Los temores ocultos

Cuando volví sobre los papeles, descubrí la mancha de sangre.

Era un folio limpio, sin estrenar, y en su centro estaba la mancha brillante y tierna.

Pensé en una herida insensible: observé las manos, repasé la cara, busqué un motivo en la juntura de las uñas.

Nada perceptible.

Dejé a un lado el folio e intenté concentrarme.

Mi imaginación volvía lentamente sobre el centro más incisivo de la trama: el comienzo de la noche, la huida de Robert, el recuerdo cercano de Rosaura después de la discusión en el apartamento.

Era necesario someter al personaje a una serie de variaciones psicológicas que acrecentaran su excitación y le fueran llevando al terror.

Me parecía importante intentar una descripción ambiental lo más exhaustiva, deformando los aspectos del barrio portuario de manera que el personaje expresara, en sus observaciones, ese estado emocional. Escribí muy despacio una primera frase: «La noche cerró su vientre en la encrucijada.»

La frase era un mero punto de apoyo para abrir la descripción.

Encendía un pitillo e inconscientemente volví a observar los dedos.

No me gustaba ese comienzo. Taché la frase con un rasgo nervioso.

«La noche se apoderaba del barrio como un manto que se cierne cobijando los temores ocultos.»

Releí esta nueva frase. Dejé el bolígrafo sobre la mesa y limpié los ojos.

Pensé en Robert, sólo en él como personaje ya creado y al margen de la nueva situación. Me hizo gracia encontrar el rostro de este viejo conocido.

Robert sonreía con cierto temor.

—Toda tu historia confluye en este momento preciso de la huida y no me queda más remedio que llevar la situación a sus últimas consecuencias. Tienes que pasar miedo, amigo mío. Rosaura, a estas horas, estará tumbada en la cama leyendo sus revistas de modas y fumando un pitillo con esa terca sensualidad que conoces. Pero ella ya no interesa. Eres tú y esta noche desgraciada.

La última frase seguía gustándome.

«El manto se cierne cobijando los temores ocultos.»

Entre los temores ocultos está la presencia sospechada del comisario Esteban, ese hombre imposible que no tiene misericordia.

Fue una idea infeliz la de liarse con su mujer.

Ciertamente, Robert, tienes un perseguidor peligroso.

El cigarrillo se me apagó en el cenicero y, cuando lo volví a los labios, mis ojos retornaron al folio.

Era una mancha pequeña: una gota que se desleía en el blanco satinado, pero que conservaba toda la humedad.

De nuevo repasé la cara intentando detectar un grano que tal vez hubiera reventado por sí solo.

No había nada. Mi cara estaba limpia.

Bajo el flexo, los papeles desordenados quedaban muy ajenos a la presencia rojiza que poco a poco se transformaba en una simple huella. Encendí la colilla y aspiré una bocanada escupiendo hacia un lado una brizna de tabaco.

Otra vez releí la frase y me pareció interesante.

Un cierto tono de descripción algo más abstracta, compiladora del ambiente, para bajar en seguida a los datos concretos.

Robert está en la esquina, no lejos del estuario, y observa las callejas vacías que ascienden por el promontorio hasta el alto de la ermita de los pescadores.

En su memoria las palabras de Rosaura se repiten como amargos aldabonazos. Casi resulta imposible pensar que ella iba a reaccionar así. En el fondo yo mismo no sé por qué tuve ese arrebato, ha sido una escena tramada inconscientemente.

Preveo que todas mis previsiones para consumar el hilo argumental se vuelven directamente contra Robert.

No sé con exactitud lo que dará de sí esta noche que cobija los temores ocultos.

Por una parte, me fastidia que el comisario Esteban realice su venganza con cuatro disparos absurdos. Pero por otra, el papel de la Justicia redimiendo sus innatas necesidades, es importante de cara a la censura, ya que en cuatro episodios anteriores he cargado las tintas de forma peligrosa y hay que conceder una oportunidad al honroso cuerpo policial.

—Robert, espero que el asunto resulte lo menos doloroso para ti.

Apagaba la colilla en el cenicero y en ese momento mis ojos descubrieron la segunda mancha de sangre sobre la parte inferior del folio.

Un leve sobresalto turbó la serenidad de mis disquisiciones.

Era una gota grande, esmaltada con ese brillo espeso de la sangre reciente.

Sobre el escritorio los ojos buscaron algún motivo razonable.

Después fijé la vista en el espacio del techo que aparecía tan blanco y limpio como siempre.

No sin cierta prevención tomé el folio en las manos y analicé la nueva señal.

La gota descorrió su espesor hacia un lado y formó una mancha más extensa, empezando a sumirse en seguida.

La posibilidad de volver sobre la trama, de construir la frase siguiente, profundizando en la descripción, se me hizo difícil.

No soy un escritor que necesite acorazarme en los abismos de mi persona para realizar el trabajo, pero la mancha de sangre era cierta por segunda vez y tampoco podía sustraerse a la preocupación y a la curiosidad.

Deposité el folio en el extremo de la mesa, encendí un pitillo y me dispuse a vigilar para descubrir la razón de aquel suceso.

Transcurrieron cuatro o cinco minutos sin ninguna novedad. Las huellas rojizas estaban secas y eran como dos marcas digitales sobre el papel.

Cogí el bolígrafo y pensé en las brumas compactas que cercaban el estuario y levantaban un hálito blanquecino sobre las casas cercanas al puerto.

Robert se apoya en la esquina, no lejos de una farola, y la noche tiene esa calma absoluta donde siempre conviene anotar los presagios del silencio. Esos presagios, de los que uno echa mano con tanta frecuencia en las intrincadas historias policiales y misteriosas, eran auténticos en aquellos momentos, entre la ductilidad del humo del tabaco, la presencia de las huellas y el solitario viaje del bolígrafo por la espesura de la noche.

«Volcaba su vientre derramándose con el negro profundo de sus poderes», escribí.

Y en seguida pensé que las huellas de sangre eran una circunstancia fortuita ajena al interés inmediato de mi trabajo.

Robert no domina la situación y tiene miedo, porque está en mi poder, se encuentra totalmente desasistido. Pero yo soy consciente de mis poderes, enumero las posibilidades de acuerdo a mi imaginación y elijo lo que creo más conveniente.

Sonreí al pensar que ese estúpido suceso pudiera preocuparme.

Me introduje en la noche y di un paseo por el nebuloso contorno del estuario silbando una alegre melodía de Johnattham Wilson.

Puedo hacerle una visita a Rosaura, quedarme esta noche en su apartamento y parodiar algunos juegos eróticos mientras que tú, querido Robert, te mueres de miedo con la obsesión de los perseguidores, incapaz de encontrar una salida.

Pero ahora prefiero sumirme en esta niebla evanescente del estuario, contabilizar las lucecillas de los pesqueros en lontananza, encender un pitillo y apurar una copa de ginebra en el primer tugurio.

Recuerdo a Johnattham Wilson.

Su rostro me llega a la memoria entre la música oxidada de una trompeta y un contrabajo.

Amigo mío, cuánto tiempo desde aquellos felices días de jazz y rosas.

Escribir una historia era un esfuerzo mayor que animar a la clientela alcoholizada del Cafetín Venezia. Y, sin embargo, no había mucha diferencia entre hundirse en las inspiradas improvisaciones de tu música o en los abyectos personajes de aquellas tramas hiperbólicas y alucinadas. Son dos oficios parecidos. Vuelvo a mirar tus ojos de buey manso y aspiro el humo del tabaco cuando el vientre de la noche se derrama con el negro profundo de sus poderes.

La frase no queda mal del todo.

Mordí la punta trasera del bolígrafo y me dispuse a continuar.

Debo hacer ya una referencia directa al personaje, después volveré sobre la descripción ambiental.

En ese momento observé la tercera gota de sangre sobre el folio. La mancha era más aparatosa que ninguna de las anteriores: se abría hacia los lados y cubría un espacio tan grande como una moneda.

Mi sobresalto se contagió de un nerviosismo que no pude superar. Tiré el bolígrafo encima de la mesa, arrastré la silla hacia atrás y me levanté profundamente crispado.

La gota volvía a sumirse dejando los residuos sanguinolentos de la huella.

Miré hacia todas partes agobiado por palpitaciones violentas.

Recorrí mi cuarto, encendí todas las luces.

El silencio exaltaba las contracciones de mi respiración.

Fui hacia la puerta y, al intentar abrirla, comprobé que estaba cerrada por fuera.

Volví sobre el escritorio y mis ojos penetraron la desmantelada montaña de folios escritos, donde Robert circulaba a través de capítulos llenos de tensión y oscuridades.

Y fue entonces cuando me di cuenta de que yo podía ser el personaje de una historia que alguien estaba escribiendo.