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Nadie sabía nada de Lamberto.

Se lo llevaron los años, decía Malvina cuando la tía Eudosia mentaba su nombre desde el más allá de su cabeza anegada, y eran los años igual que las corrientes del Margo o las vicisitudes del calendario de ánimas, donde cada día tenía su relato y, en el cómputo de todos, quedaban muchas vidas y ejemplaridades.

Era el niño escondido. De los hermanos, el único que tuvo esa inclinación que, como recordaba Malvina, dio muchos disgustos y quebraderos de cabeza a la familia, además de las correspondientes alarmas que más de una vez pusieron patas arriba al barrio entero de la Encina, cuando el vecindario ya estaba avisado de que, una vez más, en la casa de los Moralos se producía otro desaguisado.

Nada de nada.

Nadie que pueda acordarse o, por lo menos, decir que, si los años se le echaron encima y lo llevaron como las corrientes del Margo hacen con los ahogados, es que el tiempo tuvo con él un destino parecido al de la perdición de tantas cosas.

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Yo no miro la orilla del río como una boba, dijo Malvina, que ya nos estaba poniendo nerviosos a quienes apostados en la barra del Bar Cordial, que ella regentaba sin que su tía Eudosia pudiese ya echarle una mano en nada, sentíamos que se nos caía la cara de vergüenza al ver las moscas en la comisura de los vasos y una lágrima de carbonilla que resbalaba por el cristal de la ventana. La verdad es que Malvina nos parecía un tanto taimada.

Lo miro por el mismo vicio que se puede prestar a la atención de un cliente desconocido. El vicio de servir como se debe. La atención que da crédito a cualquier establecimiento que se precie. No me quedo pasmada, ni tampoco me altero. La orilla es un recurso para estarme quieta. La miro y estoy entretenida, sin que el agua sea otra cosa que el discurrir de las cosas pasajeras, un gusto o una motivación. Yo nunca estuve en el más allá y, sin embargo, lo siento cerca, pero es hablar por hablar.

Lo que queda de Lamberto, el hueco o la estatura, a nadie le interesa, y menos que a nadie a los hermanos que lo padecieron cuando de niño se escondía, dijo a un lado de la barra Gamero, que siempre tenía una cerilla encendida en la mano sin que nunca llegara a acercarla al cigarrillo que sostenía en los labios. Si se escondió para siempre, con los años a cuestas o las corrientes fluviales que lo llevaran, fue la mejor solución, tanto para la familia como para el barrio, donde no hay vecino que no tenga una cuenta pendiente con él y con los suyos, aunque también sea verdad que a Lamberto todos le debemos algunas buenas conversaciones.

Las mejores, añadió Malvina y todos los presentes hicimos el gesto de irnos sin que las moscas se movieran en la comisura de los vasos, avergonzados de aquellos insectos que infectaban el vidrio y nos hacían recelar a la hora de empinar el codo, sabiendo que en el Bar Cordial jamás entraban clientes desconocidos y no había especial aprecio para los habituales ni el mínimo vicio de servir como se debe.