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El peso de la maleta ha ido creciendo y un denso sudor humedece mi cuerpo debilitado por la resaca de la fiebre. Arranqué la corbata, busqué el necesario desahogo desabotonando el cuello de la camisa, por un momento tuve la sensación de naufragio, como si mis dos piernas se derritieran. El ruido de las calles crecía enrareciendo mis sentidos, los pasos se desfondan en el agobio de las aceras, presiento el fácil mareo que me lleva a evocar la naturaleza enferma: tienes la cara pálida, un hormigueo en las piernas y en los brazos, los músculos contraídos en un dolor de espinas, como si te hubieras olvidado de desatar el cilicio que abrazaba la carne señalando media docena de punzadas sanguinolentas.

Pero no estoy en el viejo corredor penitencial, el remate del tránsito al final de las academias de lengua moderna y liturgia, aquel oscuro pasadizo donde comienza la clausura, ni es viernes de, cuaresma ni la tarde, sobrecogida por las nubes pétreas de febrero, acompañó las interminables estaciones del vía crucis siguiendo los catorce monolitos grabados en números romanos por la loma del pinar, ni la noche trae ese estremecimiento que antecede al ejercicio de la penitencia: el estómago agotado por el ayuno, la sed que abre los labios resecos, el temblor de las rodillas donde se forma una costra de piel fosilizada.

Un silencio sacramental inundaba el corredor a donde llega la procesión en doble fila, los brazos cruzados, la cabeza hundida, sólo el murmullo de las sotanas que sisean y el roce de los pies desnudos en las baldosas. El hermano Cervera avanzaba por el medio de las filas y se detiene al fondo elevando el crucifijo. La luz de las bombillas se desvanece volcando la oscuridad, y estás en ese vientre que conecta la noche, a punto de arrodillarte mientras musitas la jaculatoria.

Ese silencio que ahonda el pudor de la penitencia comunitaria rasgado por el primer golpe de la disciplina, un frío trallazo que llenó de temor tus oídos, otro golpe que encuentra la continuidad en el sucesivo jadeo de los hermanos, las cuerdas anudadas que abrasan la piel como diminutos picotazos, violentas en el filo de sus extremos, como cargadas de un veneno que muerde la desnudez de la espalda, y al apoyar la mano izquierda en el suelo para mantener el difícil equilibrio tu cuerpo se carga sobre las rodillas y los muslos, y el cilicio clava los dientes de alambre con mayor intensidad y exhalas el gemido mordiéndote los labios y apurando el débil brote de una lágrima de dolor.

Pero no estoy en el viejo corredor penitencial, donde nos ciega la noche esparciendo este secreto del castigo, en el calvario que anuncia la voz del padre maestro rememorando los cuatro clavos de la cruz, la punta de la lanza que atraviesa el costado, la sed mortificada con vinagre, el grito de la agonía del crucificado.

Intentabas arrastrarte por las baldosas para sujetar las manos en la pared, buscando esa ayuda para incorporarte, hasta lograr que los dedos alcanzaran el vértice del alféizar, que los codos reposaran liberando el peso del cuerpo que intensifica el dolor en el muslo.

Volverían a formarse las filas y en el regreso por los tránsitos oscurecidos la pierna herida te parece un muñón y no puedes unirte al canto penitencial que impetra el perdón de los pecados, las voces frías y trémulas, y suplica que el Señor olvide su eterno enojo.

Es la resaca de la fiebre en este súbito delirio que me hace respirar aquella densa emanación de sudores y ahogos, la piel arañada, el sollozo amordazado en la solemnidad del acto, el dolor que se renueva al desatar el cilicio, sus púas incisivas, acaso el abatimiento de las excesivas caminatas, la dichosa maleta que pesa como si encerrara un arsenal de plomo, y ese indeleble fervor de la memoria que detalla el círculo obsesivo donde un viento sensible sopla las cenizas del pasado donde murió la primera juventud de tu vida.

Vago sin rumbo con la idea imprecisa de llegar a la estación, pero de alguna manera me arrastra esta incierta muchedumbre que habita las calles, acaso equivoqué el camino más corto, perdí la referencia de aquella plaza donde está la fuente, el largo bulevar de castaños y chopos canadienses, la ribera del río que bordea un extenso paseo, el puente que lo cruza sobre las antiguas pilastras romanas y en seguida, apenas quinientos metros, el edificio de la estación con la verja y las torres de ladrillo.

Debiera decidir un alto para remontar este amago de debilidad y cruzo la calle, dejo la maleta en el suelo, la gente envuelve mis ojos azorados, alguien que tropieza en la maleta, una claridad amarillenta viene hundiendo el sopor del atardecer, modela el contraluz en el bulto de los edificios, depone en la atmósfera ese brillo multiplicado de partículas que eleva el aire.

¿Hacia dónde ordenar la dirección de mis pasos, qué espacio ambienta su confusión en el desconcierto de estos momentos, calles, edificios, tránsitos de la ciudad, en tres años se deforma la orientación, estabas apartado del mundo, te recluyeron en el subterráneo y olvidaste lo que pudiera ser un camino habitual tan sencillo, ahora elevas los ojos, observas el movimiento de estas gentes ajenas, más allá de estos muros, decía el padre Gumersindo señalando la valla de ladrillos desde el ventanal de la sala de estudio, todo es tierra de misión, y era fácil presentir un cauce vertiginoso, un paroxismo de afanes, la cruda humanidad en el maremágnun de sus tribulaciones?

Después, y ya no reconozco el lapsus de tiempo que pudiera mediar hasta que en mi conciencia se hacen sensibles estas viejas acacias que circundan la pequeña plaza donde encuentro un banco de cemento, me alejo de la muchedumbre y voy por el recoleto callejón a donde asoman los cubos derruidos de la muralla con la melena de la yedra.

Era preciso cerrar los ojos, abatirme como si cayera en el vacío, limpiar la frente con el pañuelo, encontrar este hueco que parece una frazada amorosa, respirar este aliento pacificador.

Un ligero sueño que no llegará a concertarse acaricia la membrana de los párpados y escuchas, como el murmullo de alguna fuente escondida, el canto de los hermanos novicios en los maitines. .

Está salpicando sus arpegios madrugadores el armonio del padre Ignacio y en la capilla penetran las claridades del amanecer.

Esas voces dulcificadoras y tibias que levantan su impostada delicadeza para esta ternura matutina que sólo violentan las legañas, tibi omnes ageli, tibi caeli et universae postestates, te clava la luz en el reclinatorio, te enciende la emoción de una llama azulada que transfiguran las vidrieras, te martyrum candidatus exercitus, y el favor de la música enaltece la posesión mística de los hermanos que ves resplandecientes en la humildad de la gloria, levitando en el unísono de su entrega espiritual, ascendiendo como plumas hacia el cielo límpido de la mañana, las sotanas desplegadas, abiertas, batiendo como alas que motea la purpurina de una nube, y abajo, en la tierra de páramo y barbecho, se va desdibujando la acuarela donde cabeceaba el centeno y la avena, se pierde el horizonte erguido de las espadañas, la cruz de la veleta donde se posan los grajos, los tejados del convento, el arpegio del armonio que se deshizo en las manos del padre Ignacio y liberó un bando de palomas que vienen hacia esta altura, sujetando una orla en los picos, tu ad dexteran Dei sedes in gloria Patri.

¿Dónde termina este vuelo mañanero, hermanos míos, si se abrieron las puertas de la capilla y fuimos catapultados a la atmósfera radiante, hacia el cenit de púrpura y turquesa, como si la gravedad se disolviera en el ascetismo de nuestro impulso?

Venid, unámonos para formar un corro, juntemos las manos, prosigamos el canto manteniendo esta genuflexión aérea. Que el hermano Suárez nos explique el museo donde se agrupan los cirros y las pléyades, que el hermano Llamas improvise en la cítara el trémolo de la saeta, que el hermano Gorgojo moje su pincel en los añiles, que el hermano Fierro y los hermanos Delgado y Lera exalten el verbo mágico de un poema sideral. Mirad los verdes campos del ejido, las torres diminutas de la catedral, las lentejuelas del río. Adiós, padre maestro, dolientes tránsitos, sopas julianas, relicarios marchitos, compotas y garbanzos, disciplinas, cilicios, inciensos, academias. Adiós, Salustio, Crisóstomo, florilegios, salves, homilías, epístolas. Adiós, hermano Veremundo, nos lleva este viento tramontano, dígale usted al padre ecónomo que hoy se ahorra nuestra comida y nuestra cena.

¿Y qué diría el hermano Veremundo con la pata paralítica aplastando una familia de hormigas, las manos haciendo visera en la frente, su cara de sabandija dirigida al firmamento, ante el asombro de este insólito suceso?

Milagro, padre maestro, Santa Rita de Casia, Beato Ligorio, milagro.

Sus voces atraen a toda la Comunidad: bajan corriendo los padres y los legos, hasta el padre Teófanes que esgrime el paraguas a modo de escopeta, y salen al patio como alertados por un incendio y miran al punto donde señala el hermano Veremundo, temblorosos, enardecidos, se suman al asombro, alzan los brazos, se mesan los cabellos, se arrodillan.

Los novicios voladores prueban una susurrante pasada atareados en la estampa celestial de sus ocupaciones, como formando un friso o un cuadro plástico movible y melodioso, y en ese momento, cuando están justamente sobre el patio, sus vaporosas sotanas se desprenden de los cuerpos y bajan como plumas multiplicadas, negras, llenas de brillos sinuosos, cubiertas de burdos lamparones, oliendo al sudor del claustro y a los alcanfores de la ropería, unidas por las mangas hasta formar una ingente carpa que sepultará a la agrupada Comunidad, que ahora se concentra bajo el temor de esa nube de tela asfixiante.

Por los corredores de las nubes los hermanos novicios se han quedado completamente desnudos como improvisados personajes de ese olimpo pagano que execraba el padre Gumersindo al conjugar el aoristo y mentar la hegemonía vandálica de los clásicos griegos frente al fervor de la humilde patrística, predicado de uña futura e inexorable decadencia de Occidente, y vuelan dispersos y huidos cubriendo las impolutas vergüenzas con ambas manos.

Cuando pie alejo de la plaza comienzan a iluminarse las farolas, se precipitó la noche y vinieron los gorriones a las ramas de las acacias. Un reloj de torre penetra el sosiego nocturno martilleando lentamente las campanadas. Por el callejón de la muralla las sombras empapan el bulto de los cubos. He recobrado la favorable serenidad que relaja los músculos y en la cabeza se apagaron los rescoldos que apuraban la fiebre.

Una grata exaltación anima esta fisura de libertad que me domina con el gesto disipado que me acerca a la noche sin ningún horario prescrito, como el prisionero que vio caer los muros de la celda y corrió por los campos persiguiendo a una liebre, igual que yo hago ahora `a la zaga de ese gato que cruza la calle y se esconde en la alcantarilla.

Puede que no haya ningún tren hasta mañana, que me quede la noche para vagar por las calles o guarecerme en la sala de espera, esta reciente libertad que debería prohijarme, abrir sus brazos siempre calurosos y decir: ven aquí, hijo mío, ¿qué hicieron de ti, a qué cadena sometieron la juventud que merecías?

La ciudad se aconcha en la quietud nocturna, como si hubiera empequeñecido al extinguirse sus rincones con la precaria iluminación que sólo descubre retazos intermitentes por el itinerario de soportales que voy reconociendo, aledaños del barrio viejo que abandono presumiendo la dirección en línea recta hacia el paseo que bordea el río.

Durante tres años ha sido el telón de fondo en la difusa realidad de sus horizontes: inmóvil para la mirada que alcanza sus torres y sus grumos, presentida en la niebla que se agarra a sus piedras, centelleando bajo el sol primaveral o revestida por el frío de la nieve, la sombra blanca de los largos inviernos.

Aquella misma sombra que veríamos aletear en cuerpos diminutos, lenta y persistente, cubriendo los patios al atardecer, llenando las ramas de la pinada, como si repoblara una vaga tristeza que clausuraría la vida del convento, desolando los tránsitos y alargando un silencio mayor alrededor de la estufa de serrín.

De alguna manera se paralizaba el tiempo, se sumergían las horas en la parsimonia de la nevada y arrastrábamos el corazón enfermo de nostalgia. Los espacios habituales tomaban esa extrañeza que aflora en el tedio y permanecíamos sobrecogidos, como si el desamparo hubiera roto el alimento espiritual de nuestro ánimo y la ventisca azotase las conciencias.

Tu memoria regresa al recuerdo de aquella mañana que trajo una muerte, ese extraño suceso amanecido en la nieve que salpicaba los ojos cuando desde la ventana del corredor visteis el cuerpo del hermano Galindo caído de bruces a tres metros del pozo artesiano, a dos pasos del tronco del ciprés, tendido con los brazos abiertos, la sotana por encima de los pantalones, el cabello apelmazado en la humedad donde se descubría un reguero de sangre diluida, como si la noche hubiera abierto un vacío en la desorientación de su incipiente locura y el vértigo le hubiese empujado hasta el pavimento que cubrían dos palmos de nieve tierna.

El hermano enfermero vertió las primeras lágrimas al incorporar aquel cuerpo que parecía un árbol derrumbado y el padre maestro limpió la nieve de su frente destrozada y tú ayudaste a trasladarle sujetando sus pies desnudos, amoratados y rígidos.

Fue una conmoción que alteró el melancólico letargo de aquellos días, que depuso la tristeza violenta de la muerte para unir su recuerdo a los fríos atardeceres del invierno, y era difícil sustraerse a la memoria que recorría la blancura helada del patio donde fueron apareciendo las zapatillas y la bufanda del hermano y donde la huella de su sangre se fundió bajo los copos.

Todo eso pertenece al pasado que enterrarías si pudieras librarte de su insistente costumbre, si ahora se produjese la incisión de un bisturí en el campo vagoroso que amontona estos fantasmas entrañables, esta iluminación que los rescata cubiertos de un polvo sentimental, tan cercanos a la noche que lleva tus pasos en una libertad no del todo cumplida, ya que tu memoria les pertenece y vienen poblando las imágenes a donde vuelve a remontarse: tránsitos, pasillos, corredores, la luz dominical del peripato en esa hora antigua del lento paseo delante de la fachada, que el pudre Ceferino aprovechaba para lanzar su exordio desde la ventana de su cuarto: oh, andres. azenai, gentiles romani et rustici mexicani, alzando los brazos con el desvariado temblor de su excitación oratoria, qui estis ad portas inferí ob vostram oscuritatem et obcecationem, fides Christi et suae Eclesiae..., declamando los versos de la Rusticatio Mexicana del padre Anchieta hasta que su voz se quiebra en un ahogo, el plácido camino de las dobles filas encaradas en abanico y moviéndose como el fuelle de un acordeón, los dedos pulgares engarzados en los fajines, qué fácil rememorar hasta el sabor de aquel membrillo de la merienda disfrazado en vivos colores de anilina, el sudoroso partido en la cancha de baloncesto, la academia literaria donde el padre Petronilo puntuaba las participaciones del concurso de metáforas, o aquel oscuro drama del hermano Emiliano, corruptor de los silencios ejemplares a la hora de la meditación por un trauma digestivo ajeno a su control, que emitía galopantes ruidos de tripas, sinfónicos solos de intestinos culminados en el remate de un eructo inconsciente.

Vuelvo a dejar la maleta en el suelo y no es difícil orientar los pasos bajo la esfera luminosa de este reloj, la creciente animación anuncia la calle mayor y allí, hacia el fondo nocturno que roza el horizonte de los edificios más altos, están los surtidores de la fuente y en seguida el bulevar.

Como si mi huida todavía pudiera reblandecerse, recupero el recuerdo del aniversario de la muerte de mi madre.

¿Dónde colocar este recuerdo que no termina de transformarse en algo irreal, si son tres años los que separan aquella dolorosa agonía, si sus súplicas están ancladas en el deterioro de ese tiempo y no hay razones para mantener la alianza de mi promesa?

Te quedaste mirando el gesto petrificado de su muerte. Dos moscas se le habían posado en la frente, levantaron el vuelo cuando acercaste los labios para besar aquel frío de sus arrugas. Alguien puso las manos sobre tus hombros y cerró los dedos para transmitirte un aliento o una pena que pudiera igualarse a la tuya.

Pero llega el momento de decidir vuestro olvido, aunque deba forzar el gesto, encubrirme en la violencia necesaria para estrangular este reguero sentimental de la memoria. No puedo ahogarme, no quiero sucumbir bajó ese peso.

El río se remansa alrededor de las pilastras.

Me asomo apoyado en el pretil. Un camino de luces diminutas desciende espejeando en la superficie. Por la oscuridad de la vega cruzan veloces los vagones de un tren de mercancías, se escucha el ruido acompasado de las ruedas, el crujir de las traviesas. Dos trombas de humo blanco ascienden lentamente.

En la estación comprobé los horarios y compré un bocadillo, una botella de vino y un paquete de cigarrillos.