Calvero casi se había olvidado de él.

En Ofema, donde su despacho de abogado le servía para mantener el tono rutinario de una existencia venida a menos, el tiempo se reconvertía en una sustancia tan incolora como insípida y nada en la atmósfera de la ciudad detallaba otro acontecimiento que el de las estaciones subsumidas unas en otras, sin más solución de continuidad que la del ánimo disuelto en el día a día de quienes la habitaban, y en la lepra que horadaba la piedra de los monumentos, con la mínima herencia de un pasado histórico tan legendario como arruinado.

Sauro fue a verlo mucho tiempo después.

Le llamó por teléfono y se presentó en Ofema sin que en Calvero suscitara ningún interés, apenas el educado aprecio de saber algo de él, la sorpresa de un encuentro en nada comparable a los del Céspedes de Ordial, cuando en sus confidencias había un recuento de cosas que les concernían o inquietudes que necesitaban exponer, con el reconocimiento de alguna extraña correspondencia en sus vidas, algo que podría alentarles o incrementar el mutuo desconcierto.

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Se vieron en la terraza de Los Contables, desde donde las vistas del Margo, que parecía llevarse el sur de Ofema en las aguas que se desparramaban anegando las choperas, habían perdido el brillo de la antigüedad y eran como el cristal sucio de las ventanas que nadie abre.

Sauro había recobrado con la salud una vivacidad que movilizaba su cuerpo y agrandaba su sonrisa, mientras Calvero estaba abrumado, casi temeroso al sentir su abrazo e indeciso al aceptar los coñacs que su amigo pedía, asegurando que había vuelto a beber sin cortapisas, convencido de que una buena copa era como una buena noticia, sin que las úlceras tuvieran ya vela en este entierro.

—Fue el diablo el que estuvo haciendo de las suyas sin que nosotros lo supiéramos… —comentó Sauro divertido, cuando Calvero acercó la mano a la copa y, antes de cogerla, sintió que algo rebullía en su interior, el latido de un cuerpo extraño, el coletazo de un ser tan esquivo como despiadado que llevaba un tiempo sin padecer.

—Las cosas me van mal… —dijo Calvero, cuando Sauro dejó de hablar, tras el recuento minucioso del tiempo que llevaban sin verse y el destino de su enfermedad, además de los éxitos académicos de su hijo y la nueva vida que pensaba exprimir al máximo, sabiendo que al pasado no hay que hacerle demasiado caso y que el futuro no merece la pena, brindando de nuevo con la copa y expandiendo la sonrisa satisfecha.

—Fue el diablo, el puto diablo… —repitió Sauro, antes de caer en la cuenta de lo que acababa de decir Calvero y de su gesto de disgusto y amargura, como si le hubiese transferido alguna de las viejas úlceras, la más dolorosa.

—Veridia me dejó… —musitó Calvero—. El matrimonio fue un fracaso, desde la misma boda. La verdad es que no me parece haberme casado con ella, a pesar de la ilusión que le hacía. Hubo otro por el medio. Nunca fui yo mismo.

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Sauro le miró corrigiendo la sonrisa, arrepentido de haber hablado tanto, sin poder evitar citar otra vez al diablo y lo que suponía hacer una de las suyas, que bien podía ser jugar una mala pasada, lo que las penalidades y agravios que los malos sueños justificaban en las amenazas y malos presentimientos, casi en lo que podrían llegar a considerarse bromas macabras.

—Me refiero al diablo para poder echarle la culpa a alguien… —dijo Sauro, sin decidirse a acercar la copa a los labios—. Lo que pueda comprenderse, lo que tenga alguna explicación que sirva de algo, no sé ni lo que digo.

—El despacho voy a cerrarlo, ya no tengo ganas ni clientes. Nunca llevé bien los asuntos, las demandas, los recursos, los plazos, todo con descuido y desorden. No soy el licenciado que puede ejercer, hay otro que ni siquiera debe tener el título, si hago cuenta de los pleitos perdidos.

Las aguas del Margo se llevaban la mirada de los dos amigos y ni Sauro ni Calvero hicieron el esfuerzo de recobrarla, como si las aguas apuraran la necesidad de un silencio que acentuaba su lejanía, el residuo de lo que alguna vez habían compartido, el secreto de las emociones y los sentimientos adversos, la amenaza de lo que, al fin, en vez de un atentado fue un alivio para Sauro, al recuperar la salud y la confianza en la vida, o la desolación final en que Calvero se veía sumido, cuando ya se sentía despojado de todo, encaminado a la perdición de ni siquiera ser él mismo, de percibir hasta el maltrato de quien lo reemplazaba.