—Era hablar por hablar… —dijo Sauro, que parecía arrepentirse del reencuentro con Calvero, al constatar que su optimismo de nada iba a servirle, muy al contrario, a lo que contribuiría sería a ahondar su angustia, ya que el contraste de la situación de ambos era perjudicial y, lo que resultaba peor, removía el pasado con la confusión de sus obsesiones e inquietudes.

—No nos sucedía lo mismo… —musitó Calvero, sin que su mirada sobre las aguas del Margo paliara lo que en su interior continuaba rebullendo, una palpitación tan brumosa como turbia que le incitaba a perderse en su curso, a buscar lo que en él, más allá de los meandros, pudieran haber encontrado los ahogados con que el río abastecía las correspondientes desapariciones que una Ciudad de Sombra como Ofema necesitaba, para que el equilibrio entre los vivos y los muertos no alterase las razones de unos y otros.

9

Sauro asintió y observó su copa de coñac vacía.

—No somos iguales, es verdad… —dijo— y tampoco el diablo, perdona que vuelva a mencionarlo, pero es que reconozco su jugada y hasta me he congraciado con él, nos trata del mismo modo. A mí ya me dejó en paz de la mejor manera, pero a ti, por lo que cuentas, no quiere soltarte.

Calvero intentó sonreír sin conseguirlo, sin apartar la mirada de las aguas que se inmovilizaban en la lejanía, donde se acumulaban el mayor número de ahogados, que en las estadísticas eran más pobres que ricos, más hombres que mujeres y de igual número en la juventud que en la edad madura.

—Tienes que hacer una cosa… —dijo Sauro, a quien el río comenzaba a molestarle, como si la corriente contuviera un desorden de malos presagios—. Deja Ofema, cierra el despacho, olvida lo que fuiste o dejaste de ser, hay muchos sitios que merecen la pena, otras cosas, otra vida.

—¿Y el diablo…? —quiso saber Calvero, retomando la broma de Sauro, sin que su mirada percibiera otra cosa que los ahogados en la lejanía de las aguas.

—Está en el infierno, no hagas caso de mis bobadas.

—Me acunaba de niño… —musitó Calvero—. Iba conmigo cuando menos lo necesitaba pero, aun así, me echaba una mano. Vino a mi boda. Me puso el despacho.

—Entonces, aunque todo te haya ido mal, tienes que estarle agradecido.

—Si me voy de Ofema, te daré mi dirección… —prometió Calvero, y Sauro supo que no sería verdad, que cualquiera de las mentiras que habían compartido en los años juveniles, cuando las verdades resultaban con frecuencia muy dolorosas, tenía más solvencia que aquella, ya que Calvero no iba a sacar la cabeza a flote como podían hacerlo en sus sueños algunos de los ahogados del Margo, no iba a moverse ni volvería a contestar a sus llamadas, no tenían nada más que decirse.

Lo que cualquier Ciudad de Sombra supusiera en sus vidas igualaba los secretos de otros tantos que las habitaban, sin que ninguno llegara a esclarecer el sentido de su destino, aunque todos sabían que el diablo bajaba con frecuencia a ellas, les quitaba las novias, engañaba a las esposas, contrariaba a los hijos, enfrentaba a las nueras, hacía quebrar los negocios y las ilusiones y, hasta algunas noches, subido a la torre de la Colegiata, cuando ya el Margo se había helado, esparcía entre los copos de la nieve que anegaría la ciudad una mezcla de estupefacientes que ayudaría a hibernar a los dormidos, reservándose siempre, para su entretenimiento, a los pobres de espíritu que, como Calvero, apenas lograban conciliar el sueño y sobrellevaban despiertos las pesadillas que acarrea la vida a quienes tienen tantas dificultades para vivirla.

—No éramos nosotros, es verdad… —dijo Sauro cuando aquella tarde abrazó a Calvero para despedirse—, pero yo te engañaba, le había vendido el alma al diablo para no perder la salud y tú eras el perjudicado, el amigo al que debía sacrificar, ya que el diablo tiene esas exigencias.