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Ahora que estoy en la vejez y están cumplidas mis suertes, y los años de Asilo prolongan estas horas baldadas en el abandono de los corredores y en el invierno del patio, me ha entrado la manía de contar viejas historias, como si el tema de los recuerdos fuera un saco de arpillera que necesita romperse para dejarme libre de tanto peso. Esta de hoy pertenece a la vida de un muchacho que atendía al nombre de Albanito Mortero.

Era de los que forman la reata emigrante buscando la costa desde las tierras escaldadas del secano y, luego, indecisos para saltar el charco, terminan por amodorrarse en puerto de mar.

Con él me unió una larga amistad, y la tragedia de su muerte —cosido a navajazos por el aledaño de la dársena— es el motivo más aparente para que ahora hable de él.

Le conocí en la taberna del Lugones, una noche de noviembre de mil novecientas veintiocho.

En la taberna recalaba casi todo el personal del puerto. Era un antro espacioso y caliente, con mostrador de castaño, banquetas y mesas largas y la mejor estufa de serrín de la vecindad.

Por allí caía yo todas las noches y me varaba como un fardo en la esquina de la estufa, enmendando las labores del día con tres cuartos de tinto y unas bravas.

A la vera del caño, donde escurrían las pintas del humo por los engarces, estaba postrado el muchacho, igual que un gorrión ajeno y perseguido que buscara el calor de la madre.

Reparé en su persona, menguada y ojerosa, bajo el chaquetón de pana y la boina capada. Parecía la imagen de un nazareno de aldea acorralado por los sayones.

En seguida me acometió la idea de que se trataba de un huérfano en trances de emigración. Se le veía chaparro y débil, pero no sólo por la juventud, ya que el tiempo de la crecedera lo tenía cumplido. Los hombros se le hundían como dos boyas y tenía la cara contrita y puntiaguda, igual que un enfermo de misericordia. No resultaba difícil vaticinar sus antecedentes de infante criado en la Gota de Leche de algún Monte de Piedad. Y tampoco pronosticar que, con aquella facha, el mundo le estaba prohibido y sólo el limbo cuadraría a sus afanes.

Movido por la intención de atajar su naufragio, acerqué la banqueta a su lado y le llené el vaso al tiempo que le decía:

—Arrímese acá, amigo, y acepte este lingotazo de un paisano.

Y luego, mientras observaba el recelo y la timidez de los ojos mohínos, que se abrían como apurados por un sueño legañoso:

—Tengo entre ceja y ceja que está usted en trances de emigración a las Américas o demás países de allende el charco.

El Albanito tomó el vaso en la mano temblona y susurró acobardado:

—Pues no, señor, esa idea ya la libré. Sólo vine a puerto de mar para buscar trabajo y hacer por la vida.

Bebió con un leve respingo y contrajo los labios como tocado por la acidez del vino, al que se le notaba no estar acostumbrado.

—Pues hay que soltar cabo y dejar la vela tiesa —le dije yo— que por estos barrios es mejor no amilanarse.

Entonces la sonrisa se le iba en el esfuerzo y era claro que agradecía el aliento.

—Es que ando novato, porque vine hace dos días y soy de lejos.

Así fuimos trabando la conversación y me contó lo propio de esas historias que abundan en la desgracia, como abundan los granos en las mieses. No estaba errado al achacarle el origen en las parvas del secano escaldado, pues era de un pueblo del páramo leonés, y huérfano de padres, y dueño del único patrimonio de sus prendas de pana, la boina y unos reales solitarios.

Los consejos no me pegan, pero arrullé el esfuerzo para concederlos, no sólo como palabras vanas, sino con el ofrecimiento amistoso que me sugería aquella naturaleza llena de temores y debilidad. Le animé al vino para que fuera escampando, y agradecía los tragos uno a uno, mientras yo le ponía en antecedentes sobre los posibles trabajos del puerto.

En este punto, la pena me llegaba honda, porque las trazas del Albanito presagiaban poca tolerancia para las labores de descarga, casi el único medio de los que llegan nuevos.

Y fue el vino lo que apuró el remedio a la modorra que le embargaba.

En dos horas cerramos una amistad tranquila. Y luego salimos juntos a pasear el mareo de la atmósfera cargada de Lugones, dándola la vuelta al estuario y sentándonos más tarde en el lomo de una barcaza.

Los proyectos del Albanito sonaban ya a gloria cuando me miraba liar el cigarro.

—Lo que necesito —decía, repitiendo las palabras con parsimonia para convencerse— es ir ganando, de primeras, lo justo para la pensión. Y luego que me agarre un poco, buscar mejor salida. Porque usted que me entiende, Braulio, se dará cuenta que otra cosa no puedo, y en la suerte no quiero empeñarme.

Y yo volvía a cebar aquellos ánimos que comenzaban a desentumecerse:

—Tú, Albanito, amigo mío, no te vayas a desesperar, que por más que se te tuerzan las cosas aquí no te faltará una raspa de condumio, aunque sea a cuenta del matalotaje.