el lóbulo de la oreja.
-No puede ser, Nakata. No puedes encontrarte mal. Lo siento en el alma, pero no puedo decirte:
«Vale, de acuerdo». Ya te lo he explicado antes, ¿verdad? Esto es la guerra. Y la guerra, una vez
empieza, es muy difícil de parar. Una vez se desenvaina la espada, ha de correr la sangre. No es
razonable. No es lógico. Tampoco es un capricho mío. Son las reglas. O sea, que si quieres que
deje de matar gatos, tienes que matarme tú a mí. Te levantas, te imbuyes de ideas preconcebidas y
me matas con decisión. Ahora mismo. Si lo haces, todo habrá acabado. Punto final.
Y silbando, Johnnie Walken acabó de cortarle la cabeza a Kawamura, después arrojó el cuerpo
decapitado a la bolsa de basura negra. Las tres cabezas de gato se alineaban sobre los platitos de
metal. La cruel tortura que habían sufrido no se traslucía en sus rostros. Y, al igual que los gatos de
dentro del refrigerador, todos mostraban una extraña expresión de vacío.
-Y, a continuación, un gato siamés.
Tras pronunciar esas palabras, Johnnie Walken sacó de la maleta una exhausta gata siamesa. Por
supuesto, se trataba de Mimí.
-«Me llamo Mimí», dice. Es una ópera de Puccini. Y esta gata posee, ciertamente, esa refinada
coquetería. A mí también me gusta Puccini. Tiene algo, ¿cómo te diría?, algo de atemporal. Su música
es popular, de acuerdo, pero nunca envejece. Y esto, en una obra de arte, es un logro nada
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desdeñable. -Johnnie Walken silbó los compases de «Me llamo Mimí»-. Claro que, ¿sabes, Nakata?,
me costó lo mío atrapar a Mimí. Esta gata es astuta, precavida, muy lista. No se deja engañar así
como así. Para nada es un personaje fácil, la gatita esta. Pero no hay gato en este ancho mundo que
pueda escapar a Johnnie Walken, el insigne matador de gatos. Y no te creas que estoy fanfarroneando. Me limito a exponerte un hecho: lo difícil que ha sido atraparla... Pero, voila ¡ aquí tienes a
tu amiguita Mimí, la gata siamesa! A mí me encantan los gatos siameses. Posiblemente tú no lo
sepas, pero el corazón de los gatos siameses es lo mejor de lo mejor. Boccato prelibato. Como las
trufas. ¡Tranquila, Mimí! Tú no te preocupes. Johnnie Walken apreciará en lo que vale tu lindo
corazoncito. Pero ¿qué te pasa, Nakata? ¿Estás nervioso?
-Señor Johnnie Walken -dijo Nakata con una voz ahogada que parecía arrancar del fondo de su
estómago-. Se lo ruego. Deténgase, por favor. Si continúa, Nakata se volverá loco. Nakata tiene la
sensación de no ser ya Nakata.
Johnnie Walken depositó a Mimí sobre la mesa y, como había hecho con anterioridad, le pasó un dedo
en línea recta sobre el vientre.
−Tú ya no eres tú -dijo con voz calmada. Como si saboreara las palabras bajo la lengua-. Esto es
muy importante, Nakata. Que una persona deje de ser el a misma.
Johnnie Walken cogió un bisturí limpio, que aún no había utilizado, de encima de la mesa y
probó el filo con la yema del dedo. Luego, como si hiciera una prueba de incisión, se hizo un
corte en el dorso de la mano. Tras un corto intervalo, la sangre empezó a manar. Gruesos
goterones de sangre cayeron de la mano al suelo. Cayeron sobre Mimí. Johnnie Walken soltó una
risita.
−Una persona deja de ser ella misma -repitió-. Tú dejas de ser tú. De eso se trata, Nakata. Es
fabuloso. Fundamental. «¡Ah!, mi alma está l ena de escorpiones!»" Otro verso de Macbeth.
Sin pronunciar palabra, Nakata se levantó del sil ón. Nadie habría podido detenerlo, ni siquiera él
mismo. Avanzó a grandes zancadas y agarró con resolución un gran cuchillo de encima del escritorio.
Un gran cuchil o de trinchar carne. Nakata lo agarró por el mango de madera y hundió sin vacilar la
hoja casi hasta la empuñadura en el pecho de Johnnie Walken. Lo clavó una vez por encima del
chaleco negro, arrancó el cuchillo y volvió a clavarlo con todas sus fuerzas en otro lugar. Un gran
ruido resonaba junto a sus oídos. Al principio, Nakata no supo de qué se trataba. Eran las carcajadas
de Johnnie Walken. Con el cuchil o hundido en el pecho hasta el fondo y la sangre manándole a
borbotones, Johnnie Walken se reía a carcajadas.
-¡Muy bien! ¡Bravo! -gritaba-. Me lo has clavado sin dudarlo un instante. ¡Magnífico!
Aun tras derrumbarse en el suelo, Johnnie Walken siguió riendo. «¡Ja, ja, ja!», reía. Como si lo
encontrase tan extremadamente divertido que no pudiese sofocar las carcajadas. Pero pronto la risa
mudó a sol ozo y se oyó cómo la sangre le obturaba la garganta. Sonaba como una tubería de desagüe
atascada. Luego, violentos espasmos recorrieron su cuerpo y empezó a vomitar sangre a grandes
borbotones. Junto con la sangre echó unos grumos negros y viscosos. Eran los corazones de los
gatos que se acababa de comer. Esa sangre cayó sobre la mesa salpicando el atuendo de golf que
vestía Nakata.
Tanto Nakata como Johnnie Walken estaban cubiertos de sangre de los pies a la cabeza. También
estaba ensangrentada Mimí, tendida sobre la mesa.
Nakata se dio cuenta al instante de que Johnnie Walken yacía muerto a sus pies. Yacía de lado,
hecho un ovillo, como un niño en una noche fría, muerto, sin lugar a dudas. Con la mano izquierda se
atenazaba la garganta, la derecha la tenía tendida hacia delante, como si estuviese pidiendo algo.
Los espasmos habían cesado y, por supuesto, sus risotadas también. Sin embargo, en sus labios
aún flotaba la pálida sombra de una sonrisa helada. Y parecía que, por algún extraño efecto, fuera a
permanecer al í eternamente. La sangre se extendía por el suelo de madera y en un rincón de la
habitación yacía el sombrero de copa que se había desprendido de la cabeza de Johnnie Walken
cuando éste se derrumbó. A Johnnie Walken le clareaba el pelo en la parte posterior de la cabeza y
se le veía el cuero cabelludo. Sin sombrero parecía mucho más viejo y débil.
Nakata soltó el cuchillo. El metal cayó al suelo con estrépito. Sonó como las ruedas dentadas
de una enorme máquina girando hacia delante en la distancia. Nakata permaneció largo tiempo junto al
cadáver sin hacer un solo movimiento. En el interior de la estancia todo se había detenido. Sólo la
sangre seguía fluyendo sin ruido y el charco se iba extendiendo poco a poco. Luego Nakata volvió en sí y
cogió a Mimí, que aún yacía sobre la mesa. Nakata pudo sentir en sus manos aquel cuerpo pequeño
e inerte. La gata estaba cubierta de sangre, pero no parecía herida. Mimí levantó la mirada hacia Nakata
como si quisiera decirle algo, pero por culpa del sedante no pudo articular palabra. Después, Nakata
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localizó a Goma dentro de la maleta y la sacó con la mano derecha. Aunque únicamente la había
visto en fotografía, sintió la alegría del reencuentro como si conociera a la gatita desde hacía mucho
tiempo.
−Goma, bonita -le dijo Nakata.
Con los dos gatos en brazos, Nakata se derrumbó en el sil ón.
−Vámonos a casa les dijo a los gatos. Pero no pudo levantarse. El perro negro apareció de
repente y se sentó junto al cadáver de Johnnie Walken. Tal vez lamiera la sangre, que formaba un
estanque. pero Nakata no lo recuerda. La cabeza le pesa, se le nubla. Nakata toma una gran
bocanada de aire, cierra los ojos. La conciencia se desvanece, Nakata es succionado por unas
tinieblas desconocidas.
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−Es mi tercera noche en la cabaña. Con el paso de los días me he ido acostumbrando al silencio,
me he ido acostumbrando a las negras tinieblas. Casi he dejado de temer a la noche. Meto leña en la
estufa, pongo una sil a delante y leo. Cuando me canso de leer, me quedo contemplando las llamas
con la mente en blanco. Jamás me canso de mirar las l amas. Tienen formas cambiantes, colores
diferentes. Y se mueven con total libertad, como un ser vivo. Nacen, se unen, se separan, languidecen,
mueren.
−Si no está nublado, salgo afuera y levanto la vista al cielo. Las estrellas han dejado de producirme
aquella sensación de impotencia. He llegado a sentirlas, más bien, como algo familiar y cercano.
Cada una de ellas posee un destello distinto. He identificado algunas, observo cómo titilan. A
veces, las estrellas despiden de pronto una fuerte luz, como si hubiesen tenido de pronto una idea
importante. La luna bril a blanca en el cielo y, si fijas en el a la mirada, te da la impresión de que
puedes distinguir cada roca de su superficie. En estos momentos soy incapaz de pensar en nada.
Me limito a permanecer con la mirada clavada en el cielo, conteniendo el aliento. Como se me
han agotado las pilas, ya no puedo escuchar música, pero no me importa tanto como creía. A la
música la sustituyen montones de cosas. Los gorjeos de los pájaros, el chirrido de una miríada de
insectos, el murmullo del arroyo, el susurro de las hojas de los árboles mecidos por el viento, el
sonido de pasos en el techo de la cabaña, el rumor de la l uvia. Y, además, están esos sonidos
inexplicables, que no pueden expresarse con palabras y que l egan de vez en cuando a mis oídos...
Jamás me había percatado de que la Tierra estuviese poblada de tantos sonidos naturales
rebosantes de frescura y belleza. He vivido de espaldas a el os, sin verlos ni oírlos. Y ahora, como si
quisiera suplir esta pérdida, permanezco largas horas en el porche con los ojos
−cerrados, borrando mi presencia, aguzando el oído para captar cualquier sonido, sin dejarme uno
solo.
−Tampoco el bosque me asusta tanto como antes. Siento por él una especie de respeto
natural, y también familiaridad. Claro que, por mucho que diga, mis prospecciones en el bosque se
limitan a los alrededores de la cabaña y al sendero. No me aparto del camino. Mientras siga las
reglas, posiblemente no haya peligro. El bosque me aceptará sin palabras. Como mínimo hará la
vista gorda y tolerará mi presencia. Y compartirá conmigo su paz y su bel eza. Pero, en el instante
en que yo deje de respetar las reglas, las bestias del silencio que se ocultan en él tal vez me
apresen con sus garras de afiladas uñas.
−Recorro innumerables veces el sendero, me tiendo en el pequeño y redondo claro del bosque,
me sumerjo en la luz de aquel rincón soleado. Aprieto los párpados con fuerza y, mientras me
l egan los rayos del sol, aguzo el oído al rumor del viento entre los árboles. Escucho el aleteo de
los pájaros y el susurro de las hojas de los helechos. La honda fragancia de las plantas me
envuelve. Hay momentos en que no noto la fuerza de la gravedad, levito unos instantes. Floto en el
aire. Claro que no puedo permanecer indefinidamente en este estado. Es una percepción
momentánea que desaparecerá al abrir los ojos y salir del bosque. Pero, por mucho que lo
sepa, es una experiencia abrumadora. Poder flotar en el espacio.
−Ha llovido algunas veces, pero siempre ha escampado pronto. En la alta montaña el tiempo es
muy variable. Cada vez que ha llovido he salido afuera desnudo y me he lavado con jabón.
Cuando estoy sudado después de hacer ejercicio, me quito la ropa y tomo el sol desnudo en el
porche. Bebo mucho té, me concentro en la lectura sentado en el porche. Al anochecer leo frente a
la estufa. Leo libros de historia, leo libros de ciencia, libros de folclore, mitología, sociología, psicología,
obras de Shakespeare. Más que leerme un libro de cabo a rabo, lo que hago es escoger los
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fragmentos que me parecen más significativos y leerlos una y otra vez con atención hasta
comprenderlos bien. Al leer de esta forma me da la impresión de que diversos tipos de
conocimientos van, uno tras otro, grabándose en mi cerebro. Pienso en lo maravil oso que sería
poder quedarme aquí para siempre. Las estanterías están atestadas de libros, queda suficiente comida
en la despensa. Pero sé muy bien que éste es sólo un lugar de paso. Posiblemente deba dejarlo
pronto. Este lugar es demasiado apacible, demasiado natural, demasiado perfecto. Y quizá yo
todavía no me lo merezca. Posiblemente aún es demasiado pronto para el o...
El cuarto día, a mediodía, llega Oshima. No se oye el coche. Llega andando con una pequeña
mochila a la espalda. Yo estoy sentado en el porche, completamente desnudo adormilado a la luz
del sol, y no oigo los pasos que se acercan. Puede que medio en broma él haya intentado sofocarlos.
Irrumpe en el porche de repente, alarga el brazo y me toca la cabeza con suavidad. Me levanto de
un salto. Busco una toal a con la que taparme. Pero no tengo ninguna a mano.
-No te preocupes -dice Oshima-. Yo también solía tomar el sol desnudo cuando estaba aquí. Es
una sensación muy agradable que el sol te dé en las partes que normalmente no están expuestas a la
luz.
Al í tendido, desnudo ante Oshima, siento que se me corta la respiración. Mi vello púbico, mi pene y
mis testículos están expuestos al sol. Se ven terriblemente desprotegidos, vulnerables. No sé qué hacer. Ya es tarde para correr a tapármelos.
-¡Hola! -le digo-. ¿Has venido andando?
-Hace un tiempo maravilloso y he pensado que era una lástima no andar un poco. He bajado
del coche frente a la verja -explica. Coge una toalla colgada de la barandilla y me la tiende. Yo
me enrol o la toal a a la cintura y, por fin, logro serenarme.
Canturreando en voz baja, pone agua a calentar, saca de la mochila un paquete con un
preparado a base de harina, huevos y leche, pone la sartén al fuego y hace panqueques. Los unta
con mantequilla y jarabe. Saca una lechuga, tomates y cebollas. Prepara una ensalada tomando
infinitas precauciones con el cuchil o. Nos lo comemos todo como almuerzo.
-¿Cómo te has sentido durante estos tres días? -me pregunta Oshima mientras corta su
panqueque.
Le explico lo mucho que me he divertido viviendo aquí. Pero no le explico lo que hice en el
bosque. No sé por qué, me da la sensación de que es mejor no contárselo.
-¡Qué bien! -exclama Oshima-. Ya me parecía que te iba a gustar. -¿Pero nos volvemos a la ciudad
ahora?
-Sí. Ahora regresamos los dos a la ciudad.
Preparamos las cosas para la vuelta. Ordenamos la cabaña con rapidez y eficacia. Lavamos los platos
y los guardamos en la alacena, vaciarnos la estufa. Tiramos el agua del depósito, cerramos la l ave de
la válvula del gas propano. Guardamos en el armario los alimentos que no caducan y tiramos los
que se pasan. Barremos el suelo con la escoba, pasamos un paño por encima de la mesa y de las
sillas. Hacemos un hoyo fuera y enterramos la basura. Doblamos a pequeños pliegues las bolsas de
plástico y nos las l evamos.
Óshima cierra la cabaña con l ave. Me vuelvo y le dedico una tima mirada. Pese a haber vivido en
ella hasta hace unos instantes, todo lo referente a la cabaña me parece ahora una fantasía. Me
basta con dar unos pasos para que todas las cosas que contiene dejen de parecerme reales. Incluso
esa parte de mi propia persona que había estado al í hasta hace unos instantes se me antoja un ser
imaginario. Tardamos una media hora en llegar, a pie, hasta el lugar donde Óshima ha dejado el
coche. Descendemos por el camino de montaña sin hablar apenas. Óshima canturrea una melodía. Yo
me pierdo en pensamientos deshilvanados.
Custodiado a sus espaldas por los altos árboles, el pequeño descapotable aguarda el regreso de
Óshima. Para evitar que algún desconocido se cuele por error (o a propósito), Óshima cierra la verja
con dos vueltas de cadena y el candado.
Igual que a la ida, atamos mi mochila al portaequipajes del automóvil con una cuerda. La capota
desciende, el coche se abre.
—Y, ahora, de vuelta a la ciudad —dice él.
Yo asiento.
—Vivir solo inmerso en la naturaleza es algo realmente fabuloso, pero hacerlo por mucho tiempo no
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resulta nada fácil —declara Óshima. Se pone las gafas de sol, se abrocha el cinturón de seguridad.
Me siento a su lado y me abrocho también el cinturón de seguridad.
—En teoría no tiene por qué ser imposible. En la práctica hay gente que lo hace. Pero la
naturaleza, en cierto sentido, es muy antinatural. Y la paz, en cierto sentido, puede llegar a ser
muy amenazadora. Para poder sobrel evar estas contradicciones hace falta preparación y
experiencia. Así que tú y yo, ahora, nos volvemos a la ciudad. De vuelta a los asuntos del hombre
en sociedad.
Óshima pisa el acelerador y emprende el descenso por el camino de montaña. A diferencia del otro
día, conduce despacio. Sin prisas.
Disfruta del paisaje que se extiende a su alrededor, saborea la caricia del viento. El viento ondea su
largo flequil o, se lo echa hacia atrás. Pronto acaba el sendero sin pavimentar y entramos en un camino
asfaltado aunque estrecho. Aldeas y campos de cultivo van apareciendo ante nuestros ojos.
—Hablando de contradicciones —dice Óshima como si se acordara de repente—. La primera vez
que te vi me dio esa impresión. Que tú, pese a buscar algo desesperadamente, lo estabas rehuyendo a
la vez con todas tus fuerzas. Ésa es la impresión que me diste.
—¿Y qué estoy buscando?
Óshima sacude la cabeza. Mira por el espejo retrovisor, hace una mueca.
—¿Qué es? Pues eso yo no lo sé. Sólo te cuento la impresión que me diste.
Permanézco en silencio.
—Por la experiencia que tengo, cuando una persona busca algo desesperadamente, no lo
encuentra. Y cuando alguien lo rehúye, ese algo le l ega de manera espontánea. Claro que eso no
es más que una teoría general.
—¿Y cómo aplicarías esa teoría general a mi caso? Si, tal como dices, estoy buscando algo
desesperadamente, pero a la vez lo estoy rehuyendo.
—Una cuestión difícil —contesta Óshima y sonríe. Hace una pausa y, luego, prosigue—: Pero si
tuviera que decirte algo, te diría lo siguiente. Quizás ese algo que buscas, mientras lo estés
buscando, no lo encuentres en la forma en que lo estás buscando.
—¡Caramba! Eso suena a una profecía funesta.
—Casandra.
—¿Casandra? —pregunto yo.
—Es de una tragedia griega. Casandra era una profetisa. Una princesa de Troya. Era sacerdotisa
vestal del templo de Apolo y éste le otorgó el don de la profecía. Pero, a cambio, Apolo pretendía
obligarla a mantener relaciones carnales con él y Casandra se negó. Entonces Apolo montó en
cólera y le lanzó una maldición. Los dioses griegos pertenecen más al ámbito de la mitología que
al de la religión. Total, que tienen las mismas debilidades que los seres humanos. Son irascibles,
lujuriosos, celosos, olvidadizos.
Saca una cajita de caramelos de limón de la guantera y se mete uno en la boca. Me ofrece uno a mí.
Lo tomo y me lo meto en la boca.
−¿Y cuál fue la maldición?
−¿La maldición que le lanzó a Casandra?
Asiento.
−Que sus profecías siempre serían ciertas, pero que nadie las cree. ría. Ésa fue la maldición de Apolo.
Además, no sé por qué, sus profecías siempre eran desfavorables: traiciones, errores, muertes, la
ruina del país. Por lo tanto, no sólo no la creían, sino que la escarnecían y la odiaban. Si todavía no
las has leído, tienes que leer las obras de Eurípides y Esquilo. En ellas están descritos de una
manera muy vivida los problemas esenciales de la sociedad actual. A través del coro.
−¿El coro?
−Se l ama coro a eso, o sea, al coro que aparece en escena. Están todos de pie, al fondo del
escenario, y declaman al unísono. Explican la situación, hablan en nombre de los personajes, de
sus motivaciones profundas. Incluso, a veces, intentan convencerlos con vehemencia. Algo muy
práctico, eso del coro. A veces pienso que me gustaría tener uno detrás de mí.
-Óshima, ¿tú tienes la facultad de predecir el futuro?
−No -contesta-. Por suerte, o por desgracia, no la tengo. Y si parezco un pájaro de mal agüero es
porque soy una persona muy realista, con mucho sentido común. Parto de teorías generales, sigo un
método deductivo para sacar mis conclusiones. Y pueden sonar a predicciones funestas, pero esto
es así porque la realidad no es más que un cúmulo de profecías desfavorables que se han
cumplido. Cualquiera puede verlo si coge un periódico, no importa del día que sea, lo abre y
pone en un platillo de la balanza las buenas noticias y, en el otro, las malas.
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Cuando viene una curva, Óshima reduce a una marcha más corta con precaución. Y lo hace de
una manera tan suave y refinada que ni siquiera el cuerpo lo percibe. Únicamente un cambio en el
ronroneo del motor.
-Pero hay una buena noticia -dice Óshima-. Y es que te damos la bienvenida. Formarás parte
de la Biblioteca Conmemorativa Kómura. Creo que reúnes las condiciones.
De forma automática se me van los ojos al rostro de Óshima. -¿Significa eso que voy a trabajar en
la biblioteca?
-Para ser más exactos, pasarás a formar parte de la biblioteca. Dormirás allí y allí vivirás. Cuando sea
hora de abrir la biblioteca la abrirás y cuando l egue la hora del cierre la cerrarás. Tú l evas una vida muy
ordenada y tienes mucha fuerza. No creo que ese trabajo represente para ti un gran esfuerzo. Y
vas a sernos de gran utilidad a la señora Saeki y a mí, que no somos nada fuertes. Aparte de eso,
te encargarás de algunos pequeños quehaceres. Nada complicado. Prepararme un buen café, por
ejemplo, o ir a comprar alguna cosil a... Hay una habitación lista para ti. Es una habitación anexa a la
biblioteca, incluso tiene ducha. En principio la construyeron como cuarto de invitados, pero aquí
nadie viene a pasar la noche y no se utiliza. Total, que tú podrás vivir allí. Y lo mejor de todo:
estando dentro de la biblioteca podrás leer cuanto te apetezca.
-Pero ¿por qué...? -empiezo a decir antes de quedarme sin palabras.
-¿Que por qué te lo permitimos? -responde Óshima cediéndome sus palabras-. Se explica por un
principio muy simple. Yo te comprendo a ti , la señora Saeki me comprende a mí. Yo te acepto a ti,
el a me acepta a mí. Que seas un chico desconocido de quince años que se ha escapado de casa
no representa ningún problema. Pero, bueno, ¿qué te parece esto de formar parte de la biblioteca?
Reflexiono unos instantes. Luego contesto:
−Yo buscaba un techo. Sólo eso. Es en lo único en lo que puedo pensar ahora. Formar parte de la
biblioteca todavía no sé qué puede significar. Si quiere decir que me dejáis vivir allí, os estoy muy
agradecido. Así tampoco tendré que coger el tren y desplazarme hasta al í.
−Decidido, pues -dice Óshima-. Y ahora voy a llevarte a la biblioteca. Y pasarás a formar parte
de el a.
Cogimos la carretera nacional, atravesamos varios pueblos. Un enorme cartel publicitario de una
empresa de financiación, una gasolinera adornada exageradamente, un comedor acristalado, un love
hotel con la forma de un castil o occidental, un videoclub del que, tras quebrar, sólo queda el rótulo, un
pachinko* con un gran aparcamiento... Uno tras otro van apareciendo ante mis ojos. Y un
McDonald, un Family Mart, un Lawson y un Yoshinoya... La ruidosa realidad nos está cercando.
Los frenos neumáticos de un camión de gran nelaje, los cláxones, los tubos de escape. Y las íntimas
l amas de la estufa, el titilar de las estrellas, la paz del interior del bosque, todo lo que me acompañó
hasta el día de ayer se va alejando y desaparece en la distancia.
—Hay algo que debes saber sobre la señora Saeki —me dice Oshima—. Mi madre, de pequeña, fue
compañera suya de clase, las dos eran muy buenas amigas. Según mi madre, la señora Saeki era una
niña muy inteligente. Sacaba muy buenas notas, escribía muy bien, era una excelente deportista,
tocaba muy bien el piano. Era la mejor en cualquier cosa que hiciera. Además, era muy hermosa.
Claro que eso aún lo sigue siendo. —Asiento—. Todavía estaba en primaria y ya tenía novio. Era el
primogénito de la familia Kómura. Los dos tenían la misma edad, ella era una muchacha hermosa,
él, un chico muy guapo. Vamos, como Romeo y Julieta. Eran parientes lejanos. Sus casas estaban
una al lado de la otra y, cualquier cosa que hicieran, la hacían juntos; a cualquier parte adonde
fueran iban juntos. Es natural que se sintieran atraídos el uno por el otro y que, al crecer, se
amasen como hombre y mujer. Casi formaban un solo cuerpo y una sola alma... Eso me contó mi
madre. —Mientras espera a que cambie el semáforo, Oshima mantiene la vista clavada en el cielo.
Cuando se pone el semáforo en verde, pisa el acelerador y adelantamos un camión cisterna—. ¿Te
acuerdas de lo que te hablé un día en la biblioteca? ¿Lo de que las personas erraban en busca de la
mitad que les faltaba?
—¿Lo de los hombres-hombres, mujeres-mujeres y hombres-mujeres?
—Sí, lo de la historia de Aristófanes. La mayor parte de nosotros se pasa la vida buscando
desesperadamente su otra mitad. Pero la señora Saeki y su novio no tenían ninguna necesidad de
buscarla. Porque el os, en el momento de nacer, ya la habían encontrado.
—Eran muy afortunados.
Oshima asiente.
—Sí, mucho. No podían quejarse. Al menos hasta que l egó cierto momento.
Oshima se pasa la mano por las mejillas como si quisiera comprobar el afeitado. Pero en sus
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mejillas no hay ni rastro de barba. Son lisas como la porcelana.
—A los dieciocho años, él se fue a Tokio, a la universidad. Sacaba muy buenas notas, quería seguir
unos estudios especializados. También le apetecía irse a la gran ciudad. El a se quedó aquí, ingresó
en el Conservatorio y se especializó en piano. Esta región es muy conservadora, su familia también lo
era. Era hija única y sus padres no querían que fuera a Tokio. Total, que resultó que ellos dos, por
primera vez en su vida, se separaron. Fue como si los dioses los hubieran partido, de un corte
limpio, por la mitad.
»Por supuesto, se escribían todos los días. "Tal vez sea conveniente que, al menos una vez, vivamos
separados", le escribió él. "De este modo comprobaremos si de verdad somos importantes el uno
para el otro, si nos necesitamos de verdad el uno al otro." Pero ella no pensaba de la misma
manera. El amor que se profesaban era tan verdadero que no había ninguna necesidad de ponerlo a
prueba. Ella lo sabía. El destino los había unido con un lazo tan fuerte que sólo es posible encontrar
uno igual entre un millón. Y aquél era un lazo imposible de romper. Ella lo sabía. Él no lo sabía. O,
si lo sabía, no podía aceptarlo sin más. Por eso se fue a Tokio. Porque quería que su lazo se
estrechara todavía más al someterlo a prueba. Los hombres, a veces, piensan así.
»A los diecinueve años, ella escribió un poema. Le puso música y lo cantaba acompañándose del
piano. Era una melodía melancólica, inocente, l ena de una bel eza pura. La letra, en comparación, era
simbólica, reflexiva, más bien difícil de entender. Ese contraste la hacía muy fresca. Ni que decir
tiene que tanto en la poesía como en la música se condensaba su corazón, un corazón que decía
que lo necesitaba a él, tan lejos. Ella la cantó varias veces en público. De ordinario era una chica
tímida, pero le gustaba cantar, incluso había formado, en su época de estudiante, una banda de
música folk. Una de las personas que la escucharon quedó maravil ada por la canción, grabó una
sencilla cinta de muestra y se la envió a un conocido suyo, director de una empresa discográfica. Al
director también le gustó la canción y la invitó a sus estudios, a Tokio, para grabarla.
»Ella fue a Tokio por primera vez en su vida y allí se reencontró con su novio. Sacaron tiempo,
entre sesión y sesión de estudio, y los dos se amaron íntimamente como solían hacer antes. Según
me contó mi madre, debían de mantener relaciones sexuales con regularidad desde los catorce años.
Ambos eran precoces. Y, como suele suceder con los muchachos precoces, no aceptaban bien el
paso del tiempo. Se quedaron siempre en los catorce o quince años. Abrazándose con todas sus
fuerzas, comprobaron cuánto se necesitaban. Ninguno de los dos se había sentido atraído nunca por
otra persona. Pese a haber estado separados, entre ambos no había espacio para nada más, este
cuento de hadas Love Story casi parece aburrido, ¿no crees? Sacudo la cabeza.
−Me da la impresión de que más adelante se producirá un gran cambio.
−¡Exacto! -dice Oshima-. Ésta es la génesis de cualquier historia. Un gran cambio. Una inflexión
inesperada. En cuanto a la felicidad, sólo existe de un tipo, pero si hablamos de infortunios, los
hay de mil tipos distintos. Tal como dijo Tolstói, la felicidad es una alegoría; la desdicha, una historia.
Total, que el disco salió a la venta y fue un éxito. No un éxito pequeño, no. Un éxito espectacular.
Se vendieron un mil ón, dos mil ones de copias. No recuerdo la cifra exacta. En cualquier caso, eso,
en aquella época, representaba un récord de ventas. En la funda del disco salía una fotografía de la
señora Saeki ante el piano de cola del estudio, el rostro de medio perfil, sonriente.
»Como no tenía ninguna otra canción preparada, en la cara B del single grabaron la versión
instrumental de la misma melodía. Orquesta y piano. Lo tocaba el a. También era una hermosa
interpretación. Esto pasó hacia 1970. Por entonces, sintonizaras la emisora que sintonizases, sonaba
esa melodía. Me lo contó mi madre. Yo no lo sé porque entonces aún no había nacido. En todo caso, fue
lo único que el a hizo como cantante profesional. No sacó ningún LP, y tampoco otro single.
-Me pregunto si la habré oído alguna vez.
−¿Escuchas mucho la radio?
Sacudo la cabeza. Apenas la pongo.
−Pues entonces no debes de haberla oído. Como no sea en algún especial de música de aquellos
años, pocas oportunidades hay hoy en día de escucharla. Pero es una canción preciosa. Yo tengo un
disco compacto donde sale y la escucho a veces. Cuando no está la señora Saeki, claro. No se
puede tocar este tema en su presencia. No soporta oír hablar de esa canción. Claro que ella
odia que se mencione cualquier tema relacionado con el pasado.
−¿Y cómo se l amaba la canción?
− Kafka en la oril a del mar -dice Oshima.
− ¿Kafka en la oril a del mar?
−Sí, Kafka Tamura. El mismo nombre que tú. Una curiosa coincidencia.
−No es mi nombre real. Aunque Tamura sí que lo es.
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−Pero has sido tú quien lo ha elegido, ¿no es así?
Asiento.
He sido yo quien lo ha elegido y, además, hacía mucho tiempo que había decidido l amar así a mi
nuevo yo.
-Y esto es lo que importa -dice Oshima.
El novio de la señora Saeki murió a los veinte años. Justo cuando Kafka en la oril a del mar estaba
siendo un gran éxito. La universidad donde él estudiaba había sido ocupada por los huelguistas.
Atravesó una barricada para ir a llevar víveres y otras cosas a un amigo que se alojaba en el
campus. Aún no eran las diez de la noche. Los que habían ocupado el edificio lo confundieron con un
dirigente de una facción contraria (se le parecía mucho), lo cogieron, lo ataron a una sil a y lo
«interrogaron» como sospechoso de espionaje. Él intentó explicarles que se confundían de persona,
pero cada vez que lo hacía lo golpeaban con una tubería de hierro o con un palo cuadrado de madera. Cuando se desplomó sobre el suelo, lo patearon con las suelas de sus botas. Poco antes del
amanecer ya había expirado. Fractura craneal, fractura de costillas, desgarro pulmonar. Su
cadáver fue arrojado a un lado de la calle, como un perro muerto. Dos días después, a petición de
la universidad, las fuerzas antidisturbios penetraron en el recinto universitario y, transcurridas unas
cuantas horas, ya habían puesto fin al encierro y habían arrestado a varios estudiantes como
sospechosos de aquel asesinato. El os reconocieron su culpabilidad y fueron juzgados, pero como se
consideró que no había habido intención de matar, a dos de el os se les consideró culpables sólo de
homicidio involuntario y se les condenó a cortas penas de prisión. Fue una muerte que para nadie
tuvo sentido.
Ella no volvió a cantar jamás. Se encerró con llave en su habitación, no quería hablar con nadie.
Tampoco se ponía al teléfono. Ni siquiera asistió al funeral. Dejó el Conservatorio. Pasaron unos
meses y, en cuanto la gente se dio cuenta, ya no estaba en la ciudad. Adónde había ido la señora
Saeki o qué estaba haciendo, eso era algo que nadie sabía. Sus padres cal aban. Es posible que
tampoco el os lo supieran. Se esfumó como el humo. Ni siquiera la madre de Oshima, que era su
mejor amiga, conocía su paradero. Había quien decía que se había intentado suicidar en los
bosques que rodean el monte Fuji, pero que había fracasado en la tentativa y que ahora estaba
internada en un hospital psiquiátrico. Otra persona dijo que un conocido se había topado con ella por
las calles de Tokio. Según esa persona, el a estaba realizando un trabajo relacionado con la escritura
en Tokio. También había quien afirmaba que se había casado y que tenía hijos. Pero todos éstos
eran rumores sin fundamento. Y así pasaron más de veinte años.
Lo que sí está claro es que, adondequiera que hubiese ido y hubiera hecho lo que hubiese hecho,
no debió de tener problemas económicos. En su cuenta tenía ingresados los derechos de autor de Kafka
en la orilla del mar. Y representaban una cantidad considerable incluso una vez deducidos los
impuestos. Cada vez que se emitía la canción por la radio o se incluía en algún CD compilatorio
de la música de aquellos años, ella cobraba una cantidad, aunque no ascendiera a mucho, de
derechos de autor o de usufructo de la canción. Y ese dinero le permitía llevar una vida tranquila e
independiente en cualquier lugar lejano. A eso tenemos que añadirle que era la única hija de una
familia adinerada.
Pero, veinticinco años después, la señora Saeki regresó de repente a Takamatsu. La razón última
de su vuelta era asistir al funeral de su madre (a pesar de que cinco años atrás no había ido al de
su padre). Presidió un funeral sencillo y, cuando todo hubo acabado, vendió la gran mansión donde
había crecido. Compró un apartamento en una zona tranquila dentro de la ciudad de Takamatsu y se
estableció allí. Al parecer, con la intención de quedarse. Poco después habló con la familia Kómura (el
actual cabeza de la familia Kómura era el hermano que seguía al primogénito fallecido, tres años
menor que éste). La señora Saeki y él hablaron a solas. Nada se sabe del contenido de su
conversación. Pero, como resultado de ésta, la señora Saeki empezó a encargarse de la
administración de la biblioteca.
Ella sigue siendo hermosa, esbelta. Conserva la sencillez intelectual de la fotografía de la funda del
disco. Pero de su rostro ha desaparecido aquella sonrisa pura e incondicional. Sigue sonriendo a veces. Su sonrisa está llena de encanto, pero se limita a unos momentos y a unos ámbitos concretos. A
su alrededor se levanta un alto muro invisible. Su sonrisa no va dirigida a nadie en particular. Cada
mañana conduce su Volkswagen Golf desde la ciudad hasta la biblioteca y, después, conduce de vuelta
a casa. Había regresado a su ciudad, pero apenas se relacionaba con sus viejos amigos o con sus
parientes. Si coincidían alguna vez, mantenía con el os una conversación educada pero intrascendente.
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Los temas sobre los que hablaban eran limitados.
Cuando salía a colación algún acontecimiento del pasado (especialmente si tenía que ver con
ella), desviaba la conversación de inmediato, aunque con naturalidad, por otros derroteros. Las
palabras que se desprendían de sus labios eran siempre corteses y cariñosas, pero carecían del eco de
la curiosidad o de la sorpresa que debían de poseer. Sus verdaderos sentimientos -si es que los
tenía-no los mostraba jamás. Excepto cuando se le pedía un juicio concreto sobre algo, jamás exponía
sus opiniones personales. Hablaba poco, solía dejar hablar a su interlocutor y ella se limitaba a
asentir afablemente. Y, la mayor parte de las veces, l egados a cierto punto, a su interlocutor lo embargaba una vaga inquietud. La de si no estaría haciendo malgastar a la señora Saeki sus horas de
silencio, la de si no estaría invadiendo su mundo, perfectamente ordenado. Y esa impresión era bastante
exacta.
Pese a haber regresado, para la gente continuaba siendo un enigma. Tras su estilo refinado, el a
seguía bajo el velo del misterio. Y eso hacía que resultara difícil aproximarse a el a. Incluso sus
superiores nominales, la familia Kómura, que era quien le ofrecía empleo, reconocían su
superioridad y lo que decían frente a ella se lo pensaban dos veces.
Poco después, Óshima empezó a trabajar en la biblioteca como ayudante. En aquella época,
Óshima no estudiaba, tampoco trabajaba, se pasaba el día encerrado en casa leyendo o escuchando
música. Aparte de algunas personas con las que intercambiaba mensajes por correo electrónico, apenas
tenía amigos. También influía lo de su enfermedad, la hemofilia; y excepto cuando iba a hospitales
especializados, conducía sin rumbo su Road Star, se dirigía periódicamente al Hospital Universitario de
Hiroshima o cuando se encerraba de vez en cuando en la cabaña de Kóchi, apenas se alejaba de la
ciudad. Y Óshima no se sentía muy satisfecho con su vida. Un día, casualmente, su madre se lo
presentó a la señora Saeki y a el a Óshima le gustó de inmediato. A él le pasó lo mismo y se sintió
interesado por el trabajo en la biblioteca. Así se convirtió en la única persona con la que la señora
Saeki tenía contacto y hablaba habitualmente.
-Por lo que cuentas, parece como si la señora Saeki hubiese vuelto con el propósito de administrar
la biblioteca Kómura -digo yo.
-Pues sí, yo también tengo esa impresión. Creo que el funeral de su madre no fue más que un
pretexto. Para decidir volver a su ciudad natal, tan llena de recuerdos del pasado, le hacía falta un
motivo así.
−¿Y por qué es tan importante la biblioteca para el a?
−En primer lugar, porque él vivía allí. Él, el novio muerto de la señora Saeki, vivía en lo que es
ahora la biblioteca. Vaya, en lo que antes era la biblioteca de la familia Kómura. Él era el
primogénito y, tal vez por cuestión genética, lo cierto es que leer era lo que más le gustaba en este
mundo. Además, lo que también parece ser una característica de la familia, le encantaba la soledad.
Así que cuando empezó el instituto, insistió en tener una habitación para él solo, alejada del
edificio principal, en la biblioteca, y sus padres satisficieron sus deseos. Era una familia que adoraba
los libros y eso podían entenderlo. «¡Vaya! ¿Así que quieres vivir rodeado de libros? Pues muy
bien», le dirían. Y él pudo vivir aparte, sin que nadie lo molestara, y sólo se dirigía al edificio principal
a la hora de las comidas. La señora Saeki lo visitaba todos los días. Estudiaban juntos,
escuchaban música juntos, tenían conversaciones interminables. Y posiblemente se acostaran
juntos. La biblioteca fue un paraíso para el os.
Óshima, con ambas manos sobre el volante, me mira a la cara.
-Y ahora tú vivirás al í, Kafka Tamura. Y en aquel a habitación, además. Tal como te he dicho antes,
cuando reformaron la biblioteca hicieron diversos cambios. Pero la habitación sigue igual.
Permanezco en silencio.
-La vida de la señora Saeki, fundamentalmente, se detuvo a los veinte años, la edad que tenía
cuando él murió. No, quizás a los veinte años no, sino mucho antes. Yo eso no puedo precisarlo.
Pero tú esto debes comprenderlo. Las agujas del reloj sepultado dentro del alma de la señora
Saeki se detuvieron justo alrededor de aquel punto. Por supuesto, el tiempo fuera de su alma ha
seguido su marcha y su efecto real la ha alcanzado también a el a. Pero este tiempo no significa nada
para el a.
−¿Que no significa nada para el a?
Óshima asiente.
−Es como si no existiera.
-Es decir, que la señora Saeki vive siempre en aquel tiempo que quedó detenido.
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-Exacto. Lo que no quiere decir que sea, bajo ningún concepto, una muerta viviente. Cuando la
conozcas, tú también lo comprenderás.
Óshima aparta las manos del volante y las apoya sobre las rodil as. Un gesto muy natural.
-Kafka Tamura, en la vida de los hombres hay un punto a partir del cual ya no podemos retroceder.
Y, en algunos casos, existe otro a partir del cual ya no podemos seguir avanzando. Y, cuando
llegamos a ese punto, para bien o para mal, lo único que podemos hacer es cal arnos y aceptarlo. Y
seguir viviendo de esta forma.
Cogemos la autopista. Antes, Óshima ha detenido el coche y subido la capota. Luego vuelve a
poner música de Schubert.
-Hay otra cosa que quiero que sepas -dice Óshima-. Y es que la señora Saeki, en cierta manera,
tiene el corazón herido. Ya sé que esto también se nos puede aplicar a ti y a mí. En mayor o menor
medida, seguro. Pero, en el caso de la señora Saeki, esta afirmación va más al á de lo que se entiende
en general por tener el corazón herido. El suyo está herido de una manera particular. Posiblemente
pudiera decirse que su alma funciona de manera distinta a la de los demás. Lo que no quiere decir
que el a esté en peligro. Por lo que se refiere a la vida cotidiana, Saeki es una persona muy normal.
En cierto sentido, la persona más normal que conozco. Es profunda, inteligente, encantadora. Sólo que
no quiero que te preocupes si descubres algo raro en el a.
-¿Algo raro? -repito de manera automática.
Óshima sacude la cabeza.
-Me gusta la señora Saeki. Y también la respeto. Estoy seguro de que tú sentirás lo mismo por el a.
Esto no es una respuesta directa a mi pregunta. Pero Óshima no añade nada más. Y, en el
momento preciso, pone una marcha más corta, pisa el acelerador, adelanta a una camioneta justo
antes de entrar en un túnel.
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Nakata se encontró tumbado boca abajo entre la maleza. Al recobrar el sentido, abrió los ojos. Era
de noche. No había estrel as. Ni luna. A pesar de ello, el cielo mostraba una tonalidad pálida. Percibe
el fuerte olor de las plantas del verano. Oye los chirridos de los insectos. Por lo visto, se encontraba
en el descampado que vigilaba a diario. Notaba cómo algo le frotaba la cara. Algo rasposo y cálido.
Movió ligeramente la cabeza y vio cómo dos gatos se afanaban en lamerle ambas mejillas con sus
pequeñas lenguas. Eran Goma y Mimí. Se sentó despacio, alargó los brazos y las acarició.
—¿Estaba dormido Nakata? —les preguntó a las gatas.
Las dos gatas maullaron. Parecían pedir algo. Pero Nakata no logró descifrar aquellos sonidos.
Fue totalmente incapaz de entender lo que le estaban diciendo. Aquel o eran simples maul idos.
—Lo siento mucho. Nakata no puede entender qué le están diciendo.
Nakata se incorporó, se miró de arriba abajo y comprobó que su cuerpo no presentaba anomalía
alguna. No le dolía nada. Podía mover brazos y piernas. Estaba muy oscuro y sus ojos tardaron un
tiempo en acostumbrarse a las tinieblas, pero vio con seguridad que no tenía ni las manos ni la
ropa manchadas de sangre. Lo que llevaba puesto seguía tal como estaba al salir de casa. Ningún
desorden. La bolsa con el termo y la fiambrera continuaba a su lado. La gorra también seguía en el
bolsillo de su pantalón. Nakata no lograba entenderlo.
Hacía apenas un instante, había cogido un gran cuchil o y había matado a Johnnie Walken, el
«asesino de gatos», para salvar a Mimí y a Goma. Esto Nakata lo recordaba claramente. Aún notaba el
cuchillo en la mano. No había sido un sueño. Cuando se lo clavó, la sangre manó del cuerpo de
Johnnie Walken y lo empapó a él. Y Johnnie Walken cayó al suelo, murió hecho un ovil o. Es cuanto
lograba recordar. Luego Nakata se hundió en un sillón, perdió el conocimiento. Después se
encontró tumbado entre la maleza en el descampado. ¿Cómo había conseguido volver? Si él ni
siquiera conocía el camino. Además, en su ropa no se veía una sola gota de sangre. Que no había
sido un sueño lo probaba la presencia de Mimí y de Goma, una a cada lado. Pero él era incapaz de
comprender una palabra de lo que le decían.
Nakata suspiró. No conseguía pensar con claridad. Qué podía hacer. Ya pensaría después. Se
colgó la bolsa al hombro, cogió un gato en cada mano y salió del descampado. Al cruzar la valla,
Mimí empezó a mover la cola con desasosiego e hizo amagos de querer bajar. Nakata la depositó en el
suelo.
—Señorita Mimí, ya puede volver sola a su casa, ¿verdad? Está aquí mismo —dijo Nakata.
Mimí movió enérgicamente la cola como diciendo: «¡Sí, sí!».
—Nakata no tiene la menor idea de lo que ha ocurrido. Además, ya no puede hablar con usted,
señorita Mimí, aunque tampoco sabe por qué. Pero lo cierto es que he encontrado a Goma. Voy a
llevarla ahora mismo a casa de los señores Koizumi. Allí, todos están esperando que regrese.
Señorita Mimí, muchas gracias por todo.
Mimí maulló, agitó el rabo de nuevo y desapareció rauda y veloz tras una esquina. Tampoco en su
cuerpo había huellas de sangre. Nakata grabó ese hecho en su memoria.
La familia Koizumi se sorprendió y alegró de ver a Goma. Ya eran más de las diez de la noche, pero las
niñas aún se estaban lavando los dientes. El matrimonio Koizumi, que estaba tomando un té mientras
miraba las noticias de la televisión, recibió afectuosamente a Nakata. Las dos niñas, en pijama, se
pelearon para ver quién era la primera en abrazar a la gatita a rayas blancas, negras y marrones.
Goma, por su parte, se arrojó sobre la leche y la comida de gato que le dieron.
—Siento mucho molestarles a estas horas de la noche. Hubiese querido traérsela antes, pero no
estaba en mi mano elegir.
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—No se preocupe por la hora. ¡Faltaría más! —dijo la señora Koizumi.
—La hora es lo de menos. Este gato es como un miembro más de la familia. Le agradezco mucho
que lo haya encontrado. ¿No le apetece entrar un momento? Tómese una taza de té con nosotros —
dijo el marido.
—No, muchas gracias. Tengo que irme enseguida. Sólo quería entregarles a Goma lo antes posible.
La señora Koizumi se metió en la casa y preparó un sobre con el estipendio. Su marido se lo entregó a
Nakata.
—Es sólo una pequeña muestra de agradecimiento por haber encontrado a Goma. Por favor, acéptelo.
—Muchísimas gracias —dijo Nakata al tomar el sobre e inclinando la cabeza.
—Debe de haberle costado mucho encontrarla, estando todo tan oscuro.
—Sí, es una historia un poco larga. Y no me veo capaz de contarla. Nakata no es muy inteligente y
le cuesta explicar historias largas.
—No se preocupe. No sabemos cómo darle las gracias —dijo la señora—. Perdone, no son más que
las sobras de la cena, pero si le apetecen berenjenas asadas y pepinillos en vinagre, podría llevarse un
poco a casa.
—Muchísimas gracias, señora. Me encantaría. Las berenjenas asadas y los pepinillos en vinagre
son uno de los platos favoritos de Nakata.
Nakata se guardó en la bolsa un tupperzvare con berenjenas asadas y pepinillos en vinagre,
también el sobre con el dinero, y salió de casa de los Koizumi. Se dirigió a la estación a paso rápido
y fue hasta el puesto de policía que se encontraba cerca del barrio comercial. Al í había un joven
policía sentado frente a la mesa rellenando unos papeles. Llevaba la cabeza descubierta y la gorra
descansaba sobre la mesa.
Nakata abrió la puerta corrediza de cristal, entró y dijo: —Buenas noches. Con su permiso.
—Buenas noches —dijo a su vez el policía. Levantó la vista de los documentos y estudió el aspecto
de Nakata. Lo catalogó como un viejo tranquilo e inofensivo. «Debe de querer preguntarme el
camino a alguna parte», pensó el joven policía.
Plantado junto a la puerta, Nakata se quitó la gorra de la cabeza y se la metió en el bolsillo del
pantalón. Luego se sacó un pañuelo del otro 'bolsil o y se sonó la nariz. Dobló el pañuelo y volvió a
guardárselo en el bolsil o.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el policía.
−Pues, mire, Nakata acaba de matar a un hombre.
El policía dejó caer el bolígrafo sobre la mesa sin darse cuenta y se lo quedó mirando
boquiabierto. Por unos instantes no le salieron las palabras.
−¿Que ha...? Siéntese -dijo el policía, incrédulo, señalándole la silla que tenía delante. Luego se
llevó la mano a la cintura para comprobar que la pistola, la porra y las esposas seguían en su sitio.
−Sí -respondió Nakata tomando asiento. Enderezó la espalda, depositó ambas manos sobre las
rodillas, miró de frente al policía. -O sea, que has matado a un hombre.
-Sí. Nakata ha matado a un hombre con un cuchillo. Hace apenas un rato -afirmó Nakata
categóricamente.
El policía tomó el bloc de notas, echó una ojeada al reloj de pared y registró en el papel la hora y la
palabra «apuñalamiento». --Dame tu nombre y dirección.
−Sí. Me l amo Satoru Nakata. Y mi dirección es...
-Espera. ¿Con qué caracteres se escribe Satoru Nakata?
−Nakata no conoce las letras. Mil perdones, pero no sé escribir. Tampoco sé leer.
El policía hizo una mueca.
−¿Me estás diciendo que no sabes leer ni escribir? ¿Ni siquiera tu nombre?
−Sí. Por lo visto, hasta los nueve años, Nakata sabía leer y escribir, pero tuvo un accidente y dejó
de saber. Nakata tampoco es inteligente.
El policía lanzó un suspiro y dejó el bolígrafo sobre la mesa.
−Pues, si no sabes escribir tu nombre, entonces no podremos escribir el informe.
-Mil perdones.
−¿No vives con alguien? ¿Con algún familiar?
−Nakata vive solo. No tiene familia. Tampoco trabaja. Vive del subsidio que le da el señor gobernador.
-Es tarde, mejor que regreses a tu casa. Duerme bien. Y mañana, si te acuerdas de algo, vienes
aquí y me lo cuentas.
Se acercaba el cambio de turno y, para entonces, el policía quería dejar listos unos documentos. Había
quedado con un compañero de trabajo para ir a tomar algo a un local que había cerca del puesto de po106
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licía al acabar su turno. No tenía tiempo que perder con aquel viejo chiflado. Pero Nakata sacudió la
cabeza mirándolo con severidad.
-No, señor policía. Nakata quiere contárselo todo mientras lo recuerde bien. Mañana, quizás ya lo
haya olvidado todo.
»Nakata estaba en un descampado que hay en el 2-chóme. Se encontraba al í buscando a Goma, tal
como la señora Koizumi le había pedido. Entonces apareció de repente un perro negro enorme y
condujo a Nakata hasta una casa. Una casa muy grande, con un gran portal y un gran coche negro.
No sé la dirección. No había estado nunca por aquel a zona. Pero creo que era el distrito de Nakano.
Al í había un señor que se llamaba Johnnie Walken y que llevaba un sombrero negro muy extraño. Un
sombrero de copa. Dentro de la nevera de la cocina guardaba muchas cabezas de gato. Habría unas
veinte. Aquel señor cazaba gatos, les cortaba la cabeza con una sierra y se comía su corazón.
Porque hacía una flauta especial con el alma de los gatos. Y luego, con esa flauta, pensaba recolectar
almas de personas. Delante de Nakata, el señor Johnnie Walken mató al señor Kawamura con un
cuchillo. También mató a unos cuantos gatos más. Les abrió la barriga con un cuchil o. También iba a
matar a Mimí y a Goma. Así que Nakata agarró un cuchil o y mató a Johnnie Walken.
»El señor Johnnie Walken le había pedido a Nakata que lo matase, ¿sabe? Pero Nakata no
quería hacerlo. No, no quería. Porque Nakata jamás había matado a alguien. Nakata sólo quería
decirle al señor Johnnie Walken que dejara de matar a los gatos. Pero el cuerpo no hizo caso de
las palabras de Nakata. El cuerpo se movió a su antojo. Y Nakata cogió un cuchillo que había allí
y lo clavó una, dos, tres veces en el pecho de Johnnie Walken. Johnnie Walken cayó al suelo cubierto
de sangre y se murió. Nakata también se l enó de sangre de los pies a la cabeza. Entonces, Nakata
se dirigió tambaleante a un sillón, se sentó y se durmió. Cuando se despertó, ya era de noche y
se hallaba en un descampado. Mimí y Goma estaban a su lado. Esto ha pasado hace muy poco.
Primero, Nakata ha ido a llevar a Goma a casa de los señores Koizumi y la señora le ha dado a
Nakata berenjenas asadas y pepinillos en vinagre. Luego he venido aquí enseguida. Porque he
creído que debía notificarlo al señor gobernador.
Cuando acabó de decir esto de corrido, con la espalda erguida, Nakata suspiró. Era la primera
vez que explicaba una historia tan larga. Sentía como si la mente se le hubiera quedado en blanco.
-Notifíquelo al señor gobernador.
El joven policía había escuchado el relato de Nakata con cara de estupor. Lo cierto es que no
entendía qué le estaban contando. ¿¡El señor Johnnie Walken!? ¿¡Goma!?
−De acuerdo. Voy a notificárselo al gobernador.
−Espero que no me retire el subsidio.
El policía puso cara de pocos amigos y fingió que tomaba nota.
−De acuerdo. Así voy a hacerlo constar. «El interesado solicita que no le sea retirado el subsidio.»
¿Está bien así?
-Muy bien, señor policía. Muchas gracias por haberme dedicado parte de su tiempo. Transmítale
mis saludos al señor gobernador.
−Así lo haré. Tranquilo. Y descansa. -Y el policía agregó un último comentario-: Por cierto, para
haber quedado cubierto de sangre de los pies a la cabeza cuando mataste a aquel hombre, no
tienes una sola gota de sangre en la ropa.
−Sí, en efecto. A decir verdad, esto también le parece extraño a Nakata. No cuadra. Yo diría que
quedé cubierto de sangre, pero, a la que me di cuenta, la sangre había desaparecido. Es extraño.
−Mucho -admitió el policía, y en su voz quedó patente todo el cansancio de la jornada.
Nakata abrió la puerta corredera y, cuando ya se disponía a salir, se detuvo, se volvió y dijo:
-Por cierto, ¿mañana al atardecer estará usted aquí?
−Sí -respondió el policía con precaución-. Mañana por la tarde trabajo. ¿Por qué?
−Aunque esté despejado, cuando salga, por si acaso, será mejor que coja el paraguas.
El policía asintió. Se giró y miró el reloj de pared. Pronto lo llamaría su compañero para invitarlo a
tomar algo.
-De acuerdo. Cogeré el paraguas.
−Es que van a caer peces del cielo, como si lloviera. Muchos peces. Creo que sardinas. Y tal vez
también haya mezclada alguna cabal a.
-¡Sardinas y caballas! -se rió el policía-. En ese caso mejor que ponga el paraguas del revés,
pesque unas cuantas y las ponga en vinagre.
-La cabal a en vinagre también es uno de los platos favoritos de Nakata -dijo Nakata con expresión
seria-. Pero mañana, a estas horas, posiblemente yo ya no esté aquí.
Y cuando, al atardecer del día siguiente, cayó en efecto del cielo una tromba de sardinas y cabal as
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en aquel a esquina del distrito de Nakano, el policía empalideció. Sin previo aviso, alrededor de unos
dos mil peces cayeron de entre las nubes. La mayoría reventó al precipitarse contra el suelo, pero los
que sobrevivieron se quedaron saltando y coleando en el suelo del barrio comercial. Tal como se
podía apreciar a simple vista, estaban frescos y aún despedían olor a mar. Los peces se
precipitaban ruidosamente sobre la gente, los coches y los edificios, aunque como al parecer no caían
desde una gran altura, por fortuna no hirieron gravemente a nadie. Lo peor fue el fuerte impacto
psicológico que ocasionaron. Una enorme cantidad de peces cayendo del cielo como el granizo. Una
escena que parecía sacada del Apocalipsis.
Más tarde, la policía abriría una investigación, pero jamás logró aclararse desde dónde ni cómo
habían transportado tantos peces al cielo. Ningún mercado de pescado, ningún barco pesquero había
denunciado la desaparición de tan ingente cantidad de peces. Tampoco había constancia de que, en
aquel os momentos, algún avión o helicóptero hubiera sobrevolado la zona. No había noticia de que
se hubiera producido algún torbel ino, y era inimaginable que se tratase de una gamberrada. Demasiado
trabajo para que fuera una simple broma. A petición de la policía, el centro de Sanidad Pública del distrito
de Nakano recogió y analizó muestras de los peces que habían caído del cielo, pero no hallaron nada
anormal. Sólo eran sardinas y caballas normales y corrientes. Frescas, posiblemente buenas al
paladar. Sin embargo, la policía, sirviéndose de coches con servicio de megafonía, advirtió a la
población que no comiese aquel os peces porque se desconocía su procedencia y podían contener algún
elemento tóxico.
Las camionetas de las emisoras de televisión acudieron en tropel. Aquél era realmente un
acontecimiento digno de ser transmitido. Los reporteros invadieron el barrio comercial e informaron a
todo el país sobre aquel misterioso suceso. Recogían los peces del suelo a paletadas y los
mostraban. Emitieron la declaración de un ama de casa a la que las sardinas y caballas habían
golpeado en la cabeza. La aleta dorsal de una cabal a le había herido en una mejil a.
-Y menos mal que eran sardinas y cabal as. Porque, si l egan a ser atunes, hubiese podido ser mucho
peor -argumentó la mujer presionándose un pañuelo contra la mejilla. La observación tenía fundamento, pero la gente que miraba la televisión se echó a reír. Un reportero intrépido tuvo la osadía de
coger sardinas y caballas del suelo, asarlas al í mismo y comérselas delante de la cámara.
—iBuenísimas! —fanfarroneó—. Muy frescas y con la cantidad de grasa justa. ¡Lástima que no tenga
nabo ni un poco de arroz hervido recién hecho!
El joven policía no sabía qué hacer. Aquel extraño viejo —del que, por cierto, ni recordaba el nombre
— le había pronosticado que por la tarde caería del cielo una gran cantidad de peces. Sardinas y
caballas, había dicho. Y así había sucedido... Pero él se lo había tomado a risa y ni siquiera había
apuntado su nombre y su dirección. ¿Debería presentar ahora un informe a sus superiores?
Posiblemente eso fuera lo correcto. ¿Pero qué utilidad tendría presentarlo en aquellos momentos?
Nadie había resultado herido, no había ninguna prueba de que se hubiese cometido un crimen.
Sólo habían caído peces del cielo.
Además, ¿le creerían sus superiores si les contaba una historia absurda según la cual un extraño
viejo había ido al puesto de policía y había pronosticado que, al día siguiente, caerían sardinas y
caballas del cielo? ¿No era normal acaso que creyeran que se había vuelto loco? Y puede que la
historia trajese cola y él se convirtiese en el hazmerreír de la comisaría.
Y una cosa más. Aquel viejo había ido al puesto de policía a informar de que había cometido un
asesinato. Es decir, a entregarse. Y no le había hecho caso. Ni siquiera lo había registrado en el
cuaderno de incidencias del día. Eso iba claramente contra el reglamento y podía ser motivo de
sanción. Pero es que la historia de aquel viejo no tenía ni pies ni cabeza. Ningún policía que se
hubiese encontrado allí de servicio lo habría tomado en serio. Entre un asunto y otro, la jornada
laboral en un puesto de policía es muy ajetreada y el trabajo burocrático se acumula. El mundo está
lleno de chiflados que acuden en tropel a la comisaría, todos juntos, como si se hubiesen puesto de
acuerdo, a decir sandeces. Uno no puede tomarse en serio todo lo que le cuentan.
Sin embargo, puesto que la predicción de que caerían peces del cielo se había cumplido (¡y mira
que era estúpido eso también!), él ya no podía afirmar categóricamente que aquel a historia increíble
según la cual el viejo habría matado a cuchil adas a un individuo —a un tal Johnnie Walken había dicho
— fuera una invención de cabo a rabo. Y suponiendo que fuera cierta, podría verse en una situación
apura da. Porque había enviado a casa a un hombre que le había dicho: «Acabo de cometer un
asesinato» sin informar siquiera del hecho.
Pronto llegaron los camiones de la limpieza y se llevaron los peces desparramados por las cal es. El
joven policía controló el tráfico. Cerró la entrada del barrio comercial para que no pasaran los coches. El
pavimento de las calles del barrio comercial estaba lleno de escamas adheridas que los encargados
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de la limpieza intentaban desprender, sin conseguirlo, con los chorros de agua de las mangueras. El
suelo permaneció resbaladizo durante un tiempo y hubo varias amas de casa a las que, yendo en
bicicleta, los neumáticos les resbalaron y acabaron por el suelo. El olor a pescado no se iba y los gatos
del barrio estuvieron toda la noche presos de una gran excitación. Acosado por semejante multitud de
problemas, el joven policía no tuvo tiempo de pensar en el enigmático viejo.
Pero al día siguiente, cuando descubrieron el cadáver de un hombre apuñalado en una zona
residencial del barrio, el joven policía se quedó sin aliento. El hombre asesinado era un famoso
escultor y el cadáver lo descubrió la mujer de la limpieza, que iba a la casa cada dos días. La
víctima, no se sabe por qué razón, estaba completamente desnuda y tendida sobre un mar de sangre.
Se estimaba que la hora de su muerte había sido dos días antes al atardecer. El instrumento del
crimen era un cuchillo de trinchar la carne que se había encontrado en la cocina. «¡Todo lo que me
contó el viejo era cierto!», pensó el policía. «¡Qué horror! ¿Qué hago yo ahora? Si hubiese avisado a
la central, se lo habrían llevado en un coche patrulla y listos. Una cosa así, una confesión de
asesinato, tendría que habérsela pasado a los de arriba. Y que decidieran el os si el viejo estaba loco o
no. Y yo habría cumplido con mi deber. Pero no lo hice. Y, ahora, lo mejor que puedo hacer es
seguir cal ando.» Ésa fue la decisión del policía.
Por entonces, Nakata ya había abandonado la ciudad.
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Es lunes y la biblioteca está cerrada. De ordinario, en la biblioteca reina el silencio, pero los días de
descanso el silencio resulta incluso excesivo. Parece que el tiempo se haya olvidado de ella. O bien,
que esté conteniendo el aliento para que el tiempo no la descubra. Al final de un pasil o que nace en la
sala de lectura puede verse un rótulo que dice: PERSONAL, tras él hay un fregadero y un mostrador
donde los empleados pueden prepararse alguna infusión o calentar algo. También hay un
microondas. Al fondo está el cuarto de invitados. Anexo a la habitación hay un baño sencillo.
También un armario ropero. Una cama individual y, en la mesita que se encuentra junto a la cabecera, una lamparilla y un reloj despertador. Un escritorio y una lámpara. Un antiguo tresillo cubierto
con una funda de color blanco y una cómoda donde meter la ropa doblada. Una pequeña nevera
de uso individual y, encima, platos y una alacena. Uno se puede preparar algo sencillo para comer en el
mostrador al otro lado de la puerta. En el cuarto de baño hay jabón y champú, secador de pelo y toal as.
Contiene todo lo que una persona puede necesitar para l evar una vida cómoda durante un periodo no
muy largo de tiempo. Por la ventana orientada al oeste se ven los árboles del jardín. Cae la tarde y los
rayos del sol poniente centel ean al otro lado de las ramas de los cedros.
-Aparte de mí, que me he quedado a dormir aquí alguna vez cuando me daba pereza volver a
casa, nadie utiliza nunca esta habitación -dice Óshima-. La señora Saeki, que yo sepa, no la usa
jamás. O sea, que no molestas a nadie alojándote aquí.
Deposito la mochila en el suelo y echo una mirada a la habitación.
-Hay sábanas limpias y te he llenado la nevera con lo más básico. Leche; fruta, verdura, mantequil a,
jamón, queso... Aquí, platos elaborados no te los podrás preparar, pero sí hacerte sándwiches, puedes
pedir que te la traigan o salir a comer fuera. La colada puedes hacerla en el cuarto de baño. En fin, no
creo que se me olvide decirte nada. — ¿Dónde trabaja habitualmente la señora Saeki?
Óshima señala el techo.
—En el estudio del primer piso. Supongo que ya lo viste el día de la visita guiada. La señora Saeki
siempre está allí escribiendo. Cuando tengo que dejar mi puesto por algo, ella baja y me sustituye
detrás del mostrador. Pero si no hay nada en la planta baja que requiera su presencia, siempre se
queda arriba.
Asiento.
—Mañana l egaré a eso de las diez y te explicaré, más o menos, en qué consiste tu trabajo. Hasta
entonces descansa.
—Muchas gracias por todo —le digo.
—My pleasure —me responde en inglés.
Cuando Óshima se va, deshago la mochila. Guardo en la cómoda la poca ropa que llevo, cuelgo las
camisas y las chaquetas en las perchas, pongo la libreta y los utensilios para escribir encima de la
mesa, mis enseres de aseo los llevo al cuarto de baño y guardo la mochila en el armario.
En la habitación no hay elementos decorativos, sólo un pequeño cuadro en la pared. Un retrato,
realista, de un niño en la orilla del mar. El cuadro no es malo. Tal vez sea de algún pintor famoso.
El niño debe de tener unos doce años. Lleva un sombrero blanco para el sol y está sentado en una
pequeña tumbona. Hinca el codo en un brazo de la tumbona y tiene la mejilla apoyada en la
palma de la mano. Su rostro expresa algo de melancolía pero, también, cierta altivez. Un pastor
alemán de color negro está sentado a su lado con aire protector. Al fondo, reluce el mar. También
aparecen otras personas en el cuadro, pero las figuras son demasiado pequeñas para que se puedan
distinguir las facciones. Mar adentro hay una isla. Sobre el mar flotan algunas nubes de forma parecida a
puños cerrados. Es una escena veraniega. Me siento frente a la mesa y me quedo mirando el cuadro. Me
da la impresión de estar oyendo el rumor de las olas, de percibir el olor del agua de mar.
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El niño del cuadro posiblemente sea el muchacho que vivió antes en esta habitación. El muchacho
de su misma edad a quien la señora Saeki amó. El muchacho que a los veinte años se vio
involucrado en una lucha entre facciones contrarias en las revueltas estudiantiles y que murió de forma
absurda. No tengo ninguna evidencia, pero me da la impresión de que es así. También el paisaje me
recuerda las playas de los alrededores. Y, si así fuera, resultaría que en el cuadro figura una escena de
hace alrededor de cuarenta años. Y, a mí, cuarenta años me parecen una eternidad. Intento imaginarme
a mí mismo dentro de cuarenta años. Pero es igual que imaginar el fin del universo.
A la mañana siguiente, Óshima l ega y me explica todos los pasos que he de seguir para abrir la
biblioteca. Quitarles el cerrojo a las ventanas, abrirlas y ventilar las estancias, pasar un momento el
aspirador, limpiar las mesas con un paño, cambiar el agua de los floreros, encender las luces, regar con
un poco de agua el jardín si hace falta y, cuando l ega la hora, abrir la puerta principal. Al cerrar, más o
menos lo mismo pero a la inversa. Cerrar las ventanas con llave, volver a pasar un paño por encima de
las mesas, apagar las luces, cerrar el portal.
—No creo que haya peligro de que entren a robar aquí, así que tampoco te preocupes demasiado
por cerrar la puerta —dijo Óshima—. Pero ni a la señora Saeki ni a mí nos gusta la dejadez. Así que
haz bien tu trabajo. Ésta es nuestra casa. Y la tratamos con respeto. Espero que tú hagas lo mismo.
Asiento.
Luego me da instrucciones sobre el trabajo en la recepción. Qué debo hacer una vez me siente
detrás del mostrador. Qué debo explicarles a los lectores.
—Quédate un rato conmigo y mira cómo lo hago. Así aprenderás. No es muy difícil. Y, si surge
alguna complicación, ve al primer piso y avisa a la señora Saeki. Déjalo en sus manos, el a lo resolverá.
La señora Saeki llega poco antes de las once. Adivino que es ella por el sonido del motor de su
Volkswagen Golf, un ruido muy especial. Deja el coche en el aparcamiento, entra por la puerta trasera y
nos saluda a Óshima y a mí. «Buenos días», dice el a. «Buenos días», contestamos Óshima y yo. Éstas
son las únicas palabras que cruzamos. La señora Saeki l eva un vestido azul marino de manga corta y una
chaqueta de algodón en la mano. Le cuelga un bolso del hombro. Casi no se pone adornos y apenas va
maquil ada. Con todo, su apariencia es deslumbrante. Me mira a mí, que estoy de pie al lado de
Óshima, y parece que quieta decirme algo, pero finalmente desiste. Me dirige una pequeña sonrisa y
luego sube despacio las escaleras hasta el primer piso.
—Tranquilo —me dice Óshima—. Lo tuyo ya está arreglado. No hay ningún problema. Simplemente no
le gusta malgastar palabras. Eso es todo.
A las once, Oshima abre la biblioteca. De momento no acude nadie. Oshima me enseña cómo
buscar los libros con el ordenador. En la biblioteca tienen un modelo IBM y yo ya estoy acostumbrado a
utilizarlo. Luego me enseña cómo ordenar las fichas catalográficas. Otro trabajo que me corresponderá
hacer es rel enar a mano las fichas de los libros recién publicados que cada día l egan a la biblioteca.
A las once y media aparecen dos mujeres juntas. Las dos l evan pantalones tejanos de diseño y color
idénticos. La más baja tiene el pelo tan corto como una nadadora, la más alta se lo ha recogido en una
trenza. Ambas calzan zapatil as de deporte, una Nike, la otra Asics. La alta aparenta unos cuarenta
años; la baja, unos treinta. La alta lleva puesta una camisa a cuadros y usa gafas; la baja, una blusa
blanca. Las dos acarrean una pequeña mochila a la espalda y la expresión de sus caras es tan sombría
como un cielo nublado. Son de pocas palabras. A la entrada, Oshima les guarda las pequeñas mochilas
y el as, con cara de pocos amigos, extraen de su interior los utensilios para escribir.
Examinan una tras otra las estanterías, pasan febrilmente las fichas catalográficas. De vez en
cuando apuntan algo en el cuaderno. No leen ningún libro. Tampoco se sientan. Más que
usuarios de la biblioteca parecen inspectores de Hacienda realizando un inventario. Ni Oshima ni yo
logramos adivinar quiénes son ni qué diablos están haciendo aquí. Oshima me dirige una mirada
significativa y se encoge ligeramente de hombros. Yo diría que, siendo optimistas, cabe augurar lo
peor.
A mediodía, mientras Oshima almuerza en el jardín, yo lo sustituyo detrás del mostrador.
—Me gustaría hacerles algunas preguntas —dice una de las mujeres. La alta. Su tono de voz es duro
y tenso. Me recuerda un mendrugo de pan olvidado en el fondo del armario.
— ¿De qué se trata?
El a frunce el ceño y se me queda mirando enarcando las cejas. —¿No serás por casualidad estudiante
de bachil erato?
—Sí. Estoy aquí haciendo un cursil o —le respondo.
—¿Puedes l amar a alguien con más responsabilidad?
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Voy al jardín en busca de Oshima.
Él toma despacio un sorbo de café para tragar lo que tiene en la boca, se sacude las migas de pan
de las rodil as y acude.
— ¿Puedo ayudarla en algo? —pregunta Óshima afablemente.
—Trabajamos para un organismo que se encarga de investigar sobre el terreno, desde el punto de vista
de la mujer, diversas instalaciones culturales públicas de todo el país para evaluar la facilidad de uso y la
equidad en el acceso a éstas. Es decir, facilidad de acceso de las mujeres a las instalaciones —dice la
mujer—. Es un estudio que estamos l evando a cabo durante un año, a lo largo del cual visitamos cada
uno de los centros y estudiamos sus instalaciones para luego publicar un informe con el resultado de
nuestras investigaciones. En este trabajo colaboran muchas mujeres y nosotras somos las encargadas
de esta zona.
—¿Le importaría decirme cómo se llama ese organismo? —pregunta Óshima.
La mujer saca una tarjeta y se la entrega. Oshima, sin cambiar la expresión del rostro, la lee con suma
atención, la deposita sobre el mostrador, luego levanta la cabeza, clava la mirada en su interlocutora
y le dedica una deslumbrante sonrisa. Una sonrisa tan magnífica que, de tratarse de una mujer más
normal, habría enrojecido. Pero el a ni siquiera arquea una ceja.
—En conclusión, lo que quería comunicarle es que en esta biblioteca hemos detectado, por
desgracia, algunos problemas —dice el a.
—¿Se refiere usted a problemas desde el punto de vista de la mujer? —pregunta Oshima.
—Así es. Desde el punto de vista de la mujer —responde el a. Luego carraspea—. Y nos gustaría
conocer la opinión de la administración de la biblioteca sobre estas cuestiones.
—En el caso que nos ocupa, la palabra administración es casi un poco exagerada, pero, si yo
puedo serles de alguna utilidad, estoy a su disposición.
—Bien. En primer lugar, ustedes no tienen lavabos de mujeres, ¿cierto?
—Sí. En esta biblioteca no hay lavabo de mujeres. Los lavabos son de uso compartido.
—Por mucho que ésta sea una entidad privada, al tratarse de una biblioteca abierta al público, ¿no
cree usted que, ya por principio, los lavabos deberían estar separados?
—¿Por principio? —Óshima repite las palabras de su interlocutora como para cerciorarse.
—Sí. Los lavabos compartidos facilitan diversos tipos de acoso. Según nuestros estudios, la mayoría
de mujeres se manifiesta terminantemente contraria al uso de lavabos compartidos. Éste es un caso
claro de desatención hacia sus usuarias.
—¿Desatención? —cuestiona Oshima. Y, por la expresión de su cara, parece que se haya
tragado, por error, algo amargo. Evidentemente, las connotaciones de esa palabra no le gustan.
—Falta de atención deliberada.
—¿Falta de atención deliberada? —vuelve a repetir él. Y reflexiona unos instantes sobre la brusquedad
de esa frase.
—En fin, ¿y qué opina usted al respecto? —pregunta la mujer conteniendo a duras penas la irritación.
—Tal como puede usted observar, esta biblioteca es muy pequeña —dice Oshima—. Y, por desgracia,
no tenemos suficiente espacio para construir unos lavabos para hombres y otros lavabos separados para
mujeres. Posiblemente, sería deseable que los hubiera, pero por el momento ninguna de nuestras
usuarias se ha quejado. Por suerte o por desgracia, a nuestra biblioteca no acude tanta gente. Y si
ustedes defienden el uso de lavabos separados, les sugiero que se dirijan a la empresa Boeing en
Seattle y les expongan el tema de los lavabos en los Jumbo. Los Jumbo son mucho más grandes que
esta biblioteca, están mucho más llenos de gente y, por lo que sé, a bordo los lavabos son de uso
compartido.
La mujer alta entorna los ojos con expresión severa y se queda mirando a Oshima a la cara. Al
entornar los ojos se le pronuncian los pómulos de ambas mejil as. Al mismo tiempo, las gafas se le
deslizan por la nariz hacia arriba.
—El objeto de la investigación que nos ocupa no son los medios de transporte. ¿A qué viene
mencionar ahora los Jumbo?
—Dado que los lavabos de los Jumbo son de uso común y los de la biblioteca también lo son, si
pensamos en términos de principios, los problemas derivados de este uso compartido son los
mismos, ¿no es cierto?
—Nosotros estudiamos las instalaciones de cada una de las instituciones. No hemos venido hasta aquí
para hablar de principios.
De los labios de Oshima no se borra la plácida sonrisa.
— ¿Ah, no? Creía que estábamos hablando de principios.
Al parecer, la mujer alta se da cuenta de que ha metido la pata. Sus mejillas enrojecen un poco.
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Pero no se deben al sex appeal de Oshima. El a intenta recuperar posiciones.
—En estos momentos no es el problema de los Jumbo el que nos ocupa. No confunda usted las
cosas sacando a colación lo que no tiene nada que ver.
—De acuerdo. Dejemos el tema de los aviones —dice Óshima—. Mantengamos los pies en el suelo.
El a dirige una mirada hostil a Oshima. Toma una bocanada de
aire y prosigue:
—Otra cosa de la que quería hablarle es de la clasificación de los autores por sexos.
—Sí, efectivamente. Este catálogo lo hizo mi predecesor y, no sé por qué razón, llevó a cabo una
clasificación por sexos. Tengo intención de rehacerlo, pero aún no he podido disponer del tiempo
necesario para el o.
—A esto nosotras no tenemos nada que objetarle —dice el a. Óshima ladea ligeramente la cabeza.
—Sin embargo, el problema es que, en todas las materias, los autores masculinos van delante de las
autoras femeninas —explica ella—. Y a nosotras eso nos parece una injusticia, algo que va contra el
principio de igualdad entre los sexos.
Oshima coge la tarjeta, la lee, vuelve a depositarla sobre el mostrador.
—Señora Soga —dice Oshima—. En la escuela, cuando pasaban lista, Soga iba delante de Tanaka y
detrás de Sekine. ¿Puso usted alguna objeción a esto? ¿Exigió alguna vez que lo leyeran al revés? ¿Se
enfada porque en el alfabeto la «ge» va detrás de la «efe»? ¿Piensa hacer la revolución porque la página
68 del libro va detrás de la 67?
—Esto es diferente —replica airada elevando el tono de voz—. Usted está todo el rato confundiendo
las cosas de manera deliberada.
Al oírlo, la Mujer baja que sigue tomando notas ante la estantería se acerca corriendo.
—Confundiendo las cosas de manera deliberada —Oshima repite las palabras de su interlocutora como
si las subrayara.
— ¿Lo niega acaso?
—Red herring —dice Oshima. La mujer l amada Soga se queda con la boca abierta, muda—. En inglés
hay una expresión que se l ama red herring. Se refiere a algo que capta el interés y que desvía la
atención del terna central. Un arenque rojo. Lo que no puedo explicarle, sin embargo, con mis pobres
conocimientos, es de dónde viene esta expresión.
—Sean cabal as o arenques, usted está intentando eludir la cuestión.
O—Hablando con propiedad, lo que yo hago es una analogía Óshima—. Según Aristóteles, se trata
de uno de los más eficaces métodos en el arte de la oratoria. Los ciudadanos de la antigua Atenas
utilizaban y disfrutaban cotidianamente de este engaño intelectual. Claro que es una verdadera
lástima que, en la Atenas de aquella época, la definición de ciudadano no incluyera a las mujeres.
— ¿Se está burlando de nosotras?
—A lo que yo me refiero es a lo siguiente. Si ustedes tienen tiempo para ir a una pequeña biblioteca de
una pequeña ciudad, husmear por todas partes y tratar de poner pegas a cómo están los lavabos y las
fichas catalográficas, también podrían encontrar otras maneras más efectivas de defender los justos
derechos de las mujeres de este país. Nosotros nos desvivimos para que esta biblioteca sea de alguna
utilidad en la región. Hemos reunido una excelente colección de textos para gente que ama los
libros. Ponemos todo nuestro corazón en el trato con el público. Quizás ustedes no lo sepan, pero
nuestra colección de estudios y documentos sobre poesía, que abarca desde la era Taisho hasta
mediados de Shówa, goza de una gran reputación en todo el país. Tenemos defectos, por
supuesto. Y también limitaciones, eso ni siquiera hace falta decirlo. Pero hacemos cuanto podemos.
Fíjense más en lo que hemos conseguido y menos en lo que no hemos podido conseguir. ¿Acaso
no reside en esto la justicia?
La mujer alta mira a la baja y la baja alza la vista hacia la alta. Entonces la baja habla por primera vez.
Su voz es aguda y chil ona.
—Lo que usted está haciendo, en definitiva, es eludir la cuestión empleando argumentos vacíos para
no tener que asumir la responsabilidad que le toca. En realidad, lo que está usted llevando a cabo no
es más que un pobre intento de autojustificación. Usted es un patético ejemplo histórico de macho
falócrata.
—Patético ejemplo histórico —repite Oshima impresionado. Por el tono de su voz, parece que le gusta
bastante cómo suena la frase.
—Es decir, que usted es el típico macho machista —dice la alta, incapaz de contener la ira.
—Macho machista —repite de nuevo Oshima.
La baja, ignorándolo, prosigue:
—Usted esgrime pretextos machistas baratos formulados para seguir manteniendo inalteradas sus
prerrogativas sociales, rebaja usted a la mujer como género a una ciudadanía de segunda categoría
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y pretende despojar a las mujeres de sus derechos legítimos. Quizá su postura sea más inconsciente
que deliberada, pero este hecho, a mi parecer, agrava todavía más su delito. Usted quiere preservar
sus privilegios como macho a costa del sufrimiento de la mujer. Y esta falta de conciencia inflige un
perjuicio indecible tanto a la mujer como a la sociedad en su conjunto. El tema de los lavabos y de la
catalogación de las fichas no es más que un pequeño detalle, por supuesto. Pero donde no existen
los detalles no existe el todo. Y empezar por los detalles es la única forma posible de erradicar de
esta sociedad la falta de conciencia que la lastra. Éste es nuestro principio de actuación.
—Y así es como siente cualquier mujer bien nacida —añade la otra con semblante inexpresivo.
—« ¿Cualquier mujer bien nacida no actuaría así, al comprobar las desgracias paternas, las que
compruebo yo de día y de noche que se acrecientan más que menguan?» —dijo Oshima.
Las dos, una junto a la otra, permanecen mudas como un iceberg.
—Electra, de Sófocles. Una obra maravil osa. La he releído muchas veces. A propósito, la palabra
«género» es, ante todo, un término gramatical. Para expresar la diferencia física entre hombres y
mujeres, creo que sería más exacta la palabra «sexo». En este caso, se hace un uso erróneo de la
palabra «género». Son unos pequeños detal es lingüísticos, claro está. —A esto le sigue un silencio
gélido—. Sea como sea, lo que dicen ustedes está equivocado de base —comenta Oshima con tono
calmado pero tajante—. Yo no soy un patético ejemplo histórico de macho machista.
—¿Y podría explicarnos de una forma fácil de entender dónde reside esta equivocación de base?
—pregunta la mujer baja con aire desafiante.
—Sin analogías ni alardes intelectuales, por favor —agrega la alta.
—De acuerdo. Voy a explicárselo de una manera sincera y fácil de entender, sin analogías ni alardes
intelectuales —dice Oshima.
—Se lo ruego —dice la alta. Y la otra asiente con un conciso gesto afirmativo.
—Pues, en primer lugar, porque yo no soy un hombre —declara Oshima.
Las dos se quedan sin palabras, perplejas. También yo contengo el aliento y le echo una mirada
rápida a Oshima, a mi lado.
—No haga bromas estúpidas —replica la mujer baja tras un intervalo. Pero da la impresión de que lo
dice sólo por decir algo. Sin convicción.
Oshima se saca la cartera del bolsillo de sus pantalones, extrae de ésta un carnet plastificado y se lo
da. El carnet incluye una fotografía. Al parecer, es el carnet de identificación personal de algún
hospital. La mujer baja lee lo que pone en el carnet, frunce el ceño y se lo entrega a la alta. Ésta lo
lee a su vez y, tras dudar unos instantes, se lo devuelve a Óshima con cara de estar pasándole un mal
naipe.
—¿Quieres verlo tú también? —me pregunta Oshima. Sacudo la cabeza en ademán negativo. Él
introduce el carnet en la cartera y se la guarda de nuevo en el bolsil o de los chinos. Luego, deposita
ambas manos sobre el mostrador.
—Por lo tanto, como ustedes han podido comprobar, tanto desde el punto de vista biológico como
desde el punto de vista legal, yo soy, sin ningún género de dudas, una mujer. Lo que significa que sus
afirmaciones están equivocadas de base. Es evidente que yo no puedo ser el típico macho machista.
—Pero... —La mujer alta empieza a hablar, pero no logra encontrar las palabras para proseguir. La
baja mira al frente con los labios apretados, dándose tirones a la manga de la blusa con la mano
derecha.
—Sin embargo, aunque tenga un cuerpo de mujer, mi mente es totalmente masculina —prosigue
Oshima—. Yo, desde el punto de vista psicológico, vivo como un hombre. Por lo tanto, podría ser
cierto aquel o que ha dicho usted del ejemplo histórico. Tal vez yo sea un redomado sexista. Pero,
aunque tenga este aspecto, no soy lesbiana. Mis preferencias sexuales se decantan por los hombres.
Es decir, que aunque sea una mujer, soy gay. Jamás he usado la vagina, siempre practico el sexo
anal. Mi clítoris es sensible, pero mis pezones no demasiado. No tengo la menstruación. ¿Qué voy a
discriminar yo? ¿Me lo pueden explicar?
Los tres nos volvemos a quedar sin palabras. Enmudecemos. Alguien carraspea y el sonido
resuena por la estancia de un modo improcedente. El tictac del reloj de pared suena más fuerte y más
seco que nunca.
Lo siento en el alma, pero antes me he quedado a media comida —dice Oshima risueño—. Estaba
comiéndome un rol ito de atún y espinacas. A medio rollito, ustedes me han llamado y yo he venido.
Si lo dejo mucho rato, tal vez aparezca algún gato del vecindario y se lo coma. En esta zona hay
muchísimos gatos. Porque mucha gente abandona a los gatitos en un pinar que hay en la playa. Así
que, si no les importa, voy a seguir con mi almuerzo. Ustedes procedan como si estuviesen en su
casa. Esta biblioteca tiene las puertas abiertas a todos los ciudadanos. Mientras no incumplan las
normas de la biblioteca ni molesten a los lectores, son libres de hacer lo que deseen. Observen lo que
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quieran y todo el tiempo que quieran. Son libres de escribir lo que deseen en su informe. Claro que,
posiblemente, a nosotros nos traiga sin cuidado. Jamás hemos recibido subvención ni indicación
alguna. Siempre hemos hecho las cosas de la manera que nos ha parecido más acertada. Y es lo
que, además, pretendemos seguir haciendo.
Al irse Oshima, se miran la una a la otra en silencio y, a continuación, las dos me miran a mí. Tal
vez piensan que soy el novio de Óshima. Yo sigo ordenando las fichas catalográficas sin decir nada.
Las dos susurran un rato junto a las estanterías, pero pronto recogen sus cosas y se van. La
expresión de sus rostros es muy dura. Al recoger las mochilas en el mostrador ni siquiera me dan las
gracias.
Poco después, Oshima vuelve de almorzar. Me da dos rol os de espinacas. Una especie de tortil as de
color verde, en salsa bechamel, rellenas con verduras y atún. Me los como de almuerzo. Caliento
agua y me preparo un Earl Grey.
—Todo lo que he dicho antes es cierto —declara Oshima al regresar de almorzar.
—¿Es a eso a lo que te referías cuando decías que eras una persona especial? —pregunto yo.
—No es que me enorgullezca de ello, pero supongo que comprendes que no estaba exagerando,
¿verdad?
Asiento, en silencio.
Oshima sonríe.
—No cabe duda de que pertenezco al sexo femenino, pero apenas me han crecido los pechos y la
menstruación no me ha venido una sola vez. Sin embargo, tampoco tengo pene, ni testículos, ni
me crece la barba. En resumen, que no tengo nada de nada. Vaya, ligero y sin cargas sí que estoy.
Claro que, posiblemente, tú no puedas comprender cómo me siento.
—Posiblemente no —admito yo.
——A veces no lo comprendo ni yo. «¿Pero qué diablos soy?», me pregunto. « ¿Pero qué diablos soy
yo?»
Sacudo la cabeza.
—¿Sabes, Oshima? A veces yo tampoco sé quién soy.
—La típica crisis de identidad.
Asiento.
—Pero tú al menos tienes algún indicio. Y yo no.
—Oshima, seas lo que seas, a mí me gustas, ¿sabes? —le digo. Es la primera vez en mi vida que
pronuncio unas palabras parecidas. Me sonrojo.
Gracias —dice Oshima. Luego me pone con suavidad una mano en el hombro—. Es cierto que soy
un poco diferente a los demás. Pero, fundamentalmente, yo también soy un ser humano. Me
gustaría que lo tuvieras claro. No soy ningún fantasma. Soy un hombre normal. Y siento lo mismo
que los
—demás, actúo igual que ellos. Sin embargo, a veces esta pequeña diferencia me parece un abismo
insalvable. Claro que esto no tiene solución, lo mires como lo mires.
Alcanza el largo y afilado lápiz de encima del mostrador y se lo queda contemplando. El lápiz
parece una extensión de sí mismo.
—Esto quería confesártelo lo antes posible. Quería que lo oyeras directamente de mis labios antes de
que te lo dijera otra persona. Así que hoy..., en fin, ésta ha sido una buena ocasión. Claro que no
puede decirse que haya resultado muy agradable, ¿no?
Asiento.
Pero, tal como puedes ver, también soy un ser humano y también me he sentido discriminado en
diversas ocasiones —explica Óshia—. Y sólo una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso
representa y lo profundamente que hiere. La herida es diferente en cada persona y en cada
persona deja una huella distinta. Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o
equidad. Sólo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De ese tipo de gente que
T.S. Eliot llama «hombres huecos». Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía,
con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a
la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas. Personas, en
definitiva, como esa pareja de antes. —Oshima suspira y hace girar entre sus dedos el largo lápiz—.
Sean gays, lesbianas, heterosexuales, feministas, cerdos fascistas, comunistas, Hare Krishnas. A mí
tanto me da. A mí no me importa la bandera que enarbolen. Lo que yo no puedo soportar es a esos
tipos huecos. Y cuando se me pone uno delante no me puedo aguantar. Acabo soltando más cosas de
la cuenta. Antes, por ejemplo, hubiera podido dejar que hablasen. O l amar a la señora Saeki y permitir
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que el a se encargara del asunto. El a lo hubiera solucionado con cuatro sonrisas. Pero yo soy incapaz
de hacerlo. Acabo diciendo cosas que no debería decir, haciendo cosas que no debería hacer. No
puedo controlarme. Ése es mi punto débil. ¿Y sabes por qué?
—¿Porque si te tomaras en serio a cada una de las personas sin imaginación que se te pusieran
delante no darías abasto? —pregunto.
—Exacto —dice Oshima. Y con la goma del lápiz se aprieta suavemente la sien—. En realidad, es
eso. Pero quiero que recuerdes una cosa, Kafka Tamura. Y es que los que mataron al novio de
adolescencia de la señora Saeki no fueron otros que esa clase de sujetos. Sujetos estrechos de miras,
intolerantes y sin imaginación. Tesis desconectadas de la realidad, terminología vacía, ideales
usurpados, sistemas inflexibles. Son estas cosas las que a mí, realmente, me dan miedo. Son estas
cosas las que yo temo y odio con todo mi corazón. Es importante saber qué es correcto y qué no lo
es, por supuesto. Sin embargo, los errores de juicio personales pueden corregirse en la mayoría de
los casos. Si uno tiene la valentía de reconocer su error, las cosas, generalmente, se pueden arreglar.
Pero la estrechez de miras y la intolerancia de la gente sin imaginación son igual que parásitos.
Provocan cambios en el cuerpo que les acoge y, mudando de forma, se reproducen hasta el infinito. Y
eso no hay manera de detenerlo. Y yo, semejantes sujetos, no quiero que entren aquí. —Oshima
señala las estanterías con la punta del lápiz. Se refería, por supuesto, a la totalidad de la biblioteca
—. Yo no puedo tomarme a risa a gente como ésa.
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Ya eran más de las ocho de la noche cuando el conductor del enorme camión frigorífico dejó a
Nakata en el aparcamiento del área de servicio Fujigawa de la autopista Tómei. Nakata descendió del
alto asiento del copiloto con la bolsa de lona y un gran paraguas en la mano.
-Aquí te podrá coger otro vehículo -le dijo el conductor sacando la cabeza por la ventanilla-. Si vas
preguntando, seguro que encontrarás alguno.
−Muchas gracias. Me ha sido usted de gran ayuda.
−¡Buen viaje! -gritó el conductor. Se despidió con la mano y se fue.
«Fujigawa», le había dicho el conductor. Pero Nakata no sabía dónde se encontraba Fujigawa. Lo
único que sabía es que debía alejarse de Tokio y dirigirse, poco a poco, hacia el oeste. No tenía
brújula, no sabía leer un mapa, pero que debía ir en esa dirección lo sabía instintivamente. Ahora le
bastaba con subirse a otro vehículo que fuera hacia el oeste.
Nakata tenía el estómago vacío, así que decidió ir al restaurante a comer unos raamen. Los onigiri y
el chocolate que llevaba en la bolsa los guardaría para un caso de emergencia. Como no sabía leer,
le llevó tiempo entender cómo funcionaban las cosas. Antes de entrar en el comedor debía comprar
el tíquet de la consumición. Y el tíquet lo expendía una máquina. Nakata, que no sabía leer, tuvo que
pedir ayuda.
-Tengo la vista débil y no veo bien -le dijo a una mujer de mediana edad, y ésta introdujo las
monedas en la ranura, pulsó el botón, recogió el cambio y se lo entregó. Nakata había aprendido por
experiencia que, a según quién, era mejor ocultarle que no sabía leer. Porque se habían dado casos en
los que se lo habían quedado mirando como si se tratara de una aparición.
Luego se colgó la bolsa de lona del hombro, cogió el paraguas y se dirigió hacia los hombres que
tenían aspecto de camioneros. «Voy hacia el oeste», explicaba, «¿serían ustedes tan amables de
l evarme?» Éstos miraban a Nakata a la cara, luego echaban una ojeada a su indumentaria y después
hacían un gesto negativo con la cabeza. Era algo muy infrecuente ver a un anciano haciendo
autoestop y un hecho tan inusitado como ése los hacía desconfiar. «La empresa nos prohíbe coger a
gente», decían. «Lo siento.»
Había tardado mucho tiempo en ir desde el distrito de Nakano hasta el acceso a la autopista
Tómei. En primer lugar, Nakata apenas había salido del distrito de Nakano. Desconocía, además,
dónde estaba el acceso a la autopista Tómei. Podía subir al autobús urbano cuyo uso cubría el pase
especial, pero nunca había cogido solo el metro o el tren porque era necesario comprar un bil ete.
Eran las diez de la mañana cuando, tras embutir en la bolsa de lona unas mudas de ropa, artículos de
aseo y algo de comer, y guardar con cuidado el dinero escondido bajo el tatami en una riñonera,
Nakata cogió un gran paraguas y dejó su apartamento.
-¿Qué tengo que hacer para ir a la autopista Tómei? -le preguntó al conductor del autobús
urbano. Pero lo único que consiguió fue que éste se riera.
-Este autobús sólo l ega hasta la estación de Shinjuku. El autobús urbano no circula por la autopista.
Tendrás que coger un autocar de alta velocidad.
-¿Y de dónde sale ese autocar de alta velocidad que va a la autopista Tómei?
-De la estación de Tokio -dijo el conductor-. Tienes que ir en este autobús hasta Shinjuku, en
la estación de Shinjuku coger un tren para la estación de Tokio y, una vez allí, sacarte un billete
de asiento reservado y coger el autocar. Así podrás llegar a la autopista Tómei.
Nakata no acabó de entenderlo, pero decidió coger el autobús y dirigirse a Shinjuku. Se encontró en
un barrio gigantesco. Una multitud de personas iba y venía por las calles, Nakata a duras penas po117
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día andar. Por la estación de Shinjuku circulaban muchos tipos diferentes de trenes y él no tenía la
menor idea de qué diantres de tren tenía que coger para dirigirse a la estación de Tokio. Encima, no
podía leer los letreros indicadores. Preguntó el camino a varias personas, pero las explicaciones que le
daban eran demasiado rápidas, demasiado complicadas, llenas de nombres propios que jamás
había oído, y Nakata era incapaz de retener tanta información en su cabeza. «Es igual que cuando
hablaba con el gato Kawamura», se dijo Nakata. Habría podido dirigirse a un puesto de policía y
preguntar, pero corría el riesgo de que lo tomaran por un anciano con demencia senil y que lo
retuvieran allí (de hecho, ya le había sucedido una vez). Y mientras se encontraba vagando sin
rumbo por la estación, ya sea porque el aire estaba contaminado o porque se oía mucho ruido,
empezó a sentirse mal. Nakata se encaminó entonces hacia una zona poco transitada, descubrió una
especie de parque pequeño entre los altos rascacielos y se sentó en un banco.
Nakata permaneció allí mucho tiempo completamente perdido. De vez en cuando musitaba algo
para sí, se acariciaba la cabeza de cortos cabellos con la palma de la mano. En el parque no había
ningún gato. Se acercaron unos cuervos a rebuscar entre las basuras. Nakata alzó varias veces la
vista al cielo y dedujo la hora más o menos por la posición del sol. El cielo presentaba una
tonalidad extraña a causa del humo de los tubos de escape de los coches.
Pasado mediodía, las personas que trabajaban en los edificios cercanos salieron al parque a comer
sus bentó. Nakata también se tomó los bollos que llevaba y se bebió el té del termo. Sentadas en el
banco, a su lado, había dos jóvenes y Nakata decidió abordarlas. « ¿Cómo se va a la autopista
Tómei?», les preguntó. Las dos le explicaron lo mismo que el conductor del autobús urbano. Que
tenía que coger la línea Chúo, ir hasta la estación de Tokio y, una vez allí, coger el autocar para la
autopista Tómei.
-Lo he intentado hace un rato, pero no lo he conseguido -les confesó con sinceridad-. Hasta
ahora, Nakata no había salido nunca del barrio de Nakano. Así que tampoco sabe coger un tren. Sólo
sabe ir en el autobús urbano. Como no sabe leer, no puede comprar el billete. He venido hasta aquí
en el autobús urbano, pero no puedo seguir adelante.
Al oírlo, las dos se quedaron atónitas. ¿Que no sabía leer? Sin embargo, tenía pinta de ser un viejo
inofensivo. Sonriente, pulcro y aseado."Chocaba un poco que llevara un paraguas tan grande en un
día soleado, pero no parecía un vagabundo. Sus facciones eran agradables, sobre todo los ojos, tan
claros y transparentes.
-¿De verdad es la primera vez que sales de Nakano? -le preguntó una de las chicas, la del pelo
negro.
−Sí. Intentaba no salir jamás de Nakano. Porque si Nakata se perdía, nadie lo buscaría.
−Y no sabes leer -dijo la otra chica, la que llevaba el pelo teñido de color castaño.
−No. No sé leer ni una letra. Pero los números sencil os sí los conozco, aunque no sé contar.
−¡Vaya! Pues entonces te resultará difícil coger el tren.
−Sí, muy difícil. Es que no puedo comprar el bil ete.
−Si nos quedara tiempo, te llevaríamos a la estación y te diríamos en qué tren tienes que subir,
pero dentro de poco debemos estar de vuelta en la empresa donde trabajamos. No tenemos
tiempo de ir hasta la estación. Perdona, ¿eh?
−¡Oh, no! No se disculpe, por favor. Nakata ya se las apañará.
−¡Ya sé! -dijo la de pelo negro-. ¿Tógeguchi, el del departamento comercial, no decía que tenía que
ir hoy a Yokohama?
−Sí, ahora que lo dices, sí. Y si nosotras se lo pedimos, él lo llevará. Es un poco tristón, pero no es
mal tipo -dijo la de pelo castaño.
−Oye, si no sabes leer, ¿por qué no haces autoestop? -preguntó la de pelo negro.
-¿Autoestop?
−Una vez al í, si se lo pides a alguien, seguro que te l evan. Hay muchos camiones de largo
recorrido. Mejor que preguntes a éstos. Los turismos no suelen coger a nadie.
−Camiones de largo recorrido, turismos. Nakata no entiende bien estas palabras tan difíciles.
−Si vas, ya verás cómo lo consigues. Hace tiempo, cuando estudiaba en la universidad, hice
autoestop una vez. Los camioneros fueron todos muy amables.
−Por cierto, ¿hasta dónde vas de la autopista Tómei? -preguntó la del pelo castaño.
−No lo sé.
−¿Que no lo sabes?
−No lo sé. Pero, en cuanto llegue, lo sabré. De momento debo ir por la autopista Tómei en
dirección al oeste. Lo demás ya lo pensaré más adelante. En principio, Nakata tiene que dirigirse
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hacia el oeste.
Las dos jóvenes se miraron, pero las palabras de Nakata poseían un extraño poder de persuasión.
Y el as sintieron una simpatía natural hacia él. Acabaron de comer el bentó, tiraron las cajas a la
papelera y se levantaron del banco.
-¡Vamos! Ven con nosotras. Algo podremos hacer, ya lo verás -dijo la del pelo negro.
Nakata entró detrás de las dos chicas en uno de los grandes rascacielos cercanos. Era la
primera vez que traspasaba las puertas de un edificio tan enorme. Las dos le pidieron a Nakata
que se sentara en un banco en recepción y, tras dirigir unas palabras a la chica que se encontraba
al í, le dijeron a él: «Espéranos un momento». Luego desaparecieron dentro de uno de los muchos
ascensores que se alineaban uno junto al otro. Por delante de Nakata, que permanecía sentado
en el banco con el enorme paraguas en una mano y la bolsa de lona en el regazo, iban pasando los
oficinistas que volvían de almorzar. Otra escena que él no había presenciado jamás. Todos, como
si se hubiesen puesto de acuerdo, iban elegantemente vestidos. Corbatas, maletines relucientes,
zapatos de tacón. Todos andaban a paso rápido y todos se dirigían hacia el mismo lugar. Qué debía
de estar haciendo allí tantísima gente junta, eso Nakata no logró entenderlo.
Pronto volvieron las dos chicas acompañadas de un señor alto y delgado que l evaba una camisa
blanca y una corbata a rayas. Las dos chicas le presentaron a aquel hombre.
−Éste es el señor Tógeguchi. Ahora mismo sale para Yokohama en coche. Dice que te llevará. Te
dejará en el área de servicio de Tóhoku, en la autopista Tómei. Tú, desde allí, puedes subir a otro
vehículo. Vas diciendo que quieres ir al oeste y, a los que te l even, como agradecimiento los invitas a
comer cuando os paréis en algún sitio. ¿Entiendes? -dijo la de pelo castaño.
−¿Tienes bastante dinero para eso? -preguntó la de pelo negro.
−Sí, Nakata tiene bastante dinero para eso.
-Oye, Tógeguchi, el señor Nakata es un conocido nuestro, así que trátalo bien.
-Si vosotras me tratáis bien a mí... -replicó el joven tímidamente.
-¡Vale! Cualquier día de estos... -dijo la de pelo negro.
Al despedirse, las dos chicas le dijeron a Nakata: «Toma, un regalo de despedida. Por si tienes
hambre durante el viaje», y le entregaron unos bnigiri y chocolate que habían comprado en una
tienda abierta las veinticuatro horas.
Nakata les dio reiteradamente las gracias.
-Muchísimas gracias. No sé cómo agradecerles su amabilidad. Rezaré con todo mi corazón
para que les sucedan cosas buenas a las dos.
-¡0jalá surtan efecto tus plegarias! -exclamó la de pelo castaño, y la de pelo negro soltó una risita
sofocada.
El tal Tógeguchi le dijo a Nakata que se sentara en el asiento del copiloto de un Hi-Ace, y pasó de la
autopista Metropolitana a la Tómei. La carretera iba llena, así que tuvieron tiempo de hablar. Tógeguchi era un chico más bien tímido y, al principio, apenas abrió la boca. Pero en cuanto se
acostumbró a la presencia de Nakata ya no la cerró. Tenía muchas cosas que contar y, además, a
una persona como Nakata, a quien no volvería a ver en su vida, posiblemente era fácil abrirle el
corazón y contarle cualquier cosa. Hacía unos meses que había roto con su prometida. Ella tenía
otro novio. Durante mucho tiempo había estado saliendo a sus espaldas con los dos. No se llevaba
bien con sus superiores, incluso se planteaba la posibilidad de dejar la empresa. Cuando estudiaba
bachillerato, sus padres se separaron. Su madre se volvió a casar enseguida, pero su marido era un
sinvergüenza. Vamos, era poco menos que un estafador. Por su parte, Tógeguchi había prestado
unos ahorros que había logrado reunir a un íntimo amigo suyo, pero no había trazas de que éste se
los fuera a devolver. Los estudiantes que vivían en el piso de al lado se pasaban la noche escuchando
música a todo volumen y a él no lo dejaban dormir.
Nakata escuchaba con atención lo que le iba contando su interlocutor, asintiendo de vez en
cuando y haciendo pequeñas observaciones. Cuando el automóvil entró en el área de servicio de
Tóhoku, Nakata ya casi lo sabía todo de la vida del joven. Muchas cosas no alcanzaba a entenderlas,
pero, en líneas generales, había comprendido que Tógeguchi era un chico desgraciado que, pese a
sus ansias de vivir, veía su existencia lastrada por una infinidad de adversidades.
-Muchas gracias. Me ha sido usted de gran ayuda trayéndome hasta aquí.
-¡Qué dice! A mí también me ha gustado mucho viajar con usted. Gracias a usted, señor Nakata, ahora
me siento mejor. Me ha ido muy bien contárselo todo a alguien. Espero no haberle aburrido hablando
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de tantas desgracias.
-¡0h, no! En absoluto. Yo también me alegro mucho de haber podido hablar con usted. No me
ha aburrido lo más mínimo. No se preocupe. Estoy seguro de que a partir de ahora le irán mejor las
cosas.
El joven sacó una tarjeta telefónica del bolsillo, se la entregó a Nakata.
-Tenga, para usted. Es una de las tarjetas que fabricamos en la empresa. Me sabe mal ofrecerle una
cosa tan insignificante, pero le ruego que la acepte como regalo de despedida.
-Muchas gracias -dijo Nakata, la cogió y la introdujo con cuidado en la cartera. Nakata no tenía a
nadie a quien llamar, ni siquiera sabía cómo se utilizaba la tarjeta, pero pensó que era mejor no
rechazarla. Eran las tres de la tarde.
Nakata tardó casi una hora en encontrar a un camionero que lo l evara hasta Fujigawa.
Transportaba pescado fresco en un camión frigorífico. Era un hombre corpulento de unos cuarenta y
cinco años. Tenía los brazos gruesos como troncos y una barriga prominente.
--¿No te molesta la peste a pescado? -le preguntó el camionero.
−El pescado es uno de mis platos favoritos -respondió Nakata. El camionero se rió.
-Tú eres un poco raro, ¿eh?
−Sí. A veces me lo dicen.
−A mí me gusta la gente rara -dijo el camionero-. De los tipos que tienen una cara normal, que
parece que lleven una vida normal, yo, mira por dónde, no acabo de fiarme.
−¿Ah, no?
−Pues no. Al menos, yo opino eso.
−Nakata no tiene muchas opiniones. Pero le gusta la anguila.
−Pues eso ya es una opinión. Que la anguila te gusta.
−¿La anguila también es una opinión?
-Claro. Decir que la anguila te gusta es una opinión notable.
De esta guisa, fueron hasta Fujigawa. El camionero se llamaba Hagita.
−Nakata, ¿y tú adónde crees que irá a parar el mundo? -le preguntó 'el camionero.
-Mil perdones. Pero Nakata es tonto y esas cosas no las sabe -dijo Nakata.
-Opinar no tiene nada que ver con ser listo o tonto.
-Sí, pero ¿sabe usted, señor Hagita?, si uno es tonto, no puede pensar en las cosas.
−Pero a ti te gusta la anguila, ¿no es así?
−Sí, la anguila es uno de los platos favoritos de Nakata. -¿Ves? Eso es una conexión.
−¿Te gusta el oyakodon?
−Sí. El oyakodon es otro de los platos favoritos de Nakata.
−¿Ves? Ésa es otra conexión -dijo el camionero-. Y, si seguimos así, sumando unas con otras,
pues, de golpe, van cobrando sentido. Y cuantas más se juntan, más profundo es el sentido que
adquieren. Tanto da que sea anguila, como oyakodon, como pescado a la plancha. Cualquier
cosa sirve. ¿Lo captas?
−No, no lo entiendo muy bien. ¿Es que la comida relaciona las cosas?
-No sólo la comida. También los trenes, o el emperador. Cualquier cosa sirve.
−Nakata no coge nunca el tren.
−Muy bien. ¿Ves? Lo que yo quiero decir, en pocas palabras, es que, puesto que una persona
está viviendo, la relación entre ésta y todo lo que la rodea, no importa lo que sea, cobra sentido
de una manera natural. Y lo más importante es si esto sucede de una manera espontánea o no.
No se trata de ser inteligente o tonto. La cuestión es si ves las cosas con tus propios ojos o no las
ves.
−Usted, señor Hagita, es muy inteligente.
Hagita soltó una carcajada.
−¡Bah! No se trata de ser inteligente o no. Yo no lo soy demasiado. Sólo que tengo mis propias
ideas. Y por eso los demás me encuentran pesado. «Ya está éste liando las cosas», dicen.
Porque, ¿sabes?, si intentas pensar por ti mismo, te quedas solo.
−Lo que yo todavía no entiendo es si hay una conexión entre que me guste la anguila y me guste el
oyakodon.
Pues, simplificando, sí la hay. Entre tú, Nakata, como ser humano, y las cosas relacionadas
contigo, seguro que hay una conexión. De la misma manera que la hay entre la anguila y el
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oyakodon. Y si este esquema de conexiones lo vamos ampliando y ampliando, irá surgiendo de forma
natural tu relación con el capitalismo, tu relación con el proletariado.
-Pro...
-Proletariado -repitió Hagita y apartó sus grandes manos del volante y se las mostró a Nakata. A
Nakata le parecieron guantes de béisbol. El proletariado somos la gente que trabajamos duro, que nos
ganamos el pan con el sudor de nuestra frente. Y los que están sentados en una silla sin mover un
dedo, que van mandando a los demás que hagan esto y aquello y que ganan cien veces más que
yo, pues ésos son los capitalistas.
-A los capitalistas, yo no los conozco. Nakata es pobre y no conoce a la gente importante. De la
gente importante, Nakata sólo conoce al señor gobernador de Tokio. ¿El señor gobernador es un capitalista?
−Pues, sí, más o menos. Los gobernadores son los perros de los capitalistas.
-¿El señor gobernador es un perro? -preguntó Nakata recordando el enorme perro negro que lo
había l evado a casa de Johnnie Walken. Y su siniestra imagen se sobrepuso a la del gobernador.
−El mundo está lleno de ese tipo de perros. Claro que no responden más que a la voz de su amo.
−¿La voz de su amo?
−Perros que corren a hacer lo que les dice su dueño.
-¿Y no hay gatos capitalistas? -preguntó Nakata.
Al oírlo, Hagita soltó una carcajada.
−¡Mira que eres raro, Nakata! ¡Ostras! Me encanta la gente como tú. ¿Que si hay gatos capitalistas?
¡Jo! Ésa sí que es una opinión original.
−Oiga, señor Hagita.
-¿Qué?
-Nakata es pobre y cada mes recibía un subsidio del señor gobernador. ¿Estaba eso mal?
-¿Y cuánto te daban cada mes?
Nakata se lo dijo. Hagita sacudió la cabeza, pasmado.
-Pues hoy en día debe de ser difícil vivir con semejante miseria, ¿no?
-No. tanto. Es que Nakata gasta poco dinero. Además, Nakata buscaba los gatos del barrio que se
habían perdido y los dueños le daban un estipendio.
−¡Vaya! Así que eres un buscador de gatos profesional -dijo Hagita admirado-. ¡Eres
verdaderamente único!
−A decir verdad, Nakata puede hablar con los gatos -se decidió a confesarle Nakata-. Nakata entiende
el lenguaje de los gatos. Así que es capaz de encontrar los gatos perdidos.
Hagita asintió.
−Ya veo. ¿Sabes hacer todo eso? Me dejas de piedra.
-Pero hace poco, de repente, Nakata perdió la facultad de hablar con los gatos. ¿A qué pudo
deberse?
−El mundo cambia a diario, Nakata. Cada día, al l egar la hora, anochece. Pero el mundo ya no es el
mismo que el día anterior. Tú, Nakata, no eres el mismo que ayer. ¿Me captas?
−Sí.
-También las conexiones cambian. Quién es capitalista y quién es proletario. Dónde está la derecha y
dónde está la izquierda. La revolución informática, las opciones en la compra de acciones, la fluctuación de capitales, la reestructuración laboral, las empresas multinacionales... Lo que está bien y lo
que está mal. La línea divisoria entre las cosas se ha ido borrando gradualmente. Que tú hayas
dejado de hablar con los gatos tal vez se deba a eso.
−La diferencia entre derecha e izquierda Nakata sí la entiende. Mira, ésta es la derecha y ésta la
izquierda. ¿Está bien?
−Sí -asintió Hagita-. Está bien.
Al final, los dos entraron en el restaurante de un área de servicio y Hagita pidió dos raciones de
anguila y pagó la cuenta. Nakata argumentó que él quería pagar como agradecimiento por l evarlo en el
camión, pero Hagita sacudió la cabeza.
-¡Ni hablar! Tú no eres rico. ¿Con la miseria que te da el gobernador de Tokio quieres alimentarme a
mí?
−Muchas gracias. Muy agradecido por su amabilidad -dijo Nakata aceptando su gentileza.
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Nakata se pasó alrededor de una hora preguntando a los conductores que había en el área de
servicio de Fujigawa, pero no encontró uno solo que quisiera l evarlo. A pesar de el o, ni se impacientó
ni se desanimó. En su mente, el tiempo transcurría muy despacio. O no transcurría, simplemente.
Con la intención de tomar un poco el aire, Nakata salió afuera y empezó a vagar sin rumbo por los
alrededores. El cielo estaba despejado, incluso se distinguía con toda claridad la superficie de la luna.
Nakata recorrió el aparcamiento dando al andar golpecitos en el suelo con la punta del paraguas.
Había innumerables camiones de gran tonelaje que parecían estar tomándose un respiro, hombro con
hombro, igual que ganado. Algunos podían llegar a tener veinte ruedas de la altura de un hombre.
Nakata se quedó contemplando toda aquello durante unos instantes. Tantos vehículos, tan
enormes, circulando por la autopista. ¿Qué debían de transportar? Nakata era incapaz de imaginárselo.
Si pudiera ir leyendo, letra a letra, lo que ponía en los contenedores, ¿podría adivinar qué había dentro?
Llevaba un rato andando cuando descubrió en un extremo del aparcamiento, en una zona donde
apenas había coches, unas diez motos aparcadas. Cerca de las motos había un grupo de jóvenes que
gritaban. Formaban un círculo, parecía que estaban rodeando algo. Nakata sintió curiosidad y
decidió ir a mirar. Puede que hubiesen encontrado algo extraño. Al acercarse descubrió que los jóvenes
estaban pegando y pateando, hiriendo en definitiva, a otro que yacía en el centro del círculo. La
mayoría no tenía nada en las manos, pero había uno que llevaba una cadena. Otro sostenía un bastón
negro parecido a una porra de policía. La mayoría iba con el pelo teñido de rubio o de color castaño. En
cuanto a la ropa, l evaban camisas de manga corta desabrochadas, camisetas o camisetas sin mangas.
Algunos lucían tatuajes en los hombros. Y el hombre derribado en el suelo al que estaban pegando y
pateando era, evidentemente, otro individuo de la misma calaña. Cuando oyeron acercarse a Nakata
acompañado por los golpecitos de su paraguas, algunos de el os se volvieron y le lanzaron una mirada
acerada. Al darse cuenta de que era un viejo inofensivo bajaron la guardia.
-¡ Eh, tío! Lárgate -gritó uno.
Nakata siguió adelante, ignorándolo. El hombre tendido en el suelo escupía sangre por la boca.
−Sale sangre. Se va a morir -dijo Nakata.
Los hombres enmudecieron.
−Oye, tío, ¿quieres que de pasada te matemos a ti también? -preguntó el que l evaba la cadena.
-Total da el mismo trabajo cargarse a uno que a dos.
-No se debe matar a nadie sin tener una razón -comentó Nakata.
-«No se debe matar a nadie sin tener una razón» -repitió uno mofándose, y los otros rieron.
-Nosotros tenemos nuestras razones. Y si nos lo cargamos o no, a ti eso no te importa. Así que
abre esta mierda de paraguas y lárgate antes de que l ueva -dijo otro.
El hombre tirado en el suelo empezó a arrastrarse y uno de cabeza rapada le dio con todas sus
fuerzas una patada en el costado con sus pesadas botas de trabajo.
Nakata cerró los ojos. Sentía cómo en su interior algo empezaba a brotar en silencio. Algo que ni
él mismo podía controlar. Lo asaltaron unas ligeras náuseas. Las imágenes de cuando había matado a
Johnnie Walken afloraron de repente a su memoria. La sensación de cuando le había clavado el cuchil o
seguía intacta en su mano. «Conexión», pensó Nakata. ¿Sería eso también una de las conexiones de
las que hablaba Hagita? Anguila = cuchillo = Johnnie Walken. Las voces de los hombres le llegaban
distorsionadas, no podía distinguirlas bien. Se mezclaban con el sonido de las ruedas sobre el
asfalto que llegaba sin interrupción de la autopista, formando un rumor extraño. El corazón se le
contraía con fuerza y expedía la sangre hasta el último rincón de su cuerpo. La noche lo envolvía.
Nakata alzó la vista al cielo, abrió despacio el paraguas, se lo puso sobre la cabeza. Luego
retrocedió unos pasos con infinitas precauciones. Dejó un espacio entre los hombres y él. Miró a
su alrededor y volvió a dar unos pasos atrás. Al verlo, los hombres se rieron.
-¡Cómo se pasa este tipo! -exclamó uno-. Ha abierto el paraguas de verdad.
Pero no rieron por mucho tiempo. Porque del cielo empezaron a caer, de pronto, unos extraños
objetos viscosos. Se estrellaban contra el suelo, a sus pies, con extraños chasquidos. Los hombres
dejaron de patear a su presa acorralada y, uno tras otro, fueron alzando la vista al cielo. En el cielo
no se veían nubes. Pero aquello seguía precipitándose desde lo alto. Al principio era uno, luego
otro, pero la cantidad fue aumentando gradualmente y, al final, se convirtió en un diluvio. Aquel o que
caía del cielo medía unos tres centímetros. Era negrísimo. A la luz del alumbrado del aparcamiento se
veía como una nieve de un reluciente color negro. Esa especie de nieve siniestra les daba en los
hombros, en los brazos, en la nuca, se les iba quedando adherida a -¡Son sanguijuelas! -gritó alguien.
Ésa fue la señal para que todos echaran a correr por el aparcamiento, gritando a todo pulmón,
en dirección a los lavabos. A medio camino, uno de el os chocó contra un pequeño vehículo que circulaba, pero el coche avanzaba a muy poca velocidad y el hombre, al parecer, no resultó herido. Era
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un joven que iba teñido de rubio, al incorporarse, empezó a golpear con todas sus fuerzas el capó
del coche con la palma de la mano mientras, a voz en grito, echaba maldiciones al conductor. Luego, al
ver que apenas podía hacer nada más, se precipitó hacia los lavabos renqueando.
La lluvia de sanguijuelas siguió cayendo con fuerza durante un rato, pero luego empezó a amainar
y, al final, cesó. Nakata cerró el paraguas, sacudió las sanguijuelas que había encima y fue a ver cómo
se encontraba el hombre tendido en el suelo. A su alrededor había montones de sanguijuelas
retorciéndose y no se acercó demasiado. Por supuesto, el hombre derribado estaba sepultado en
sanguijuelas. Al fijar la vista, vio que tenía el párpado partido y que le chorreaba sangre. También
parecía tener varios dientes rotos. Nakata no podía hacer nada. Tendría que pedir ayuda. Volvió
andando al restaurante y comunicó a los empleados que en un rincón del aparcamiento había un
joven herido tendido en el suelo.
-Si no l ama usted a la policía puede morir -advirtió Nakata.
Poco después encontró a un camionero que prometió l evarle hasta Kóbe. Un hombre de unos
veinticinco años y ojos somnolientos. Llevaba cola de caballo, un pendiente en una oreja, una gorra de
béisbol de los Chúnichi Dragons." Estaba solo, leyendo un comic y fumándose un cigarrillo. Vestía
una llamativa camisa hawaiana y calzaba unas grandes zapatil as Nike. No era muy alto. Arrojaba sin
vacilar la ceniza de su cigarrillo en el caldo de los raamen que había dejado en el bol. Clavó la mirada
en Nakata y asintió con desgana.
-Vale. Te llevaré. Te pareces a mi abuelo. En la pinta y en la manera de hablar... Al final chocheaba.
Se murió hace poco.
Le explicó que llegaría a Kóbe antes de que amaneciera. Transportaba muebles para unos
grandes almacenes de esa ciudad. Al salir del aparcamiento se encontraron con que varios vehículos
habían colisionado. Unos cuantos coches de la policía habían acudido. Las luces rojas de emergencia
giraban, algunos policías, con luces de señalización en la mano, dirigían los coches que entraban y
salían del área de servicio. No se trataba de un accidente grave. Sin embargo, eran varios los
vehículos que habían chocado en cadena. Había una camioneta con la carrocería abollada, un
turismo con las luces de posición rotas. El camionero, sacando la cabeza por la ventanilla abierta, se
puso a hablar con un policía. Luego cerró la ventanil a.
−Por lo visto, han caído montones de sanguijuelas del cielo -dijo sin inmutarse-. Las ruedas de
los coches las han aplastado, el camino ha quedado muy resbaladizo y algunos conductores han
perdido el control de sus vehículos. Me ha dicho que conduzca despacio, con mucho cuidado. Aparte
de eso, se ve que una banda motorizada de la zona la ha armado gorda y que ha habido un
herido. Sanguijuelas y bandas motorizadas. ¡Vaya combinación! La policía va a estar pero que muy
ocupada.
Redujo la velocidad, se encaminó con precaución a la salida. A pesar de ello, los neumáticos
patinaron en varias ocasiones. Cada vez que ocurría, agarraba con fuerza el volante y reconducía el
camión.
-¡Vaya, vaya! Por lo visto han caído a montones -dijo-. Todo esto está muy resbaladizo. ¡Pero qué
siniestro es ese bicho! Oye, ¿se te ha pegado alguna vez una sanguijuela?
−No, por lo que recuerda Nakata, nunca se le ha pegado ninguna.
−Yo crecí en las montañas de Gifu y se me han pegado muchas veces. Cuando andas por el bosque,
a veces te caen desde lo alto encima de la cabeza. Y, cuando entras en el río, se te agarran a las
piernas. Conozco muy bien las sanguijuelas. Y tanto que sí. Y una vez que se te enganchan, ya no te
sueltan. Si intentas arrancarte las gordas a lo bruto, te l evas la piel y luego te queda una cicatriz. La
mejor manera de quitártelas de encima es quemándolas. ¡Qué bichos tan malos! ¡Cómo se te
enganchan a la piel y te chupan la sangre! Y cuando se han llenado de sangre quedan todas fofas.
Repugnantes, ¿verdad?
-Sí, mucho -asintió Nakata.
-Pero las sanguijuelas no caen en medio del aparcamiento de un área de servicio. No caen como
la lluvia. ¡Nunca había oído una tontería semejante! Los tipos de por aquí no saben lo que son las
sanguijuelas. Las sanguijuelas no caen del cielo, ¿verdad que no?
Nakata no respondió, permaneció cal ado.
-Hace unos cuantos años, en Yamanashi, salieron muchísimos ciempiés y, claro, las ruedas los
aplastaron. ¡La que se armó! El suelo resbalaba, igual que ahora, y hubo muchos accidentes de tráfico.
La vía del tren no se podía usar, se cortó el tráfico ferroviario. Pero los ciempiés no cayeron del cielo.
Salieron reptando de alguna parte. Eso cualquiera puede entenderlo.
−Hace tiempo, Nakata estuvo una vez en Yamanashi. Fue durante la guerra.
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−-¿Ah, sí? ¿Qué guerra? – pregunto el camionero.
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