Libro 3

Don Alfonso me invitó a entrar en su despacho. Vicente había avisado ya de que iba a aparecer por la oficina. A media mañana, cuando llegó la hora del café, cansado de mí mismo, de evitar las miradas hacia Consuelo y de atender llamadas telefónicas, me levanté para cumplir la cita matinal con el camarero viudo. Pero Vicente comentó que teníamos que esperar la llegada de don Alfonso. Era la ocasión anunciada. Tal vez me propusiese permanecer por unos meses en la editorial. Septiembre había entrado con buen pie, buenas lluvias y muchos pedidos. La Enciclopedia Universo introducía en cómodos plazos una promesa de futuro en los hogares de la ciudad. Ofrecía el saber, la educación, la cultura y los sueños capaces de abrir una puerta a la esperanza por poco dinero, el pequeño ahorro disponible en la modestia cotidiana para pensar en el porvenir. Que un hijo tuviese a mano los datos sobre las Islas Carolinas, la capital de Suecia o el significado de la antítesis suponía un motivo de confianza en la vida. No me encontré con fuerzas para reírme de tanta ingenuidad. Recordé el orgullo con el que mis padres esperaban mi orla universitaria. Querían colocarla como un triunfo familiar en las paredes de su casa.

La llegada de don Alfonso no fue la única sorpresa de la mañana. Cuando las agujas del reloj de la oficina se acercaban a las diez y media y yo luchaba contra el desánimo de un tiempo paralizado, tres días sin poder hablar con la esquiva Consuelo, sin aclarar las cosas entre nosotros, llamó por teléfono Ignacio Rubio, mi profesor de Literatura. Había vuelto de sus vacaciones en Santander y de una pequeña estancia en la Escuela de Altos Estudios de París. Me alegró su cordialidad. Agradecí, sobre todo, la propuesta de que fuese a verlo esa misma tarde a su casa. Quería que le contase mi experiencia en la editorial, mis progresos literarios, mis planes, porque me iba a proponer un proyecto para el nuevo curso. Entusiasmado al saber que contaba conmigo, quise enterarme enseguida. Estaba a su disposición, claro que sí, nada me hacía más ilusión. ¿Podía anticiparme por teléfono de qué se trataba?, pregunté. Pero volvió a citarme en su casa, sobre las siete. Luego hablamos, me dijo. Ce n’est encore qu’un projet. A Ignacio Rubio le gusta adornar con un poco de cultura francesa sus recuerdos, sus discusiones, sus teorías literarias y sus citas con los alumnos.

La rutina volvía a la ciudad. Jacobo llevaba unos días declarándose inútil para los estudios de Derecho e inventando planes con Mariví. Jesús, mi otro compañero de piso, había anunciado su llegada para el día siguiente, dispuesto a convertirse en un médico religioso y rico, los dos valores que definen su vocación y que me sacan de quicio cada vez que alardea de la claridad del futuro sin darse cuenta de sus contradicciones. No comprende el lado hipócrita de sus enjuagues entre el pragmatismo y la espiritualidad. El único que parece no aceptar este regreso otoñal a la rutina es don Alfonso. Irrumpió en la oficina, pero de paso. Después de cerrar algunos asuntos en Granada, se va a Madrid con cara de triunfador para pulir los últimos detalles y firmar el convenio con Educación y Descanso. Nos lo contó en el despacho, después de hacer un breve resumen de su estancia veraniega en Torremolinos, las ocasiones que ofrecen julio y agosto para conseguir buenos negocios cuando se sabe estar en el sitio oportuno y los resultados que da un cóctel inteligente a la hora de mezclar el trabajo con las conversaciones de la fiesta y la brisa del mar. No todas las palabras se las lleva el viento, afirmó con orgullo. Lo sabré yo, que me he pasado la vida hablando de bar en bar y de trinchera en trinchera. A mí me pareció que miraba de un modo especial a Consuelo mientras disfrutaba de sí mismo con su chiste.

Había hecho cálculos y tenía buenas noticias para todos. Pidió una discreción absoluta porque no quería despertar las envidias de los empleados en otras delegaciones de la editorial. Y es que el asunto era muy envidiable, un escandalazo, dijo. Estaba en condiciones de confirmar unas comisiones excelentes. A Vicente y Consuelo les van a tocar treinta mil pesetas. ¡Una fortuna! Aprovecha para premiar su entrega, sus años de trabajo, su buena disposición y la manera eficaz con la que llevan la oficina durante sus largas ausencias. Es imposible estar en misa y repicando, y quien tiene que salir a pescar en alta mar no puede pasarse las semanas sentado en un despacho. A don Alfonso le gusta mezclar sus informaciones y sus órdenes con una filosofía muy precisa de la vida.

A mí también me va a caer un buen pellizco. Ya soy parte de la empresa, cuento como uno más, aunque no deben precipitarse las cosas ni forzar agravios comparativos. Lo lógico es que cobre menos que Vicente y Consuelo. Pero caerá sobre mi realidad juvenil otra fortuna, un premio gordo para un estudiante de Filosofía y Letras recién llegado a Granada y a la editorial Universo. Veinte mil pesetas, eso es lo que me va a meter en el bolsillo don Alfonso, además de las otras comisiones regulares y de mi sueldo como empleado. Pero no vayas a perder la cabeza, me advirtió. La salud de una empresa lleva mal los escándalos de sus trabajadores.

En efecto, cuando don Alfonso nos contó su nuevo viaje a Madrid y el reparto especial de la comisión, yo era un miembro regular de la empresa gracias a un acuerdo de media jornada. Me había llamado a su despacho. Filosofía y Letras no quita mucho tiempo, consideró de un modo brusco antes de que pudiera sentarme en la silla que me ofrecía. No es una carrera tan complicada como Medicina o como Ingenieros. Resulta fácil estudiar y trabajar, ganarse el pan y conseguir un título.

—Hay que aprovechar la fuerza de la juventud, la impertinencia de la juventud para romper todas las barreras. El mundo es juventud, violencia creativa —estaba repitiendo tanto la palabra juventud, que volví a calcular su edad mientras hablaba. El traje gris, la camisa blanca y la corbata oscura le hacían mayor. Cuando lo conocí en agosto, quizás a causa de mis inquietudes sentimentales y de una ropa menos convencional, supuse que tendría diecisiete años más que Consuelo. Treinta y siete más diecisiete igual a cincuenta y cuatro. Ahora calculaba que su bigote recortado, su pelo teñido de un negro intenso y peinado hacia atrás y su piel sarmentosa, camuflada por un tímido bronceado, respondían a un señor de sesenta años—. Un hombre no puede dejar nunca que se apague su juventud. Entonces está perdido, llega otro macho y se apodera de la manada. ¿Tienes novia?

—No, señor.

—Me ha dicho Marcelo que fuiste al bar con la hija de Pedro Salas.

—Va a estudiar Filosofía y Letras, como yo.

—Es que ésa es una carrera de mujeres. Ya te lo dije. ¿No serás maricón?

—No, señor.

—Todo se puede aceptar, pero ibas a ser un desgraciado en la vida. Mejor que seas el macho de tu manada. Trabaja, estudia, aprovéchate de tu juventud. Me dicen Consuelo y Vicente que has dado la talla. Así que te ofrezco seguir con nosotros. Media jornada. Nos viene mejor el turno de la mañana, pero si te crea complicaciones en la Universidad puedes venir por la tarde. Y deberás estar disponible para las visitas a domicilio algunos sábados. Eso te lo dirá Vicente. Supongo que estás de acuerdo.

—Sí, señor. Muchas gracias.

—Tus padres lo agradecerán. El sueldo es modesto, pero el trabajo forma parte de tu educación. Y ahora vamos a llamar a Vicente y Consuelo para que pasen. Tengo buenas noticias para vosotros.

Las comisiones generosas fueron sin duda una noticia excelente y yo me alegré más que nadie de que la suerte hubiera pasado por la delegación granadina de la editorial Universo cuando ya había sido aceptado como un miembro más de la empresa, alguien merecedor de guardar secretos, recibir un sobre y acudir a la oficina durante unos meses para disfrutar de un empleo, ir y venir por la ciudad, subir y bajar de los trenes y los autobuses, observar con paciencia el reloj de la sala y encontrar la ocasión de verme en privado con Consuelo y aclarar el vértigo confuso de nuestra vida. Porque detrás de cada papel, cada llamada de teléfono y cada minuto, está el piso de Transversal de la Bomba.

Quizá debo pedirle consejo a Ignacio Rubio. Incluso puedo dejarle este cuaderno para que comprenda por dentro la situación de mi amor y de mi incertidumbre. Creo que hay páginas buenas, preocupaciones que son justas y una sinceridad honesta. Él me ha dado muestras de confianza, me ha invitado a tomar café en su casa, tiene proyectos para mí… Pero dejarle a Ignacio el cuaderno supone una traición para Consuelo, un disparate sin justificación. No tengo derecho a abrir ante nadie las puertas de nuestra intimidad, las puertas de la oficina cuando nos quedamos solos, las puertas de su casa, y de su cuarto de baño, y de la terraza invadida por los geranios y las hiedras, y de la alcoba en la que he aprendido a conocer su cuerpo, mi cuerpo, el valor de las conversaciones en la cama, las palabras de dos amantes desnudos cuando hablan del mundo, lo que significa hacer el amor, entregarse con alegría, entusiasmo, tristeza o miedo.

Una traición para Consuelo, sin duda, pero también para Vicente. Porque he opinado demasiadas veces sobre él. Ahora, mientras escribo y hago tiempo para acudir a la cita con Ignacio Rubio, voy a contar algo que he visto, un descubrimiento que me entristece. Han cambiado mis sentimientos sobre este hombre que no es ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni guapo ni feo. Pero es un buen compañero de trabajo, leal y contradictorio. Lo he visto hacer el ridículo y comportarse de manera admirable, mostrarse indiferente y ser de una eficacia precisa, no comprender nada y comprenderlo todo de una sola vez. El resumen diario de sus contradicciones lo acerca cada vez más a mí. Como le he tomado cariño, hay cosas que no necesito saber. Eso, señora y puerca vida, no necesito saberlo.

Ser un miembro más de la gloriosa editorial Universo supone vivir con prudencia, cobrar una buena comisión y salir a comprar tabaco cuando lo pide don Alfonso. Todo joven vendedor de enciclopedias es también un niño de los recados, así que puse buena cara cuando el jefe me pidió que me acercara al estanco a por un cartón de tabaco Goya. Bajé los escalones de dos en dos, respiré el aire limpio de la calle como un enamorado melancólico y como propietario de una pequeña fortuna, pasé por delante del bar Jandilla y salí a la calle Reyes. Cuando me acercaba al estanco, una sorpresa me dejó paralizado. La vida tiene muchos recodos, más de los que uno puede inventarse, aunque se cultive una imaginación calenturienta. Ellos no me vieron a mí, pero yo reconocí a la pareja que subía por la acera de enfrente. Porque formaban una pareja, una mujer colgada del brazo de un hombre, un matrimonio típico, normal, enmascarado en su rutina, gente que habla con intimidad, pasa por la calle y conoce su camino. Él no llevaba uniforme, pero era guapo y relamido. No me costó trabajo intuir el tono de su voz, la pegajosa calidez de sus palabras dignas de un barítono acostumbrado a seducir. Ella era alta y guapa también, inesperadamente guapa, la morena que nadie podría imaginarse como mujer de Vicente, un discreto y engañado oficinista de la calle Lepanto.

Ramiro Martín y Marisa subían del brazo por la calle Reyes Católicos. Ni que decir tiene que los seguí. Cuando el veneno del detective entra en las venas, es difícil romper la adicción. Había vigilado el portal de Consuelo y había seguido con éxito a Vicente y a Marisa por las calles nocturnas de Granada. Con más motivo, iba a seguir ahora a la mujer de mi amigo y al ferroviario. Era pan comido confundirme entre la gente en los semáforos, mantener una distancia segura aprovechando el trasiego de la mañana. Las tiendas, los coches, el autobús, los paseantes y el guardia municipal estaban en lo suyo, no necesitaban descubrir los posibles secretos del mundo. Pero yo puse los ojos en el falso matrimonio que andaba rápido entre el tumulto desinteresado de la ciudad. Fue una persecución corta porque al llegar a la Gran Vía cruzaron hacia la calle Elvira y se metieron en un edificio cercano a Plaza Nueva. Desaparecieron en el portal si ningún titubeo. No era una pensión, no había oficinas, ningún letrero daba información sobre una posible dependencia oficial. Tampoco había portero al que preguntar. En los buzones no estaba su nombre, pero tal vez vivía allí Ramiro Martín. Tal vez allí el pobre Vicente era engañado por su mujer, aquella morena a quien podía imaginar junto a la carne triste, blanca y vencida de mi compañero de trabajo. Me había dado cuenta en la estación de que Vicente conocía a Ramiro. ¿De qué? ¿El amigo de un amigo? ¿El familiar de un vecino, la casualidad de un banquete de boda, el azar de cualquier encuentro, la aparición que se queda para siempre y de forma imprevisible pegada a la existencia?

Esos datos los tendría Vicente. Pero yo sabía ahora más que él. Marisa, su mujer, estaba en manos del barítono. Pertenecía en secreto a otra realidad, su desnudo brillaba en otro espejo, en otras sábanas, en otras habitaciones que la harían jugar o enfadarse, cantar o guardar silencio lejos de su marido. Ésa era la causa de su crisis familiar, el motivo de las visitas llorosas de Vicente a casa de Consuelo, el peligro que ponía en riesgo su matrimonio. Quien viese por la calle a Ramiro y Marisa no dudaría en aplaudir los equilibrios de la naturaleza. Un hombre guapo y una mujer guapa, una pareja perfecta. Así es la vida, la alegría llama a la alegría, la tristeza a la tristeza. Cuando entré en el estanco para hacer el encargo de don Alfonso, estaba lleno de rabia, en pie de guerra contra la lógica y la perfección del mundo.

—Menos mal, pensé que te habías fugado con el dinero del tabaco. ¿Dónde te has metido? —don Alfonso castigaba mi tardanza, pero no estaba enfadado.

—Un accidente de un coche y una moto en la esquina de la Gran Vía. Al ver el tumulto, me he acercado.

—¿Algún muerto?

—No, sólo un herido.

Don Alfonso celebró su viaje a Madrid y su paso por la editorial con el mismo regalo laboral que nos hizo en agosto. Esta tarde no se trabaja, anunció. Mañana será otro día. Los clientes pueden esperar. Bajamos todos al bar Lepanto para tomar una cerveza y celebrar la alegría de Manolo el limpiabotas, que se apoderó con entusiasmo de los zapatos del jefe. Después de dos meses y medio fuera de su campo de acción, nadie podía quitarle el derecho a ponerse a los pies de don Alfonso para animar la conversación con el betún, el cepillo y los comentarios más impertinentes sobre la fauna de Granada. Allí estaba el responsable de la editorial Universo, viva imagen de la felicidad, el pie sobre la caja de Manolo, una cerveza en la mano, un plato de gambas sobre la barra y todos sus empleados alrededor, celebrando las coyunturas luminosas de la existencia.

Me costaba trabajo mirar a Vicente, hablar con él. Tenía miedo de que viera en mis ojos las sombras de aquella noche engañosa por los puentes, los jardines y las calles de la ciudad, cuando lo seguí a la salida del cine para descubrir su dirección y espiar a su mujer, que lo abrazaba, lo besaba y apoyaba la cabeza en su hombro al mirar un escaparate o responder a una confidencia. Tenía miedo de que la viese ahora cruzar la Gran Vía colgada del brazo del ferroviario, el amigo barítono del que se había reído tanto cuando yo empecé a meterme con su impostura de seductor. La cara de pánico de Ramiro pudo deberse a la sospecha de que Vicente y yo supiésemos algo. La risa de mi compañero, espontánea, irrefrenable desde que salimos de la estación, se debía tan sólo a la ignorancia. Una risa inocente que se cortó con la pedrada.

Hay pedradas y pedradas. No puedo prestarle el cuaderno a Ignacio Rubio, por Vicente, por Consuelo, por mí. Y debo tener cuidado con lo que le cuento esta tarde.

Había entrado otras veces en casa de Ignacio. Vive en un piso amplio con balcones que dan a la plaza de la Trinidad. Identifico su edificio con el tumulto que forman los pájaros entre las ramas de los tilos al atardecer. Es un desorden fascinante y muy parecido al que desatan los libros en las habitaciones. Como no caben en las estanterías que cubren las paredes, los libros se acumulan en cualquier rincón, sobre la mesa, las sillas y el sofá de su despacho o a los pies de la lámpara, escapándose por el pasillo para llegar hasta el salón o el cuarto de baño. Su mujer, Ángela Domínguez, profesora de Historia en la facultad, no protesta. Tiene las mismas inclinaciones que su marido. Resulta complicado encontrar un hueco para sentarse o para colocar una bandeja. Un alboroto de pájaros y libros, la casa de Ignacio Rubio.

Las clases de este hombre han justificado mi primer curso en la Universidad. Admiro sus conocimientos, su manera de hablar, de convertir cualquier detalle en un argumento con suspense y con sorpresa final. Siempre hay algo que yo necesito saber, que puede definirme a mí mismo. Las explicaciones van de la literatura a la vida, luego se dan una vuelta por la historia, llegan a pisar un campo de fútbol o una noticia de la radio y vuelven a la literatura para sentenciar que un verso es decisivo o que nadie debería perderse la lectura de esta novela y de aquel ensayo.

Otros profesores están mal, regular o bien, pero todos pertenecen al mismo mundo. Uno sale del pueblo, irrumpe en la ciudad, empieza los estudios universitarios, se somete a la evolución lógica de las cosas, la vida que avanza, los años que siguen su camino, las costumbres y las responsabilidades que se adaptan al tiempo que pasa. Todo entra en el cauce normal, todo es continuación de un ciclo. Pero de pronto aparece alguien que mueve la tierra, corta el tiempo en dos, transforma la perspectiva y rompe la evolución para desatar un mundo diferente y sacarnos de nosotros mismos. Esa persona era para mí Ignacio Rubio. Me identifiqué con él desde el primer día de clase.

—Pasa, pasa. Tienes buen aspecto. Hace más de dos meses que no nos vemos. Le temps passe très vite.

En sus clases he sentido también la necesidad de identificarme con todos los escritores de los que habla. Le gusta olvidar el programa, cambiar de conversación y contar en pocas anécdotas la biografía de los autores. Episodios, pasiones y encuentros o desencuentros llamativos. Si las vidas de los poetas y los novelistas son una novela, es porque todas las biografías son una novela, dice. Las vuestras también, afirma. Pensad cada uno en vuestra vida como si tuvieseis que contarla en un libro o en una clase. Por encima de cada novela está la historia general, el argumento completo que nos traspasa y nos coloca a cada uno en nuestro lugar, advierte. Todos formamos parte de un texto único que es la Historia. De ahí nuestra responsabilidad, concluye.

Cuando detuvo una clase sobre la épica y el Cid Campeador para resumir el exilio de Espronceda en París, yo pensé en la novela de mi vida y la consideré muy pobre. Ni conspiraciones juveniles contra el rey, ni tormentas en el mar, ni barricadas en París, ni fugas enloquecidas con la mujer de un comerciante. Si el exilio era la marca del escritor liberal, yo estaba muy lejos de poseer una biografía respetable. Ahora he protagonizado un episodio sentimental: la historia difícil con una mujer diecisiete años mayor que yo, un amor que ha cambiado mi vida tanto como la literatura y las clases del profesor Rubio. Los amores difíciles enriquecen cualquier silencio igual que los buenos versos o las afirmaciones que se dejan flotando en el aire del aula para que todo el mundo las medite y se las lleve a su casa.

Yo me he llevado a mi piso de estudiante muchos versos, algunas biografías y una vocación. Un día visitaré Colliure, el pueblo de Francia en el que está la tumba de Antonio Machado. Y tendré una casa invadida por los libros, y dejaré que la historia traspase mi experiencia personal para que lo revuelva todo, desordene las mesas y las sillas, los muebles del salón o del despacho, hasta que me coloque en mi sitio. Para eso estoy aprendiendo a mirar, sospechar, inventar, ejercer la ironía, el distanciamiento y el gusto por el estilo, las decisiones maníacas como Juan Ramón Jiménez, que escribe antología con j, o la capacidad de unir tres adjetivos seguidos a la hora de confesar la devoción por una mujer enmarañada, poderosa e inevitable. Brindo por Valle-Inclán.

Después de encontrar un hueco en su despacho para colocar una bandeja con dos tazas de café y un cenicero, Ignacio me preguntó por mi trabajo en la editorial Universo. Busqué las palabras, quería parecer agradecido e inteligente mientras le comentaba otra vez lo mismo que le había dicho por carta, que estaba feliz, que había sido una experiencia personal iluminadora. Para escribir hay que vivir, tratarse con la gente, sentirse solo en situaciones extrañas, afrontar los acontecimientos, tomar decisiones, descubrir la realidad. Ahora conocía mucho mejor la ciudad que latía, se hacía y se deshacía más allá del mundo de la Universidad.

Me preguntó por Vicente. Tracé el dibujo de un hombre de apariencia engañosa. A primera vista recuerda la caricatura de una carne de cañón o de oficina, el hombre indiferente que evita los problemas, cumple un horario, respira el aire que los acontecimientos le ofrecen y se contenta con no molestar, con que no lo molesten, sin echar de menos la poesía o un compromiso más ambicioso con la vida. Pero poco a poco, después de compartir algunos episodios con él, uno acaba respetando sus silencios, su actitud precavida, la fatalidad con la que se seca el sudor o arrastra por las calles sus zapatos doloridos. Aproveché la ocasión para contarle la escena del perro atado, la pandilla de niños y la pedrada, una situación de miseria y crueldad propia de La lucha por la vida.

Me preguntó por Consuelo y confesé a medias. Le dije que había sido un descubrimiento. Era una mujer poco convencional, culta, con la que hablaba de literatura y podía quejarme de la existencia mediocre, las costumbres hipócritas, hasta soñar la posibilidad de un porvenir distinto, un futuro iluminado por la temeridad de mis ilusiones. Consuelo miraba las cosas con unos ojos más vivos, menos domados. Se notaba que era licenciada en Filología Románica. Habíamos leído juntos a Pablo Neruda, me había dejado libros, había facilitado mucho mi trabajo en la editorial. Gracias a una sugerencia suya, don Alfonso me acababa de ofrecer un acuerdo de media jornada para seguir colaborando con la venta de enciclopedias durante los primeros meses del curso.

Y me preguntó por don Alfonso. Lo había visto sólo en dos ocasiones, pero tenía una idea bastante clara de su carácter. Los comentarios de Marcelo, el dueño del bar Lepanto, me ayudaron a entender una personalidad de barra de bar y de fiestas veraniegas en Torremolinos. Mucha palabra, mucha simpatía, instinto para intuir los negocios y para aprovecharse de los entresijos del Régimen. Es de ese tipo de personas que durante una guerra da poco la cara, pero luego sabe poner la mano y tratar con desenvoltura a todo el mundo, dejarse querer por los limpiabotas, las mujeres y los ministros.

La sonrisa de Ignacio certificó que le había gustado mi retrato del jefe. Eso me animó a dar más detalles. Hablé de Loja, Motril y Maracena, los partos imprevistos, los barrios pobres, el cuartel de la Guardia Civil, los descampados de la estación, las fiestas patronales y el calendario detenido sobre la barra del bar Lepanto. Ahora tenía una relación muy distinta con la ciudad. Había aprendido a mirar mientras caminaba por el Paseo del Salón, por los suburbios que se edificaban en el Zaidín o por las aceras de la Gran Vía. He descubierto muchas cosas de Granada, dije.

Paris change! Mais rien dans ma mélancolie

N’a bougé! Palais neufs, échafaudages, blocs,

Vieux faubourgs, tout pour moi devient allégorie,

Et mes chers souvenirs sont plus lourds que des rocs.

—Baudelaire —dije, contento de recordar unos versos que le había oído a él mismo en clase, un día que saltó del tiempo sagrado y detenido en Gonzalo de Berceo a las melancolías de Garcilaso, para acabar en las prisas devastadoras de una ciudad moderna y anónima.

—Todo cambia, pero nos quedan los recuerdos. Se levantarán edificios, se asfaltarán los arrabales, se urbanizarán los descampados, pero tú recordarás siempre la geografía de este verano. La realidad es una alegoría para la memoria. Todo lo que nos afecta permanece en nosotros, aunque se pierda en el tiempo.

Pensé en el cuerpo de Consuelo. Treinta y siete años, blanco, duro, mío. Una presencia inevitable, clavada en el tiempo, plus lourd que des rocs. Yo envejeceré, ella no. Pasarán los años, pero ella va a permanecer inmutable, idéntica a ella misma en la primera tarde que se desnudó junto a mí en el verano de mil novecientos sesenta y tres, cuando una sequía prolongada obligó a los cortes de agua y el ruido de las tuberías dio el aviso para que un muchacho de veinte años y una mujer de treinta y siete tuviesen su oportunidad, abandonados a su deseo, más allá de la edad, las convenciones, los miedos y la mirada hostil de los vecinos. No importa la edad… Su pregunta rompió el silencio y mi ensimismamiento.

—¿Has leído algo sobre la resistencia francesa contra los nazis? Quería hablarte de eso.

Las relaciones de confianza con Ignacio Rubio habían seguido a lo largo del curso pasado un ritual de situaciones bien marcadas. Primero alguna conversación en la puerta del aula número tres de la facultad, rodeado del tumulto de otros alumnos al salir de clase, con la intención de preguntar algún detalle sobre lo que acababa de explicarnos. La excusa de una duda o el título de un libro servían para buscar el acercamiento. Después habían llegado las visitas a su despacho, la puerta cerrada, los comentarios sobre el programa y sobre la literatura en general, con la galería abierta de los autores preferidos, las lecturas recomendadas, los consejos a un futuro escritor y el malestar provocado por otras asignaturas. Una de esas conversaciones acabó en la barra del bar de la facultad con dos cafés y algunas confesiones sobre mi vida en Granada, la realidad de Villatoga, la situación familiar, la historia de España, la censura y la mediocridad intelectual de muchos profesores que seguían conservando el espíritu belicoso de la Cruzada o nadaban en la atmósfera sometida y temerosa de la posguerra.

Después de la puerta del aula, el despacho y la barra del bar, habían llegado las visitas a su casa. Aquel lugar implicaba un grado de intimidad y preferencia que yo agradecí como una forma de reconocimiento. Era, desde luego, un camino que me acercaba a su biblioteca y a sus indicaciones profesionales. Los pasos sucesivos en la escala de nuestra confianza me permitieron por último hablar con sinceridad sobre mis desilusiones y el desgarrón que necesitaba exigirle a mi vida. Fue entonces, ya al final del curso pasado, cuando Ignacio me habló de la editorial Universo y de la posibilidad de encontrarme allí un trabajo para el verano. Podría quedarme en Granada, evitar el regreso a Villatoga, adquirir experiencia. Y no lo había defraudado. El hecho de que don Alfonso me hubiera propuesto ampliar el acuerdo significaba que mi comportamiento había estado a la altura de las circunstancias.

—Los nazis fueros derrotados en Francia. Algunos republicanos españoles participaron en la resistencia —Ignacio hablaba en el mismo tono de siempre, pero noté un quiebro de duda en su voz, como si estuviese entrando en una confidencia que le provocaba inseguridad. Pensaba no sólo en él, sino en mí. Recordé la fragilidad de un vendedor a domicilio con problemas de conciencia y ante un cliente difícil. No sabía aún de qué se trataba, pero yo no se lo iba a poner difícil. Acepté un cigarro por tercera vez—. En España sigue la dictadura. Y es necesario organizar una resistencia.

—Algunos compañeros hablan de eso en la facultad. Ya lo hemos comentado.

—La oposición más seria es la que mantiene el Partido Comunista en la clandestinidad.

—Son los que han secuestrado a Di Stéfano por el asesinato de Grimau.

—No, no te estoy hablando de guerrillas, ni de secuestros, ni de lucha armada. Se trata de una nueva resistencia, de crear las condiciones para que se consolide la oposición en el interior del país. Hay que extender la cultura democrática entre los obreros, los profesionales, los estudiantes… Yo estoy en eso.

—Puedes contar conmigo —fui consciente enseguida de lo que me estaba proponiendo. Él dejaba poco a poco sobre el humo de la habitación el peso de sus intenciones y yo lo recogía con una complicidad decidida.

—Vendría muy bien alguien que ayude con los estudiantes, que trabaje al servicio de la nueva dirección de Granada.

—Estoy dispuesto.

—Ten en cuenta que se trata de entrar en el Partido como enlace de los estudiantes.

—De acuerdo —más que explicar mi punto de vista sobre una realidad en la que penetraba a tientas, quería dejar clara mi disposición y el deseo de identificarme con su forma de vivir y de pensar—. Cuentas conmigo.

—Hace unos años fue detenida la antigua dirección. Está en la cárcel.

—Lo sé, leí en el periódico lo del juicio.

Ignacio me estaba avisando. El paso que iba a dar no era ningún juego. Se trataba de un asunto peligroso, una historia con policías, jueces, condenas, cárceles y a veces algo más. No era la lucha armada, pero el riesgo se convertía en un compañero permanente a la hora de levantarse, salir a la calle, ir a la Universidad o trabajar en la oficina. La vida podía complicarse mucho. Me miró a los ojos, hizo una pausa, como queriendo darme una oportunidad para retroceder.

—¿Quieres pensártelo?

—No hace falta.

—Yo me lo he pensado mucho. He tenido contactos desde hace tiempo, he estado en París, he valorado las cosas.

—Estoy decidido, Ignacio —había empezado a sentir una punzada de miedo ante la gravedad con la que me hablaba, pero no iba a volver la espalda. No, mejor no pensarlo, no dudar—. Si nos quedamos todos al margen, esto no va a cambiar nunca. Odio la indiferencia.

—Pasado mañana nos reunimos en el pantano de Cubillas. Una apariencia tranquila, un grupo de amigos excursionistas que salen a pasar la mañana del sábado en el campo. Vamos a constituir la nueva dirección. ¿Quieres venir conmigo?

—Iré.

El único plan que tenía para el sábado por la mañana era fácil de romper. Jacobo se había empeñado en ir a una casería de la familia de Mariví en Huétor Vega, un pueblo muy cercano a Granada. No me importaba cambiar de tranvía, dejar para otro momento los entusiasmos de mi compañero de piso, las cajas de comida de la pastelería Pintor Velázquez y la conversación de Elena, una muchacha guapa, alta y con dinero. Cualquier excusa de trabajo sería suficiente.

—Puedes pensártelo. Si te arrepientes me lo dices. Pero sí quiero que me prometas algo. Vengas o no, ni una palabra de la reunión a nadie. Ni a tus amigos, ni a tu familia, ni a tus compañeros en la editorial. A nadie. Es una reunión clandestina y si te vas de la lengua nos pones a todos en peligro. A nadie. ¿Me lo prometes?

—Lo entiendo. Te lo prometo.

—Pues te espero aquí el sábado, a las doce de la mañana. Ven a buscarme.

Salí de casa de Ignacio sorprendido. Había pensado que sus proyectos para mí se relacionaban con el departamento. Tal vez algún encargo particular con la editorial o la búsqueda de datos para algún libro. Nunca había imaginado que su vinculación con la política fuese tan seria. Circulaban algunos comentarios por la facultad, se hablaba sobre su compromiso o sobre su falta de decisión… Pero se trataba de rumores, sólo rumores, y la verdad es que yo sospechaba que sus ideas no rompían el cerco literario de sus clases y su despacho.

De pronto habíamos pasado a las palabras mayores. Y yo por medio. Necesitaba tiempo para tomar conciencia de la realidad. Los pájaros estaban dormidos entre los árboles de la plaza.

Conseguí quedar con Consuelo a la salida de la oficina. Pero no fuimos a su casa. La decisión pactada fue tomarnos un café en el Suizo. Desde nuestra última conversación, había evitado estar a solas conmigo. De pronto se quedó sin tiempo para nada, a todas horas tenía algo que hacer. La empujaban de un sitio para otro, y siempre lejos de mí, cualquier cita con una amiga, una gestión familiar, un encargo telefónico de don Alfonso, una compra, una prisa, un cuento. Y si yo conseguía aprovechar un descuido en su sistema de defensa, Consuelo utilizaba el arte de ser a la vez muy cariñosa y muy esquiva. No dejaba ninguna duda de que pensaba en mí, de que también se sentía afectada por la situación, de que me quería…, de que no estaba dispuesta a verme en su casa. En cuanto Vicente se iba de la oficina, Consuelo se levantaba, contestaba mis preguntas con delicadeza y se despedía con un beso rápido en los labios para correr detrás de un compromiso inmediato.

Esta tarde ha vuelto a llover. Una vez más le di las gracias al tiempo y a las dimensiones movedizas de la intimidad. Consuelo abrió el paraguas en el portal y me lo dio. Ten, llévalo tú, dijo, antes de colgarse de mi brazo. Las dimensiones del paraguas nos apretaban para refugiarnos de la lluvia. Pasamos por delante del bar Lepanto como una pareja convencional, bajamos por la calle Mariana Pineda y salimos a la plaza del Carmen bajo la complicidad de las nubes. Cuando no cae una tormenta y el viento no se porta como una fiera, los paraguas fundan un mundo, una realidad sumergida. Bajo el paraguas y el rumor minucioso de la lluvia, estábamos Consuelo y yo. Al otro lado de la muralla quedaba el mundo, la gente que corría y el tráfico de la ciudad.

Llegamos a los almacenes Olmedo y tuve la tentación de hacerme el tonto y caminar hacia la fuente de las Batallas, siguiendo el rumbo que habíamos elegido muchas tardes y que acababa en el piso de Transversal de la Bomba. Pero Consuelo tiró de mi brazo, se salió del paraguas y cortó mis intenciones. No quiero mojarme el pelo, advirtió, acabo de ir a la peluquería.

Yo no le había comentado nada. Al llegar a la oficina por la mañana la había visto con el pelo corto y con sus antiguas gafas de secretaria sumisa. Para no soltarse el pelo, había preferido cortárselo. Eso entendí y por eso me molestó que no contase conmigo al decidir un cambio de imagen tan marcado. Estaba rara, y mayor, y más fría, y casi ajena. Después de mirarse en el espejo había encontrado la manera de establecer distancias con ella misma y con mi vida. Como Vicente estuvo una vez más a la altura de su indiferencia y no hizo ningún comentario a lo largo del día, yo pude escudarme en un silencio huraño. Eso no tengo por qué saberlo, secretaria domada, los motivos de tu cambio de imagen y de tu cabello corto no me afectan, venía a sugerir el mutismo de Vicente. Mis pocas ganas de hablar debieron decirle otra cosa a Consuelo. Cuando salíamos a la hora de comer me anunció que tenía la tarde libre y me propuso tomar un café.

El viernes de las oficinas es muy pantanoso. Resulta difícil trabajar en ellas porque se acumula el cansancio de la semana y el reloj extrema su lentitud para retrasar la alegría de la salida. Yo, claro está, esperé con ansiedad la cita, pero conté para entretenerme con un nuevo aliado. Pude imaginarme el desnudo sin melena de Consuelo. Bajo la ducha, sobre la almohada, a lo largo de mi cuerpo, en la cocina, en la terraza de los geranios, reclamados por las tuberías o por la lluvia, el pelo corto y su desnudo me facilitaron mil imaginaciones. Los pendientes que había buscado muchas veces con mi boca entre su pelo temblaban ahora ante mis ojos con descaro. Tardé poco en admitir que no tenía ningún derecho sobre ella, no estaba obligada a pedirme opinión a la hora de acordar una cita en su peluquería. Luego me dediqué a imaginar los movimientos de la nueva Consuelo y la paseé por su casa, la llevé de habitación en habitación, me puse junto a ella, sobre ella, debajo de ella. Así que la acumulación de situaciones me entretuvo la tarde.

—No me has dicho nada de mi nuevo aspecto —me reprochó en cuanto el camarero se fue. Había pedido un café con leche y un pastel de mantequilla en homenaje a su madre. Eso es lo que merendaban las dos cada vez que iban al dentista. Yo me limité a un café cortado, no tenía la obligación de agitar ningún recuerdo—. ¿Qué te parece?

La amplitud del café Suizo, con las sillas de madera y los veladores de mármol, da para atender muchos recuerdos. Es una institución en la ciudad. Se habla de las tardes del Suizo, de la ensaladilla del Suizo y de los camareros del Suizo como si se estuviese dibujando una atmósfera muy concreta en la que habitar de forma cotidiana o en la que situar algunas ocasiones especiales. El rumor que se adueña del local tiene menos que ver con el ruido de las cucharillas, las tazas y las conversaciones que con los secretos de Granada, el peso de una memoria convertida en sigilo. Quien no pertenece a su mundo siente una extraña debilidad. Ése es mi caso, porque no voy casi nunca al Suizo. La discusión sobre nuestro futuro iba a darse en un lugar solemne, acogedor y extranjero. Pertenecía al bando contrario. Entraba bien allí una confidencia sobre Vicente, mi descubrimiento de las relaciones adúlteras de su mujer y el barítono, pero no la sinceridad mutua y la complicidad sobre nuestro futuro. Hice un esfuerzo para contestar.

—Me llevé una sorpresa esta mañana. Pero me he ido acostumbrando. La verdad es que parece un disfraz. Has querido disfrazarte.

—Así que no te gusto.

—No me gusta que te conviertas en una señora convencional y que te pongas años de más. Es una forma de alejarte de mí.

—No hace falta que me ponga años. Tengo diecisiete más que tú.

Me incomodó la forma en la que empezábamos la conversación. Yo le había reconocido que no me gustaba su aspecto y ella había tardado poco en responder con lo de siempre, la dichosa diferencia de edad. Así no íbamos a ninguna parte. Intenté aprovechar mis lecciones anteriores, dejé de pensar en mí y procuré imaginar los sentimientos de Consuelo. Cuántas veces se habría mirado en el espejo, en cuántas ocasiones habría salido del salón y entrado en su dormitorio o en el baño para mirarse a la cara y meditar sobre su cuerpo, su vida, su corazón y su trabajo. Cuántas vueltas habría dado en la cama antes de dormirse o pasar la noche en vela hasta decidir que lo mejor era cambiar de imagen, llamar a la peluquería, cortarse el pelo.

Hay muchas formas de estar solo, pero la soledad siempre acaba llenándose de elementos extraños, ya sean personas o rumores, obsesiones o compañeros de piso. Me había sentido solo la noche anterior entre dos compañeros muy charlatanes, uno empeñado en inventar excursiones con su novia y una prima, el otro dispuesto a programar para todos un futuro volcado en la seguridad, las devociones sensatas y el beneficio personal rápido. Jesús había vuelto con una insoportable voluntad aseverativa y propagandista. Discutimos, además, sobre el asunto de la subida del alquiler del piso para el nuevo curso. Cuatrocientas cincuenta pesetas quiere cobrarnos la señora a cada uno, incluyendo la limpieza semanal. Ahora me preocupa menos la asignación mensual de mis padres, pero nuestra casera se ha subido a la parra. El desenfado, los cálculos vitales, las excursiones, el Derecho, la Medicina y las exigencias cotidianas del bolsillo formaron una mezcla insoportable en las proximidades del nuevo curso. Fue difícil encontrar un hueco para escribir, pensar en la propuesta de Ignacio Rubio, en las complicaciones que me aguardaban, un asunto grave, comprometido. Aunque acabé reconociendo que me importaba más el silencio de Consuelo, su decisión de huir de mí. No se trataba de una irresponsabilidad ante el significado de mi paso político. Pero ayer por la noche me afectaba menos la excursión del sábado al pantano de Cubillas que el malestar de mi historia amorosa. La conspiración quedaba para después, al otro lado del viernes y de los ojos esquivos de Consuelo, que me esperaban en la oficina a la mañana siguiente. Jacobo se vengó, no perdonó que le hubiese roto el plan de un fin de semana en la casería de Huétor Vega. Interrumpió, importunó, dejó la puerta abierta, habló de dinero, amor y derecho penal, discutió sobre todo y contra todo. Así estuvo hasta las dos de la madrugada.

La soledad de Consuelo en su piso habría soportado sin duda otras compañías. Me olvidé de su pelo corto y su desnudo y utilicé la imaginación en adivinar el miedo de una mujer de treinta y siete años ante una relación con un hombre mucho más joven que ella. No resultaba complicado entender el miedo, los comentarios peligrosos, el vendaval de opiniones negativas. Pero también era fácil intuir algo más importante, más hondo, la inseguridad íntima, el temor a hacer daño o a sufrir, la responsabilidad de aceptar una historia que pudiese someter de mal modo la vida de otra persona o el pavor de abandonarse en las manos de un muchacho inmaduro, quebradizo, inestable. Se lo dije. Aunque estaba terminando su pastel de mantequilla con una cara irresistible de niña golosa, le dije que utilizaba la imaginación para pensar en ella, que comprendía uno a uno sus treinta y siete años, mis veinte años, su madurez, mi inseguridad, sus miedos, mis ansias, su situación, la mía. Le dije que lo comprendía todo, pero que teníamos derecho a buscar una oportunidad, nuestra oportunidad.

—Bueno, podemos hablarlo. Si es verdad que me comprendes, aceptarás algunas cosas. No son normas, sino realidades —al hablar así, me miraba a los ojos con una seriedad conmovedora. Tuve la sensación inmediata de que había conseguido traspasar una barrera—. Te invito mañana a comer. Ven y hablamos.

Qué mala suerte. Eso sí que fue una verdadera pedrada. Consuelo me estaba invitando a comer en su casa justo el día del compromiso con Ignacio Rubio. En cualquier otro momento, a cualquier hora, con lluvia o sin lluvia, hubiese acudido como un perro a su llamada. Pero el sábado tenía que estar en el pantano de Cubillas. Se cruzaban como una fatalidad mi historia de amor con Consuelo y la palabra que le había dado a Ignacio. Puedes contar conmigo, Ignacio. Eres lo único que me importa, Consuelo. No sé cómo voy a romperme en dos. Y, además, no puedo decir la verdad, ni mirar para otro lado, ni callarme. No puedo pedirle perdón a Ignacio. Perdóname, es que tengo una historia de amor con Consuelo, la secretaria de la editorial, y me ha citado en su casa para hablar de nuestro futuro, un asunto más difícil que una revolución. No puedo pedirle perdón a Consuelo. Perdóname, ya sé que he estado rogándote una cita en tu casa para hablar de nosotros, y no quiero faltar, por nada del mundo quiero faltar, porque sé que vamos a hablar, que vamos a tomarnos en serio, y luego voy a pedirte que juegues conmigo, que me castigues, que hagas realidad todas mis imaginaciones con tu desnudo y tu pelo corto. Perdóname, pero resulta que he quedado en acudir a una cita, mi primera cita clandestina, y no puedo fallar, y además no puedo justificarme, contártelo, explicártelo. Después de ir detrás de ti como un idiota, ahora me excuso y te miento.

—Es que mañana vienen mis padres y mi tía Rosario. Van a pasar el día. ¿No te importa que quedemos el domingo?

—Vaya, qué casualidad. Pues si quieres podemos quedar, comemos juntos y así me los presentas.

—Mis padres no…

—No hay que explicarles que somos amantes, ni que pretendes cometer la locura de vivir conmigo. No estoy pensando en eso. Me presentas como una compañera de trabajo. Si quieres les enseñamos la oficina.

—Me da un poco de vergüenza —se me había caído encima la tragedia perseverante de la mala suerte. Estaba en un callejón sin salida. Tuve que traicionar a mis padres—. Mis padres son muy pueblerinos y yo me voy a sentir muy incómodo. ¿Por qué no quedamos el domingo?

—Porque soy yo la que te da vergüenza. Tienes miedo de que tus padres te vean con una mujer mayor. Es eso. ¿A que sí? Papá, mamá, ésta es mi novia, tiene muchos años pero la quiero de verdad.

—Consuelo…

—Si es que puedo ser tu madre.

Estuve a punto de empezar a cantar como un prisionero torturado. Aquel malentendido era superior a mi capacidad de resistencia. De ningún modo iba a permitir que Consuelo dudase, pensara, creyera, imaginara, sospechara que me avergonzaba de ella. Era demasiado injusto. Pero ¿qué podía hacer? ¿Improvisar otra mentira que empeorase las cosas? No, mejor no. Iba a traicionar a Ignacio Rubio y a unos camaradas desconocidos antes de acudir a la primera cita. Hay cosas que no tienen solución. Sirve de poco la literatura. De nada valen la imaginación, los adjetivos y el distanciamiento. Todo es demasiado literal. Los malos días son malos días. Los callejones sin salida no tienen salida. Te pueden convertir en un canalla sin ser un canalla.

—Consuelo, mira…

—No te preocupes, lo entiendo. La vida es así. Por una parte está lo que sentimos. Por otra, la realidad. A veces no pueden casarse las dos cosas.

—Consuelo…

—Calla, déjalo, no te preocupes, comemos el domingo. Pero comprendes la situación, ¿verdad? ¿Te das cuenta?

La palabra domingo apareció como un milagro de la boca de Consuelo. Le di las gracias. Le dije que me perdonara. En su casa encontraría la manera de arreglar las cosas. Esperaba tener más datos después del sábado, no hablar a tientas, descubrir un modo de moverme y de ser leal. Consuelo me tranquilizaba con la palabra domingo y con una sonrisa. Estaba ahí. Detrás de ella había un espejo grande: en el espejo temblaba yo y temblaban los veladores del café Suizo y el rumor misterioso, inclemente, de la ciudad.

Ignacio esperaba en la puerta de su casa. Tenía el aspecto de un excursionista que hubiera decidido adentrarse en las umbrías de la Sierra. Las botas de montaña, el jersey grueso, la camisa de franela roja y los pantalones de pana me resultaron demasiado equipo para una mañana de finales de septiembre en el pantano de Cubillas. Recordé a mi padre saliendo al campo todos los días hasta bien entrado el invierno con sus alpargatas y la misma ropa de andar por casa. Los excesos de Ignacio se debían sin duda a las falsas apariencias exigidas por la clandestinidad, pero no pude evitar un sentimiento de orgullo campesino. Es posible que la policía sospechara antes de un escalador pertrechado para conquistar el Himalaya que de mi atuendo vulgar. Por primera vez desde que llegué a Granada me sentí cómodo con unos recuerdos que no tenían que ver con los tranvías y las calles de una ciudad, sino con las acequias, los huertos, las olivas y las veredas de Villatoga. Claro que no me permití ninguna opinión sobre el disfraz de Ignacio. Me limité a no avergonzarme de mi camisa, mis vaqueros y mis zapatos. Manolo el limpia iba a tener trabajo el lunes gracias a la conspiración.

Había aparcado su dos caballos delante del portal. Mientras salimos de la ciudad en busca de la carretera de Jaén, volvió a preguntarme si estaba seguro del paso que iba a dar, de la gravedad de una decisión como la que había tomado. Luego insistió en la necesidad de guardar el máximo secreto, porque era decisivo no confiar en nadie, no hablar sobre estas reuniones ni siquiera con los amigos más íntimos. Estábamos empezando a escribir, según Ignacio, una gran novela de suspense y resultaba fundamental que no se sospechara el desenlace hasta el final de la historia. Pasamos delante del Hospital Clínico, del campo de fútbol, de la cárcel, vaya augurio, y tomamos por fin la carretera. Yo podía decirle a mi profesor de Literatura y de política que era capaz de guardar silencio. Podía decirle a los árboles y a los cambios de marcha del dos caballos que por estar allí, detrás del camión que no nos daba paso y nos llevaba a treinta por hora, había renunciado a una cita en casa de Consuelo, sin abrir la boca, sin hablar de la reunión, sin confesar el verdadero motivo de mi ausencia, improvisando una excusa cargada de malentendidos y malas consecuencias. Mi primer sacrificio.

Sentado junto a Ignacio, caí en la cuenta de que tampoco le había dicho nada a Consuelo sobre mi descubrimiento del día anterior. El secreto se mezclaba así con la mentira. Nuestra conversación en el café Suizo había seguido un rumbo tan inesperado que llegué a olvidarme de la historia de Marisa y Ramiro Martín, la causa del drama de Vicente, la razón última de sus ojeras, su pañuelo triste y sus zapatos doloridos. En una vida, en una relación de pareja, afectan también las cosas que no se saben, pero que están ahí, camufladas en las discordias de la rutina. Se me había olvidado contárselo a Consuelo porque estaba más pendiente de nuestra situación, de la cita fallida en su casa y de la posibilidad de vernos el domingo a pesar de los secretos. No me importó reconocer el malestar íntimo que sentía ante la desgracia de Vicente. El trato diario, algunos pequeños detalles, su comportamiento conmigo y su actitud en la vida habían consolidado mi amistad en las últimas semanas. Prefería guardar silencio sobre las cosas que pudieran hacerle daño.

Las viejas marcas del agua en la torre del pantano denunciaban el alcance de la sequía. El nivel era muy bajo y las trazas de tierra y de juncos irrumpían por muchos sitios. Ignacio comentó que íbamos a soportar los cortes de agua durante todo el otoño. A mí no me importó, aunque tampoco dije nada, escondí mi deuda con la sequía. Pasamos de largo al llegar a la entrada principal y tomamos un pequeño camino a la derecha para rodear el pantano. Un puente estrecho permitía el acceso. Su dificultad entre la espesura de los pinos me ayudó a tomar conciencia de que penetraba en un mundo desconocido. Yo había visto el pantano desde la carretera principal como un capítulo más de los viajes entre Villatoga y Granada en la ventanilla del autobús. Pero el camino rural, la cercanía de la orilla, el olor a humedad y el silencio de los árboles sorprendidos por el motor del dos caballos anunciaban una realidad nueva. Estaba a punto de inaugurar una etapa diferente en mi vida.

¿Realidad nueva? ¿Etapa diferente? Sí, pero no. Mis imaginaciones sobre el grupo de conjurados que estaba a punto de conocer quedaron pronto superadas por la única sorpresa que nunca hubiera podido esperar. Suponía que iba a encontrar alguna cara conocida de la Universidad, otros catedráticos amigos de Ignacio, algún alumno de los cursos superiores. Pero el destino no me tenía reservada esa escena para cerrar mi extraño y decisivo verano de mil novecientos sesenta y tres. Era otro el desenlace que me había preparado. Ignacio dejó el coche en un claro del pequeño bosque que rodeaba el pantano, junto a otro vehículo, un Seat Seiscientos de color gris. Caminamos hacia un grupo de excursionistas que había ocupado una mesa de piedra junto a la orilla. Una sensación extraña y desorientada se apoderó de mí mientras nos acercábamos. No supe con exactitud cómo interpretar lo que veían mis ojos, los saludos de Ignacio, la realidad en la que estaba desembarcando, una situación que era nueva, pero no diferente. Me sentí paralizado, avergonzado, superado por los acontecimientos, como si mi vida hubiera dejado de pertenecer a la lógica del mundo. Todo giraba al margen de mi voluntad. Encendí un cigarro para darme una pausa, para dejar que el tiempo me ofreciese un argumento en el que apoyarme. Me dediqué a mirarlos, a ver cómo me miraban ellos. El tabaco volvió a marearme.

El pelo corto de Consuelo, sus pendientes, sus gafas de pasta blanca, sus pantalones de excursionista me condenaron a una confusión difícil de ocultar. Estaba sacando de una cesta dos botellas de vino y unos platos envueltos en papel. Yo me sentí más revuelto que las patatas y los huevos de una tortilla. Consuelo tampoco parecía cómoda. Me dijo hola, con una sonrisa tímida. Dejando a un lado mi sorpresa o mi humillación de convidado de piedra, ella era la única persona violenta de todo el grupo. Se le notaba. Los demás sonreían.

—¿Qué tal, Ignacio? ¿No tienes calor? —la voz de Vicente Fernández Fernández no necesitó ocultar su ironía ante la indumentaria del profesor de Literatura disfrazado de aventurero. Divertido y seguro, parecía decidido a festejar la situación—. La próxima reunión la hacemos en los Alpes.

—¡Ay! ¡Nature divine! —el buen humor se apoderó también de Ignacio, dispuesto a reírse de él mismo y a reconocer su excentricidad.

L’habitude est une seconde nature. ¡Nature humaine! No estás tú muy acostumbrado a pisar el campo —Vicente le respondió en francés y dio por cerrados los saludos y su chiste—. Bueno, vamos a sentarnos. Celebro la puntualidad de todos.

Pensé que podía tratarse de una broma, algo así como una de las novatadas que preparan los estudiantes en los colegios mayores para dar la bienvenida a los compañeros recién llegados. Ignacio y Vicente habían arrastrado tal vez a Consuelo para despedir con una ocurrencia espectacular el verano y recibirme como empleado fijo en la oficina de la editorial Universo. ¡Una comida sorpresa! Pero los otros excursionistas no eran escritores, ni clientes del bar Lepanto, ni amigos de don Alfonso dispuestos a apuntarse a una fiesta. No eran personas del entorno de la editorial, aunque los conocía a todos por mi trabajo como vendedor de enciclopedias. Allí estaban Juan Benavides, el lotero de Motril; y Pablo Aguayo, el agricultor que habíamos visitado la mañana del parto y del Corto de Loja; y Antonio Mendoza, el mecánico de Maracena; y su amigo Antonio Cid, el Colorado; y Marisa, la mujer de Vicente; y su acompañante secreto, Ramiro Martín, el ferroviario relamido. No, no, resultaba imposible, no podía tratarse de una broma.

Las cosas encajaron después, cuando Vicente y Consuelo me explicaron el argumento de aquella enmarañada parte de mi vida. Necesité un paseo muy largo lleno de preguntas y de quejas para entender lo que me estaba sucediendo. Pero al final la humillación se transformó en una complicidad dispuesta a comprender cada uno de los detalles. Asumí que llevaba tres meses participando sin saberlo en la reorganización del Partido en Granada. Había formado parte de una representación, pero sin darme cuenta del escenario ni conocer el argumento.

Consuelo entró en contacto con la militancia clandestina en Madrid, a través de Alberto Toledo, el pintor con el que mantuvo relaciones durante cuatro años. Su visión de la vida había cambiado ya en la Universidad. Poco a poco dejó de ser la hija obediente de un militar adicto al Régimen, la ingenua Consuelo que había pasado su infancia y su adolescencia en Granada sin dudar de las buenas intenciones de un ejército salvador de España. Aunque su primer novio tenía también inquietudes políticas, fue el pintor quien la llevó al Partido. Con él viajó a París, entabló contactos con algunos dirigentes, conoció otra forma de vida. Cuando rompieron sus relaciones y el artista buscó tranquilidad en México, ella regresó a Granada, pero no a la inocencia familiar. Mantuvo la militancia, colaboró con el Partido y permaneció discreta y atenta bajo la rutina pacífica de secretaria en la delegación de la editorial Universo.

La vida da muchas vueltas, pero algunas personas se mantienen leales al mismo eje. Su padre, el capitán Astorga, pasó a la reserva y decidió instalarse con su mujer en Madrid. Consuelo pensó también en dejar Granada y presentarse por fin a las oposiciones de Archivos y Bibliotecas. Pero el Partido le pidió que se quedara para hacer de enlace entre las dos ciudades. Era una mujer que no levantaba sospechas debido a sus orígenes familiares y al significado político de una oficina regentada por don Alfonso, un camisa vieja del falangismo. Cuando se produjo la caída de la antigua dirección y el Partido decidió enviar a Vicente a Granada para que se informara de cómo había quedado la situación, Consuelo notificó una circunstancia oportuna. Acababa de quedar vacante el puesto de comercial en la oficina. Vicente no era en realidad un antiguo trabajador de la editorial Universo destinado a la delegación de Granada, como me habían contado, sino un militante del Partido que llegó de París a finales de mil novecientos sesenta y uno con el encargo de reconstruir la organización clandestina en la ciudad.

A Consuelo le había costado una sola conversación convencer a don Alfonso de los méritos del candidato. La oficina de Granada daba poco trabajo. Bastaba con una secretaria eficaz y un comercial que atendiese los pedidos de los distribuidores. Don Alfonso nunca le había prestado mucha atención a su oficio de editor, una dedicación propia de los enredos del destino, y estaba dispuesto a confiar en la diligencia de su secretaria, la hija de un buen amigo, la mujer discreta que llevaba tiempo solucionándole todos los problemas. La puesta en marcha de la venta a plazos de la Enciclopedia Universo aconsejó que el gerente pudiera responsabilizarse no sólo de la distribución, sino también de las visitas a domicilios particulares. La nueva red exigía otro tipo de virtudes. Vicente tardó pocos días en convertirse en la persona indicada.

Así empezó su trabajo. Buscó viejos conocidos, estableció nuevas relaciones, tejió los hilos que habían quedado rotos. Ignacio Rubio había sido uno de sus primeros objetivos en Granada. El hecho de ser autor de un manual universitario publicado por la editorial facilitó las cosas. La casualidad, el trabajo silencioso y las nuevas necesidades de la enciclopedia habían convertido la oficina en una tapadera perfecta para viajar por la provincia. Detrás del bigote recortado y jaranero de don Alfonso, de los ventiladores tristes y de la penumbra burocrática del número siete de la calle Lepanto, se estaba organizando la nueva resistencia. Al final del curso pasado, cuando Ignacio pensó en mí como posible enlace con los estudiantes, decidieron ofrecerme un contrato para los tres meses de verano. Vicente quería conocerme, probarme, estar seguro. Prefería ir con pies de plomo al acercarse a la juventud universitaria. Nunca se sabe, dijo, y en eso tenía razón.

No me había hecho falta conocer todo esto, los detalles que me contaron más tarde Vicente y Consuelo en el largo paseo, para tomar conciencia de que mis tres meses de verano en la oficina habían supuesto en realidad un periodo de prueba, un laboratorio para decidir si iba a ser invitado a formar parte de la organización. Y, como es lógico, pensé sobre todo en el papel de Consuelo. ¿Hasta dónde había llegado su entrega en las tareas informativas al servicio del Partido? Ésa era la espina que más me dolía cuando Vicente dijo que nos sentáramos y empezó a hablar.

—Nos reunimos formalmente el treinta de septiembre de mil novecientos sesenta y tres para constituir esta nueva dirección. Los miembros somos: Pablo Aguayo, desde hoy el Pájaro en todos los informes y documentos del Partido; Juan Benavides, desde hoy el Justo; Antonio Mendoza, el Automovilista; Carlos Cid, alias Cándido; Ramiro Martín, el Barítono, si nos aceptas la broma; Marisa, la Guapa; Consuelo, la Maestra; Ignacio, el Francés, si no tienes inconveniente; León, acogido entre nosotros como Pío Baroja; y yo, que seré el Perro, en homenaje a mi compañero de andanzas durante este verano. Primer punto en el orden del día: normas que debemos seguir cuando nos detengan.

—Empezamos mal —Juan Benavides era el único que no había respetado la extraña solemnidad del momento. Escuchaba a Vicente con una cara divertida, y no le pareció oportuno comenzar con tan malos augurios.

—Lo importante es acabar bien —cortó Vicente—. Normas para una posible caída. Hay que dar con orgullo el nombre propio, hay que declarar sin miedo que somos dirigentes del Partido. Y ya está. Ningún nombre más, ninguna información, ningún dato.

—Y paciencia para aguantar las hostias —Benavides no estaba dispuesto a callarse.

A mí me había afectado el nombre de guerra de Consuelo: la Maestra. ¿Con qué intención se lo había puesto Vicente? Necesitaba saber hasta qué punto me había utilizado. Comprendía por fin muchas de sus reservas, la falta de lógica de su calendario de viajes a Madrid, el verdadero sentido de la visita nocturna de Vicente a su casa y el plan de alejamiento que me había impuesto. Pero quería saber hasta qué punto nuestra historia de amor era otro episodio del plan o suponía algo más, una relación que había surgido fuera de la hoja de ruta establecida por Vicente.

Por fortuna, una cita en el campo ofrece oportunidades para la conversación. Y yo me merecía muchas explicaciones. Terminada la reunión, Vicente y Consuelo me invitaron a dar un paseo por la orilla del pantano. Querían contarme los pormenores de su militancia en el Partido y la estrategia que habían diseñado para utilizar de tapadera la editorial Universo. Ahora, mientras escribo en el cuaderno la narración de mi sorpresa y mi entrada desconcertante en la clandestinidad, me río de mí mismo al recordar la prudencia de Vicente, el deseo de pasar inadvertido, mi irritación ante su indiferencia, sus inclinaciones al eso no necesito saberlo. ¡Hay que tener cuidado con la modestia de los oficinistas! Puedo explicarme muchas cosas. Cada vez que me mandaba por delante para sacar los billetes del tren o del autobús, quería quedarse a solas con uno de sus contactos. Los sobres de la editorial con las explicaciones para la compra a plazos de la Enciclopedia Universo escondían documentos e informaciones del Partido. Comprendo también sus nervios en el acto de Maracena, un exceso de alegría, una temeridad de Antonio Mendoza y Carlos Cid. Y los incidentes jocosos, los comentarios de Benavides en Motril o la escena de Ramiro Martín en la estación, no eran el resultado de unas bromas ideadas por Vicente. La doble realidad que yo desconocía había hecho inevitable una confusa mezcla de normalidad y sobrentendidos, de apariencias y secretos. Ya lo encajo todo.

—Me faltan dos cosas por comentarte —Vicente se había agachado para coger una piedra del suelo. Retomó la conversación después de lanzarla al pantano. Cae la piedra, las ondas se extienden en la superficie del agua—. Consuelo y yo hemos pensado dar a la caja del Partido una parte de la comisión de Educación y Descanso. Nos quedamos con cinco mil pesetas y entregamos veinticinco mil. El dinero del Régimen pasa a la oposición. ¿Te parece bien?

—¿Cuánto quieres que ponga?

—Pues sería bueno que tú partieses la comisión. Te quedas con diez y das las otras diez. Sin duda será una decisión bien valorada.

—De acuerdo.

—Una cosa más. La Guapa es mi mujer de verdad.

—Lo sé.

—Y yo sé que el jueves la viste con Ramiro por la calle y que los seguiste hasta Plaza Nueva. Marisa se dio cuenta. No son amantes. Se metieron en una casa para despistarte.

—Me alegro por ti.

—Una pareja de enamorados puede levantar envidias, pero no sospechas políticas. Entresijos de la clandestinidad. Se mueven bien por el centro. Iban a la Telefónica, estaban preparando el viaje de Benavides. Antes de venir a Granada, el Justo ha pasado por el pueblo de su mujer. En teoría, allí sigue. Agradezco que no me lo contaras a mí y, sobre todo, que tampoco se lo hayas contado a Consuelo. Creo adivinar lo que significa tu silencio.

Dicho esto nos dejó solos. Consuelo fue directa al grano. Dio la vuelta, volvió a alejarse del grupo y me advirtió que quería aclararme algunas cosas. Se refugió en el espíritu de síntesis y en sus gafas de pasta blanca. Utilizó el mismo recurso vertiginoso de aquella tarde en la que se enfadó conmigo, cuando le confesé mis dudas sobre su relación con el jefe. La verdad es que en tres meses cabe un mundo. Ahora no estaba indignada y feliz, pero soportaba una mezcla de timidez y desahogo, de vergüenza y complicidad propia de la extraña situación que vivíamos. Todo lo resumió en seis puntos que lanzó sin dejarme hablar. Primero: los camaradas llegan a ser más puritanos que los curas. Así que no sería buena idea confesarle a ninguno de ellos nuestra relación. Dos: lo que había ocurrido y lo que pudiese ocurrir era cosa nuestra. Ella lo consideraba una perturbación afortunada en los planes previstos. Pero cualquier indiscreción a destiempo cortaría en seco la posibilidad de nuestras relaciones. Tres: Vicente había empezado a sospechar cuando ella le contó que yo lo vi entrar una tarde en su casa. Consuelo tuvo que delatar mi afición al espionaje por motivos de seguridad. Pero los miedos ya se habían calmado. Cuatro: le daban igual los vecinos, las vecinas y sus convenciones. Llevaba mucha mili encima como para preocuparse por eso. La diferencia de edad no era una cuestión de honra, sino un problema biológico. Ya veremos. Cinco: su inquietud y sus cambios de humor en las últimas semanas se debían únicamente a sus compromisos con el Partido, a la imposibilidad de contarme la verdad de su militancia, la agenda de sus obligaciones y sus citas. Solucionado el problema, las cosas serían más fáciles. No estaba dispuesta a preocuparse por el día de mañana. Y seis: hablando del día de mañana, me esperaba en su casa a la hora de comer.

—Sólo una curiosidad. Cuando el viernes me invitaste a tu casa, ya sabías que estaba comprometido con Ignacio.

—Sí, claro.

—Y después te ofreciste para comer con mis padres.

—Y te hundiste. Me conmovió. Lo siento. Pero a una le conviene saber hasta dónde se puede confiar… En el camarada y en el amante. Sacaste muy buena nota. Te di matrícula de honor y por eso acepté la cita para el domingo.

—¿La Maestra?

—A Vicente le gusta aparentar que sabe más de lo que sabe.

—No vuelvas a jugar conmigo.

—Sólo cuando empieces a aburrirte de mí.

—Nunca.

—Se te están poniendo ojos de persona mayor. No sé quién escribió eso de que un hombre tiene la edad de la mujer a la que abraza.

Anoche estuve hasta tarde escribiendo. El cuarto silencioso y amable parecía un palacio de cristal. Pero esta mañana me ha sobresaltado la obligación de destruir todo lo que he hecho. Completo la historia de este cuaderno con la única intención de dejar cerradas las puertas, de clausurar los rincones de mi verano de mil novecientos sesenta y tres. Me dormí con la sensación de que el mundo era más justo. Las cosas habían salido bien. Ninguna queja sobre los resultados. No necesitaba pedirle nada más a la vida. Mi amistad con Ignacio, mi relación con Consuelo, mi decisión de comprometerme en la resistencia, todo había rodado en la buena dirección. Pero me he despertado con la inquietud de que este cuaderno, mi taller de aprendizaje como escritor, mi laboratorio de imaginaciones, ironías, distanciamientos, adjetivos y verdades es incompatible con mi nueva situación. No se puede vivir en la clandestinidad con una confesión por adelantado. Estas páginas son una denuncia en toda regla de Vicente, Ignacio, Consuelo y mis nuevos amigos. Procedo a borrarme. Voy a vivir en otro lado.

Jacobo está pasando el fin de semana en la casería de Huétor. Jesús va a salir del piso a las once y media. Quiere oír la misa de doce en el Sagrario. Escucharé la puerta, me levantaré, arrancaré una por una las páginas de este cuaderno y las quemaré en la bañera. La última llama de una servirá para encender otra. Así hasta que no quede huella de mi historia. Después me iré caminando a la calle Transversal de la Bomba para comer en casa de Consuelo. Ya no voy a contar lo que suceda.

Mi profesor de Literatura piensa que escribir es una forma de militar. Buscar libros, leer y estudiar son modos muy útiles de participar en una resistencia. Depende de las páginas que seleccionemos y de las ideas que seamos capaces de defender. Las costumbres imperantes son tan penosas como una comisaría saturada de detenidos. Necesitamos buscar otras palabras, otras miradas, otros sentimientos, aunque después haya que quemarlo todo. Ignacio quiso aclarar mi nueva situación cuando nos quedamos solos en el trayecto de vuelta. Unos se fueron andando hacia El Chaparral para tomar el autobús. Otros se subieron en el Seat Seiscientos que había traído el Automovilista. Ignacio y yo regresamos en su dos caballos. El Francés y Pío Baroja empezaron a hablar.

—La política es una extensión más de tu compromiso con la literatura.

Eso me dijo, con la esperanza de que mi nueva responsabilidad no significara un abandono de mi vocación de escritor y un problema para seguir dedicando el tiempo necesario a los estudios. Iré a la facultad, trabajaré por la tarde en la oficina, estudiaré por las noches y saldré los sábados a visitar a nuestros clientes. Todo en orden. Pero tengo que quemar este cuaderno porque supone un riesgo innecesario. Si alguna vez cayese en manos de la policía, nadie iba a aceptar mis excusas: es sólo literatura. Los viajes, las citas laborales, las tardes de amor, los nombres, la reconstrucción del Partido, el miedo, los celos, los malentendidos, las confesiones, el claro del bosque, las macetas de geranios, la sequía, los clientes del bar Lepanto y los conjurados no son más que recursos literarios, la huella de un aprendizaje.

No hay otro aprendizaje que el que está destinado a arder. Ni vida inocente en manos de la policía. Los tiempos no corren en nuestro favor, dice mi padre. Pero estas llamas no son un refugio, sino una apuesta, un modo de buscar y ofrecer calor.

Que arda la prudencia de mi padre, la cobardía de los indiferentes, la soberbia del alcalde de Villatoga, la cólera de su hijo. Que ardan Pedro el Pastor, mi tía Rosario y mi madre. Que arda el desnudo de Consuelo Astorga, las conversaciones en la cama, su melena, sus discos, sus pendientes en mi boca, la complicidad de los cuerpos que se abrazan con alegría o con tristeza. Que arda el recuerdo de quien ha ido de listo durante tres meses sin darse cuenta de lo que estaba pasando.

Que ardan el café Suizo, el cine Aliatar, el barrio del Realejo, el estanco de Reyes Católicos, las melancolías del camarero viudo, la fuente de las Batallas, los jardinillos del Genil, la estación del tranvía, el piso cuarto del número cuatro de la calle Transversal de la Bomba. No voy a dejarle ninguna prueba al enemigo. Que arda Elena.

Que arda todo ahora. Aunque tal vez espere unos días y antes de quemar este cuaderno se lo preste a alguien que yo sé. Me interesa su opinión y puedo confiar en su prudencia. También está en la trama.

Mi profesor de Literatura insistió en la importancia de vivir y de escribir. Cuando aparcamos el dos caballos y me ofreció una copa, y subimos a su casa, y cambió su ropa de excursionista por un atuendo normal, y encontramos un hueco entre sus libros para colocar una bandeja con dos vasos y un cenicero, y hablamos de Colliure, y de Federico García Lorca, y de la novela de Juan Marsé que me había prestado Consuelo, y de Jaime Gil de Biedma, me pidió una vez más muy serio, muy compungido, mirándome a los ojos, que me lo pensara bien, que siempre podría dar marcha atrás.

—¿De verdad? ¿Se puede volver atrás?

—¿Qué te interesa conseguir? —preguntó—. Eso es lo decisivo.

Me pareció oportuno darle una respuesta simbólica, instruida y reconfortante:

—A mí me gustaría conocer París.