leer, me sentaba ante los

auriculares y escuchaba música. Carecía por completo de cultura musical, así que iba escuchando por

orden todos los discos que había, empezando por la derecha. Y así fue como descubrí la música de

Duke El ington, los Beatles, Led Zeppelin.

La biblioteca era como mi segunda casa. En realidad, es posible que fuera mi verdadero hogar. A

fuerza de ir cada día acabé conociendo de vista a todas las bibliotecarias. El as sabían mi nombre, me

saludaban al verme y me dirigían frases cariñosas (aunque yo muy pocas veces respondía porque soy

terriblemente tímido).

En las afueras de Takamatsu había una biblioteca privada fundada sobre el patrimonio bibliográfico de

una antigua y adinerada familia. Reunía raras colecciones de libros y, además, el edificio y el jardín eran

algo digno de ser visitados. Había visto fotografías de la biblioteca en la revista Taiyó. Una enorme y

antigua mansión japonesa con una sala de lectura que recordaba a una elegante sala de visitas, y la

gente leyendo sentada en confortables sil ones. Esta fotografía me impresionó de una manera extraña. Y

decidí que la visitaría en cuanto tuviera ocasión. Biblioteca Conmemorativa Kómura. Ése era su nombre.

Me dirijo a la oficina de turismo de la estación y pregunto por la Biblioteca Conmemorativa Kómura. La

amable mujer de mediana edad sentada tras el mostrador me alarga un mapa turístico, me señala con

una cruz el emplazamiento de la biblioteca y me explica en qué tren tengo que ir. Hasta al í se tarda unos

veinte minutos. Le doy las gracias y miro los horarios de la estación. Hay un tren cada veinte minutos.

Aún dispongo de un poco de tiempo hasta que l egue el próximo, así que en el quiosco de la estación

compro un bentó sencil o para almorzar.

Es un tren pequeño de sólo dos vagones. Circula por unas cal es muy transitadas, bordeadas de altos

edificios, atraviesa un distrito donde se alternan los pequeños comercios y las viviendas, pasa por delante de fábricas y almacenes. Hay parques, edificios en construcción. Con la cara pegada a la ventana,

devoro con los ojos aquel paisaje de una tierra desconocida. Todas las imágenes se reflejan l enas de

frescor en mis pupilas. Hasta ese momento apenas conocía otras vistas aparte de las de Tokio. En este

tren, que se aleja de la ciudad, no hay un alma a estas horas de la mañana, pero el andén de enfrente

está atestado de estudiantes de secundaria y de bachil erato con sus uniformes de verano y las carteras

colgando del hombro. Se dirigen a la escuela. Yo no. Yo estoy completamente solo, yo soy el único que

va en dirección contraria. Estoy montado en el tren que circula por el otro carril. Algo me sobreviene y me

atenaza el corazón. De improviso, siento que me falta el aire. ¿De verdad estoy haciendo lo correcto? Al

pensarlo, siento una inseguridad terrible. Decido apartar la vista de el os. Tras discurrir

momentáneamente a lo largo de la costa, la vía enfila hacia el interior. Hay altos y espesos campos de

maíz, hay parras, hay campos de mandarinas aprovechando los declives del terreno. Aquí y al á se ven

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estanques de riego donde se refleja la luz de la mañana. El agua del río que serpentea rebosa frescura,

los descampados están cubiertos de la verde hierba del verano. Hay un perro de pie al borde de la vía

que está contemplando el paso del tren. Ante este paisaje, la calidez y el sosiego vuelven a mi corazón.

«¡Tranquilo!», me digo a mí mismo tras respirar hondo. El único camino posible es hacia delante.

Salgo de la estación, me dirijo hacia el norte por una vieja avenida. A ambos lados del camino se

suceden las cercas de las casas. Es la primera vez en mi vida que veo tantas cercas y de tipos tan distintos. Val as negras, tapias blancas, muros de piedra con seto en la parte superior. Los alrededores están

sumidos en el silencio, no se ve un alma. Apenas me cruzo con algún coche. Respiro hondo. El aire huele ligeramente a mar. La playa debe de estar cerca. Aguzo el oído, pero no oigo el rumor de las olas. A lo

lejos debe de haber alguna obra porque suena amortiguada una sierra eléctrica como si fuera el zumbido

de una abeja. A lo largo del camino, desde la estación a la biblioteca, se encuentran pequeños postes

que indican la dirección con flechas, así que es imposible perderse.

Delante del majestuoso portal de la Biblioteca Kómura hay plantados dos ciruelos de líneas simples y

elegantes. Al traspasar el portal me encuentro con un camino de grava serpenteante. Las plantas del

jardín están bien cuidadas, no hay una sola hoja caída. Pinos y magnolias, rosas amaril as. Azaleas. Y

entre los arbustos, grandes y antiguas lámparas votivas de piedra, y un pequeño estanque. Finalmente

l ego, al vestíbulo. Decorado con mucho refinamiento. Me quedo de pie ante la puerta abierta, por un

instante dudo si cruzarla o no. Es una biblioteca distinta a cualquiera de las bibliotecas que he conocido.

Pero, ya que he venido hasta aquí, no me voy a quedar en la puerta. Entro en el vestíbulo y me topo

con un mostrador. Tras él hay sentado un joven que guarda los bolsos y los abrigos. Me bajo la mochila

del hombro, me quito las gafas de sol y el sombrero.

-¿Es la primera vez que vienes? -me pregunta con voz pausada y tranquila. Más bien aguda, pero de

timbre suave, nada desagradable al oído.

Asiento. No me sale la voz. Estoy nervioso. No me esperaba en absoluto que me hicieran esta

pregunta.

Con un lápiz recién afilado entre los dedos, el joven se me queda mirando a la cara con profundo

interés. Es un lápiz amaril o con una goma de borrar en el otro extremo. El joven tiene un rostro de

facciones menudas. Más que guapo sería más exacto calificarlo de hermoso. Lleva una camisa blanca

de algodón de manga larga y unos chinos de color verde oliva. Ambos sin una arruga. El pelo lo tiene

más bien largo y, cuando baja la cabeza, el flequil o le cae sobre la frente y él se lo echa hacia atrás con

la mano de tanto en tanto, como si se acordara de repente. Lleva las mangas de la camisa dobladas hasta el codo y muestra unas muñecas blancas y delgadas. Las gafas son de montura fina y delicada y le

sientan bien a sus facciones. Lleva prendida del pecho una pequeña cartulina plastificada donde se lee:

ÓSHIMA. Es diferente a cualquiera de los bibliotecarios que he conocido.

-La entrada a la biblioteca es libre. Si quieres leer un libro, puedes cogerlo y l evártelo a la sala de

lectura. Ahora bien, por lo que respecta a los ejemplares valiosos que l evan un sel o rojo, antes de

leerlos tienes que rel enar una solicitud. A tu derecha está el archivo. En él encontrarás ficheros de tipo

manual y ordenadores. Si los necesitas, puedes utilizarlos libremente. No se efectúa préstamo de libros.

No hay ni revistas ni periódicos. Está prohibido hacer fotografías. Está prohibido hacer fotocopias. Si

quieres comer o beber algo, puedes hacerlo sentado en un banco del jardín. La biblioteca cierra a las cinco de la tarde. -Luego deposita el lápiz sobre la mesa y añade-: ¿Eres estudiante de bachil erato?

-Sí -respondo tras respirar hondo.

-Esta biblioteca es un poco peculiar -dice-. Está especializada en un tipo concreto de libros. En la obra

de los antiguos poetas de tanka también hay libros dirigidos al gran público, pero la mayoría de las

personas que vienen desde lejos y que cogen el tren ex profeso para l egar hasta aquí son especialistas

que investigan este tipo de literatura. La gente no viene a leer a Stephen King. y es muy raro que vengan

chicos de tu edad. Algún estudiante de pos-grado sí aparece de vez en cuando. Por cierto, ¿estás

haciendo algún trabajo sobre el tanka o el haiku?

-No -le respondo.

-Lo suponía.

-¿Y yo también puedo entrar? -le pregunto tímidamente temiendo que me traicione la voz.

-Por supuesto -me dice él con una sonrisa aflorándole a los labios. Entonces junta los dedos de ambas

manos sobre la mesa-. Esto es una biblioteca y damos la bienvenida a cualquiera que desee leer un

libro. Además, no puedo decirlo en voz muy alta, pero a mí tampoco me interesan demasiado los tanka y

los haiku.

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-¡Qué edificio tan impresionante! -exclamo yo.

Él asiente.

-Los Kómura han sido grandes productores de sake desde la época de Edo, y el padre del actual señor

Kómura fue un bibliógrafo famoso en todo el país por su colección de ejemplares raros. El abuelo era

poeta, y muchos hombres de letras que se relacionaban con él se hospedaban aquí cuando venían a

Shikoku. Wakayama Bokusui o Ishikawa Takuboku o Shiga Naoya sin ir más lejos. Éste debía de ser un

lugar muy acogedor, porque había quien se quedaba largas temporadas. Es una familia que jamás ha

reparado en gastos a la hora de apoyar el Arte y las Letras. Suele suceder que las familias de este tipo

descuiden los negocios y se arruinen, pero con los Kómura, afortunadamente, no ha sido así. Para el os,

las aficiones son las aficiones, y los negocios, los negocios.

-Debían de ser muy ricos -digo.

-Mucho -dice. Y frunce ligeramente los labios-. Antes de la guerra lo eran mucho más, pero todavía lo

son. Por eso pueden mantener una biblioteca tan magnífica como ésta. Claro que también cuenta el

hecho de que, creando una fundación, obtienen una reducción de los impuestos hereditarios, pero ése es

otro tema. Si te interesa el edificio, hoy se efectuará a partir de las dos una visita guiada. Si quieres,

puedes apuntarte. Se hace una vez a la semana, los martes, y hoy, casualmente, es martes. En el primer

piso hay una colección de pintura muy difícil de encontrar, y además el edificio tiene por sí mismo un

gran valor arquitectónico, así que no perderás nada con visitarlo.

Le doy las gracias.

Él sonríe como diciendo: «No hay de qué». Y vuelve a coger el lápiz y da unos golpecitos en la mesa

con la goma de la punta. De una manera muy apacible. Como si me alentara.

−¿Eres el guía?

Oshima sonríe.

Yo sólo soy un ayudante. La señora Saeki es la que se encarga de eso, vamos, que es mi jefa. Está

emparentada con los Kómura y es el a quien guía a los visitantes por el edificio. Es una persona maravil osa. Seguro que a ti también te gustará.

Entro en la amplia biblioteca de altos techos, doy vueltas alrededor de las estanterías, busco un libro

que despierte mi interés. Gruesas y magníficas vigas cruzan el techo. Por la ventana se filtran los rayos

de sol de principios de verano. Los cristales están abiertos hacia fuera y, desde el jardín, l egan los trinos

de los pájaros. Las estanterías inmediatas a la puerta están, tal como ha dicho Oshima, atestadas de

libros relacionados con el tanka y el haiku. Compilaciones de tanka y compilaciones de haiku, ensayos,

biografías. También hay muchos libros sobre la historia local.

En las estanterías del fondo se alinean libros de humanidades: obras de la literatura japonesa, obras de

la literatura mundial, la obra completa de diversos autores, clásicos, libros de filosofía, teatro, obras

generales de arte, sociología, historia, biografías, geografía...

Tomo un libro tras otro, los abro: la mayoría conserva entre sus páginas el olor de épocas pretéritas.

Un aroma muy especial a conocimientos profundos y a emociones desatadas que, entre cubierta y

cubierta, l evan mucho tiempo sumidos en un apacible sueño. Aspiro el aroma, hojeo algunas páginas y

devuelvo los libros a la estantería.

Finalmente elijo uno de los hermosos volúmenes de la versión de Burton de Las mil y una noches y me

lo l evo a la sala de lectura. Es una obra que deseaba leer desde hacía tiempo. En la sala recién abierta

al público no hay nadie aparte de mí. Puedo disfrutar en exclusiva de la elegante estancia. Es como

aparecía en la fotograba de la revista.

De techo alto, muy amplia, confortable y cálida. A través de las ven tanas, abiertas de par en par,

penetra la brisa. Las blancas cortinas tiemblan en silencio. Y el viento, efectivamente, huele a mar. Nada

que objetar sobre la comodidad de los sil ones. En un rincón de la estancia hay un viejo piano de pared y

yo me siento como si estuviese de visita en casa de unos buenos amigos.

Sentado en el sofá barro la estancia con la mirada cuando, de improviso, me doy cuenta de que es el

lugar que he estado buscando durante largo tiempo. Un hueco en el mundo, un lugar escondido

exactamente como éste. Pero hasta ahora se trataba sólo de un lugar secreto en mis fantasías. Ni

siquiera creía que un lugar así existiera en realidad. Aspiro una bocanada de aire con los ojos cerrados y

el aire permanece dentro de mí como una dulce nube. Es una sensación maravil osa. Acaricio despacio

con la palma de la mano la cubierta color crema del sofá. Me levanto, me acerco al piano, alzo la tapa,

poso suavemente los diez dedos sobre las teclas amaril entas. Bajo la tapa del piano, doy vueltas por

encima de la alfombra, estampada con un motivo de racimos de uva. Hago girar la vieja manil a que sirve

para abrir y cerrar la ventana. Enciendo la lámpara de pie, la apago. Contemplo, uno tras otro, los

cuadros de las paredes, luego vuelvo a sentarme en el sofá y continúo leyendo el libro. Me concentro en

la lectura.

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A mediodía saco de la mochila la botel a de agua mineral y el bentó, tomo asiento en la veranda que da

al jardín y almuerzo. Muchos pájaros se acercan, pasan de un árbol a otro, descienden alrededor del

estanque, beben agua, se asean. Entre el os hay pájaros que yo no había visto nunca. Aparece un gran

gato pardo y los pájaros levantan el vuelo precipitadamente, pero el gato no siente ningún interés por

el os. Lo único que quiere es tenderse al sol sobre el pavimento de piedra.

−¿Hoy no tienes clase? -me pregunta Oshima cuando dejo de nuevo la mochila antes de entrar en la

sala de lectura.

−Sí, tengo. Pero he decidido no asistir durante un tiempo -digo eligiendo las palabras con cuidado.

−Oposición a ir a la escuela -comenta.

−Tal vez.

−Ôshima me lanza una mirada l ena de interés.

−¿Tal vez?

No es que me oponga a ir, sólo que he decidido no ir -digo.

¿O sea, que has dejado de ir a la escuela así, por las buenas, voluntariamente? Me limito a asentir. No

se me ocurre qué respuesta dar.

—Según la historia de Aristófanes que sale en El banquete de abtón, en el mundo mítico de la

Antigüedad había tres clases de seres humanos —dice Oshima —. ¿Lo sabías?

—No —respondo.

—El mundo antiguo no estaba compuesto por hombres y mujeres sino por hombres-hombres,

hombres-mujeres y mujeres-mujeres. Es decir, que un ser humano comprendía dos personas de ahora.

Y así vivían todos satisfechos y felices. Sin embargo, los dioses los partieron a todos con un cuchil o por

la mitad. De un corte limpio. Como resultado, el mundo se dividió en hombres y mujeres, y desde entonces los seres humanos van corriendo desesperados de un lado para otro buscando la mitad que les

falta.

—¿Y por qué hicieron los dioses eso?

—¿Partir los seres humanos en dos? Pues vete a saber. Los actos de los dioses nunca son fáciles de

comprender. Los dioses son irascibles y tienden a ser, ¿cómo te diría?, excesivamente idealistas.

Puestos a suponer, tal vez se tratase de algún castigo. Como la expulsión de Adán y Eva del Paraíso

que sale en la Biblia.

—El pecado original —digo.

—Exacto. El pecado original —dice Oshima. Y hace oscilar el largo lápiz entre los dedos índice y

corazón como si fuera una balanza. En definitiva, lo que quería decirte es lo siguiente: para un ser

humano es muy duro vivir solo.

Vuelvo a la sala de lectura y sigo con la historia de Abu-al-Hassan, el truhán. Sin embargo, no logro

concentrarme en la lectura. ¿Hombres-hombres, hombres-mujeres y mujeres-mujeres?

Cuando las agujas del reloj señalan las dos, dejo el libro, me levanto del sofá y me sumo a la visita

guiada. La señora Saeki, la encargada de realizarla, es una mujer delgada que debe de tener unos

cuarenta y cinco años. Alta para su generación. Lleva un vestido azul de manga corta y una chaqueta

fina de color crema sobre los hombros. Muy elegante. El pelo largo y recogido en una cola floja. Cara

refinada e inteligente. Ojos bonitos. Y una pálida sonrisa flotando en los labios como una sombra. No

puedo expresarlo bien, pero su sonrisa raya en la perfección. Me recuerda un pequeño rincón soleado.

Un rincón de especiales contornos que sólo puede nacer en un lugar donde haya cierto tipo existía un

lugar de estas características, con un rincón soleado de estas características. Y a mí, desde niño, me

había gustado ese rincón.

La señora Saeki me produce una impresión fuerte y a la vez nostálgica. «Ojalá fuese mi madre»,

pienso. Cada vez que veo a una mujer de mediana edad hermosa (o simpática) pienso lo mismo. Que

ojalá fuese mi madre. No hace falta decir que las posibilidades de que la señora Saeki sea mi madre son

casi nulas. Sin embargo, teóricamente hablando, una remota posibilidad sí la hay. Porque no conozco la

cara de mi madre, ni siquiera sé cómo se l ama. O sea, que no hay ninguna razón para que no pueda

serlo.

Aparte de mí, sólo participa en el recorrido un matrimonio de mediana edad de Osaka. La esposa es

una mujer regordeta con gafas de gruesos cristales. El marido, un hombre delgado con una cabel era

hirsuta que parece haber domado con un cepil o de púas. De ojos rasgados y frente ancha, recuerda a

una de las estatuas de la isla de Pascua con la vista perdida siempre en el horizonte. La esposa l eva la

voz cantante y el marido se limita a asentir. Además, hace movimientos afirmativos con la cabeza,

muestra admiración y, de vez en cuando, farful a algunas palabras entrecortadas difíciles de entender. La

ropa de ambos es más adecuada para ir a la montaña que para visitar una biblioteca. Llevan un chaleco

impermeable l eno de bolsillos, unos fuertes zapatones y gorra de alpinista. Quizá vayan ataviados de

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esta guisa cada vez que salen de viaje. No parecen mala gente. No l ego a pensar que ojalá fueran mis

padres, pero me siento aliviado al ver que no soy el único integrante de la visita.

Al principio, la señora Saeki explica los detal es de la creación de la Biblioteca Conmemorativa Kômura.

Viene a decir lo mismo que me había contado Ôshima. Cómo abrió sus puertas la biblioteca para

exponer al público los libros, documentos y cuadros coleccionados por la familia Kômura durante

generaciones, con la finalidad de contribuir al desarrol o de la cultura local. Cómo se creó una fundación

financiada con el patrimonio familiar para que administrase la biblioteca. Y cómo se organizaban

puntualmente actos culturales que podían ser conferencias o conciertos de música de cámara. El edificio

databa de principios de la era Meiji y fue levantado como pabel ón anexo al edificio principal para que

efectuase las funciones de biblioteca y de residencia de invitados. En la era Taishó, sufrió unas obras de

remodelación de gran envergadura, se convirtió en un edificio de dos plantas, Fue asimismo en aquel a

época cuando se construyeron unas magníficas habitaciones para los insignes huéspedes que se

alojaban en la casa de finales de Taishó a principios de Shówa numerosos artistas y literatos visitaron a

la familia Kómura y todos dejaron algún legado de su paso por la mansión. Los poetas dejaron sus

poesías; los poetas de haiku, sus haiku; los literatos, sus escritos; los pintores, sus cuadros como

agrade-cimiento por la hospitalidad de los Kómura.

-Podrán ustedes contemplar una selección del valioso patrimonio cultural de la familia Kómura en la

sala de exposiciones de la primera planta -dice la señora Saeki-. Como verán ustedes, la tarea de

mantener rica y floreciente la vida cultural de la región recayó más en manos de estos ricos aficionados,

como la familia Kómura, que en las de las autoridades locales. El os fueron mecenas de las Artes y las

Letras. La prefectura de Kagawa ha dado un gran número de poetas de tanka y haiku, y lo cierto es que

el ímprobo esfuerzo realizado, generación tras generación, por la familia Kómura en la creación y mantenimiento de un círculo artístico de primera magnitud en la región ha contribuido en gran medida a el o.

Sobre la creación de este interesante círculo cultural y su evolución se han publicado numerosos

trabajos, ensayos y memorias que ustedes podrán consultar, si así lo desean, en la sala de lectura.

Los sucesivos patriarcas de la familia Kómura han tenido profundos conocimientos sobre las Artes y las

Letras y, asimismo, han gozado de una aguda intuición para distinguir el verdadero arte de las

imitaciones. Es una característica que podría l amarse genética. Siempre han sido capaces de reconocer

al auténtico artista, y únicamente a él le han ofrecido atención y soporte para ayudarlo a colmar sus más

altas aspiraciones. Sin embargo, como ustedes sabrán, en este mundo no existe un ojo clínico infalible.

Y, desafortunadamente, también ha habido excelentes artistas que no pudieron ganarse el favor de los

Kómura. Uno de el os fue el poeta de haiku Taneda Santóka, cuya obra fue despreciada. Según el

registro de huéspedes, Santóka se alojó aquí en diversas ocasiones y, en cada una de el as, dejó un

poema como agradecimiento.

Aparte de mí, sólo participa en el recorrido un matrimonio de mediana edad de Osaka. La esposa es

una mujer regordeta con gafas de gruesos cristales. El marido, un hombre delgado con una cabel era hirsuta que parece haber domado con un cepil o de púas. De ojos rasgados y frente ancha, recuerda a una

de las estatuas de la isla de Pascua con la vista perdida siempre en el horizonte. La esposa l eva la voz

cantante y el marido se limita a asentir. Además, hace movimientos afirmativos con la cabeza, muestra

admiración y, de vez en cuando, farful a algunas palabras entrecortadas difíciles de entender. La ropa de

ambos es más adecuada para ir a la montaña que para visitar una biblioteca. Llevan un chaleco

impermeable l eno de bolsillos, unos fuertes zapatones y gorra de alpinista. Quizá vayan ataviados de

esta guisa cada vez que salen de viaje. No parecen mala gente. No l ego a pensar que ojalá fueran mis

padres, pero me siento aliviado al ver que no soy el único integrante de la visita.

Al principio, la señora Saeki explica los detal es de la creación de la Biblioteca Conmemorativa Kómura.

Viene a decir lo mismo que me había contado Oshima. Cómo abrió sus puertas la biblioteca para exponer al público los libros, documentos y cuadros coleccionados por la familia Kómura durante

generaciones, con la finalidad de contribuir al desarrol o de la cultura local. Cómo se creó una fundación

financiada con el patrimonio familiar para que administrase la biblioteca. Y cómo se organizaban

puntualmente actos culturales que podían ser conferencias o conciertos de música de cámara. El edificio

databa de principios de la era Meiji y fue levantado como pabel ón anexo al edificio principal para que

efectuase las funciones de biblioteca y de residencia de invitados. En la era Taishó, sufrió unas obras de

remodelación de gran envergadura, se convirtió en un edificio de dos plantas, Fue asimismo en aquel a

época cuando se construyeron unas magníficas habitaciones para los insignes huéspedes que se

alojaban en la casa de finales de Taishó a principios de Shówa, numerosos artistas y literatos visitaron a

la familia Kómura y todos dejaron algún legado de su paso por la mansión. Los poetas dejaron sus

poesías; los poetas de haiku, sus haiku; los literatos, sus escritos; los pintores, sus cuadros como

agrade-cimiento por la hospitalidad de los Kómura.

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-Podrán ustedes contemplar una selección del valioso patrimonio cultural de la familia Kómura en la

sala de exposiciones de la primera planta -dice la señora Saeki-. Como verán ustedes, la tarea de

mantener rica y floreciente la vida cultural de la región recayó más en manos de estos ricos aficionados,

como la familia Kómura, que en las de las autoridades locales. El os fueron mecenas de las Artes y las

Letras. La prefectura de Kagawa ha dado un gran número de poetas de tanka y haiku, y lo cierto es que

el ímprobo esfuerzo realizado, generación tras generación, por la familia Kómura en la creación y mantenimiento de un círculo artístico de primera magnitud en la región ha contribuido en gran medida a el o.

Sobre la creación de este interesante círculo cultural y su evolución se han publicado numerosos

trabajos, ensayos y memorias que ustedes podrán consultar, si así lo desean, en la sala de lectura.

»Los sucesivos patriarcas de la familia Kómura han tenido profundos conocimientos sobre las Artes y

las Letras y, asimismo, han gozado de una aguda intuición para distinguir el verdadero arte de las

imitaciones. Es una característica que podría l amarse genética. Siempre han sido capaces de reconocer

al auténtico artista, y únicamente a él le han ofrecido atención y soporte para ayudarlo a colmar sus más

altas aspiraciones. Sin embargo, como ustedes sabrán, en este mundo no existe un ojo clínico infalible.

Y, desafortunadamente, también ha habido excelentes artistas que no pudieron ganarse el favor de los

Kómura. Uno de el os fue el poeta de haiku Taneda Santóka, cuya obra fue despreciada. Según el

registro de huéspedes, Santóka se alojó aquí en diversas ocasiones y, en cada una de el as, dejó un

poema como agradecimiento. Sin embargo, el patriarca de la familia lo consideraba un «farsante

pedigüeño» y lo ignoró deshaciéndose de la mayoría de sus obras.

-¡Oh! ¡Qué lástima! -dijo la señora de Osaka con acento desolado -. y pensar que ahora valdrían un

dineral.

-En efecto -admitió la señora Saeki con una sonrisa-. Pero, en aquel a época, Santóka era un completo

desconocido. Y era fácil equivocarse. Hay cosas que sólo se saben retrospectivamente.

-En efecto. En efecto -asintió el marido.

A continuación, la señora Saeki nos mostró la planta baja. Las estanterías de libros, la sala de lectura,

la estancia donde se hal aban expuestos los ejemplares valiosos.

-A la hora de construir esta biblioteca, el patriarca de la época decidió evitar el elegante estilo sukiya

característico de los artistas de Kioto y optó por levantar un edificio parecido, más bien, a una rústica vil a

campestre. Sin embargo, podrán ustedes observar cómo, en contraste con el marco de líneas rectas del

edificio, los muebles, las puertas y la decoración muestran un gran lujo y sofisticación. La elegancia de

los dinteles, por ejemplo, no tiene parangón. Dicen que para construirlos se reunió a los más ilustres

maestros artesanos del Shikoku de la época.

Luego subimos todos a la primera planta. La escalera es de techo alzado. La barandil a es de ébano,

tan pulida y bril ante que da la sensación de que, al tocarla, las huel as de los dedos van a quedar

estampadas en el a. En la ventana de enfrente del descansillo hay una vidriera. Representa a un ciervo

que, estirando el cuel o, está comiendo uvas. En la primera planta hay dos habitaciones para invitados y

una sala amplia. Antiguamente, el suelo de la sala debía de estar cubierto de tatami y, en el a, debían de

poder celebrarse reuniones y banquetes. Ahora el suelo está recubierto de parquet y, de las paredes,

cuelgan rol os de pintura japonesa. En el centro de la sala hay un expositor de cristal donde se alinean

recuerdos y objetos históricos. Una de las habitaciones es de estilo occidental y la otra de estilo japonés.

En la occidental hay un gran escritorio y una sil a giratoria, y da la sensación de que todavía hay alguien

sentado en el a escribiendo. Entre la hilera de pinos al otro lado de la ventana que se encuentra detrás

del escritorio se vislumbra la línea azul del mar.

Fol eto en mano, el matrimonio de Osaka va mirando, uno tras otro, los objetos expuestos en la sala.

Cada vez que la esposa hace un comentario, el marido asiente como si la alentara. Al parecer, no existe

la menor discrepancia entre ambos. A mí no me interesan tanto los objetos expuestos, así que voy

mirando los detal es arquitectónicos del edificio. Me encuentro inspeccionando la habitación de estilo

occidental, cuando se me acerca la señora Saeki.

-Si quieres, puedes sentarte en esa sil a -me dice la señora Saeki-.

En el a se sentaron Shiga Naoya y Tanizaki Jun'ichiró. Claro que no es exactamente la misma que en

aquel a época.

Me siento en la sil a giratoria. Coloco en silencio las manos sobre la mesa.

-¿Qué tal? ¿Te da la impresión de que estás a punto de ponerte a escribir algo?

Me ruborizo un poco y niego con la cabeza. La señora Saeki sonríe y vuelve a la habitación contigua,

junto al matrimonio de Osaka.

Sentado en la sil a, me quedo contemplando su figura de espaldas. El movimiento de su cuerpo, cómo

avanzan sus piernas. Todos sus gestos rebosan elegancia y naturalidad. No sé expresarlo bien, pero

poseen algo especial. Parece que el a, a través de su espalda, me esté comunicando algo. Algo que no

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se puede formular con palabras. Algo que no puede transmitirse cara a cara. Pero no sé de qué se trata.

Porque son muchas las cosas que ignoro.

Sentado en la sil a, barro la estancia con la mirada. En las paredes cuelgan óleos que representan, al

parecer, paisajes de las costas de la región. El estilo de las marinas es antiguo, pero el colorido es muy

vívido. Encima de la mesa hay un gran cenicero y una lámpara de pantal a verde. Aprieto el interruptor,

se enciende la luz. En la pared de enfrente cuelga un reloj negro de estilo viejo. Parece antiguo, pero las

agujas marcan las horas con exactitud. En las tablas del entarimado del suelo se abren, aquí y al á,

agujeros, y chirrían al pisarlas.

Cuando el recorrido acabó, el matrimonio de Osaka dio las gracias a la señora Saeki y se fue. Por lo

visto ambos pertenecían al círculo de tanka de la región de Kansai. La mujer, aún, pero ¿qué diablos debía de escribir el marido? Sólo con síes y movimientos de cabeza no se puede hacer una poesía. Para

el o hace falta un poco más de iniciativa. Claro que, tal vez exclusivamente en el momento de componer

un poema, el hombre sacara de su interior algo que mantenía guardado dentro.

Vuelvo a la sala de lectura y continúo leyendo. Por la tarde se acercaron por al í varias personas. La

mayoría l evaba gafas de présbita. Con el as puestas, todos tenían la misma cara. El tiempo transcurría

con extrema lentitud. Aquí todos se entregan a la lectura en silencio. A nada más. Nadie abre la boca.

Hay alguno que toma notas sentado frente a la mesa, pero la gran mayoría devora su libro sentado en su

asiento sin soltar una palabra, sin cambiar de postura. Igual que yo.

A las cinco dejo el libro, lo devuelvo a la estantería y salgo de la biblioteca.

-¿A qué hora abre mañana? -pregunto.

-A las once. Cerramos el lunes -dice él-. ¿Volverás mañana? -Si no molesto...

Ôshima me mira entrecerrando los ojos.

-Pues claro que no molestas. Las bibliotecas son lugares adonde va la gente que quiere leer. Vuelve,

por favor. Por cierto, ¿tú siempre l evas eso encima? Parece muy pesado, ¿qué diablos guardas dentro?

¿Un cargamento de Krugerrands?"

Me ruborizo.

−Vale, vale. No importa. No es que en verdad tenga ganas de saberlo -dice Oshima. Y se aprieta la

sien derecha con la goma del lápiz-. Hasta mañana.

−Adiós -me despido. Y él, en vez de levantar la mano, responde alzando el lápiz a modo de saludo.

−Vuelvo a montar en el mismo tren de la ida y regreso a Takamatsu. Pido un plato combinado de pol o

y una ensalada en el local barato que hay cerca de la estación. Me tomo otro bol de arroz y, después

de comer, me bebo un vaso de leche caliente. En previsión del hambre que pueda sentir por la noche,

me compro dos onigiri en una tienda de esas que no cierran nunca y otra botel a de agua.

−Luego ando hasta el hotel donde me hospedo. No camino ni más deprisa ni más despacio de lo

necesario. Lo hago como una persona normal y corriente, para no l amar la atención.

−Aunque de grandes dimensiones, es el típico hotel de segunda categoría. Al registrarme en recepción

anoto una dirección, un nombre y una edad falsos y pago por adelantado una noche. Estoy un poco

nervioso. Pero el os no me miran con ojos inquisitivos. Tampoco gritan «iEh! No mientas de manera

tan descarada. Que no somos tontos. Pero si se nota a la legua que eres un niño de quince años que

se ha escapa. do de casa». Todos los trámites se l evan a cabo mecánicamente.

−Subo al quinto piso en un ascensor que vibra como si chocaran unas piezas con otras, augurando lo

peor. La habitación es pequeña, larga y estrecha; la cama es poco confortable; la almohada, dura; el

televisor, de pequeño tamaño; las cortinas están descoloridas por el sol. Incluso el baño no es más

grande que un armario. No hay ni champú ni crema suavizante para el pelo. Por la ventana sólo se ve

la pared del edificio de enfrente. Pero tengo que pensar que estoy bajo techo y que, por el grifo, sale

agua caliente. Dejo la mochila en el suelo, me siento en una sil a e intento familiarizarme con la

habitación.

−«Soy libre», me digo. Cierro los ojos y, durante unos instantes, pienso que soy libre. Pero aún no

acabo de entender qué significa. En estos momentos, lo único que tengo claro es que estoy solo. Solo

en una tierra desconocida. Como un explorador solitario que hubiese perdido la brújula y el mapa.

¿Consistirá en esto la libertad? Ni siquiera lo sé. Dejo de pensar en el o.

−Permanezco largo tiempo dentro de la bañera, me lavo minuciosamente los dientes en el lavabo. Me

tumbo en la cama y vuelvo a leer un poco más. Cuando me canso, pongo las noticias de la televisión.

Pero, en comparación con lo que me ha sucedido a lo largo del día, son unas noticias aburridas y

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desprovistas de todo interés. Apago el televisor enseguida y me deslizo entre las sábanas. El reloj marca ya las diez. Pero no logro dormirme fácilmente. Un día nuevo en un lugar nuevo. Es, además, el día

de mi decimoquinto cumpleaños. Y me he pasado la mayor parte del tiempo en aquel a extraña biblioteca provista de un encanto indiscutible. He conocido a varias personas. A Sakura. A Óshima y a la

señora Saeki. Agradezco que no fueran del tipo de personas qué me amedrentan. Tal vez sea un buen

presagio.

−Luego pienso en mi casa de Nogata y en mi padre, que ahora debe de encontrarse en el a. ¿Qué

sentimientos abrigará al darse cuenta de que he desaparecido de repente? ¿Habrá sentido alivio al

dejar de verme? ¿Experimentará desconcierto? ¿O no sentirá nada en particular? No, posiblemente ni

siquiera se haya dado cuenta de que he desaparecido.

De pronto se me ocurre algo, saco de la mochila el teléfono móvil de mi padre. Lo conecto y marco el

número de mi casa de Tokio. Enseguida suena el que timbre de l amada. A pesar de los más de

setecientos kilómetros separan, el sonido es tan nítido como si estuviesese l amando a la habitación

contigua. Esta nitidez casi inesperada me sorprende. Al segundo timbrazo cuelgo. Los latidos de mi

corazón se han desbocado, a duras penas logro calmare. El teléfono funciona. Mi padre todavía no se ha

dado de baja. Posiblemente todavía no se haya dado cuenta de que el teléfono no está en el cajón.

Vuelvo a meter el teléfono en el bolsil o de la mochila, apago la luz de la mesil a de noche y cierro los

ojos. Ni siguiera sueño. Ahora que lo digo, hace mucho tiempo que no sueño.

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6

-Buenos días -dijo el hombre de edad madura.

El gato alzó ligeramente la cabeza y respondió al saludo con voz grave y aire de fatiga. Era un gato

macho, grande y viejo, de color negro. -Hace muy buen tiempo, ¿no le parece a usted?

−iHum! -dijo el gato.

−No se ve ni una nube en el cielo.

-... De momento.

−¿Cree acaso que va a empeorar?

−Yo diría que al atardecer se estropeará. No sé, me da esa impresión -comentó perezosamente el gato

negro alargando una pata. Después, entrecerrando los ojos, echó otra ojeada a la cara del hombre.

El hombre miraba sonriente al gato.

El gato dudó unos instantes. Luego dijo con un tono resignado:

−iHum! Veo que sabes hablar.

−Sí -dijo el hombre con timidez. Y, como muestra de respeto, se quitó de la cabeza la raída gorra de

alpinista-. No es que hable en cualquier momento y con cualquier señor gato, pero, sí, puedo hacerme

entender más o menos.

-iHum! -el gato manifestó sus impresiones de una manera muy con

-Oiga, ¿le importaría que me sentara aquí un momento? Es que Nakata está cansado de andar.

El gato negro se incorporó despacio, hizo vibrar sus largos bigotes y solto un bostezo tan grande que

pareció que se le fuera a desencajar la mandíbula.

No me importa. Siéntate durante el tiempo que gustes en el lugar qué te plazca, a mí tanto me da.

Total, nadie va a quejarse.

-Muchas gracias -dijo el hombre mientras se sentaba al lado del gato-. iUff! He estado andando sin

parar desde las seis de la mañana.

Entonces, ¿tú eres Nakata?

-Sí, soy Nakata. Y usted, señor gato, ¿cómo se l ama usted?

-Lo he olvidado -dijo el gato negro-. No es que no tuviera nombre, pero dejé de necesitarlo y lo olvidé.

-Sí, las cosas que no hacen falta se olvidan enseguida. A Nakata también le sucede -dijo el hombre

rascándose la cabeza-. O sea, que usted, señor gato, no pertenece a ninguna familia, ¿verdad?

-Hace tiempo sí. Pero ahora no. A veces me dan de comer en alguna casa del vecindario, pero no

pertenezco a ninguna.

Nakata asintió y enmudeció durante unos instantes. Luego añadió:

−Entonces, ¿podría l amarlo señor Otsuka?

−¿Ótsuka? -preguntó el gato contemplando el rostro de su interlocutor con sorpresa-. ¿Y eso qué

significa? ¿Por qué me l amas así... Ótsuka?

-No, no. No es que tenga un sentido en particular. Sólo que a Nakata se le ha ocurrido, sin más. Es

que, si no tiene usted nombre, me cuesta acordarme; así que le he puesto uno que a mí me ha parecido

adecuado. Sólo eso. Es más práctico que se l ame usted de alguna forma. Así, por ejemplo, incluso un

idiota como Nakata podrá archivar de una manera fácil de entender un dato concreto como que la tarde

de tal día y de tal mes se ha encontrado y hablado con un gato negro l amado señor Otsuka en un solar

de la manzana segunda del barrio.

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−iHum! -dijo el gato negro-. No lo acabo de entender. Los gatos no necesitamos esas cosas. A

nosotros nos basta con un olor, con una forma, con que nos den algo concreto. Y tampoco andamos

tan mal.

−Sí, incluso esto lo sabe Nakata muy bien. Pero ¿quiere que le diga algo, señor Otsuka? Los hombres

son distintos. Para poder aprender las cosas les son imprescindibles las fechas o los nombres. El gato

resopló por la nariz.

−¡Qué engorro!

-En efecto. Es un verdadero engorro tener que aprenderse tantas cosas. En el caso de Nakata, debe

saber el nombre del gobernador, incluso los números de los autobuses. Por cierto, ¿le importa que lo

l ame señor Ótsuka? ¿Le desagrada?

-Si me preguntas si lo encuentro gracioso, pues no me lo parece... Pero tampoco me resulta

desagradable. Vamos, que no me importa, eso de Otsuka. Si me quieres l amar así, hazlo. Sólo que me

da la impresión de que no va conmigo.

-A Nakata le alegra mucho oírle decir eso. Muchísimas gracias, señor Ótsuka.

-Pero tú, para ser un hombre, hablas de una manera muy extraña -dijo Ótsuka.

-Sí, todo el mundo me lo dice. Pero Nakata no es capaz de hablar de otra forma. Y siempre acabo

hablando así. Es que soy idiota, ¿sabe? No es que lo haya sido siempre. Pero cuando era pequeño tuve

un percance, me volví tonto y, desde entonces, lo soy. Ni siquiera sé escribir. Tampoco soy capaz de

leer un libro o un periódico.

-Pues, no es algo de lo que me enorgul ezca, pero yo tampoco sé escribir -dijo el gato lamiéndose la

almohadil a de la pata derecha-. Pero mi inteligencia es normal y nunca lo he considerado un

inconveniente.

-Sí, en efecto. Esto sucede en el mundo de los gatos -dijo Nakata-.

Pero, en el mundo de los humanos, si no sabes escribir, es que eres estúpido. Si no eres capaz de

leer un libro o un periódico, es que eres estúpido. Las cosas son así. Fíjese en el padre de Nakata. Ya

ha fal ecido, pero era un ilustre profesor de universidad especializado en algo que se l ama teoría

financiera. Además, Nakata tiene dos hermanos más jóvenes y los dos son muy inteligentes. Uno es

jefe de departamento de un sitio que se l ama Itóchú y el otro trabaja en un lugar l amado Tsúsanshó **

Ambos viven en casas muy grandes y comen anguila. Sólo Nakata es idiota.

−Pero tú sabes hablar con los gatos, ¿verdad?

−Sí -dijo Nakata.

-Y eso no puede hacerlo cualquiera, ¿verdad?

−En efecto.

−Entonces tan estúpido no serás, ¿no?

−No, sí..., es decir, Nakata no lo sabe. Desde que era pequeño, Nakata no ha parado de oír que le

l amaban «idiota», «idiota», así que jamás ha creído otra cosa. Como no sé leer el nombre de las

estaciones, no puedo comprar un bil ete y coger el tren. En los autobuses urbanos sí puedo subir,

mostrando el pase especial de impedido.

-Hum -dijo Otsuka sin emoción.

-Y si no sabes leer y escribir, no encuentras trabajo.

-¿Y cómo te las arreglas para vivir?

-Tengo un subsidio. -¿Un subsidio?

−Sí, el señor gobernador me da dinero. Y tengo una pequeña habitación en un edificio que se l ama

Shóeisó, en Nogata. Y como tres veces al día.

−Pues no l evas una vida tan mala. Vaya, eso me parece a mí.

-Sí, tiene usted razón. Mala no es -repuso Nakata-. Estoy a cubierto de la l uvia y del viento, vivo sin

estrecheces. Además, a veces me piden que busque a algún gato, que es lo que estoy haciendo ahora.

Y, por el o, me pagan un estipendio. Claro que esto lo hago a escondidas del gobernador. Así que no se

lo diga usted a nadie. Porque al tener unos ingresos extraordinarios, tal vez resulte que estoy

defraudando en lo que respecta al subsidio. De estipendio no me dan gran cosa, no crea. Lo justo para

poder comer anguila. A Nakata le gusta la anguila.

−A mí también me gusta. Claro que sólo la comí una vez hace tiempo y ya casi no recuerdo el sabor.

−Huy, sí. La anguila es algo muy bueno. Algo incomparable. En este mundo, la mayoría de alimentos

pueden sustituirse por otros, pero Nakata no conoce ninguno que pueda sustituir a la anguila.

Por el camino delante del descampado pasó un hombre junto con un gran perro labrador. Éste l evaba

un col ar rojo al cuel o. El perro echó una mirada de reojo a Otsuka, pero prosiguió tal cual. Sentados en

el descampado, los dos enmudecieron unos instantes esperando a que el hombre y el perro pasaran de

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largo.

-¿Buscar gatos, dices? -preguntó Otsuka el gato.

-Sí, busco a señores gatos extraviados. Tal como puede ver usted, Nakata es capaz de hablar un

poco con los gatos, así que va recogiendo información de aquí y al á hasta que descubre el paradero

del gato desaparecido. Así pues, Nakata ha l egado a ser muy hábil encontrando gatos y la gente no

para de pedirle que le busque alguno. Últimamente son pocos los días que no tiene que ponerse en

marcha. Sin embargo, a Nakata no le gusta irse lejos, así que la búsqueda debe circunscribirse al

distrito de Nakano. Si no, el que acabaría perdido sería Nakata.

-O sea, que ahora estás buscando uno.

-Sí, en efecto. Ahora estoy buscando a una gata de un año a rayas blancas, negras y marrones que

se l ama Goma. Aquí tengo una fotografía. -Nakata sacó una copia en color de la bolsa de lona que

l evaba colgada al hombro y se la enseñó a Otsuka-. Es esta gata. Lleva un col ar antipulgas de color

marrón.

Ótsuka miró la fotografía alargando el cuel o. Sacudió la cabeza. -Pues no la he visto nunca. Y mira

que me conozco a todos los gatos de la zona. A ésa ni la he visto... ni he oído hablar de el a. -¿Ah, no?

-¿Y l evas mucho tiempo buscándola?

-Pues hoy hará... uno, dos, tres... Sí, hoy es el tercer día. Ótsuka se quedó pensativo durante

unos instantes.

-Supongo que tú ya debes de saberlo, pero los gatos son animales de costumbres. Por lo regular

siguen unas pautas de comportamiento muy estrictas y, a no ser que suceda algo extraordinario, odian

cambiarlas. Y por algo extraordinario entiendo el deseo sexual o algún accidente. Sí, siempre se trata de

una de estas dos cosas.

-Sí, Nakata opina más o menos lo mismo que usted.

-Si se trata de deseo sexual, dentro de un tiempo se apaciguará y volverá a casa. ¿Entiendes a lo que

me refiero con deseo sexual?

-Sí. Carezco de experiencia, pero puedo entender, más o menos, de qué se trata. Está en el pene.

−Sí. Cosas del pene. -Otsuka asintió con cara de resignación-. Pero si se trata de un accidente, es

difícil que vuelva.

−Sí, en efecto.

−También existe la posibilidad de que, arrastrada por el deseo sexual, haya ido a parar lejos y que

ahora no sepa volver.

−Lo cierto es que a Nakata, una vez que salió del distrito de Nakano, le sucedió lo mismo.

−A mí también me ha pasado varias veces. Claro que entonces era mucho más joven -dijo Ótsuka

entornando los ojos como si hurgara en sus recuerdos-. Cuando te das cuenta de que te has perdido,

te entra el pánico. Lo ves todo negro. Dejas de saber qué es qué. Es horrible. Eso del deseo sexual es

algo muy problemático. Pero en esos momentos no se puede pensar en otra cosa. Ni siquiera en lo

que vendrá a continuación. El deseo sexual es eso. Por lo tanto, a esa tal, ¿cómo se l amaba?, la gata

esa, la extraviada...

-¿Goma?

-Exacto. A esa tal Goma incluso a mí me gustaría encontrarla y echarle una mano. Una gatita de un

año acostumbrada a los mimos de una familia no sabe nade del mundo. No pelearse, ni buscarse la

comida por sí sola. Pobre bicho. Pero, por desgracia, no la he visto. Es -Sí, tiene razón. Es mejor que

me dirija a otro lugar. Y siento mucho haberle molestado a usted a la hora del almuerzo. Creo que

volveré a pasar por aquí, así que, si viera a Goma, no deje de avisar Nakata. Quizá sea una descortesía

por mi parte decirlo, pero yo le compensaría a usted dentro de mis posibilidades.

-iBah! Me ha gustado charlar contigo. Vuelve un día de estos A esta hora, si hace buen tiempo, suelo

estar en el descampado. y l ueve, en el santuario sintoísta que se encuentra bajando las escalen

-De acuerdo. Muchas gracias. A Nakata también le ha gustado hablar con usted. Por mucho que

pueda hablar con los señores gatos no es que l egue a entenderme con cualquiera. Los hay que en

cuanto me oyen hablar se ponen en guardia, se cal an y se van. Aunque no haya hecho más que

saludarlos.

-Evidente. Igual que uno se encuentra de todo entre los hombres, pues entre los gatos lo mismo.

-En efecto. Nakata también opina lo mismo. En este mundo hay muchos tipos distintos de hombres y

muchos tipos distintos de señores gatos.

Otsuka alargó la espalda y alzó la vista hacia el cielo. El sol vertía la luz dorada de la tarde sobre el

descampado. Sin embargo, la presencia de l uvia flotaba sobre el lugar. Y Otsuka podía percibirla.

−Vamos, que a ti de pequeño te pasó algo y te volviste idiota. Eso es lo que me has contado, ¿verdad?

-Sí, en efecto. Eso le he dicho. Nakata tuvo un percance a los nueve años.

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-¿Qué tipo de percance?

No logro acordarme de ninguna de las maneras. Por lo visto tuve una fiebre muy alta de causa

desconocida y permanecí inconsciente tres semanas. Durante todo ese tiempo hube de guardar cama

en un hospital con el gota a gota. Y, cuando al fin recobré el conocimiento, lo había olvidado todo: la

cara de mi padre, la cara de mi madre, leer, hacer cuentas, la disposición de la casa donde vivía,

incluso mi propio nombre. Lo había olvidado todo. Mi cabeza se había vaciado por completo, igual que

una bañera cuando le quitas el tapón. Antes de aquel percance, Nakata sacaba siempre muy buenas

notas. Sin embargo, cuando abrió los ojos aquel día, Nakata se había convertido en un idiota. Mi madre

ya hace mucho que ha muerto, pero solía l orar a causa de el o. Mi madre tenía que l orar porque

Nakata se había vuelto idiota. Y mi padre no l oraba, pero siempre estaba enfadado.

Pero a cambio, aprendiste a hablar con los gatos.

-En efecto.

¡Hum! muy buena salud, no estado enfermo jamás.

No tengo caries, no necesito gafas.

-Pues, tal y como yo lo veo, tú no eres idiota.

-¿Usted cree? -dijo Nakata ladeando la cabeza-. Mire usted, señor Ótsuka. Ya hace tiempo que he

sobrepasado los sesenta. Y, cuando uno pasa de los sesenta, por muy idiota que sea ya se ha acostumbrado a que todo el mundo lo ignore. Puede vivir aunque no pueda coger un tren. Mi padre ya ha

muerto, así que ha dejado de pegarme. Mi madre ya ha muerto, así que ha dejado de l orar. O sea, que

si a Nakata le dicen ahora que no es idiota, lo pondrán más bien en un aprieto. Si dejara de ser idiota, el

gobernador probablemente dejaría de darme el subsidio y probablemente dejaría de poder coger el

autobús urbano con el pase especial. Si el gobernador me riñera diciendo: «iVaya! Así que resulta que

no eres idiota», Nakata no sabría qué responderle. O sea, que a Nakata le da la impresión de que es

mejor continuar siendo idiota.

-Lo que yo quería decir es que tu problema no es que seas idiota -dijo Otsuka con expresión seria.

-¿Usted cree?

−Tu problema, o al menos eso me parece a mí, es que tienes muy poca impronta. Lo vengo pensando

todo el rato: la sombra que proyectas en el suelo es la mitad de oscura que la de las personas normales.

−Sí.

-En una ocasión me encontré con una persona a la que le sucedía lo mismo.

-Nakata abrió un poco la boca y clavó la mirada en rostro de Otsuka.

-¿Se refiere a que usted vio, en definitiva, a una persona parecida a Nakata?

Por eso, cuando me has dirigido la palabra, tampoco me he sorprendido -Sí.

-¿Y cuándo sucedió eso?

-Hace mucho tiempo, entonces yo aún era joven. Pero no logro recordar nada. Ni su rostro, ni su

nombre, ni el lugar, ni el momento. Tal como te he dicho antes, los gatos carecemos de ese tipo de

memoria.

-Sí.

-Y la mitad de la sombra de esa persona parecía que se hubiera esfumado. Era tan pálida como la