3
Se pensaba en el pueblo que las cosas habrían cambiado de alguna manera y que Ezequiel tomaría una decisión.
Pero pasaron tres días de obsesiva curiosidad y nada había cambiado visiblemente en el talante y las costumbres del hombre.
Sus paseos siguieron prodigándose y sus estancias en la cantina continuaron en las mismas condiciones, apegado a las copas de orujo, con intermitentes arrebatos sobre el cartapacio de las cuartillas, que en ocasiones rompía y tiraba al suelo convertidas en pedazos.
El verano, atareado en las siegas y la cosecha, nos alejó a todos de Ezequiel, que estaba convirtiéndose poco a poco en una figura entrañable y olvidada, como esas imágenes imperceptibles que se retiran de los altares y se guardan en la sacristía.
Sólo en ocasiones las mujeres, al verle pasar desde la era, compadecían el silencio y la creciente ruina de aquel hombre ensimismado, que contemplaba los pájaros en la rastrojera y dormía la siesta recostado en los pilares de paja.
Por noviembre tuvo un achaque que llegó a preocupar seriamente a Cecilio.
Una tos abotargada y cadenciosa estremecía la cantina y el orujo llenaba las horas amargas y dolientes del enfermo, cuyo rostro estaba empalideciendo hasta tornar blanco como la cal.
Emérita le convenció para que se quedara unos días en la cama.
Ella nos informaba de las profundas melancolías de Ezequiel y todos celebramos con alegría su recuperación, cuando una mañana le vimos salir a la plaza con una manta sobre los hombros y atrapar un pardal arrecido.
Recuerdo aquel invierno crudo y furioso de carámbanos y nieve.
La noche de San Silvestre se reunieron los hombres del pueblo en casa de Cecilio y bebieron como locos.
Ezequiel estaba alegre y se exaltaba con las historias de lobos que relatan los viejos recordando las mentiras de sus mayores en los filandones pasados.
La noche terminó en una borrachera colectiva, y los chavales y las mujeres quedamos durmiendo en las cocinas, amedrentados por aquel bullicio violento que rompía el silencio exuberante de la nevada, como si la excitación de nuestros padres fuera como un presagio del más absoluto de los abandonos.
Por febrero —la nieve estaba brillante con el resol y las heladas—, Ezequiel volvió a ensimismarse en el escaño, iniciando otra carta y orillando las tertulias de la cantina.
Todos esperábamos que, como siempre, su dedicación durara largo tiempo, pero quedamos sorprendidos al observar que al cabo de tres días ponía fin a la misiva y la preparaba cuidadosamente en el sobre lacrado.
Mauricio estaba convencido para repetir su labor de mensajero.
Cecilio esperaba con impaciencia las órdenes de Ezequiel.
Las mujeres se reunían en las cocinas obsesionadas por las noticias de la nueva obstinación, asegurando que aquel hombre había perdido el juicio.
Una extraña ansiedad nos dominaba a todos, porque Ezequiel había guardado la carta y parecía no tener intención de enviarla.
Cuatro días después, la mañana de un domingo que amaneció arrebatada por los presagios de la nieve, Ezequiel salió del pueblo y tomó el camino de Pobladura.
Había untado las botas con sebo y llevaba puesta toda la ropa que tenía.
Por el filo de las ventanas y las puertas todo el pueblo espió aquellos pasos bamboleantes e inseguros, y le vimos desaparecer con la visera calada, las manos en los bolsillos de la sahariana y la colilla apagada en el labio leporino.
Algunos propusieron seguirle, y Cecilio y mi padre marcharon tras él con la intención de tenerle vigilado a una distancia suficiente.
Fue un domingo turbio, desapacible.
La nieve cedió a un viento de locura y los cierzos cuajaban en el aire una saliva fría que se colaba por todas las rendijas.
Llegó la noche y la ventisca había crecido enmarañada por las violencias del azote, desgajando carámbanos de los aleros y amontonando la nieve en las paredes.
Un grupo de hombres armados de faroles, estacas y palas, salió después al camino y regresaron todos casi al amanecer con Ezequiel tendido en unas parihuelas cubierto con una manta.
Las barbas amaralladas tenían el rigor del hielo y hasta el labio leporino le bajaban dos escamas de nieve cuajada que contrastaban con el fulgor morado de la piel.
4
El resto del invierno lo pasó el hombre en la cama bajo los cuidados de Emérita.
Poco antes de la primavera volvimos a verle y era aparente el enorme decaimiento de salud. Se ayudaba con un bastón y caminaba en intermitentes bandazos, sofocado y ausente.
Las barbas le habían crecido derramadas hasta el pecho, los ojos entibiecían la soñolencia de una mirada que iba atrofiándose hasta desaliñar el destello de su vivacidad.
Se cubría con un echarpe de lana y arrastraba las botas haciendo círculos alrededor de la fuente de la plaza.
Al atardecer se sentaba en el poyo del pilón y quedaba adormecido.
En estas condiciones pasó su último año con nosotros.
Un día le pidió a Cecilio que le llevaran a la ciudad y solicitaran su internamiento en el Asilo de Ancianos.
Tramitaron la solicitud y al cabo de quince días había una plaza a su disposición.
Era —esto lo recuerdo con mayor nitidez que cualquier cosa— un trece de abril, cuando Ezequiel se marchó en la furgoneta de Cecilio, acompañado por mi padre y Emérita.
Yo estaba en el juncal de la huerga y el coche atravesó el camino vecinal arremolinando el polvo.
En el asiento trasero, Ezequiel iba adormecido, la gorra visera caída sobre los ojos, las manos contenidas contra el pecho y la colilla amarillenta bailando en la ranura del labio leporino.
Cecilio conducía, y mi padre y Emérita, sentados a su lado, apuraban la serena tristeza del viaje con el gesto sombrío en el que se cumplen los designios irremediables.
Dos años después un telegrama nos anunciaba la muerte de Ezequiel en el Asilo. A su entierro fueron muchos hombres y mujeres del pueblo.
Y no tardamos en saber que, el mismo día de la noticia de su muerte, doña Chon, la señora de Pobladura, había encargado las misas gregorianas en su memoria, y que en sus distanciadas y raras salidas a la calle se la veía vestida de luto riguroso.
Entonces comenzaron a correr las más diversas versiones sobre la auténtica identidad del difunto, pero la última clave de aquellos misterios la encontró Cecilio en el bolsillo de un viejo pantalón de Ezequiel, un día en que haciendo limpieza en los baúles de las habitaciones aparecieron diversas prendas que le habían pertenecido.
Era una tarjeta ribeteada con el negro de las esquelas.
Llevaba escritos los nombres de doña Chon y Ezequiel garrapateados con tinta color sepia, y al lado dos corazones dibujados con exhaustiva minuciosidad.
En la otra cara de la tarjeta, apenas visible bajo las huellas amarillas, una frase de amor que relataba las esperanzas de un regreso, escrita con la misma caligrafía que el hombre había empleado en las cuartillas de sus cartas, y la anotación: En San Juan de Puertorrico a 20 de mayo de 1929.
Fue a raíz de aquel descubrimiento cuando los más viejos del pueblo recordaron la sombra difuminada de un primo de la señora, que había huido a las Américas después del oscuro suceso de la muerte violenta de don Baldomero Torres, el hacendado pretendiente familiar de doña Chon, y cuya cabeza separada del cuerpo y con los ojos fregados en el barro de la torrentera apareció en un barranquillo del Teso de los Corredores.