Libro 1
El calendario del bar está detenido en el tiempo y en el espacio. Nada cambia, nadie puede escaparse de aquí. Marca el diecinueve de abril. No han pasado por él ni los últimos once días de abril, ni mayo, ni junio. Como luego me señaló Vicente Fernández, tampoco han pasado los últimos doscientos cincuenta y seis días de mil novecientos sesenta, ni mil novecientos sesenta y uno, ni mil novecientos sesenta y dos, ni los primeros ciento ochenta y un días de mil novecientos sesenta y tres. Soy de letras más que de ciencias y me gusta escribir con letras los números… aunque cuando escribo poesía cuento con números las sílabas. Vivimos en un tiempo detenido, once sílabas, eso es un endecasílabo. Ángel con grandes alas por cadenas, otro. Tienen once sílabas.
Estamos a uno de julio de mil novecientos sesenta y tres. Ese calendario antiguo, casi prehistórico, es una buena metáfora de que vivimos en un país paralizado. Supongo que voy a tomar muchas veces café en el bar Lepanto de la calle Lepanto durante los próximos tres meses. Está junto a la oficina de la editorial Universo. Mi profesor de Literatura me dijo que aprender a escribir es como aprender a mirar, como conseguir ver las cosas necesarias para encontrar un sentido. Yo miro un calendario al que han dejado de cambiarle las fechas y pienso en un país seco, en una ciudad calurosa y detenida, en una existencia sin futuro. Un marco de madera con casilleros, números para los días y tablas con el nombre de los meses. Casi se agradece este viejo armatoste. Son muy rancias las fotografías de los calendarios que inundan los bares y los talleres. Por lo menos aquí no hay imágenes de ninguna procesión de semana santa, de ninguna virgen, ningún santo, ninguna actriz de cine, ninguna mujer hortera con una botella de coñac Soberano, que es cosa de hombres. Me gusta quitarle las mayúsculas a la iglesia. Mi profesor de Literatura dice que para ser escritor es bueno elegir tus manías. Da personalidad, mundo. Un artista es un maniático. Juan Ramón Jiménez escribía con j las palabras que todo el mundo escribe con g: antolojía, jente, jeneración, relijión. Hace daño a la vista, pero de eso se trata, de escribir y hacer daño. Soy el dueño de unas premeditadas faltas de ortografía. Algunos profesores me afean que no escriba con mayúscula la palabra dios. Pero es mi manía, mi insolencia. En el pueblo tengo fama de insolente. Quiero tener fama de insolente también en la literatura.
Un armatoste con apariencia de dignidad. Pero sin tiempo. El bar Lepanto se llena de buscadores de agua y de café, Vicente Fernández los saluda, la gente viene y se va, pero por allí no pasa el tiempo. Soportamos el calor y la sequía de un verano paleolítico, espeso y descabezado. A mi profesor de Literatura le gusta Valle-Inclán porque sabía crear series inolvidables de tres adjetivos. Madrid era absurdo, brillante y hambriento. El Marqués de Bradomín era feo, católico y sentimental. Pues el verano de esta ciudad es como su vida: marchito, espeso y descabezado. No pasará el tiempo, nadie arrancará hojas del calendario, seguiremos en el mismo día, en el mismo mes, en el mismo año. Da igual que empiece el curso nuevo, que llegue el frío, que la Sierra amanezca blanca de nieve, que mis padres vayan envejeciendo, que soporte más clases de Latín o de Historia de la Lengua en la facultad de Filosofía y Letras. No pasará el tiempo y habitaremos una ciudad paleolítica, espesa y descabezada, una ciudad sin futuro, clavada en un calendario que no puede moverse.
Está bien como metáfora para empezar mis historias de este verano. Hoy, uno de julio de mil novecientos sesenta y tres, lunes, he subido las escaleras de la oficina de la editorial Universo. Penumbrosas, gastadas y asmáticas, así son las escaleras del número siete de la calle Lepanto. Estaba citado a las doce con Vicente Fernández. La secretaria, una señora amable, interrumpió su conversación telefónica para decirme que don Vicente había bajado a tomar café. Me dio a elegir entre esperarlo allí o ir a buscarlo al bar Lepanto. Decidí que el bar era una opción más atractiva. El ventilador de la oficina sólo servía para remover la tristeza. La secretaria necesitaba concentrarse de nuevo en su conversación:
—Sí, me ha dicho que en Motril, ¿verdad? ¿Su nombre? Sí, por favor. ¿Su teléfono? En cuanto tengamos a un vendedor disponible se pondrá en contacto con usted. ¿Cómo? No, yo no dispongo de esa información, pero… En media hora. Claro. Gracias a usted.
Una estantería metálica, paredes con desconchones, olor a vejez y a papeles amarillos, dos puertas cerradas, una secretaria que habla por teléfono y unas butacas en las que da miedo sentarse… No hacían falta más motivos para bajar a conocer el bar. Eso, y que no había desayunado. Mi profesor de Literatura es partidario de utilizar de manera inteligente el humor cuando se escribe de cualquier cosa. Hay que aprovechar la sonrisa incluso en los momentos más tristes. Escribir es seducir. Humor con lágrimas, humor con hambre y café con leche.
Bajé al bar para encontrarme con un calendario detenido el diecinueve de abril de mil novecientos sesenta. ¿Qué hice yo aquel día de hace tres años? Mi profesor de Literatura insiste en que escribir es negociar con la memoria. Yo tengo buena memoria, no sirvo para olvidar, me acuerdo de los favores y de los daños. Mi madre opina que no olvidar las ofensas es propio de rencorosos. Yo no soy rencoroso, perdono, pero no olvido. No me gusta don Mateo, el profesor que pudo perfectamente echarme de clase el diecinueve de abril de mil novecientos sesenta, porque me tomó manía y me expulsó cinco veces y media durante los dos cursos en los que tuve que soportarlo. Cinco veces y media. Un día me echó, y luego se arrepintió y salió a buscarme al pasillo para que volviese a entrar.
—Venga, León, que no quiero echarte, que hoy es tu onomástica.
No sé si fue el diecinueve de abril de mil novecientos cincuenta y nueve o de mil novecientos sesenta. Me expulsó de clase y luego me perdonó, porque era el día de mi santo, diecinueve de abril, el mismo día que cuelga para siempre en la pared del bar Lepanto. Todos los días son el día de mi santo, o mi onomástica, como decía el pedante de don Mateo. Prometo no escribir más la palabra onomástica. Adiós, onomástica, adiós. ¡El día de mi santo! Hasta los que no creemos en los milagros estamos obligados a reconocer la misteriosa compañía del azar. Adiós, don Mateo, quédese usted para siempre encerrado en las aulas del instituto, quédese con mi onomástica y mis expulsiones, que yo he aprobado aquí mi primer curso en la Universidad.
El camarero dice que se quedó viudo el diecinueve de abril de mil novecientos sesenta y que desde entonces su vida perdió sentido. Se ha plantado en el día de mi santo. Vaya casualidad. Aunque yo prefiero no relacionar esa quietud con la muerte, sino con la falta de vida. No es lo mismo. Los muertos están en los cementerios, rodeados de flores o de olvido. La falta de vida sale todos los días a la calle, va a trabajar o a estudiar, toma café en los bares y se nos mete en el cuerpo a la hora de pensar y de soñar. No soy rencoroso, pero tampoco quiero callarme. Nadie puede cerrarme la boca en algunas ocasiones. No estoy domado como un mulo o como mi padre. Me resisto a obedecer. Mi padre maldice el día en el que me puso León. Está convencido de que mi nombre ha marcado mi carácter.
—Así que tú eres León Egea Extremera.
—Sí, don Vicente.
—Puedes quitarme el don. Yo voy a ser un compañero tuyo más que otra cosa. El jefe se llama don Alfonso y lo vas a ver poco por la oficina este verano. ¿Quieres un café?
Sí, y media tostada. Parece buena persona, demasiado buena persona. Uno de esos hombres que nunca se meten en problemas. Conoció a mi profesor de Literatura cuando la editorial Universo publicó su manual. Ha sido un buen enchufe para conseguir este trabajo de verano, una oportunidad que me ilusiona y me hace falta. Algo más que le debo a sus clases y a su forma de pensar. Pero no creo que mi profesor y Vicente sean de verdad amigos, porque tienen un carácter muy distinto. Este hombre habla sonríe y calla con los modales respetuosos y algo domados de un vendedor. Es simpático, oye, atiende, procura asentir pero cuando uno se lanza a contar su vida, alguna historia, algún acontecimiento, da un paso atrás y dice que eso no necesita saberlo. Será que le incomodan las confianzas con un recién llegado.
Hago memoria aquí del encuentro y la primera conversación con él para ir perfilando mis impresiones. Nos sentamos en una mesa para que yo desayunase con tranquilidad. El camarero viudo me sirvió a cuenta de Vicente un café con leche, media tostada con mantequilla y un vaso de agua que llenó con una garrafa de Lanjarón. Hoy han cortado el agua del grifo a las once y media de la mañana. Para una ciudad sin tiempo nada más apropiado que la sequía. Pero yo no me quejo de mi suerte. He desayunado bien. Vicente es generoso, aunque le falta un poco de espíritu. Empecé a hablar demasiado por simple gratitud, contento con el desayuno y el trabajo. Cuando le comenté algunos detalles de mi vida, la amistad con el profesor de Literatura, las dificultades con el cura que nos da clase de Latín, los temores de mi padre, la conveniencia de no volver este verano al pueblo para evitar otra discusión con el alcalde, Vicente se limitó a decir:
—Eso no necesito saberlo.
Me quedé cortado por su despego, pero él esbozó con toda naturalidad una sonrisa y empezó a hablarme del trabajo. La editorial Universo acaba de publicar una enciclopedia en tres tomos. La campaña de publicidad que han contratado en el periódico afirma que la Enciclopedia Universo es una fuente de sabiduría y una ayuda imprescindible para cualquier familia con niños en edad escolar. En este país, opiné yo, todos somos como niños en edad escolar, hasta las personas de más de cincuenta años. Nadie sabe nada. Estamos dominados por la ignorancia. Vicente me dijo que ésa podía ser una buena línea de trabajo, pero que era mejor tener cuidado con la explicación de las cosas. No conviene insultar, quejarse, hacer una crítica a la situación de analfabetismo que padecemos, quedar por encima de los demás como si el vendedor fuese de listo en un pueblo de tontos. Da mejor resultado hablar de manera optimista, empeñarse en la ilusión de mejorar y ayudar a que el país avance, a que los hijos progresen, a que toda la familia haga bien sus deberes. Hay que abrir puertas, ofrecer un rayo de luz. Le aseguré que me daba por enterado.
Subimos después a la oficina para seguir con las explicaciones. Me presentó a Consuelo Astorga, la señora que trabaja de secretaria, y entramos en el despacho que vamos a compartir. El calendario en la mesa de Consuelo y el almanaque que cuelga de la pared están al día. La oficina parece menos viva que el bar, pero nadie ha decidido encerrarse en una fecha. El mes de julio recibe con los brazos abiertos a su nuevo personaje, aspirante a llenar de enciclopedias los pueblos y aldeas de la provincia. Consuelo trabaja en el recibidor, una habitación no muy amplia, pero que da para las dos butacas, una estantería con obras editadas por Universo y una mesa en la que ella atiende a las visitas y pasa las llamadas telefónicas. La puerta del despacho de don Alfonso parece que va a estar cerrada durante todo el verano. Mejor para mí, porque no suelo llevarme bien con la autoridad. La habitación que voy a compartir con Vicente tiene una ventana que da al patio interior. Durante el invierno olerá a cocido como ocurre con las ventanas interiores de mi piso. Pero ese olor no me despertará las ganas de comer en octubre porque habré dejado ya la oficina. Hoy sólo se ha escapado de la vecindad una emisora de radio. La habitación tiene una mesa de reuniones, cinco sillas, otra estantería llena de libros y tres ficheros grandes que ordenan la información del ancho, sediento y compungido mundo granadino entre la A y la G, la H y la O, y la P y la Z. Hay también una puerta que da a un baño con un espejo, un lavabo y una taza de váter. Todo está limpio, pero maltratado por la vejez. Ni siquiera el espejo muestra interés en reflejar la cara de quien se lava las manos enfrente de él. Un voluntarioso desinfectante compite con los olores turbios que llegan desde el interior del edificio. La observación es otra cualidad imprescindible para un escritor y una necesidad para quien quiere saber cómo va a vivir en los tres próximos meses. Éste será mi reino antes de que empiece el nuevo curso universitario.
El trabajo es sencillo. Se trata de atender el teléfono cuando llamen los incautos que se dejen atrapar por los anuncios de la prensa. Vamos a intentar venderles la enciclopedia. Si caen de primeras, basta con rellenar la ficha de clientes y dar las gracias. Si dudan y se muestran indecisos, hay que ofrecerles una visita personal a sus domicilios para mostrar los libros. Llegar, ver y convencer. No cabe dudar de las ventajas que una fuente de sabiduría sobre el universo aporta a cualquier hogar, escuela, biblioteca, oficina o ayuntamiento. Creo que los viajes serán lo más interesante del trabajo. El conocimiento de la condición humana y de los pueblos de España, según mi profesor de Literatura, resulta imprescindible para alguien que quiera dedicarse a escribir. La experiencia es el mayor alimento de la mirada. Aprender a escribir es aprender a mirar.
Todo en orden. Todos contentos. Yo no quería volver al pueblo durante las vacaciones y ahora, por suerte, tengo un trabajo que me permite quedarme este verano en la ciudad. Mi padre quería evitar problemas con el alcalde y ha sido un descanso para él que se aleje el peligro, es decir, que me aleje yo. La casera está de acuerdo con dejar la habitación a mitad de precio ya que en estos meses los estudiantes abandonan la ciudad y el negocio se le viene abajo. Ahorraré dinero para los libros del próximo curso. Y voy a sacar provecho de una experiencia sobre la realidad para mi formación de escritor. Pienso aprender a mirar, ejercitar la memoria, cultivar la capacidad de observación, elaborar series de tres o cuatro adjetivos y practicar el humor. Después de haber conocido el ambiente de la oficina y con los viajes por la provincia a la vista, creo que la práctica del humor inteligente me va a resultar fácil. Ahí están los personajes y los negocios humildes de un tiempo detenido, un calendario sin días y unos grifos sin agua. No hará falta ser muy listo para ir de listo y llenar de buenos humores las páginas de este diario. Contaré las aventuras y desventuras de un futuro escritor en este verano seco, caluroso, paleolítico y desatinado de mil novecientos sesenta y tres.
Vicente Fernández Fernández no es ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni inteligente ni tonto, ni agradable ni desagradable, ni amigo ni enemigo, ni joven ni viejo. Aunque llevo una semana trabajando con él, resulta difícil hacerse una opinión. Pero ¿por qué hace falta tener una opinión de alguien? Bueno, nunca está de más saber con quién trabajas, quién te da consejos, quién te invita a café. Pero es que, además, cuando uno quiere ser escritor necesita profundizar en la condición humana. Eso repitió muchas veces Ignacio Rubio, mi profesor de Literatura, mientras explicaba Misericordia de Galdós. La condición humana es siempre el punto de llegada, el premio de las palabras que saben tejer una tela de araña.
Desde que nací he conocido a muchas personas, cada cual con su nombre y su carácter. Conozco más morenos que rubios, más delgados que gordos, más bajos que altos. Todo eso no es importante. Mi madre divide a la gente en buenos y malos, los que tienen un corazón de ley y los que viven con la leche agria. Pero la realidad depende de otro tipo de divisiones. Más que la mala o la buena leche, lo decisivo es la jerarquía, el poder. Al final están los que mandan y los que obedecen. Claro que caben los matices, y a mí me gusta la gente que no quiere mandar ni quiere obedecer. Da igual el bando en el que hayan caído por nacimiento. Me llevo bien con los que mandan sin querer mandar y con los que no saben obedecer, aunque en muchas ocasiones tengan que morderse la lengua. Esto es un ejercicio de introspección. De vez en cuanto voy a ensayar también el ejercicio de conciencia.
Sé que puedo llegar a sentir cariño por Vicente, ya que nunca intenta humillar a nadie, ni va de jefe por la vida. Entre las personas que quiero, estoy ya acostumbrado a respetar a los que han nacido para obedecer. Eso lo asumo, lo acepto, resulta lógico después de haber nacido en mi pueblo y de tener un padre como el mío. Pero dejando a un lado el cariño, confieso que sólo admiro de verdad a las personas que se niegan a obedecer. Pedro el Pastor no supo obedecer y le partió su bastón en la espalda al hijo del alcalde. Yo tampoco sé obedecer, me cuesta mucho trabajo callarme o estarme quieto. Me encierro con los libros para vengarme de las injusticias sin crear problemas. Mi padre se da cuenta de las cosas, se apiada de Pedro el Pastor, pero baja la cabeza, da las buenas tardes y sonríe. Teme decir lo que piensa, desatar un conflicto. Repite que él no sabe leer, pero que la vida tampoco es una novela, que las muertes, las palizas y las detenciones son de verdad.
Sospecho que Vicente forma parte de ese tipo de personas que cumplen con su trabajo sin meterse en problemas. No tengo una opinión muy clara. Le cuesta trabajo hablar, comentar las noticias del periódico, contar su vida. Es amable, intenta parecer educado, pero su silencio impone una distancia, una falta de espontaneidad. El silencio de los que callan sin guardar secretos no tiene que ver con la sinceridad, sino con el miedo. Es una precaución. Parece como si temiera cualquier imprevisto. Extraña que sea un hombre de mundo, que haya viajado, que conozca París. Hay ocasiones en las que uno piensa que en realidad nunca ha salido de la oficina. No es más que un buen hombre dispuesto a soportar las horas tediosas en la mesa de trabajo, el vaso de agua en la cafetería Lepanto y el runrún de los motores del servicio provincial de autobuses.
Casi todo lo que sé de él me lo ha contado Consuelo. Y tampoco sabe mucho. Vicente nació en Moraleda de Zafayona, acaba de cumplir cuarenta y cinco años, está casado, siempre va pulcro, con una chaqueta azul oscuro durante el invierno y una chaqueta beis en el verano. Yo sólo conozco la chaqueta beis, pero dice Consuelo que en invierno mantiene la misma fidelidad a su otra chaqueta. Llega a la oficina, saluda, repasa la lista de llamadas, se seca el sudor de la frente con un pañuelo blanco, se estira las mangas de la camisa, ordena sus folios y su pluma y abre el fuego, empieza a soportar las dudas de los clientes con una amabilidad sumisa, repetitiva y claustrofóbica.
—Sí, mucha información sobre la crianza de conejos y gallinas, sí señor. Es como tener un veterinario en casa. Claro, así es, para eso sirven las enciclopedias. Es que ahora hay enfermedades que no se han visto nunca, plagas que arruinan un corral en dos días. ¿Hijos? Les aprovechará saber quién era santa teresa de jesús o don Juan de Austria…
La Enciclopedia Universo, anunciada en el periódico como un resumen jerarquizado de toda la sabiduría antigua y moderna, contiene muchos datos sobre don Juan de Austria, la capital de Noruega, las enfermedades de la remolacha, las técnicas de caza, la cría de jilgueros y hasta sobre las buenas prácticas de una sexualidad familiar sana. Vicente Fernández se seca el sudor con el pañuelo blanco, da explicaciones, enumera las ventajas de la cultura, ofrece datos, apunta nombres, insiste hasta donde aconseja la amabilidad, cierra con alegría un contrato, asume con paciencia un fracaso y anota la dirección y las posibles fechas de las visitas.
—El martes o el miércoles de la semana que viene. Está bien. Por supuesto. Yo le dejo el recado ahí, en el teléfono del estanco. Muchas gracias, don Pablo. De acuerdo.
Vicente no es gordo, ni delgado, ni alto, ni bajo, ni joven, ni viejo. Cuando está en el bar, mientras habla con el camarero viudo o pide una cerveza para bendecir el final de la jornada de trabajo, Vicente parece un hombre normal, corpulento, más o menos de mi estatura, con signos de una juventud todavía reconocible. Pero cuando habla con algún cliente, o se calla ante cualquier comentario hostil, o reacciona para murmurar con una distancia precavida esa frase estúpida de no necesito saberlo, Vicente se encoge, engorda, envejece. Da pena ver cómo dice adiós al final de la tarde y se marcha hacia su casa, refugiado en sí mismo, con pasos torpes, su cartera negra en la mano y todo el peso del calor de la ciudad encima de los hombros. Es de ese tipo de personas a las que siempre le hacen daño los zapatos.
Parece mentira que haya vivido durante cinco años en París, la ciudad de los filósofos, el cabaret y la libertad. Dice Consuelo que estuvo allí hasta mil novecientos sesenta. Después regresó a España, se casó con una madrileña y encontró trabajo en la editorial Universo. Tardé poco tiempo en comprender que esta oficina no es la verdadera sede de la editorial. Demasiado pobre, demasiado muerta, demasiado intranscendente. Ignacio Rubio, mi profesor de Literatura, me encontró trabajo en una simple delegación de provincias. Por algo se empieza. Tal vez un día me reciban en un despacho de la Puerta del Sol. La sede buena está en Madrid. Allí van los escritores, allí se firman los contratos y se trazan los planes de las grandes obras. Aquí sólo ponemos anuncios en el periódico local, hablamos por teléfono y programamos viajes en autobús por carreteras tortuosas.
Ni siquiera cobramos los recibos de las ventas a plazos. La oficina central ha firmado un convenio con una asociación de suboficiales, guardias civiles y policías nacionales retirados. Ellos cobran los recibos mensuales para adecentar con un modesto estipendio la paga raquítica de su jubilación. Tiene gracia tanta autoridad venida a menos, tanto ordeno y mando convertido de buenas a primeras en amables visitas para el cobro de un recibo. Empiezo incluso a sentir pena del sargento Palomares, siempre a las órdenes del alcalde de mi pueblo y siempre dispuesto a darme una hostia en el cuartelillo. A saber cuántos recibos de enciclopedia necesitará cobrar en el futuro. Pedro el Pastor cuidaba mejor a su perro que el alcalde a su sargento.
Mi profesor de Literatura dice que es conveniente distanciarse, usar la inteligencia para no convertir la escritura en un desahogo. El ejercicio de conciencia supone una operación de distanciamiento. Nada alcanza valor si no conseguimos un diagnóstico profundo de la condición humana. Vicente pasó por París como emigrante, condenado a sentirse lejos, a mirar todas las cosas con resquemor. No aprovechó la ciudad, se encogió y prefirió trasladarse a Madrid. Siguió encogiéndose, engordando, envejeciendo, y acabó en una delegación provinciana, muy cerca de Moraleda de Zafayona, su pueblo, sin más aspiraciones que no enterarse de nada, sólo de lo imprescindible. Y no decir nada, sólo lo imprescindible. Vicente Fernández gasta un alma de oficinista. Sería feliz si no tuviese que levantarse de su mesa, si pudiese limitar su tarea a sostener conversaciones pacientes y telefónicas a favor de la sabiduría universal. Sospecho que sufre como una verdadera tragedia el viaje que se nos avecina en el Corto de Loja. Sólo hay un misterio en lo que se refiere a su metódica existencia. Es el misterio de la oficina. Consuelo no sabe dónde vive Vicente Fernández Fernández. Hasta sus apellidos son una repetición. Cuando se va de la oficina o del bar Lepanto, con su andar pesado y su cartera negra, sale rumbo a lo desconocido.
Consuelo Astorga también tiene un aire incierto. Conviene utilizar con precisión las palabras. Mucha gente usa la palabra incierto para decir que algo es falso… y se equivocan. Yo no quiero decir que Consuelo sea falsa, sino que es difícil verla bien, porque su apariencia engaña. Es una mujer indeterminada. El primer día me pareció una persona convencional, con modales de secretaria y peinado de señora que está muy cerca de los cincuenta años. Ni guapa, ni fea, porque sobre sus rasgos físicos dominaba su aspecto laboral, la apariencia modélica de su sonrisa y sus gafas, la corrección de su caricatura. Me recuerda a mi tía Rosario.
Gana mucho cuando hablas con ella y puedes mirarla de otra manera. Sí, cada día gana un poco más. No le he preguntado la edad, pero ahora creo que está más cerca de los cuarenta que de los cincuenta. La tristeza de sus ojos no nace de ella. Se la contagian las flores de plástico, el ventilador inútil, las butacas, los papeles de su mesa, los teléfonos, los archivadores, la oficina. Vicente vive con alma de oficinista. No creo que Consuelo tenga alma de solterona. Pero está avasallada por la situación. Se parece mucho a mi tía Rosario, que se quedó sin novio a los veinticinco años y tuvo que acostumbrarse a vestir santos. Consuelo no viste santos, pero ordena fichas, toma recados, afila lápices, insiste todos los días con el desinfectante en el baño, soporta los silencios de Vicente, es comedida a la hora de seguir un comentario, no se permite una broma, nunca entra en el bar Lepanto, llega antes que nadie a la oficina y cierra siempre la puerta porque siempre se va la última. Mi tía Rosario es morena y Consuelo rubia, pero tienen la misma cara, se parecen mucho. Sí, Consuelo es rubia, perfecta y olvidada.
Cuando me dijo que no se había casado, pensé enseguida en mi tía Rosario. La hermana de mi madre conserva sus modales de señorita, hija de un boticario, criada en una casa de la plaza grande, justo al lado de la iglesia. Mi padre dice que ha desayunado más campanas que pan con aceite. A mis abuelos no les gustó que su hija mayor se casase de mala manera con un campesino, habían previsto otro futuro para su descendencia. Comulgaron con ruedas de molino, soportaron el escándalo del embarazo de mi madre, se sintieron muy por encima de los comentarios de los gañanes y las beatas del pueblo, pero siempre miraron a mi padre con aires de superioridad. Después tuvieron la mala suerte de que su segunda hija se quedase soltera. Ya no supieron qué era peor, si una mala boda o la soltería de Rosario. A la pobre nunca le faltó trabajo. Se encargó primero de la enfermedad pulmonar del abuelo, después del derrame cerebral de la abuela y por fin, cuando mi madre montó la tienda de comestibles con el dinero de la herencia, se entregó una vez más a la familia. No es que fuese a despachar latas de atún o tomates. Ni siquiera había vendido cajas de aspirinas en la farmacia de su padre, eso de vender no iba con su carácter. Pero se encargó de mí, de prepararme la merienda, ayudarme con los deberes del colegio, arreglarme la ropa. Hizo de segunda madre, mientras mi padre estaba en el campo y mi primera madre en la tienda. Hacer de madre por desocupación es más triste que un ventilador viejo en una oficina.
Discreta, perfecta, bondadosa, está en el centro de todo, pero como si estuviese fuera de lugar, como el niño que se pasea por la calle con una bicicleta prestada. La resignación marca su bondad, lleva dentro su soltería, le sale por los ojos una soledad íntima, la marca punzante de las criaturas que están de sobra en el mundo. Rosario no forma parte de la gente con la leche agria. Su mala suerte no agitó el odio, más bien cultivó la resignación. Desde que yo la conozco ha sido incapaz de darle demasiado valor a las alegrías o a las desgracias. Cuando empecé a sacar buenas notas y a destacar en la escuela, no demostró orgullo. Cuando le partí la cara al hijo del alcalde, no se enfadó. La vida es así, un conjunto de buenos y malos ratos que ella recibe en su casa, pero como si estuviese fuera de lugar, sin la obligación de decir la primera o la última palabra. Le basta con darse por enterada, mientras atiende cualquier afán menor en su modesta rutina.
Consuelo no lleva la soltería por dentro. Es más joven de lo que parece y sus ojos delatan con frecuencia interés por la vida, ganas de opinar. Incluso me mira con complicidad cada vez que Vicente hace un comentario extraño o guarda un silencio de los suyos. Nuestros ojos se encuentran y salta una chispa. La soltería se vive de forma distinta en una ciudad. Aquí dicen que todo el mundo se conoce, que Granada es un pueblo. Pero quien ha nacido en un pueblo de verdad sabe que se trata de una exageración. A mí no me conoce nadie por la calle, nadie sabe quién es mi padre, qué estudio o dónde trabajo. No, Granada no es un pueblo, y la soltería de Consuelo es distinta a la de Rosario, aunque se parezcan mucho, sean igual de perfectas y no rompan nunca las exigencias de su papel.
De Consuelo sé que está soltera, no tiene sobrinos y estudió mecanografía. No me ha contado cómo llegó a trabajar de secretaria en la delegación granadina de la editorial Universo. Cosas de la vida, murmuró, cambiando de conversación con un interés poco disimulado. Igual puse sin querer el dedo en la llaga. Detrás de la puerta cerrada de don Alfonso, el jefe, pueden esconderse muchas historias. Tal vez una historia de amor. La imaginación es otra virtud imprescindible para un futuro novelista, y a mí no me cuesta imaginar. Veo a Consuelo levantándose todas las mañanas, eligiendo su ropa de secretaria perfecta, una blusa estampada, una falda que le llega a las rodillas, con un aspecto de neutralidad calculada, pero guardando una pasión secreta por un jefe que la entretiene y que de vez en cuando le regala una tarde de amor rápido en la oficina o un viaje clandestino a los hoteles vacíos y las playas de invierno en la costa del Sol. Puede ser, ¿por qué no?
Llega el verano, don Alfonso es un hombre casado, cumple con su familia y desaparece para pasar las vacaciones en una playa llena de gente, con sombrillas y decencia, con niños, cubos, palas y paseos, y saludos, y mucho sí, sí cariño mío, sí mi vida, sí mi amor, cómo ha crecido Alfonsito. Consuelo Astorga esconde debajo de su blusa y de su falda un cuerpo todavía joven, capaz de mantener un amor adúltero con el jefe. Buenos pechos, buenas caderas, buenas piernas. Don Alfonso tendrá bigote de hombre casado. En verano desaparece, y la secretaria se queda en el trabajo porque no es cuestión de llevársela de paseo con la familia y porque los meses de julio y agosto son decisivos en el balance de cuentas de una editorial que procura vender enciclopedias. El curso que acaba con suspensos, los deberes de los niños, el latazo de tenerlos por la casa o el peligro de soltarlos en la calle, los maestros que hacen inventario de sus necesidades, los buenos propósitos para el curso que viene…, magníficos alicientes, razones que justifican prestarle atención al anuncio de una enciclopedia en el periódico. Puede pagarse de una sola vez con descuento o a cómodos plazos con una pequeña sobrecarga. El amor a plazos soporta también la sobrecarga del secreto, de las esperas, del vivir en una situación llena de baches y de curvas, como los autobuses que viajan por carreteras mal asfaltadas.
Ésa puede ser la historia de Consuelo y de su presencia en la oficina. O tal vez el favor a un amigo que intenta acabar con una aventura molesta y busca colocación para la mujer que ha caído en desgracia. Por imaginar que no quede, pero desde luego a Consuelo no le sale de los ojos una resignación, una soledad íntima, una soltería interior. Más bien soporta un reclamo carnal, disfrazado y minucioso. Cada detalle descubierto en su cuerpo mejora la impresión general. Si no se pareciese tanto a Rosario, me atrevería a escribir que Consuelo Astorga es una mujer deseable.
El Corto de Loja pasa por Atarfe, Pinos Puente, Íllora, Tocón, Montefrío, Villanueva y Huétor Tájar. Una buena excursión disfrutada en un tren lento, cariacontecido y charlatán. Los viajeros suben y bajan, pero no paran de hablar, invaden con sus conversaciones el vagón y reparten sin pudor la historia de su vida familiar, las ráfagas de sus trabajos, sus deudas, el hijo que vive en Alemania, la hija que se casa en otoño, la nuera que sale de cuentas, lo rico que está el chorizo de la última matanza y las manos de santo de un médico, o de un curandero, o de un veterinario. Intento fijarme en el paisaje, concentrarme en el río escuálido, los puentes, las alamedas, las casas que rodean las pequeñas estaciones o los apeaderos. La verdad es que las conversaciones ofrecen más cabras, conejos, liebres, gorriones y palomas que el campo enmarcado por la ventanilla. En la tierra seca falta la hierba verde que le sobra al parloteo. De pronto una boda se escapa y corre por el pasillo del vagón o vuela entre los asientos la disputa más enconada por la linde de una finca.
Agradezco la brisa que llega del campo. Todavía conserva el frescor de la noche. No le ha dado tiempo a calentarse y extiende un generoso recuerdo vegetal. El viento de la ventanilla parece olvidar que hace más de un año que no llueve. Presta una sensación de fugitivo bienestar. Soy incapaz de abrir la novela que me he traído porque me faltan fuerzas para huir del Corto de Loja. Estoy en medio de las quejas de la locomotora, los lamentos de los vagones y las vidas de los viajeros. No hay nadie que lea ni siquiera un periódico, nadie que pueda morder el anzuelo de los anuncios de la editorial Universo. Se lo comento a Vicente, pero sólo consigo que murmure una frase correctiva en medio de una sonrisa:
—No desprecies a la gente.
—Yo no desprecio a nadie —protesto—. Pero si no leen el periódico, no se van a enterar de que vendemos enciclopedias.
—Igual escuchan la radio.
—¿También hay anuncios?
—También. Enciclopedia Universo, sus hojas brotan en el árbol de la sabiduría —Vicente ha puesto voz de locutor—. Además, nosotros vamos a tiro hecho. Dos clientes.
Y vuelve a callarse. Llevo por compañero al único ser silencioso de todo un vagón de habladores. Su prudencia resulta a veces tan extrema que parece inhumana. Al llegar a Loja, una mujer que venía en otro vagón se ha puesto de parto. No me extraña. La duración del viaje, las paradas en los apeaderos, las detenciones en la vía y los retrasos dan para mucho. Noviazgos, bodas, partos, bautizos y entierros. ¡Un parto! Se trata de un acontecimiento humano de ésos que conmueven, se convierten en noticia e ilustran en Navidad un buen reportaje sobre las curiosidades sentimentales del año. Seguro que mañana se cuenta la historia por todos sitios. Desde luego que el inesperado alumbramiento, así lo calificarán los titulares, va a despertar en el periódico o en la radio más interés que los anuncios de la enciclopedia.
Gracias a los viajes, la vida se convierte en una caja de sorpresas. Como es natural, se armó un jaleo grande en la estación. Unos llamaban a la Guardia Civil, otros daban consejos, otros improvisaban una camilla. Nadie se quedaba al margen del acontecimiento. Nadie, excepto Vicente.
—Venga, que llegamos tarde.
—Pero es que se ha puesto de parto una…
—La Guardia Civil llamará a un médico.
—Igual se necesita ayuda —vuelvo a protestar—. Tal vez haga falta…
—Las mujeres saben de estas cosas más que nosotros.
Cuando llegamos al ayuntamiento, el alcalde de Loja nos espera nervioso. Quiere cerrar pronto el trato porque acaban de avisarle de que una mujer se ha puesto de parto en la estación. Como parece que todo ha salido bien, quiere hacerse una foto con el niño y la madre. Es un acontecimiento para el pueblo. Pregunta si nosotros venimos de allí y Vicente le dice que sí, que hemos viajado en el mismo vagón que la mujer y que ha sido espectacular la reacción de los vecinos de Loja, la eficacia de la Guardia Civil y la prontitud con la que han llamado al médico. Va a ser sin duda la noticia humana del mes. Las explicaciones de Vicente me dejan con la boca abierta.
—Esta enciclopedia es un lujo —dice Vicente, con tono de absoluto convencimiento—. Une la cabeza y la mano, la idea y la acción, la sabiduría y la práctica. Vamos a ver qué nos enseña sobre un parto —me pide el tomo que llevo en mi cartera, busca la P, Par, Part… y persigue la palabra con el dedo—. Aquí está. Parto: Se dice de un pueblo escita que se asentó en la meseta de Irán. No, no es esto. A ver: Lengua de la familia irania que hablaban los partos. No, tampoco. Aquí. Parto: Acción de parir. Fíjese usted, don José. Es un milagro hecho realidad. Consejos para un parto de emergencias cuando la mujer no consigue llegar a un hospital o no hay un médico junto a ella. Primero: la respiración de jadeo sirve para retrasar las ganas de empujar propias del parto. Así se puede dar tiempo a que lleguen el médico o la comadrona. Segundo: el samaritano que ofrezca ayuda debe lavarse las manos y lavar después la zona vaginal con agua y jabón. Tercero: colocar toallas limpias o ropa en el suelo para que las nalgas permanezcan separadas de la suciedad y en alto. Conviene que las manos de la mujer se coloquen debajo de los muslos para mantenerlos elevados —el alcalde mira con la boca abierta, como si estuviera delante de una aparición. La sabiduría capaz de remediar todos los imprevistos—. ¿Qué me dice, don José? ¿Qué me dice? Cuarto: cuando la cabeza del bebé empiece a coronar, nunca se debe tirar de ella. Todos los movimientos han de ser suaves. Quinto: empujar la cabeza hacia abajo y facilitar así la salida de un hombro. El otro saldrá después de manera natural. Sexto: envolver al bebé en una toalla limpia. Séptimo: no tirar del cordón umbilical, ni tratar de sacar la placenta hasta que llegue la asistencia médica. ¿Qué me dice, don José? Un libro imprescindible.
—Desde luego. Estoy un poco mareado. Qué calor.
Yo no digo nada. Los retratos oficiales que adornan el despacho del alcalde tampoco me animan a intervenir. Domina el asentimiento. Don José cierra la compra de manera rápida y generosa. Una enciclopedia para la Escuela Femenina Ciudad de Loja que acababa de abrirse. Regalo del Ayuntamiento a petición de doña Hortensia y doña Olga, las profesoras que vieron el anuncio en el periódico. Otra enciclopedia para el Colegio Nacional Natalio Rivas, regalo del Ayuntamiento por su colaboración constante a la hora de organizar eventos culturales. Otra enciclopedia para la Academia virgen de la caridad. Su director desea tener un detalle con los profesores que vienen desde Antequera para hacer los exámenes. Otra enciclopedia para el Ayuntamiento, porque nunca está de más que el secretario tenga a mano una buena información sobre cualquier asunto, y otra más para el propio alcalde, padre de tres hijos en edad de estudiar y marido de una mujer todavía en edad de parir. Una visita redonda.
—Nos sobra algún dinerillo, ¿saben? —don José es hombre afable. A pesar de las prisas, se siente orgulloso de dar explicaciones—. Este año han visitado el pueblo personas muy ilustres. En febrero vino don Jorge Vigón, ministro de Obras Públicas. El mismísimo Caudillo nos hizo el honor en el mes de abril. Y en junio el cardenal Larraona. Muchos personajes. El gobernador civil nos ayudó con un presupuesto especial para preparar los recibimientos oficiales. Algo ha sobrado… Qué mejor que invertir en cultura. Y, por favor, den recuerdos de mi parte a don Alfonso.
Dos, han sido dos las visitas del Caudillo a la provincia de Granada este año. Las he visto en el NO-DO, como prólogo perfecto a unas películas que están ya acostumbradas a los aplausos, las banderas, los gritos de Franco, Franco, Franco, el fervor popular, las sirenas de los barcos de pesca y los destructores de la Marina saludando la llegada del Azor, los mástiles engalanados, el yate de su Excelencia, la gente agolpada en el muelle, en las calles, en las carreteras. Según afirma el locutor, la presencia del Caudillo es promesa de un auxilio eficaz en la desgracia y de un progreso seguro y pacífico. Franco vestido de paisano, Franco en visita para conocer con dolor personal los efectos de una sequía o una inundación, Franco para inaugurar nuevos edificios, obras de futuro, signos de un avance incuestionable hacia lo universal.
—Ay, ahora que caigo… —el alcalde detiene un momento la despedida. Se le acaba de ocurrir una idea—: ¿Podrían estar aquí las enciclopedias para el jueves? Es que hemos organizado una recepción en el ayuntamiento por el dieciocho de julio.
—Lo siento, necesitamos por lo menos una semana, lo siento de verdad —a Vicente le hubiera gustado ser servicial. Pone una cara de infinita tristeza—. Pero es que…
—No importa, no importa. Se podían haber entregado como parte de la celebración. Veintisiete aniversario del Alzamiento Nacional. ¡Cómo pasa el tiempo! —el alcalde mira su reloj. Vuelve a entrarle la prisa—. Pero no se preocupe, no importa.
Voy a buscar en la enciclopedia las palabras visita e inauguración. Disparatar es otro modo de parecer inteligente para estar a la altura de mi profesor. Visita de cumplido, obligación de caudillos, ministros, gobernadores y alcaldes, inmensa mentira, función teatral representada en una ciudad con problemas, en la que se cierran los colegios y la Universidad para que los alumnos vayan a mostrar entusiasmo, mover banderas y gritar con fervor, agradecidos por la generosa bondad de las autoridades, único consuelo en los terremotos y los accidentes, las sequías y los diluvios, la salud y la enfermedad. Inauguración, dar principio a una cosa, por ejemplo a un pueblo, dar principios y mandamientos a un pueblo, a una cosa llamada pueblo, un rebaño acostumbrado a los vítores y a las alegrías del orden. A los posibles compradores con nombres que empiecen por V o por I les voy a colocar las palabras visita e inauguración.
Los consejos sobre el modo de actuar en la emergencia de un parto han sido una variación en la técnica prevista de Vicente. Se ha valido de las circunstancias con una rapidez insospechada en una persona tan tranquila. Lo que él tenía previsto era jugar con la familiaridad de los nombres. En la oficina me había explicado que los posibles compradores se sienten más comprometidos cuando oyen sus nombres en la voz del visitante. Se establece una cercanía difícil de romper. Lo importante para un vendedor no es sólo conocer a la gente, sino facilitar que la gente se conozca a sí misma, que descubra sus carencias, todo aquello que necesita, las cosas que le hacen falta de verdad.
Vicente piensa que algo del nombre y de los apellidos se filtra en el interior de cada persona. El carácter establece relaciones secretas con la forma de llamarnos. El subconsciente, según él, es un pozo de palabras. Y, claro está, los nombres y los apellidos ocupan un lugar importante. Nos bautizamos todos los días a lo largo de la vida, al ir al colegio, al pedir alojamiento en una pensión o al encontrar un trabajo. Enamorarse no es más que pintar un corazón con dos nombres. Nunca faltan los nombres. Aunque seamos muy solitarios, oímos nuestro nombre miles, millones de veces. Lo primero que hacemos para escondernos es ocultar nuestro nombre. Lo primero que hacemos para presentarnos es decir nuestro nombre. Por eso conviene pronunciar los nombres muchas veces. Desatan simpatía o miedo, una relación de dependencia en el inconsciente.
El nombre, me explicó en la primera clase práctica, es una buena técnica de ventas. Si visitas a un señor que se llama Baltasar, busca en la enciclopedia la letra B. Mire usted, Baltasar, a ver qué significa su nombre, cuál es su historia. Y luego búscate un país que empiece por B. Vamos a ver, Brasil, qué gran país, cuántos kilómetros. Y luego un animal, buitre, no, mejor búfalo, porque a nadie le gusta que lo comparen con un buitre. El búfalo despierta mejores ideas, aventuras, películas del Oeste. Y después pasa a la anatomía y destaca la importancia del brazo, que empieza con B, como Benedicto XV, o Bécquer, o Belmonte, un gran torero, por dar pinceladas de cultura general. ¿Me entiendes? Es el reino de la letra. Y si quieres apretar más el cerco, entérate pronto de la profesión del amable cliente. Porque si es militar, da mucho juego la palabra batalla, y si es médico enseguida le buscamos una bata con un apellido bordado, y si es un sacerdote lo conmovemos con una basílica o con los niños de Biafra, depende de su carácter. ¿Me entiendes? Todo empieza con el nombre.
Vicente tampoco olvida la importancia de los apellidos. Él tiene un carácter voluntarioso e insistente porque sus apellidos lo han hecho partidario de la repetición: Fernández Fernández. La doble F. Yo tampoco me escapo de la terquedad de las letras. Mis dos apellidos empiezan por E: Egea Extremera. Aunque, está claro, lo que pesa más en mi carácter es el nombre: León. Tiene gracia, la filosofía y las técnicas de ventas de Vicente Fernández Fernández dan la razón a mi padre. Maldice el día en el que me puso el nombre de León. Demasiada fiereza para que una persona viva tranquila. El hijo del alcalde, compañero mío en el colegio y en el instituto, se ha pasado la vida diciendo que conocía a un león al que le iba a cortar las uñas. Pero yo no le di una tarascada, ni le arañé. Le pegué un puñetazo y lo dejé en el sitio. Se lo conté a Vicente, pero no me pidió detalles. No preguntó qué había pasado o qué me había hecho. Nada. Se limitó a argumentar que el pozo inconsciente de los nombres está lleno de elementos reactivos.
¿Sabes cómo se llama el ministro de Educación? Eso me preguntó. Yo le respondí que sí: Humberto Vaca. Vicente piensa que su gusto por los honores y los homenajes, apoyado sin duda en la letra H, se debe a una reacción angustiosa frente a la idea de apellidarse Vaca. Hijo mío, dice Vicente, nunca será lo mismo llamarse León que apellidarse Vaca, pero el mundo da muchas vueltas y los traumas son enjambres de avispas que pueden darle garras a las vacas y sentimientos caritativos a los leones. Por eso es tan importante estudiar psicología y saberse el santoral para vender enciclopedias.
Son ideas ridículas, psicoanálisis de andar por casa. Eso pensé cuando Vicente me explicó las estrategias de venta con un magisterio cóncavo, premioso y desolador. Un estudiante universitario no está preparado para tomarse en serio argumentaciones tan baratas. Pero la verdad es que en la práctica suponen una ayuda, una buena receta para romper el hielo y establecer un puente en los primeros instantes de la conversación. Lo comprendí al verlo actuar. Me refiero, sobre todo, a la segunda cita en Loja. El caso de don José era más fácil, tenía razones escolares comprensibles, disponía de dinero y, además, estoy seguro de que antes de nuestra conversación lo había tocado ya don Alfonso. Pero lo de Pablo Aguayo me pareció una tarea mucho más ardua, casi mezquina.
—¿Para qué necesita este hombre una enciclopedia? —le pregunté incómodo a Vicente cuando nos reunimos en la estación.
—Para comprárnosla a nosotros. Somos vendedores de enciclopedias. ¿No te parece una buena razón?
Pablo Aguayo vive en las afueras de Loja. Después de cruzar un barrio miserable y de subir por un camino de tierra que se adentra en el monte, nos encontramos con una casa modesta de campesino. Su mujer salió del corral al oírnos llegar y nos dijo que Pablo estaba a punto de volver, que lo esperásemos sentados en el comedor. Nos ofreció un vaso de vino con una cortesía seca, en la que no supe distinguir la brevedad de la timidez y el frío del malhumor. Su marido entró en la casa a los diez minutos, nos saludó con una sonrisa franca, pidió un momento para lavarse las manos y se sentó con nosotros. Pablo Aguayo es un hombre de unos cuarenta años, calvo, con la piel endurecida. Toda la vida del cuerpo se le ha multiplicado en los ojos. Mira bien, tiene una inocencia rústica y hospitalaria que hace juego con el ambiente. Me impresionó la mano fuerte y grande que nos tendió al llegar. Labra la tierra que heredó de sus padres. Le ayudan dos amigos del pueblo que trabajan con él, porque no tiene hijos. Poca cosa, apenas da para vivir. Se arregla con los animales que cuida la mujer. En años de sequía dan más las gallinas que los huertos.
Vicente desplegó su estrategia, le llamó Pablo, aludió a la caída en el camino de Damasco, a la voz que anuncia la verdad, y luego pasó a recordar París, la ciudad escrita con una P mayúscula como una torre Eiffel, la ciudad de la Luz, y después exaltó los sentimientos pacíficos, el partido de los hombres prudentes, la sabiduría de Parménides y la importancia de los animales palmípedos y de los pájaros en la fauna mundial, del paquicéfalo de pecho dorado, de las perdices, los periquitos, los papagayos y las palomas. Todo con P de Pablo o de pájaro. Mira, Pablo, aquí dice pájaro, nombre genérico de todas las aves de pequeño tamaño. También, hombre astuto, sagaz y cauteloso, el hombre que sabe distinguir, por ejemplo, entre Pakistán y Pakanbaru, o entre Pantocrátor y Pentecostés, o entre el pájaro arañero, el pájaro carpintero, el pájaro bobo y el pájaro de cuenta que sabe matar dos pájaros de un tiro. ¿Me entiendes, Pablo?
Una buena estrategia. ¿De qué se puede hablar a la hora de vender una enciclopedia si no es de palabras, de letras, de un mundo ofrecido por orden alfabético a la curiosidad de una persona que carga desde que nació con su propio nombre, el mismo nombre que acaba escrito en la ficha de la editorial Universo gracias a la letra clara y redonda del vendedor? Vicente me pidió que me adelantase y fuese a la estación para comprar los billetes de vuelta, mientras él acababa de formalizar el contrato con el señor Pablo Aguayo. En la estación se continuaba hablando del parto inesperado. Todo había salido bien, el médico había llegado a tiempo para hacerse cargo del cordón umbilical y de la placenta. La madre descansaba ahora en casa del alcalde, que le había ofrecido una habitación para que se acomodara hasta que su marido pudiese venir a buscarla. Había sido niña. Todo perfecto, una visita redonda. Pero yo estaba triste, se me había quedado el malestar en el cuerpo al comprobar cómo se vende una enciclopedia a alguien que no la necesita. Se lo dije a Vicente cuando nos pedimos un bocadillo en la cantina y él se limitó a recordarme que éramos vendedores de enciclopedias.
Es difícil mantener durante mucho tiempo el enfado, el desprecio, la amistad o la admiración por Vicente Fernández. La neutralidad de su vida apaga cualquier fuego para bien o para mal. En el viaje de vuelta, caí en la tentación de asumir mi papel de vendedor de enciclopedias y le propuse que saliéramos también nosotros en la foto. Podía ser buena idea hablar con el alcalde, o incluso con el gobernador civil, explicar que habíamos sido compañeros de viaje de la parturienta en el Corto de Loja, donar a las instituciones una enciclopedia para que se la regalasen a la niña. Sin duda una gran campaña publicitaria, un golpe de suerte. La niña que vino al mundo con una enciclopedia debajo del brazo.
—Siempre es mejor olvidarse de los gobernadores civiles —ésa fue su respuesta. Me dejó cortado, y no sólo por su falta de ánimo para reconocer una buena idea y ampliar el aprovechamiento de una circunstancia a la que él había sacado tanto partido en el despacho de don José. La frialdad de la respuesta sugería también desprecio a la autoridad, falta de consideración por la figura del gobernador civil. Y ese papel me correspondía más bien a mí, a mi impertinencia de estudiante universitario, a los miedos de mi padre, a los problemas con el alcalde y el hijo del alcalde de mi pueblo, a mi rebeldía, al malestar de vivir en una ciudad con los calendarios detenidos en un día sin tiempo y sin futuro. Por meterme donde no me llamaban, Vicente me había puesto en mi lugar.
Por eso no dudé en comentar de forma airada una de las noticias del periódico. Me había llevado un ejemplar de la cantina de la estación para leerlo a salto de ventanilla y de conversación. Los viajeros iban más apagados con el calor de la tarde y las fatigas de la jornada. Al llegar a Montefrío, leí una noticia política que no se relacionaba con inauguraciones o visitas de ministros a la provincia. Se han hecho públicas las sentencias contra los dirigentes del Partido Comunista detenidos hace tres años. Fue un éxito de la policía, una operación ejemplar, la caída de toda la dirección clandestina.
—Qué barbaridad, a uno lo condenan a veinte años, a otros dos les caen quince, y a cuatro más los despachan con diez. Son unas condenas durísimas.
—Sí.
—Esta situación es intolerable —subí el tono de mis comentarios, alegrándome al comprobar que Vicente reaccionaba por fin. No pudo evitar una mirada sigilosa al resto del vagón. Era yo quien iba a asustarlo, quien iba a quedarme más lejos que nadie del gobernador civil—. ¡En qué país vivimos!
—Las cosas son así.
—Los detienen, les pegan palizas en la comisaría, hacen una farsa de juicios y luego dejan que se pudran en la cárcel. En la Universidad lo sabemos. Tengo compañeros que están muy enterados. ¿Tú sabes que en España se tortura?
—Esas cosas no necesito saberlas.
Me callé. Vi en la mirada de Vicente el mismo miedo que en los ojos de mi padre. El mismo miedo que en los ojos del director del instituto cuando me llamó a su despacho después de haber hablado con el alcalde. El mismo miedo que en los ojos de Pedro el Pastor cuando se encontró con el hijo del alcalde al día siguiente de salir del cuartel de la Guardia Civil. Tuvo que aguantar sus insultos, sus bravatas de cobarde. ¿Estás cagado de miedo, eh, Pastor? A los chulos se les cortan pronto los cojones, y tú eres una mierda, y te voy a dar una paliza la próxima vez que te atrevas a entrar en el bar o a cruzarte conmigo en el pueblo. ¿Te enteras?
No resisto el miedo ajeno, la impotencia, la costumbre de bajar la cabeza y dar con los ojos en el suelo. Me desarma la humillación. Pero ¿qué iba a hacer Pedro el Pastor? ¿Qué puede hacer mi padre? ¿Qué va a decirme Vicente? Vivimos donde vivimos y a todo el mundo le duelen los pies al caminar. Nos hacen daño los zapatos.
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres según las últimas estadísticas. Repito en esta larga mañana de domingo el verso que me impresionó tanto. Mi profesor de Literatura leyó en clase el poema de Dámaso Alonso y desde entonces, cada vez que tengo un mal día, se me viene el verso a la cabeza. Un mal día lo tiene cualquiera, un hueco negro para pensar en el hombre muerto que uno es en medio de las estadísticas y de cientos, miles, millones de cadáveres.
La mañana había empezado bien. Mis compañeros de piso están fuera, en sus pueblos, con sus padres y sus vacaciones. La patrona lleva más de quince días sin aparecer. La rebaja en el alquiler incluye que yo me las arregle solo. Mejor, así tengo la casa para mí. Puedo dormir tranquilo, desayunar, volver a la cama, leer Ana Karenina, masturbarme a la salud de Tolstoi, volver a levantarme, soñar con una ducha imposible porque el agua está de nuevo cortada, arreglar mi habitación, coserme la camisa, mirar los muebles de la casa, tan frágiles y tan poco hospitalarios, y… deprimirme. Pocas cosas tan viejas como un piso de estudiantes. Eso hice durante toda la mañana, eso y caer en la tentación de ensayar. No quiero quedarme mudo cuando me toque llevar la voz cantante en la venta de una enciclopedia. Seguro que cualquier día de la semana que viene, antes de que acabe julio, Vicente me pasa la palabra, las palabras, y me pide que sea yo quien hable. Lo dirá sin avisarme, sin sonreír, como un trámite más. Venga, explícale tú al señor las ventajas de la enciclopedia.
Mire usted, Lev Nikolaievich, conde de Tolstoi, señor León, mamífero carnívoro perteneciente a la familia de los félidos, conviene mucho saber que hay otros animales que empiezan por la letra L, como el leopardo, que es también muy fiero, aunque no tenga una melena en la nuca. La L está en nuestro cuerpo a través de los lunares, y en el cielo gracias a la luna, y en la literatura por maestros como Luis de Góngora, como Fray Luis de León, que tiene una doble L en el sosiego de su vida retirada, o como León Tolstoi, usted sin ir más lejos. Y quien dice en la literatura dice en la historia, porque hubo muchos papas que se llamaron León, y muchas reinas que fueron bautizadas con el nombre de Leonor, y un revolucionario de su mismo país apellidado Lenin, y leyendas interesantes que necesita conocer un hombre de letras para que en sus libros aparezcan las tierras africanas de Lesoto, y los palacios de Letonia, y las sequías del Líbano. Para la mala vista nada mejor que unas lentes, para la lectura nocturna una linterna y para la sequía litros y litros del líquido elemento.
¿Qué le voy a decir yo a usted, León? Que esto es un ejercicio propio de lerdos. Un lerdo es como un tonto escrito con L. Una letra maravillosa para pensar en el huevo del piojo llamado liendre, y en la enfermedad llamada lepra, y en la mano manchada de lefa, y en las mentiras que aquí se cuentan sobre la palabra libertad, y en los problemas de limpieza cuando falta el agua, y en la mala suerte de Santiago de Liniers, que fue un marino francés del siglo XVIII, tuvo la infeliz ocurrencia de hacerse español y acabó fusilado en el Río de la Plata. ¿Qué quiere que le diga? Que no resisto quedarme aquí, en este piso de estudiante abandonado, y que ahora mismo me voy a la calle.
Salgo del Realejo por Pavaneras. Voy hasta Reyes Católicos. Miro el reloj. La una y media. Miro el cielo azul, tirante y crudo a pesar del fuego de la atmósfera. Miro el escaparate de la pastelería Bernina. Cruzo de acera. Entro en la plaza Bibarrambla. Observo los quioscos de flores y me alejo de los matrimonios que van para su casa con un paquetito de pasteles. Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres según las últimas estadísticas, eso escribió Dámaso Alonso, eso leyó Ignacio Rubio en clase, eso pienso yo ahora, rodeado de flores, de pasteles, de matrimonios, de buenas cosas y buena gente que hoy me parece insoportable. Mi profesor de Literatura no habla de política en clase. Se limita a leer poemas, contar novelas, resumir vidas de escritores y explicar que resulta imprescindible aprender a mirar. Yo miro, observo, escribo. Me he mirado hoy en el espejo, y no me resisto, señor Tolstoi. Salgo a la calle para indignarme con lo que veo. Buena gente insoportable, protagonistas de la gran indiferencia, del miro para otro lado porque no quiero ver, del no necesito saber esto o saber lo otro. La gran indiferencia de los que giran la cabeza o la levantan como si tuvieran un palo en el culo, contentos de conformarse con comprar pasteles los domingos por la mañana. No existen. Son muertos, más de un millón de muertos según las últimas estadísticas y el malhumor de una mala mañana.
Prefiero a la mala gente. La maldad del que manda tiene una explicación. La autoridad quiere conservar su poder, sus reglas, sus amenazas. El miedo trabaja a su servicio. Admiro al alcalde que no se olvida de que es alcalde y al hijo del alcalde que saca buenas notas porque es el hijo del alcalde, que se porta de manera cruel porque es el hijo del alcalde y que disfruta con la venganza porque conviene mantener viva la memoria del miedo y del escarmiento. Es lógico que el hijo del alcalde quiera pasárselo bien y no acepte ningún límite. Es lógico que un día de mal viento quiera robarle una oveja a Pedro el Pastor para matarla con sus amigos. Está acostumbrado a disparar contra las palomas del cura. ¿Qué más da una rana, una paloma o una oveja? Se torea a una oveja, se corre detrás de una oveja asustada, se sacrifica a una oveja, se prepara un guiso de carne de oveja. Si Pedro el Pastor te descubre y te pone en ridículo delante de los amigos, es más que lógico buscar venganza. Llamar al perro de Pedro el Pastor, acariciarlo, llevarlo cerca de un árbol, ponerle una soga en el cuello y ahorcarlo. El perro ahorcado es un aviso que tiembla en la rama de un olivo. El perro ya no muerde, su cadáver sí.
Al quedarse sin oveja, Pedro el Pastor se presentó en casa del alcalde para cobrar los daños de la gamberrada del niño. Quien tiene dinero paga y ya está. Pero otra cosa muy distinta fue la putada del perro. Ahí se rompió la costumbre, el miedo, la paciencia y la lógica. Hubo que recuperarla de forma tajante. Si Pedro el Pastor busca por su cuenta al imbécil y le parte su bastón en la espalda y le corta por unos segundos la respiración, el orgullo y el conocimiento, es lógico que el alcalde llame a la Guardia Civil. Son lógicas también dos palizas en el cuartel delante del alcalde, una multa y una semana de encierro, esperando todos, incluida la Guardia Civil, a que al alcalde se le pase la cólera y el ataque de soberbia. Misión cumplida, sargento Palomares.
Todo esto es muy lógico. Es su mundo, su educación, su credo, su privilegio. La maldad del que manda tiene su explicación. Cuesta más trabajo entender la indiferencia de los que obedecen. El miedo de Pedro el Pastor se entiende. Se entiende también la prudencia de mi profesor de Literatura cada vez que corta una discusión y dice que en clase no se habla de política, que no entra en el temario el asunto de las detenciones y las comisarías. El rebelde más famoso de la Universidad da un paso hacia atrás. La literatura tiene que ver con la mirada, con la imaginación, con las series de tres adjetivos, con el humor inteligente, con la distancia… y con el peligro de un social, un policía camuflado entre los estudiantes, dos oídos y dos ojos dispuestos a acumular todo tipo de información. Se comprende la reserva. Cuando algún estudiante critica la timidez política de Ignacio Rubio, la blandura de su compromiso, yo lo defiendo. Se juega muchas cosas. Pero la indiferencia de los que no se juegan nada resulta más difícil de soportar. Eso no necesito saberlo, murmura Vicente Fernández. Me lo puedo encontrar en cualquier momento por la plaza Bibarrambla, por la calle Reyes, con su mujer desconocida y un paquetito de pasteles. Si el millón de cadáveres de las estadísticas se atreviera a respirar, a decir que no, se acabarían de una vez el miedo de Pedro el Pastor y la soberbia del alcalde. Estoy empezando a admirar al alcalde y a odiar a los indiferentes. Prefiero la maldad al paquetito de pasteles.
Yo tuve un ataque de rabia. Un sentimiento parecido a la maldad. Cuando el hijo del alcalde entró en el bar y vio a Pedro el Pastor sentado en una mesa, se fue para él con su soberbia heredada igual que un cortijo. ¿Has aprendido la lección, hijo de puta? A los chulos se les cortan pronto los cojones. Recordé las veces que este imbécil me había amenazado con cortarme las uñas. No resistí los ojos humillados de Pedro el Pastor. No resistí el expediente lleno de notas falsas y premios para el hijo imbécil del alcalde. Me fui para él y le pegué el puñetazo que no podía darle Pedro.
Ésa es la gran hazaña de mi vida, señor Tolstoi. De vez en cuando gano una batalla contra mi indolencia y encuentro el tiempo y el ánimo necesario para sentarme a escribir. Es una victoria, una forma de aprender y de darle sentido a este verano. Pero mi gran hazaña es la historia de un puñetazo, el escándalo de un pueblo en el que los niños se pelean todos los días con piedras y patadas. Me he peleado mil veces con los amigos que sacaban buenas, regulares o malas notas. Se detiene el juego, una pelea y venga, ya está, volvemos a jugar. Pero hay puñetazos peligrosos, puñetazos de hombre mayor en la cara del hijo del alcalde. Un asunto de perros. Una vida de perros. Perro, mamífero carnívoro que pertenece a la familia de los cánidos. El mejor amigo del hombre. Buena estrategia para vender enciclopedias a clientes que se llamen Patricio, Pedro, Pío, Pablo, Paco y Prudencio, nombres escritos con P de perro faldero, perro policía, perro sabueso, perro pachón o perro pastor, que trabaja para cuidar y guiar los ganados. Al perro flaco todo se le vuelven pulgas por culpa de los indiferentes. Y yo estoy aquí, en la ciudad, mitad por gusto, mitad por destierro para evitar problemas, porque no pasa nada, pero muerto o alejado el perro se acabó la rabia. Soy un vendedor de enciclopedias. Alabados sean los que sienten odio, rencor, miedo, instinto de venganza, soberbia, crueldad o cólera. Malditos sean los indiferentes.
Un mal día lo tiene cualquiera. Yo tengo un mal domingo, un mal veintiuno de julio de mil novecientos sesenta y tres. No me soporto, no soporto mi piso, no soporto la calle, no soporto a la gente. Los matrimonios pasan con su paquetito de pasteles muy dignos, pero muy sucios. No habrán podido ducharse, a no ser que se hayan levantado antes de las nueve de la mañana. Cae la lluvia sobre París y sobre los corazones. Aquí la sequía vive por dentro y por fuera. Tierra, polvo, humo, sombra, nada. Una epidemia de huertos secos, grifos secos, duchas secas, calendarios secos. La gente pasa muy digna, viene de misa, compra flores, entra y sale de la pastelería Bernina y se esconde en la indiferencia para no contagiarse. ¿Dónde está el médico que cure la indiferencia? Medicina, ciencia que trata de las enfermedades humanas. Médico, persona que está legalmente autorizada para ejercer la medicina. Pastillas para la indiferencia. Inyecciones para la indiferencia. Jarabes para la indiferencia. Farmacéuticos dispuestos a preparar remedios para la indiferencia. Insisto: la gente mediocre es más peligrosa que los malvados. Voy a escribir mil veces en mi diario que necesito huir de la mediocridad, huir de la mediocridad, huir de la mediocridad. En este país se sale de la adolescencia por la puerta de los indiferentes. Adolescencia: edad que sucede a la niñez. Un periodo de profundas transformaciones fisiológicas y psicológicas, cuyos límites están entre los doce y los dieciocho años para la mujer y los catorce y los veinte para el hombre.
Vuelvo a mi habitación. Me preparo algo de comer. Con el adelanto de la editorial y mi parte de las comisiones de las primeras ventas, tengo la despensa llena. Dos latas de conserva, pan de ayer y una cerveza. Faltan diez días para que acabe julio. Faltan dos meses para que empiece el curso. Faltan seis meses para que yo salga de la adolescencia. Faltan ciento cuarenta páginas para que un tren atropelle a Ana Karenina.
Voy a contarlo todo de forma ordenada por el gusto de seguir sorprendiéndome con los acontecimientos. Martes, veintitrés de julio…
Llego a la oficina a las nueve y cinco. Consuelo Astorga está ya en su mesa. Lee el periódico y espera a que empiece a sonar el teléfono. Ha cambiado sus gafas de color marrón por unas más modernas de montura blanca. Poco después llega Vicente, con cara de haber pasado mala noche. Se queja del calor antes de dar los buenos días. Hay noches en las que el frío de la Sierra baja a la ciudad y se mezcla con el asfalto y los ladrillos para suavizar la temperatura. Uno duerme bien con la ventana abierta, incluso se agradece la sábana que está a mano, enredada en el sueño del cuerpo. Pero otras noches la oscuridad se inmoviliza, el calor se convierte en una masa apretada que no deja respirar y no hace falta otra pesadilla, otro trabajo forzado, otra condena para asfixiarse. Basta con el insomnio. Vicente Fernández llega a la oficina con cara de derrota. Ha debido pasar una noche dura.
A las nueve y media nos repartimos las llamadas de teléfono. De la A a la O para Vicente. De la P a la Z para mí. Dar información, explicar las condiciones, cerrar la compra o acorralar al cliente y ofrecer, si las circunstancias lo aconsejan, una visita. El trato personalizado da un carácter más humano a las discusiones culturales y económicas. Yo voy despacio, me lo tomo con tranquilidad, dudo cada vez que debo marcar un teléfono nuevo, tardo en cumplir con mi lista de llamadas. Vicente va más rápido, enlaza una conversación con otra, no para de hablar y de saltar por la fauna y la geografía del mundo. Saca su pañuelo, se seca el sudor, alza la nariz y estira el cuello mientras oye las razones del cliente, toma notas con su pluma y cierra tratos. Las visitas sólo son aconsejables cuando hay un negocio atractivo a la vista, como el facilitado por el alcalde de Loja. También son recomendables los clientes con capacidad de influencia en su entorno. Quien tira de una uva puede sacar un racimo. De vez en cuando Vicente me mira al terminar una llamada. Decide adoctrinarme.
—¿Qué? Estás parado.
—Te escucho. Estoy aprendiendo.
—Pues si quieres aprender, empieza por convencerte de que es tan peligrosa la timidez como la imprudencia. Tan malo es ser un desganado como quedarse con el culo al aire. Tú eliges un rumbo, tienes un fin claro, eso es lo principal. Eres vendedor de enciclopedias. Mañana serás otra cosa, tendrás otra meta. Pero uno vive cada día de acuerdo con la actualidad de su meta. Ahora, vendedor de enciclopedias. La misión es cumplir con tu tarea. La estrategia se funda en una disciplina. Ni timidez, ni imprudencia. Venga, llama ahora, marca sin pensarlo, que yo te oiga.
Filosofía barata para una existencia mediocre. Los hombres prudentes no se llevan la vida por delante. Son carne de oficina, pobres funcionarios de la obediencia. Acostumbran a soplar sobre cualquier llama que se encienda a su alrededor. Pero vivir es algo más que apagar fuegos. A mí me gustaría cambiar muchas cosas, quemar muchas cosas, borrar, tachar, gritar. Y no soy tímido, es que creo poco en lo que estoy haciendo.
A las once, Consuelo se acerca a la mesa de Vicente con un recado de don Alfonso. Tiene que llamarlo en cuanto deje de hablar con el cliente. La editorial está cerrando un trato con Educación y Descanso. Enciclopedias para todos los albergues, los cineclubes, los grupos de empresa y hasta para las asociaciones de espeleología de España. El olor a buen negocio se extiende por las habitaciones como si una vecina acabase de meter en el horno una tarta de cumpleaños. Puede caernos el gordo de la lotería. Los contactos de don Alfonso son un tesoro, me dice Consuelo, y percibo un temblor de orgullo en su voz. Ella sí ha pasado buena noche. Está guapa, con un traje blanco, unos zapatos blancos y una sonrisa blanca. Todo a juego con la pasta blanca de sus nuevas gafas y con el bolso grande y blanco que cuelga de su silla. No parece una niña vestida de primera comunión, ni tampoco una novia, pero está radiante. Intuyo o imagino el motivo. Es posible que los tratos de don Alfonso con su amigo de Educación y Descanso hayan merecido un alto en las vacaciones familiares, una imprevista jornada de trabajo con visita incluida a la secretaria. Siento vergüenza cuando Consuelo levanta la vista de sus papeles y descubre que la estoy mirando. Ayer me pasó. Anteayer también. Hoy también me ha pasado ya dos veces.
Y es que veo ahora a Consuelo, la espío, me fijo en su pelo, en sus labios, en sus gestos, y busco la bohemia de París. La culpa es de Vicente, porque ayer por la tarde se abandonó a una alegría inesperada después de escuchar el parte de la radio y empezó a repetir que si una jornada española en el Tour, que si Manzaneque ha ganado la etapa de Val d’Isère, que si Bahamontes es maillot amarillo, y que se jodan los franceses, y que viva España, y que todavía son posibles los milagros. Consuelo se enfadó, dijo que los franceses no tenían culpa de nada, y entonces me enteré de que ella también había vivido en París.
—Se nota que tú no has trabajado en una fábrica —el tono de Vicente condensaba un extraño orgullo que no pude entender, la reacción propia de su falta de espíritu—. Claro, tú vivías con artistas, disfrutando de la vida bohemia.
Me resulta imposible no mirar a Consuelo, resistirme a imaginar lo que han visto sus gafas, lo que han tocado sus manos, la gente que ha conocido, ese mundo que vale más que una victoria en el Tour de Francia. Mis ojos son incapaces de quedarse quietos.
A las once y media, después de hablar con la Secretaría Nacional de Educación y Descanso y con no sé qué responsable de la Organización Sindical Española, Vicente me invita a tomar café. Antes de bajar al bar Lepanto, comenta con Consuelo la sorpresa del día y los misterios de don Alfonso. ¿Por qué se cierra un trato tan suculento y a escala nacional desde la delegación de Granada? Sólo dios y don Alfonso lo saben.
—Bueno, nosotros a lo nuestro —le dice a Consuelo, con una alegría poco frecuente en su rostro de vendedor pacífico—. No creo que esta compra la apunten en nuestra cuenta de resultados. Qué buena comisión nos íbamos a llevar. ¿Qué te parece? León y yo bajamos a tomar café. Llama tú, por favor, a este número de Motril. Hay que concretar una visita.
El bar Lepanto pone a las doce menos cuarto los últimos cafés y las primeras cervezas. El café no me sienta bien esta mañana. El diecinueve de abril de mil novecientos sesenta me hace más daño que nunca después de una noche de calor que ha debido golpearme tanto como a Vicente. Una noche de calor es un calendario paralizado. El camarero viudo discute de fútbol con un grupo de enfermeros de la Casa de Socorro. Es pesimista, las cosas no tienen remedio, todo está muerto. El año pasado se renovó el equipo, se echó al presidente, se hizo cargo del club una gestora, se dieron de baja doce jugadores, hubo fichajes nuevos, ¿y qué? Nada de nada, el Granada no se ha acercado a los puestos de ascenso, sólo un sexto puesto en Segunda División. No sé para qué me he hecho socio, se queja. Le he traído el cenizo.
Uno de los enfermeros piensa que el fichaje de Millán como entrenador va a cambiar el rumbo de la historia. El camarero viudo reconoce que admira mucho a Millán, un ejemplo de amor a los colores. Ya nadie suda la camiseta, dice, nadie se sacrifica por sus colores. Cuando estamos a punto de irnos, me atrevo a preguntarle por Millán.
—Eres muy joven —me mira con una sonrisa de superioridad que conmueve. Si el Granada llegase a ascender esta temporada, el camarero viudo sería capaz de darle vida al calendario—. Ay, qué joven eres. Millán es el de la alineación histórica, la de Candi, Vicente, Millán y González.
—Oye, Vicente, ¿tú has jugado en el Granada? De verdad, estás lleno de sorpresas —me permito la broma por la alegría del buen negocio con Educación y Descanso que acaba de explicarme. Si nos asignan la comisión de las ventas, voy a tener dinero para pagarme la vida en Granada durante muchos meses. Me gustaría dejar a mi padre con la boca abierta. Pero no caerá esa breva, y menos a mí, que acabo de llegar.
—Hay muchos Vicentes en el mundo, querido León. Yo no le he pegado en mi vida una patada a una pelota.
A las dos en punto cerramos la oficina. Cada uno come en su casa. A las cinco estamos de vuelta para seguir contestando llamadas bajo el ruido del ventilador. A las cinco y media un operario de los almacenes La Estrella entra en la oficina para entregar dos barras grandes de madera. Consuelo quiere cambiar los soportes de las cortinas de su casa. Se ha roto la barra del salón y va a aprovechar para poner también una nueva en el dormitorio. A las siete se despide Vicente. Lo veo salir con sus pies doloridos, el pañuelo en una mano y la cartera de piel negra en la otra. A las siete y cinco me dice Consuelo que es hora de cerrar. Nos vamos. Ella no podrá tomar el tranvía por culpa de las barras de las cortinas. Iba a ser un problema subir, bajar, buscarse un hueco, evitar los golpes en la cabeza a otros viajeros, no romper el cristal de una ventanilla. Como no tengo nada que hacer, me ofrezco a acompañarla hasta su casa. Un paseo agradable. Quiero portarme como un caballero.
Las barras de las cortinas son pesadas. La diferencia principal entre un piso de estudiantes y una casa propiamente dicha reside en la levedad o la pesadez de los objetos. Los muebles de mi piso no tienen ninguna vocación de durar, pueden desaparecer en cualquier momento. En las antiguas casas de huéspedes los muebles eran tan pesados como las historias domésticas, recuerdos de algunas familias venidas a menos que negociaban con su hogar por habitaciones. Pero en los pisos de estudiantes que se han abierto ahora en la ciudad, hay más desperdicios que recuerdos. Todo tiene un aspecto de existencia provisional. Es la dinámica de la inversión rápida. Armarios para salir del paso, camas de usar y tirar, mesas y sillas pensadas para no resistir más de dos inviernos. Quizá por esta grieta se cuele el tiempo y empiecen a caer las hojas del calendario. Las barras de Consuelo pesan como una propiedad de toda la vida.
A las siete y veinte cruzamos por delante de la fuente de las Batallas. No tiene agua. Pasadas las siete y media llegamos a la fuente del Salón. Tampoco tiene agua. Un rumor de cervezas y patatas asadas nos llega desde el quiosco de Las Titas, pero yo no me atrevo a proponer una parada. No quiero que Consuelo me considere incapaz de soportar el peso de las barras. Sólo me atrevo a cambiar de hombro, para ir mermando de forma equilibrada la resistencia de mi cuerpo.
—¿Pesan mucho?
—Nada, una tontería.
A las ocho llegamos a la calle Transversal de la Bomba y subimos al cuarto piso del número cuatro. Una casa puesta con gusto y con muebles de verdad. Penumbra, orden y recuerdos. La mayoría vienen de casa de mis padres, dice ella para agradecer mis cumplidos. Ha dejado el bolso blanco en el perchero de la entrada y los zapatos blancos junto a la puerta de su dormitorio. Me ofrece a cambio de mi galantería una cerveza. Anda descalza por la casa, va a la cocina y vuelve con una bandeja. Dos vasos, dos tercios de cerveza Alhambra, un paquete de tabaco y una caja de cerillas. Me pregunta si fumo, y cuando le digo que no, responde que espera no molestarme si enciende un cigarro. No la he visto fumar en la oficina. Hay cosas, me dice Consuelo, que sólo hago en mi casa. Son las ocho y cuarto.
Quiere saber de mí, pregunta por mi familia y por mis estudios en Granada. Le hablo de la tienda de comestibles de mi madre, del trabajo en el campo de mi padre, de la vida en el pueblo. Luego cuento las aventuras del estudiante desarraigado que acaba de aprobar con buenas notas el primer curso de Románicas. Doy detalles de mi amistad con Ignacio Rubio, el profesor de Literatura, y declaro mi admiración por él y mis pretensiones de convertirme en escritor. Ignacio me ha ayudado a soportar una facultad con demasiadas hojas secas en otoño y demasiado frío en invierno. No me interesa el Latín, ni el Griego, ni la Lengua. Le confieso que estudio Románicas porque quiero dedicarme a escribir. Considero que es una apuesta apropiada para un ser solitario como yo. Le confieso también, en un alarde de profundo conocimiento de mi carácter, que no se trata de que ahora esté solo en Granada, con la facultad cerrada durante el verano, sin mi familia y sin mis compañeros de piso. La soledad es la ropa interior de mi conciencia, mi condición más íntima, mi manera de ser, digo. Empiezo a sentir que estoy haciendo el ridículo, que hablo como si quisiera escribir una redacción escolar sobre mi carácter, como si se me hubiera ido la mano en la escritura de mi cuaderno. Me da rabia el infantilismo en el que he caído. ¡La ropa interior de mi conciencia! Pero Consuelo interrumpe mi confesión y mi pudor rabioso cuando se pone a recitar a Pablo Neruda. Son las nueve menos cuarto. Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos y mi voz no te toca. Pablo Neruda, digo de forma tonta, como si adivinase un acertijo. Ella continúa. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca. Sí, me dice, los Veinte poemas de amor. Consuelo confiesa que de joven quiso ser poeta, que leyó y escribió muchos besos, ay, quiero decir, muchos versos. Luego la vida manda, nos lleva por lugares imprevistos. En vez de una editorial para publicar la propia obra, los libros sentidos y escritos por ella misma, el destino le ofreció un puesto de secretaria en una editorial especializada en manuales, guías, diccionarios y enciclopedias. No va a quejarse, no quiere quejarse, pero detrás de su apariencia modesta y de su recogimiento, todavía se enciende de vez en cuando la llama de la poesía y se acuerda de Pablo Neruda, y de Federico García Lorca, y de los grandes poemas de amor por los que no pasa el tiempo. Por mí sí que pasa el tiempo, me dice. Ya sé que estoy a punto de convertirme en una vieja.
A las nueve le digo que no es verdad, que desde que la conozco ha rejuvenecido mucho. No llego a interpretar con exactitud la mirada de extrañeza con la que recibe mis palabras, pero es que tampoco sé cómo puede entender eso de que ha rejuvenecido mucho desde que yo la conozco. Cuando intento explicar que la primera impresión en la oficina me había engañado, que he aprendido a mirarla de otra manera, empieza a apoderarse de la casa un ruido de tuberías. Es un aviso inconfundible, una agitación doméstica a la que ya nos hemos acostumbrado en los últimos meses. El agua, dice con alegría Consuelo. Hay que aprovechar para ducharse. Se levanta, entra en el cuarto de baño y deja la puerta mal cerrada.
A las nueve y diez oigo correr el agua del grifo. A las nueve y doce oigo salir el agua de la ducha y golpear con ímpetu el suelo de la bañera. Son las nueve y doce, la puerta está entornada, soy un caballero, no me atrevo a levantarme, me bebo de un sorbo lo que me queda de cerveza, miro la barra partida de la cortina del salón, las dos barras nuevas apoyadas en la pared, pienso que debo ofrecerme a colocarlas, que no será muy difícil y Consuelo me lo agradecerá. De la puerta entornada y tentadora del baño sale el rumor impaciente del agua. Imagino el cuerpo de Consuelo desnudo, el pelo rubio y empapado, la lluvia corriendo por su piel, la tormenta de verano que cae por los hombros, el pecho, el vientre, el sexo, los muslos, hasta llegar a las uñas pintadas de los pies, esas mismas uñas que han caminado descalzas del comedor a la cocina, de la cocina al sofá y del sofá al cuarto de baño. Bajo su disfraz de secretaria comedida hay un mundo vivo que necesita el agua, la tierra, el fuego y el aire. Una ducha larga, casi de un cuarto de hora, como si el agua y el cuerpo de Consuelo estuviesen esperando algo.
—¿No quieres ducharte? —me pregunta a las nueve y media con toda naturalidad.
Me levanto, camino hasta la puerta del baño. La veo desnuda por un segundo, el tiempo que tarda en taparse de manera muy torpe con una toalla. Vi a mi madre desnuda cuando tenía diez años. No cuento con otra experiencia. Me perturba la humedad del pelo, la toalla azul que cae por su cuerpo como una bandera en un día sin viento. Los hombros al aire, las manos en el pecho, las caderas y los muslos mal tapados.
—Perdón. No, no, gracias. Ya me ducharé cuando llegue a casa.
Me comporto como un caballero tímido que no quiere molestar. Las suciedades se las quita uno en su propia casa. Vuelvo al sofá y veo cruzar a Consuelo desde el baño a su dormitorio, envuelta en la toalla. Deja pequeñas huellas de vapor, como si estuviese caminando por la orilla de una película o una novela. ¿He hecho bien en no ducharme? Me lo pregunto y me lo vuelvo a preguntar. ¿Cuál es la actitud de un hombre de mundo, moderno, sin prejuicios? ¿Abalanzarse sobre el cuerpo desnudo que se pone por delante o esperar a que las cosas estén claras? Una mujer tiene derecho a aprovechar el agua en tiempos de sequía. Puede ducharse en su casa sin que eso suponga una proposición descarada. ¿Cuál es la actitud de un niño, de un adolescente de mierda, asustado por la diferencia de edad, por su ignorancia, por la sensación angustiosa y paralizadora de que va a hacer el ridículo?
Consuelo salió de su cuarto con un pantalón de pijama y una camisa de cuadros. Me costó trabajo mantener la conversación. Buscamos temas indiferentes, cuestiones relacionadas con el trabajo, con el itinerario trazado por Consuelo. Mañana voy a Motril con Vicente. Hemos quedado en visitar el cuartel de la Guardia Civil. También tenemos citas con dos médicos, un farmacéutico y un vendedor de lotería que vive en el puerto.
—Vais a hacer noche en Motril. He reservado habitación en un hostal. Dormiréis en una habitación doble. Así ahorramos gastos. Pero ten cuidado.
—¿Por qué?
—Alguna vez he oído rumores de que Vicente es homosexual.
—Pero si está casado.
—Yo no he visto todavía a su mujer. Y, además, nunca se sabe. No te puedes fiar de nadie. Da igual que esté casado.
Salgo de la casa de Consuelo a las diez y cuarto. Me acerco al río que baja casi sin agua. Camino junto a la balaustrada, me cruzo con las parejas de novios que huyen de otra noche de calor y buscan refugio en los jardinillos del Genil. A las once de la noche abro la puerta de mi casa. He pasado por delante de la virgen de las angustias y del ayuntamiento. Todo claro. A la altura de la virgen de las angustias llegué a la conclusión de que Vicente Fernández no era homosexual. Le hubiese notado algo después de trabajar y viajar con él durante una buena parte del mes de julio. A la altura del ayuntamiento estaba ya convencido de que Consuelo me había llamado maricón a mí. Nunca se sabe, pero el homosexual era yo. He hecho el ridículo. La soledad es la ropa interior de mi conciencia, mi condición más íntima. Vaya niño…, vaya ocasión perdida.
Aquí se trata de resistir. Eso me dice Vicente, al ver la cara pálida con la que sufro la tercera curva. Una mala curva la sufre cualquiera, dos también. El problema grave es la conciencia del tiempo. Cuando en un viaje tortuoso se introduce el tiempo, la pregunta del cuándo llegamos se convierte en una verdadera desgracia. El destino empieza a llenarse de humo. La amenaza de un futuro desolador se suma a la desolación del presente y nos domina el miedo del cómo me estoy poniendo. No hay manera de conservar una razón para el aliento. Por eso Vicente procura darme ánimos al verme empalidecer.
—Se trata de resistir la próxima curva. No pienses más que en la siguiente, y luego en la siguiente. Olvida las tres horas que faltan. Así no te desanimas y resistes hasta que te acabas acostumbrando.
Sólo importa la curva siguiente. El sobresalto siguiente. Ése es el lado bueno de la rutina. Conviene mirar las dos caras de la realidad. La misma fuerza que anula la imaginación y transforma a las personas en seres indiferentes es la que ayuda a resistir una ignominia. La rutina de hundirse en una curva, y luego en otra, y en otra, y en otra, sin pensar en la duración del viaje, en el calor del autobús, en la incomodidad de los asientos, en el cuerpo de Vicente que a veces invade por la inercia de los giros mi modesto territorio de la plaza veintidós. Un niño vomita un poco más atrás con pequeños alaridos, una madre ofrece una bolsa para el vómito, un hombre señala la tierra achicharrada de la solana y se queja de la sequía, el conductor cambia de marchas, mueve un volante inmenso y deja un olor fuerte a gasolina en cada cuesta que subimos o bajamos. Yo sólo pienso en la próxima curva. Tiene razón Vicente, hay un momento en el que la angustia, la fatiga y la desolación se acaban convirtiendo en una rutina.
El autobús de Motril va lleno. Entra en todos los pueblos para que bajen o suban pasajeros. Avanzar unos kilómetros sin detenerse es toda una hazaña en medio de un viaje infinito sobre un itinerario corto. Los veraneantes que van a Motril, Salobreña o Almuñécar han llenado de maletas el vientre del autobús. La gente de los pueblos ocupa los pasillos y las repisas del techo con grandes bolsas. Al acercarnos a Vélez de Benaudalla los giros de la carretera enloquecen, recuerdan una atracción de feria. Pero ya estoy anestesiado. Olvido la próxima curva, empiezo a pensar en otra cosa y me fijo en la gente. Las conversaciones del autobús son más secretas que las del tren. Los pasajeros hablan de dos en dos. De pronto llegan ráfagas, algún grito, alguna carcajada, alguien que llama en voz alta a un amigo sentado en otra fila, alguien que alaba los pestiños de Vélez. Pero resulta imposible seguir la historia familiar de un bautizo o una boda con los detalles de la alegría, la tristeza, el resentimiento, la entrega, la bondad y la maldad que se apoderan por las mañanas del Corto de Loja. Vicente calla. Da un consejo, aquí se trata de resistir, y calla.
Una broma pesada la maldad de Consuelo. Muy sibilina a la hora de reprocharme que me hubiese portado como un caballero en su casa. Digo yo que será eso, una forma de reírse de mi timidez y mi torpeza, porque Vicente no tiene ningún síntoma de amaneramiento. Si uno saca los pies del tiesto, los demás agachan la cabeza, miran con miedo alrededor, temen que surja un problema. Pero si quieres ser respetuoso, educado, prudente, acabas haciendo el ridículo y comportándote como un idiota. Así me siento desde que salí de casa de Consuelo, un niño idiota, infeliz, humillado, pusilánime, más cateto que respetuoso, más cretino que educado, más pacato que prudente. Como castigo, voy a buscar en la enciclopedia todas las entradas que se relacionen con la palabra idiota.
Al poner pie a tierra en Motril parece que he desembarcado de una travesía oceánica. Me dura el mareo durante la primera visita, mientras Vicente juega con la A y con la H en casa de don Alberto Hidalgo, médico prestigioso de la localidad. También dura el mareo en la segunda visita, aunque me devuelve un poco a mi ser la destreza con la que Vicente asume el más difícil todavía en la consulta de don Rafael Yanguas. Se olvida de las facilidades de la R y salta por amor al oficio sobre la Y del apellido para viajar a lo largo de Yakarta y evocar la fuerza de un mamífero rumiante que responde al nombre de yak. Aprovecha las aficiones marineras del médico para rescatar de la historia a Vicente Yáñez Pinzón, hermano de Martín Alonso Pinzón y capitán de una gloriosa carabela, la Niña, que cortó miles de yardas acuáticas en el primer viaje a América de Cristóbal Colón. Un buen remate.
Soy ya dueño de mis cinco sentidos cuando entramos en la casa cuartel de la Guardia Civil. Recuerdo al sargento Palomares del cuartelillo de mi pueblo, saludo, repito mi nombre y tomo asiento en estado de máxima alerta. Un sistema de cobro que descansa sobre el ocio productivo de los jubilados de la Benemérita abre muchas puertas en la España del orden y la uniformidad. Cuando a alguien de mi pueblo le ocurre una desgracia o tiene una necesidad, le pide prestado dinero a don Diego. Doscientas, trescientas, quinientas pesetas. Don Diego manda después a Paco el Semanero para cobrar los recibos. Aunque los pagos se hacen ya por meses, todavía le siguen llamando el Semanero. Esto de la venta a plazos es una versión moderna del mismo negocio. Y los guardias civiles son semaneros. ¡León, ven aquí! A sus órdenes, mi semanero, perdón, mi sargento Palomares.
El teniente Casares, conocedor de las relaciones entre el Cuerpo y la editorial Universo, ha reunido en nuestro honor al sargento Castillo, al cabo Pérez, al cabo Martínez y a tres números apellidados Valenzuela, García y Cospedal. Vicente no quiere bailar aquí con tanto apellido y abre directamente el primer tomo de la enciclopedia por la B de la batalla de Bailén, para exaltar el heroísmo de las tropas españolas que dieron su merecido al invasor en julio de mil ochocientos ocho. Mal trago para el general Dupont. Y qué día de calor para una batalla a campo abierto, pienso yo, pero no me detengo en mis elucubraciones, porque la conversación sigue su marcha de forma acelerada a lo largo y ancho de la historia. Quien dice Bailén, dice las Navas de Tolosa, o san quintín o Lepanto, gran victoria que le da nombre a la calle en la que están situadas las oficinas de la editorial Universo. O la batalla del Ebro, añade el teniente Casares en homenaje a su propia juventud. O la batalla del Ebro, confirma Vicente.
—Falta el sargento Carrasco —el teniente está feliz. La élite de su ejército se ha sumado a la compra de la enciclopedia. Y quiere ampliar el éxito con un nuevo aspirante—. También es padre. Hoy tiene un servicio en Torrenueva, pero en cuanto vuelva le explico las condiciones. Si me da el teléfono de su casa, le llamamos esta noche para los datos.
—No volvemos hasta mañana —responde Vicente.
—Pues mañana.
—Es el día de Santiago. No tengo teléfono en casa —la voz de Vicente suena avergonzada, como con ganas de cambiar de conversación—. Pero le dejo una tarjeta con el número de la editorial.
—Pregunte por Consuelo —añado yo con ánimo servicial.
—Eso da igual. Cualquiera de nuestras secretarias le atenderá —Vicente hace uso del poder aumentativo de la imaginación. No creo que sea necesario darse aquí tanta importancia—. Hoy mismo pasamos la nota. Estamos muy agradecidos, mi teniente.
—Nada, a mandar. La cultura es un bien para todos.
La cal de las paredes relucientes de la casa cuartel, los uniformes, los tricornios y la bandera nacional aprueban con solemnidad el espíritu colaborador del teniente Casares. Algunos niños desafían el calor en el patio. Juegan al fútbol en una esquina templada por la sombra. No molestéis, pide con parsimonia el grito materno que sale por una de las ventanas. Los guardias civiles de Motril parecen distintos a los de mi pueblo. Dan menos miedo. No obedecen a la cólera de ningún cacique.
—A sus órdenes, mi teniente —nos despedimos.
—¿Les queda mucho trabajo? —pregunta interesado por las penalidades de nuestro destino.
—No, casi hemos terminado. Ya visitamos esta mañana a los doctores don Alberto Hidalgo y don Rafael Yanguas —Vicente pronuncia con solemnidad el nombre de dos clientes que considera distinguidos. Un orgullo para la editorial.
—Buenas personas. De categoría. Don Rafael, un santo. A mí me trata del estómago.
—Nos queda un vendedor de lotería que vive en el puerto. Don Juan Benavides —añado yo para completar la explicación.
—¿A ése le vais a vender una enciclopedia? Por las narices. Es un animal, un desafecto. No hay jaleo en el que no esté metido. Yo que ustedes ni me molestaba en visitarlo. Los estafará. ¡Vaya elemento! Háganme caso si no quieren tener problemas. Mejor pasen del lotero.
—Gracias por la advertencia —murmura con diligencia mi compañero—. En este trabajo siempre corremos el peligro de caer en manos de un desalmado.
Nos dirigimos a la estación de autobuses. Vicente pide en la ventanilla dos billetes para el puerto de Motril. Me llevo una sorpresa porque estaba convencido de que, después de las advertencias del teniente de la Guardia Civil, íbamos a cancelar la visita al lotero. Se había puesto muy serio al enterarse del talante peligroso del posible comprador. El teniente había hecho sus comentarios como si nos estuviese dando una orden.
—Tú, León, hablas demasiado. Dices cosas que los demás no necesitan saber.
—Pero bueno, él nos preguntó, yo qué sabía. Era por agradar. Y mejor estar avisados por si ese hombre nos engaña —argumento herido en mi orgullo.
—¿Quién?
—El lotero.
—No sospechaba que le hicieses tanto caso a la Guardia Civil. ¡Vaya por dios! Mucho Pastor en el cuartelillo de tu pueblo, mucho alcalde, mucha rebeldía, muchos compañeros revolucionarios en la Universidad. Y ahora te pones a las órdenes del teniente Casares. A nosotros, León, lo que nos interesa es vender. Visitar clientes, vender y cobrar dietas. Otros cobrarán los recibos o recuperarán los libros. Y te doy un consejo: no hables más de la cuenta sobre los clientes. Esa llamada la cerré yo…, pues te callas. Mientras menos sepan unos compradores de otros, mejor. Así no descubrirán nunca nuestras estrategias, las rebajas de la editorial, las formas de pago. ¿Me entiendes? A veces hay que hacer excepciones y no es bueno que se sepa. A ver si aprendes, mejor si no damos información.
Después del viaje desde Granada, el paseo al puerto resulta agradable. El bocadillo en la cantina y la ilusión de acercarme al mar me quitan el enfado con Vicente. A veces dice cosas y lleva la contraria por el gusto de azorarme. Parece que todo lo hago mal. Le gusta quedar por encima, como si el oficio de vender enciclopedias fuese una ciencia exacta llena de códigos secretos que sólo alcanzan a conocer los especialistas en la materia. ¡Doctor en Física Nuclear y en venta de enciclopedias! Si fuese teólogo, estaría siempre denunciando herejías. Pero ahí está el mar, una palmera, dos palmeras, el puerto, un barco de guerra atracado en el muelle y muchos barcos pesqueros. No pienso decirle a Vicente que es la primera vez que veo el mar, que apuro esta brisa salada y me lleno los pulmones de una alegría azul, contagiosa y enigmática. El mar, ni feo, ni católico, pero muy sentimental. La sal más dulce de la creación. Cuando le dije ayer a mi madre que venía a Motril, el teléfono se llenó de alegría. Me pidió que le mandase una postal con una imagen marina. A ver cómo lo hago sin que se entere Vicente. Ya está bien de bromas por hoy.
El autobús nos deja cerca del muelle, en la calle del hostal Paraíso. Ver gaviotas y barcos supone un acontecimiento para un hombre de tierra adentro. Es la otra cara del mundo, una realidad con otras fantasías y otras penas. Son las tres y media y no tenemos cita hasta las cinco. ¿Qué hacemos? Vicente me pide que lo siga. Pasamos por delante de una fábrica de hielo, superamos el espigón que cierra uno de los costados del puerto y nos acercamos a la playa. Algunas casas bajas y un extenso cañaveral miran hacia el infinito. Hay chambaos y sombrillas vacías. Los veraneantes deben de estar comiendo. Levantarse, desayunar, hacer compras, baños en la playa, almorzar, siesta, vuelta a la playa, paseo por el puerto, cena, brisas nocturnas y felices sueños. Así será la vida de don Alfonso, con mujer, niños y criada.
Vicente deja la cartera en la arena. Se quita la chaqueta y la dobla. Busca un sitio limpio, sin algas, alquitrán o desperdicios familiares. Se sienta, se descalza, coloca los calcetines dentro de los zapatos, se sube las dos perneras de los pantalones casi a la altura de las rodillas y se acerca al mar. Cuando el agua le llega por los tobillos se vuelve a mirarme.
—¿Qué? ¿No te animas? No hay olas.
A mí me da vergüenza. Busco una sombra para sentarme. También es mala suerte que mi primera visión del mar se confunda con la imagen de Vicente dentro del agua con los pantalones subidos, mojándose los tobillos y caminando por la orilla con pasos articulados como si fuese un ave zancuda. Ni lejanías, ni huracanes, ni piratas, ni botellas con mensajes, ni naufragios. Me pongo a mirar la silueta del barco de guerra que sobresale del puerto para que Vicente no me amargue el momento. ¿Es Vicente? ¿Es el rencor que me invade por culpa de mi propia vergüenza, por no ser capaz de meterme en el agua a chapotear como un idiota? ¿Es la rabia de sentir ternura por el desvalimiento de este hombre que salpica su falta de orgullo ante las olas de Motril, España, Europa y el mundo? Ejercicio de conciencia. León Egea se mira en el espejo del mar.
Pero el mar tiene valor en sí mismo. Ofrece movimiento y profundidad incluso en los días de calma. Merecen mucho respeto las ideas y los sentimientos que sólo se consiguen con una red. Detrás del mar uno puede ver o imaginar cualquier cosa a kilómetros de distancia o a cincuenta metros de profundidad. Dejemos correr la fantasía, como pide a veces mi profesor de Literatura. Una estrella marina, una caracola, una isla, un delfín, un mástil, los restos de un naufragio, los arrecifes, los rompeolas, el horizonte. Ahora vengo, le grito a Vicente, y me acerco a uno de los bares que hay delante del muelle. He visto al llegar dos expositores de postales en la puerta. Compro una con barcos de pesca que cruzan la bocana y salen a alta mar. La escondo en mi cartera. Cuando regreso a la playa, Vicente se ha puesto ya los zapatos. Sacude su chaqueta beis como si fuese una vela acostumbrada a desafiar al horizonte. Se sacude también el alma con una sonrisa. Parece feliz.
—Si uno no aprovecha estos momentos… La vida tiene sus ratos de felicidad. Anda, vamos a tomar café.
Mientras estamos sentados en el mismo bar en el que he comprado la postal, llega un vendedor de lotería. Saluda al camarero, pide permiso para entrar en el comedor y al cabo de diez minutos se despide. Le digo a Vicente que lo llamemos, que seguramente será Juan Benavides. Pero responde que la cita se fijó en su casa y a las cinco en punto de la tarde. ¿Y si acabamos antes? Para ser serios, aclara, conviene cumplir el plan establecido, no provocar alteraciones innecesarias. Las sorpresas son un adelanto de la mala suerte. Una casa es como un nombre puesto en una calle, crea intimidad, establece compromisos difíciles de romper. Dentro de la cabeza de Vicente, toda situación ridícula se sostiene en un motivo lógico. Por ejemplo, habríamos podido traernos un bañador, evitar la escena del paseo por la orilla con los bajos del pantalón subidos. Habríamos podido entrar de verdad en el mar, aunque fuese sin perder pie, como señores. Un baño en toda regla. Ya se le había ocurrido…
Pero Consuelo no encontró habitación en los hostales del puerto, debemos pasar la noche en Motril pueblo. Una ducha parece un sueño dudoso, lo más seguro es que también haya cortes de agua aquí, y no existe en los veranos del mundo nada más molesto que vender libros y soportar clientes, esperas y autobuses con la sal del mar pegada en la piel, metida entre el sudor, los muslos, la espalda, los pantalones y la camisa. Vicente da explicaciones concretas, minuciosas dentro de su lógica. Cuando se ve obligado por algún incidente a salirse de ella, mira con la perplejidad del viajero que acaba de perder un autobús.
Cerca del mar no hace tanto calor como en Granada, ni siquiera a las cuatro y media de la tarde. Nos desorientamos al buscar la casa del lotero. Vicente llama a un niño que vaga distraído por la calle. En verano y a la hora de la siesta, los lugares sólo pertenecen a los niños. Yo he vagado mucho por el corral, por el almacén de la tienda, por los olivos, por las esquinas y los campos solitarios mientras mis padres dormían la siesta. Otros niños se acercan a los muelles, saltan por las rocas del espigón, espían las bibliotecas de sus casas o las salas de máquinas y los camarotes de los barcos. Cada soledad depende de las condiciones de su mundo.
—Ven, machote —sería más lógico haber preguntado en el bar, pero Vicente decide confiarse a las indicaciones de un niño de cinco o seis años—. ¿Cómo te llamas?
—Luis.
—Luis, ¿qué más?
—Luis García, señor.
—¿Tú conoces a un hombre que vende lotería y que se llama Juan?
—Sí, señor, es amigo de mi padre.
—¿Y dónde vive?
—Detrás de la Comandancia de Marina. Yo les llevo. Está cerca.
Deja junto a un árbol la lata que tiene en la mano y se pone muy serio a caminar delante de nosotros. Guarda silencio. Doblamos la primera esquina, pasamos la Comandancia y nos señala con el dedo. Es allí, en la segunda casa, la que tiene un perro en la puerta. Cumplida su misión, sale corriendo y desaparece.
El perro no da problemas, un detalle que se agradece a estas horas. Juan Benavides es el mismo lotero que entró en el bar mientras tomábamos café. Bajo, delgado, con piel oscura y cara de águila, se ríe de todo lo que dice, de todo lo que mira y de todo lo que escucha. Nunca he visto tanta agilidad en un rostro. No deja quietos los ojos, se mueven como peces en una alberca. ¿Qué edad puede tener? Treinta y tantos años. Nos conduce a la cocina porque es el lugar más fresco de la casa. Estamos solos. Su mujer y sus tres hijos se han ido a pasar unos días en La Alpujarra, en la casa de una hermana. Entre pobres, resulta conveniente cultivar las relaciones familiares. Hoy por ti y mañana por mí. Él se ha quedado para aprovechar el tirón de los veraneantes. Da explicaciones, ofrece agua, vino, café de puchero, no tiene más, sólo dos ojos en movimiento que se detienen para hacerse todo oídos. Nosotros no queremos nada.
—Acabamos de tomar café. Lo hemos visto entrar en el bar —siempre me ha parecido educado justificar las negaciones—. En el bar que está frente al muelle.
—Pues yo no les he visto a ustedes. Es que no tienen cara de veraneantes. Uno se acostumbra a ver nada más que lo necesario. Caras de posibles compradores. El trabajo nos vuelve medio ciegos.
—Mi compañero —dice Vicente— le va a explicar la utilidad de la enciclopedia. No se equivocará usted si la compra —abre su cartera, saca un volumen, lo deja encima de la mesa. Yo lo maldigo en lo más profundo de mi alma mientras me da la palabra con la mano—. Venga.
—Mire usted, Juan, don Juan Benavides. ¿Cómo se llama su hijo mayor?
—Juan, como yo.
—El mundo está lleno de cosas importantes que empiezan por J, como usted, como su hijo, países como Jamaica, animales como un jabalí o como un jilguero.
—Yo soy más jabalí que jilguero —me interrumpe—. No canto nada. Tengo muy mal oído. Mi madre me prohibió cantar villancicos en Navidad. Desafinaba demasiado. De cantar nada. Así que figúrense ustedes.
—A su hijo Juan le convendrá tener el apoyo de la enciclopedia para hacer los deberes. Se sentirá orgulloso. La historia de España está llena de reyes con la misma J de su nombre, como Jaime el Conquistador, o los reyes de Aragón…
—Demasiados reyes —vuelve a interrumpirme—. En casa del pobre, mejor pensar en otra cosa.
—Pues en papas. Acaba de fallecer Juan XXIII, el papa bueno…
—El menos malo. No hay papas buenos. Demasiados papas.
—Es cuestión de creencias, tiene usted razón —intento animarme, porque me siento abandonado por el silencio estricto de Vicente—. Pero una enciclopedia resume el mundo a lo largo y a lo ancho, hacia el pasado y hacia el futuro. Los paganos creían en Júpiter, los franceses en Juana de Arco, los poetas en Juan Ramón Jiménez. El universo en orden alfabético, con la J de justicia…
—O de joder la marrana.
—¿Cómo?
—¿Y gilipollas? ¿Cómo se escribe? ¿Con J o con G?
—Oiga, yo no le estoy faltando —en vez de ayudarme, el cabrón de Vicente hace esfuerzos para aguantar la risa—. Si quiere usted lo dejamos. No es necesario seguir.
—No te enfades, muchacho.
—Usted ha llamado a la editorial y nosotros venimos a informarle.
—Muy bien, muy bien. Estoy decidido a comprar la enciclopedia. Una prima mía, amiga de mi infancia y muy devota de Juan XXIII, que en paz descanse, regenta en Motril un despacho de lotería. Yo le vendo décimos por la calle. Con eso y unas chapuzas, y con la ayuda de mi mujer, sacamos a los hijos adelante. Dará también para pagar los plazos de la enciclopedia.
—Seguro que sí —Vicente se añade a la conversación. A buenas horas mangas verdes—. ¿Podemos proceder a rellenar la ficha?
—Procedamos. Y perdona, muchacho, soy demasiado bromista.
—Mientras sea usted un hombre justo se pueden soportar las bromas.
No sé lo que he querido decir con esa frase, pero Vicente aprovecha para cerrar el trato y bautiza al lotero como Juan el Justo, un mote digno de reyes o de papas. Luego me pide que me adelante a la parada del autobús para sacar los billetes. Salgo a la calle y respiro. Ha sobrado con esta mala experiencia para darme cuenta de que no sirvo como vendedor. Ni de enciclopedias ni de nada. Siempre me ha dado vergüenza hablar de dinero, incluso cuando no engaño a la gente. Si me dan mal las vueltas en una tienda, prefiero callarme antes que soportar la violencia de una discusión. Pero es que, además, me falta paciencia, no sé humillarme, no resisto las bromas de un cretino como Juan Jilguero, Juan Jabalí o Juan el Justo. Vicente tan feliz, una venta más. Yo hasta las narices de la enciclopedia con toda su fauna, su flora, sus personajes históricos, sus letras y sus batallas. El Jilguero tiene razón, somos unos gilipollas. En dos días me han llamado con gracia maricón y gilipollas.
Ahí está el mar, y yo quiero ser escritor. Su azul es el recurso inmediato que tiene el mundo para reconciliarnos con la vida. Es posible que todo el enredo de Juan Benavides haya sido una broma de Vicente, una especie de novatada como las que organizan los estudiantes veteranos en los colegios mayores. Igual se ha aprovechado de un amigo y me ha tendido una trampa para reírse de mí. Quizá por eso no atendió la advertencia del teniente de la Guardia Civil. Quién sabe. Hasta la gente más neutra tiene retranca.
El mar es el remedio. Cuando pase el tiempo se me olvidará el enfado, se me olvidará la enciclopedia, se me olvidará Vicente. Recordaré este día como la ocasión en la que vi por primera vez el mar. Mi padre nunca lo ha visto. Le tocó el servicio militar en Zamora. Mi madre tampoco. Yo saco los billetes para el autobús de las seis y media, me desentiendo de todo y camino hacia la playa.
Hay niños jugando, criadas vestidas bajo las sombrillas y mujeres doradas en bañador. Me fijo en una pelirroja que incendia la arena, la tranquilidad del cielo y el azul del Mediterráneo cuando se levanta de su toalla y se dirige a la orilla. He tenido suerte con el azul de esta costa. Sé que el agua del Atlántico es más gris, más turbia, sin la claridad transparente y casi caribeña que reúne aquí el mar. He tenido suerte con la pelirroja. No necesita otra cosa que vivir, ser y estar en ella misma, igual que el mar, con la conciencia de que cada ola, cada reflejo, cada espuma pertenece a la misma plenitud. Dice mi profesor de Literatura que el peligro más grave de un poeta es la cursilería. Detrás de un cursi hay siempre un impostor. Siento vergüenza de ver a la pelirroja, que ahora se tira de cabeza al agua, y de pensar así en el mar: cada espuma pertenece a la misma plenitud. Ayer estuve muy cerca de una mujer desnuda. Ni siquiera tenía un bañador. Esperaba detrás de una puerta abierta, duchándose con lentitud, secándose con lentitud, llamándome con lentitud, desapareciendo con lentitud, cubierta de mala manera por una toalla. Y no fui capaz de ir hacia ella. Es más fácil ser pez que ser hombre. Nadas por la profundidad, ves a la pelirroja, te acercas en secreto, la rodeas, la observas bien y si eres tiburón te la comes, sin miedo a meter la pata, a hacer el ridículo o a que nadie te pida responsabilidades.
—¿Te gusta la mar, eh? La miras embobado. Pues es una hija de la gran puta —me dice un viejo que se ha puesto junto a mí.
Hoy no es mi día. Ni siquiera los viejos me abordan con ánimo pacífico. Un joven de tierra adentro, con chaqueta, cartera y cara de panoli, merece que se le explique de forma precipitada el verdadero carácter del mar, que no es un animal doméstico, ni un patrimonio de los veraneantes. El viejo marinero se apasiona contando las penas que ha soportado por culpa del corazón asesino de las olas. Resisto con atención la historia de dos tragedias. Luego me disculpo. Se me ha hecho tarde.
—Creí que habías desaparecido —Vicente está sentado en un banco junto a la parada—. ¿Dónde has ido?
—Tenemos billete para el autobús de las seis y media. Me fui a la playa.
—¿Has metido los pies en el agua? De verdad que ayuda.
—No me gusta hacer el ridículo.
—¿Lo dices por lo de Juan Benavides o por meterte en el mar con los pantalones subidos?
—Por las dos cosas.
—A las tres y media no había nadie en la playa. Si los demás no te ven, no necesitas pedir permiso para ser un poco feliz. Y no le des importancia a lo del lotero. Parece un bromista. Nosotros a lo nuestro. Le hemos encasquetado una enciclopedia.
—¿Lo conocías?
—Había oído hablar de él. Sí, una persona difícil.
Serán recuerdos de un día de verano en la orilla del mar y de una noche en una pensión de la plaza de España en Motril. Hemos cenado bien, en un restaurante. Vicente dijo que nos lo merecíamos. Después nos acomodamos en una habitación doble de la pensión virgen del mar. El cuerpo de Vicente y la intimidad de compartir habitación con otro hombre me han marcado más que la visión anecdótica de la pelirroja. Se lo voy a confesar a Consuelo Astorga.
Hace un mes no lo conocía. En realidad es un desconocido. Y ahora lo veo colgar la chaqueta en el respaldo de una silla, salir de su camisa y de sus pantalones y quedarse en calzoncillos blancos. Vicente se limpia los dientes en el lavabo. Luego va hacia su cama con un cuerpo que no es ni alto ni bajo, ni grande ni chico. Pero la carne blanca parece más desfondada que nunca. Yo llevo cinco minutos escondido en la conciencia de mi cuerpo y de mi cama. Me desnudé rápido, intentando que no me viese en ropa interior, me puse un pantalón de pijama, encendí la luz de la mesilla y abrí el libro. Malditas las ganas que tengo de leer. Es la forma de buscar un refugio y no mirar hacia el lavabo, hacia la otra cama. Desentenderme de lo que sucede a mi alrededor.
Cuesta trabajo habitar en una intimidad forzada. Dos hombres o dos carteras. En la suya un tomo de la enciclopedia y un cepillo de dientes. En la mía, dos tomos y un pantalón de pijama. Me violenta verlo en calzoncillos, sentir su cansancio al abrir las sábanas, ponerse a mirar el techo.
—Yo no voy a leer —dice—. Pero no me molesta la luz.
Intento concentrarme en Los hermanos Karamazov. De vez en cuando miro hacia la cama de Vicente y lo veo tumbado boca arriba, con los ojos muy abiertos y fijos en el techo. Luego oigo una respiración más pesada, una pequeña ronquera. Lo miro y ha cerrado los ojos. Está dormido. Apago la luz. Pienso que yo no he estado nunca en una pensión con mi padre. No hemos viajado. A veces he salido con él para trabajar en el campo. Nos hemos cansado, hemos buscado un árbol, hemos comido, hemos aprovechado la sombra para dormir una siesta si es que el frío, la lluvia, el viento o el calor nos lo permitían. Cerrar los ojos en el campo no es lo mismo que estar en una pensión. Cualquier ruido, el canto de un pájaro, el rumor de las hojas, el fluir de una acequia, te une al mundo, te da una sensación de plenitud. El hombre que duerme a tu lado en el campo pertenece a los árboles, al cielo abierto, a las montañas del fondo, a cualquier punto del universo por lejano que parezca. Meterse en una pensión es entrar en una guarida, en una respiración demasiado próxima. Todo te empuja a sentir la cercanía del hombre que duerme a tu lado.
Mi padre habla poco. En eso se parece a Vicente. Creo que mi padre y mi madre son felices, pero sus relaciones han debido soportar todos los miedos, la inseguridad y las mezquindades de la vida en un pueblo. Mi padre es silencioso porque tiene poco que decir. Su experiencia no es para contar, ya la conocen, la han visto día a día, cosecha a cosecha, las personas que tiene a su alrededor. Ahora pienso que casarse con mi madre no sólo supuso para él la alegría de conseguir a la mujer que amaba. Tuvo que aceptar también una rutina de inferioridad con respecto a un suegro farmacéutico y a la gente murmuradora. Quizás es silencioso porque se siente en falta con la vida, con su familia política, con su mujer, con su hijo. Mi madre habla mucho. A mi madre le sobran las fuerzas, está segura de tomar las decisiones que quiere. No se arrepiente de haberse enamorado, de haber actuado por amor a mi padre. La estoy oyendo. Aunque esto no sea el paraíso, dice, ya no estamos en la Edad Media. Me tenían preparado, dice, a un hombre feo y con mucho dinero. Un cuñado de Antonio el alcalde. Tú no lo conoces, porque hace muchos años que falta de aquí. Preferí a un hombre guapo y trabajador. Yo tan contenta, dice, porque has nacido tú que eres el más hermoso y el más listo de todos los niños del pueblo. No seas bueno, que te tomarán por tonto, dice. A mí me da igual vender lechugas en vez de aspirinas. Le fío a la gente que quiero, los más necesitados son siempre los más honrados… y al alcalde que le den por culo. Gracias a dios tenemos dinero para mandarte a estudiar a Granada, dice.
Mis padres han venido dos veces a Granada. La primera con mi tía Rosario. Pasamos juntos un sábado. Vieron la Alhambra, durmieron en un hostal y se volvieron al pueblo el domingo después de comer. Mi madre se disfrazó de mora en una tienda cercana al palacio de Carlos V para hacerse una fotografía. Mi padre se negó a disfrazarse. Rosario también. La segunda vez no vino mi tía. Aprovecharon el viaje de un vecino. Sólo había sitio para dos. Siento ahora que los echo de menos a los tres. Me gustaría estar con mi padre en una habitación de hotel, o en una pensión, en esta misma pensión, tenerlo aquí, levantarnos juntos por la mañana, llevarlo a la parada del autobús, pedir dos billetes para ir al puerto de Motril, pasear por el muelle, entre los barcos, y presentarle al mar. Padre, éste es el mar. Mar, éste es mi padre. Los dos sois cojonudos, aunque tú, padre, a veces agaches la cabeza demasiado, y tú, mar, te enfurezcas más de la cuenta en ocasiones y provoques tragedias como las que cuentan las novelas y los viejos pescadores. Podrías limitarte a repartir caracolas y muchachas pelirrojas.
Consuelo se parece a mi tía Rosario. Quizá por eso agaché yo la cabeza cuando las tuberías empezaron a sonar de una forma inesperada en su casa. Consuelo se levanta, va hacia el baño, se desnuda y me llama. La imaginación es una amiga insolente. Sin duda vale su peso en oro para alguien que quiere convertirse en un literato, pero es muy insolente. Ve, oye y toca más de lo que debe. Consuelo se desnuda, se quita el vestido, el sujetador, las bragas, deja que el agua caiga, que baje por su piel mientras ella busca el jabón con los ojos cerrados y acaricia su cuerpo que se llena de espuma, y de lugares, y de misterios húmedos, como los pechos libres, como los pezones duros por el frío repentino, como el vientre blanco y el pelo del pubis, como los muslos redondos y las uñas de los pies. Es una llamarada el pelo del pubis. Me ve mirarla, y se vuelve pudorosa, y deja que me entretenga en la espalda, en el culo, y se enjuaga, y corta el agua, y me señala con la mano la percha de la que cuelga una toalla.
Yo soy obediente, Consuelo. Te llevo la toalla, dejo que salgas de la bañera, cuidado, no te caigas, te busco los hombros, siento el pelo empapado, presiono tu pubis con los dedos, luego te rodeo, te envuelvo con los brazos, busco tu cuello con mi boca, muerdo, busco tus pechos con mis manos, aprieto, insisto, hasta que te vuelves, y me besas, y me mojas la camisa al pegarme tus pechos, y te separas un momento para sonreírme. Estás muy guapa, Consuelo, parecida a mi tía Rosario, pero más joven, más misteriosa. Ya he dejado de ser un niño para ti. Dame la mano, llévame hasta tu dormitorio. Las cortinas están bien, pero vamos a cambiar pronto la barra. Mañana voy a volver, colocaré la nueva que hemos dejado en el salón. Será la excusa para repetir mañana y pasado mañana. Ahora te tiendes en la cama. Me observas mientras me desnudo. No doblo los pantalones, no cuelgo la camisa del respaldo de una silla, todo cae en el suelo porque tengo prisa, me estás esperando, soy el sobrino convertido en amante, el muchacho tímido que rompe la cuerda y quiere vivir una locura, el cuerpo que pesa sobre tu cuerpo, que te abre las piernas, que busca tu sexo para entrar en ti, ser tuyo, así, como el agua después de la sequía, como el mar en cada ola.
Me estoy moviendo en la cama. Miro hacia Vicente. Un ataque de pánico se apodera de mí. Por fortuna sigue dormido. El enemigo duerme, descansa. No ha notado nada extraño, ninguna debilidad en cama ajena. Lo único que falta es que me vea masturbándome a su lado, en esta pensión sórdida, que se pudre al lado del mar como los restos de un naufragio. De ninguna manera. Ayer, cuando llegué a mi casa y me metí en la cama, me desvelé. Pero no por culpa del deseo, sino por inquina contra mí, el malestar de la vergüenza. Fue el sentimiento cruel del ridículo, la forma en la que Consuelo habló de la homosexualidad de Vicente, el ruido de la ducha, la puerta abierta, la sombra de su sexo no visto, el estupor de mi parálisis. Con este calor, con esta sequía, con esta edad, resulta inconcebible no haber aceptado de inmediato una ducha.
¿Qué quieres, Consuelo? ¿Una ducha? No hace falta que nos duchemos, vamos directamente a la cama que te voy a enseñar lo que no sé, me voy a portar como un hombre, ya que parece que tú estás buscando un sustituto para las vacaciones de don Alfonso, el jefe descuidado que se va con su mujer y sus hijos a la playa, y te deja sola, y no piensa en ti porque está entretenido con las muchachas pelirrojas que se levantan de la toalla y se lanzan de cabeza al mar. Aquí estoy yo, Consuelo, o aquí estaría si no fuese un gilipollas, con J o con G, un gilipollas que se queda paralizado en el momento más inoportuno, y no se levanta para entrar en el cuarto de baño mientras cae la lluvia, y no te seca con una toalla, y no te sigue hasta la cama para abrirte los muslos, para ponerse encima, pesar con todo el cuerpo sobre ti y componer ese extraño animal de ocho extremidades del que habló Shakespeare. Hasta haciendo el amor se puede citar a los clásicos, dice mi profesor de Literatura.
No, ayer no sentí el menor arañazo de deseo. Estaba solo en mi habitación, libre, con todo el piso para mí, sin ningún testigo molesto que pudiera oír el ruido del somier o notar en la oscuridad los movimientos sistemáticos de un pajillero. No había nadie para decirme eso no necesito saberlo, eso no necesito verlo, eso no necesito oírlo. Y ahora, en esta pensión compartida, con Vicente a un metro de distancia, cae sobre mí el desnudo de Consuelo, la boca de Consuelo, su cuerpo mal tapado, su libertad; y la imaginación insolente me arrastra detrás de ella, me clava sus uñas en la espalda, me rodea con sus piernas, me dice que siga, no pienses en otra cosa y sigue, sigue.
Pero no, no sigo. De ninguna manera. Hasta dónde vamos a llegar. Con qué cara soporto mañana la visita al farmacéutico de guardia y el regreso en autobús si tengo una mínima sospecha de que Vicente ha visto algo. La vergüenza es una sal marina muy corrosiva que no se quita con una ducha. Dura meses, años. Me vuelvo para el otro lado de la noche. Busco el norte. No me masturbo. Dejo que la telaraña se vaya deshaciendo. No pienso en Consuelo. Ni siquiera pienso en mi tía Rosario, en su soltería íntima, en su luto mientras me prepara un bocadillo o se niega a disfrazarse de mora, o de otras mujeres extrañas, o de Consuelo. No me hace falta el frío de Rosario. Tampoco recurro a la imaginación tétrica de la muerte para alejar de mi cuerpo los últimos alfileres del deseo. Pienso en Vicente, en su carne lechosa y desfondada, en su soledad pálida mientras se limpia los dientes tan cerca de mí. Y en sus calzoncillos blancos. Cuesta mucho trabajo sobrellevar la condena de una intimidad forzada. Aquí se trata de resistir, de pensar en la próxima curva, nada más. Mañana será otro día.
Ayer, veintiséis de julio de mil novecientos sesenta y tres, viernes, me presenté en la oficina con dos macetas grandes de geranios compradas la tarde anterior en uno de los quioscos de la plaza Bibarrambla. La cara de sorpresa de Consuelo inutilizó la coquetería de no darse por aludida. Jugó conmigo, hizo el teatro de suponer que se trataba de un regalo para la oficina, un modo de celebrar las ventas conseguidas en la visita a Motril. Pero los geranios no son plantas de interior y no hay balcones ni ventanas en la oficina para colocar unas macetas. No pretendo buscarle compañía a las aspas del ventilador. Estas flores son más apropiadas para tu balcón, amiga Consuelo, le expliqué sin que me hiciese falta ser muy convincente, puesto que sus ojos ya la habían delatado. Se trataba de un regalo para ella. Cuando corra las cortinas que van a colgar de la barra nueva, podrá abrir el balcón de su dormitorio y ver las flores. Entonces se acordará de mí.
Vicente llegó tarde, arrastrado por la tristeza de sus zapatos. Comprendo que quiera vestirse con la seriedad que merece el cargo si salimos de visita por los pueblos de la provincia. Es el comercial, el representante, el vendedor de la ilustre editorial Universo. Eso merece una chaqueta, unos pantalones de tergal y unos zapatos negros dispuestos a subir a la Sierra, entrar en un cuartel de la Guardia Civil o buscar el mar de los piratas y las pelirrojas. Pero llama la atención la formalidad de su indumentaria en los días de oficina. Quizá no tenga edad para ir con pantalones vaqueros, como si fuese un estudiante. Pero una camisa y unas sandalias harían su vida más llevadera en el calor inmóvil de este verano. Duele el gesto de resignación con el que llega, saluda y se pone a trabajar. No se nota de primeras, hay que fijarse en él para adivinar alguno de sus sentimientos porque intenta no llamar la atención. La modestia de su derrota llega a la máxima intensidad cuando descubre que se le han desatado los cordones de un zapato.
Sigo perfeccionando mi capacidad de observación. Y escribo de una forma más suelta. Otro consejo que le debo a mi profesor de Literatura, al que obedezco como a un hermano mayor, ése que no he tenido, o como a un guía en medio de la selva. En mis primeras conversaciones con él yo hablaba demasiado de la inspiración y las buenas ideas. Por eso Ignacio empezó a insistir en la mesa de trabajo, el tiempo, el taller, las correcciones, la papelera, los clásicos y la novela rusa. Este cuaderno me va dando oficio, una mezcla de confianza y diversión. No desahogos, no improvisaciones, sino una voluntad y un horario para darle sentido a las cosas que se cuentan, me aconsejó Ignacio. Puestos a observar, he comprobado que no existe una tragedia mayor en la vida de Vicente. ¡Un cordón desatado! La impotencia ante la mala suerte y el destino hostil se apodera de su rostro. Busca la silla más cercana, se dobla sobre sí mismo, une la barriga con las piernas y remedia de forma lenta el desaguisado de los dioses. Sólo una sorpresa como la de los geranios puede iluminar el afán de su mañana.
—¿Y esto?
—Es que me ha salido un admirador —Consuelo se escudó en una sonrisa benévola—. Pero no pienso dar detalles. Es mi secreto.
Agradecí el silencio de Consuelo. Agradecí el rubor y la discreción de Vicente, incapaz de insistir en los detalles. Después del mal rato de Motril, no me apetecía caer de nuevo en sus bromas. Prefiero negociar por mi cuenta la extraña mezcla de excitación, vergüenza y optimismo que me provoca Consuelo. Si me lo llegan a decir la primera vez que la vi, me hubiese parecido un disparate, algo imposible de imaginar. Ahora estoy encerrado en una obsesión. Por eso agradecí mucho la complicidad que escondía su respuesta a Vicente.
El plan estaba trazado con recursos muy sencillos. Dos macetas pesan más que un ramo de flores. Un poco de paciencia, dedicarse a disimular, dejar que la mañana ruede, que el reloj trabaje —porque un reloj es siempre el empleado principal de una oficina—, y ofrecerse por la tarde, ya cumplido el horario, a llevar la pesada carga hasta la casa de Consuelo. Los buenos trabajos empiezan cuando acaba el horario laboral. Dos barras de cortina reencarnadas en dos macetas. Hay vida después de la vida.
Me costó trabajo no pasarme la mañana espiando de reojo a Consuelo. Acudí más que nunca al teléfono, alargando las conversaciones con el mismo pundonor que suelen gastar el pañuelo blanco y los gestos de Vicente. Y cuando agoté las fichas, en espera de nuevos encargos, me encerré en los laberintos psicológicos de Dostoievski. ¿No es una novela más propia del invierno?, preguntó Vicente. Yo intenté ponerme pedante, pero me dio la risa. Se trataba de una buena ocurrencia. Sí, tenía razón, Dostoievski era una lectura demasiado fuerte para el calor del verano y para un reloj que parecía una oveja ahogada en una poza. Como procuraba no mirar a Consuelo, dirigía mis ojos con demasiada frecuencia a la pared del reloj. Comprobé lo pesado que es el tiempo, su materia espesa, su lentitud empapada de sudor. Yo voy a la oficina con sandalias franciscanas y pantalones vaqueros, pero leer a Dostoievski da más calor que vestir una chaqueta, unos pantalones de tergal, unos calcetines y unos zapatos con los cordones desatados. Hacen falta muchas toallas para empapar el sudor de los números y las horas.
Cuando Vicente propuso un café en el bar Lepanto, me excusé con aire de preocupación universitaria. La novela rusa es un capítulo decisivo en la formación de un escritor. Estaba terminando un capítulo de Los hermanos Karamazov y prefería quedarme leyendo y escribir alguna anotación. Sacrifiqué el café. Vicente abrió los ojos, apretó los labios, movió la cabeza de arriba abajo en señal de comprensión y bajó a la calle. Se llevó con él su filosofía de las lecturas propicias para las distintas estaciones del año.
—Gracias por no decirle a Vicente que soy yo el admirador secreto.
—Así le avivamos un poco la curiosidad. Últimamente parece muy distraído.
—Está desganado.
—Será el calor. Y este trabajo tampoco es una fiesta. Bueno, gracias otra vez por las macetas. No consideres una descortesía que no me las lleve a casa ahora. He quedado para comer. Me llevaré una esta tarde. Y otra mañana.
—Puedo acompañarte yo —el tono de mi voz había tomado muy deprisa la curva y derrapaba entre la oferta de ayuda y la súplica—. Además, tenemos que colocar la barra de las cortinas.
—No sé, igual voy con una amiga al cine —Consuelo malvada, Consuelo precavida, seductora Consuelo hija de Eva, con un collar de rosas de plata que se le hundía en la camisa blanca y con una falda azul. Maligna Consuelo a la que me sabía de memoria, desde la cabellera rubia y las gafas nuevas hasta las zapatillas de tela también blancas, aunque hubiese intentado no mirarla en toda la mañana. Se apretaba el talón izquierdo con la punta del pie derecho, o el talón derecho con la punta del pie izquierdo, se descalzaba, las uñas saltaban fuera de la jaula, tomaban aire por unos segundos correteando en libertad por el suelo y volvían a calzarse. Consuelo esquiva, depredadora y orgullosa—. Pero no sé. Luego te digo.
No me dijo nada cuando volví a la oficina después de comer. Vicente había llegado antes y tal vez se trataba de guardar las apariencias. Pero hay muchas formas de jugar a los espías, un gesto, unas palabras en un papel, una conversación de doble significado, un aparte mientras el testigo peligroso se encierra en el baño. Consuelo, hija de Eva, parecía haberse olvidado del asunto de los geranios. Con la ayuda del teléfono y de Dostoievski, tuve que esperar hasta la despedida de Vicente. Sólo cuando salió por la puerta después de cerrar la cartera y de poner un lastimoso punto final a su jornada de trabajo, pude enterarme de la situación. Eran las siete y diez.
—Entonces, ¿me acompañas a casa con las macetas?
Dos bolsas y dos macetas de geranios caben en un tranvía mejor que dos barras para las cortinas. Nos subimos en Puerta Real. La fuente de las Batallas estaba silenciosa y seca igual que un vagón vacío. Cuando la maquinaria se puso en marcha, el ritmo exterior del mundo se acompasó con mi agitación interior, mucho más parecida a un campanilleo de cristales y maderas que a una ciudad medio desierta. Todo se estaba repitiendo, aunque de forma muy distinta. Bordeamos los jardinillos del Genil, pasamos el quiosco de Las Titas y nos bajamos en la parada del Puente Verde. Delante de mis ojos, como anticipo de una realidad conquistada, estaba la calle de Consuelo. Una segunda oportunidad. Cada cosa en su sitio, todo según lo previsto, adecuado y correcto como una ficha de oficina o como la página de un escrito que se pasa a limpio.
Los borrones empezaron a caer sobre mí cuando subimos las escaleras. Llegar hasta el piso cuarto del número cuatro de la calle Transversal de la Bomba no fue tan sencillo. Y no es que pesaran mucho las macetas, pero las sombras crecieron de escalón en escalón igual que la mancha de una humedad antigua. El silencio se cargó de sobrentendidos, de dudas, de una intimidad azarosa, porque la suerte estaba echada, pero aún no había empezado la faena. Yo sé que tú sabes que yo sé, tú sabes que yo sé que tú sabes, y ninguno de los dos sabemos en realidad casi nada. Dejé de ser un intrépido admirador y me invadieron los malos presentimientos y los agobios, porque nunca lo había hecho, porque tenía miedo a quedar mal, a no saber, a correrme antes de tiempo, a sufrir un nuevo ridículo, uno más, uno definitivo.
—Ven, vamos a dejar las macetas en la terraza.
Acompañé a Consuelo hasta el dormitorio. Una cama de matrimonio sin colcha, las sábanas blancas estiradas y dobladas con una pulcritud hacendosa, la foto de sus padres encima de la cómoda, el espejo, el armario, todo a juego con la seriedad de la casa y todo sorprendido por la inquietud de mi presencia. He venido a traer dos macetas de geranios, no piensen mal, dije para mí como si me disculpase ante los muebles y ante sus padres, mientras Consuelo abría la puerta de la terraza. Así que no se trataba de un balcón al exterior de la calle Transversal de la Bomba, sino de una terraza grande en la parte de atrás.
—Aquella piscina es de la Sección Femenina. Fui muchas veces con mi madre.
—Y esto es un pequeño jardín —improvisé un elogio, mientras dejaba las macetas al pie de una pared en la que ya colgaban otros geranios. La otra pared y la verja eran patrimonio de una hiedra frondosa.
Consuelo se descalzó. Me ofreció una cerveza y nos sentamos en el sofá del salón para continuar nuestras insinuaciones sobre Neruda, animadas ahora por la agitación que los dramas psicológicos de Dostoievski pueden provocar en una melancolía neurótica. Estaba a punto de pedir una segunda cerveza, cuando el ruido de las tuberías estalló de júbilo para anunciar el regreso a la vida doméstica de una hija pródiga. Ya está aquí. Consuelo se levantó, fue hacia el baño y dejó la puerta abierta. Sentí un chorro de alegría golpear contra el suelo de la bañera. No es que volviese a dudar, evitaba parecer ansioso y por eso esperé un minuto antes de levantarme. Al entrar en el cuarto de baño la vi inclinada sobre el grifo de la ducha. Estaba llenando dos regaderas azules que hacían juego con su falda. No se había desnudado.
—Una para cada uno. Así me ayudas a regar. Las plantas están sufriendo mucho este verano.
Me porté como un caballero. No permití que apareciese en mi cara ningún signo de desilusión. Las sorpresas programadas y los quiebros de la vida iban a llegar por otro camino. Tardarían más en aparecer, un poco más. Acabaron de llenarse las regaderas, tomé mi carga, crucé detrás de Consuelo el salón, el dormitorio, y salimos otra vez a la terraza. Como ella empezó por los geranios nuevos, yo me ocupé de la hiedra. Cuando estaba concentrado en regalarle una lluvia fina a la frondosidad de la verja, sentí que el agua me caía por la nuca y empapaba mi espalda. Me volví pensando que me había colocado debajo de algún tiesto, pero allí estaba Consuelo, descalza, con su camisa blanca y su falda azul, con su collar de rosas de plata, sus gafas y su brazo levantado para regarme despacio, apurando el agua, el agua sin champú ni jabón, y dejando que me cayese por la frente, por los ojos abiertos, por el pecho, por los pantalones, por las sandalias. Así hasta las últimas gotas, que derramó en la palma de su mano.
—No está muy fría. Pero vamos a tener que secar la ropa.
Se acercó, se abrazó a mí para mojarse también, me besó en los labios y me desabotonó la camisa. Sus manos se detuvieron en mi pecho. Yo sabía bien lo que era mi deseo, ya me conocía por dentro, pero nunca había experimentado el deseo de otra persona. Y lo vi en los ojos de Consuelo, en su mano aplastada en mi pecho. El deseo ajeno conmueve más que el propio, se hace nuestro con más fuerza para envolvernos en un torbellino. Espera, susurró con la cabeza apoyada en mi hombro. Después de quitarme la camisa, de colgarla con dos pinzas en uno de los alambres que cruzaban la terraza, me dijo que prefería acabar de desnudarme en el dormitorio. Miré alrededor por si nos estaba viendo algún vecino. No, allí no podía espiarnos nadie. El edificio de la Sección Femenina y las ventanas de la calle Escoriaza quedaban demasiado lejos. No hablé, no me permití ni media palabra. Había decidido ponerme en sus manos. Era el modo más prudente de caer en sus brazos.
Mi profesor dice que, cuando se acabe la censura, los escritores de este país descubrirán lo difícil que resulta contar la sexualidad. Yo cuento que gracias a Consuelo no me fue difícil vivirla, aunque cometí el error grave de no llevar preservativos a la cita. Me detuvo junto a la cama, me miró, me desabrochó el pantalón y tiró de él para dejarme desnudo. No cabe duda de que te gusta estar aquí, me dijo, y después dejó las gafas en la mesa de noche y me empujó hacia la cama, tendiéndose a mi lado. La humedad de todo mi cuerpo se concentró en el beso largo que me daba la boca de Consuelo. Y la imaginación se hizo carnal cuando sentí que su mano bajaba por mi vientre y me rodeaba el sexo. Quise corresponder, le busqué los pechos, pero mi mano se enredó en los botones de la blusa. Espera, me dijo y se levantó.
No dejó de mirarme a los ojos mientras se quitó la blusa. Los hombros quedaron al descubierto. No dejó de mirarme mientras se quitó el sujetador. Los pechos redondos quedaron al descubierto. No dejó de mirarme cuando abrió la cremallera de la falda y la dejó caer sobre sus pies. Los muslos y las bragas quedaron al descubierto. No dejó de mirarme cuando se quitó las bragas y quedó al descubierto una llamarada rubia en su desnudo. No dejó de mirarme para ver su desnudo en mis ojos. Y para ver mi deseo, la dependencia extrema de una luz conmovida en mi mirada.
Sentí su desnudo a lo largo de mi cuerpo. La abracé, me abrazó, me tomó una mano para esconderla entre sus muslos, rodamos por la cama hasta que quedé encima de ella. Fue entonces cuando me dijo que me pusiera un preservativo. Es que no tengo, confesé con el miedo de haber cometido una equivocación irremediable. Pues eso es cosa del hombre, protestó con suavidad, y enseguida me ofreció la información que necesitaba. Los venden en Cuesta, el local de revistas y periódicos que hay en la plaza del Carmen. Una información valiosa, sobre todo porque confirmaba la posible existencia de una segunda cita. Otra oportunidad.
Dejó que entrara en ella. Pero ten cuidado, no te corras, me pidió. Sólo estuve allí el tiempo suficiente para sentir un calor deseado y opresivo, la extraña intimidad que supone estar dentro de otro cuerpo, ser otro, borrar por un momento los límites de la propia existencia, con otros brazos y otras piernas saliendo del vértigo de la propia realidad. Estar dentro y fuera, en ti y en el otro, en la mente y en la piel, muy cerca y muy lejos. No vayas a correrte, repitió, mientras se movía para desprenderse de mí. Espera, dijo, y me puso boca arriba. Sentí su beso en mi pecho, en el vientre, en el sexo. Allí se detuvo y cada sensación se multiplicó por la intuición de la siguiente hasta llegar al límite de una contención insostenible.
Me abracé a Consuelo, nos quedamos callados, pasó el tiempo, desaparecieron las últimas ascuas de la tarde, llegó la noche, volvimos a besarnos.
—Si tuvieses preservativos, habría repetición. Pero así… Es mucho abusar, ¿no?
—Me voy a gastar en preservativos todas las comisiones de la Enciclopedia Universo.
—Si quieres que esto dure, no vayas contándolo por ahí. Sólo es posible si guardas el secreto. ¿Vale?
—Vale. Prometido.
—No quiero tener problemas en el trabajo. Conviene pasar a la clandestinidad. Se acabaron las flores en la oficina.
—Se acabaron.
—Al lado de la plaza del Carmen. En la papelería Cuesta. El mejor regalo.