−Cuando me enamoro -digo.
La señora Saeki sonríe débilmente. Su sonrisa permanece unos instantes asomando en las
comisuras de sus labios. Me trae a la memoria el agua que, tras regar una mañana de verano,
permanece sin evaporarse en una pequeña concavidad.
−¿Tú estás enamorado? -quiere saber.
−Sí.
-O sea, que su rostro y su figura son para ti, día tras día, cada vez que la ves, algo precioso, algo
especial.
−Sí. Porque puedo perderla en cualquier instante.
La señora Saeki se me queda mirando. No queda rastro de la sonrisa en sus labios.
−Imagina un pájaro posado en una rama delgada -dice-. La rama oscila fuertemente al viento. Y, a
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cada ráfaga, el campo visual del pájaro, a su vez, va fluctuando. ¿No es así?
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Asiento.
−¿Y, cuando esto sucede, cómo crees que el pájaro estabiliza su campo visual?
Sacudo la cabeza.
−No lo sé.
−El pájaro sube y baja la cabeza y se ajusta a la oscilación de la rama. La próxima vez que sople un
viento fuerte observa bien a los pájaros. Yo me paso mucho tiempo mirando por la ventana. ¿No te
parece que debe de ser agotadora una vida así? Vivir moviendo el cuello a cada oscilación de la rama en
la que estás posado. Pero los pájaros están acostumbrados. Para el os eso es lo más natural. Pueden
hacerlo sin ser conscientes de el o. Por eso no les resulta tan cansado como nos parece a nosotros. Pero
yo soy un ser humano y, a veces, me canso.
−¿Está usted posada en una rama?
-Según como lo mires -dice-. Y, a veces, sopla un viento fuerte.
Deposita la tacita en el plato y le quita el capuchón a la estilográfica. Es hora de retirarse. Me levanto
de la sil a.
-Señora Saeki, hay algo que me gustaría preguntarle -le digo con audacia.
-¿Se trata de algo personal?
-Sí, lo es. Tal vez sea una descortesía preguntárselo.
-Pero, al parecer, es una pregunta muy importante.
-Sí, para mí lo es.
Vuelve a dejar la estilográfica sobre la mesa. En sus ojos bril a una luz neutral.
-De acuerdo. Hazla.
-Señora Saeki, ¿tiene usted hijos?
La señora Saeki respira y hace una pequeña pausa. La expresión de su rostro parece ir
retrocediendo despacio hacia un lugar lejano. Luego regresa. Igual que un desfile que, poco después
de haber desaparecido cal e abajo, vuelve a marchar por la misma cal e.
-¿Por qué quieres saberlo?
−Se trata de una cuestión personal. No es algo que se me haya pasado ahora mismo por la cabeza.
El a alcanza su Montblanc, observa cuánta tinta le queda. Experimenta el grosor y el tacto de la pluma.
Vuelve a dejarla sobre la mesa, alza la cabeza.
-Oye, Tamura. Me sabe mal, pero no puedo contestarte ni sí ni no. Al menos ahora. Estoy cansada y el
viento es fuerte.
Asiento.
−Lo siento. No debería habérselo preguntado.
-No importa. No has hecho nada malo -dice la señora Saeki con voz cariñosa-. Gracias por el café.
Haces un café muy bueno.
Cruzo el umbral, bajo las escaleras. Vuelvo a mi habitación. Me siento en la cama, abro un libro.
Pero las frases no me entran en la cabeza. Me limito a seguir con los ojos las letras que se alinean en
él. Igual que si mirara la tabla de números aleatorios. Dejo el libro, me acerco a la ventana y
contemplo el jardín. Veo los pájaros en las ramas de los árboles. Pero no hay viento. ¿Estoy
enamorado de la señora Saeki cuando era una jovencita de quince años? ¿O lo estoy de la señora
Saeki actual, con más de cincuenta años? Ya no lo sé. La frontera que debería existir entre ambas
fluctúa, se desvanece, no logra ligar bien ambas imágenes. Y esto me llena de turbación. Cierro y
busco una especie de eje dentro de mis sensaciones. Pero, sí. Es tal como dice la señora Saeki.
Su rostro y su fisonomía para mí, día tras día, cada vez que la veo, algo precioso, algo especial.
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El Colonel Sanders era muy ágil para su edad y avanzaba a paso rápido. Parecía un corredor veterano
de marcha atlética. Además daba la impresión de que se conocía aquel as cal ejuelas al dedillo. Para
atajar el camino subió por unas escaleras estrechas y oscuras, se escurrió entre los edificios ladeando
el cuerpo. Saltó una zanja y reprendió con un grito conciso a un perro que ladraba detrás de un
seto. La espalda de su traje blanco de talla pequeña se desplazaba rauda y veloz por las cal ejas de la
ciudad como un alma presurosa en busca de dueño. Hoshino lo seguía a duras penas intentando no
perderlo de vista. Pronto se le entrecortó la respiración y el sudor empezó a manar de sus axilas. El
Colonel Sanders no se volvió ni una sola vez para comprobar si el joven lo seguía.
−¡Eh, abuelo! ¿Todavía no llegamos? -gritó Hoshino a sus espaldas cuando se sintió desfal ecer.
-¡Vamos, jovencito! No me digas que ya no puedes más -dijo el Colonel Sanders sin volverse, como de
costumbre.
−Pero oye, abuelo, que yo soy el cliente. Si me haces andar tanto, vas a dejarme hecho polvo y se
me quitarán las ganas.
-¡Vaya piltrafa estás hecho! ¿Y tú eres un hombre? Si por esa ridiculez pierdes las ganas, mejor
habría sido dejarlo correr desde el principio.
-¡Jo! -dijo el joven.
El Colonel Sanders cruzó un cal ejón, atravesó una cal e grande ignorando el semáforo y siguió
andando un poco más. Luego cruzó un puente y penetró en el recinto de un santuario sintoísta.
Era un santuario bastante grande, pero a esas horas de la noche no se veía ni un alma en su
interior. El Colonel Sanders le señaló a Hoshino un banco que estaba delante de las oficinas del
santuario y le indicó que se sentara. Junto al banco se erguía una gran lámpara de mercurio y los
alrededores estaban tan iluminados que parecía de día. El joven se sentó en el banco, tal como se le
había indicado, y el Colonel Sanders tomó asiento a su lado.
-Oye, abuelo. No me digas que tendré que hacerlo por aquí -so saber el joven Hoshino alarmado.
−¡No digas tonterías! Ni que fueras un ciervo de Miyajima.* ¿Cómo se te ocurre hacer un mete-mete en
el recinto de un santuario? ¡Vaya sandez! ¿Pero quién te crees que soy?
El Colonel Sanders se sacó del bolsillo un teléfono móvil plateado y pulsó un corto número de tres
dígitos.
−Oye, soy yo -le dijo a alguien el Colonel Sanders-. Sí, en el lugar de costumbre. En el santuario.
Aquí tengo a un tipo que se l ama Hoshino. Sí... Exacto. Como siempre. De acuerdo. Ven enseguida.
El Colonel Sanders apagó el móvil y se lo guardó en el bolsillo de la americana blanca.
−¿Siempre haces venir a las chicas a este santuario? -preguntó joven Hoshino.
−¿Y qué hay de malo en el o?
−No, nada. Pero me parece que hay sitios más apropiados, más comunes... No sé. Por ejemplo,
una cafetería o la habitación de un hotel. Sitios así.
−Un santuario es más tranquilo. Es mejor. Y el aire es más puro
−Sí, en eso tienes razón. Pero lo de estar esperando a una chica en plena noche en un santuario, no
sé... No estoy muy tranquilo. Tengo sensación de que, de un momento a otro, va a venir un zorro con la in
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tención de engañarme o algo por el estilo.
−¿Pero qué dices? ¿Te estás burlando de Shikoku o qué? Takamatsu es una ciudad decente,
toda una capital de provincia. Por aquí no aparecen los zorros.
−Bueno, lo de los zorros era una broma. Pero oye, abuelo, en el sector servicios es aconsejable
cuidar un poco el ambiente. Se necesita algo de lujo, algo que te ponga a tono. Claro que quizás esté
hablando más de la cuenta.
-Estás hablando más de la cuenta -dijo el Colonel Sanders tajante-. ¿Y qué? ¿Qué hay de la
piedra?
-¡Ah, sí! Quiero que me cuentes cosas de la piedra.
-Primero haz el mete-mete. Y luego ya hablaremos.
-El mete-mete es muy importante, ¿no?
El Colonel Sanders asintió varias veces con gravedad. Luego se acarició la peril a adoptando un aire
misterioso.
-Sí, es importante hacer primero el mete-mete. Es una especie de ritual. Primero, el mete-mete. Luego
hablamos de la piedra. Hoshino, seguro que la chica te gusta. Es la número uno. Y no exagero. Pecho
turgente, piel como la seda, curvas generosas, la cosita húmeda. Una buena máquina sexual. Si la
comparáramos con un coche, te diría: en la cama, propulsión total; pisas el acelerador y turbo de
pasión; dedos que rodean el cambio de marchas; tomas la curva; delicioso cambio de velocidad;
sobrepasas la línea discontinua, aceleras, aceleras y l egas, l egas, l egas... ¡Ya has l egado! Hoshino ha
alcanzado el paraíso.
-Abuelo, eres un personaje de lo más original, ¿lo sabías? -dijo el j o v e n a d m i r a d o . -Escucha,
que este negocio me da de comer, ¿eh? Quince minutos más tarde apareció la chica. Tal como
había anunciado el Colonel Sanders, era una bel eza de cuerpo escultural. Llevaba un mini vestido
ceñido de color negro, zapatos de tacón también de color negro y un pequeño bolso de charol negro
colgado al hombro. No hubiera desmerecido como modelo. El abundante pecho le asomaba por el
generoso escote.
−¿Qué, Hoshino? ¿Te gusta? -preguntó el Colonel Sanders. Boquiabierto, Hoshino asintió con un
movimiento de cabeza. No le salían las palabras.
−Una máquina sexual de primera, Hoshino. i Que disfrutes! –dijo el Colonel Sanders, sonrió por
primera vez y pel izcó a Hoshino en el trasero.
La mujer condujo a Hoshino fuera del santuario y lo llevó a un love hotel cercano. Una vez al í l enó
la bañera de agua, se despojó primero de sus ropas y luego desnudó a Hoshino. Dentro de la bañera
lo lavó con cuidado, lo lamió por todas partes y, después, le hizo una felación de tan alto nivel artístico
que Hoshino jamás había visto ni oído nada similar. Hoshino eyaculó sin que le diera tiempo a que se
le cruzase un solo pensamiento por la cabeza.
-¡Caramba! Es la primera vez en mi vida que me hacen algo fantástico -dijo Hoshino y se sumergió
dentro de la bañera.
−Esto es sólo el principio -dijo la mujer-. Ahora viene lo bueno
−Pero yo me he sentido muy bien.
-¿Como cuánto?
-Tanto que no podía pensar ni en el pasado ni en el futuro.
−«El puro presente no es sino el fugitivo progreso del pasado yendo el futuro. A decir verdad, toda
percepción ya es memoria.» Hoshino alzó la cabeza y miró a la mujer boquiabierto.
−¿Y eso qué es?
-Henri Bergson -dijo el a tomando el glande entre los labios los restos de esperma-. Mafeeda y
memooya.
−No te entiendo.
-Materia y memoria. ¿Lo has leído?
−Creo que no -dijo el joven Hoshino tras pensar unos instante Aparte del Manual de conducción de
vehículos especiales del Ejército Tierra de Autodefensa que le habían obligado a leer en su época de so
dado (y descontando sus investigaciones de los últimos días en la biblioteca sobre la historia de Shikoku
y su clima), Hoshino no recordaba haber leído en su vida otra cosa que manga.
−¿Y tú lo has leído?
La mujer asintió.
-He tenido que leerlo. Estoy estudiando filosofía en la universidad. Y pronto hay exámenes.
−¡Ah, ya! -exclamó el joven admirado-. ¿Y esto que haces es un trabajil o de media jornada?
-Sí. Hay que pagarse la matrícula.
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Después condujo a Hoshino a la cama, recorrió todo su cuerpo con las yemas de los dedos y con
la lengua y consiguió que él tuviera enseguida otra erección. Una erección tan firme como la Torre
de Pisa en tiempos de Carnaval.
-Mira, ya vuelves a estar en forma -dijo la mujer. Y, despacio, pasó a la siguiente secuencia de
acciones-. Por cierto, ¿tienes alguna petición especial? Algo que quieres que te haga. El Colonel
Sanders me lo ha dicho: que te haga lo que tú desees.
-No se me ocurre ninguna petición, pero podrías decirme otra cita de esas, de filosofía. No sé, pero
me da la impresión de que eso hará que aguante un poco más. Porque, si seguimos así, volveré a
eyacular en un santiamén.
-Vamos a ver... Es un poco viejo, pero a lo mejor Hegel funciona. -Tanto me da uno como otro. El
que más te guste a ti. -Te recomiendo a Hegel. Es un poco viejo, pero, ita-ta-chan! Oldiesbut Goodies!
-iAh! Muy bien.
-«El yo es el contenido de la relación y, al mismo tiempo, la relación en sí misma.»
-iAh!
-Hegel estipula la l amada «conciencia del yo». Piensa que el hombre no sólo tiene conciencia de
que el yo y el objeto son entidades separadas, sino que, a través de la proyección del yo en el objeto
que desempeña la función de mediador, puede llegar activamente a una comprensión más
profunda de sí mismo. Esto es, en definitiva, la conciencia del yo.
-No he entendido nada.
-A ver. Mira lo que te estoy haciendo yo a ti. Desde mi punto de vista, yo soy el yo y tú eres el objeto.
Y, desde tu punto de vista, por supuesto, es al revés. Para ti, tú eres el yo, y yo soy el objeto. Y nosotros,
en consecuencia, vamos intercambiándonos, el uno al otro, el yo y el
objeto, nos proyectamos el uno en el otro y establecemos la conciencia del yo. De una manera activa.
Dicho de una manera fácil de entender. -Sigo sin enterarme demasiado, pero me da la impresión de
que debe de ser estimulante.
-Ahí está la gracia -dijo el a.
Cuando, tras acabar y despedirse de la mujer, volvió solo al santuario, se encontró al Colonel
Sanders esperándolo sentado en el mismo banco de antes.
-¡Eh, abuelo! ¿Me has estado esperando aquí todo el rato? -le preguntó Hoshino.
El Colonel Sanders sacudió la cabeza irritado.
-¡No digas tonterías! ¿Crees que me sobra el tiempo como para quedarme aquí plantado esperándote?
¿Tan poco trabajo te crees que tengo? Mientras tú, Hoshino, alcanzabas en alguna cama el paraíso,
el destino ha hecho que yo me matara trabajando por estas callejuelas. Cuándo la chica me ha
l amado para avisarme de que ya habíais terminado, he venido corriendo. ¿Qué? ¿Verdad que es
fenomenal mi máquina sexual?
−Sí, muy buena. Nada que objetar. Algo fuera de serie. Activamente hablando, me he corrido tres
veces. Me da la sensación de haber perdido unos dos kilos.
−Fantástico, entonces. Por cierto, la piedra de la que hablábamos -Sí, eso es importante.
-Pues la verdad es que la piedra se encuentra entre los árboles este santuario.
-Hablo de la «piedra de entrada», ¿eh?
-Sí, exacto. La «piedra de entrada».
−Oye, abuelo. No estarás, por casualidad, diciéndome lo prime que se te pasa por la cabeza, ¿no?
Al oírlo, el Colonel Sanders levantó la mirada con resolución.
−¿Pero qué dices? ¡Idiota! ¿Acaso te he mentido una sola vez? ¿Has oído un solo disparate de mis
labios? Te he hablado de una preciosa máquina sexual y era una preciosa máquina sexual. ¿O no?
Además, te he ofrecido un servicio a un precio tan bajo que he perdido dinero. Y tú, por unos
miserables quince mil yenes, tienes el morro de eyacular ni más ni menos que tres veces. Y encima
desconfías de mí.
−No, no. No es que no te crea. No te pongas así. No es eso. Pero, entiéndeme. Todo ha resultado
demasiado fácil y he pensado más de la cuenta. Es que, mira, voy andando por la calle, se me acerca
un tipo con una pinta muy extraña, me dice que me enseñará dónde está la piedra y, encima, me
ofrece a una tía estupenda para echar un clavo...
−¡Tres! Han sido tres.
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−Eso es lo de menos. Bueno, sí, para echar tres clavos, y, al final, va y me dice que la piedra que he
estado buscando se encuentra aquí. Sinceramente, esto desconcertaría a cualquiera, ¿no?
−Tú no entiendes nada de nada. Una revelación es así -dijo el Colonel Sanders haciendo chasquear la
lengua-. Una revelación trasciende los límites de lo cotidiano. Y una vida sin revelaciones no es vida. Lo
importante es pasar de una razón que sólo observa a una razón que actúa. ¿Entiendes lo que te estoy
diciendo, pedazo de alcornoque?
-La proyección y el intercambio del objeto y del yo... -dijo Hoshino medrosamente.
-Eso es. Con que entiendas eso, basta. Ahí está el secreto. Tú, sígueme. Y te dejaré adorar
realmente tu preciosa piedra. Un buen servicio, ¿eh, Hoshino?
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Llamo a Sakura desde el teléfono público de la biblioteca. Pensándolo bien, no me había puesto en
contacto con el a desde la noche en que me alojé en su apartamento. Me fui dejándole una simple
nota. Me siento avergonzado por ello. En cuanto abandoné su casa me vine a la biblioteca, Oshima me
l evó en coche a su cabaña, pasé unos días solo en el corazón de las montañas, desde donde era
imposible telefonear. Después volví a la biblioteca, inicié aquí una vida nueva, un trabajo nuevo, empecé
a ver por las noches el espíritu vivo (o algo parecido) de la señora Saeki. Y, luego, me he enamorado
locamente de aquel a jovencita de quince años. Son tantas las cosas que se han ido sucediendo sin
interrupción. Pero esto, claro, no es ninguna excusa.
Llamo poco antes de las nueve de la noche. Al sexto tono, Sakura se pone al teléfono.
-¿Dónde diablos te has metido? ¿Qué estás haciendo? -me pregunta Sakura con voz dura.
−Todavía estoy en Takamatsu.
Ella enmudece por unos instantes. De fondo, se oye algún programa de música en la televisión.
−He sobrevivido, más o menos -continúo.
Se produce otro corto silencio y, luego, Sakura lanza un suspiro de resignación.
−¿Crees que fue correcto lo que hiciste, salir corriendo en mi ausencia? Yo, ¿sabes?, estaba
preocupada por ti. Aquel día salí del trabajo antes que de costumbre. Me vine a casa cargada con un
montón de comida.
−Lo siento de veras. Sí que me porté fatal. Pero en aquel momento no tuve más remedio que
marcharme. Me sentía muy confuso, necesitaba ordenar mis ideas. Reflexionar con tiempo. Y, a tu lado,
¡uff!, no sé... ¿Cómo te lo diría...?
−¿Que los estímulos eran demasiado fuertes?
−Sí. Yo, hasta entonces, no había estado nunca tan cerca de mujer.
-¡No me digas!
−Y ya sabes. El olor de una mujer, esas cosas. Y, además... -Qué duro es ser joven, ¿eh?
-Pues sí. Tal vez -digo-. ¿Estás muy ocupada?
−Sí, muchísimo. Pero, en fin, no me quejo. Mi idea en estos momentos es trabajar y ahorrar, así que ya
me va bien.
Hago una pequeña pausa. Luego digo:
−Oye, Sakura. La verdad es que la policía me está buscando. El a enmudece por un instante, luego
pregunta con tono precavida -¿No tendrá algo que ver con aquel a sangre?
De momento, decido mentirle.
−No, ¡qué va! No tiene nada que ver con aquel o. Me buscan porque soy un menor que se ha fugado
de casa. Si me encuentran, me pondrán bajo tutela y me mandarán a Tokio. Sólo eso. Pero, escucha, es
posible que la policía se ponga en contacto contigo. Hace días, la noche que pasé en tu casa, te l amé con
mi móvil, la policía se ha enterado así de que estoy en Takamatsu, por el registro de la compañía
telefónica. También conocen tu número de teléfono móvil.
−¡Ostras! -dice-. Pero, por lo de mi número, no tienes por qué preocuparte. Es un número de
prepago, así que no consta el titular, De hecho, en principio, el móvil era de mi novio y se lo cogí
prestado, así que ni yo ni mi dirección figuramos por ninguna parte. Puedes estar tranquilo.
−¡Uff! -suspiré-. Es que no quería ocasionarte más molestias. - ¡Cuánta consideración! Mira, se me
saltan las lágrimas.
−Lo digo en serio -replico.
−Ya lo sé, hombre -dice ella con tono renuente-. Y qué, señor menor que se ha fugado de casa,
¿dónde te alojas ahora?
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−En casa de un conocido.
−Creía que aquí no conocías a nadie, ¿o sí?
No puedo responder adecuadamente a su pregunta. ¿Cómo diablos podría explicarle, de
manera concisa, todo lo que me ha ocurrido estos últimos días?
−Es una historia muy larga -digo.
−Todas tus historias lo son.
Sí. No sé por qué, pero siempre lo acaban siendo.
-¿Tienes tendencia a el o?
-Probablemente -respondo-. Un día, con tiempo, te lo explicaré todo con pelos y señales. No es que
ahora quiera ocultártelo. Sólo que, por teléfono, no te lo podría explicar bien.
-No es preciso que me cuentes nada. Pero, dime, no te habrás metido en nada peligroso, ¿verdad?
-En absoluto. No corro ningún peligro. Tranquila.
Lanza otro suspiro.
-Ya sé que eres una persona muy independiente y que tú solo te las apañas muy bien, pero lo mejor
es no tener líos con la justicia, ¿sabes? En primer lugar, porque siempre sales perdiendo. Eso fijo.
Recuerda que Bil y el Niño murió antes de cumplir los veinte.
-Bil y el Niño no murió antes de cumplir los veinte -corrijo-.
Mató a veintiuno y murió a los veintiuno.
-¿Ah, sí? -dijo-. En fin, dejémoslo correr. ¿Querías algo?
-Sólo darte las gracias. Tú te portaste muy bien conmigo y yo, a cambio, me fui de tu casa a la
francesa. La verdad es que estaba preocupado.
-Eso ya ha quedado aclarado. Olvídalo.
−También quería escuchar tu voz -digo.
−Me alegra que digas eso, pero no creo que te sirva de gran cosa, ¿no?
-¿Cómo te lo diría?... Quizá te suene extraño, pero es que tú vives en un mundo real, respiras un aire
real, pronuncias palabras reales. Y, cuando hablo contigo, comprendo que todavía sigo, de momento, ligado al mundo real. Y para mí eso es muy importante.
−¿Y la gente que te rodea no es así?
−Pues, quizá no -respondo.
−No sé si lo he entendido bien. ¿Tú estás en un lugar alejado de la realidad, con unas personas
alejadas de la realidad? ¿Es eso?
Pienso en el o.
-Según cómo te lo mires, sí.
−Oye, Tamura -dice Sakura-. Ya sé que se trata de tu vida, y yo no quiero entrometerme. Pero, mira,
escuchándote, no sé, tengo la impresión de que lo mejor sería que te fueras inmediatamente de ese
sitio. Ignoro qué tipo de lugar debe de ser, pero me da mala espina. Llámalo 'Presentimiento si quieres.
Así que vente enseguida a casa. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras.
-Oye, Sakura. ¿Por qué eres tan buena conmigo?
— ¿Tú eres tonto o qué? — ¿Por qué?
— ¿No está ya claro que te tengo cariño? Fijo que soy una persona muy curiosa, pero esto no lo
haría por cualquiera. Pero a ti te tengo cariño, me caes muy bien. No sé cómo explicarlo, pero me da la
sensación de que eres mi hermano de verdad.
Me quedo mudo ante el auricular. ¿Qué diablos debo hacer? Por un instante, dejo de saberlo. Me
asalta un ligero vértigo. Jamás en la vida, desde que nací, me había dicho nadie nada parecido.
—¿Me oyes? —pregunta Sakura.
—Estoy aquí —contesto.
—Pues si estás ahí, di algo.
Ordeno mis ideas. Respiro hondo.
Digo:
—Sakura, ojalá pudiera hacerlo. Hablo en serio. Lo deseo de todo corazón. Pero ahora no puedo.
Tal como te he dicho antes, no puedo dejar este sitio. En primer lugar, porque estoy enamorado.
—¿De una persona complicada que no se puede decir que sea real?
—Más o menos.
Sakura vuelve a lanzar otro suspiro ante el auricular. Un suspiro hondo, profundo.
—Escúchame. Cuando un chico de tu edad se enamora, por lo general ya tiene tendencia a huir de
la realidad; si el a, encima, es una persona alejada de la realidad, la cosa puede ser un poco
complicada. ¿Lo tienes en cuenta?
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—Sí, ya lo sé.
—Oye, Tamura.
—¿Sí?
—Si me necesitas, llámame cuando quieras. No importa la hora que sea, no te lo pienses dos
veces y l ama.
—Gracias.
Corto la comunicación. Vuelvo a mi cuarto, pongo en el plato el single de Kafka en la oril a del mar, hago
descender la aguja. Y me siento arrastrado de nuevo a aquel lugar. A aquel tiempo.
Me despierto al notar una presencia. Está oscuro. Las agujas fosforescentes del reloj, a la cabecera
de la cama, señalan poco más de las tres. Debo de haberme dormido sin darme cuenta. A la tenue luz
de los focos del jardín que penetra por la ventana la veo a ella. Como de costumbre, la niña está
sentada frente a la mesa, contemplando el cuadro en la misma posición de siempre. Con el codo
hincado en la mesa y la barbilla apoyada en la palma de la mano, inmóvil. Tendido en la cama,
contengo la respiración, como de costumbre, contemplo su silueta con los ojos entreabiertos.
Fuera, la brisa que llega del mar mece silenciosamente las ramas de los árboles.
Pronto me doy cuenta de que el aire contiene un elemento distinto a lo habitual. Algo extraño que
turba levemente, aunque de modo decisivo, la armonía, que debería ser perfecta, de aquel pequeño
mundo. Fijo la mirada en la penumbra. ¿Qué diablos es lo que ha cambiado? Por un instante, el
viento de la noche sopla con más fuerza, la sangre que corre por mis venas empieza a adquirir un peso
y un espesor extraños. Las ramas de los árboles del jardín dibujan un nervioso laberinto en el cristal de
la ventana. Pronto lo descubro. Aquélla no es la silueta de la niña. Se le parece mucho. Casi podría
decirse que es idéntica. Pero no es exactamente igual. Como si, al dibujo original, le hubieran
superpuesto una copia ligeramente poco lograda, las diferencias van saltando, una tras otra, a mis ojos.
El peinado es distinto, por ejemplo. Y también el vestido. Pero, sobre todo, su presencia es distinta.
Me doy cuenta. Sacudo la cabeza con un gesto inconsciente. Al í hay alguien que no es la niña. ¿Qué
está ocurriendo? Debe de tratarse de algo importante. Sin pensar, me aprieto las manos con fuerza
dentro de la cama. Mi corazón, incapaz de resistir más, empieza a latir con un sonido duro y seco.
Empieza a marcar un tiempo distinto.
Y, como si ese sonido fuera una señal, la silueta de la sil a se pone en movimiento. El cuerpo cambia
lentamente de ángulo, como un gran barco virando a golpe de timón. Aparta la barbilla de la palma de
la mano, mira hacia donde yo me encuentro. Y descubro que se trata de la señora Saeki. Ni siquiera
soy capaz de expulsar el aire que he aspirado. La que está aquí es la señora Saeki actual. En otras
palabras, es la señora Saeki real. El a permanece unos instantes mirándome. En silencio, con toda su
atención, como cuando contemplaba el cuadro de Kafka en la oril a del mar. Pienso en el eje del tiempo.
Quizá, sin saberlo yo, en algún lugar le ha sucedido algo extraño al tiempo. Y, en consecuencia, los
sueños se confunden con la realidad. Igual que se mezcla el agua del río con el agua del mar. Me
devano los sesos buscándole un sentido. Pero no le encuentro el sentido por ninguna parte.
Poco después, la señora Saeki se levanta y se me acerca despacio.
Con su manera de andar característica, erguida, con la espalda bien recta. No lleva zapatos. Va
descalza. El entarimado cruje levemente bajo sus pies. Se sienta en silencio a los pies de la cama,
permanece unos instantes al í, inmóvil. Su cuerpo posee una densidad y un p evidentes. La señora
Saeki lleva una blusa blanca de seda y una falda de color azul marino hasta las rodil as. Alarga la mano,
me acaricia pelo. Sus dedos juguetean con mis cortos cabel os. Sin duda, la más real. Los dedos son
reales. Luego se pone en pie y, bañada por le pálida luz que l ega del exterior, empieza a desnudarse,
como si eso fuera lo más natural. No se apresura, pero tampoco vacila. Con movimientos suaves, llenos
de naturalidad, se va desabrochando, uno a uno, los botones de la blusa, se quita la falda, se baja
las bragas. Su ropa va deslizándose hacia el suelo por orden, en silencio. Las suaves prendas no
hacen ningún ruido al caer. Está dormida. Lo sé. Tiene los ojos abiertos. Pero la señora Saeki está
dormida. Y todas sus acciones las está realizando en sueños.
Una vez desnuda, se mete en la pequeña cama. Su blanco brazo rodea mi cuerpo. Siento su
aliento cálido en el cuel o. Siento cómo su vello púbico roza mis muslos. Posiblemente, la señora
Saeki piense que soy su novio muerto hace años. Tal vez esté repitiendo las mismas acciones que
realizaba, años atrás, en esta misma habitación. Con toda naturalidad, como si fuera lo más normal,
dormida. En sueños.
Pienso que debo despertarla. Hacer que abra los ojos. Se está confundiendo. Debo decirle que aquí
hay un gran error. Que esto no es un sueño. Que es el mundo real. Pero todo va demasiado rápido. No
tengo fuerzas para detener el flujo de los acontecimientos. Me siento terriblemente confuso. Yo mismo
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estoy siendo engul ido por esta distorsión temporal.
Y tú mismo estás siendo engul ido por esta distorsión temporal. Sus sueños te envolverán antes de
que te des cuenta. Te envolverán cálida y suavemente, como el líquido amniótico. La señora Saeki
te quita la camiseta, los bóxers. Te besa una y otra vez en el cuello; después alarga la mano, toma
tu pene. Tu pene ya está erecto, duro como la porcelana. Ella envuelve tus testículos con sus
manos. Y, sin una palabra, conduce tu mano hasta su vello púbico. Su sexo está húmedo y cálido.
Besa tu pecho. Te lame los pezones. Tus dedos van hundiéndose, despacio, dentro de, su cuerpo,
como succionados.
¿Dónde diablos empieza tu responsabilidad? Mientras intentas despejar la nebulosa del campo
visual de tu conciencia, intentas con todas tus fuerzas localizar tu posición actual. Intentas
descubrir la dirección de la corriente. Intentas atrapar el verdadero eje del tiempo. Pero no logras
hallar la línea que separa los sueños de la realidad. Ni siquiera encuentras la frontera entre los
hechos reales y las posibilidades. Lo único que sabes es que, ahora, tú te encuentras en una
posición delicada. En una posición delicada y, al mismo tiempo, peligrosa. Te están arrastrando hacia
delante, sin haber llegado a dilucidar los principios de la profecía o su lógica. Igual que una
ciudad que se encuentra junto a un río se ve inundada por la riada. Todos los caminos y postes
indicadores se han quedado sumergidos bajo el agua. Lo único que se ve son los tejados anónimos de
las casas.
Poco después, la señora Saeki se sube encima de ti, tú estás boca arriba. Abre las piernas,
conduce tu pene erecto, duro como una piedra, hacia su interior. Tú no puedes elegir nada. Es ella
quien elige. Su cintura se retuerce con profundos movimientos serpenteantes, como si trazara un
dibujo con su cuerpo. Su pelo liso se derrama sobre tu hombro y tiembla, mudo, como las ramas
del sauce. Sientes cómo un cálido lodo te va absorbiendo poco a poco. Este mundo es, en su
totalidad, un magma cálido, húmedo, indistinto; tu pene, rígido y bruñido, es todo cuanto existe.
Cierras los ojos, te sumerges en tu propio sueño. El paso del tiempo es terriblemente incierto. La
marea avanza, la luna asciende en el cielo. Poco después eyaculas. Eyaculas con fuerza, una y
otra vez, en su interior. Ella se contrae, recibe tu semen con dulzura. Con todo, sigue dormida.
Con los ojos abiertos, duerme. Ella se encuentra en otro mundo. Tu semen está siendo engul ido
por un mundo distinto.
Ha transcurrido mucho tiempo. No puedo moverme. Todo mi cuerpo está paralizado por igual. Pero ni
siquiera yo soy capaz de dilucidar si se trata de una verdadera parálisis o si lo que ocurre es que no
siento ningún deseo de mover mi cuerpo. El a se separa de mí, se tiende a mi lado en silencio. Luego se
levanta, se pone las bragas, se abrocha los botones de la blusa. Alarga la mano con dulzura, vuelve a
tocarme el pelo. Todo ello en silencio. Pensándolo bien, desde que ha aparecido no ha pronunciado
ni una sola palabra. Lo único que llega a mis oídos es el leve crujido del entarimado, el susurro
incesante del viento. El hálito que exhala la habitación, la leve vibración de los cristales de las ventanas.
Ése es el único coro que hay a mis espaldas.
Dormida, cruza la habitación, se dispone a salir. Entreabre la puerta, se desliza por la estrecha
rendija como un pequeño pez que se moviera en sueños. Cierra la puerta sin ruido. Desde la cama
la veo salir. Sigo paralizado. No puedo mover ni un solo dedo. Mis labios están firmemente sel ados.
Las palabras duermen en un bache del tiempo.
Todavía sin poder moverme, aguzo el oído. Imagino que el ronroneo del motor del Volkswagen Golf
de la señora Saeki l egará a mis oídos de un momento a otro desde el aparcamiento. Sin embargo,
por más tiempo que espero, no oigo nada. Las nubes de la noche van desapareciendo arrastradas por el
viento. Las ramas de los árboles se mecen levemente y una multitud de cuchillos bril an en la oscuridad.
Esta ventana es la ventana de mi corazón, esta puerta es la puerta de mi corazón. Permanezco
despierto en la misma postura hasta la mañana. Contemplando eternamente la sil a vacía.
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Los dos cruzaron un seto bajo y entraron en el bosquecillo del santuario sintoísta. El Colonel
Sanders se sacó una pequeña linterna del bolsil o y dirigió el haz de luz hacia el suelo. Había un
sendero estrecho. No era un bosquecillo muy grande, pero los árboles eran todos, sin excepción,
viejos, grandes, con tupidas ramas entrelazadas que formaban una oscura techumbre sobre sus
cabezas. El suelo despedía un intenso olor a hierba.
El Colonel Sanders iba delante, pero, a diferencia de antes, en ese momento avanzaba muy despacio.
Daba un paso y otro paso con precaución, a la luz de la linterna, mirando atentamente dónde ponía
los pies. Hoshino lo seguía.
−¡Eh, abuelo! ¿Y esto qué es? ¿Una machada o qué? -dijo el joven hacia la blanca espalda del
Colonel Sanders-. ¡Aaah! ¡Un fantasma!
-¿No piensas parar de decir tonterías? ¿Por qué no te callas un poquito para variar? -dijo el
Colonel Sanders sin volverse.
−Vale, vale.
« ¿Qué estará haciendo Nakata en este momento?», pensó el joven. «Seguro que aún debe de estar
metido en el futón, durmiendo a pierna suelta. El tío, una vez que se duerme, ya no hay quien lo
despierte. Desde luego, la expresión "dormir como un tronco" debieron de inventarla pensando
justamente en él.» Pero lo que Nakata soñaba durante las largas horas que permanecía dormido, eso
el joven no podía ni imaginarlo.
-¡Eh, abuelo! ¿Falta mucho?
-Ya estamos l egando -respondió el Colonel Sanders.
-Oye, abuelo -dijo el joven.
-¿Qué?
-¿Eres el Colonel Sanders de verdad?
El Colonel Sanders carraspeó.
−No. Pero he adoptado su aspecto por el momento.
−Ya me parecía a mí -dijo el joven-. Entonces, abuelo, ¿quién eres en realidad?
-No tengo nombre.
-¿Y no tienes problemas, así, sin nombre?
−Ningún problema. Yo, en principio, no tengo ni nombre ni forma.
−¡Anda! Como un pedo.
−Pues, según cómo te lo mires, sí. Como no tengo forma, pues puedo convertirme en cualquier
cosa.
-¡Jo!
-De momento he tomado prestada la forma del Colonel Sanders. Un icono de la empresa
capitalista fácil de reconocer. No habría estado mal convertirme en Mickey Mouse, pero los de Disney
son muy quisquillosos en lo que respecta a los derechos de sus dibujos. Y yo no quería verme metido
en pleitos.
−A mí, la verdad, no me habría hecho mucha gracia que fuera Mickey Mouse el que me
hubiera proporcionado una mujer. -Sí, también tienes razón.
−Además, abuelo, me da la impresión de que el aspecto del Colonel Sanders cuadra más con tu
carácter.
-Yo no tengo carácter ni sentimientos. «Os hablo bajo esta forma, pero no soy un dios, ni tampoco
soy Buda, y siendo, como soy, un ser desprovisto de sentimientos, mi corazón difiere del de cualquier
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hombre.»
−¿Y eso qué es?
-Unas líneas de Cuentos de la lluvia y de la luna, de Ueda Akinari. Supongo que no lo habrás
leído.
−No quisiera fardar, pero no.
−Dice que ha tomado la forma de un hombre y que ahora está aquí, pero que no es ni un dios
ni Buda. Es algo que no tiene sentimientos y, por eso, su corazón funciona de manera distinta al
corazón de la gente. Eso es lo que quiere decir.
¡Ahh! -dijo el joven-. No lo acabo de entender, pero vendría a ser que tú, abuelo, no eres un
hombre, ni tampoco un dios, ni Buda. ¿Es eso?
-«No soy ni un dios, ni tampoco Buda, sólo un ser desprovisto de sentimientos. No inquiero
acerca del Bien y del Mal humanos, ni debo, por lo tanto, actuar en consecuencia.»
No lo entiendo.
-Quiere decir que, como no soy un dios, ni tampoco soy Buda, no necesito juzgar el Bien y el Mal
del hombre. Tampoco tengo ninguna necesidad de actuar conforme a los principios basados en el
Bien y el Mal.
-Es decir abuelo, que tú estás por encima del Bien y del Mal.
-Hoshino, me sobrevaloras. No es que esté por encima del Bien y del Mal. Simplemente, no
tengo nada que ver con ello. No sé lo que está bien ni lo que está mal. Lo único que deseo es realizar
a la perfección el cometido que l evo entre manos. Sólo eso. Soy un ser terriblemente pragmático. Un
objeto neutral, por decirlo así.
-¿Qué quieres decir con eso de realizar a la perfección tu cometido?
-¿Tú no has ido a la escuela o qué?
-A la escuela sí he ido, pero era un instituto de formación profesional y me pasaba el día de aquí
para al á en moto.
-Pues lo que yo debo hacer es controlar que las cosas desempeñen su papel original. Mi función
es supervisar la correlación entre mundos distintos. Vigilar que las cosas estén ordenadas a la
perfección. Que la causa preceda a la consecuencia. Que no se confundan los significados. Que el
pasado preceda al presente. Que el futuro vaya detrás del presente. Aunque las cosas no estén
ajustadas al milímetro, no importa. En este mundo no existe la perfección. Con que las cuentas
salgan, Hoshino, yo me doy por satisfecho. Aquí donde me ves, yo, a veces, también hago las cosas a
ojo de buen cubero. En términos técnicos, eso vendría a ser «omisión del proceso intuitivo de información continua», pero si empiezo a darte pormenores sobre esto, la cosa se alargará mucho y,
además, me da la impresión de que tú tampoco lo entenderías. Así que abreviemos. Lo que quiero
decirte es que yo no le voy buscando el pelo a un huevo. Pero, eso sí, el balance ha de cuadrar.
Porque ésa es mi responsabilidad.
-Lo que no entiendo, abuelo, es qué hace una persona como tú, alguien con una misión tan
importante, de chulo por los cal ejones.
-Yo no soy una persona. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
-Sí, vale.
-Si he hecho de chulo, ha sido únicamente para traerte hasta aquí. Tienes que ayudarme en algo.
Así que he dejado que, como recompensa, te divirtieras un rato. Es una especie de formulismo.
-¿Ayudarte?
-Sí. Tal como te he dicho hace un rato, yo no tengo forma. En sentido estricto, soy un ente conceptual,
metafísico. Puedo adoptar la forma que quiera, pero no tengo sustancia. Y, para desempeñar una
acción real, es imprescindible tener sustancia.
-O sea, que, en este caso, yo soy la sustancia.
-Exacto -dijo el Colonel Sanders.
Avanzaron poco a poco por el sendero del oscuro bosque hasta encontrar una pequeña capil a
sintoísta debajo de un grueso roble. La capilla era vieja, estaba medio podrida, no tenía ofrendas ni
ornamentación de ningún tipo. Se limitaba a permanecer allí, abandonada, a la intemperie, olvidada
de todos. El Colonel Sanders la iluminó con la luz de la linterna.
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-La piedra está dentro. Abre la puerta.
-¡Ni hablar! -exclamó el joven Hoshino sacudiendo la cabeza-. Una capilla de un santuario no
puede abrirse cuando a uno le da la gana. No quiero que caiga sobre mí ninguna maldición, y que se
me caigan la nariz o las orejas.
−No te pasará nada. Te lo digo yo. ¡Ábrela! No caerá sobre ti ninguna maldición ni nada por el estilo.
Ni se te caerán la nariz o las orejas. ¡Vaya con lo que me sales tú ahora! No seas arcaico, hombre.
−¿Y por qué no la abres tú mismo, abuelo? Yo no quiero verme metido en estas cosas.
−Tú no entiendes nada, ¿eh? Te lo acabo de explicar hace un momento. Resulta que yo no tengo
sustancia. Yo no soy más que un concepto abstracto. Soy incapaz de hacer algo por mí mismo. Por
eso te he traído hasta aquí. Y por eso te lo he dejado hacer tres veces por una tarifa irrisoria.
−Sí, la verdad es que ha estado muy bien, pero... Mira, es que no me apetece. A mí, desde niño,
mi abuelo siempre me decía que, al menos en los santuarios, no hiciera barbaridades.
-Olvida a tu abuelo. No me vengas ahora con la moral autóctona de la prefectura de Gifu. No
tenemos tiempo para eso.
Refunfuñando, Hoshino abrió medrosamente la puerta de la capil a. El Colonel Sanders dirigió
hacia el interior el haz de luz de la linterna. Allí había, en efecto, una vieja piedra redonda. Tal como
había dicho Nakata, tenía forma de un mochi redondo. El tamaño vendría a ser el de un LP, y era
blanca y plana.
-¿Es ésta?
-Sí -dijo el Colonel Sanders-. Sácala.
-¡Eh! ¡Espera, abuelo! Que eso es robar.
-¡Qué más da! Aunque la piedra desaparezca, nadie se va a dar cuenta. Nadie va a echarla en
falta.
-Pero es que esta piedra es de Dios. Y si la cogemos, así por las buenas, se enfadará.
El Colonel Sanders se cruzó de brazos y clavó la mirada en el rostro de Hoshino.
-¿Y qué es Dios?
El joven se sumió en profundas cavilaciones.
−¿Qué cara tiene Dios? ¿Qué hace? -le acució el Colonel Sanders. -Pues no lo sé. Pero Dios es
Dios. Está en todas partes. Todo lo ve. Y juzga lo que está bien y lo que está mal.
-Vamos, como un árbitro de fútbol.
-Pues, quizá sí.
−O sea, que Dios l eva pantalones cortos, un pito en la boca y va cronometrando el tiempo que falta
para finalizar el partido. -¡Qué pesado eres, abuelo! -dijo el joven Hoshino.
-¿Y el Dios japonés y el Dios extranjero son parientes? ¿O son enemigos?
−¡Y yo qué sé!
−¿Sabes, Hoshino? Dios sólo existe en la mente de los hombres. Y especialmente en Japón, para
bien o para mal, en lo que respecta a Dios somos muy flexibles. Una prueba de el o es que el emperador,
que era Dios antes de la guerra, al recibir del comandante del ejército de ocupación, el general Mac
Arthur, la orden: « ¡Deja ya de ser Dios!», le contestó: « ¡Vale! Ya sólo soy una persona normal», y,
desde 1946, dejó de ser Dios. El Dios de Japón era así de fácil de ajustar. Viene un militar
norteamericano con gafas de sol y una pipa barata entre los dientes, le da una simple orden y Él
cambia de naturaleza. Eso es el no va más de la posmodernidad. Si crees que existe, existe. Si crees
que no existe, no existe. Yo jamás me he preocupado por esos detal es.
-¡Aah!
−Así que saca la piedra. Yo asumo toda la responsabilidad. Yo no soy un dios, ni soy Buda, pero
algunas influencias sí que tengo. Te garantizó que no caerá sobre ti ninguna maldición.
-¿De veras asumes tú toda la responsabilidad?
-Yo no soy hombre de dos palabras -dijo el Colonel Sanders.
El joven Hoshino alargó el brazo y, como si estuviera viéndose con una mina, levantó con cuidado la
piedra del suelo.
−¡Cómo pesa!
−Pues claro que pesa. Las piedras pesan. No son de tófu.
−No, ésta pesa mucho, incluso para ser una piedra -dijo el joven Hoshino-. ¿Y ahora qué hago?
-Pues bastará con que te la l eves a casa y la dejes junto a tu almohada. Luego las cosas ya marcharán
solas.
−¿Tengo que l evármela al gokan?
-Si pesa demasiado, coge un taxi -dijo el Colonel Sanders. -Pero ¿no pasará nada si, así por la cara,
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me llevo la piedra t lejos?
-Mira, Hoshino. Todos los objetos se encuentran en constante movimiento. La tierra, el tiempo, los
conceptos, el amor, la vida, la fe, la justicia, el mal. Todas las cosas fluyen, son transitorias. Nada
permanece indefinidamente en el mismo lugar ni con la misma forma. El universo es un enorme
Kuroneko Takkyúbin.*
-¡Aah!
−La piedra sólo está aquí, de momento, en forma de piedra. No porque tú, Hoshino, la hayas ayudado
a desplazarse un poco va a cambiar nada.
−Oye, abuelo, ¿por qué es tan importante esta piedra? La verdad, no tiene una pinta muy lucida.
−Para ser exactos, la piedra en sí misma no tiene sentido. Las cosas cobran significado en un
contexto concreto y, ahora, casualmente, le ha tocado a esta piedra. El escritor ruso Anton Chejov
decía algo interesante: «Si en un relato sale una pistola, ¿hay que dispararla?». Se trata de eso.
¿Comprendes?
-No.
−¿No? ¡No me digas! -dijo el Colonel Sanders-. Ya lo suponía, hombre. Sólo te lo he preguntado por
cortesía.
-Muchísimas gracias.
Chejov quiere decir lo siguiente. La inevitabilidad es un concepto independiente. Su mecanismo
es distinto al de la lógica, al de la moral o al del significado. Su función está comprendida en el papel que desempeña. Aquel o cuya función no es estrictamente necesaria no debe existir. Y lo que la
necesidad requiere debe existir. Eso es dramaturgia. La lógica, la moral o el significado no existen por si
mismos, sino que nacen dentro de una relación. Chejov entendió muy bien qué es la dramaturgia.
-Pues yo no entiendo nada. Demasiado complicado para mí.
-La piedra que llevas en brazos es la pistola a la que se refiere Chejov. Y esta pistola hay que
dispararla. En este sentido, la piedra cobra una gran importancia. Es una piedra especial. Pero no
es ninguna piedra sagrada ni nada por el estilo. Así que no tienes por qué temer una maldición divina.
El joven Hoshino hizo una mueca.
-¿Esta piedra es una pistola?
-En un sentido metafórico sí lo es. Pero no puede disparar balas.
Tranrilo
El Colonel Sanders se sacó un gran furoshiki del bolsillo de la americana y se lo entregó al
joven Hoshino.
-Toma. Envuelve la piedra con esto. Es mejor que no la vea nadie. -O sea, que sí que es un robo.
-¡No digas cosas tan feas! Nosotros no estamos robando nada. Sólo la estamos tomando prestada
para un cometido muy importante.
-Vale, vale. Ya lo entiendo. De acuerdo con la dramaturgia, ahora sentimos la inevitabilidad de
desplazar la materia.
-Exactamente -asintió el Colonel Sanders-. ¿Ves como lo has entendido?
Hoshino volvió al sendero que discurría entre los árboles con la piedra que l evaba envuelta en el
furoshiki azul marino sujeta entre los brazos. El Colonel Sanders le iluminaba con la linterna el suelo
donde pisaba. La piedra pesaba mucho más de lo que parecía y el joven tuvo que detenerse varias
veces para recobrar el aliento. Al salir del bosquecillo cruzaron a toda velocidad el recinto iluminado
para que no los viera nadie y salieron a una calle ancha. El Colonel Sanders levantó la mano, paró
un taxi, hizo montar al joven con la piedra.
-¿Y, ahora, basta con ponerla junto a la almohada? -preguntó el joven.
-Sí, con eso es suficiente. Y no le des más vueltas. Lo importante es que la piedra esté al í -dijo el
Colonel Sanders.
-Bueno, abuelo. Te tengo que dar las gracias. Gracias por haberme enseñado dónde estaba la
piedra.
El Colonel Sanders sonrió.
-No hay de qué. Yo me he limitado a cumplir con mi deber. Simplemente he realizado a la perfección
mi cometido. ¿Y qué, mujer? Estaba bien, ¿eh, Hoshino?
-¡Jo! Fuera de serie, abuelo.
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-Eso es lo principal.
-Pero, dime. Esa mujer era real, ¿verdad? No sería un zorro, abstracción, algún mal rol o de esos,
¿verdad?
-No. No era ningún zorro ni ningún ente abstracto. Es una genuina máquina sexual. Propulsión de
pura pasión. Me costó mucho encontrarla. Así que tú tranquilo.
-¡Uff! Menos mal -dijo el joven.
Pasaba de la una de la madrugada cuando Hoshino depositó piedra envuelta en el furoshiki
junto a la almohada de Nakata. Pensó que era más fácil evitar la maldición divina dejándola junto a la
almohada de Nakata que junto a la suya propia. Nakata dormía como un tronco, tal como había
supuesto. El joven desenvolvió el furos ki, descubrió la piedra. Luego se puso el pijama, se
escurrió den del futón extendido junto al futón de Nakata y se durmió en un santiamén. Tuvo un breve
sueño en el que un dios con pantalones cortos, por los que asomaban unas piernas vel udas, corría
por el campo haciendo sonar el silbato.
Cuando Nakata se despertó, a las cinco de la mañana, descubrí la piedra junto a su almohada.
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Poco después de la una, subo un café recién hecho al estudio del primer piso. La puerta está abierta,
como de costumbre. La señora Saeki se encuentra junto a la ventana y mira hacia fuera. Tiene una
mano apoyada en el alféizar. ¿Qué estará pensando? Quizá de modo inconsciente mantiene la otra
mano, inmóvil, junto a los botones de su blusa. Sobre la mesa no veo la pluma, tampoco el papel.
Dejo la taza de café sobre la mesa. Una fina capa de nubes cubre el cielo, no se oye el canto de los
pájaros.
De repente, la señora Saeki advierte mi presencia, se aparta de la ventana, vuelve a sentarse frente a
la mesa, toma un sorbo de café. Me señala la misma silla de ayer. Me siento. Con la mesa de por
medio, observo cómo se toma el café. ¿Se acordará, aunque sólo sea un poco, de lo sucedido anoche?
No sabría decirlo. Puede que se acuerde de todo, o que no sea consciente de nada. Yo recuerdo su
cuerpo desnudo. Recuerdo el tacto de cada una de las partes de su cuerpo. Pero ni siquiera estoy
seguro de que se tratara del cuerpo de esta señora Saeki. Aunque, en aquel momento, lo hubiera jurado.
La señora Saeki lleva una blusa brillante de color verde pálido y una falda de tubo beige. Por el
cuello de la blusa asoma un fino collar de plata. Muy elegante. Sus delgados dedos están bel amente
entrelazados sobre la mesa como si fueran una obra de artesanía.
-¿Te va gustando el lugar? -me pregunta.
-¿Se refiere a Takamatsu? -pregunto a mi vez.
-Sí.
-No lo sé. Apenas lo conozco. Sólo he visto los lugares por donde he pasado por casualidad. Esta
biblioteca, el gimnasio, la estación, el hotel...
-¿Te parece un lugar aburrido?
Sacudo la cabeza.
−Pues, no lo sé. A decir verdad, no he tenido tiempo de aburrirme, y me da la impresión de que
todas las ciudades se parecen... ¿c usted que éste es un lugar aburrido?
El a se encoge un poco de hombros.
−Al menos a mí, cuando era joven, me lo parecía. Quería marcharme. Salir de aquí, ir a lugares donde
hubiera cosas especiales, personas más interesantes.
−¿Personas más interesantes?
La señora Saeki sacude levemente la cabeza.
-Era joven -explica-. Cuando se es joven, se suele pensar de ese modo. ¿Tú no?
−No. Yo jamás he pensado así. Nunca he creído que, yéndome otra parte, pudiera encontrar algo
especialmente interesante. Lo único que yo quería era irme a otro lugar. No estar al í.
-¿Al í?
-En Nogata, en el distrito de Nakano. En el barrio donde nací y crecí.
Al oír el nombre del lugar percibo que algo se cruza por sus pupilas. Al menos eso me parece.
−Y bastaba con salir de al í. No te importaba demasiado adónde pudieras dirigirte, ¿no es así? -dice la
señora Saeki.
-Exacto -contesto yo-. Eso no tenía mucha importancia. Era necesario que me alejara de al í, para
no perderme. Por eso quería irme.
La señora Saeki contempla sus manos, que descansan sobre la mesa, con una mirada muy
objetiva. Después dice con calma:
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−Yo, una vez, pensé lo mismo que tú. Fue a los veinte años, fue cuando me marché de aquí -me
cuenta ella-. Me decía a mí misma que, a menos que me marchara, no podría sobrevivir. Estaba
firmemente convencida de que jamás volvería a ver este lugar. Y la idea de regresar jamás se me
pasó por la cabeza. Hasta que sucedieron diversas cosas y tuve que hacerlo. Como si tornara al
punto de partida.
La señora Saeki se vuelve hacia la ventana abierta y mira hacia fuera. La tonalidad de las nubes que
cubren el cielo no ha cambiado. No sopla el viento. La escena es tan estática como el telón de fondo de
una película.
-La vida depara muchas sorpresas -dice la señora Saeki.
-¿Se refiere a que es posible que yo también vuelva al punto de partida?
-¿Acaso yo puedo saberlo? Es tu vida y, por otro lado, es algo que tal vez suceda mucho más
adelante. Lo que yo creo es, sin embargo, que el lugar donde se nace y el lugar donde se muere
son muy importantes para una persona. El lugar donde se nace no se puede elegir, claro está. Pero
el lugar donde se muere, hasta cierto punto, sí.
- Habla en voz baja, con la cara vuelta hacia fuera. Como si se dirigiera a una persona imaginaria
que estuviese al otro lado de la ventana. Luego, como si recordara de improviso que yo estoy al í, se
vuelve hacia mí.
-¿Por qué te confesaré tantas cosas?
-Porque no soy de aquí, porque tenemos edades muy diferentes -digo.
-Sí, tal vez sí -admite el a.
Luego cae el silencio. Veinte o treinta segundos. Y, mientras tanto, ambos vagamos, probablemente,
en nuestras propias cavilaciones. El a levanta la taza, toma un sorbo de café.
Me decido a hablar.
-Señora Saeki, yo también tengo algo que confesarle.
El a me mira a la cara. Sonríe.
−¡Vaya! Así que vamos a intercambiar nuestros secretos. -En mi caso no se trata de un secreto.
Es una simple hipótesis. -¿Una hipótesis? -repite la señora Saeki-. ¿Vas a confesarme una hipótesis?
-Sí.
−Suena interesante.
−Tiene que ver con lo que hablábamos antes -digo-. Entonces, señora Saeki, ¿volvió usted a esta
ciudad para morir?
El a esboza una tranquila sonrisa parecida a la luna blanca del amacer.
-Tal vez sí. Pero, en cualquier caso, y por lo que respecta al día a día, tanto si has ido a un lugar para
sobrevivir como para hal ar la muerte las cosas nunca son muy distintas. Acabas haciendo prácticamente
lo mismo.
-Señora Saeki, ¿usted desea morir?
−¿Que si lo deseo? -dice el a-. Ni yo misma lo sé.
-Mi padre deseaba la muerte.
--"¿Y murió?
-Hace poco -digo-. Hace muy poco.
-¿Y por qué deseaba tu padre la muerte?
Respiro hondo.
-Yo nunca logré comprender la razón. Pero ahora creo que sí. Q la he descubierto, por fin, al venir
aquí.
-¿Por qué?
-Creo que mi padre estaba enamorado de usted. Pero él no lo que usted volviera a su lado. Y es
que, en primer lugar, jamás ha conseguido tenerla a usted de verdad. Y mi padre lo sabía. Por eso
deseaba morir. Además, quería que fuera yo, su hijo y, a la vez, el de usted, quien lo matara. Mi padre
también quería que hiciera el con usted y con mi hermana. Ésa era su profecía, su maldición me
programó para eso.
La señora Saeki deja en el plato la tacita de café. Con un sonido neutro. Me clava la mirada en el rostro.
Pero no es a mí a quien está mirando. Contempla el vacío que hay en alguna parte.
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−Me pregunto si yo he conocido a tu padre.
Sacudo la cabeza.
−Tal como le he dicho antes, es sólo una hipótesis. La señora Saeki deposita sus manos, una sobre
otra, encima de 1 mesa. En sus labios permanece todavía una pálida sonrisa.
−Y, en esa hipótesis, yo sería tu madre.
-Sí -digo-. Usted vivió con mi padre, me tuvo a mí y, luego me abandonó. El verano en que yo
acababa de cumplir cuatro años. -¿Ésta es tu hipótesis?
Asiento.
−Es por esto por lo que me preguntaste ayer si tenía hijos. Asiento.
−Y yo te dije que no podía responderte a eso. Que no podía d un sí o un no.
−Sí.
−Así pues, tu hipótesis todavía se mantiene.
Asiento una vez más.
−Sí, todavía se mantiene.
-Entonces... ¿Cómo murió tu padre?
−Alguien lo asesinó.
−Pero no fuiste tú, ¿verdad?
−No, no fui yo. No fue mi mano la que lo mató. Y con respecto a los hechos, tengo una coartada.
−Pero, a pesar de el o, no estás muy convencido.
Sacudo la cabeza.
-No, no estoy muy convencido.
La señora Saeki vuelve a coger la tacita de café y toma un sorbo.
Como si no le encontrara el sabor.
-¿Por qué tendría que haberte lanzado tu padre una maldición así?
-Quizá deseara que yo heredase su voluntad -contesto. -¿Desearme a mí, quieres decir?
-Sí.
La señora Saeki atisbó dentro de la taza de café que sostenía en la mano y, luego, volvió a alzar la
mirada.
--Entonces..., ¿me deseas?
Asiento con un único y claro movimiento de cabeza. El a cierra los ojos. Me quedo contemplando sus
párpados cerrados. A través de ellos puedo ver las tinieblas que ella está contemplando. Extrañas figuras se dibujan en la oscuridad. Emergen y desaparecen. Luego abre los ojos.
-¿Te estás refiriendo a tu hipótesis?
-No. No tiene nada que ver con ninguna hipótesis. Yo la deseo a usted y eso va más allá de
cualquier teoría.
-¿Y quieres hacer el amor conmigo?
Asiento.
El a entorna los ojos como si algo la deslumbrara.
−¿Has hecho alguna vez el amor con una mujer?
Asiento de nuevo. «Anoche. Con usted», pienso. Pero no puedo decírselo. El a no se acuerda de nada.
La señora Saeki exhala una especie de suspiro.
−Tamura, ya debes de saberlo, pero tú tienes quince años, yo paso de los cincuenta.
−No es una cuestión tan simple. Nosotros, ahora, no nos estamos refiriendo a esa clase de tiempo. Yo la
conozco a usted a los quince años. Estoy enamorado de usted a los quince años. Locamente
enamorado. Y, a través de esa niña, la amo a usted. Esa niña, aún ahora, está dentro de usted.
Permanece siempre dormida en su interior. Pero, cuando usted duerme, la niña se pone en movimiento.
Yo la he visto.
La señora Saeki vuelve a cerrar los ojos. Miro cómo un tenue temblor agita sus párpados.
-Estoy enamorado de usted, y esto es muy importante. Usted debe entenderlo.
El a, como quien emerge del fondo del mar, toma una gran bocanada de aire. Busca las palabras
adecuadas. Pero no las encuentra.
-Tamura, lo siento, pero ¿podrías salir de la habitación? Quiero estar sola -me pide-. Y, cuando
salgas, cierra la puerta.
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Asiento, me levanto de la sil a y me dispongo a salir de la habitación. Pero algo me retiene. Me detengo
en el umbral, me vuelvo a la habitación, me acerco a el a. Acaricio sus cabel os. Mis dedos tocan sus
pequeñas orejas a través de su pelo. No puedo contenerme. La señora Saeki alza la mirada con
sorpresa y, tras vacilar unos instan pone su mano sobre la mía.
−En cualquier caso, tú y tu hipótesis habéis lanzado una piedra una diana que está muy lejos. ¿Eres
consciente de el o? Asiento.
−Lo sé. Pero, gracias a las metáforas, la distancia se hará mucho corta.
-Pero ni tú ni yo somos una metáfora.
−Por supuesto que no -digo-. Pero las metáforas pueden eliminar en gran medida lo que nos
separa a ambos.
Todavía con la cara vuelta hacia arriba, esboza de nuevo una tenue sonrisa.
−Son las palabras de seducción más estrafalarias que he oído en mi vida.
-¡Hay tantas cosas a mi alrededor que se han ido haciendo tan estrambóticas! Pero creo que me estoy
acercando poco a poco a la verdad.
-¿Acercándote realmente a una verdad metafórica? ¿O acercándote de manera metafórica a una
verdad real? ¿O, tal vez, se van aproximando la una a la otra para complementarse?
-En cualquier caso, no creo que pueda soportar la tristeza que, en estos momentos, hay aquí.
−Ni yo tampoco.
-Entonces, ¿volvió usted a esta ciudad con la intención de morir?
−En realidad, no es que esté intentando morir. Sólo me limito a esperar la muerte. Como quien se
sienta en un banco de la estación a esperar el tren.
−¿Y sabe cuándo l egará ese tren?
Ella separa su mano de la mía, se toca los párpados con las yemas de los dedos.
−Tamura, la vida, hasta ahora, me ha desgastado mucho. Mi propio cuerpo está agotado. Cuando
tenía que haber dejado de vivir, no pude hacerlo. No fui capaz de renunciar a la vida pese a saber
que vivir no tenía ningún sentido. En consecuencia, he estado haciendo 368una cosa absurda tras otra
durante toda mi vida, únicamente para ir pasando los días. Y, de este modo, me he herido a mí, e,
hiriéndome a mí, he herido a los demás. Y ahora estoy recibiendo el castigo. Llámalo maldición, si quieres.
Hubo una época en que alcancé algo demasiado perfecto. Y luego no me quedó otra cosa más que
despreciarme a mí misma. Esa es mi maldición. Una maldición de la que no podré escapar mientras
viva. Por eso no le temo a la muerte. Y, si esto responde a tu pregunta, sé más o menos cuándo l egará.
Vuelvo a cogerle la mano. El fiel de la balanza oscila. Por poco peso que añada, vencerá hacia un
lado u otro. Tengo que pensar. Tengo que juzgar. Tengo que dar un paso adelante.
-Señora Saeki, ¿quiere acostarse conmigo? -pregunto.
-¿A pesar de que yo, en tu hipótesis, sea tu madre?
-A mí alrededor, todo está en constante movimiento. Todo tiene un doble sentido.
La señora Saeki reflexiona sobre lo que le digo.
-Pero, en mi caso, tal vez no sea así. En mi caso, las cosas no están tan escalonadas. Quizá sean: o
bien al cero o bien al cien por cien. -¿Y usted sabe cuál de los dos es?
Asiente.
−Señora Saeki, ¿puedo hacerle una pregunta?
−¿De qué se trata?
−¿Dónde descubrió usted aquel os dos acordes?
−¿Dos acor des? -Los acordes de Kafka en la oril a del mar.
-¿Te gustan?
Asiento.
−Los hal é en una vieja habitación que se encuentra muy lejos.
Entonces la puerta de entrada estaba abierta -dice ella en voz baja-. Es una habitación que se
encuentra muy, muy lejos.
La señora Saeki cierra los ojos y vuelve a sus recuerdos. -Tamura, cuando salgas, cierra la puerta
-dice.
Hago lo que me indica.
Tras cerrar la biblioteca, Ôshima me invita a subir a su coche y
me lleva a cenar a un restaurante de pescado que se encuentra en un lugar un poco alejado. A
través de los grandes ventanales del restaurante se ve el mar de noche. Pienso en los seres vivos
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que lo habitan.
-De vez en cuando va bien que salgas y tomes una comida decente, que te alimentes bien -dice
Oshima-. No creo que la policía merodeando por aquí. No tienes por qué estar en guardia. Distráete
poco.
Comemos una gran ensalada, pedimos una pael a y nos la repartimos.
-Algún día quiero ir a España -dice Oshima. -¿Por qué?
−Quiero luchar en la guerra civil española.
−La guerra civil española ya acabó hace mucho tiempo. -Ya lo sé. Lorca murió y Hemingway sobrevivió
-dice Oshima
Pero yo también tengo derecho a ir a España a luchar. -Metafóricamente hablando.
−Pues claro -dice haciendo una mueca-. ¿Cómo crees, si no va a ser capaz de ir hasta España, a
luchar, un hemofílico de sexualidad incierta que, en toda su vida, apenas ha salido de Shikoku?
Nos comemos una enorme pael a y bebemos agua Perrier.
−¿Hay alguna novedad en el caso de mi padre? -pregunto.
−No creo que la cosa haya avanzado mucho. Los periódicos, de momento, no hablan de el o. Lo único
que sale es algún artículo necrológico sobre tu padre, y siempre publicado en la sección de cultura. La
investigación debe de encontrarse en punto muerto. Es una pena, pero el caso debe de estar haciendo
bajar el índice de arrestos de la policía japonesa. En la bolsa, si la policía tuviese acciones, su manera de
actuar haría que éstas cayesen en picado. Como que ni siquiera son capaces de localizar el paradero de
su hijo.
-Un niño de quince años.
-Un niño de quince años, de carácter agresivo, con una notoria obsesión por escaparse de casa añade Oshima.
-¿Y no ha caído nada más del cielo? ¿No dicen nada sobre eso? Ôs hi m a sa cu de l a
Ocabeza.
−Por ahora, vacaciones. Por lo visto no ha vuelto a caer nada digno de mención. Exceptuando los
horrorosos rayos y truenos del otro día, que deberían formar parte del Tesoro Nacional.
−O sea, que todo está en calma.
−Parece que sí. O quizás estemos en el ojo del huracán. Asiento, tomo un mejil ón con la mano, saco
la carne con el tenedor y me la como. Dejo la concha en un recipiente junto con otras ya vacías.
-¿Y tú, sigues enamorado? -me pregunta Oshima. Asiento.
-¿Y tú, Oshima?
-¿Si yo estoy enamorado? ¿Es eso lo que me estás preguntando?
Asiento.
-¿O sea, que te atreves a hacerme una pregunta indiscreta sobre los amores ilícitos que alegran mi
pervertida vida, a mí, un homosexual que no es más que una asexuada tarada?
Asiento. Él asiente a su vez.
-Sí, hay alguien en mi vida -dice Oshima. Come el marisco con cara seria-. No es un amor
apasionado, de esos que se encuentran en las óperas de Puccini. ¿Cómo te diría? No estamos ni
demasiado cerca ni demasiado lejos. Sólo nos vemos de vez en cuando. Pero, básicamente, nos
comprendemos muy bien el uno al otro.
-¿Os comprendéis muy bien?
-Haydn, cuando componía, se vestía siempre de gala y se ponía una magnífica peluca. Al parecer,
incluso se la empolvaba. Sorprendido, miro a Oshima a la cara.
-¿Haydn?
-Si no lo hacía, no podía componer bien.
-¿Y por qué?
-No lo sé. Era una cuestión entre él y su peluca. Nadie más puede entenderlo. Quizá ni siquiera haya
explicación posible.
Asiento.
−¿Sabes, Oshima? ¿Te has puesto triste alguna vez pensando en él cuando estás solo?
−Pues claro -dice Oshima-. A menudo. Especialmente en la estación en que la luna aparece azulada.
O en la estación en que los pájaros emigran hacia el sur. O...
−¿Y por qué dices claro? -pregunto.
-Porque, cuando nos enamoramos, todos buscamos en la persona amada una parte de nosotros que
nos falta. Por eso, al pensar en esa persona, siempre nos ponemos en mayor o menor medida tristes.
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Nos sentimos como si volviéramos a pisar una habitación añorada que habíamos perdido hace
muchísimo tiempo. Es natural. Esa sensación no la has descubierto tú. Así que mejor que no intentes
patentarla.
Dejo el tenedor y alzo la mirada.
-¿Una vieja habitación añorada que está lejos?
-Exacto -dice Oshima. Y levanta el tenedor en el aire-. Es una metáfora, claro.
Pasadas las nueve de la noche, la señora Saeki viene a mi habitación. Yo estoy sentado en una sil a,
leyendo, cuando l ega a mis oídos desde el aparcamiento, el ronroneo del motor de su Volkswagen G
El ronroneo se extingue. Oigo cómo se cierra la puerta del coche. Unos zapatos con suela de goma
cruzan despacio el aparcamiento. Poco después oigo cómo l aman a mi puerta. La puerta se abre,
aparece señora Saeki. Hoy no está dormida. Lleva una camisa a rayas de seda y unos tejanos finos.
Zapatos blancos de lona. Es la primera vez q la veo con pantalones.
-Mi querida habitación. ¡Hacía tanto tiempo que no entraba ella! -exclama. Luego se planta ante el
cuadro, lo contempla-. Y aquí está mi querido cuadro.
-El lugar que representa el cuadro, ¿se encuentra por aquí cerca? Le pregunto.
−¿Te gusta el cuadro?
Asiento.
−¿Quién lo pintó?
−Un joven pintor que pasó aquel verano por casa de la familia Kômura. No era un pintor famoso. Al
menos no lo era entonces. Incluso se le olvidó firmar el cuadro. Pero era muy buena persona y creo que
este cuadro está muy bien pintado. Posee, no sé, fuerza. Mientras é pintaba el cuadro, yo permanecí todo
el rato a su lado. No dejé de mirarlo en ningún momento y, medio en broma, tampoco paré de pedirle
cosas. Los dos nos l evábamos muy bien. El pintor y yo. Aquel verano, hace tantos años. Yo tenía
entonces doce años -dice ella-. Y el niño del cuadro también.
-La playa que aparece en el cuadro induce a pensar que se trata de alguna playa de por aquí.
-Ven -dice el a-. Paseemos un rato. Te l evaré al lugar exacto.
Vamos andando hasta la playa. Cruzamos el pinar, caminamos por la orilla. La luz de la luna, que
asoma a duras penas entre los jirones de nubes, ilumina las olas. Unas olas que dibujan una leve
cresta antes de romper en la oril a con suavidad. El a se sienta en la arena. Yo tomo asiento a su lado.
La arena aún está tibia. Ella me señala un lugar donde rompen las olas como si calculara el ángulo.
-Es allí -dice-. Pintó el cuadro desde este ángulo. Puso la tumbona ahí e hizo que él se sentara.
Luego plantó el cabal ete por aquí.
Lo recuerdo perfectamente. ¿Ves como la posición de la isla es la misma que la del cuadro?
Miro hacia donde señala la punta de su dedo. En efecto, la posición de la isla parece ser la
correcta. Pero, lo mire como lo mire, aquél no me parece el lugar que figura en el cuadro. Se lo digo.
-Es que ha cambiado mucho -dice la señora Saeki-. Piensa que han pasado cuarenta años. Y eso
es mucho tiempo. La configuración del terreno va cambiando de forma natural. Las olas, el viento, los tifones, son muchos los elementos que van modificando la línea de la costa. Erosionan la arena, la
transportan de un lugar a otro. Pero no hay ninguna duda. Es aquí. Aún hoy me acuerdo de aquella
época a la perfección. Además, aquel verano tuve mi primera regla.
La señora Saeki también se queda contemplando el paisaje sin decir palabra. Las nubes cambian
de forma, la luz de la luna alumbra ahora la playa a trozos. El viento cruza, a ráfagas, el pinar:
suena como si una multitud de personas estuviera barriendo el suelo con una escoba. Cojo un
puñado de arena, dejo que los granos se vayan escurriendo, despacio, entre mis dedos. Los granos de
arena caen y, como si fueran el tiempo perdido, se mezclan y confunden con la otra arena de la playa. Lo
repito una y otra vez.
−¿En qué estás pensando? -me pregunta la señora Saeki.
−En ir a España -digo.
-¿Para qué?
−A comerme una buena pael a.
−¿Y nada más?
−Para luchar en la guerra civil española.
−Pero si la guerra de España terminó hace más de sesenta años. -Ya lo sé -digo-. Lorca murió,
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Hemingway sobrevivió.
−Pero tú quieres participar, ¿no?
Asiento.
-Y también volar puentes.
-Y enamorarte de Ingrid Bergman.
-Pero, en realidad, estoy en Takamatsu y estoy enamorado de usted.
-¡Qué mala suerte tienes!
Le paso un brazo alrededor de los hombros.
Le pasas un brazo alrededor de los hombros.
—Ella se recuesta en ti. Pasa un largo intervalo de tiempo. -¿Sabes? Hace muchísimo
tiempo yo hice exactamente lo mismo que estoy haciendo ahora. En este Ya lo sé —dices tú.
—¿Y cómo lo sabes? —pregunta la señora Saeki. Luego te clava la. mirada.
—Porque yo, entonces, estaba aquí.
—Estabas aquí volando puentes, ¿no?
—Estaba aquí volando puentes.
—Metafóricamente.
—Por supuesto.
La rodeas con tus brazos, la estrechas contra tu pecho, la besas. Sientes cómo el a se abandona.
—Todos nosotros estamos soñando —dice la señora Saeki. Todos nosotros estamos soñando.
—¿Por qué tuviste que morir?
—No pude evitarlo —dices tú.
Tú y la señora Saeki volvéis a la biblioteca caminando por la playa. Encendéis la luz de la
habitación, corréis las cortinas, os abrazáis en silencio entre las sábanas. Repetís casi lo mismo que la
noche anterior. Pero hay dos diferencias. Después de hacer el amor, ella llora. Ésa es la primera.
Hunde la cara en la almohada y l ora largo rato en silencio. Tú no sabes qué hacer. Depositas con
dulzura una mano sobre su hombro desnudo. Piensas que deberías decirle algo. Pero no sabes
qué. Las palabras se hal an muertas en un hoyo del tiempo. Se acumulan sin ruido en el oscuro fondo de
un lago volcánico. Ésa es la primera. Luego, cuando se va, esta vez sí, oyes el motor de su Volkswagen
Golf. Ésa es la segunda. Ella pone en marcha el motor, lo detiene, lo mantiene parado durante unos
instantes, como si estuviera reflexionando, lo vuelve a poner en marcha, sale del aparcamiento y se
va. Aquel vacío, el intervalo de tiempo desde que ella para el motor hasta que vuelve a ponerlo en
marcha te produce una infinita tristeza. Aquel vacío se filtra en tu corazón como la niebla que viene del
mar. Y permanece largo tiempo en tu corazón. Y pronto pasa a formar parte de ti.
Al desaparecer, la señora Saeki te ha dejado la almohada húmeda con sus lágrimas. Vas palpando la
humedad con la mano mientras contemplas cómo, al otro lado de la ventana, el cielo va adquiriendo
gradualmente una tonalidad lechosa. Desde la lejanía te l egan los graznidos de los cuervos. La Tierra
continúa rotando sobre su eje. Y, sin ninguna relación con el o, todos nosotros vivimos dentro de un
sueño.
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Nakata se despertó a las cinco de la madrugada y descubrió la gran piedra junto a su
almohada. Hoshino dormía a pierna suelta en el Putón de al lado. La boca entreabierta y los
cabellos revueltos. La gorra de los Chúnichi Dragons tirada por el suelo. En el rostro del joven se
leía la fuerte determinación de «no me despertéis, pase lo que pase». Nakata no se sorprendió al
ver la piedra, ni tampoco le extrañó demasiado. Su mente se hizo enseguida a la idea de la existencia de la piedra, la aceptó sin más, ni siquiera se preguntó por qué se encontraba allí. Reflexionar
sobre la relación causal entre los hechos iba, muchas veces, más al á de sus posibilidades.
Nakata se sentó junto a su almohada con mucha corrección, la espalda recta, las piernas dobladas
bajo el cuerpo, y se quedó mirando la piedra con profundo interés. Luego alargó la mano, la tocó
con suavidad, como si estuviera acariciando un gran gato dormido. Al principio la palpó
medrosamente, con la punta de los dedos, pero una vez que comprendió que no había ningún
peligro empezó a acariciar, con osadía, toda la superficie de la piedra con la palma de la mano.
Mientras, no paró de reflexionar. O al menos en su rostro se pintaba una expresión meditabunda.
Su mano iba memorizando, centímetro a centímetro, el áspero tacto de la piedra, igual que si
estuviera leyendo un mapa, grabando en su mente a través de los sentidos cada una de sus
cavidades y protuberancias. Luego, como si se le hubiera ocurrido de repente, se llevó la mano a la
cabeza y se frotó los cortos cabel os. Como si estuviera buscando la correlación que tenía que existir
entre la piedra y su propio cráneo.
Después exhaló una especie de suspiro, se levantó, abrió la ventana, se 'asomó. Desde allí no
se veía más que la parte trasera de la casa vecina. Un edificio miserable en grado sumo.
Un edificio mísero habitado por personas míseras que tenían un trabajo mísero y Ilevaban una vida
mísera. En cualquier ciudad hay un edificio así, olvidado por la fortuna. Charles Dickens hubiera
podido extenderse die páginas en su descripción. Las nubes que flotaban por encima par cían la
borra polvorienta de una aspiradora que no se hubiera vaciad en años. O, quizá, las múltiples
contradicciones sociales surgidas d la tercera revolución industrial condensadas en formas diversas
que flotaran en el cielo. En cualquier caso, estaba a punto de llover. Nakata miró hacia abajo y
descubrió un gato, negro y flaco, que rondaba con el rabo erguido por encima de una estrecha
tapia que separaba dos edificios.
-Hoy vendrán los truenos y relámpagos -le dijo Nakata al gato. Pero sus palabras, por lo visto,
no llegaron a oídos del animal. Y el gato, sin detenerse ni volverse siquiera, siguió avanzando con
elegancia y desapareció tras un edificio.
Nakata cogió la bolsa de plástico con sus artículos de aseo, fue al cuarto de baño comunitario que
estaba al fondo del pasillo y se lavó la cara con jabón, se lavó los dientes y se afeitó con una
maquinilla de seguridad. Tardó su tiempo. Se lavó minuciosamente la cara, invirtiendo en el o mucho
tiempo; se lavó minuciosamente los dientes, invirtiendo en ello mucho tiempo; se afeitó
minuciosamente la barba, invirtiendo en ello mucho tiempo. Se cortó los pelos de la nariz con
unas tijeritas, se arregló las cejas, se limpió las orejas. Ya de por sí, era una persona que solía tardar
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mucho tiempo en realizar cualquier acción, pero hoy obraba con una lentitud deliberada. A aquellas
horas de la mañana no había nadie más que quisiera lavarse la cara y aún faltaba mucho para
que el desayuno estuviese preparado. Tampoco parecía que Hoshino estuviera en disposición de
levantarse. Y, de ese modo, mientras Nakata se acicalaba frente al espejo, a su aire, con calma y
sin molestar a nadie, iba recordando las diferentes fisonomías de los gatos que había visto dos días
antes en el libro de la biblioteca. Como no sabía leer, no conocía las razas. Pero recordaba a la
perfección el rostro de cada uno de los gatos que figuraban en el libro.
« ¡Y pensar que en este mundo hay tantos gatos distintos!», se dijo limpiándose las orejas con un
bastoncito. Haber ido a la biblioteca por primera vez en su vida le había hecho adquirir una
viva conciencia de las cosas que ignoraba. El número de cosas que desconocía era ilimitado. Sin
embargo, pensar en el infinito le produjo a Nakata un ligero dolor de cabeza. No deja de ser lógico,
pues el infinito no tiene límite. Por eso mismo dejó de pensar en el infinito y volvió a recordar los gatos
que salían en el álbum Gatos del mundo. « ¡Ojalá pudiera hablar con cada uno de el os!, pensó Nakata.
Había muchísimos gatos en el mundo, cada uno con su propia manera de pensar, su manera de
hablar. «Claro que los gatos extranjeros deben de hablar algún idioma extranjero», se hizo notar a sí
mismo. Había dado con otra cuestión problemática y a Nakata volvió a dolerle la cabeza.
Cuando acabó de acicalarse, se dirigió al retrete e hizo sus necesidades, como siempre. En este
quehacer no empleó tanto tiempo. Luego cogió la bolsa con sus enseres y volvió a la habitación.
Hoshino seguía durmiendo a pierna suelta, exactamente en la misma postura. Nakata recogio del suelo
la camisa hawaiana y los tejanos, los dobló con cuidado, pliegue con pliegue. Luego apiló las prendas
de ropa junto a la almohada del joven y, como si resumiera en un título una gran diversidad de
conceptos, depositó, encima de todo, la gorra de los Chúnichi Dragons. Se quitó el yukata, se puso los
pantalones y la camisa de siempre, se frotó las dos manos con fuerza y respiró hondo.
Después volvió a sentarse de forma ceremoniosa junto a la piedra, la contempló unos instantes,
alargó medrosamente la mano y palpó por encima.
-Hoy vendrán los truenos y relámpagos -dijo Nakata al vacío. O quizá se dirigiera a la piedra. Y se
dedicó a sí mismo varios gestos afirmativos con la cabeza.
Cuando Hoshino se despertó por fin, Nakata se encontraba haciendo gimnasia junto a la
ventana. Nakata se movía al ritmo de la melodía del programa de gimnasia de la radio mientras la
tarareaba en voz baja. El joven Hoshino entreabrió los ojos y miró su reloj de pulsera. Eran alrededor
de las ocho de la mañana. Luego irguió el cuello y se cercioró de que la piedra seguía junto a la
almohada del futón de Nakata. La piedra le pareció mucho más grande y rugosa que cuando la vio
envuelta por la oscuridad.
-Así que no lo he soñado -dijo el joven.
-¿A qué se refiere? -preguntó Nakata.
-A la piedra -respondió el joven-. La piedra sigue aquí. No ha sido un sueño.
-La Piedra está aquí -dijo Nakata lacónicamente mientras proseguía con la gimnasia radiofónica.
Sus palabras sonaron a una valiosa proposición de algún filósofo alemán del siglo XIX.
−Oye, abuelo, ¿sabes que la historia que explica por qué la piedra está aquí es una historia muy
larga?
−Sí. A Nakata también le ha dado la impresión de que debía de tratarse de una historia muy larga.
−En fin, dejémoslo -dijo el joven incorporando la parte superior del cuerpo y lanzando un profundo
suspiro-. Es igual. Resulta que piedra está aquí, y así se resume la larga historia.
−La piedra está aquí -dijo Nakata-. Y eso es lo importante.
Hoshino quiso añadir algo, pero se dio cuenta de que tenía un hambre feroz.
−¡Eh, abuelo! Lo primero, ¡desayunar! -Sí. Nakata también tiene apetito.
Después del desayuno, mientras tomaban té, el joven le preguntó a Nakata:
−¿Y qué tenemos que hacer ahora con la piedra?
-Sí. Me pregunto qué deberíamos hacer.
−¡Eh, eh! ¡No te embales! -dijo el joven Hoshino sacudiendo la cabeza-. Tú decías que teníamos que
encontrar la piedra, ¿no? Pues yo, anoche, fui y te la traje. Así que ahora no me vengas con que «me
pregunto qué deberíamos hacer», ¿vale?
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−Sí. Tiene usted razón, señor Hoshino. Pero, a decir verdad, Nakata todavía no sabe lo que hay
que hacer.
−Pues, no es por nada, pero tenemos un problema.
-Sí. Tenemos un problema -dijo Nakata, aunque, a juzgar por la expresión de su rostro, nadie hubiera
dicho que lo tuviera.
−Pero si te tomas tu tiempo y piensas, lo irás viendo cada vez más claro, ¿no?
−Sí. Nakata también es de la misma opinión. Es que Nakata tarda más tiempo que la otra gente
en hacer las cosas.
-Pero, Nakata...
−¿Sí, señor Hoshino?
−No sé quién coño le pondría ese nombre, pero la piedra se llama «piedra de la entrada», ¿no?
Pues digo yo que debe de ser porque, hace tiempo, la piedra era la entrada de algún sitio, ¿no? Entonces,
seguro que debe de haber algún tipo de leyenda o de ditirambo de esos.
-Sí. Nakata también es de la misma opinión.
-Pero tú no sabes qué entrada es, ¿no?
-No. Nakata todavía no lo sabe. Con los gatos hablaba mucho, pero con las piedras no he hablado
nunca. -¡Jo! Pues no parece fácil eso de hablar con las piedras, ¿eh? -Sí. Es muy diferente a
hablar con los gatos.
-Ya, pero ¿sabes?, lo que pasa es que yo esta piedra tan importante la he cogido con toda la jeta
de una capilla de un santuario, y ahora, la verdad, me pregunto si no me caerá encima alguna
maldición. Cada vez estoy más acojonado, en serio. Ya sé que la traje, pero ahora me da miedo todo
lo que viene detrás. El Colonel Sanders me dijo que no me pasaría nada, pero yo de ese tío no me
acabo de fiar.
-¿Colonel Sanders?
-Sí, hay un viejo que se l ama así. Es el abuelo que sale en los carteles que ponen delante de los
Kentucky Fried Chicken. Un tipo con un traje blanco, peril a, unas gafas sosainas... ¿No te suena?
-Lo siento mucho, pero Nakata no lo conoce.
-¿No conoces el Kentucky Fried Chicken? ¡No me lo puedo creer! En fin, dejémoslo. En primer lugar,
el viejo ese es un concepto en sí mismo. No es un hombre, ni tampoco es un dios, ni tampoco es Buda.
Como es un concepto abstracto, no tiene forma. Y, como le hacía falta una apariencia, pues tomó ésa
por casualidad.
Nakata puso cara de apuro y se frotó los cortos cabellos canosos con la palma de la mano.
-Nakata no lo entiende.
-Si te soy sincero, ni yo mismo sé lo que me digo -reconoció el joven-. Pero, sea como sea, el
abuelo ese tan raro salió de alguna parte y me fue soltando todas esas cosas de corrido. Entonces,
abreviando, pasaron un montón de cosas y resultó que el abuelo me ayudó y yo encontré la
piedra y me la traje a cuestas hasta aquí. No es que busque tu compasión, pero ha sido una
noche muy arrastrada. Así que me gustaría que, a partir de ahora, te encargaras tú de la piedra,
dejarlo todo en tus manos si se puede. Hablando con franqueza es eso lo que me gustaría.
-Sí, Nakata se hará cargo de la piedra.
−¡Vaya! -dijo el joven Hoshino-. A eso se le l ama ponerse rápidamente de acuerdo.
-Señor Hoshino -dijo Nakata.
−¿Qué?
−Pronto l egarán los truenos y relámpagos. Esperémoslos.
−¿Qué? ¿Me estás diciendo que los rayos nos servirán de ayuda con lo de la piedra?
−Nakata tampoco sabe los detal es, pero tiene esa impresión.
−Rayos... En fin, dejémoslo. Parece interesante. Esperemos a los truenos y relámpagos. Y así
veremos qué ocurre.
Al volver a su cuarto, Hoshino se tumbó boca abajo sobre el tatami, encendió el televisor. En todos
los canales daban magazines dirigidos a amas de casa. A Hoshino no le apetecía lo más mínimo ver,
los, pero, como no se le ocurría otra manera de matar el tiempo, se quedó mirando la televisión,
criticando sin cesar el contenido del programa.
Mientras tanto, Nakata se sentó ante la piedra y se dedicó a contemplarla, palparla. De vez en cuando
se le oía rezongar, como si hablara consigo mismo. Pero Hoshino no pudo descifrar qué decía.
Supuso que debía de estar hablando con la piedra.
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A mediodía, por fin, se escuchó el primer trueno.
Antes de que empezara a llover, Hoshino había ido a una tienda de conveniencia cercana y
había vuelto con una bolsa llena de bollos y tetra briks de leche. Los dos se los tomaron como
almuerzo. Mientras comían apareció la camarera que tenía que limpiar la habitación, pero el joven la
despidió diciendo: «Ya está bien así».
−¿Vosotros no vais a ninguna parte? -preguntó la camarera.
−No, no vamos a ninguna parte. Tenemos cosas que hacer aquí -respondió el joven.
-Es que pronto vendrán los truenos y relámpagos -dijo Nakata.
−Los truenos y relámpagos, ¿eh? -dijo la camarera, con cara de desconfianza, y se marchó. Tenía
toda la pinta de estar pensando que, en lo posible, no quería tener nada que ver con aquel a habitación.
Poco después se oyó en la distancia el sordo retumbar de un trueno y, como si eso sirviera de
señal, empezó a lloviznar. Los truenos no eran espectaculares. Más bien parecía que un enano
perezoso estuviese pataleando sobre un gran tambor. Pero, en un santiamén, la l ovizna se transformó
en grandes goterones y empezó a l over a cántaros. Un sofocante olor a l uvia envolvió la tierra.
Cuando empezaron a retumbar los truenos, se encontraban sentados frente a frente, piedra de
por medio, en ademán de estar a punto de fumarse la pipa de la paz. Nakata seguía murmurando
palabras 380ininteligibles mientras acariciaba la piedra y se frotaba la cabeza. El joven lo miraba
fumándose un Marlboro.
-Señor Hoshino.
-¿Qué?
-Durante un rato permanezca, por favor, al lado de Nakata.
-¡Ah, vale! Con esta lluvia, no saldría ni aunque me lo pidieran. -Pero quizá pasen cosas extrañas.
-Si puedo dar mi más sincera opinión -dijo el joven-, hace tiempo que no dejan de pasar cosas
raras.
-Señor Hoshino.
-¿Qué?
-Se me acaba de ocurrir de repente, pero ¿qué es Nakata? Hoshino reflexionó.
-Abuelo, vaya pregunta más difícil que me haces. Pues, así, de repente, no sé qué contestar. Si ni
siquiera sabría decirte lo que soy yo. Y a alguien como yo mejor no preguntarle. No es por fardar,
pero lo de pensar no es lo mío. Claro que si te digo lo que siento, pues creo que eres una buena persona.
Bastante rara, eso sí. Pero alguien en quien puedes confiar. Por eso me he venido contigo hasta
Shikoku, ¿no? Muy listo no soy, pero no tengo mal ojo con la gente.
-Señor Hoshino.
-¿Qué?
-Nakata no sólo no es inteligente. Nakata está vacío. Acabo de comprenderlo. Nakata es como una
biblioteca sin libros. Hace tiempo no era así. Yo tenía libros dentro. Lo había olvidado durante años, pero
ahora sí me acuerdo. Antes, Nakata era como todo el mundo. Pero un día ocurrió algo y Nakata se
convirtió en un recipiente vacío.
-Pero oye, Nakata, si te lo miras así, todos estamos más o menos vacíos, ¿no? ¡Ya me dirás!
Comemos, cagamos, cobramos un sueldo de mierda por un trabajo estúpido, follamos de vez en
cuando y ¡se acabó! ¿Qué más hay aparte de eso? Pero, con todo, vivir tiene su gracia, ¿no? Como
nosotros, ahora. No sé por qué, pero la tiene. Mi abuelo lo decía siempre: «Las cosas de este
mundo siempre te salen por donde menos te esperas. Precisamente por eso es interesante vivir».
Es un punto de vista. Si los Chúnichi Dragons ganaran siempre, ya me dirás quién se miraría los
partidos de béisbol.
-Usted, señor Hoshino, quería mucho a su abuelo, ¿verdad?
-Sí, mucho. Si no hubiera sido por el abuelo, no sé qué habría sido de mí. Gracias a que estaba
él me decidí a l evar una vida algo más decente. No sé cómo expresarlo, pero tenía la sensación de que
estaba ligado a algo. Así que dejé la banda de las motos y entré en el ejército. Acabé harto de hacer
gamberradas.
-Sí, pero ¿sabe, señor Hoshino?, Nakata no tiene a nadie. No tiene nada. No tiene ningún vínculo
con nada. Ni siquiera sabe leer. Incluso su sombra es la mitad de grande que la de los demás.
-Todos tenemos defectos.
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-Señor Hoshino.
-¿Qué?
-Si Nakata hubiera sido el Nakata normal, habría l evado una vida muy distinta. Seguro que habría ido a
la universidad, como mis dos hermanos, y que ahora estaría trabajando en una empresa. Me habría
casado, tendría hijos, un coche grande, los días de fiesta jugaría al golf. Pero Nakata no era el Nakata
normal, así que ha vivido siempre como el Nakata de ahora. Ya sé que es demasiado tarde para
arreglarlo. Soy consciente de ello. Con todo, aunque sólo fuera por un breve periodo de tiempo, a
Nakata le gustaría volver a ser el Nakata normal. A decir verdad, Nakata, hasta ahora, nunca había
sentido deseos de hacer nada en especial. Siempre se ha limitado a l evar a cabo, lo mejor que sabía, lo
que los demás le decían que hiciera. O, tal vez, se ha acostumbrado a que sean los demás los que
decidan por él. Pero ahora es distinto. Nakata tiene muy claro que desea volver a ser el Nakata normal.
Un Nakata con una manera de pensar y un significado propios.
Hoshino exhaló un suspiro.
−Si eso es lo que deseas, espero que lo consigas. Que vuelvas a ser el Nakata de antes. Claro
que no tengo ni idea de cómo serás tú en normal.
−Sí. Nakata tampoco tiene ni idea.
-Ojalá vaya todo bien. Yo me esforzaré en lo que pueda para que vuelvas a ser una persona normal.
−Pero antes de volver a ser el Nakata normal, Nakata tiene que solucionar varias cosas.
−Por ejemplo, ¿qué?
−Por ejemplo, lo de Johnnie Walken.
−¿Johnnie Walken? -preguntó el joven-. Ahora que lo dices, abuelo, antes ya me has hablado de
ese tipo. El tal Johnnie Walken, ¿es el Johnnie Walken del whisky?
Sí. Nakata fue enseguida a la comisaría, les contó lo de Johnnie Walken. Porque el gobernador tenía
que saber lo que había pasado. Pero no me hicieron caso. Así que no me queda más remedio que
solucionar las cosas por mí mismo. Y después de resolver este problema intentaré, en lo posible, volver
a ser el Nakata normal.
-No acabo de entender de qué va la cosa, pero parece que, para hacer todo eso, es necesaria la
piedra. ¿Lo capto?
-Sí. Exactamente. Nakata tiene que recuperar la media sombra que le falta.
El retumbar de los truenos había ido en aumento hasta hacerse ensordecedor. Los relámpagos
rasgaban el cielo trazando numerosos zigzags, seguidos, segundos después, de truenos tan potentes
que entraban ganas de taparse las orejas. El aire vibraba, los cristales de la ventana, aflojados,
castañeteaban con nerviosismo. Una negra capa de nubes cubría el cielo, que se oscureció de tal
forma que, en el interior de la habitación, Nakata y Hoshino apenas podían verse las caras. Con todo,
no encendieron la luz. Siguieron sentados uno enfrente del otro, con la piedra de por medio. Al
otro lado de la ventana el cielo vertía ríos de l uvia con tanta violencia que, sólo con verlo, producía
angustia. Cada vez que un relámpago rasgaba el cielo, la estancia se iluminaba unos instantes.
Durante un tiempo, ni siquiera pudieron oírse el uno al otro.
−Pero ¿por qué tienes que usar esta piedra? ¿Y por qué tienes que ser justamente tú quien lo haga?
-preguntó el joven Hoshino en un momento en que no se oía ningún trueno.
-Porque Nakata es un hombre que ha hecho salida y entrada. -¿Salida y entrada?
−Sí. Una vez, Nakata salió de aquí, y luego volvió a entrar. Era la época en que Japón se
encontraba metido en una gran guerra. En aquel momento, por casualidad, la tapa se abrió y
Nakata se fue de aquí. Luego, también por casualidad, regresó otra vez. Por eso Nakata dejó de ser
una persona normal. También la sombra se le quedó reducida a la mitad. A cambio, y aunque
últimamente parece que ya no sepa hacerlo, adquirí la facultad de hablar con los gatos. Es posible
que también la de hacer caer cosas del cielo.
−Como las sanguijuelas del otro día.
−Sí, en efecto.
-¡Jo! Eso no puede hacerlo cualquiera.
-Exacto. Eso no puede hacerlo cualquiera.
Y todas esas cosas empezaste a hacerlas después de tu salida y entrada, ¿me equivoco? En ese
sentido, tú no eres una persona normal.
−Sí, tiene usted razón. Nakata dejó de ser el Nakata normal. A cambio, dejó de saber leer. Y jamás ha
tocado a una mujer.
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−¡Alucinante!
-Señor Hoshino.
−¿Qué?
−Nakata tiene miedo. Tal como le he dicho, Nakata está completamente vacío. ¿Sabe usted, señor
Hoshino, lo que esto significa? Hoshino sacudió la cabeza.
−No, creo que no.
-Una persona vacía es igual que una casa deshabitada. Una casa deshabitada cuya puerta no esté
cerrada con llave. Cualquier persona es libre de entrar en el a, cualquier cosa que desee hacerlo. Y
eso le mucho miedo a Nakata. Por ejemplo, Nakata puede hacer caer cosas del cielo. Pero, en la
mayoría de los casos, Nakata no tiene la menor idea de lo que hará l over del cielo a continuación. ¿Y
qué haría Nakata si cayeran diez mil cuchil os, una gran bomba o gas tóxico? No será algo que pudiera
solucionar pidiendo disculpas.
-No. La verdad es que tienes razón. No es algo que pueda solucionarse pidiendo disculpas -asintió
Hoshino-. Lo de las sanguijuelas ya fue bastante gordo, pero ¡la que se armaría si cayera algo peor!
-Johnnie Walken entró dentro de mí. Me hizo hacer cosas que yo no quería hacer. Johnnie Walken
utilizó a Nakata. Pero Nakata no pudo oponerle resistencia. Nakata no tenía bastante fuerza. Porque
Nakata no tiene contenido.
-Por eso quieres volver a ser el Nakata normal. Y tener un contenido como debe ser.
-Sí, exactamente. Como Nakata no es inteligente, sólo sabía hacer muebles, y por eso estuvo
día tras día haciendo muebles. A Nakata le gustaba hacer mesas y sillas y estanterías. Está muy
bien hacer cosas que tengan forma. Durante decenas de años jamás deseé volver a ser el Nakata
normal. Entonces, a mi alrededor, no había nadie que intentara entrar dentro de mí. Y yo nunca
había sentido miedo. Pero, desde que apareció Johnnie Walken, Nakata no puede dejar de tener
miedo.
-Y cuando Johnnie Walken se metió dentro de ti, ¿qué diablos te obligó a hacer?
De repente, un ruido ensordecedor rasgó el aire. Al parecer acababa de caer un rayo cerca de
allí. A Hoshino le vibraron los tímpanos y sintió dolor. Nakata ladeó un poco la cabeza, aguzando el
oído al retumbar del trueno, siguió acariciando lentamente la superficie de la piedra.
-Me hizo derramar una sangre que no debía ser derramada.
-¿Sangre?
-Sí. Pero aquel a sangre no manchó las manos de Nakata.
El joven permaneció pensativo unos instantes. No logró entender lo que Nakata le estaba diciendo.
-¡En fin! Sea como sea, en cuanto abramos la piedra de la entrada, todas las cosas irán asentándose
por sí mismas en el lugar que les corresponde, ¿no es así? Como el agua cuando pasa de un sitio
alto a otro bajo, ¿correcto?
Nakata reflexionó unos instantes. O puso cara de estar reflexionando.
-Quizá no sea tan sencillo. No lo sé. Lo que Nakata tenía que hacer era buscar la piedra de la
puerta de entrada y abrirla. A decir verdad, Nakata tampoco sabe lo que sucederá después.
-Sí, pero escucha, ¿por qué diablos tiene que estar en Shikoku la piedra esa?
-La piedra se hal a en cualquier parte. No tiene por qué estar sólo aquí. Además, tampoco tiene por
qué tratarse de una piedra.
-Pues ahora sí que no lo entiendo. Si dices que puede estar en cualquier parte, podrías estar
haciendo toda esta operación en el distrito de Nakano, ¿no? Te habrías ahorrado la tira de trabajo.
Durante un tiempo, Nakata estuvo pasándose la palma de la mano por sus cortos cabel os.
-Es una cuestión muy complicada. Nakata ha estado todo el rato escuchando lo que decía la piedra,
pero aún no ha logrado entenderla bien. Pero lo que Nakata cree es que los dos, tanto el señor Hoshino
como Nakata, teníamos que venir a Shikoku. Era necesario que viniéramos cruzando un gran puente.
En el distrito de Nakano no creo que la cosa hubiese funcionado.
-¿Puedo preguntarte otra cosa?
-Sí. ¿De qué se trata?
-Suponiendo que consigues abrir aquí la piedra de la entrada, ¿eh? ¿Pasará algo gordo, entonces?
No sé, algo espectacular. Que aparezca un genio como aquel..., no sé cómo coño se llamaba, aquel
de Aladino y la lámpara maravillosa. O que salga pegando brincos un príncipe convertido en rana y
nos dé un beso de tornillo. O que acabemos los dos convertidos en merienda para marcianos.
-Puede que ocurra algo, puede que no ocurra nada. Nakata no abierto nunca una cosa así y
tampoco él tiene claro qué puede suceder. No lo sabrá hasta que lo intente.
−¿Y es posible que eso sea peligroso?
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−Sí. En efecto.
-¡Caray! -exclamó el joven Hoshino. Se sacó un Marlboro bolsillo y le prendió fuego con el
encendedor-. Ya me lo decía abuelo: «Tu problema es que te vas detrás del primero que pasa
pensártelo dos veces». Por lo visto, he sido igual desde pequeño lo dicen: «Genio y figura hasta la
sepultura». En fin, dejémoslo. ¡Qué le vamos a hacer! He venido hasta aquí y he conseguido la
piedra. No me voy a echar atrás a estas alturas. Es peligroso, vale, ¿y qu Pues nos la jugamos y a
ver qué pasa. Y quizá dentro de muchos ah tenga una bonita historia que contarles a mis nietos.
−Entonces, quisiera pedirle un favor.
−¿Qué favor?
−¿Puede levantar la piedra?
-Claro.
−Ahora pesa mucho más que antes.
−No soy Arnold Schwarzenegger, pero tengo los brazos más fu tes de lo que parece. Cuando
estaba en el Ejército de Autodefens quedé semifinalista en los campeonatos de pulso de mi unidad. Y
ah ra que tú me has arreglado la espalda, ¡no te cuento!
Hoshino se puso en pie, agarró la piedra con ambas manos, intentó levantarla. Pero la piedra no
se movió ni un centímetro.
−iJoder! iPues sí que pesa la condenada! -dijo el joven con un suspiro-. Ayer la traje sin problemas.
Pero ahora parece que esté clavada en el suelo.
−Sí. Es una entrada muy importante. Es lógico que no pueda moverse así como así. Sería un
problema que cualquiera pudiera abrirla sin más.
−Sí, ya.
En aquel instante rasgaron el cielo infinitos fucilazos, uno tras otro. La posterior cadena de
truenos hizo temblar la tierra hasta el centro mismo. «iJo! Parece que hayan levantado la tapa del
infierno», pensó el joven Hoshino. Al final cayó un rayo muy cerca de allí, y luego se hizo el
silencio. Un silencio denso, sofocante. El aire húmedo que se estancaba pesadamente en la
habitación parecía cargado de recelos e intrigas. Era como si incontables orejas, de diversos ta maños
flotaran su alrededor, inmóviles, espiándolos. Rodeados de tinieblas en pleno día, los dos
permanecían helados, mudos. De rito, como si se acordara de repente, sobrevino una ráfaga de
viento que lanzó de nuevo grandes goterones de lluvia contra la ventana, y luego los truenos volvieron
a retumbar de nuevo, aunque sin la violencia de antes. El corazón de la tormenta se estaba alejando de
la ciudad. El joven Hoshino alzó la cabeza, barrió la habitación con la mirada. La estancia mostraba
una indiferencia extraña, las cuatro paredes parecían más inexpresivas todavía que antes. Un
Marlboro que se había ido consumiendo en el cenicero aún conservaba, convertido en ceniza, su
forma. El joven tragó saliva, ahuyentó aquel pesado silencio de sus oídos.
-i Eh! Nakata.
-¿Qué sucede, señor Hoshino?
-Siento como si hubiera tenido una pesadil a.
-Sí. Pero, suponiendo que se haya tratado de una pesadilla, los dos hemos tenido la misma.
-Claro -dijo el joven Hoshino. Y se rascó el lóbulo de la oreja con aire resignado-. Sí, claro.
El joven volvió a ponerse en pie con la intención de levantar la piedra. Respiró hondo, retuvo el
aire, hizo acopio de todas sus fuerzas, las concentró en los brazos, y levantó la piedra mientras se le
escapaba un gruñido de entre los labios. Había logrado moverla unos centímetros.
-La ha movido un poco -dijo Nakata.
-Al menos ya sabemos que no está clavada en el suelo. Pero no basta con moverla un poco,
digo yo.
−No. Tiene que darle la vuelta.
−Vamos, como si fuera una tortil a.
−Exactamente -asintió Nakata-. La tortil a es uno de los platos favoritos de Nakata.
-iPues mira qué bien! ¿Sabes que en el infierno también hay tortil as? Voy a intentarlo otra vez. Y
esta vez podré con el a.
El joven Hoshino cerró los ojos, concentró la fuerza de todo su cuerpo en un solo punto. «i Ahora
o nunca!», se dijo. Esa vez sería la decisiva: Si fracasaba, ya podía dejarlo correr.
Puso las manos sobre la piedra, buscó con extrema atención un asidero, fijó las manos en él,
acompasó la respiración. Primero respiró hondo y, mientras sonaba el silbido del aire que salía
del fondo de su estómago, levantó la piedra de golpe. La alzó hasta formar ángulo de cuarenta y
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cinco grados. Se hallaba al límite de sus zas. Logró, sin embargo, mantenerla en esa posición. Al
expuls aire, con la piedra bien sujeta, su cuerpo crujió dolorosamente. como si sus huesos, sus
músculos, sus nervios soltaran alaridos. p justo entonces no podía rendirse. Volvió a tomar una gran
bocanada de aire y lanzó un grito de guerra. Pero el grito no llegó a sus oíd Ni siquiera logró
entender lo que él mismo estaba diciendo. Toda con los ojos cerrados, sacó fuerzas de flaqueza. De
un lugar que principio no debía de existir en su interior. La falta de oxígeno en cerebro hizo que todo
se volviese blanco. Uno tras otro, sus nervios se fueron soltando con un chasquido, como
cuando saltan los fusibles. No veía nada. No oía nada. No podía pensar en nada. Le fal ba el aire.
Pero, a pesar de todo, el joven Hoshino pudo mantener vantada la piedra, aunque a duras penas,
hasta que al fin la volcó tiempo que exhalaba otro grito. En cierto momento, la piedra perd de
repente su punto de apoyo, se derrumbó del lado contrario y ca por su propio peso. Al caer a
plomo, con estrépito, una fuerte sac dida hizo temblar la habitación. Parecía que el edificio entero
se biera estremecido de arriba abajo.
La fuerza de retroceso tumbó al joven de espaldas. Cayó sobre tatami boca arriba, jadeando
penosamente. Dentro de su cabeza, u especie de lodo blanquecino giraba sin cesar. «¡Jamás en mi
puñetera vida volveré a levantar una cosa tan pesada!», se dijo el joven. ( aquel momento, Hoshino
no tenía por qué saberlo, pero sus pronósticos pecaban de optimismo, tal como él mismo
descubriría momentos mas adelante.)
−Señor Hoshino.
-¿Qué?
-Gracias a usted, la entrada está abierta.
-iEh, abuelo!
−¿Qué sucede?
El joven Hoshino, todavía boca arriba y con los ojos cerrados, volvió a tomar una gran bocanada de
aire que, a continuación, expulsó de sus pulmones.
-Pues mejor que se haya abierto. Porque si todo esto no llega a servir para nada, a mí me da
algo.
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Antes de que l egue Ôshima lo dejo todo preparado para abrir la biblioteca. Paso la aspiradora, limpio
los cristales de las ventanas, hago la limpieza de los lavabos, paso un paño por las mesas y las sil as.
Saco bril o a la barandil a de la escalera con un espray abril antador. Paso con cuidado el plumero por la
vidriera del descansil o. Barro el jardín, enciendo el aire acondicionado de la sala de lectura y el aparato
humidificador de las estanterías. Preparo café, afilo los lápices. La biblioteca desierta posee algo que me
conmueve. Todas las palabras, todas las ideas descansan al í en silencio. Siento deseos de mantenerla
tan hermosa, limpia y tranquila como pueda. De vez en cuando me detengo y contemplo los libros
mudos que se alinean en las estanterías. Acaricio los lomos de algunos de el os. A las diez y media
l ega del aparcamiento, como siempre, el ronroneo del motor del Mazad Road Estar, luego aparece
Ôshima con rostro ligeramente soñoliento. Charlamos un rato hasta la hora de apertura de la biblioteca.
-Si no te importa, me gustaría salir un rato -le digo a Ôshima después de abrir la biblioteca.
-¿Y adónde vas a ir?
-Al gimnasio del palacio de deportes, a hacer un poco de ejercicio. Últimamente apenas me muevo.
Por supuesto, no se trata sólo de eso. Es que no quiero encontrarme con la señora Saeki cuando, poco
antes del mediodía, venga a trabajar. Prefiero verla una vez que se me hayan serenado los ánimos.
Ôshima me mira fijamente a la cara y, tras una pequeña pausa, asiente.
-Pero ten muchísimo cuidado. No soy ninguna gal ina clueca y no querría ponerme pesado, pero, en tu
situación, toda precaución es poca.
-Tranquilo. Tendré cuidado -le digo.
Subo al tren con la mochila a la espalda. Me apeo en la estación de Takamatsu y me dirijo en
autobús al gimnasio de siempre. En vestuarios me pongo la ropa de deporte, empiezo a realizar el
circuito de ejercicios mientras escucho a Prince por el discman. Como pasado tanto tiempo sin
hacer deporte, mi cuerpo suelta, al principio, alaridos de dolor. Pero yo sigo adelante. Mi cuerpo está
reaccionando de manera normal, protestando, resistiéndose a la carga, que yo debo hacer es
engatusar esa reacción, derribarla. Y, mientras escucho Little Red Corvette,. Respiro hondo, retengo el
aire, lo expulso. Lo repito metódicame varias veces. Arrastro mis músculos, uno tras otro, hasta rozar la
frontera del dolor. Sudo a mares; la camiseta, empapada, pesa cada más. No paro de ir al surtidor de
agua a reponer líquido.
Mientras sigo en el mismo orden de siempre el circuito de aparatos, no se me va de la cabeza la
señora Saeki. Las relaciones sexuales que mantuvimos. Me esfuerzo en no pensar en nada. No es
tarea difícil. Me concentro en los músculos. Ahogo mi yo en aquel a serie movimientos rutinarios. Los
aparatos de siempre, la carga de siempre el mismo número de vueltas de siempre. Prince va
desgranándome oído Sexy Motherfucker. Tengo la punta del pene ligeramente resentida. Al orinar me
escuece la uretra. El glande está enrojecido. Mi pene que acaba de asomar del prepucio, es todavía
joven y sensible. Mi cabeza, repleta de densas obsesiones sexuales, de la voz escurridiza Prince y de
citas de tal libro o tal otro, está a punto de estal ar.
Me libero del sudor bajo la ducha, me cambio la ropa interior vuelvo a coger el autobús, regreso a
la estación. Tengo hambre, entro en el primer establecimiento que encuentro, un comedor que hay
frente a la estación, tomo una comida ligera. Mientras como me doy cuenta de que es el mismo local al
que fui justo el día en que l egué a Tak matsu. Por cierto, ¿cuántos días deben de haber transcurrido
desde entonces? Hace alrededor de una semana que vivo en la biblioteca. De de hacer, pues, unas tres
semanas en total. Saco el diario de la mochila y lo compruebo en un instante al hojearlo. De memoria me
es difícil calcular los días con exactitud.
Después de la comida, mientras me tomo el té, contemplo a gente que va y viene con aire
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atareado por el recinto de la estación. Todos se dirigen a alguna parte. Si yo quisiera, podría
convertirme en uno de ellos. Podría subirme a algún tren y dirigirme a un lugar distinto. Lo pienso.
Dejar todo lo que tengo aquí, abandonarlo todo, ir a una ciudad desconocida, volver a empezar de
cero. Como quien abre las páginas en blanco de un cuaderno. Podría irme a Hiroshima. O a Fukuoka.
Nada me ata. Soy libre al cien por cien. La mochila que llevo a la espalda contiene cuanto necesito
para vivir. Mudas de ropa, neceser, saco de dormir. Aún conservo casi todo el dinero que cogí del
escritorio de mi padre.
Pero no puedo irme a ninguna parte y eso lo sé yo muy bien.
-Pero no puedes irte a ninguna parte y eso lo sabes tú muy bien -me dice el joven l amado Cuervo.
Tú has tomado a la señora Saeki entre tus brazos, has eyaculado en su interior. Muchas veces. La
señora Saeki ha acogido tu semen cada vez. Todavía sientes escozor en el pene. Tu pene recuerda
aún el tacto de su vagina. Uno de los lugares que te pertenecen. Tú piensas en la biblioteca. Piensas
en los libros que se alinean sin palabras en las silenciosas estanterías durante las primeras horas
de la mañana. Piensas en Ôshima. En tu habitación, en Kafka en la orilla del mar colgado en la
pared, en la niña de quince años que viene a contemplar el cuadro. Sacudes la cabeza. No puedes
marcharte de aquí. No eres libre. Además, ¿de verdad quieres serlo?
En el recinto de la estación me cruzo varias veces con policías que están haciendo su ronda. Pero no
me prestan ninguna atención. Por todas partes hay chicos bronceados con una mochila a la espalda.
Yo debo de confundirme en el paisaje, como si fuera uno de ellos. No tengo miedo. Me basta con
actuar con naturalidad. Si lo hago, nadie se fijará en mí.
Me subo a un pequeño tren de dos vagones y vuelvo a la biblioteca.
-¡Bienvenido! -me dice Ôshima. Luego mira la mochila y me dice con pasmo-: ¡Ostras! ¿No me
digas que siempre vas por ahí con eso cargado a la espalda? Pero si pareces el niño ese que sale en
las tiras de Charlie Brown, el que siempre l eva consigo la manta.
Caliento agua, me bebo un té. Ôshima le da vueltas, como de costumbre, a un largo lápiz recién afilado
que tiene en la mano. (¿Adónde irán a parar sus lápices cuando se quedan cortos?)
−Esta mochila, para ti, simboliza la libertad, seguro -dice Ôshima Tal vez -digo.
-Quizá se experimente una felicidad mayor al poseer algo que simbolice la libertad que poseyendo la
libertad en sí misma. -A veces -digo.
−A veces -repite-. Si se celebrara un concurso de respuestas ves, seguro que tú te l evarías la
palma.
−Puede -digo.
−Puede -dice Oshima con pasmo-. Oye, Kafka Tamura. Puede que la mayoría de personas de
este mundo no deseen, en realidad, libres. Sólo están convencidos de que lo desean. Todo es una fan
sí. Si realmente consiguieran la libertad, la mayoría de la gente encontraría con graves problemas. No lo
olvides. A la gente, de he le gusta la falta de libertad.
−¿A ti también?
−Sí. A mí también. Hasta cierto punto, claro -dice Oshima Jean-Jacques Rousseau afirmaba que la
civilización nació cuando especie humana empezó a levantar barreras. Es una observación m perspicaz.
En efecto. Todas las civilizaciones son producto de la falta de libertad en parcelas. Sólo hay una
excepción: los aborígen australianos. El os preservaron hasta el siglo XVII una civilización sin barreras.
Eran libres hasta la raíz. Podían ir a donde les apeteciese cuando les apeteciera, hacer lo que les
apeteciera. Su vida era, literalmente, un constante ir de aquí para allá. Y andar de un lado p otro era,
para ellos, una profunda metáfora de la vida. Cuando llegaron los ingleses y construyeron cercas para
encerrar a los animales domésticos, el os no podían entender de ninguna manera qué significaba aquello.
Y, como eran incapaces de comprender aquel principio, los tacharon de seres peligrosos, antisociales,
los expulsaron al desierto. Así que también te recomiendo a ti, Kafka Tamura, que tengas cuidado. Al fin
y al cabo, los que mejor sobreviven en este mundo son los que levantan barreras altas y fuertes. Y si te
opones a ellos, te expulsarán al desierto.
Vuelvo a mi habitación y dejo la mochila. Después me dirijo a la cocina a preparar un café y se lo l evo
a la señora Saeki, como de costumbre. Sujetando la bandeja con una mano, subo con precaución
un escalón tras otro. El viejo entarimado cruje levemente. La vidriera del descansil o proyecta su bril ante
colorido en el suelo. Pongo los pies dentro de ese abanico de colores.
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La señora Saeki está frente a la mesa escribiendo. Dejo la taza de café. El a alza la vista y me indica
que me siente en la sil a de costumbre. La señora Saeki l eva una camiseta negra y, por encima de los
hombros, una camisa de color café con leche. Se ha echado el flequil o hacia atrás, sujeto con un
pasador, y en las orejas luce un par de pequeñas perlas.
Por unos instantes no dice nada. Está estudiando lo que acaba de escribir. La expresión de su rostro
es la habitual. Le pone el capuchón a la pluma, la deja sobre el papel. Abre las manos, comprueba
que no tiene los dedos manchados de tinta. A través de la ventana penetran los rayos de sol de una
tarde de domingo. En el jardín, alguien está conversando de pie.
-Ôshima me ha contado que estabas en el gimnasio -dice mirándome fijamente.
-Sí -digo.
−¿Qué tipo de ejercicios haces en el gimnasio?
-Aparatos y pesas -respondo.
--¿Y aparte de eso?
Sacudo la cabeza.
−Deportes solitarios, ¿no?
Asiento.
-Debes de querer ser más fuerte, imagino.
−Si no eres fuerte, no puedes sobrevivir. Particularmente en mi caso.
−¿Porque estás solo?
−Nadie va a ayudarme. Al menos hasta ahora nadie me ha ayudado. He tenido siempre que
apañármelas por mí mismo. Así que debo ser fuerte. Como un cuervo abandonado. Por eso me he
−puesto el nombre de Kafka. Porque Kafka, en checo, significa cuervo.
-¡Caramba! -exclama ella con cierta admiración-. Así que tú eres cuervo.
- Sí, en efecto -digo.
—Sí, en efecto —dice el joven l amado Cuervo.
-Pero esa forma de vida tiene sus límites. No puedes utilizar esa fuerza para levantar una mural a a
tu alrededor. Con la fuerza Buce de lo siguiente: que siempre puede venir alguien más fuerte que t
derribarla. Es lo que suele ocurrir.
-Es que la fuerza acaba convirtiéndose en fortaleza moral. La señora Saeki sonríe.
-Eres muy rápido en captar las cosas. Entonces yo digo:
-Lo que yo deseo, la fuerza que yo busco, no es aquella que l eva a ganar o a perder. Tampoco
quiero una mural a para repeler fuerzas que lleguen del exterior. Lo que yo deseo es una fuerza q me
permita ser capaz de recibir todo cuanto proceda del exterior resistirlo. Fortaleza para resistir en
silencio cosas como la injusticia, infortunio, la tristeza, los equívocos, las incomprensiones.
-Posiblemente sea ésa la fuerza más difícil de alcanzar. -Ya lo sé.
Su sonrisa se hace más amplia.
-Al parecer, lo sabes todo.
Sacudo la cabeza.
-En absoluto. Sólo tengo quince años, hay un montón de cosas que no sé. Cosas que no sé y que
debería saber. Por ejemplo, no nada acerca de usted.
La señora Saeki toma la taza de café y bebe un sorbo. -Cosas que tengas que saber sobre mí, en
realidad, no hay ninguna. Es decir, que entre las cosas que tú deberías saber, no hay ninguna
relacionada conmigo.
-¿Se acuerda todavía de la hipótesis?
-Por supuesto -dice-. Pero la hipótesis es tuya, no he sido yo quien la ha formulado. Así que no tengo
ninguna responsabilidad con res pecto a el a. ¿No es así?
-Sí, en efecto. Es quien ha formulado la hipótesis quien tiene que demostrarla -digo-. Querría
preguntarle una cosa.
-¿De qué se trata?
−Usted, hace tiempo, escribió y publicó un libro sobre personas que habían recibido la descarga de
un rayo, ¿no es cierto? -Sí.
−¿Podría conseguir un ejemplar?
Sacude la cabeza.
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-Para empezar, se publicaron pocos ejemplares. Además, hace mucho que se editó e imagino que
debieron de saldar los era una recopilación de entrevistas a personas que habían sobrevivido a la
descarga de un rayo, y eso no interesó a nadie.
- ¿Y cómo es que usted se interesó por el o?
-Pues no sé a qué se debió. Tal vez encontrara en ello algo simbólico. O, tal vez, con la finalidad de
mantenerme ocupada, me buscara un objetivo cualquiera para mantener el cuerpo y la mente en
movimiento. Cuál pudo ser el motivo último, eso ahora mismo ya no
lo recuerdo. Sea como fuere, cierto día, de repente, se me ocurrió la idea y empecé la investigación. En
aquel a época yo escribía, pero ya que económicamente tenía mis necesidades cubiertas, podría
disponer de tiempo libre y hacer, hasta cierto punto, lo que quisiera. Pero el trabajo en sí mismo fue muy
interesante. Conocí a mucha gente, puede escuchar muchas historias diferentes. Si no hubiera
realizado aquel trabajo, tal vez me hubiese ido alejando cada vez más de la realidad,
encerrándome, más y más, en mí misma.
- Mi padre, cuando era joven, trabajó a media jornada como cadi en un campo de golf y también
recibió la descarga de un rayo. Se salvó de milagro. Pero las personas que iban con él murieron.
-Hay mucha gente que ha muerto en campos de golf a consecuencia de la descarga de un rayo.
Son lugares grandes, llanos, con pocos sitios para guarecerse. Los rayos adoran los clubes de golf.
El apellido de tu padre debía ser Tamura, claro.
- Si, y creo que tenía, más o menos, la misma edad que usted.
El a sacude la cabeza.
−No recuerdo a ningún Tamura. Entre la gente a la que entrevisté no había nadie que se l amara
así.
Permanezco en silencio.
−Eso también era parte de tu hipótesis, ¿verdad? Que cuando yo estaba escribiendo el libro sobre
los rayos conocí a tu padre y que, como resultado, naciste tú.
-En efecto.
−Pues, entonces, aquí acaba la historia. Este suceso no se produjo nunca. O sea, que tu hipótesis
no tiene fundamento alguno.
−No lo creo -digo.
−¿No lo crees?
−No me creo lo que me está diciendo
− -¿Y por qué?
-Por ejemplo, porque en cuanto he nombrado el apellido Tamura, me ha
dicho que no había nadie ha nombrado el apel ido Tamura que se l amara así. ha nombrado el apellido Tamuque
se llamara así. Sin pensárseSin pensárselo dos veces. Usted entrevistó a mucha gente y de eso ya hace
de veinte años. ¿Cómo se iba a acordar al instante de que no ha ninguno entre el os que se l amara
Tamura?
La señora Saeki sacude la cabeza. Bebe otro sorbo de café. Esboza una pálida sonrisa.
—Oye, Tamura. Yo... —empieza a decir, pero se detiene. Busca palabras.
Espero a que las encuentre.
—Tengo la impresión de que, a mi alrededor, las cosas han empezado a transformarse —dice la
señora Saeki.
—¿Qué cosas?
—No sabría decirte. Pero lo sé. La presión del aire, la reverberación del sonido, el reflejo de la luz,
el movimiento de los cuerpos el flujo del tiempo. Todo ello está cambiando poco a poco. Es como si
una acumulación de incesantes cambios diminutos fuera formando una gran corriente. —La señora
Saeki toma su Montblanc negra la contempla, vuelve a dejarla en su sitio. Luego me mira de frente
Lo que pasó anoche entre nosotros, en tu habitación, creo que también es uno de esos cambios.
No sé si lo que hicimos está bien no. Pero yo, en aquel momento, decidí no obligarme a mí misma a
juzgar. Pensé que, si fluía la corriente, dejaría que me arrastrara también a mí.
— ¿Puedo decirle lo que pienso de usted? —Pues, claro.
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—Lo que está haciendo es, tal vez, recuperar el tiempo perdido. La señora Saeki reflexiona unos
instantes sobre el o.
—Quizá sí —dice—. Pero ¿cómo lo sabes?
—Porque yo tal vez esté haciendo lo mismo.
— ¿Recuperar el tiempo perdido?
—Sí —digo—. A mí, desde que era pequeño, me han ido robando muchas cosas. Muchas cosas
valiosas. Y ahora tengo que recuperarlas, aunque sólo sea una parte de el as.
—Para seguir viviendo.
Asiento.
—Debo hacerlo. Para una persona es importante tener algo así como un lugar al que poder volver.
Ahora tal vez esté todavía a tiempo. Posiblemente. Yo, y también tú.
La señora Saeki cierra los ojos, une los dedos de ambas manos sobre la mesa. Después vuelve a
separarlos, resignada.
_ ¿.Quién eres? —Pregunta la señora Saeki—. ¿Cómo sabes tantas cosas y las sabes tan bien?
«Quién soy yo, seguro que tú también lo sabes», le dices a la señora Saeki. Yo soy Kafka en la
orilla del mar. Tu amado, tu hijo. El joven llamado Cuervo. Ninguno de los dos puede ser libre.
Estamos siendo engullidos por un remolino. A veces nos encontramos fuera del tiempo. En algún lugar fuimos alcanzados por un rayo. Por un rayo que no tenía ni sonido ni forma.
Esa noche volvéis a hacer el amor. Tú escuchas cómo se va llenando el vacío que hay dentro de
ti. Es un sonido tan leve como el de la fina arena de la playa desmenuzándose bajo la luz de la luna.
Contienes el aliento, aguzas el oído. Estás dentro de una hipótesis. Estás fuera de el a. Estás dentro.
Estás fuera. Inspiras, .retienes el aire, espiras. Inspiras, retienes el aire, espiras. Prince canta sin
descanso, como un molusco, dentro de tu cabeza. La luna asciende en el cielo, la marea avanza. El
agua del mar se vierte en el río. Las ramas del árbol que hay junto a la ventana tiemblan
nerviosamente. Tú la abrazas. El a esconde la cara en tu pecho. Tú percibes su aliento en tu pecho
desnudo. Ella palpa cada uno de tus músculos. Lame dulcemente tu pene enrojecido como si lo
aliviara. Eyaculas una vez más en su boca. El a traga tu semen como si fuera algo precioso. Besas su
sexo. Lo recorres con la punta de la lengua. Te conviertes ahí en otra persona, en otra cosa. Estás en
otro lugar.
—Dentro de mí no hay una sola cosa que tengas que saber —dice el a. Hacéis el amor hasta que l ega
la mañana del lunes, aguzáis el oído al tiempo que pasa.
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Los negros y gigantescos nubarrones cruzaron la ciudad con lentitud y, como si quisieran
averiguar los entresijos de una moralidad perdida, soltaron todos los relámpagos en rápida
sucesión, de tal forma que, pronto, sólo quedaron unos pálidos ecos de la ira que llegaba desde
el cielo del este. Al mismo tiempo, la violenta lluvia cesó de repente. Siguió una extraña calma. El
joven Hoshino se levantó, abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco. Ya no quedaba ni rastro de los oscuros nubarrones, el cielo volvía a estar cubierto por una membrana de
tonalidad pálida. Todos los edificios que aparecían ante sus ojos estaban empapados de l uvia, las
grietas que recorrían las paredes estaban ennegrecidas, como las venas de un anciano. Los postes
de la electricidad goteaban, se habían formado charcos por doquier. Los pájaros que huyendo de la
lluvia se habían refugiado en alguna parte empezaban a salir de nuevo y trinaban buscando los
insectos que la l uvia había empapado.
El joven Hoshino giró varias veces la cabeza de un lado a otro, comprobó en qué estado se
encontraban sus huesos. Luego se desperezó tanto como pudo. Se sentó junto a la ventana,
permaneció unos instantes contemplando el paisaje tras la lluvia, se sacó un Marlboro del bolsillo,
le prendió fuego con el mechero.
-Pero oye, Nakata, yo casi me mato dándole la vuelta a la piedra para abrir la «entrada» esa, y
¿qué ha pasado? Pues nada. Ni ranas, ni demonios ni cosas raras. Nada. Con todos esos truenos
terroríficos reventando por ahí, el decorado era cojonudo, pero luego va y no hay espectáculo. Si te
digo la verdad, me he quedado con las ganas.
No hubo respuesta. Al volverse vio a Nakata sentado todavía sobre sus piernas, pero en ese
momento estaba inclinado hacia delante, tenía ambas manos apoyadas en el suelo y los ojos
cerrados. Parecía un insecto mojado por la l uvia.
-¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? -preguntó entonces el oven Hoshino.
−Disculpe, pero Nakata está cansado. No se encuentra muy bien A ser posible, le gustaría
acostarse y dormir un rato.
Ciertamente, la sangre parecía haber huido del rostro de Nakata, que estaba blanco como una
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sábana. Tenía los ojos hundidos, incluso le temblaban un poco los dedos. Tenía aspecto de haber
envejecido años en cuestión de unas pocas horas.
−Vale. Ahora mismo te extiendo el futón y te acuestas. Y duerme tanto como quieras -dijo
Hoshino-. Pero ¿estás bien? No te dolerá la cabeza, o tendrás vómitos, o te silbarán los oídos, o
querrás hacer caca... ¿Nada de eso? ¿No? ¿Quieres que l ame a un médico? ¿Tienes cartil a del
seguro?
-Sí. El señor gobernador me dio una cartilla de la sanidad pública, la tengo guardada dentro de la
bolsa.
−¡Ah, muy bien! Sin embargo, ya sé que no es el momento de andarse con estas chorradas, pero
las cartil as del seguro no las da el gobernador. La sanidad pública es para todos los japoneses, es el
gobierno japonés quien da las cartillas. No conozco muy bien el tema, pero es así como creo que
va. No tiene por qué ser el gobernador quien siempre te lo esté dando todo. Así que intenta
olvidarte un poco de él, ¿vale? -dijo el joven sacando el futón del armario empotrado y
tendiéndolo en el suelo.
−Sí. De acuerdo. La cartil a sanitaria no la da el gobernador. Y yo intentaré olvidarme un poco del
gobernador. Pero, señor Hoshino, en cualquier caso, Nakata no necesita ningún médico. Sólo con
acostarse y dormir se pondrá bien.
−Escucha, Nakata. ¿Vas a dormir tanto como el otro día? ¿Treinta y seis horas seguidas o así?
−Mil perdones, pero Nakata no puede responderle a esto. Es que Nakata no decide de antemano
cuánto tiempo va a dormir.
-Sí, claro. Tienes razón -dijo el joven-. La gente no calcula lo que podrá dormir. Vale, vale.
Duerme tanto como quieras. Hoy ha sido -un día muy duro. Con todos esos truenos y, además, la
historia de la piedra. Pero, bueno, hemos abierto la piedra esa. Y una cosa así no pasa todos los
días, ¿no? Has hecho trabajar mucho la cabeza y ahora debes de estar hecho polvo. Así que no te
preocupes por nada y duerme hasta que el corazón te diga basta. Del resto ya me encargaré yo
solito. Tú duerme tranquilo.
-Muchas gracias, señor Hoshino. No he dejado de ocasionarle molestias ni un solo instante.
Por más que se lo agradezca, nunca se lo agradeceré bastante. Si no hubiera sido por usted, Nakata
se habría encontrado completamente perdido. Teniendo en cuenta, además, que usted tiene un
trabajo importante que hacer.
-¡Jo! ¡Pues sí! -exclamó el joven con voz fúnebre. Habían sucedido tantas cosas, sin tregua
entre una y otra, que Hoshino había olvidado por completo su trabajo-. Ahora que lo dices, es
cierto. Ya va siendo hora de que vuelva al trabajo. El patrón debe de estar hecho una furia. Le
solté de repente por teléfono que tenía un compromiso, que me cogía dos o tres días de fiesta.
Y no me ha vuelto a ver el pelo. Cuando regrese, me va a pegar una bronca descomunal.
Hoshino se encendió otro Marlboro. Exhaló el humo despacio. Luego le hizo muecas a un cuervo
que estaba posado en lo alto de un poste eléctrico.
-¡En fin! Que diga el patrón lo que le venga en gana. Y si quiere explotar de la rabieta, pues que
explote. Ya llevo demasiados años sacándole las castañas del fuego y trabajando como un burro. «
¡Eh, Hoshino! Que falta personal. ¿Podrías ir tú esta noche a Hiroshima?» «Sí, patrón. Ahora voy.»
Haciendo siempre lo que me dice, sin rechistar. Así he acabado con la espalda hecha polvo. Suerte que
el otro día me la arreglaste tú, que si no... ¡Ya me dirás por qué tengo que arruinarme la salud, a los
veinticinco años, por un trabajo de mierda! No se va a hundir el mundo porque me tome unas
vacaciones, digo yo. Pero, escucha, Nakata...
Al decir eso, el joven se dio cuenta de que Nakata ya estaba profundamente dormido. Con los ojos
cerrados con fuerza, la cara vuelta hacia el techo, los labios apretados formando una línea horizontal,
respiraba apaciblemente por la nariz. Junto a su almohada permanecía la piedra vuelta del otro
lado.
-¡Caray! Éste se duerme en un periquete -dijo el joven admirado. Sin saber qué hacer, se quedó
un rato tumbado viendo la televisión, pero los programas de la tarde eran todos tan aburridos que
Hoshino no los pudo soportar y decidió salir. Además se había quedado sin una sola muda de ropa
interior, ya iba siendo hora de renovar existencias. Nada se le daba peor a Hoshino que hacer la
colada. Antes que lavarse los calzoncillos prefería comprarse unos calzoncillos nuevos baratos.
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Fue á 1á recepción del hotel, pagó el alojamiento del día siguiente, les dijo que su compañero
estaba muy cansado y que dormía, que no lo molestaran.
—Claro que, aunque intentarais despertarlo, no lo lograríais - añadió.
Hoshino recorrió las calles sin rumbo, aspirando el olor a lluvia. Con su gorra de los Chúnichi
Dragons, sus Ray-ban de cristales verdes y su camisa hawaiana. Fue a parar delante de la
estación, compró el periódico en el quiosco. En la sección de deportes miró cómo iba el Chúnichi
Dragons (había perdido en el campo del Hiroshima), y luego echó una ojeada a la cartelera de cine.
Daban la última película protagonizada por Jackie Chan y decidió ir a verla. La hora del pase le iba
de maravilla. En el puesto de policía preguntó dónde estaba el cine y, como resultó que se
encontraba muy cerca de la estación, decidió ir andando. Compró la entrada, entró en el local,
vio la película mientras se comía unos cacahuetes tostados con mantequil a.
Cuando acabó la película, al salir del cine, anochecía. No tenía mucho apetito, pero, ya que
no se le ocurría nada mejor, decidió ir a comer algo. Entró en una sushi-ya que vio por las
inmediaciones, pidió una ración de nigirizush y una cerveza. Apenas pudo beberse media. Debía de
estar más cansado de lo que se pensaba.
«Es normal. La piedra pesaba como un muerto. Pues claro que estoy cansado», se dijo el joven.
«Me siento como aquella porquería de casa que hizo el mayor de Los tres cerditos. Al primer soplo
del malvado lobo feroz me iría a parar a Okayama.»
Al salir de la sushi-ya vio un pachinko y entró. Perdió dos mil yenes en un abrir y cerrar de
ojos. Por lo visto no estaba en forma. Resignado, salió del pachinko, empezó a vagar de nuevo
por las calles. Mientras andaba, recordó de repente que aún no había comprado la ropa interior.
«¡Qué va! desastre! Pero si he salido justamente para eso», se dijo. Entró en una tienda del
barrio comercial que anunciaba grandes descuentos, compró calzoncillos, camisetas de color
blanco y calcetines. Por fin podría tirar la ropa sucia. También iba siendo hora de cambiarse la camisa
hawaiana, pero, tras husmear por varias tiendas, llegó a la conclusión de que en Takamatsu no
le iba a ser fácil encontrar una camisa que le gustara. Tanto en verano como en invierno solía
llevar camisas hawaianas, pero eso no quería decir que se conformara con cualquiera.
Entró en una panadería del barrio comercial y, barajando la posibilidad de que Nakata se
despertara a medianoche con hambre, compró algunos panecil os. También compró un pequeño tetra
brik de zumo de naranja. Luego entró en el banco, retiró cincuenta mil yenes del cajero automático
y se los metió en la cartera. Al mirar el saldo comprobó que aún le quedaba bastante dinero.
Durante los últimos años había estado tan ocupado que apenas había tenido tiempo de gastarse el
sueldo.
Ya había anochecido por completo. De repente, le entraron ganas de tomarse un café. Buscando
por los alrededores, descubrió el letrero de una cafetería en una zona un poco apartada del
barrio comercial. Se trataba de una cafetería antigua, de esas que apenas se ven hoy en día.
Entró, se sentó en un sillón mullido y confortable, pidió café. Por unos altavoces de fabricación
inglesa de madera de nogal sonaba música de cámara. Hoshino era el único cliente. Apoltronado en el sillón, el joven se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, se sentía
completamente en paz. La calma y la naturalidad que emanaban de todas las cosas del local le
producían una sensación muy placentera. El café, servido en una preciosa taza, era espeso y
exquisito. Con los ojos cerrados y la respiración tranquila aguzó el oído para escuchar aquel
antiguo entrelazado. Apenas había escuchado música clásica a lo largo de su vida, pero aquella
melodía, no sabía por qué, lo relajaba. Incluso se podía decir que lo invitaba a reflexionar.
Hundido en el mullido sillón, mientras escuchaba la música con los ojos cerrados, dejó correr
sus pensamientos. Se centró básicamente en su persona. Pero, cuantas más vueltas le daba, más
carente de sustancia se encontraba a sí mismo. Le dio la impresión de no ser más que un
apéndice sin sentido en relación con lo que al í había.
«Por ejemplo, yo, hasta ahora, he sido un gran hincha de los Chúnichi Dragons. Pero ¿qué son,
para mí, en realidad, los Chúnichi Dragons? ¿Seré mejor persona si ganan a los Yomiuri Giants?
¡Qué va!», pensó el joven. «Entonces, ¿por qué, hasta ahora, los he apoyado como si formaran parte
de mí mismo?
»Nakata dice que está vacío. Tal vez sea cierto. Pero, en ese caso, ¿que diablos soy yo? Nakata dice
que se quedó vacío a raíz de un accidente que tuvo cuando era niño. Pero a mí no me ha pasado
nada. Si Nakata tiene la mente vacía, yo, lo mire como lo mire, la tengo mucho más vacía.
Nakata, como mínimo... Nakata, como mínimo, posee ese algo que me hizo seguirlo expresamente
hasta Shikoku. Algo especial. Algo que ni yo mismo acabo de entender de qué se trata.»
El joven pidió otro café.
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-¿Le gusta nuestro café? -le preguntó el dueño, de pelo canoso acercándosele. (Hoshino, por
supuesto, no lo sabía, pero era un antiguo funcionario del Ministerio de Educación que, al
jubilarse, había vuelto a su Takamatsu natal y había abierto una cafetería donde se servía buen
café y se podía escuchar música clásica.)
-¡Mmm! Muy bueno. Y tiene muy buen aroma.
-El grano lo tuesto yo mismo. Selecciono los granos a mano, uno a uno.
-Ah! Así se entiende que sea tan bueno. -¿Le molesta la música?
-¿La música? ¡Ah, no! Es muy buena. No me molesta. ¡Qué va! Para nada. ¿Quién toca?
-Un trío compuesto por Rubinstein, Heifetz y Feuermann. En su época los l amaban el «Trío del
mil ón de dólares». Eran grandes artistas. La grabación es de 1941, pero su brillo no se ha
apagado en absoluto.
-Sí, eso me parece a mí. Las cosas buenas no envejecen.
−También hay quien prefiere una versión del Trío del archiduque un poco más estructurada, más
clásica, más ortodoxa. Como la de Oistrach, por ejemplo.
−¡Qué va! Ésta está bien -dijo el joven-. Tiene algo, no sé, algo dulce.
-Muchas gracias -dijo el dueño, agradeciéndoselo educadamente en nombre del Trío del mil ón
de dólares.
Al retirarse el dueño, Hoshino prosiguió su labor introspectiva mientras saboreaba una segunda
taza de café.
«Pero yo, ahora, a Nakata le sirvo para algo. Puedo leer por él. Fui yo, además, quien encontró
la piedra. La verdad es que, ayudando a la gente, uno se siente pero que muy bien. Es la
primera vez en la vida que me pasa algo así. He dejado el trabajo tirado, he venido expresamente
hasta Shikoku, me he visto involucrado en una locura tras otra, pero, a pesar de todo, no me
arrepiento.
»No sabría explicarlo, pero es como si ahora tuviese la sensación real de estar en el lugar
correcto. La pregunta esa ”pero quién diablos soy yo", cuando estoy junto a Nakata deja de tener
importancia. Si he de compararlo con algo, tal vez sea un poco exagerado, pero es como se
debían de sentir los discípulos de Buda o Jesucristo. "Cuando estoy con Buda, me siento así", y
todo eso. Antes que hablar de dogmas, verdades y cosas complicadas, tal vez se diera eso.
»Cuando era pequeño, mi abuelo me contaba historias de los discípulos de Buda. Había uno
que se llamaba Myóga. Era tan tonto, que ni siquiera podía aprenderse bien los sutras más
sencillos. Por eso los otros discípulos se reían de él. Un día, Buda le dijo: "¡Eh, Myóga! Como tú
eres tonto, no hace falta que te aprendas los sutras. A cambio te sentarás en la entrada y limpiarás
los zapatos de todos nosotros". Corno Myóga era obediente, no le replicó: "¡No me fastidies, tío!
¡Límpialos tú!". Y durante diez, veinte años, estuvo limpiando como una hormiguita los zapatos de
todos, tal como le había dicho Buda. Hasta que un día, de repente, alcanzó la Verdad Absoluta y
llegó a ser uno de los discípulos más destacados de Buda.»
Hoshino recordaba esa historia. La razón por la cual la recordaba tan bien era porque siempre
había pensado que limpiar durante diez o veinte años los zapatos de los demás era, lo miraras
por donde lo mirases, una mierda de vida. «Será broma, ¿no?», se había dicho siempre. Pero,
ahora, al volver a pensar en la historia, se dio cuenta de que despertaba un eco distinto en su
corazón. «La vida siempre es una mierda», pensó el joven. Lo que pasaba era que él, de niño, no lo
sabía.
Eso fue lo que pensó antes de que finalizara el Trio del archiduque. Aquel a música le ayudaba a
pensar. Cuando se disponía a salir de la cafetería, l amo al dueño
−¡Eh, oye! ¿Cómo se llamaba , me lo has dicho antes, pero ya no me acuerdo
−-El Trío del archiduque, de Beethoven.
− ¿Trío de archi-buque? ¿De la marina de guerra?
-No, no se trata del Trío del archi-buque sino del Trío del archiduque. Beethoven compuso esta
melodía para el archiduque Rodolfo de Austria. Por eso la obra es vulgarmente conocida como
Trío del archiduque, aunque el título de verdad sea otro. El archiduque Rodolfo era hijo del
emperador Leopoldo II, o sea, que pertenecía a la familia imperial. Era un muchacho muy dotado
para la música y, desde los dieciséis años, fue discípulo de Beethoven, de quien aprendió piano
y teoría musical. Y llegó a sentir un profundo respeto por su maestro. Pero el archiduque no fue
nunca un pianista excelente o un gran compositor, sin embargo, en el terreno práctico le tendió
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una mano a Beethoven, que se manejaba mal en la vida, y le prestó ayuda tanto en lo público
corno en lo privado. Si no hubiera sido por el archiduque, las penalidades de Beethoven hubieran
sido mucho mayores.
-La verdad es que, en este mundo, también es necesario ese tipo de personas.
-En Efecto
-Si el mundo estuviera compuesto sólo de sabios y genios, andaría muy mal. Hace falta alguien que
esté alerta y que despache los asuntos.
-Tiene usted toda la razón. Si todos fuéramos sabios y genios, el mundo se encontraría en una
situación muy apurada.
-Es buena esa melodía.
-Es una pieza maravil osa. No te cansas nunca de escucharla. Es el más logrado, el más exquisito
terceto para piano que Beethoven escribió jamás. Lo terminó a los cuarenta años y jamás volvió a
componer otro terceto para piano. Es posible que él mismo sintiera que con ese terceto había l egado a
la cima de la perfección formal.
-Me parece que lo entiendo. Todas las cosas deben tener una cima. – dijo el joven Hoshino.
-Visítenos de nuevo.
-Sí, volveré.
De regreso a la habitación, Nakata seguía durmiendo, tal como Hoshino había previsto. Como
era la segunda vez que ocurría, el joven no se extrañó demasiado. Bastaba con dejarlo dormir
cuanto quisiera. La piedra continuaba en la misma posición, junto a su almohada. El joven
dejó la bolsa del pan al lado de la piedra. Luego se metió en el baño y se cambió de ropa
interior. Embutió la que había llevado puesta hasta entonces en una bolsa de papel y la tiró a la
basura. Se tumbó en el futón y se quedó dormido al instante.
A la mañana siguiente se despertó poco antes de las nueve. En el futón de al lado, Nakata
seguía durmiendo sin cambiar de postura. Respiraba de forma tranquila y acompasada. Estaba
profundamente dormido. Hoshino desayunó solo y le dijo a la camarera del ryokan que su compañero
aún estaba durmiendo, que no lo despertara.
No hace falta que retires el futón -le dijo.
¿No hay problema con que duerma tanto tiempo? -preguntó la camarera.
Tranquila, tranquila. No se nos va a morir. No te preocupes. Tiene que dormir para recuperar las
fuerzas. Me lo conozco bien al tipo este.
En la estación compró el periódico, se sentó en un banco y leyó la cartelera. En el cine que
se encontraba cerca de la estación pasaban una sesión retrospectiva de François Truffaut. No
tenía la menor idea de quién era (ni siquiera si se trataba de un hombre o de una mujer), pero
la sesión era doble, ideal para matar el tiempo hasta el anochecer, así que decidió ir a verla.
Pasaban Los cuatrocientos golpes y Tirad sobre el pianista. Los espectadores se podían contar con
los dedos de una mano. A Hoshino no se le podía considerar un gran aficionado al cine. Pisaba
los cines en raras ocasiones y lo único que veía eran películas de kung-fu o de acción. Así que
era lógico que hubiera muchas partes o situaciones de aquellas obras del primer Truffaut que le
resultaran un poco difíciles de entender, y que encontrara terriblemente lento el tempo de
aquellas películas viejas. Sin embargo, disfrutó con la particular atmósfera de la película, con
la tonalidad de las imágenes, con los sugestivos retratos psicológicos de los personajes. Al menos
no se aburrió ni se le pasó por la cabeza que estarse mirando aquello fuese una pérdida de
tiempo. Al contrario. Al acabar de ver la película casi se sentía en disposición de ver otra del
mismo director.
Después de salir del cine caminó hasta el barrio comercial y se dirigió a la cafetería de la noche
anterior. El dueño se acordaba de él. El joven se sentó en el mismo sillón y pidió un café. También
ese día era el único cliente. Por los altavoces sonaba un concierto de violonchelo.
-Un concierto de Haydn. El número uno. El violonchelo es Pierre Fournier -le dijo el dueño al traerle el
café.
-Suena como muy natural -dijo el joven Hoshino.
-Tiene usted toda la razón -convino el dueño de la cafetería-. Pierre Fournier es uno de mis
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músicos favoritos. Es como un buen vino. Tiene aroma, tiene cuerpo, caldea la sangre, te alienta
en silencio. Yo siempre le llamo «maestro Fournier». Por supuesto, no lo conozco personalmente,
pero para mí se ha convertido en una especie de maestro vital.
Aguzando el oído al fluido y exquisito violonchelo de Fournier,
el joven se acordó de su niñez. De cuando iba todos los días a un río
cercano a pescar peces, especialmente lochas. «En aquella época, yo no tenía por qué pensar
en nada», se dijo el joven. «Había bastante con ir viviendo. Sólo por el simple hecho de vivir, yo ya
era alguna cosa. Era algo espontáneo. Pero, en un momento dado, dejó de ser así. Vivir me fue
convirtiendo en nada. ¡Qué va! cosa tan extraña! La gente nacemos para vivir, ¿verdad? ¿Cómo es que
yo, conforme he ido viviendo, he ido perdiendo contenido hasta convertirme en una persona vacía? Y
además, de aquí en adelante, a medida que vaya viviendo posiblemente siga convirtiéndome en una
persona más vacía aún, que, valga menos todavía. Aquí hay un error. No puede pasar una cosa tan
extraña. En alguna parte debe de poder cambiarse la dirección de la corriente.
−¡Eh! ¡Oye! -El joven llamó al dueño, que se encontraba junto a la caja registradora.
-¿Qué desea?
−Si tienes tiempo y no te molesta, te vienes aquí y charlamos un rato, ¿vale? Me gustaría saber
cosas de ese Haydn que ha compuesto la melodía.
El dueño se acercó y empezó a hablar con fervor de Haydn y de su música. El dueño era una
persona más bien reservada, pero cuando se trataba de música clásica se volvía muy locuaz. Explicó
cómo Haydn se había convertido en un músico contratado, cómo había servido a diferentes monarcas a
lo largo de su vida y la gran cantidad de obras que, a sus órdenes, había compuesto por encargo de
éstos. Habló de lo realista, afable, humilde y magnánimo que era. De cómo, al mismo tiempo, era
una persona compleja, con silenciosas tinieblas en su interior.
-En cierto sentido, Haydn es un enigma. A decir verdad, nadie puede comprender el violento pathos
que, en su fuero interno, escondía Haydn. Pero en la época feudal en la que nació no le quedaba
más remedio que ocultar hábilmente su personalidad bajo una capa de sumisión y vivir de manera
alegre y elegante. Si no lo hubiera hecho así, seguro que habría sido aplastado. Mucha gente lo
infravalora al compararlo con Bach o con Mozart. Tanto en lo que respecta a su música como en lo
que respecta a su vida. Si bien es cierto que, a través de su larga vida, fue moderadamente reformista,
jamás se situó en la vanguardia. Pero si se le escucha con amor, y con gran atención, en sus notas
puede descubrirse un anhelo oculto hacia un yo moderno. Éste siempre permanece escondido en la
música de Haydn como un eco lejano lleno de contradicciones. Escuche, por ejemplo, este acorde.
¡Mire! Es muy suave, pero posee un espíritu obstinado y centrípeto, l eno de una curiosidad abierta
como la de un muchacho.
-Como una película de François Truffaut.
-¡Exacto! -exclamó el dueño, y le dio sin pensar un golpecito en el hombro-. ¡Tiene usted toda la
razón! También podemos encontrarlo en las obras de Truffaut. Un espíritu obstinado y centrípeto,
l ego de una curiosidad abierta como la de un muchacho.
Cuando terminó la música de Haydn, el joven le pidió que le dejara escuchar de nuevo la versión de
Rubinstein, Heifetz y Feuermann del Trío del archiduque. Mientras aguzaba el oído para percibir la
música, volvió a sumirse en largas reflexiones.
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«De momento, voy a seguir a Nakata mientras pueda. ¡Y lo del trabajo, ya se andará!», decidió
Hoshino.
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A las siete de la mañana, cuando suena el teléfono, estoy profundamente dormido. Sueño
que me encuentro en el fondo de una caverna, linterna en mano, agachado, buscando algo en la
oscuridad. Luego oigo que me llaman desde la entrada de la cueva. Pronuncian mi nombre. En la
distancia. Débilmente. Respondo a voz en grito desde donde estoy. Pero ese alguien no me oye.
Continúa llamándome con insistencia. No tengo más remedio que incorporarme y dirigirme hacia
la entrada. «¡Qué va! ¡Lástima! Un poco más y lo habría encontrado», pienso. Pero, al mismo
tiempo, en mi fuero interno me siento aliviado por no haber podido encontrar ese algo. En ese
punto abro los ojos. Miro a mí alrededor, voy recogiendo despacio los fragmentos de mi
conciencia. Comprendo que está sonando el teléfono. Es el aparato que hay en el pupitre de la
biblioteca. La luz brillante de la mañana penetra a través de las cortinas y veo que la señora
Saeki ha desaparecido. Estoy solo en la cama.
Salto de la cama en camiseta y bóxers y me dirijo al lugar donde se halla el teléfono. Tardo
bastante tiempo en llegar, pero el teléfono sigue sonando incansable.
-Diga.
-¿Estabas durmiendo? -pregunta Ôshima.
-Sí -respondo.
-Me sabe mal haberte despertado tan temprano en un día de fiesta pero tenemos problemas.
-¿Problemas?
-Luego te lo explicaré todo, ahora debes marcharte de ahí por un tiempo. Recoge tus cosas
deprisa, que nos vamos de ahí. En cuanto l egue al aparcamiento, ven enseguida y sube al coche sin
decir nada. ¿Comprendido?
-Comprendido -digo.
Vuelvo a mi habitación y recojo todas mis cosas tal como me dicho. No hace falta apresurarse. Me
bastan cinco minutos. Con coger la colada puesta a secar en el lavabo y embutir en la mochila el
neceser, mis libros y el diario, ya tengo listo el equipaje. Me vis arreglo la cama. Aliso las arrugas de las
sábanas, ahueco la almohada coloco bien el edredón. Borro todas las huellas de mi paso por Luego
me siento en una silla y pienso en la señora Saeki que debe de encontrarse aquí hasta hace sólo
unas horas.
Veinte minutos después, antes de que el Mazda Road Star en en el aparcamiento, ya me he
tomado un ligero desayuno consiste te en leche y cereales. Friego los platos y los guardo. Me lavo los
dientes y la cara. Estudio mi rostro frente al espejo. Y, en aquel preciso instante, l ega a mis oídos el
ronroneo de un motor procedente del aparcamiento.
Pese al buen tiempo, el coche l eva bajada la capota de color tostado. Con la mochila a la espalda,
me acerco al coche a paso rápido y me acomodo en el asiento junto al conductor. Oshima ata con
mano diestra la mochila al portaequipajes, igual que la otra vez. Lleva unas gafas oscuras tipo Armani,
una camiseta blanca con el cuel o de pico y una camisa de lino a cuadros por encima de los hombro&
Unos tejanos también blancos y unas zapatillas Converse de color azul marino de corte bajo. Un
atuendo informal para un día de fiesta. Me pasa una gorra de color azul marino. Lleva el logo de
North Face.
-Decías que habías perdido la gorra por alguna parte, ¿verdad? Entonces, ponte ésta. Para taparte la
cara cualquiera te servirá.
-Gracias -digo. Me la pongo. Oshima estudia cómo me queda y asiente satisfecho.
−Gafas de sol sí tienes, ¿verdad?
Asiento, me saco las Revo de color azul celeste del bolsil o y me las pongo.
−Muy cool -dice Oshima mirándome-. A ver..., sí, ponte la gorra del revés.
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Me echo la visera hacia atrás, tal como me dice.
Oshima vuelve a asentir.
-Perfecto. Pareces un cantante de rap de buena familia.
Luego pone la primera marcha, pisa despacio el acelerador, suelta el embrague.
−¿Adónde vamos? -pregunto.
-Al mismo sitio de la otra vez.
-¿A las montañas de Kóchi?
Ôshima asiente.
-Sí. Otro largo viaje en coche -dice. Conecta el equipo estéreo, suena una alegre pieza para
orquesta de Mozart. Recuerdo haberla escuchado antes. ¿Será la Serenata de Posthorn, tal vez?
-¿Acabaste harto de las montañas?
-No. Aquel lugar me gusta mucho. Es tranquilo, puedo leer tanto como quiera.
-Perfecto -dice Oshima.
-Bueno, ¿y de qué problemas hablabas?
Ôshima dirige una mirada seria al espejo retrovisor. Luego me lanza una rápida ojeada y vuelve la vista
al frente.
-En primer lugar, la policía ha vuelto a ponerse en contacto conmigo. Anoche me llamaron a
casa. Parece que ahora te están buscando en serio. Esta vez me dieron una impresión
completamente distinta.
-Pero yo tengo una coartada. ¿No es cierto?
-Por supuesto. Tú tienes una coartada sólida. El día en que se cometió el crimen, tú estabas en
Shikoku. Y ellos no tienen ninguna duda al respecto. Pero podía tratarse de un caso de confabulación.
También existe esa posibilidad.
−¿Confabulación?
−Tú podrías tener un cómplice. A eso se refieren.
¿Un cómplice? Sacudo la cabeza.
-¿Y de dónde han sacado esa historia?
−Ayer, a diferencia de la otra vez, la policía no me contó gran cosa. Suelen ser muy pródigos
preguntando, pero muy parcos en explicaciones. Así que me he pasado toda la noche buscando
información por internet. ¿Y sabes? Incluso hay algunas website especializadas en el caso. Te has
convertido en un personaje muy famoso. El príncipe vagabundo en cuyas manos está la clave del caso.
Me encojo ligeramente de hombros. ¿Príncipe vagabundo?
Lo que es una lástima es que este tipo de información nunca sabes con seguridad hasta qué
punto es cierta y dónde empiezan las simples conjeturas. Pero, en síntesis, vendría a ser lo
siguiente. Ahora la policía está buscando a un hombre. Un hombre de unos sesenta y pico. Ese
hombre, después del crimen, fue al puesto de policía que hay cerca del barrio comercial de Nogata y
confesó que acababa de matar a alguien del vecindario. A puñaladas. Pero, por lo visto, soltó un montón
de insensateces, y el joven oficial que estaba de servicio lo tomó por un viejo chiflado, no le hizo caso y,
sin escucharle apenas, lo envió a casa. Cuando se descubrió el crimen, el policía se acordó del anciano,
claro. Y comprendió que había cometido un error grave. Ni siquiera le había pedido el nombre o la
dirección, sus superiores se enteraban, le caería una buena. Y se cal ó. Sin embargo, no sé por qué
razón, no daban muchos detalles al respecto, acabó descubriendo el pastel. Contra el policía,
evidentemente, han tomado medidas disciplinarias. El pobre no volverá a levantar cabeza en toda
su vida. -Oshima cambia de marcha, adelanta a un Toyota Tercel blanco que circula delante de
nosotros y vuelve, veloz, carril-. La policía se ha empleado a fondo para descubrir la identidad del
anciano. No conozco muy bien su historial, pero parece que trata de un discapacitado mental. No
es un retrasado propiamente dicho, sólo tiene algún problema de capacidad intelectual. Vive de
ayuda de sus parientes y de un subsidio. Vive solo. Pero en su apartamento no hay nadie.
Siguiéndole la pista, la policía ha descubierto que se ha dirigido a Shikoku haciendo autoestop. El
conductor del autocar de larga distancia recuerda haberlo llevado desde Kóbe. Se acuerda de él
por la manera tan peculiar que tenía de hablar y por las cosas tan extrañas que decía. Por lo
visto, viajaba con un joven de unos veinticinco años. Ambos se apearon del autobús delante de
la estación de Tokushima. La policía también ha conseguido descubrir en qué ryokan se alojaron.
Según una empleada del ryokan , los dos cogieron un tren para Takamatsu. En definitiva, que su
pista y la tuya se superponen. Tanto uno como otro habéis venido derechitos del barrio de
Nogata, en Nakano, a Takamatsu. Demasiadas coincidencias. Es normal que la policía piense que hay
algo más. Que sospeche, por ejemplo, que planeasteis el crimen juntos. Esta vez han venido detectives
de la Jefatura Superior de Policía. Están buscando por toda la ciudad. Y es muy posible que no podamos
seguir ocultándote en la biblioteca. Así que he decidido l evarte a la montaña.
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−¿Y el discapacitado mental que vivía en Nakano?
−¿Te suena de algo?
Sacudo la cabeza.
− De nada.
-Por lo visto vivía bastante cerca de tu casa. A unos quince minutos a pie más o menos.
-Vamos, Ôshima. En el distrito de Nakano vive muchísima gente. Ni siquiera sé quién vive al lado de
casa. -y la historia continúa -dice Oshima y me lanza una rápida ojeada. Él fue quien hizo llover
caballas y sardinas sobre el barrio comercial de Nakano. O, como mínimo, el día anterior le predijo
al policía que l overían una gran cantidad de peces.
-¡Increíble! -exclamo.
-¡Y que lo digas! -está de acuerdo Ôshima-. Y aquel mismo día por la noche cayeron del cielo una
gran cantidad de sanguijuelas en el aparcamiento del área de servicio Fujigawa, en la autopista
Tómei. ¿Lo recuerdas?
-Sí.
-La policía, por supuesto, ha relacionado ambos incidentes. Se han preguntado si habría alguna
conexión entre esos extraños sucesos y el misterioso anciano. Y resulta que coinciden.
La melodía de Mozart termina, empieza otra.
Con las manos en el volante, Oshima sacude la cabeza varias veces.
−¡Qué curso tan extraño ha tomado esta historia! Ya de buenas a primeras era rara, pero cada vez
lo es más. No me atrevo a hacer ningún pronóstico. Pero hay una cosa que no se puede negar.
Que todas las líneas acaban confluyendo aquí. Tu camino y el de ese enigmático anciano están a
punto de cruzarse por aquí.
Cierro los ojos y me concentro en el ronroneo del motor.
−Oshima, ¿no sería mejor que me fuera a otra ciudad? -pregunto-. Tenga que ocurrir lo que
tenga que ocurrir, no quiero ocasiona-ros más molestias a ti y a la señora Saeki.
−¿Y adónde irías, por ejemplo? -No lo sé. Si me l evas a la estación, lo decidiré al í. En
realidad, tanto da un sitio como otro.
Oshima exhala un suspiro.
−No creo que sea una buena idea. En primer lugar, la estación debe de estar llena de policías en
busca de un chico de quince años alto y cool cargado con una mochila y un montón de obsesiones.
-Entonces, podrías llevarme más lejos, a una estación que no estuviese vigilada.
-Tanto da. Te cogerían igual.
Enmudezco.
-Mira. No ha salido ninguna orden de detención. Tú no estás bajo orden de búsqueda y captura,
¿no es verdad? -dice Oshima
Asiento.
-Entonces, de momento, eres libre. Y a donde te lleve yo es al que sólo a mí me atañe. No estoy
contraviniendo la ley. En realidad ni siquiera sé tú auténtico nombre, Kafka Tamura. No te preocupes
por mí. Soy más precavido de lo que parece. No dejo traslucir fácilmente lo que estoy tramando.
−Ôshima -digo.
-¿Qué sucede?
−Yo no me he confabulado con nadie. Aunque hubiera temido que matar a mi padre, yo no le
habría pedido a nadie que lo hiciera -Lo sé perfectamente.
Oshima se detiene ante un semáforo y ajusta el espejo retrovisor.
Se mete en la boca un caramelo de limón y me ofrece otro a mí. Cojo uno y me lo l evo también a
la boca.
-¿Y?
-¿Y qué? -me pregunta a su vez.
-Antes has dicho «en primer lugar» refiriéndote a las razones por las que debía esconderme en la
montaña. Y, tras la razón número uno, supongo que vendrá la razón número dos.
Oshima no aparta la vista del semáforo. Le cuesta mucho cambiar a verde.
-La segunda razón no es muy importante. Comparada con la primera, claro.
-Pero la quiero conocer.
−Tiene que ver con la señora Saeki -dice Oshima. El semáforo finalmente cambia a verde y él pisa
el acelerador-. Te estás acostando con el a, ¿verdad?
No sé qué responder.
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No hay ningún problema en ello. No te preocupes. Lo he descubierto porque tengo mucha
intuición. Sólo eso. Es una persona maravillosa y, como mujer, es muy atractiva. Ella es...
especial, en diferentes sentidos. Es cierto que la diferencia de edad es muy grande, pero
tampoco eso tiene mucha importancia. Entiendo que te sientas atraído por la señora Saeki. Tú
quieres hacer el amor con ella, pues vas y lo haces. El a quiere hacer el amor contigo, pues va y lo
hace Es muy sencillo. Yo no tengo nada que objetar al respecto. Si eso es bueno para vosotros,
también lo es para mí.
Oshima da vueltas en el interior de su boca al pequeño caramelo de limón.
-Pero creo que es mejor que permanezcáis un tiempo alejados el uno del otro. Y no tiene
nada que ver con el sangriento suceso del barrio de Nogata, en Nakano.
-¿Entonces por qué?
-Es que ella se encuentra ahora en una situación muy delicada. -¿Una situación delicada?
-La señora Saeki... --dice Oshima y, luego, se detiene a buscar las palabras-. Simplificando, la
señora Saeki se está muriendo. Lo sé. Hace un tiempo que lo noto.
Me levanto las gafas de sol y miro a Ôshima a la cara. Ôshima conduce con la vista clavada
al frente. Acabamos de entrar en la autopista que se dirige a Kóchi. Aunque no suele hacerlo,
Oshima circula a la velocidad permitida. Con un silbido que corta el aire, un Toyota Supra
adelanta a nuestro Road Star.
-¿Que se está muriendo...? -pregunto-. ¿Tiene alguna enfermedad incurable: cáncer, leucemia
o algo por el estilo?
Ós h i m a s a c u d e l a c a b e z a . -Quizá sí. O quizá no. Yo no conozco su estado de salud. Es
posible que padezca una enfermedad de esas. No se puede descartar la posibilidad. Pero yo, más
bien, me decanto por algo psicológico. Por la voluntad de vivir... Me pregunto si no tendrá algo que
ver con eso.
-¿Con que haya perdido la voluntad de vivir?
-Exactamente. Que haya perdido la voluntad de seguir viviendo. -¿Crees que la señora Saeki
se suicidará?
-Creo que no -dice Oshima-. Ella se está dirigiendo a la muerte de una manera abierta, natural
y tranquila. O quizá debería decir que la muerte se está dirigiendo a el a.
-¿Como un tren que se dirige a la estación?
-Tal vez. -Oshima enmudece, aprieta los labios hasta que forman una línea horizontal-. Y
entonces apareciste tú, Kafka Tamura. Cool como un pepino, misterioso como Kafka. Y los dos os
sentisteis atraídos el uno por el otro y enseguida, para utilizar una expresión típica, entablasteis una
relación.
-¿Y?
Por un instante, Ôshima aparta la mano del volante.
-Y nada más.
Sacudo lentamente la cabeza.
-Y yo soy el tren ese. O al menos eso es lo que yo diría que estás pensando.
Ôshima se sume en un largo silencio. Luego abre la boca. -Exacto -reconoce-. Tienes
razón. Eso es lo que pienso. -¿Que estoy l evando a la señora Saeki hacia la muerte?
−Pero yo no te lo estoy reprochando -dice-. Más bien creo que eso sería lo mejor.
−¿Por qué?
Oshima no me responde. «Eso es algo que debes pensar tú», me dice sin palabras. O tal vez:
«Esto no hace falta ni pensarlo», «Es tan obvio que no hay necesidad de que pienses en el o».
Me hundo en el asiento, cierro los ojos. Dejo que me abandonen las fuerzas.
-Dime, Oshima.
−¿Qué?
-Ya no sé qué debo hacer. No sé hacia dónde debo dirigirme. Qué es lo correcto. Qué es lo
equivocado. Si debo seguir adelante. O si debo, por el contrario, retroceder.
Oshima continúa en silencio. No me responde.
−¿Qué diablos debo hacer? -pregunto.
−No debes hacer nada -me responde de forma concisa.
−¿Absolutamente nada?
Oshima asiente.
-Por eso te l evo a las montañas de Kóchi.