Libro 2
Consuelo es más joven de lo que yo creía. Tiene treinta y siete años. Cuando se viste de secretaria perfecta, parece que es mayor. Si me hubiese dicho su edad en la oficina, habría pensado que estaba quitándose años. Hay mujeres que se quitan años por miedo a envejecer, como si las palabras y las cifras manipuladas pudiesen cambiar la realidad. Cada año es para ellas un pecado y necesitan darse la absolución. El deseo de cambiar la vida con palabras no es patrimonio de los escritores. Mi madre dice cuarenta años, y cumple cuarenta en vez de cuarenta y dos. Mi madre es animosa, fuerte, decidida, pero se quita años. Mi tía Rosario vive callada, le faltan las fuerzas para todo, está poco orgullosa de sí misma, pero no se quita años. Mi padre se ríe cuando surge el asunto de la edad. Conviene que os pongáis de acuerdo, dice, porque en esta familia la hermana pequeña tiene ya más años que la hermana mayor.
El desnudo de Consuelo es convincente. En la cama, tendida junto a mí, después de haberla visto sin ropa, estoy seguro de su sinceridad. Treinta y siete años, diecisiete más que yo. Su piel, sus pechos, sus caderas, sus muslos son mucho más jóvenes de lo que parece en su disfraz de perfecta secretaria. La primera vez que la vi en la oficina pensé que era una mujer de cincuenta años. Después me fijé con más atención, descubrí a una soltera sin alma de soltería, una mujer madura de unos cuarenta años. Sus palabras y su desnudo rebajan ahora una década más. Cincuenta, cuarenta, treinta, una cuenta hacia atrás que la acerca a mí. Me está regalando los mejores días de mi vida.
Algunas meditaciones no deben formar parte de la teoría literaria. Son iluminadoras, pero si se formulan en alto parecen fuera de lugar. No creo que me atreva a sostener en clase que una novela recuerda a una reunión espontánea en el Corto de Loja y un poema es como una conversación en la cama. El profesor se limitaría a esperar la argumentación con una sonrisa. Pero la mayoría de los alumnos, el empollón de Málaga, el cura de los Escolapios, las dos muñecas de la calle Recogidas y Pepe el Cantautor pondrían cara de fastidio. Ya está el cateto queriendo dárselas de listo, pensarían.
No es un tema apropiado para una teoría de la literatura, pero es una verdad como un templo. La sexualidad no descubre sólo el cuerpo a cuerpo, sino una complicidad que llena la casa, el juego de la ducha compartida cuando las tuberías dan aviso de que viene el agua, la confianza de compartir el último botellín de cerveza que queda en el frigorífico y la rara sinceridad de las conversaciones en la cama. Es una sinceridad que me recuerda a la poesía, un hablar a media voz, un contar desnudo, con el corazón en la mano. Cada palabra es una elección. Dentro de la novela cabe todo como en un viaje del Corto de Loja, historias de desconocidos que nacen, son bautizados, crecen, se enamoran, se casan, celebran la boda con invitados que se emborrachan, tienen descendencia, van al médico, pagan deudas, piden préstamos, entierran a sus familiares, casan a sus hijos, disfrutan de los nietos, envejecen y mueren. Fin.
Consuelo me ha enseñado a hacer el amor y a hablar en la cama. Me ha enseñado a decir la verdad. Las camas están llenas de mentiras, me advirtió. Por eso acaban siendo un problema. Yo soy muy mayor, tú eres un muchacho, me dijo, no vamos a enamorarnos, tú te cansarás de mí cuando te desahogues, yo me asustaré de ti cuando piense bien lo que estoy haciendo, la vida seguirá su curso, esto será un recuerdo bueno, una cariñosa amistad, propia de una vida joven que fabrica ilusiones y una mujer soltera, pasada de años, que ya no cree en casi nada de lo que le han enseñado. Desconfío de lo que dicen los periódicos, de lo que veo en la calle y de lo que escucho en la oficina.
¿No crees en nada?, pregunto. Ella baja la voz todavía más y casi arrastrando las palabras murmura que cree en otras cosas, y pregunta sobre mis estudios, sobre mi padre, sobre mi madre, sobre mi tía Rosario. No le digo a Consuelo que se parece mucho a Rosario, porque se me ha borrado la cara de mi tía. Cuando pienso en mi familia, veo a mi madre, a mi padre y a Consuelo Astorga vestida de tía Rosario, con una cabellera rubia que no se ha paseado nunca por el pueblo y con un cuerpo tan cercano, tan preciso, que certifica palabra por palabra todas las ideas y las confesiones de la conversación. Las palabras suenan de otra manera cuando guardan el calor del cuerpo que las dice.
Le he confesado que me dio vergüenza entrar en Cuesta a comprar los preservativos, que esperé más de media hora para que no hubiese nadie en la tienda, que el primer día me sentí un idiota cuando salí por la puerta de su casa sin haberme atrevido a entender la situación, que a la noche siguiente se apoderó de mí la imagen de su desnudo en la bañera y tuve que hacer grandes esfuerzos para no masturbarme al lado de Vicente Fernández Fernández, que el segundo día me aterroricé al subir las escaleras porque no sabía cuándo empezar, qué decir, cómo comportarme. Le he confesado que no pienso en otra cosa, pero que me da miedo ser un incordio. No quiero que se canse de mí.
Le he contado también las rencillas con el alcalde de mi pueblo, la historia del puñetazo. Me ha hecho falta estar con ella, en la cama, desnudo, para contarme a mí mismo que muchas de mis reacciones tienen que ver con el sentimiento de inseguridad de mi padre, un hombre que pide perdón hasta cuando compra tabaco en el estanco de Mercedes. En Villatoga yo no soy el nieto del farmacéutico, sino el hijo de mi padre, y a mí me parece bien, y no admito otra cosa, el hijo de mi padre y de mi madre, pero eso no significa ser menos que el nieto de un farmacéutico o el hijo de un alcalde. El que me busca me encuentra, ahí estaba yo en el colegio, en el instituto, en la huerta, en la cabaña de Pedro el Pastor, y ahora en la facultad, con Ignacio Rubio, con los alumnos que estudian latín o con los que hablan de política…, donde haga falta. Más listo que nadie. No resisto el tono apagado y la humillación de mi padre cada vez que me pide prudencia. La historia no está de nuestra parte, me avisa, y yo veo al alcalde, y oigo las campanas de la iglesia, y el luto de Rosario, y las palizas del sargento Palomares en el cuartel de la Guardia Civil. Ahora veo también a Vicente cuando se seca el sudor de la cara. Eso no necesito saberlo…
¿Qué es lo que yo no necesito saber? No he querido preguntarle a Consuelo por don Alfonso, el jefe de la oficina. Me da miedo ensuciar nuestra relación, convertirla en una deriva de la fealdad imperante. Salvarse de la mentira no significa sólo demandar la verdad, sino aprender también lo que no se debe preguntar. Consuelo nació en Granada. Aquí vivió hasta los diecisiete años, mientras su padre, el teniente Astorga, estuvo destinado en el Regimiento de Infantería Córdoba Diez. Después se fue con él a Madrid. No sólo estudió mecanografía, se licenció en Filosofía y Letras. Consuelo ha aprobado ya lo que voy a estudiar en los próximos cuatro años. Nunca pensó en ejercer de profesora, quería ser bibliotecaria. Se quedó en Madrid cuando su padre fue destinado de nuevo a Granada. Estudió, soñó, tuvo una relación amorosa con un compañero de curso que se llamaba Pedro, terminó la carrera, terminó el noviazgo, preparó las oposiciones de archivos y bibliotecas, no se presentó, tuvo otro noviazgo con un pintor llamado Alberto Toledo, tampoco salió bien, aunque la relación duró cuatro años, dos de ellos en París, envuelta en esa vida bohemia que le gusta tan poco a Vicente. Las cosas se torcieron, rompió con el pintor y acabó trabajando en un colegio antes de volver a Granada. Aquí encontró un hueco en la editorial Universo gracias a don Alfonso, y por eso se quedó en Granada cuando el teniente Astorga ascendió a capitán, pasó a la reserva y se instaló para siempre en Madrid. Allí viven sus padres y allí va Consuelo a verlos con frecuencia. La casa de Transversal de la Bomba permanece casi igual, uniformada y en estado de revista como ellos la dejaron. De ahí la seriedad de los muebles. Yo soy vieja, dice Consuelo, pero no tanto, y luego calla, y se vuelve para besarme, y yo aprovecho la ocasión para esconder mi mano en sus muslos.
Don Alfonso está de más en este beso, en cualquier beso. Yo soy un muchacho, ella una mujer, nuestra relación no va a acabar en boda según Consuelo, pero es una historia hermosa, mucho más hermosa que ponerle los cuernos al jefe. No se trata de aprovechar las vacaciones y los descuidos de la superioridad. Ahora me da rabia haberme dedicado a imaginar historias sobre la vida de Consuelo. No todo es hacer literatura, no todo es extremar la imaginación, el parecido con mi tía Rosario, el cuento de una soltería que no sale del alma, de una mujer mayor a la que se le pasa la edad de casarse y cae en la rutina del entretenimiento en los brazos del jefe, un buen padre de familia que deja las sobras para que los empleados anónimos se las repartan en verano. El calendario del bar Lepanto está paralizado, la vida es fea, católica y poco sentimental, el agua no corre en esta parte del mundo, pero mis citas con Consuelo no son sucias, son claras, limpias, poderosas, como la ducha que nos damos cuando las tuberías avisan, y corremos al baño, y nos abrazamos bajo el chorro, y hacemos equilibrios para no caernos, y yo siento que mi sexo reacciona al pegarse contra sus muslos y que ningún frío, ningún miedo, ningún don Alfonso va a separarme de ella. Pasó julio, pasará agosto, pero esto no puede acabarse.
Lo que más me molesta es disimular en la oficina. Resulta difícil estar junto a Consuelo como si no pasara nada entre nosotros. Miradas al reloj, teléfonos, conversaciones sobre las noches calurosas, confirmación de los nuevos pedidos, altas, bajas, ejercicios de distracción que valen de poco. Aprovecho alguna salida de Vicente, algún descuido, para acercarme, para decirle algo, para robarle un beso como quien roba un lápiz o una calculadora. No he querido preguntar si es que le asusta que se entere don Alfonso, pero alguna vez he sacado la conversación utilizando como excusa a Vicente. ¿Por qué tenemos que fingir ante él? A mí no me da vergüenza que se entere, digo. No es tu padre, no hay que darle explicaciones. Tampoco son necesarios los detalles, pero podemos salir del secreto, comentar que somos amigos, yo estoy solo en Granada, tú estás sola, digo. Podemos quedar, ir al cine, pasar la tarde juntos. Vicente no se va a escandalizar.
Pero Consuelo exige un secreto absoluto. Estamos en Granada, dice, no vivimos en París, remacha, ésta es la época que nos ha tocado, la suerte que nos corresponde ahora, y las mujeres lo tenemos muy difícil. ¿No te das cuenta? ¿Cuántas mujeres llaman para comprar una enciclopedia? ¿Con cuántas mujeres hablas cuando vas de visita a los pueblos? ¿A cuántas les explicas las bellezas de Estambul, el heroísmo de los guerreros españoles o las características del toro de lidia? Muchas habrán oído la radio, habrán leído el periódico, habrán pensado en ayudar a sus hijos con los deberes, se habrán empeñado en comprar la enciclopedia, pero es el marido quien llama, quien pide explicaciones, quien firma. A las mujeres nos va mejor actuar en secreto, insiste Consuelo, para que yo intente pasar inadvertido entre los vecinos y guarde las distancias ante Vicente. Lo que a mí se me perdonaría como una locura de juventud, a ella le puede destrozar la vida. Ésa es la realidad en la que vivimos.
No pregunto por don Alfonso, y le hago caso, porque tiene razón, la gente murmura, vigila, hace daño, y porque no quiero ensuciar nuestra historia, la soledad compartida de su casa en la que ella es la reina, juega conmigo, me desnuda, me enseña a mover la lengua dentro de un beso y me descubre la rara intimidad de una conversación en la cama.
A veces ponemos música para hacer el amor. Los programas de Radio Granada están llenos de coplas, saludos, dedicatorias y locutores que rompen la atmósfera. Consuelo tiene un tocadiscos y algunos vinilos de su vida en Madrid y otros que ha comprado en los almacenes Olmedo de la calle Ganivet. Están muy cerca de la oficina. Las canciones son otra forma de complicidad. Gelu sirve para el sofá, como un prolegómeno divertido mientras canta Siempre es domingo, y yo busco la boca de Consuelo, no me preocupa ni me asusta el porvenir, y los pechos de Consuelo, poder vivir, poder soñar y aturdirme con la velocidad. El twist es un juego, una locura. Ayer puso un disco de Mike Ríos, el rey del twist, y me obligó a bailar en medio del salón, mientras ella se sentaba delante de mí como un juez en un concurso de promesas y de futuros artistas. Fui un desastre, un contorsionista más que un bailarín. No me importó la broma porque después cambió de disco, puso una balada de Paul Anka, me tomó de la mano y me llevó a la cama.
He tenido una sorpresa al llegar esta mañana a la oficina. El despacho del jefe estaba abierto. Una puerta define un lugar y un tiempo…, sobre todo cuando permanece cerrada. Se dibujan el espacio, la rutina, el campo de acción, el punto al que no accede nunca el personal de la empresa y las modestas inquietudes de la vida cotidiana. La oficina parecía menos segura con la puerta de don Alfonso de par en par. Como era la primera vez que la veía así, me provocó una sensación inmediata de alarma, el miedo a que cualquier novedad pudiese romper una estabilidad que me favorecía mucho. Miré a Consuelo. Pasé por delante del despacho y me acerqué a su mesa. La voz de Vicente daba cuenta de las evoluciones del verano. Todo iba mejor de lo previsto, más pedidos, más visitas, más animación comercial, y eso sin contar con el negocio estrella que había cerrado el propio jefe. El forzado entusiasmo del vendedor bañaba las cifras de optimismo.
Consuelo me dijo que entrase en el despacho, que don Alfonso quería conocerme. No sé por qué intuí una huella de preocupación en su mirada. Pedí permiso. Me encontré con una foto de su Excelencia el Jefe del Estado y con unos muebles de jerarquía superior a la del resto de la editorial, como si aquella habitación conservase el espíritu de un organismo oficial. Vicente estaba sentado en una silla de madera negra y tapizada en tela roja, con una sonrisa muy servicial que le cruzaba el cuerpo inclinado y le caía desde la boca hasta la cartera que descansaba a sus pies. Una ventana grande se volcaba sobre la luz de la calle. Dejaba entrar el campanilleo lejano del tranvía. Detrás de su mesa sin papeles, sin carpetas, sin bolígrafos, me saludó un hombre con el pelo negro peinado hacia atrás, un bigotito recortado, una camisa de color azul claro y una madurez llena de jovialidad.
—Bien, así que éste es el pollo. Buenos días, León. Encantado de conocerte. Consuelo me ha hablado muy bien de ti y Vicente dice que eres una ayuda eficaz. ¿Tú estás contento?
—Sí, señor.
—Pues todos contentos, viento en popa. ¿De dónde eres?
—De Villatoga.
—Eso está en Jaén, ¿verdad? Alguna vez he ido de cacería por allí. Buena tierra para la perdiz y la liebre —¿qué edad puedes tener, don Alfonso? ¿Cuántos años, maldito carcamal? Intentaba acostumbrarme a su cara, a su simpatía, a su cháchara, a su forma de armonizar los movimientos del bigote y de las manos. Y me preguntaba por su edad—. Allí tienen tierras los hermanos De la Chica, los de la joyería de la calle Reyes. ¿Los conoces?
—No, señor. Pero creo que fueron amigos de mi abuelo.
—Buena gente. Una buena casa. Cuando eran más jóvenes se animaban a organizar muchas cacerías. Ahora están medio muertos, no hay quien los mueva. Se han hecho viejos. ¿Y estás estudiando?
—Filosofía y Letras.
—Pero si eso es una carrera de señoritas. La hija de Antonio, el de la cafetería Birrambla, estudia Filosofía y Letras. Igual la conoces. Una morena guapísima —siempre hay un motivo para justificar la obediencia. Mi motivo era Consuelo, no apartarme del mundo de Consuelo, no crear problemas, no alejarme de la rutina que me había conducido hasta su casa. Recordé a mi padre y bajé la cabeza—. El Derecho es más para hombres.
—Es que yo quiero ser escritor —y cuando lo dije sentí miedo de que el jefe no considerase la literatura dentro de los futuros decentes.
—Conozco a muchos escritores y aspirantes a escritores que han estudiado Derecho. Pero no se hable más, sin problemas, para nosotros incluso mejor. Filosofía y Letras da cultura general. Eso es bueno, le conviene a la línea editorial que han fijado ahora desde Madrid. Enciclopedias en cómodos plazos.
Cincuenta y cuatro años. Don Alfonso debe de tener cincuenta y cuatro años. Eso pensé entonces. Yo voy a cumplir veinte. Consuelo tiene treinta y siete. Me lleva diecisiete años. Si sumamos otros diecisiete años, salen cincuenta y cuatro. Es la edad de don Alfonso. Consuelo está en medio de los dos, justo en medio, equidistante, diecisiete años de separación por ambos lados. Cara a cara, el norte y el sur, el mar y la montaña, el principio de la juventud y el principio de la vejez. Son las cuentas de la lechera, me dije, pero estuve seguro de haber acertado con la edad.
Habló de Torremolinos, un pueblo animadísimo de la costa de Málaga que parece el lugar indicado para pasar las vacaciones y cultivar amistades. Cenas largas, fiestas, complicidades, la brisa de la noche uniendo la felicidad con los negocios. Habló del maravilloso acuerdo que acababa de cerrarse con la Obra Sindical de Educación y Descanso para abastecer de enciclopedias a las bibliotecas, los locales de extensión cultural, las dependencias de turismo y los hogares del productor. No quise preguntar qué eran los hogares del productor, pero supe que nos había tocado a todos la lotería, a la editorial, a la delegación de Granada y a los empleados. Habló después de la vigésima tercera edición de la Regata de Traineras en honor del Generalísimo que iba a celebrarse el quince de agosto en La Coruña. Por eso había interrumpido sus vacaciones. De Torremolinos a Granada, de Granada a Madrid, de Madrid a La Coruña donde asistiría a la regata para agradecer personalmente a sus amigos de Educación y Descanso una operación tan beneficiosa. Desde luego llevaría la voz cantante Ramón López Bravo, director central de la editorial Universo. Habló también de la presencia del Caudillo, del vicepresidente del Gobierno, el general Muñoz Grandes, y de Fraga Iribarne, el ministro de Información y Turismo. Su conversación parecía un reportaje del NO-DO. No le temblaban los nombres en la boca. Y como conclusión, después de tanto hablar sobre amigos, historias, proyectos, andanzas y acontecimientos, me mandó a por tabaco. Claro que peor fue la misión reservada a Vicente.
—Oye, León, ¿no te importa ir a comprarme dos cartones de tabaco Goya al estanco de Reyes Católicos? Y tú, Vicente, quiero que vayas a la Duquesa, a recoger un encargo de mi mujer. Le pides a doña Concha el paquete de doña Cecilia. Creo que son dos blusas y una falda de verano. Más ropa para la señora. Perdona, hombre, por el mandado. Es que a la vuelta no voy a tener tiempo de recogerlo y esta mañana estoy muy liado. Tengo que llamar a Madrid, a La Coruña, a la Obra Sindical. Un lío, un lío, con lo bien que se está en la playa.
Salimos juntos a la calle. Vicente no comentó nada sobre la actitud de don Alfonso. No le pareció raro que utilizase de recaderos a los empleados de la editorial. Yo me había pasado la niñez haciéndole mandados a mi madre y a la tía Rosario. Cuando se abrió la tienda de ultramarinos, agradecí sobre todo no tener que salir en cualquier momento en busca de sal, vino, aceite, leche o azúcar. Pero no tenía importancia, eran cosas de niño y asuntos familiares. La cuestión resultaba ahora diferente, porque me parecía poco correcta la naturalidad con la que don Alfonso repartía desde su despacho de la oficina encargos de carácter privado. Un abuso que Vicente no acusó, quizá porque a él no le dolía que el jefe se hubiera quedado a solas con Consuelo. A ver qué iba a encargarle a ella. Buena estrategia, tú a un sitio, tú a otro, y yo me quedo con ella para explicarle que el tren de Madrid sale por la noche y que tenemos toda la tarde libre.
—Parece que nos van a dar una comisión simbólica por lo del acuerdo con Educación y Descanso —Vicente estaba más interesado en el asunto de las ventas. Cada cual con sus problemas y sus prioridades—. No está mal. La operación supone un dineral. Lo que nos caiga, aunque sea la mitad de la mitad de una comisión normal, será un buen dinero.
—¿Por qué nos manda a comprar tabaco y recoger la falda de su mujer?
—Porque sí. ¿Tú qué te has creído? Eso es lo normal, las cosas del trabajo. Lo raro será cobrar esa comisión.
—¿Cuánto?
—Un buen dinero, ya te lo he dicho. A tu padre le va a salir barato el próximo curso. Así nos tienen contentos. Oye, ¿es que sabías que iba a venir el jefe? Hoy has traído zapatos en vez de sandalias. Y una camisa limpia.
Me callé, no pude aclararle nada a Vicente. Todo era asunto de Consuelo, formaba parte del secreto y la complicidad. Ayer me regaló la camisa con la que hoy he ido a la oficina. Cuando fui a vestirme, después de acabar la tarde en su cama, se levantó, abrió el armario y sacó una bolsa de los almacenes Olmedo. Un regalo, una camisa verde, de mi talla, que ella misma se empeñó en probarme, deja, yo te la pongo, como recompensa a la broma de las uñas. Nos habíamos duchado, nos habíamos secado, habíamos hecho el amor, habíamos mantenido una conversación en la cama sobre Madrid, Granada y Villatoga, sobre sus padres y los míos, sobre la Universidad que ella conoció y sobre la que yo estoy conociendo, palabras a media voz sobre todo y sobre nada. Y cuando yo estaba buscando la ocasión para empezar de nuevo, besos, caricias, el cuello, el pecho, las ingles, ella se incorporó, dobló la almohada, apoyó la espalda en el cabecero y empezó a pintarse las uñas. Era un episodio más de intimidad. Desnuda, minuciosa, me enseñó cómo se pintan las uñas de los pies, ahora el dedo gordo, ahora éste, ahora el meñique, dejo que se sequen y cambio de pie.
No protesté cuando empezó conmigo. Es un placer abandonarse, dejar que nos hagan cosas, que nos acaricien la espalda, que nos quiten una espinilla, que nos regalen un masaje en los pies. Claro que los resultados pueden ser ridículos. Me vi de pronto con las uñas del pie derecho pintadas, como si fuese un juguete de Consuelo.
—¿Y esto cómo se quita?
—A ver cuánto tiempo resistes. Es nuestro secreto. ¿Te da vergüenza?
—La verdad es que sí. Me parece poco presentable.
Esta mañana aparecí en la oficina con la camisa nueva y con zapatos. Nada de sandalias. Una cosa era no quitarse la pintura de las uñas de los pies y otra muy distinta pasear por la ciudad como si fuese un degenerado. No me había vestido en honor de don Alfonso, sino de Consuelo. Quería decirle que guardaba su secreto, que salía de mi casa y cruzaba entre la gente con su secreto, con las uñas pintadas, sin que nadie se diera cuenta, haciendo la vida normal, subir a la oficina, hablar por teléfono, bajar con Vicente al bar Lepanto, tomarme un café, discutir de fútbol, estar en cualquier sitio y pasar inadvertido. Quien no pasó inadvertido fue don Alfonso, empleado de manera febril en sus negocios. Después de comprar tabaco, dediqué la jornada a oír las conversaciones que salían por la puerta de su despacho. Seguía abierta de par en par. Soporté las bromas telefónicas, las idas y venidas por España, los halagos, las expresiones de felicidad, a sus órdenes, claro que sí, ya sabe usted que cuenta conmigo, con nosotros, mañana lo hablamos en el tren, lo celebramos en La Coruña, nos vemos pronto, a la orden, hasta mañana. Y todo acabó en una invitación general:
—Vamos, todos al bar. Cerramos y al bar. Hoy es un día importante. Por la tarde no se trabaja.
Arrastró a Consuelo, consiguió que bajara también a disfrutar de las dos rondas de cerveza, el plato de jamón y las quisquillas que le pidió a Marcelo, el camarero viudo. Nos pusimos en una esquina, bajo el calendario varado. Marcelo preguntó por Torremolinos, por el motivo que don Alfonso tenía para interrumpir sus vacaciones.
—Debe de ser un motivo importante —comentó, con una confianza extraña—, porque tú no has trabajado en la vida.
—No te pases, Marcelo, y tómate algo a mi cuenta. Me voy a La Coruña, a la Regata del Generalísimo.
—Antes era la Regata del Caudillo. ¡Cómo va cambiando España!
—Que no te pases, Marcelo, que somos amigos desde hace muchos años, pero hay cosas que no te aguanto. Eres un rojo…
—Tú eres amigo de todos los camareros de Granada. Si yo fuese rojo, querido Alfonso, no hablaría con tanta libertad. ¿Quieres que comparemos la hoja de servicios?
Don Alfonso levantó su vaso. Donde hay confianza da asco, dijo. Brindó con Marcelo, brindó con nosotros, se tomó el último taco de jamón, comentó que tenía el coche aparcado enfrente del cine Regio, se ofreció a llevar a Consuelo a su casa porque le venía de paso y desapareció con ella por la galería de una tarde infinita.
Yo me quedé con Vicente y con mis pensamientos. Al salir a la calle pregunté por el pasado de Marcelo. ¿Era rojo? ¿Qué había en su hoja de servicios? ¿De dónde venía su amistad con don Alfonso? Nosotros, me respondió Vicente, no necesitamos saberlo.
Tuve miedo de entrar en el piso y flotar como un ahogado durante toda la tarde. Dejé la llave en el bolsillo. Las escaleras estaban demasiado sucias, demasiado negras, demasiado solas. Media vuelta y a deshacer el camino hasta llegar al bar Lepanto. Al fin y al cabo necesitaba comer. Así es la vida, se tiene hambre de muchas cosas, la realidad es una máquina de exigir. Pide alimentos, amor, sexo, gloria, sabiduría, información. Sólo los muertos tienen cubiertas sus necesidades.
El bar estaba vacío. Marcelo oía la radio y lavaba vasos para entretenerse hasta la hora de cerrar. De cuatro a seis cierro la persiana, aunque venga un regimiento de caballería a beberse la bodega, advirtió cuando le pedí un bocadillo de atún y una cerveza. Empecé a morder la conversación y el pan con cuidado. Hablamos del verano insoportable, agosto igual que julio, mañana una copia de hoy. Mucha suerte y aplausos para los amigos que podían permitirse el lujo de huir de la ciudad y pasar los dos meses de calor en Torremolinos o en La Coruña. Hablamos de la editorial Universo, de los libros y de la venta a plazos. Don Alfonso le había regalado una enciclopedia a Marcelo como agradecimiento a su apoyo logístico o como muestra de buena vecindad. Hablamos de mi pueblo, de mis estudios, de mi trabajo, del bar, de la Universidad, del calendario detenido, de su mujer.
Pedí otra cerveza. Con el bocadillo más que mediado, pregunté por su amistad con don Alfonso. Se conocieron en mil novecientos treinta y seis, cuando Marcelo llegó a Granada. El camarero viudo es malagueño, pero tuvo que escaparse de la ciudad durante la guerra civil. Después de la victoria de Franco, cambió las armas y el uniforme por una bandeja y una chaqueta blanca en el café Suizo. Allí tiene don Alfonso una tertulia todos los martes, una reunión de amigos que disfrutan contándose batallas, ligues y negocios. En el año cincuenta y cuatro, Marcelo se independizó, abrió el bar Lepanto para aprovecharse de la habilidad de su mujer en la cocina. Las mejores tapas de toda Granada se han servido en esta barra, dijo. Después de la muerte de ella, todo se redujo a tostadas con aceite o mantequilla por la mañana, platos de jamón, patatas fritas y quisquillas al mediodía y por la tarde, además de una lista discreta de bocadillos.
Fue Marcelo quien le comentó a don Alfonso que había un piso libre en la calle Lepanto, muy cerca del bar, cuando se enteró de que estaba pensando abrir una delegación de la editorial Universo en Granada. Al principio se dedicó sobre todo a colocar en las librerías ejemplares de los Cuentos de la Alhambra de Washington Irving. Después funcionaron bien las guías de la ciudad, los monumentos árabes, la catedral, la capilla real, ofertas pensadas para los primeros turistas que aparecieron por las carreteras de Madrid y de la costa en coches de matrícula extranjera. Con eso y con algunos manuales universitarios, preparados por profesores granadinos, se mantuvo el negocio hasta que llegaron los momentos estelares de la enciclopedia.
—Parece que está teniendo suerte, me alegro.
—Yo también, estoy aprendiendo mucho con este trabajo. Aunque a veces son todos un poco bromistas. ¿Por qué le llamó a usted rojo? —me atreví a preguntar al verlo aficionado a la buena conversación en un bar casi vacío.
—Porque es un poco cabrón —no le importaba dar explicaciones, contarle su vida a un cliente asiduo, sentado en un taburete y con la última punta del bocadillo de atún en el plato. Llevaba casi mes y medio tomando café todas las mañanas en su barra—. A mi padre lo fusilaron los rojos en Málaga, yo salí huyendo. Hice la guerra en Granada, con poco más de veinte años. La guerra de verdad, en el frente de Motril, y luego en la toma de Málaga, y en Almería. Alfonso fue un héroe de la retaguardia, mucho correaje pero pocas nueces. No creo que se expusiera ni una sola vez a que un rojo le pegara un tiro. Cuando caían en sus manos, estaban ya derrotados y camino del paredón. A mí me hirieron dos veces.
—Entonces era una broma…
—De mal gusto. Hay gente que viene al mundo para trabajar y gente que nace con una flor en el culo. En la guerra o en la paz, da lo mismo. Yo fui más amigo de los alemanes que de los ingleses. Me chupé tres años, una batalla detrás de otra, y ahora me levanto todos los días para servir el desayuno al vecindario. Los enfermeros de la Casa de Socorro, bienvenidos. Los empleados del Granada Club de Fútbol, bienvenidos. Los funcionarios del Ayuntamiento, bienvenidos, café con leche y media tostada para todos. Otros amigos se dedican a hacer negocios raros, a ir de bar en bar, a ligar, a entretener a mujeres. Es otro concepto de la vida, yo soy un sentimental.
—Es usted un buen hombre.
—Cada uno lleva su cruz y esconde sus culpas. Tu jefe las enseña demasiado.
—Pero don Alfonso es un buen marido —salí en su defensa con intención de mantener vivas las ganas de hablar del camarero. No convenía secar una fuente informativa tan clara. Aparenté, digo yo, que me interesaba salvar la honra de la oficina—. Esta mañana hemos ido a recoger unos vestidos para su señora. Una tienda de lujo. Parece que está muy pendiente de ella. ¿Es que tiene otras novias?
—No, qué va, cómo se te ocurre, un marido ejemplar, no te digo. Los regalos son formas de pedir perdón. Mira quién entra por la puerta. El que nos faltaba. Otro regalo.
Un limpiabotas agitanado entraba en el bar, cargando con su caja, su banqueta y todo el calor del día. Miró como un buitre hacia las mesas solitarias, constató la falta de clientela y encogió los hombros para entenderse con Marcelo. Mucha sequía, mucho trajinar, pocos turistas y demasiada ruina. El limpiabotas escuchó con rabia la noticia de que don Alfonso había pasado por el bar, interrumpiendo su descanso en Torremolinos. Otro negocio que se me escapa. Un amigo y un buen cliente, le tengo muchos servicios prestados, dijo, antes de clavar su mirada de lince en mis zapatos deslucidos.
—Eso necesita un repaso, los tiene usted muy trabajados.
—No, muchas gracias.
—En un momento se los apaño. Por la voluntad.
—No, de verdad, me da vergüenza —la verdad era que los zapatos necesitaban un repaso. No había encontrado en casa nada efectivo para remediar el invierno sucio que llevaban encima. Pero una de las cosas que más vergüenza me habían dado al llegar a Granada era ver a alguien en una banqueta, agachado a los pies de unos zapatos ajenos, pasando con servilismo un cepillo. Y eso es lo que estaba haciendo ya el limpiabotas, que en un momento dispuso el material y se apoderó de mí—. Por favor…
—Vergüenza me da a mí llegar a casa sin una propina que llevarme a la boca. No sea usted esaborío.
—Yo pensé que sabías defenderte mejor. Como no aprendas… Vaya mirlo blanco. Vamos, vamos —el camarero viudo se lo pasaba bien a mi costa—. Date prisa, Manolo, que voy a cerrar.
—Como el señorito no se quite los calcetines de lana, va a provocar un incendio forestal. ¡Con el calor que hace! —se preocupó extrañado el limpiabotas, mientras extendía la crema negra.
Si Ignacio Rubio, mi profesor de Literatura, estuviese en la ciudad, me hubiera dirigido con mis zapatos limpios a su casa para tomar café, hablar de la novela rusa y pedir algunos consejos. Los mejores momentos de este año en Granada los he vivido oyendo sus teorías sobre estética y sus maldades sobre la situación de España, o confiándole mis dudas y mis ambiciones. Pero Ignacio está en Santander hasta septiembre. Pasa el verano en casa de los padres de su mujer. Mucho camino, demasiado lejos para hacerle una visita. Se me iban a ensuciar los zapatos. Así que empecé a caminar sin rumbo, pero enfilado hacia Puerta Real, la Carrera y el Paseo del Salón. Las palabras de Marcelo me habían impresionado, y no sólo por la fama de don Juan que rodeaba al jefe. Venga, Chelo, venga, baja al bar y te tomas una cerveza con nosotros. La había llamado Chelo con toda confianza. Para don Alfonso no era Consuelo, sino Chelo. Eso marcaba diferencias.
Me habían impresionado también los recuerdos de guerra del camarero viudo. ¿Qué sabía yo de la guerra? Algunas cosas, pero me afectaba más lo que desconocía. Con Ignacio Rubio había hablado de la muerte de García Lorca, del exilio de Antonio Machado y Rafael Alberti, de la cárcel de Miguel Hernández, de versos, libros, canciones. Pero después de las palabras tan cercanas de Marcelo, que horadaban su propia vida, me había sorprendido lo poco que sabía de mí, de mi familia. Mi abuelo José, el padre de mi padre, murió en la guerra. No sé cómo, no sé en qué bando. Ni mi padre, ni mi abuela Elisa me han contado nunca nada. No era tema de conversación. ¿Y mi abuelo Felipe, el farmacéutico? ¿Y la adolescencia de mi padre? ¿Cómo se distribuyeron en la familia los bandos, los héroes de la retaguardia, los tiros en las trincheras y los paredones? ¿Y los sentimientos de mi madre y de mi tía Rosario? ¿Qué vieron de niñas, qué sintieron con la República, con el golpe de Estado, con la victoria? ¿Y los ingleses y los alemanes? ¿Qué tenían que ver los ingleses y los alemanes con la vida de un camarero de la calle Lepanto, con la vida de mis padres, con la mía? Conozco a mi familia en horizontal, pero no en vertical. He vivido en la superficie, en el silencio. Me doy cuenta de que he crecido sin la dimensión del pasado.
¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?, preocupaciones del gran Rubén Darío. Por lo pronto yo venía del bar Lepanto y ya iba por los jardinillos del Genil, camino de la calle Transversal de la Bomba. La vida me estaba convirtiendo en un espía. No se me ocurrió mejor forma de apagar la tarde y el desasosiego que vigilar la casa de Consuelo. Quería ver con mis propios ojos salir a don Alfonso por el portal, aclarar las dudas, la miserable verdad de mis especulaciones. Pero una calle sin árboles y con un solo coche aparcado ofrece pocas posibilidades para el camuflaje. Iba a ser difícil que no me viesen si salían del portal camino de la estación. Mejor esperar apostado en la esquina del Paseo de la Bomba. Allí me coloqué, dispuesto a observar la casa de Consuelo y a simular que era un novio al que habían dado plantón, alguien fijo como un árbol en una esquina, que no se decidía a marcharse, aunque pasaran los minutos, porque albergaba la esperanza de que en cualquier momento apareciese su amor pidiendo disculpas y con una excusa convincente para explicar el retraso.
Cerró el taller de motos. Cerró la farmacia. Las criadas con niños que subían y bajaban por el Paseo desaparecieron para dejar el territorio libre al beso de las parejas de novios. El día empezó a perder su luz y yo mi tranquilidad. De golpe me di cuenta de que las cosas podían suceder al revés y que era posible que me sorprendieran por la espalda mientras miraba hacia el portal. Si la familia de don Alfonso estaba en Torremolinos y él tenía que preparar el equipaje para el acontecimiento de La Coruña, era muy probable que la pareja de amantes hubiese elegido su casa. Me hirió la imagen de Consuelo desnuda doblándole una camisa y preparando la maleta. Otro pantalón, dos camisas más, calcetines, calzoncillos, la bolsa de aseo, el peine para el bolsillo de la chaqueta… ¿Y si la pareja decidía pasar por la casa de Consuelo antes de dirigirse a la estación…? Era muy fácil que me descubrieran apostado en la esquina. Una situación violenta, unas disculpas imposibles y atolondradas, el espía puesto en ridículo, el empleado puesto en la calle, el amante puesto en evidencia y el cateto puesto en su sitio y alejado para siempre de Consuelo. Por supuesto.
Decidí cambiar de posición. En el fondo daba igual vigilar el portal que la entrada de la calle, así que crucé el Paseo de la Bomba y me coloqué en la parada del tranvía, en la curva de los jardinillos del Genil. Era un buen lugar para confundirse entre la gente. Habían pasado dos tranvías y veinte minutos cuando vi aparecer por el fondo del Paseo, con su andar cansado y sus pies doloridos, a Vicente. No llevaba chaqueta. Cuando se acercó, también me di cuenta de que unas sandalias habían desbancado a sus zapatos. Casi no tuve que moverme de mi escondite para observar su recorrido. Dobló la esquina, subió por la calle Transversal de la Bomba, saludó a un vecino y entró en el edificio de Consuelo. Demasiadas sorpresas para un solo día. La vida es una perra sarnosa.
Pero decidí esperar. Tal vez se trataba de un encargo de última hora, de una llamada de don Alfonso, una exigencia de la oficina. Si Vicente había acudido a casa de Consuelo para hacer una gestión, saldría en unos minutos. Lo vería bajar la calle, cruzaría él solo, o con don Alfonso, o con Consuelo y don Alfonso. Me senté en un banco de los jardinillos. Más que vigilar, empecé a sentirme vigilado por la sirena de una fuente sin agua. La oscuridad se apoderó del Paseo sin que nadie saliese de la casa. Definían bien mi estado de ánimo las bombillas enfermizas, las lámparas colgadas de los árboles.
—Hola, ¿tienes fuego? —un hombre de unos cincuenta años, con una camisa verde, un pantalón blanco y un cinturón muy apretado, me sonreía.
—Lo siento, no fumo.
—¿Me puedo sentar contigo?
—Siéntese, yo me iba.
—¿Y no te quedas un ratito?
—Creo que esto es un malentendido —recordé el consejo de Marcelo cuando caí en manos del limpiabotas. Debía aprender a defenderme. Pero sin perder la dignidad—. Adiós, señor. Buenas noches.
—Es que como estabas aquí, tan solo y tan guapo.
Dice mi profesor de Literatura que la distancia y la ironía son armas fundamentales para un escritor. Comprendí enseguida el concepto, la teoría, el truco literario. Pero esta noche, mientras escribo, descubro lo difícil que es la práctica, mantener la calma cuando la realidad da un giro inesperado y te retuerce el corazón. Resulta muy mentiroso escribir con ironía y distancia cuando la vida se te cae encima.
He soportado la mañana con muy mal cuerpo. Tomé la decisión de disimular el malhumor, de tratar a Consuelo del modo más natural, es decir, según el código pactado de los compañeros de trabajo que aparentan distancia ante los demás porque esconden un secreto. La desgracia es que yo escondo ahora tres secretos. Mi relación con Consuelo, mis dudas sobre las relaciones entre Consuelo y don Alfonso y la sorpresa de la visita nocturna de Vicente a la calle Transversal de la Bomba. El buen oficinista, el vendedor de libros en cómodos plazos, el compañero acobardado y mediocre que no quiere enterarse de nada, esconde también su misterio, sus debilidades, sus traiciones, sus vicios. ¡Un adúltero más qué importa al mundo!
Tres secretos son muchos para una sola persona. Tres sorpresas graves desestabilizan cualquier intento literario de observar los paisajes de la condición humana. Las obsesiones hacen ruido y dan vueltas como las aspas del ventilador. Ha resultado difícil mantener la calma. De lo que verdaderamente tenía ganas era de acercarme a Consuelo para llamarla por su nombre de guerra, Chelo, y preguntar con despecho por don Alfonso y por Vicente. Tenía ganas también de decirle a Vicente que no me engañaba con su chaqueta beis y sus zapatos, que lo había seguido por la calle al verlo con sandalias y en mangas de camisa, que conocía sus malas costumbres y que muy pronto su mujer iba a empezar a recibir anónimos con informaciones dolorosas sobre las licencias de un marido hipócrita. Y todo contado de forma minuciosa en mi cuaderno, el primer aliado en la venganza. Para eso sirve también la literatura, para ajustar cuentas. Sí, descargaría la cólera y denunciaría a los hipócritas.
Pasados los ataques de indignación, mientras Vicente hablaba por teléfono y Consuelo repasaba el informe de la distribuidora sobre las ventas de julio, sentí vergüenza de mí mismo. ¿Quién soy yo para meterme en la vida de Vicente? Sólo tengo derecho a recibir una aclaración de Consuelo, una conversación sincera sobre nuestra historia. Pero me falta valentía y me temo que estoy condenado a hacerme el tonto durante el mes y medio que me queda de trabajo en la oficina. El cuaderno va a convertirse en el único confidente, en un confesionario lleno de dudas y de ejercicios de conciencia. Otra utilidad de la literatura: es un consuelo y una tabla de salvación.
La tristeza desolada del día se hizo más espesa cuando Vicente me informó de que debería acompañarlo por la tarde a Maracena. La Asociación Cultural san joaquín había aprovechado las fiestas del pueblo para organizar un acto de presentación de la enciclopedia entre sus afiliados. Había sido una iniciativa del secretario de la Asociación, un vecino de Maracena llamado Carlos Cid, propietario del bar El Colorín. En el programa cultural de las fiestas se anunciaban una película con coloquio, una velada de flamenco y la presentación pública de la Enciclopedia Universo. Una oportunidad que no se debía perder, según Vicente. Pero había que ir con cuidado, ser precavidos, no meternos en problemas. Todo está revisado, todo bajo control, le había dicho don Alfonso a Vicente, pero ándate con ojo.
Los pueblos tienen la costumbre de bautizar con motes a los vecinos y Carlos Cid era conocido como el Colorao por sus ideas políticas. Los pueblos pequeños, además de motes, tienen un farmacéutico, un médico, un alcalde, un cabo de la Guardia Civil, una modista, un cura y un rojo oficial. Durante años se había conocido a la familia del secretario de la Asociación Cultural san joaquín con el cariñoso apodo de los colorines. Pero de colorines habían pasado a coloraos por el sesgo de las opiniones de Carlos. A la autoridad competente no le gustó mucho que dejase la construcción para abrir un bar. Con el paso del tiempo todo se había tranquilizado, y el revolucionario no debía de ser muy peligroso en realidad. La llamada a la editorial para organizar el acto la había hecho un cura de Maracena. Seguro que el secretario era buena gente y estaba en paz con el patrón san joaquín y con la iglesia. Hay personas que hablan mucho, pero después son como corderos.
Don Alfonso se había informado bien antes de aceptar la invitación y había explicado con detalle el asunto a Vicente. Mientras oía la monserga de mi compañero, que me pedía perdón por no haberme avisado con más tiempo, yo estaba perdido en otras preocupaciones. Una tarde más sin ver a Consuelo, sin oportunidad para oír su invitación, ¿me acompañas a casa?, sin posibilidad de hablar con ella, de intentar aclararme, de recuperar nuestra intimidad de tuberías amigas, canciones y desnudos. Tal vez la visita nocturna de Vicente a casa de Consuelo se relacionaba con el acto de Maracena. ¿Había sido una petición de don Alfonso, un compromiso de última hora?
Así que el día se nubló todavía más sin que una sola mancha apareciese en el cielo tirante de la ciudad. No tenía el cuerpo para muchos quebrantos. A los dolores sentimentales se sumaba mi decisión repentina de convertirme en fumador. Anoche, cuando terminé de escribir, sentí el impulso de empezar a fumar. Lo siento, no fumo, le había dicho al amanerado que me asaltó en los jardinillos. Estaba sentado en un banco como un idiota, solitario, desamparado, sin justificación ninguna, sin un paquete de tabaco y una caja de cerillas. Imaginaba a Consuelo en su casa y con un cigarro encendido. Me hubiera gustado levantarme de manera más digna y decirle sí, tengo fuego, puede quedarse con las cerillas, pero haga usted el favor de no tocarme, haga usted el favor, don Alfonso, de no tocar a Consuelo, y tú, Vicente, haz el favor de no acercarte nunca más al Paseo de la Bomba. Quédate con las cerillas, pero déjame tranquilo.
La verdad es que no sabía nada de nada, no tenía derecho a pensar mal de nadie, pero me acordé de un paquete de Celtas abandonado en el dormitorio de Jacobo, uno de mis compañeros de piso. Habitar una casa vacía y ajena es como ser amante de una mujer con muchas visitas. Uno se convierte a la religión del espionaje. Había descubierto muchos secretos de mis compañeros en sus armarios, sus estantes y sus mesas mientras ellos disfrutaban de unas maravillosas vacaciones en familia. Así que busqué el paquete de tabaco, encendí un cigarro y me puse a leer La vida de un hombre innecesario de Máximo Gorki. La mezcla de literatura rusa, tabaco seco, falta de costumbre y calor de agosto me provocó un nudo en el estómago. El primer cigarro fue un desastre, una maldición desagradable que me recordó otro intento de la niñez, cuando el hijo del zapatero y yo enfermamos de humo por imitar a los mayores. Ahora no pensaba renunciar. Quería convertirme en fumador, comprar tabaco en el estanco, ofrecer a los demás, facilitar las conversaciones y acompañarme a mí mismo en los momentos de soledad. O quemarme por dentro.
Dejé pasar unos minutos, leí tres páginas de Gorki y encendí otro cigarro. Decidí aspirar el humo con plenitud, en profundidad, como uno debe beberse la vida. La segunda calada me levantó de la silla camino del cuarto de baño. Corrí empujado por el vómito y luego caminé de forma muy torpe a la cama. Nunca había estado tan borracho. El mareo se cebó en mí para acabar de convertirme en un guiñapo. Había transformado mi vida, mi piso, mi habitación en una sala de tortura. Eso fue ayer. Hoy me han pesado durante toda la mañana las piernas, los brazos, la cabeza y mis resquemores. Pero por la tarde he tenido mi primer éxito laboral.
A las cinco y media vino a recogernos a la oficina un amigo de Vicente llamado Antonio Mendoza. Tenía un Seat Seiscientos aparcado junto a la Casa de Socorro. Mendoza es de Maracena y trabaja en un taller. El jefe permite que de vez en cuando utilice un coche. Es que después de reparar una avería, hay que probar los vehículos, explicó el mecánico mientras nos llevaba a su pueblo. Éste va de maravilla, como recién salido de la fábrica, nos dijo con un orgullo prestado y una alegría muy personal. Antonio Mendoza es mayor que Vicente. Pasar de mecánico a conductor parece su forma de ayudar a la comunidad y colaborar en la organización de las fiestas. Bajo, simpático, ágil, tiene la cara de una ardilla y las manos de un pianista. La elegancia de su carácter se condensa en las manos, más blancas y alargadas de lo que corresponde a su piel y a su figura. Debe de trabajar en las piezas de los motores con la precisión de un cirujano.
Mientras miraba desde el asiento trasero sus movimientos en el volante y en la palanca de cambios, atendí a su conversación con Vicente. No cabía esperar muchas ventas, dos o tres enciclopedias, una para un tal Marcial, otra tal vez para Felipe Casanova, un amigo que había tenido suerte en la construcción, y otra para la escuela del cura. Ésa iba a ser la compra costeada por la Asociación. Pero estaba bien darse a conocer, entrar en contacto con la gente del pueblo, respirar el ambiente. Un acto así, en medio de las fiestas de san joaquín, daba prestigio a la editorial, a la Asociación y al Colorao. Te vas a llevar una sorpresa, le advirtió a Vicente.
—A mí esto me parece un disparate. No me gusta hablar en público.
Mi compañero de fatigas no parecía muy convencido. Las personas indiferentes, poco interesadas por los acontecimientos del mundo, se ponen nerviosas de una manera especial. A Vicente le dio por preguntar mucho. Pidió detalles sobre el local, los asistentes, el plan previsto de intervenciones, lo que habían dispuesto para después del acto y para el regreso. No te preocupes, intentó tranquilizarlo Antonio Mendoza, con una mueca de protesta por las prevenciones del amigo. Te voy a dejar en la puerta de tu casa con este mismo coche. Todavía no he terminado de probarlo, dijo.
Me extrañaba que Vicente no se animase a disfrutar de la situación, aunque sólo fuera por simple curiosidad. Yo había entrado en el Seat Seiscientos envuelto en una crisis vital y vapuleado además por una paliza de tabaco reseco. Sin ánimo, sin ilusiones, sin futuro, sin paciencia. Pero ya estaba entregado al afán optimista y a las manos blancas de aquel hombre.
En las mesas y la barra del bar El Colorín, más conocido por el Colorao, había mucha gente. Más de cincuenta personas, anunció el dueño. Carlos Cid era un hombre corpulento. Hablaba y andaba con la misma contundencia. Sin preguntar, nos puso sobre la barra dos botellines de cerveza en forma de saludo.
—A ti no te conocía. ¿Eres el nuevo vendedor?
—Sí, nos está ayudando en la editorial. Se llama León —Vicente contestó por mí, mientras ojeaba la situación—. ¿Cuándo empezamos?
—Os podéis tomar la cerveza con tranquilidad. No hay prisa.
—¿Ha venido alguien del Ayuntamiento?
—El alcalde no puede. Pero han venido dos concejales. Son los que están hablando con el cura.
Habían preparado una pequeña tarima con tres sillas en el fondo del bar. Cuando subimos para ocupar la posición señalada, las voces se apagaron y el silencio se concentró en nosotros. Pensé que iba a costar trabajo lograr la atención del público, pero no se oía ni una mosca cuando Carlos Cid empezó a hablar de la puesta en marcha de la Asociación Cultural san joaquín, ya sabéis, de lo importante que era colaborar por primera vez con las fiestas del pueblo, ya sabéis, de lo interesantes que habían resultado la película y el animado coloquio en la sesión anterior, ya sabéis, de la calidad de los cantaores que iban a colaborar en el acto de clausura, ya sabéis, y de lo oportuno que había sido reservar un hueco para los libros, porque el conocimiento, ya sabéis, es lo que hace libre al hombre. A la Asociación le había parecido muy buena idea presentar la Enciclopedia Universo y abrir una cuestación entre los amigos y afiliados para regalarle esta gran obra a la escuela de la parroquia, ya sabéis. Nadie mejor para dirigirnos la palabra que Vicente Fernández, ya sabéis, algunos ya lo conocéis, el responsable de la editorial en Granada.
Quien no sabía nada era yo. Ignoraba que Carlos Cid y alguno de sus amigos conocieran a Vicente, tal vez de otra reunión fracasada. Ignoraba, sobre todo, qué tono iba a utilizar mi pobre y atorado compañero para vender la enciclopedia ante aquel público. Entonces comprendí sus nervios.
—Es para mí un verdadero honor que me hayan invitado a estar entre ustedes —sus palabras sonaban a discurso oficial, a intervención de un padre de la patria con responsabilidades públicas. Ser vendedor significa comportarse como un camaleón, cambiar de piel según las situaciones, pasar de la intimidad de los nombres en un domicilio a los saludos públicos y los grandes proyectos nacionales anunciados en una fiesta de pueblo—. Como ha dicho Carlos Cid, la cultura es la columna vertebral de un pueblo. La cultura es tan importante como el pan, alimenta nuestras ideas, nuestro sentido del deber, nuestro compromiso. Un país sin cultura es una selva, una tierra sin honor.
El público estaba atento, con ganas de oír, de saber, de intuir una forma más digna de vida. Vicente hablaba como un señor, pero volví a reconocer mi incomodidad, a sentirme invadido por el sentimiento de estafa con el que me castigaba en cada sesión de ventas. La primera quincena de agosto ha sido muy fértil en llamadas, visitas y contratos. Yo he acabado de aprender que las bellas palabras engañan, disfrazan las mentiras. Detrás de las sílabas graves que forman conceptos como cultura, pueblo, ideas, deber, compromiso y honor se esconden una humilde comisión para los vendedores y un buen negocio para don Alfonso y sus amigos de Madrid. La admiración que sentí ante el saber estar de Vicente, su entonación ajustada, su vocabulario, se mezcló con el menoscabo íntimo de la impostura.
—El saber afecta a los grandes asuntos filosóficos tanto como a las cosas modestas de la vida cotidiana. La historia se encarna en los nombres y en los apellidos. Pensad por ejemplo en Carlos Cid. Con la Enciclopedia Universo podréis aprender la historia de uno de los más grandes guerreros españoles, el Cid Campeador. Y también conoceréis el valor de Carlos III, el monarca ilustrado, el rey que trajo a España la educación moderna y el desarrollo económico. Pero sin salir de la C de Carlos o de Cid, podréis estudiar también las características de ese pájaro cantor y simpático que se llama colorín —las risas y los murmullos se apoderaron por primera vez del bar, como anticipo del tumulto que se iba a desatar de inmediato—. Y también podréis entender la enorme amplitud de significaciones que guarda la palabra colorado —una carcajada general—. Las palabras son un pozo sin fondo, uno las utiliza sin saber todo lo que hay en sus despensas. Colorado se aplica a muchas cosas. Se dice de lo que tiene un color más o menos rojo —otra carcajada—. Se llaman Colorado un monte de Bolivia y dos ríos de los Estados Unidos. Colorado es también un gran Estado de Norteamérica. Y responde al nombre de Colorado el partido conservador de Paraguay…
—No me digas. ¿Conservador? —la voz de Antonio Mendoza se elevó como una flecha diabólica sobre las cabezas de los asistentes.
—Sí, conservador, nacionalista y anticomunista. Lo fundó el general Bernardino Caballero…
—No te jode —Carlos Cid meneaba incrédulo la cabeza.
—Vaya, Colorao —Mendoza volvió a sacar el arco—, si resulta que eres un facha.
—No te pases, que te cobro todo lo que me debes.
—Eres un cándido.
—¿Cándido yo? Tu padre…
—Bueno, en la historia de España… —me encontré hablando desde la tarima sin pensarlo, arrastrado por la conversación y el ambiente—, en la historia de España se llamaba colorados a los liberales que lucharon contra el absolutismo. Y no olvidemos la importancia de poner colorado a quien se lo merece. Colorados debemos poner a los cristianos que no reparten sus bienes y dejan que sus hermanos se mueran de hambre. Y colorados deben ponerse los ciudadanos que olvidan las tres palabras sagradas de la época moderna: libertad, igualdad y fraternidad.
Vicente se movió para callarme y recuperar la palabra, pero no hizo falta. Estalló en el bar una ovación provocada por Carlos Cid y secundada por todo el público, incluso por el cura. Sólo permanecieron quietas las dos autoridades del Ayuntamiento. No mostraron ni alegría ni consternación. Supongo que les bastaba con apurar su cerveza y calcular los límites inciertos que separan los dominios de la religión, la cultura, la historia y la política.
—Mi compañero, el estudiante León Egea Extremera, habla con la pasión de la juventud. Todo cabe en el conocimiento. Por eso la Enciclopedia Universo es una obra que se abre a las sugerencias del público. Yo vengo a pedir sugerencias sobre la historia de Maracena. Por desgracia en esta edición sólo se habla de este bello pueblo como de un partido judicial de Granada. Pero yo sé que aquí se han producido grandes acontecimientos. Muy cerca de donde estamos, en un lugar de la Vega, junto a la Acequia Gorda, apareció muerto don Martín Vázquez de Arce, el famoso Doncel de Sigüenza. Y sé que hasta estas tierras, en el año mil ciento veintiséis, llegó el rey Alfonso I el Batallador, en una de las operaciones más gloriosas de la Reconquista. Y que en estos pagos lucharon en mil cuatrocientos noventa y dos los Reyes Católicos para consagrar su victoria definitiva contra los árabes. Venimos a pedir oficialmente al Ayuntamiento de Maracena información para las ediciones futuras de la enciclopedia.
Unos aplausos tímidos cerraron la intervención de Vicente. Nada comparable con la ovación espontánea que habían provocado mis palabras de ayuda para Carlos Cid, el Colorao, tratado de manera tan injusta por la historia política de Paraguay. Había sentido la obligación espontánea de aclarar las cosas. Vicente estaba herido en su amor propio. Su ayudante, un simple aprendiz, le había robado el protagonismo. Puso muchos reparos cuando Antonio tuvo la idea de parar en una venta cercana para cenar algo. Con el jaleo del bar, los saludos de los concurrentes y las felicitaciones que me dirigían los amigos de Carlos Cid, no habíamos tenido tranquilidad para pedir ni un bocadillo. La corpulencia del propio Carlos Cid vino hacia mí cuando nos íbamos, me dio otra vez la mano y me ofreció tabaco.
—¿Un cigarro, chaval?
—Venga, vamos a fumar —y las caladas me sentaron bien, porque detrás de cada una respiraba ovaciones, abrazos, saludos.
La conversación en la venta fue muy desigual. Frente al vino, la botella de gaseosa, el tomate aliñado y los huevos con patatas, Antonio Mendoza comentaba la reunión en términos positivos. Un acontecimiento novedoso para el pueblo. Buen ambiente, mucha asistencia, mucha participación y algunas compras imprevistas. La enciclopedia del cura, además, estaba ya costeada. Un éxito. Vicente callaba, no se dejaba arrastrar por el entusiasmo de su amigo, se mostraba inseguro. Le dolía que el jovencito torpe, víctima de las bromas de un lotero de Motril, hubiese tardado poco en quedar por encima. Pero yo no tenía motivos para compadecerme después de la actitud hipócrita que él y Consuelo mostraban conmigo. Donde las dan las toman. Si le asustaban los responsables del Ayuntamiento y los comentarios del público, era problema suyo. Don Alfonso no me había concedido el honor de hablar conmigo.
Vicente se levantó, le pidió a Antonio las llaves del coche, trasteó en el interior del Seat Seiscientos y volvió con su cartera. Sacó el primer tomo de la enciclopedia.
—Ten, como regalo de la editorial por tu ayuda automovilística. Para que te lo leas todo. De arriba abajo. En el sobre están las explicaciones.
—¿Y los otros tomos? ¿En cómodos plazos?
—Ya te los regalaremos como pago de otros servicios. Cuando termines, se lo pasas al Colorao por si pica. Tienes razón, es un cándido.
Al entrar en Granada, nuestro chófer preguntó la dirección de mi casa. Repitió tres veces la palabra Realejo, movió la mano blanca sobre su mejilla, hizo cálculos y sacó la conclusión de que le convenía dejar primero a Vicente. Mira por dónde iba a enterarme del lugar en el que vivía. Pero la idea no pareció gustarle a mi compañero. Abrió una nueva discusión para insistir en que era mejor cambiar de trayecto.
—El muchacho es todavía muy joven. Necesita dormir más que yo. Llévalo cuanto antes a su casa.
Se salió con la suya. Hay perdedores que no saben perder y eso es una desgracia más grave que la derrota. Subí al piso con la ilusión de pegarme una ducha y ponerme a escribir un rato. Ojalá no esté cortada el agua, pensé. Y no estaba cortada. Otra cosa que me ha salido bien.
Da gusto abrir el cuaderno con un estado de ánimo fuerte. La seguridad ayuda a contar las cosas de una forma más ajustada. Esta noche sólo me ha cansado, porque me parece ingenua, la manía de escribir los nombres de la iglesia con minúscula: san joaquín, virgen, dios… Mantengo el empeño, resisto. Mi profesor de Literatura dice que la disciplina y la voluntad son cualidades imprescindibles para un escritor.
Unas vacaciones dentro de otras vacaciones son demasiadas vacaciones. Sin clases en la Universidad, sin trabajo en la oficina, sin valor para presentarme en casa de Consuelo, las paredes de mi habitación se han convertido en una cárcel. Puedo salir, andar por el piso, entrar en el cuarto de Jacobo, espiar los cajones de Jesús, pero la cárcel sigue conmigo. Puedo hundirme en una novela rusa, disponer de la estepa, de una batalla, de una historia de amor, pero la cárcel sigue conmigo. Puedo abrir la puerta, bajar las escaleras, salir a la calle, cruzar la ciudad, moverme con el descaro de un perro salvaje, pero la cárcel sigue conmigo. Vaya donde vaya, sigue conmigo. Aplazar el encuentro que se teme o que se desea, romperle el tiempo a una obsesión, supone cerrar cada minuto con los barrotes de una celda.
La virgen de la asunción no es una fecha grande en mi pueblo. En Villatoga quemamos todo nuestro fervor el día de santiago. La misa solemne, el sermón de don Bartolomé, la procesión, la banda de música que llega de Jaén y la verbena visten de fiesta el calor del verano. Pero el quince de agosto es un día sin fuerza y sin espuma, entre otras cosas porque don Bartolo se va siempre a León hacia la mitad del mes para pasar dos semanas de vacaciones con su familia. Alguien que lleva el nombre de mi ciudad debe portarse de forma muy correcta, mejor que nadie, me exigía cuando era niño. Al principio le caí simpático al párroco de Villatoga gracias a mi nombre. Después también empezó a mirarme con precaución, como a todo el mundo. La verdad es que le gusta regañar, imponer respeto, pero tiene corazón, se porta bien con los desgraciados. Mi madre siempre repite que mira y habla con más prudencia que el alcalde. Cuando se va, mandan a un sustituto desde el obispado, un cura de quita y pon, un adorno para los vecinos. Los fieles acuden a misa el domingo por cumplir y después olvidan los compromisos con la iglesia. El miedo al pecado se marcha de vacaciones en el mismo autobús que don Bartolo y regresa con él, doblado entre las sotanas de su maleta.
Este puente innecesario ha partido en dos el mes de agosto, me ha dejado sin oficio ni beneficio, sin poder tomar decisiones inmediatas sobre mi vida, sin enterarme de lo que soy y significo para Consuelo. Miro las paredes, dejo que pasen las horas, me acostumbro a la desgana, me agito como si fuese agua puesta a hervir, imagino, pienso, pero todas las ideas se me escapan. Lo único que merece ser recordado es la conversación de esta tarde con Marcelo, el camarero viudo. Conocía algo de su historia, me habían llegado algunos comentarios por aquí y alguna confesión por allá entre los desayunos y las cervezas. Pero nada más que retales de su vida. Hoy me la ha contado entera.
—¿Quieres una copa de coñac? Espera a que se vayan los franceses y cerramos.
Había salido del piso a la hora de comer para pedirme un bocadillo de atún en el bar Lepanto. Era una estrategia, un modo de sentirme cerca de la vida normal, del odio a don Alfonso, Vicente y Consuelo y de los horarios no borrados por el puente. Marcelo se alegró de ver una cara amiga entre los turistas. Desaparecidos los clientes asiduos, sólo llegaba al bar una tropa acalorada y extranjera. Demasiados rubios, demasiadas bellezas intocables para un hombre solo y cansado de mirar el paso de los días.
—Por uno que habla hay cien que se callan. No consigo sacarles una palabra ni con sacacorchos.
Cuando se fue la pareja de franceses, limpió sus huellas, encendió la luz, cerró la persiana, retiró la taza de mi café y puso dos copas de coñac Soberano sobre una de las mesas. Marcelo debe comer a salto de mata, tomar a lo largo del día lo que vayan pidiéndole los ojos y las manos. Yo había llegado sobre las tres y no vi en ningún momento que se preparara una ración o un bocadillo para él solo. Por eso me extrañó la copa de coñac que se sirvió después de despedir a los turistas.
—Estoy melancólico, muchacho. Cada uno lleva su cruz y su secreto. Mañana hará catorce años que conocí a Angustias, mi mujer. Ella tenía veinte.
Enseguida me di cuenta de que había aparecido en el momento más oportuno para escuchar la confesión de Marcelo. Su cara conmovida, su manera de hablar, el local cerrado y las dos copas de coñac no dejaban ninguna duda. Una persona feliz hubiese pensado que se trataba de una encerrona, pero yo agradecí la extraña oportunidad de compartir soledades. Agradecí también que me tocase escuchar más que hablar. Con los recuerdos se puede ser generoso, pero es mejor morderse la lengua en asuntos del presente, porque luego hay que convivir con los afectados.
Marcelo conoció a Angustias Cañas en agosto de mil novecientos cuarenta y nueve. Fue un domingo, en una excursión a Pinos Genil, una comida en el campo para cerrar una calaverada de viejos amigos. Como me había hecho especialista en calcular años y en establecer las diferencias de edad entre los miembros de una pareja, hice rápido la composición de lugar. Recordaba que Marcelo había salido de Málaga con veintidós años en mil novecientos treinta y seis, es decir, que en mil novecientos cuarenta y nueve tenía treinta y cinco. Así que se llevaba quince años con su mujer, una diferencia muy parecida a la que había entre Consuelo y yo. Ganas de perder el tiempo con matemáticas inútiles, porque la realidad y los números no siempre coinciden. Se considera normal que un marido tenga quince o diecisiete años más que su mujer, pero es escandaloso que una mujer se enamore de un hombre quince o diecisiete años menor que ella.
—Era casi una niña. Cuando me casé, los compañeros del Suizo me preguntaron cuarenta veces si no me daba lástima. Pura envidia, ganas de gastar bromas en una boda alegre, aunque la verdad es que aparentaba menos edad de la que tenía.
Angustias se había quedado huérfana con siete años por culpa de la guerra. Sus padres, anarquistas y muy metidos en la política del pueblo, tardaron poco en caer. Unos tíos, don Juan y doña Marina, se hicieron cargo de ella. Eran los propietarios de una venta al lado del río, y allí encontró Marcelo a la bella Angustias, bien criada y muy bien educada, un tesoro andante que ayudaba en la cocina y servía las mesas. Con una puntualidad obsesiva, empezó a presentarse en la venta del río, solo o con amigos, todos los domingos a la hora de comer. Se convirtió en el enamorado de Pinos Genil, y el prestigio de la ciudad facilitó su victoria sobre los pretendientes locales.
Cuando supo que era huérfana de rojos, Marcelo tuvo miedo de su pasado, contó la historia de su familia con disimulo, se atrincheró en los recuerdos menos comprometedores y decidió esconder el bando en el que había combatido. No le importaba sacrificar por Angustias la lealtad a sus ideales políticos y la memoria de su padre, detenido y ejecutado en Málaga durante los primeros días del levantamiento militar. Pero no tardó en comprender que se trataba de un sacrificio inútil, porque los tíos de su novia eran gente de orden y la habían educado en la piedad y en la devoción según mandaba la santa madre iglesia. Marcelo había conseguido establecer relaciones con una muchacha religiosa y casta. Se casaron en mil novecientos cincuenta y uno.
No fue necesario cambiar su pasado, pero sí su presente. Los secretos de Marcelo tenían que ver con la mala vida de un antiguo soldado, camarero y amigo de señoritos, que al colgar los sábados por la noche el uniforme del Suizo, chaqueta y camisa blanca, pantalón negro y pajarita, se lanzaba con sus compañeros de juerga a quemar la hoguera de alcohol y tentaciones que ofrecía Granada. Cuando conoció a Angustias, acababa de despertarse en una casa del Albaicín, al lado de la mala cara y la decrepitud de una amiga por horas. La luz le había arrebatado buena parte de sus encantos. Pedro Aguilar, también camarero del Suizo, dormía en otra habitación, y don Alfonso, mi jefe, en otra. Entonces no tenía dinero para veranear fuera de la ciudad.
El deseo de continuar la fiesta cambió su vida. Gastada la mañana en desayunar, despedirse de las amigas, volver a desayunar, aplazar la idea del regreso a casa, hacer y deshacer planes, don Alfonso propuso ir a comer a Pinos Genil. Después de una noche cargada de veneno, encontrarse con la inocencia de Angustias supuso una revelación, otro tipo de veneno, un hechizo transparente, claro, como el agua limpia de un río de montaña. Renunció en un instante a sus costumbres, sus domingos y su fama de excombatiente crapuloso, a cambio de una vida junto a la muchacha de la venta. Y se salió con la suya. Es una suerte, si se piensa bien, poseer algo a lo que renunciar por amor. Mi caso no es ése, desde luego que no. ¿Qué tengo yo, qué puedo sacrificar, qué voy a abandonar, ya sea por Consuelo o por otra mujer? Difícil murmurarle a alguien que he cambiado de vida por su amor. No tengo crédito suficiente, no valen mucho las anécdotas de Villatoga, las rutinas de la Universidad y las ambiciones de un aprendiz de literato. Sospecho que deberá ser Consuelo la que se sienta obligada a cambiar de vida. Adiós, don Alfonso, adiós, Vicente, desde hoy quiero ser otra persona.
El problema es que esos cambios no resultan tan fáciles. El diablo se va dos semanas de vacaciones escondido en la maleta del cura don Bartolo, pero el resto del tiempo cumple a la perfección con su trabajo. Cuando Marcelo llevaba casado algo más de dos años, feliz en su matrimonio y orgulloso de Angustias, empezó a fallar, se acostumbró a salir otra vez y a llegar más tarde de la cuenta algunos sábados. El amor sincero no es incompatible ni con las tentaciones de la carne, ni con el poder de convicción de los amigos. Pedro Aguilar reivindicaba la presencia de Marcelo en las aventuras nocturnas, aunque sólo fuese una vez al mes. Era un derecho de vieja camaradería.
—Una fatalidad. Angustias pensó que mi desapego se debía a que ella no se quedaba embarazada. Pero de verdad que yo no estaba desapegado, de verdad que no. Sólo hacía el idiota, me dejaba llevar. El caso es que los dos queríamos un hijo pronto, para después ir a por una niña, y después a por otro niño… Nos ilusionaba ser padres de una familia numerosa. Joder, la vida se complica, León. No te puedes hacer una idea. Mañana se cumplen catorce años del día en que la conocí, y en ese calendario está clavada la fecha de su muerte.
La cruz de Marcelo tiene que ver con los azares del diablo. Angustias hizo promesa de madrugar y oír misa de siete todos los domingos en la iglesia de san matías. Hay mujeres que tienen la mala suerte de quedarse embarazadas por un descuido y mujeres que necesitan hacer promesas, encender velas y rezar a la virgen y a los santos. Marcelo no podrá olvidar jamás su día maldito, el domingo en el que se cruzó con Angustias en el portal de su casa a las seis y media de la mañana. Él había alargado de un modo temerario la noche de juerga, había cedido a las presiones de Pedro. Ella madrugaba para cumplir su promesa. El dolor de un ser querido puede ser más duro que un insulto. Angustias no protestó, se limitó a dar los buenos días y a seguir su camino hacia la iglesia. Joven, digna, capaz de sostener su belleza ante la luz de los amaneceres, pasó al lado de Marcelo con su misal y su velo como si aceptara la fatalidad de una desgracia. El recuerdo de esa escena le humedece todavía los ojos al camarero viudo.
—La puñetera vida, León. Quedé tan avergonzado, tan roto, que decidí olvidarme de las noches de juerga, huir de Pedro, buscarme otro trabajo. Pero el mal estaba hecho. La promesa de la pobre Angustias era ya una maldición. Desde entonces estuvimos marcados.
Guardó un silencio largo que yo no quise romper con ninguna pregunta. Parecía concentrado en sus heridas, en esa maldición del destino que había paralizado el tiempo sobre su intimidad y sobre el calendario del bar Lepanto. Luego se levantó a por la botella de coñac y llenó las copas. A veces la realidad engaña, pensamos que todo puede arreglarse, que ya no hay peligro, dijo para retomar el hilo de su historia. Marcelo abandonó su puesto en el Suizo, decidió aprovechar las habilidades de su mujer en la cocina y abrió su propio bar en mil novecientos cincuenta y cuatro. Para evitar nuevos errores, nada mejor que alejarse de la tentación y unir el trabajo a la devoción familiar. El negocio tuvo éxito, empezó a formarse una clientela asidua y, además, Angustias se quedó embarazada. Soplaron buenos vientos a lo largo de unas semanas…, pero la suerte es un bien quebradizo cuando está en manos del diablo. Angustias sufrió una hemorragia a los cinco meses de embarazo y perdió al niño.
—Fue el primer signo de la maldición. Debimos olvidar entonces esa idea de la familia numerosa. Ni dios ni el demonio iban a perdonar mi pecado.
El segundo embarazo de Angustias tampoco salió bien. Se cuidó, dejó de trabajar, no hizo ningún esfuerzo, pero a los cuatro meses apareció de nuevo la hemorragia. Marcelo volvió a sentirse marcado por la maldición que había caído sobre él y su mujer aquella mañana en la que se habían cruzado por desgracia en el portal, a las seis y media, ella camino de la iglesia de san matías y él de regreso de una mala noche en un prostíbulo.
En septiembre de mil novecientos cincuenta y nueve, poco después de cumplir los treinta años, Angustias supo que estaba embarazada por tercera vez. Extremó la prudencia, pasó muchas horas en la cama, siguió con una disciplina estricta las advertencias y las indicaciones de su ginecólogo y consiguió llegar al parto. Pero sólo estaba tejiendo su ruina, su mortaja, porque no hubo perdón. Murió al día siguiente, a las seis y media de la mañana del diecinueve de abril de mil novecientos sesenta. La niña sobrevivió.
—Tengo miedo de criarla, León. Me la cuidan unas religiosas de Almería. Yo la quiero, voy a verla en cuanto puedo, es mi hija, la hija de ella, pero sé que le va a ocurrir alguna desgracia si permito que viva bajo mi techo. Todos tenemos nuestra cruz y nuestro secreto.
Después de buscar en su cartera una foto suya con la niña en brazos, volvió a guardar silencio. Estuvo unos minutos callado, se levantó, dijo que ya eran más de las seis, abrió la persiana del bar y me dio las gracias por escucharlo. Salí encogido y oscuro, triste. Impresionado por la maldición de Marcelo, he comprendido la necesidad de ser prudente con mis obsesiones y mis sentimientos. La ciudad, el piso, mi habitación y mis libros han dejado de parecerme una cárcel. Mejor no provocar a la fortuna.
¿Se puede estar a la vez enfadado y contento? Es como ser un optimista melancólico, un charlatán prudente o un silencioso indiscreto. Así ha estado Consuelo toda la tarde, enfadada y contenta a la vez.
Yo había dedicado el largo puente de agosto, desde el día quince al dieciocho, a la meditación y a subirme por las paredes. Había decidido mantenerme a distancia, extremar el alejamiento. No iba a mirarla desde mi mesa, no iba a quedarme con ella a solas cuando Vicente bajara al bar, no iba a enviarle ningún mensaje de amor secreto, no iba a retrasar mi salida en espera de una invitación para acompañarla a su casa. Incluso había tramado algún acto de protesta. Podía levantarme a media mañana, pedirle el desinfectante y vaciarlo en el cuarto de baño como una queja desagradable sobre el mal olor de la oficina. Un modo directo de romper las hostilidades.
Pero cuando llegué a la editorial, el plan se derrumbó ante mis ojos. Consuelo llevaba puesto un vestido que la hacía inevitable. El diablo y un vestido blanco con estampado de flores rojas y escote de pico se ajustaban a su cuerpo. Era más sinuosa que la carretera de Motril y cuando me sobresaltaba una curva no tenía más remedio que ponerme a pensar en la siguiente. No pude dejar de mirarla durante toda la mañana. Tampoco quise renunciar al café con leche en el bar Lepanto. Acepté la invitación de Vicente. Pero no se trató de una forma de castigar a Consuelo. Fue más bien una tregua, la búsqueda de un paréntesis que me facilitara la respiración, una estrategia de autodefensa. Ni sosiego, ni indiferencia, ni desinfectante.
Al reloj de la oficina le costó más trabajo que nunca marcar las dos de la tarde. Se le habían olvidado los segundos, los minutos y las horas. No creo que pudiera apartar los ojos de Consuelo. Mientras llegaba al piso, preparaba algo de comer, forzaba una siesta alterada y volvía a la oficina, hice mil apuestas y deshojé quinientas margaritas. ¿Reaparecería Consuelo con el mismo vestido? Sí, no, sí, no, sí, no. ¿Sería yo capaz de mantener la dignidad de mi distancia? No, sí, no, sí, no, sí. ¿Acabaríamos por la tarde en su casa esperando el saludo de las tuberías? Sí, no, sí, no, sí, no. Dice mi profesor de Literatura que hablar solo es un síntoma de la buena predisposición que tienen para el oficio las personas con vida interior. Pocas veces he hablado tanto y tan solo.
Me compré un paquete de tabaco, una caja de cerillas y subí las escaleras de la oficina. Allí estaban Consuelo y Vicente. Vicente me saludó con su chaqueta y sus zapatos de hombre fatigado. Consuelo me recibió entrando a matar, con el mismo vestido estampado de flores y de curvas. Yo alargué el paseíllo, encendí un cigarro y me senté.
—¿Es que estás fumando? —la voz de Consuelo sonó extrañada y divertida—. ¿Desde cuándo fumas?
—El éxito es humo —la voz de Vicente respondió con una dolencia irónica—. El miércoles pasado tuvo un éxito y lo celebró fumando.
—En la Universidad se fuma mucho —mi voz sonó con una suficiencia estúpida—. Aunque yo sólo fumo de vez en cuando.
Todo lo que empieza está condenado a terminar. Con frecuencia es una suerte el fin irremediable de las cosas. Vicente revisó las últimas cartas del día, atendió la última llamada, le pasó a Consuelo unas direcciones y se despidió. El reloj marcaba para entonces las siete y cinco. Yo permanecí firme en mi puesto, como si no esperase nada, como si no quisiera irme, como si fuese un silencioso indiscreto después de no haber sido un charlatán prudente. Pero con las uñas pintadas en un pie sin calcetín ni zapato. Me había descalzado para ella, porque existe en el mundo quien mantiene su palabra y cumple sus promesas. Consuelo tardó en darse cuenta. Por fin oí cómo se levantaba. Miré hacia ella. Se acercó a la puerta de la oficina con las llaves en la mano y cerró por dentro. Me dijo hola antes de sentarse en mis rodillas y darme un beso. Hay conversaciones que merece la pena retrasar y yo casi renuncié para siempre a mi conversación con Consuelo. Agradecí la decisión de haber metido los preservativos en la cartera.
Consuelo había estado inevitable durante todo el día. Inevitable y cercana siguió cuando le bajé el vestido por los hombros, le saqué los brazos de las mangas y le quité el sujetador para quedarme a solas con sus pechos. Un forcejeo que mereció la pena entre contorsiones y protestas. Espera, bruto, espera, que me lo vas a romper. Inevitable y definitiva me miraba cuando se subió el vestido hasta la cintura para sentarse a horcajadas contra mí, contra mi pecho y mi boca. Inevitable fue que acabáramos en el suelo de la oficina, mi espalda contra las losetas calientes, su figura sentada sobre mí como un destino poderoso, su vestido arrugado y cubriéndole apenas el vientre, sus movimientos y sus quejas cada vez más oscuras, más profundas, más desgarradas, extendiendo la verdad de la piel y de la vida sobre los archivadores empapados de la editorial Universo. Los últimos lamentos, los suyos, los míos, los nuestros, desmintieron la autoridad de la burocracia, el ruido del ventilador, el tedio del verano caluroso, la rutina mediocre y se filtraron en el aire de la calle Lepanto. La ciudad dejó de ser un zapato con las suelas desgastadas. Ahora sí que estoy en el centro del Universo, pensé, y me sentí feliz por la ocurrencia.
Tan feliz estaba que la conversación pendiente, que había ideado como un interrogatorio, acabó siendo una confesión. Si los oficinistas del mundo hicieran su trabajo desnudos, si respondieran al teléfono, rellenaran instancias, firmaran certificados y aprobaran expedientes sin ropa, como adán y eva en el paraíso, la realidad cambiaría de rumbo cada media hora. Las personas desnudas, aunque quieran comportarse de forma perversa, están siempre a un paso de la ingenuidad. Por eso los sastres y los modistos son agentes del orden. La historia es un camino de ida y vuelta. Una trampa. Dicen que adán y eva se cubrieron con unas hojas y perdieron la inocencia por culpa de la serpiente. Consuelo y yo nos quedamos desnudos en la oficina por culpa de la misma serpiente y después caí en la trampa de la inocencia hasta el punto de contarlo todo. Corrí el peligro de ser expulsado del edén por inocente.
Habíamos empezado a jugar a lo largo de la oficina. Ella me agradeció mis zapatos y mis uñas pintadas como testimonio de una complicidad que llegaba hasta el último rincón de los secretos. Me expuse a sus ojos, caminé por la habitación, entré en el despacho de don Alfonso, fui hasta la puerta, volví hasta mi mesa, descolgué el teléfono y empecé a imitar a Vicente de forma cruel en una conversación imaginaria con un cliente interesado en la enciclopedia. P de pintura, U de uña, D de desnudo, aquí tenemos una muestra, si nos visita en nuestro local de la calle Lepanto mi compañero le aconsejará sobre la experiencia inolvidable de la pintura de uñas y mi compañera tendrá mucho gusto en enseñarle un cuerpo espectacular de treinta y siete años, pechos redondos, pezones duros, muslos firmes, caderas pronunciadas, un buen desnudo, señor, porque el buen desnudo es a fin de cuentas la columna vertebral de un país y el honor de un territorio. No lo dude.
Consuelo me siguió el juego. Se sentó desnuda en su silla y me observó desde allí, como si estuviese en horario de trabajo, muy interesada en mis argumentos disparatados y en los posibles compradores de la enciclopedia. Cuando acabé, Consuelo me felicitó por las ventas y por la naturalidad con la que llevaba el negocio, y añadió que Vicente era un buen hombre. Ése fue el anzuelo. Y yo piqué. Le dije que sí, que ya suponía que eran buenos amigos, que lo había visto entrar una noche en su casa. No se enfadó mucho al saberse espiada, al oír que yo estaba en los jardinillos, en la parada del tranvía, vigilando como un idiota su casa por si ella entraba o salía. Pero cuando se enteró de que me habían empujado hasta allí los celos por culpa de don Alfonso, cuando confesé, imbécil de mí, que me arañaba la sospecha de que fuese la amante del jefe, cuando dije que no resistía imaginármela con él, como una estación de paso entre Torremolinos y La Coruña, se puso en pie de forma brusca para dar por cerrado el paraíso. Buscó sus bragas, su vestido, sus zapatos, me exigió que me vistiera pronto si no quería quedarme encerrado en la oficina, esperó molesta, echó la llave, bajó las escaleras y empezó a devorar la calle sin mirarme.
Corrí a su lado e intenté explicar mis fantasmas y mis actuaciones de la manera más conveniente. Nunca he tenido una historia de amor, dije. Es la primera vez que estoy con una mujer, dije. Te has convertido en el centro de mi vida, dije. Me pareces maravillosa, dije. Muy guapa, dije. Un regalo, dije. Lo mejor que me ha pasado nunca, dije. Carezco de experiencia, de sentido común, de mundo, dije, y me sobra la imaginación, dije. Te pido perdón si te he ofendido, dije. No ha sido mi voluntad, sino mi debilidad, mi torpeza, mi desorientación, dije.
¿Se puede estar a la vez enfadado y contento? Mientras pasábamos por la plaza del Carmen, la calle Ganivet, Puerta Real y la Carrera, sin que ella dijese una palabra, empecé a notar que Consuelo estaba enfadada y contenta a la vez. No respondía a mis preguntas, no discutía mis explicaciones, no sonreía, no me miraba, pero tampoco pedía que me callase, que la dejara tranquila, que me fuese. Empezó a caminar con menos prisa. Soportó que la acompañara con mi monólogo por el Paseo del Salón y el Paseo de la Bomba. Llegamos a la calle Transversal de la Bomba, me dejó entrar en su casa, se quitó los zapatos, buscó dos cervezas en el frigorífico, las puso encima de la mesa del salón y me pidió que me sentara porque me iba a decir tres cosas y no pensaba repetirlas nunca.
—Una: siento tener que confesar que me halagan tus celos. En el fondo me gusta que te hayas puesto así por mí. Dos: no vuelvas a espiarme, no vuelvas a controlar mi vida, no tienes ningún derecho a saber lo que hago o lo que dejo de hacer. Ya tengo bastante con los vecinos. Tres: si te sobra la imaginación, intenta utilizarla para ponerte en mi lugar. Me va a costar trabajo perdonar que me hayas confundido con una entretenida de Alfonso. ¿Está claro? No soy la entretenida de nadie.
—Te llamó Chelo en la oficina.
—Añado una cosa más. Cuatro: eres un idiota.
Después se acercó para besarme. Había resumido su estado de ánimo con el espíritu de síntesis propio de las informaciones de una enciclopedia. Un país, una biografía o un corazón dibujados en cuatro rasgos. Entendí sus palabras o las interpreté a mi favor. Que le costase perdonar significaba en realidad que iba a darme otra oportunidad. No me atreví a preguntarle nada, pero agradecí que se decidiera a contar algunas cosas. El silencio testarudo que había guardado a lo largo de nuestra caminata fue sustituido por el deseo de hablar. Conocía a don Alfonso desde niña, era amigo de su padre. Se había portado bien con ella, estaba agradecida, pero en sus relaciones nunca hubo un malentendido o una insinuación. Los vividores no son mi tipo, aclaró. Más bien me gustan los idiotas, dijo. Y añadió un halago para agradecer y calmar mis celos: no te quites importancia, no seas tonto, yo no voy acostándome por ahí con el primero que se pone por delante.
Vicente está pasando un mal momento, tiene problemas sentimentales, no se lleva bien con su mujer. Las ojeras y la desgana con la que llega a la oficina no se deben sólo a las noches de calor insoportable. El matrimonio ha resultado un fracaso y su mujer quiere marcharse a Madrid, volver a casa de sus padres. Consuelo se ha convertido en un paño de lágrimas. Quedan de vez en cuando a cenar, él se desahoga, ella escucha, comprende, aconseja. Celoso de su intimidad, no quiere que se extienda el rumor de la situación. Por eso se citan en secreto, sin comentarlo en la oficina. Cuando lo vi entrar en la casa, iba a aliñar una ensalada con el vinagre, el aceite y la sal de sus desavenencias familiares.
Consuelo estaba contenta y enfadada. Utilicé la imaginación para ponerme en su lugar. Ese consejo no me lo ha dado nunca mi profesor de Literatura, no me ha llegado de la teoría literaria, sino de una mujer enojada. Pero es un gran consejo para quien pretende dedicarse a la escritura. No hay por qué limitar la imaginación al ejercicio de extremar los propios fantasmas. También sirve para comprender los sentimientos de los demás, para vivir por unos minutos dentro del corazón de otra persona. Es lógico que Consuelo estuviera enfadada. Mi relación con ella había servido para que imaginase una historia sucia, de época sucia, de personajes sucios, de tópicos sucios, porque yo era incapaz de comprender su historia, su carácter, su corazón y sus decisiones. Y mis malos pensamientos ensuciaban también nuestra relación.
Me quejo de no conocer el pasado, la muerte de mi abuelo, las historias familiares de la guerra civil. Pero ¿conozco a mi madre? ¿A mi tía Rosario? No tengo imaginación para llegar hasta sus sentimientos. Mi madre y mi tía Rosario han sido tan incondicionales desde que nací, han estado tan cerca de mis caprichos, que me he acostumbrado a imaginar la inseguridad de mi padre o la soberbia del alcalde, los motivos de la rebeldía y la sumisión de Pedro el Pastor, los zapatos de Vicente caminando por una ciudad de calendarios quietos y pies doloridos. Pero no he sentido la necesidad de ponerme en la piel de mi madre o de mi tía. Tampoco he sido capaz de imaginar a Consuelo en sí misma, más allá de los brazos de un vividor.
Vicente debería hacerle una promesa a su mujer. Intentar comprenderla. Los desarreglos sentimentales conducen a las promesas. Yo le hice tres promesas a Consuelo mientras volvía a desnudarla. Una: seguir teniendo celos de cualquier hombre que se acercara a ella. Tener celos sabiendo que no era mía, que ella tenía razón, que no íbamos a casarnos, que la diferencia de edad era insalvable y que nuestro mejor destino acababa en una buena amistad y en el recuerdo de un verano maravilloso. Todo eso sí, pero con celos, porque la vida es una contradicción y los sentimientos no están sometidos a la coherencia. Dos: que no volvería a vigilarla, que no se me ocurriría espiar, controlar lo que hiciese o lo que dejase de hacer. Y tres: que pondría a trabajar mi imaginación para entenderla mejor. Añadí después una cuarta: no olvidar nunca la suerte que había tenido al conseguir trabajo en la editorial Universo, la fortuna de que ella se hubiese fijado en mí, en mis miradas, en mi obsesión, y el premio gordo de ser el elegido, su decisión de cargar conmigo.
La imagen de los desnudos en la oficina es poderosa. Creo que no podré olvidarla en la vida. Como había anochecido, Consuelo quiso regalarme otra escena. En vez de ir a la cama, buscó una manta y la tendió en el suelo de la terraza. Comer y dormir al aire libre son dos invitaciones a la plenitud. Hacer el amor bajo las estrellas supone el regreso al paraíso, aunque el árbol del bien y del mal se vea sustituido por unas humildes macetas de geranios. Con la misma sinceridad que había confesado mis culpas, le conté mi éxito en Maracena, la ilusión de la gente al oír desde una tarima palabras como libertad, igualdad y fraternidad. Le dije a Consuelo que pensaba meterme en política, organizarme, contactar con algún grupo de estudiantes en la Universidad.
—A mi profesor de Literatura le gustan las interpretaciones, pronuncia muy buenas palabras, pero ha llegado el momento de pasar a los hechos.
Durante un rato divagué sobre la situación y sobre el deber de hacer algo. Consuelo se preocupó, me pidió prudencia, me recordó que yo me comportaba de forma muy impulsiva y que las cosas de la política no eran una broma en España. A la policía le cuesta más trabajo perdonar que a una mujer. Son tiempos muy difíciles, dijo.
Nos quedamos dormidos en la terraza. Consuelo me despertó cuando ya había amanecido. Una luz temblorosa empezaba a denunciarnos. Tenía la espalda dolorida, pero eso importaba poco después de haber pasado la noche con Consuelo. Nos refugiamos de la impertinencia del nuevo día en la casa. A las siete de la mañana no habían cortado el agua. Nos duchamos. Preparó el desayuno: ella y el café con leche, ella y el zumo de naranja, y las tostadas, y el aceite, y la radio, y la risa, y ella. Después de escuchar un anuncio en la radio, decidí hacer un chiste, para certificar que ahora me reía de los malos pensamientos. Sidra-champán El Gaitero también en verano. En las mejores ocasiones, solicite la presencia de la deliciosa sidra-champán El Gaitero. Es una bebida amable, suave, burbujeante y saludable. Los jóvenes la prefieren. Los maduros la exigen.
—Yo no la prefiero. La exigirán don Alfonso y sus amigos maduros en Torremolinos.
—Capaces son, aunque supongo que preferirán el champán francés. La amabilidad burbujeante se queda para los demás. Tú no seas nunca demasiado suave.
La risa desenfadada de Consuelo estableció un grado más de complicidad. Pero no quiso que saliéramos juntos. Era mejor ocultarse de los vecinos para evitar las habladurías. La mujer que viola las buenas costumbres se convierte en una perdida. Igual había algún tonto espiándola en el portal o en la parada del tranvía de los jardinillos. Encajé la broma y recibí el beso.
Consuelo trazó un plan. Ella se iba a la oficina, yo esperaba en la casa un cuarto hora y luego salía. Me pareció bien. No traicioné mi promesa. Curiosear no es lo mismo que espiar. Durante veinte minutos abrí su armario, comprobé el orden de su intimidad, el mundo de sus vestidos y sus zapatos. En el cajón de su ropa interior, debajo de sus sostenes y sus bragas, encontré un disco titulado La mauvaise reputation. No conozco al cantante, se llama Georges Brassens. Sí sé de quién es la dedicatoria. «Te quiero. Ésta es nuestra música», Alberto Toledo. París, mil novecientos cincuenta y siete.
Cerré el cajón y la punzada de celos que volvía a apoderarse de mí. Aunque no fue la última. No tengo arreglo, la vida no tiene arreglo. Quise cambiar de tercio revisando su biblioteca. Se notaba que había estudiado Filosofía y Letras en Madrid. Encontré el Manual de Literatura de Ignacio Rubio publicado por la editorial y una separata suya con un artículo sobre Antonio Machado que yo no he leído. Sentí envidia por la dedicatoria: «A Consuelo, agradecido por su paciencia y por las cosas que me ha enseñado. Mi mejor amistad». Imaginé la colaboración cuidadosa de Consuelo cuando preparaban el libro, los retrasos a la hora de entregar el original o de corregir pruebas, las llamadas para consultar detalles, las citas de trabajo. No había pensado en la posibilidad de que hubiese surgido una amistad estrecha entre Consuelo y mi profesor de Literatura. Pero la dedicatoria de la separata suponía una prueba clara.
Le voy a pedir prestados a Consuelo muchos libros, muchos recuerdos, muchas cosas.
La noticia de la mañana en el bar era el secuestro de Alfredo Di Stéfano en Caracas. Una conmoción que había alterado el campeonato de fútbol, la vida nacional y la rutina veraniega de la calle Lepanto. Cientos de comunicados, declaraciones y pesquisas se extendían por el mundo desde Venezuela. Después de un fin de semana retenido, se esperaba la liberación inmediata del jugador.
—Parece que han sido los comunistas —comentó un enfermero de la Casa de Socorro.
—Han dicho en el parte que es un movimiento terrorista venezolano —concretó el camarero viudo.
—Serán los comunistas de allí. Desde luego no les faltan cojones —hizo la síntesis el limpiabotas—. Quieren protestar por el asesinato de Julián Grimau.
—Lo de Grimau no fue un asesinato, sino una condena a muerte —volvió a concretar el camarero viudo.
—Como vuelvas a equivocarte, te voy a denunciar a tu amigo don Alfonso —apostilló un funcionario del Ayuntamiento.
—Pues igual es mejor dejarlo que hable —Marcelo no se puso serio, no levantó la voz, pero imprimió un matiz de picadura en sus palabras—. Como sigamos callados, nos vamos a morir de sed. ¿Habéis leído el periódico? Ayer se inauguró otro pantano en Cataluña. Esta vez en Vilanova de Sau. Seis mil quinientos litros de agua por segundo para Barcelona. Allí no se callan y saben pedir las cosas.
No me había enterado de la noticia del nuevo embalse, no conocía los rumores, las informaciones y contrainformaciones desatadas por el secuestro de Di Stéfano. Así que evité participar en la conversación. Me dediqué a comentar con Vicente mi excursión a Villatoga. Desde las Navidades no había vuelto a casa. Cuando Consuelo me dijo que pensaba aprovechar el fin de semana para visitar a sus padres, decidí hacer lo mismo. De puertas para afuera resultaba un poco ridículo planear una excursión familiar de viernes a domingo, viajes de ida y vuelta incluidos, después de haber desperdiciado el puente de la virgen de agosto. De puertas para adentro el corazón manda y mi reconciliación con Consuelo me había dado fuerzas para volver al pueblo. Se cuelgan los compromisos en el tiempo como los carteles y los cuadros en las paredes de un piso de estudiantes, con un gusto improvisado. ¿Pero ella? ¿Por qué no había aprovechado el puente? Me detuve en seco, no quise envenenarme otra vez por culpa de la imaginación. Estaban demasiado cerca los días inútiles de encierro con mis imaginaciones sobre Consuelo, don Alfonso y Vicente. Preferí imitarla, hacer también una visita a mi familia. Acepté las cosas como eran y me fui a Villatoga sin darle más vueltas al asunto. Consuelo faltó el viernes por la tarde a la oficina para tomar el tren a Madrid. Ha hecho el viaje de vuelta en un coche cama para llegar hoy lunes cansada, guapa y puntual.
Villatoga está más cerca de Granada que Madrid, pero a mucha más distancia. Me han separado de mi casa durante todo el año un autobús incómodo hasta Jaén, un autobús más incómodo todavía y con horarios imprevisibles hasta el pueblo y una incomodidad existencial difícil de definir. Cuando uno cambia de vida, los recuerdos de la época anterior pueden confundirse con una situación pegajosa de desgana. Quiero a mis padres, a mi tía Rosario, a mi abuela, no tengo ninguna cuenta pendiente con ellos. Pero me encontraba muy lejos de la vida del pueblo. Si no llega a ser por la disciplina mensual de las visitas de Consuelo a su familia, no hubiera pensado yo en la posibilidad de aparecer de repente en mi casa. Me hubiese parecido más lógico recibirlos en Granada, volver a caminar con mis padres por las cuestas de la Alhambra, agradecer la insistencia de mi madre en limpiar el piso, coser y plancharme la ropa, escuchar las protestas de la tía Rosario al no dejarse fotografiar vestida de mora. Había bastado un curso, unas vacaciones y un trabajo para convertirme en un hombre de ciudad.
Por eso me extrañó tanto la alegría que sentí al verme en las calles de Villatoga. Lo primero que noté fue una felicidad de hambre súbita. Me había mareado en el autobús al intentar leer uno de los libros de la biblioteca de Consuelo, Utopía de Tomás Moro. Pero el malestar desapareció un minuto después de poner el pie en la plaza. El gazpacho, las perdices en escabeche y los guisos de mi madre se apresuraron a caer encima de un año de bocadillos, tapas y comida mal preparada. A través del estómago entré con alegría en mi calle, en mi casa, en mi habitación, en mi cama, con ganas de saludar a los vecinos y de celebrar los gritos de mi madre, los besos de mi abuela y el abrazo silencioso de mi padre.
Me mandaron a casa de mi tía Rosario para darle la sorpresa y decirle que viniera a cenar. La tía no se parece a Consuelo, no sé cómo pude estar convencido de que eran casi iguales. Tienen una expresión muy distinta, un modo muy diferente de mirar, hablar, sonreír o guardar silencio. Quizá la frente, la nariz, no sé, me empeño en buscar coincidencias para explicarme la impresión que tuve cuando vi a Consuelo por primera vez. Ahora me resultan un enigma mis comparaciones.
Mientras devoraba la comida hablé poco. Un plato preferido es un acto de acuerdo con la vida y de reconocimiento propio. No hace falta más para sentirse satisfecho con el mundo por una hora. Fue mi madre la que llevó la voz cantante y me puso al día de las idas y venidas en el pueblo. Luego, una vez apuradas dos rodajas de sandía, di explicaciones sobre la Universidad, el próximo curso, los trámites de la prórroga para el servicio militar y mi trabajo en la editorial Universo. Hablé como si volviera después de triunfar en el extranjero, un hombre bien situado en el parnaso y en el negocio de los libros. Pero no debí de resultar convincente porque mi tía Rosario se ofreció enseguida a comprarme una enciclopedia.
Estaba muy cansado, así que no salí en busca de nada ni de nadie. Se puede salir en busca de amigos o de enemigos, en son de paz o de caza. Yo preferí acompañar a Rosario hasta su puerta y volver rápido. Meterme en la cama era una forma de completar el regreso. Pero aún faltaba algo más: sorprenderme otra vez con las cosas de mi madre. Cuando entró a darme las buenas noches y un beso, me vio subrayar una frase de Utopía. No le pareció bien que ensuciara el libro con el lápiz.
—Los libros no se manchan.
—No lo estoy manchando, lo estoy subrayando.
—Pues estás haciendo trampa —dijo como si me hubiese pillado en un desliz.
—¿Qué dices?
—Que estás haciendo trampa. Cuando estudias, las cosas hay que guardarlas en la cabeza. Si no haces un esfuerzo para meterlas dentro, no te servirán de nada.
—Pero si sólo me interesa destacar una frase.
—No vas a poder llevar el libro siempre contigo. En vez de lápiz, te conviene más utilizar la cabeza —las cosas de mi madre, su facilidad para opinar de todo—. Buenas noches. ¡Qué alegría nos has dado!
Después del desayuno me ofrecí a ayudar en la tienda. Nunca se me había dado mal tratar con las vecinas y despachar azúcar, harina, patatas o jabón. Pero mi madre se negó. ¡Qué disparate! No estaba dispuesta a que pasara mis pocas horas en el pueblo trabajando en el mostrador. Mejor salía con mi padre a dar un paseo por el campo. Obedecimos mi padre y yo. Subimos por el camino de la fuente del Ciprés. Había olvidado los silencios de mi padre. Cuando está callado junto a mí, no necesita las palabras para decirlo todo. No me dijo que se sentía alegre por subir conmigo la loma del pueblo y orgulloso de que hubiera encontrado un trabajo en las vacaciones. Hay que aprender a ganarse la vida con las propias manos, imaginé yo que estaba pensando. No me dijo que lo hacía feliz saberme en Granada y que ya soñaba con el momento de colgar mi orla en el comedor de la casa como mi madre había colocado la postal de Motril en una balda de la tienda. No hizo falta que me dijese nada. O sí hubiera hecho falta, pero ya no importaba mucho, porque en la distancia había aprendido a conocerlo y a entender lo que no decía, lo que era incapaz de convertir en palabras. El pudor es la forma más digna de negociar con el miedo.
Nos encontramos cerca de la fuente con el rebaño de Pedro el Pastor. No sabía su edad, jamás me había preguntado por sus años. Nos abrazamos. Lo vi más viejo, más seco, pero sin perder el sentido del humor. Me preguntó por los rebaños de cabras y ovejas de Granada. Estaba muy interesado en saber cómo cruzan los semáforos y cómo entran en los autobuses y en los tranvías. Después se ofreció a liar tabaco.
—Yo también fumo —dije.
—La vida pasa —comentó Pedro el Pastor.
Mi padre asintió y encendió su cigarro. Los olivos se extendían dejándose caer por la loma. Miraban hacia el pueblo y hacia la carretera de Villacarrillo. El sol todavía no estaba muy alto. Villatoga parece desde lejos un pañuelo de casas blancas, una postal hermosa y pacífica. Otra cosa muy distinta es su vida por dentro. No me hacía falta mucha imaginación para meterme en las casas de Villatoga, en su rutina, en sus historias. No quise preguntarle a Pedro el Pastor por su nuevo perro, por el sargento Palomares y por el hijo del alcalde. Él tampoco sacó el tema. Miramos al cielo. Dentro de una hora el calor iba a espesar aún más la convivencia. Había que aprovechar el tiempo. Nos despedimos.
Mi madre se alimenta viéndome comer. Si las preocupaciones de Pedro el Pastor son los rebaños, las de mi madre son las casas de comidas, los menús y los malos alimentos. Cuando llegué al flan sólo tenía ganas de dar las gracias y dormir la siesta. Había pensado preguntarle a mi padre por la guerra durante el paseo. Al sentir sus silencios, decidí que era mejor dejarlo para después. También había pensado sacar la conversación durante la comida para que la tía Rosario y mi madre contasen los recuerdos de su familia, y mi abuela y mi padre los de la suya. Al sentir la alegría de las mujeres cuando me vieron delante de una fuente de huevos rellenos, decidí que era mejor dejarlo para después. Todo puede dejarse para después.
Por la tarde tuve un mal encuentro en el bar de la plaza. Pero también lo dejé para después. El hijo del alcalde y el hijo de don Diego llegaron a buscarme cuando estaba fumando un cigarro y tomándome una cerveza con mi amigo Pablo Osuna, el hijo del zapatero. No entraron por casualidad. Vinieron a buscarme porque alguien les había contado que estaba en el pueblo. Quizá Mercedes, la del estanco. El hijo del alcalde había engordado. Iba vestido de señorito. Me pareció más feo y más idiota que nunca. Quería sacarse la espina del puñetazo.
—Mira quién está aquí. Pero si se ha atrevido a salir a la calle —el hijo del alcalde tardó poco en provocarme. Se pusieron en el otro extremo de la barra, como si se tratase de una película del Oeste. En vez de pistolas, sacaban las voces para imponer su bravata en todo el bar—. En navidades no se dejó ver ni un día.
—No, no le pudimos felicitar las pascuas —le acompañó el hijo de don Diego.
—Estaba con su mamá. Igual tenía miedo. En Granada se le ha puesto cara de gallina.
No quería comprometer a Pablo. Tampoco me iba a hacer falta. El hijo del alcalde era un cobarde. A la primera hostia saldría corriendo en busca de su padre. El hijo de don Diego era más difícil, un hueso duro de roer. Pero nada que no se pudiese solucionar con un botellazo en la cabeza o una patada en los cojones. Me di cuenta de los nervios de Pablo, y pedí la cuenta.
—Dime cuánto te debo y me cobras la primera ronda de aquellos dos —le pedí a Ernesto, el tabernero, que hacía esfuerzos por mantener la sonrisa.
—¿A nosotros? Ni se te ocurra —gritó desconcertado el hijo del alcalde.
—No te preocupes. Si tenemos confianza. Veo que conoces bien mis costumbres. Te invito, y así no tienes que pedirle dinero a tu padre.
—Como vuelvas a faltarme te parto la cara —pasó de nuevo a la provocación.
Se le había roto el plan. Quería humillarme y hacerme perder la cabeza. Buscaba ponerme en ridículo o conseguir un motivo para que su padre pudiera denunciarme a la Guardia Civil por provocar una pelea en el bar. Al oír sus impertinencias, me entraron ganas de pegarle una paliza. Pero todo se puede dejar para más tarde. Pensé en los nervios de Pablo, en la alegría de mi madre poniendo encima de la mesa su fuente de huevos rellenos, en los silencios de mi padre… y en Consuelo, que iba a llegar de Madrid el lunes por la mañana. No estaba dispuesto a que nadie me impidiera tomar el autobús para dormir el domingo por la noche en Granada.
—Gracias, Ernesto. Adiós, señores —mi voz alta y tranquila consiguió extrañarme a mí mismo. Parece que el arte de vender enciclopedias me ha educado en el autocontrol y en la estrategia—. Vámonos, Pablo. Te acompaño a tu casa por la calle de la iglesia y por el callejón de las monjas. Iremos tranquilamente, fumando un cigarrito, para aprovechar el fresco de la noche y la soledad de la alameda.
Después no seguimos el plan. Pablo agradeció que acortásemos el camino. Fuimos directos por la calle de santo domingo. No era previsible que el primor del alcalde y el hijo de don Diego intentaran reaccionar. Pero una vez puesto en ridículo el bando hostil, mejor era evitar el peligro. Me esperaban mi cena, mis sábanas, mi Utopía. La vida en cómodos plazos.
Después de la comida del domingo, me acompañaron al autobús mis padres y mi tía Rosario. Allí estaban los tres, viéndome entrar en una destartalada nave espacial con rumbo al futuro. Para ellos el futuro está en las bolsas con el queso, el chorizo, el aceite y el salchichón, los estudios, una orla en la pared del cuarto de estar, un hijo con muchos libros en la cabeza, unos nietos felices de venir al pueblo a pasar las vacaciones, una vida sin sobresaltos y poco más, dejar que el tiempo fluya sin que ocurra ninguna desgracia. ¿Y para mí? Pensé durante el viaje de vuelta en mi relación con Villatoga. Su recuerdo no era ya una confusión de desgana pegajosa, una realidad de la que debía huir para encontrar mi destino en un lugar más abierto, en una ciudad en la que pudiese buscar y luchar por la vida. Con ese ánimo enturbiado había pedido el billete de autobús un año antes. Ahora mi pueblo era un refugio, una casa en la que mirar por encima del hombro cualquier clase de hostilidad. La memoria depende de la ficción y de las elaboraciones igual que el futuro. Todo participa del mismo ejercicio de salvación. Yo voy a soñar con Villatoga, con mi familia, con mis propios amigos. Pienso apostar por la misma imaginación optimista con la que Tomás Moro pensó en el futuro.
Entretenido con el sueño de mi pasado y con las ojeras de Consuelo, el secuestro de Di Stéfano me pareció esa mañana un asunto menor. Si lo soltaban sano y salvo, la jugada de los terroristas venezolanos iba a pasar a la historia como una obra maestra de la propaganda política. El Régimen utiliza el fútbol para dormir a las masas. Eso significa que el fútbol es un acontecimiento poderoso. Cuidado con el fútbol. Lo dice mi profesor de Literatura algunos lunes al entrar en clase: un respeto para los goles de Di Stéfano y las jugadas de Gento. Pues ahora los comunistas se apoderaban del fútbol en Venezuela para despertar a las masas. Ojo por ojo. Diente por diente.
—Niño, venga, que te limpio los zapatos en un momento —Manolo el limpiabotas colocaba su banqueta a mis pies.
—No, lo siento, tengo que subir a trabajar —me puse en movimiento hacia la puerta—. Vicente, págame tú el café. Gracias.
Mi profesor de Literatura me ha enviado una carta. Quiere que le cuente cómo me va en la editorial. Pero no estoy en un buen momento para contestar, no sé qué decir, hubiera sido más oportuno escribirle hace unos días. ¿Cómo me va? Pues bien y mal, mucho peor o mucho mejor de lo esperado, con premios y angustias que tienen poco que ver con los viajes, las visitas y la venta de enciclopedias. ¿Vicente? Antes de conocer a su mujer lo tenía más claro: un hombre triste, una buena persona, un mediocre, un paseante al que le duelen los zapatos. ¿Y Consuelo? Pues tú sabrás, Ignacio, porque yo no comprendo nada, no adivino qué puedo contar, qué debo explicar, qué va a pasar conmigo y con ella. Demasiada tristeza y demasiados silencios para una carta en la que, sobre todo, quiero mostrarme agradecido. Gracias, Ignacio, muchas gracias por buscarme un empleo tan sencillo y pacífico para este verano.
Hoy, viernes, he ido al cine. Se ha tratado casi de cumplir una orden de Consuelo. Así que no me costó reconocerme en la retórica sumisa de José Luis López Vázquez cuando se dobla y se desdobla para decir un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo. Eso puedo decirle a Consuelo mientras estudio, escribo, paseo, quedo con alguno de los compañeros que han vuelto a Granada para los exámenes de septiembre, voy al cine, pongo orden y me enfrío. Desde que volvió de Madrid, tiene metida en la cabeza la idea de que debemos enfriar nuestra relación. Cuando mejor parecía soplar el viento, todo se ha llenado de límites y distancias.
El martes le di la sorpresa de aparecer en su casa con un taladro Black & Decker para colgar por fin las barras de las cortinas. Un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo último modelo. Desde la semana pasada los albañiles se han apoderado del piso que está junto al mío. Me despiertan con martillazos y ruidos propios de mejor causa. Una reforma en las pirámides de Egipto, por ejemplo. El maestro de obras pide disculpas cuando me ve salir camino de la oficina.
—¿Mucha molestia?
—No se preocupe. Yo entro a trabajar también pronto.
—Es que después hace demasiado calor.
Cuando lo vi con el taladro, me acordé de las cortinas de Consuelo. Cuídamelo, por favor, lo ha traído mi hermano de Alemania, dijo, después de aceptar mi petición y de explicarme el funcionamiento. Quedó claro que me lo prestaba en pago de los salmos de maitines que cantan las herramientas de su cuadrilla. Le había comentado que mi novia estaba decorando su casa. Quedaríamos agradecidos para toda la eternidad si nos dejase por unas horas el taladro. Quien siembra simpatía, cosecha favores. Nada resulta más fácil que hacer las cosas bien, con las herramientas y las palabras adecuadas. Yo lo estaba haciendo todo bien. Utilizaba la imaginación para introducirme en el alma de Consuelo. Utilizaba las herramientas de mis relaciones sociales para darle una sorpresa de eficacia y dedicación. En menos de media hora, sin causar destrozos en la pared, estuvieron colgadas las barras de las cortinas.
A Consuelo le hizo gracia verme de obrero de la construcción. Estoy pensando en disfrazarte cada día de una cosa distinta, anunció, mientras me quitaba el taladro de las manos y me besaba. Un día de compañero de oficina, otro día de obrero de la construcción, y luego de médico, de cura, de visita imprevista, de chófer, de lechero, de cobrador de la luz, advirtió. Acepté sin ninguna queja. Al fin y al cabo un estudiante es sólo alguien que espera vestirse mañana de otra cosa, y yo profeticé que acabaría entre los brazos de Consuelo vestido de escritor. Soplaban buenos vientos. Hundí mi cabeza en su pelo para buscarle los pendientes con la boca.
Pero la conversación de la cama tomó después una deriva triste. Con buenas palabras, con mucha amabilidad, cuidadosa, sin querer desilusionarme, herirme, enfadarme, ofenderme, decepcionarme, Consuelo sostuvo que deberíamos enfriar la relación. Algunas frases hacen más agujeros que un taladro. Volvió a las precauciones de los primeros días, a la diferencia de años, a la opinión de mi familia, al dolor que pueden provocar los comentarios de la gente, al peligro que suponía para ella ser considerada una indecente, al peligro que suponía para mí acomodarme a un amor imposible, un amor que me iba a separar de las compañeras de la facultad, de las amigas de mi edad, del mundo que debería ser mi mundo, de la vida que debería ser mi vida. No podíamos confundir un desahogo, una historia hermosa para los dos, con una obsesión. No era conveniente que yo fuese todos los días a su casa, que me comportase como un marido, que regara las plantas, colgase las barras de las cortinas y saliese a comprar tabaco o cerveza para la cena.
Sin herirme, con mucha amabilidad, quiso poner límites a nuestra relación, y yo los acepté, como un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo, mientras ella se levantaba, cruzaba desnuda la casa, buscaba en el cuarto de baño un bote de acetona y volvía para apoderarse de mi pie, para enfriar la relación, decir que estaba muy guapo, besarme, borrar los restos de la pintura en mis uñas, besarme otra vez e insistir en que no la malinterpretara, que no me equivocara, porque estaba pensando sobre todo en mí. O también en nosotros, pero como una posibilidad de futuro amistoso. Empezó a hablar del día de mañana, y a mí me fastidió en este caso el prestigio que tiene el día de mañana, el dichoso día de mañana. Cuando menos se piensa repunta el futuro y se vuelve imprescindible pensar en el día de mañana. Consuelo no quiere formar parte de ningún naufragio si volvemos a vernos en la calle el día de mañana. No quiere ser la culpable de haber entorpecido mis estudios y enturbiado una existencia normal.
No quería herirme, ofenderme, desilusionarme. Se trataba de que yo recuperase mi vida. Debería llamar a otros amigos, ir al cine, pasear, existir por mi cuenta cinco o seis tardes a la semana. No estaba pensando en romper, sino en poner un poco de hielo bajo el agua de la ducha y el ventilador de la oficina. Era más razonable quedar de vez en cuando, hablar de libros, cenar, reírnos, hacer el amor, claro que sí. Una mujer como yo no puede permitirse el lujo de perder a un amante, dijo. Pero vamos a hacer las cosas bien, insistió, y me miró, me besó, me invadió. Uno aprende a mantener conversaciones íntimas en la cama. Uno aprende también que es posible hacer el amor con tristeza, como si cada abrazo fuese una pérdida, y cada beso una intuición de alejamiento, y cada caricia una despedida, y unas sábanas el andén de una estación. El deseo no está sometido sólo a la alegría, su hermana natural. Llega a entenderse con otros sentimientos como la desorientación, el miedo, la melancolía y la amargura. Y con elementos indispensables de la vida como las nubes, las hojas secas y el otoño. Todo eso se aprende en una cama. Y se acepta por miedo. El León que salió de casa de Consuelo era joven, enfermizo y pacificador. No había sido bombardeado, pero le habían pegado muchos balazos. Más que protestar por la fortuna que le robaban quería no equivocarse en la gestión de los bienes que aún conservaba. Un corazón descosido y remendado.
Escribir, leer, pasear, ir al cine, como un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo, ésa parece la nueva misión. En el cine Aliatar han vuelto a poner Atraco a las tres, una comedia de José María Forqué. No la había visto durante el curso. Con mi estado de ánimo sometido a la operación de disciplina y enfriamiento, me pareció más apropiado ir a ver la película que abandonarme a la inclinación trágica de la gran literatura rusa. Y me he reído más de lo previsto con el cajero Fernando Galindo, un José Luis López Vázquez doblado y desdoblado, dispuesto por venganza a preparar el atraco de su propio banco y a convertir a los empleados en unos gánsteres a la española. Humildes, ingenuos y desamparados, intentan pensar en el día de mañana y sólo consiguen describir el significado de nuestro presente, la realidad de un país menesteroso en el que hasta los sueños son pobres y la esperanza no parece más que una amiga modesta, un grifo que gotea.
No es que el futuro esté abierto, es que lo han cerrado mal. Por eso gotea todavía un poco de esperanza. Pobre voz chillona de Gracita Morales al repartirse el dinero del botín y exponer sus necesidades: seis pares de medias, unas letras del televisor, un abrigo de entretiempo y un sonotone para la portera de su casa que se ha quedado sorda. Claro que hay alguien que se anima y pide un chalé en Torremolinos, el sueño de pasar los veranos lejos de la ciudad, cerca de don Alfonso y de los turistas extranjeros, los franceses, los franchutes, como los llama Manolo el limpiabotas aunque hayan nacido en Londres o en Estocolmo.
A Consuelo tengo que explicarle que resulta absurdo sacrificar las tardes próximas al día de mañana. Necesito atracar el banco del tiempo, transformarme en un ladrón profesional para vivir la vida sin perder un segundo. No veo la diferencia entre la tarde de mañana y el día de mañana. El día de mañana sólo se alcanza a cómodos plazos, y esos plazos son la tarde del domingo, del lunes, del martes. Un buen mes de septiembre aprovechado para pagar minuto a minuto, hora a hora, las letras de un televisor o de una enciclopedia. ¿El futuro es algo más que una enciclopedia o un televisor? Pues claro que sí, pero hay que empezar a buscarlo hoy, a disfrutarlo hoy. Resulta absurdo sacrificar el presente para que dentro de diez años podamos ser buenos amigos. No acepto esa lógica de la diferencia de edad, el desahogo, la opinión de mi familia, las compañeras de curso. Obedezco, leo, escribo, voy al cine, dejo los fines de semana libres, retraso la cita hasta el lunes, y después hasta el próximo viernes, pero voy a discutir, aunque sea como un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo.
Temer el naufragio de mañana, inmovilizarse por culpa del futuro, sólo sirve para adelantar el naufragio al día de hoy. Me he reído con la película de José María Forqué, me ha entretenido la historia de los atracadores aficionados, una historia propia de la España encogida en la que vivimos. Pero la diversión no suprime el malestar. Con muy buenas palabras, de forma amable, sin ofender, Consuelo ha invocado el día de mañana para condenarme a cinco naufragios semanales. No dudo de ella, no voy a volver a la historia de don Alfonso, a las sospechas. Utilizo la imaginación para ponerme en su lugar y entender su miedo, o su incomodidad, o su cansancio. Pero quiero hablarlo, discutir la trampa del día de mañana, defender un acercamiento al futuro feliz en cómodos o incómodos plazos.
¡Un acercamiento al futuro feliz en cómodos o incómodos plazos! Vaya pensamiento. Este diario supone un verdadero taller de literatura. Ordeno la mesa, abro el cuaderno, me pongo a escribir, recuerdo los consejos de mi profesor, intento ser inteligente, fatigo la imaginación, hago uso de la ironía, me distancio, vuelvo a entrar en mi interior, asumo el ejercicio de conciencia, busco adjetivos para mezclarlos con la capacidad de observación y voy llenando páginas. Soy un alumno aplicado, pero no sé si podré enseñárselo a Ignacio Rubio para que compruebe los avances de mi vocación. Sería feo, indiscreto y temerario dejar que otros ojos entrasen en mi vida con Consuelo. Quizá sólo haya una persona con derecho a convertirse en lectora de mi historia: Consuelo. Puede ser una buena estrategia para conseguir explicarme con ella, para explicarle lo que siento.
Mírame en el espejo. ¿Qué ves, Consuelo? Vamos a reírnos juntos. ¿Qué ves? Un pedante, un fantoche, alguien que va de listo y es tonto, una víctima de la novela rusa, de los poetas, de los filósofos, un idiota que intenta estar a la altura y sólo escribe cosas inútiles, porque es incapaz de explicar lo único que le interesa: te quiero, me he enamorado de ti.
Estoy cansado. Dejaré para mañana la continuación de la historia. Una sorpresa en el argumento es fundamental si queremos que funcionen las novelas y la vida. Me encontré al salir del cine con Vicente y su mujer. Es muy guapa, muy morena, muy diferente a lo que uno puede imaginar como pareja adecuada para mi maestro en el arte de vender enciclopedias. Pensaba que iba a descubrir a una mujer con más años, más kilos y menos belleza. Vicente hizo las presentaciones, nos saludamos, hablamos de la película y nos despedimos. Pero ahí no acaba todo, porque decidí seguirlos como un espía aficionado, un gánster a la española. No estaba dispuesto a encerrarme en el piso. El plan de enfriamiento de Consuelo ha convertido mis soledades en un asunto temible. Me conviene buscar entretenimientos para no volver pronto a casa. Ya sé dónde vive Vicente. Lo cuento mañana después de terminar la carta que le debo a Ignacio Rubio. Eso sí, mis confidencias van a cambiar de tono. La vida de mi compañero de trabajo está llena de sorpresas. Voy a borrar varias veces el sustantivo mediocridad para añadir el adjetivo afortunado.
A la mujer de Vicente le había gustado mucho la película. A Vicente también. Más que la película en sí misma parecía haberle gustado que a su mujer le gustara la película. Cosas de pareja. Miraba por sus ojos, reía con sus labios, me dio la mano con sus manos. No era exactamente él, sino la ilusión de estar con ella. Qué sorpresa, dijo, y se alegró de verme. Debió de parecerle un hecho afortunado que coincidiéramos en una situación dichosa. Durante dos meses había sido muy reservado con su vida familiar. Después de compartir mañanas de oficina, trenes, autobuses y pensiones, yo no sabía casi nada de su mujer. Las pequeñas dosis de información me han llegado a través de Consuelo. En medio de una crisis matrimonial, debió de ser un alivio para Vicente que nos encontrásemos en el cine Aliatar, mientras representaba junto a su mujer un episodio de pareja convencional y feliz, la escena de un viernes por la tarde con paseo por el centro de la ciudad para tomar una cerveza y disfrutar de una buena película.
A Marisa le ha encantado, confirmó, mientras nos presentaba. Aquí mi mujer y aquí León, un compañero de la editorial. Se quedó corto, porque podía haber dicho aquí mi mujer, una morenaza con el pelo tirante y recogido en una cola de caballo, muy guapa como puede comprobarse sin dificultad, con los ojos grandes, llenos de luz negra, más alta y mucho más viva que yo, y aquí un compañero de trabajo sorprendido por el descubrimiento, un colaborador en la venta de enciclopedias que todavía no se cree lo que está viendo. Me encantó conocer a Marisa y a Marisa le había encantado Atraco a las tres. La desorientación de los buenos ladrones estafados al final de la película fue menos perturbadora que la mía al conocer a la mujer de Vicente en la puerta del cine. Aunque tenía la belleza del sur y de los cuadros de Julio Romero de Torres, las eses le bailaban en los labios con un acento muy diferente al andaluz.
Su forma de vestir tampoco se correspondía con la chaqueta beis, los pantalones de tergal y los zapatos de su marido. Un bolso grande, rojo y joven le caía como una sonrisa sobre un vestido morado, más propio de una estudiante de último curso que de la mujer de un oficinista tedioso. Vicente estaba alegre, celebraba su alegría y mi timidez. Comentamos algunas de las escenas, alabamos el trabajo de los actores y nos despedimos al llegar al cruce de la calle Recogidas con Puerta Real. Mientras los veía alejarse, pensé en las sombras de mi abismo interior, en el enfriamiento ideado por Consuelo y en la presencia incómoda de Jacobo, el compañero de piso que acababa de llegar a Granada para examinarse de Derecho Natural. En una situación quebradiza es más difícil de sobrellevar una compañía inoportuna que la soledad. Así que decidí alargar la trama esperpéntica y delictiva de la película. Me puse a seguir a Vicente y Marisa. Al fin y al cabo en el aprendizaje de un escritor entra también la literatura de acción.
Bajaron por la acera del Casino hasta llegar a la Carrera de la virgen. La noche estaba animada. Me escondí con facilidad entre los paseantes y mantuve una distancia prudente sin perderlos de vista. Paré cuando ellos se detuvieron en la cartelera del teatro Isabel la Católica y me puse en marcha detrás de otro matrimonio cuando ellos volvieron a caminar hacia la Diputación. Marisa apoyó la cabeza en el hombro de Vicente al entrar en la Carrera. Esa muestra de cariño me perturbó de nuevo. Nadie sabe lo que ocurre en la vida de una pareja, las idas y vueltas de sus relaciones, la urdimbre de sus deudas cotidianas, el sentido de una crisis, una ruptura o una reconciliación. Si Consuelo estaba preocupada por las tormentas sentimentales de nuestro amigo, ya podía rebajar la temperatura de su inquietud. Esa cabeza apoyada en el hombro de Vicente anunciaba la paz más que la guerra. No había peligro de abandono inmediato.
Volvieron a pararse en las carteleras del cine Madrigal. De cine en cine y tiro porque me toca. Desde luego a Marisa le gustaba ver películas. De lunes a viernes por la tarde, su marido pertenecía a la editorial Universo. Divulgaba el saber, las curiosidades de un mundo ancho y ajeno, entre alcaldes, maestras, campesinos, vendedores de lotería, mecánicos, párrocos y guardias civiles. Pero cuando el reloj de la oficina nos marcaba su regalo, las siete de la tarde envueltas en papel de fin de semana, Vicente pertenecía a su mujer. Caminaba con ella, iba al cine, disfrutaban juntos de los dramas de amor, los sainetes de la gente normal, las pistolas de los maleantes y las historias de reyes y vampiros anunciadas en las carteleras. Comprendí entonces por qué aparecía ligero de equipaje todos los viernes por la tarde. Con la misma chaqueta, los mismos zapatos, los mismos pies doloridos, pero un poco más alegre y sin su cartera. En vez de volver a casa, quedaba con su mujer en una cafetería o en la puerta de un cine.
Vicente pertenece a Marisa. ¿A quién pertenezco yo ahora? A Consuelo. Seguir a Vicente era una forma de seguir a Consuelo, de extender por toda la ciudad el mundo de la oficina y de nuestras conversaciones. Vicente era el amigo al que había visto entrar en su casa, el compañero que la saludaba por las mañanas de lunes a viernes, una parte del universo que me devolvía a ella y me permitía derretir a distancia la sensatez de hielo que quería imponerme. Seguir a Vicente y a su mujer era un modo de mantener la trama de una existencia centrada en Consuelo. Mi profesor de Literatura dice que los diálogos demasiado profundos y filosóficos son un obstáculo en algunas novelas. Restan credibilidad a los personajes populares. La aparición de Marisa resta verosimilitud a la imagen de oficinista mediocre que yo he dibujado para colgársela a Vicente. Hace apenas dos días, cuando hicimos la visita a Guadix, no pude contener la risa porque el farmacéutico que nos había llamado se negó a comprar la enciclopedia después de una hora de brillante exposición sobre la Q de química, la L de laboratorio y la P de prospecto. Las contraindicaciones pesaron más que los beneficios y a Vicente se le quedó una cara de zapato dolorido y pobre. Ni Manuel el limpia hubiera podido quitarle el polvo del fracaso. Pero Vicente caminaba ahora como el dueño de un tesoro, el poseedor de un salvoconducto que podía defenderlo de cualquier calamidad. Ninguna amenaza era capaz de agrietar el blindaje íntimo y justificado que le ofrecía Marisa.
Los pensamientos, profundos o superficiales, son un lastre en las operaciones de espionaje. No se puede seguir a dos sospechosos cuando los ojos miran hacia dentro y la cabeza huye a una esquina del corazón. Entretenido con la inquietud de Consuelo, no me di cuenta de que la pareja había vuelto a ponerse en marcha. Delante del cine Madrigal no había nadie. Por fortuna tardé poco en reconocer a Vicente y Marisa a la altura de la virgen de las angustias. Caminé camuflado por los plátanos hasta llegar al Paseo del Salón. No me costó trabajo entrar en los jardinillos y esconderme detrás de la pajarera que hay frente a la Biblioteca. Aquí no había peligro de ser descubierto. Los pájaros disfrutaban de la oscuridad y dormían en las ramas artificiales para descansar de su oficio de pájaros públicos. Yo disfrutaba de la oscuridad y descansaba de mi oficio de espía con la ayuda de la noche. Vicente y Marisa disfrutaron de la oscuridad con un beso largo. Aprovecharon la falta de luz para detenerse en un rincón de la ciudad como novios sin casa. Si fuese detective privado, haría una anotación principal en el informe escrito para Consuelo: te engaña, Vicente te engaña, no existe ninguna crisis sentimental en su vida. En la mía, sí.
Continuaron después por el puente de los Escolapios. Era muy arriesgado seguirlos, porque no cruzaba nadie y bastaba que alguno de los dos volviera la cabeza para que yo quedase al descubierto. Los pasos retumban por la noche. Vicente sabía dónde estaba mi casa. Iba a ser muy difícil explicar mi aparición detrás de ellos, la casualidad de estar en su paseo. Excusas ridículas. Heme aquí, en el lugar de los hechos, porque me he acordado de un asunto de la oficina. No te olvides de llamar el lunes a Antonio, el mecánico de Maracena. Heme aquí porque sí o porque me gusta esta parte de Granada en la que a veces un desconocido pide fuego y quiere sentarse un rato en uno de los bancos de los jardinillos para charlar de la vida. Pero no he visto nada, no me he fijado en la cabeza de Marisa apoyada en tu hombro, no he observado cómo os parabais en la esquina más secreta del jardín para daros un beso de amantes clandestinos. Todo muy fuera de razón, muy injustificable, muy patético. No podía cometer un error. Lo mejor era dejarlos cruzar el puente, ver desde lejos hacia dónde se dirigían y recuperar después el hilo de la persecución. Doblaron por los descampados del Violón camino de la Sociedad de Tenis.
Seguir a una persona a través de una ciudad es como leer filosofía. Uno mantiene el paso en el argumento, se sorprende, se para, deja de comprender, intenta aclararse, se orienta de nuevo y vuelve a ponerse en marcha. Siempre a merced de las cabezas ajenas. Da igual que sea Platón, san agustín, Descartes o Kant. Una persecución es como una lectura obligatoria. Hay que llegar hasta el final, hay que insistir, saber detenerse cuando llegan las interrupciones y echar a correr cuando vienen las prisas. Esperé con paciencia a que Vicente y Marisa se adentraran en la oscuridad del descampado. Entonces crucé el puente como un fugitivo y sentí en la prisa el olor húmedo del río, el hilo de agua que parte el arenal.
Los ríos Genil y Darro, a su paso por Granada, tienen más nombre que agua. A veces se van de juerga como señoritos de buena familia para darle lustre a los apellidos. Bajan luego de la Sierra con la furia de una tormenta y provocan inundaciones. Pero lo normal es que duerman una siesta entregada y poco laboriosa. Si fuese un poeta clásico y tuviera que encarnar al río Genil en una figura humana, lo caracterizaría con el bigote, el pelo repeinado y la simpatía campechana de don Alfonso. Más pendiente de sus amistades que de su trabajo. Todo el mundo parece invertir su ánimo en la existencia de los demás. Vivimos para sufrir los éxitos ajenos y celebrar sus fracasos. No hay vecino que se olvide de vigilar las escaleras para saber quién sube y quién baja, quién entra en casa de Consuelo y qué ruidos se oyen detrás de la pared. Pura realidad, pensamientos exactos, pero poco oportunos mientras se persigue a un compañero de oficina.
Antes de llegar a la Sociedad de Tenis, doblaron a la izquierda por un callejón penumbroso. Ningún trasiego, ningún árbol, sólo tapias altas y largas estrechando el paso. Mantener la persecución era una locura, ganas de estropear de forma ruidosa mi último mes de trabajo en la editorial, mi convivencia, por lo menos laboral, con Consuelo. Preferí perderlos a ser descubierto. Dejé que desaparecieran en la sombra y encendí un cigarro. Conté hasta treinta, añadí una pausa de más de cinco segundos para reforzar la seguridad, tiré el cigarro y me introduje en el callejón. Tal vez tuviese la suerte de encontrarme otra vez con las espaldas de Vicente y de Marisa a la salida.
Pero se acabaron las tapias y no había nadie en la noche cerrada. Una música de verbena se abría por el fondo de la oscuridad. Venía desde unas casas que estaban al final de otro descampado. No es que estuviese en las afueras de la ciudad, porque más allá podían verse las luces de los edificios del Zaidín. Había estado tres o cuatro veces en el piso de un compañero de curso que vivía en aquel barrio. Pero era difícil caminar por allí. Los huertos y los descampados se mezclaban con las calles a medio hacer. Entre matorrales, a través de un pequeño sendero, me dirigí hacia la música para no darme por vencido. Me alejé de la zona más urbanizada y recorté en dirección a la fiesta. Tal vez Marisa y Vicente habrían decidido bailar un rato antes de encerrarse en su casa. Un rumor de verbena en la noche es una tentación para dos enamorados. Eso pensé. Pura poesía, un engaño más de mi imaginación, porque al acercarme a las casas recuperé por sorpresa el rastro de mis víctimas. Entraban en una calle bien iluminada que salía a la derecha de un camino asfaltado. Estaban lejos. Corrí hacia ellos escondido como una alimaña entre las sombras de la ciudad. Tuve suerte. No tropecé en ninguna piedra, no metí el pie en ninguna acequia, ningún contratiempo cortó mi carrera. Y tuve suerte también porque llegué a tiempo de verlos entrar en un edificio. Vicente abrió la puerta, cedió el paso a su mujer y luego desapareció detrás de ella.
Era el número tres de la calle Comandante Valdivia. Desde allí salía Vicente para ir a la oficina o a la casa de Consuelo. Allí tenía escondida a Marisa, la protagonista de una falsa crisis sentimental, la mujer menos imaginable en la cocina, el cuarto de estar, la ducha y la cama de Vicente. A pesar de sus reservas y de sus deseos de pasar inadvertido en todo aquello que no fuera asunto de trabajo, ya conocía el lugar en el que disfrutaba de su vida privada. Había culminado con éxito mi aventura literaria de maleante que sigue a su víctima o de policía que vigila a un sospechoso. Era toda una hazaña haber recorrido media ciudad detrás de una pareja sin ser descubierto. Decidí celebrarlo y me acerqué a la verbena.
La música me llevó hasta la Sociedad Hípica. Por detrás de la tapia y de los cipreses saltaba la voz del Dúo Dinámico. Quince años tiene mi amor, le gusta tanto bailar el rock. Una pareja se besaba en la esquina de la calle. El portero me invitó a pasar. No saques la entrada, yo me hago el tonto, dijo. Se lo agradecí, pero me dio miedo sumergirme en una atmósfera tan desconocida. Ya estaba bien de investigaciones por una noche. Dejé para otra ocasión el capítulo del joven fascinado por el lujo de una clase superior a la suya. Le pedí al portero que me explicara el camino mejor iluminado para llegar al centro y comencé el regreso.
Hice bien. Cinco minutos después un relámpago partió en dos la noche, el cielo atronó y avisó de que la lluvia por fin se acercaba. Los acontecimientos ocurren cuando menos se esperan. Quizá se trataba del final de la sequía, de los cortes de agua y del calor agobiante de un verano espeso. Entretenido con la película y con la persecución, no me había dado cuenta de que el cielo se había cargado sobre mi cabeza. Las cosas se preparan a nuestro lado sin llamar la atención o sin que sepamos interpretar los síntomas. Nos falta tiempo para fijarnos, sabiduría para descubrir un sapo escondido, un pájaro muerto detrás de un seto o la lagartija del futuro entre la maleza acuciante de la vida. Rompió a llover cuando cruzaba por la plaza de Mariana Pineda. Llegué a casa empapado y dándole vueltas a una canción. Quince años tiene mi amor. Bueno, pues el mío tiene treinta y siete y no puede decirse que su carita sea de color rosa. ¿Algún problema? Sí, muchos. Tiene razón Consuelo. No están los tiempos para que un muchacho de veinte años establezca relaciones formales con una mujer de treinta y siete. Un escándalo en toda regla entre vecinos, padres, profesores y compañeros de curso o de trabajo. Aunque a mí me parece más pecaminoso abusar de una niña de quince años, bonita, caprichosa y tierna como una flor. Será la estrella que da luz al Dúo Dinámico cuando el sol se pone y la gente baila en la Sociedad Hípica. Pero esa estrella no tiene edad para estar fuera de su casa por las noches.
Jacobo se empeñó en que saliéramos de excursión. Y dije que sí, quedé convencido antes de encerrarme en mi habitación para escribir mi reciente experiencia de detective callejero que vigila a una pareja a través de los cines y los descampados. Sólo me dejó tranquilo el tiempo preciso para secarme y cambiarme de ropa. Después anunció el plan perfecto para un día de domingo. Todos los planes de Jacobo son perfectos. Siempre dibuja la ocasión propicia, la compañía adecuada y las circunstancias oportunas con una intensidad que hace difícil rechazar cualquier oferta. Durante mis primeros meses en Granada me llevó de un sitio para otro con una capacidad de convicción imposible de quebrantar. Hice una vida más propia de estudiante de Derecho que de Filosofía y Letras. Después conseguí aprender a rechazar sus planes sin ofenderlo y acabé aceptando una de cada cinco aventuras, fiestas, películas, conferencias, obras de teatro, mesas de billar o excursiones que se habían cruzado en nuestro destino de manera casi inapelable. Como estábamos en septiembre, después de la separación veraniega, y como Consuelo me había dado la libertad, en forma de orden de alejamiento, para todo el fin de semana, le dije que sí. Venga, nos vamos al río.
Mi compañero de piso había ideado una excursión a la Sierra con Mariví, su novia, y una prima de ella muy guapa. Todo se conjuraba para regalarnos la mejor y más feliz jornada. Ahora hago yo la síntesis. Uno: ya no hacía tanto calor. Dos: había empezado a llover y las pozas del Genil se estaban llenando de agua limpia. Tres: los padres de Mariví son los dueños de la pastelería Pintor Velázquez, por lo que ella se había encargado de preparar una cesta deliciosa con emparedados, medianoches y dulces. Cuatro: como antes debía ir con sus padres a misa de nueve, no era necesario madrugar. Bastaba con tomar el tranvía de las doce. Cinco: el tranvía de las doce, después de un viaje maravilloso por montañas y barrancos, nos iba a dejar en el corazón de la Sierra, junto a las pozas del río, para disfrutar de la comida y de nuestras acompañantes. Sin duda las chicas nos fascinarían con unos cuerpos y unos bañadores dignos del mejor paraíso. No había en el mundo ningún Torremolinos capaz de hacernos la competencia. Seis: Jacobo estaba seguro de que no iba a llover, ya había caído bastante agua, disfrutaríamos de un día de sol. Y siete: Elenita, la prima de Mariví, iba a empezar la carrera de Filosofía y Letras y estaba muy interesada en conocerme. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete, más no seas tonto, más no me fastidies el plan, más necesito que me entretengas a la prima, más ya verás cómo te alegras, más igual tú pescas también, más te lo agradezco mucho, más no esperaba otra cosa de ti.
Ya conocía a Mariví. De cara tan dulce como el negocio de su familia, bajita, morena, parecía la pareja perfecta de Jacobo. Aceptaba cualquier plan con el mismo entusiasmo que su novio demostraba al proponerlo y luego hacía todo lo posible para que las cosas salieran bien. Cuando apareció en la estación a las doce menos cuarto, traía su felicidad natural en la cara, unos pantalones azul marino de chica moderna, una cesta llena de paquetes de la pastelería Pintor Velázquez y una prima cargada de ideas sobre mí. A Elena le han explicado con detalle que el compañero de piso de su novio es un verdadero intelectual, un devorador de libros, un estudiante de Filosofía y Letras que se prepara con vocación incansable para ser escritor, el futuro Miguel de Cervantes de la lengua española. Como la mejor manera de escapar a las ofertas continuas de Jacobo es improvisar unos horarios llenos de brumas y trabajos fatigosos, mi amigo se imagina que mi vocación consiste en estar encerrado en una lucha constante con las profundidades del ser y con los adjetivos. Las cosas de Jacobo pasan sin filtro al alma de Mariví. Así que me presentó como si estuviese regalándole a Elena la compañía de don Miguel de Unamuno.
Elena es guapa. Más alta que su prima y menos dulce, se le marcan los pómulos con una exactitud de arquitectura humana. Su rostro mira, atiende, habla, sonríe, discute y mueve los hilos de una belleza personal y solemne. Me había levantado con la idea de que la excursión iba a suponer un pequeño infierno. Cuando se tiene la cabeza en otro lugar, otra habitación, otra cama, otras macetas, otras tuberías y otro cuerpo, cuesta trabajo ser amable con los demás, participar en las conversaciones y en las alegrías de una comida campestre. La pesadumbre se confirmó al llegar a la Cruz de los Caídos. La estación del tranvía de la Sierra está al final de los jardinillos, muy cerca de la calle Transversal de la Bomba. Allí vive Consuelo, a muy poca distancia de los plátanos, las columnas con cadenas que adornan la Cruz, el estanque vacío que utilizan los niños para jugar al fútbol y el andén callejero en el que Jacobo y yo nos sentamos, junto a otros excursionistas, para esperar la llegada de Mariví y de su prima. Jacobo era presa de su entusiasmo, yo de mis cavilaciones.
Pero la aparición de Elena me ayudó a negociar mi estado de ánimo. No es que cayese deslumbrado a sus pies, ni que olvidara a Consuelo, pero resultó fácil representar el papel diseñado por Mariví. Después de la presentación y las primeras bromas, fui de inmediato un proyecto gustoso de don Miguel de Unamuno, dispuesto a pasar de la naturaleza a las profundidades del alma y de los secretos del verso a los planes de estudios de Filosofía y Letras. Tuve cuidado de no caer en la tentación de los consejos prácticos. No hablé de las clases que se podían evitar, del baile de asignaturas entre marías, comunes y optativas, de los profesores fáciles o difíciles, de los trucos para robar libros en el departamento de Literatura o en la biblioteca, de las estrategias más aconsejables a la hora de copiarse en un examen, de los bares que rodean la facultad, cada cual con su clientela y su atmósfera. Mantuve la altura. Me pareció mucho mejor reservar mis energías para asuntos transcendentales, como el futuro de la Universidad en España, el conflicto entre las Humanidades y las Ciencias, la disputa entre razón y fe, la actualidad de la novela rusa o la misión de la juventud en un país tan triste, encogido y retrasado como el nuestro. Al escribir me doy cuenta de que no siempre encaja bien la ironía. Es fácil tratar con humor mis historias sobre los exámenes, los bares de la facultad o la venta de enciclopedias. Pero la situación de España o la actitud distante de Consuelo, con su plan semanal de enfriamiento, son material dramático.
La conversación dio para el viaje en el tranvía y para la sobremesa junto a una poza del río. Sigues hecho un intelectual, murmuró Jacobo. Estaba preparando su chiste: pero te veo menos pedante, te sienta bien hablar con una mujer en bañador. Hizo su gracia antes de desaparecer con Mariví entre los recodos y las arboledas del Genil. Pensaba que yo seguía siendo el estudiante tímido de Villatoga, incapaz de mantener la calma ante la presencia femenina. Había sido el alimento preferido de sus bromas durante el curso pasado. Los nervios, la mudez y la debilidad de un león entre mujeres. Un León Egea sin melena.
Jacobo estaba contento porque su plan iba cumpliéndose punto por punto. Un buen día para una buena comida en buena compañía y con buena temperatura. Elena es muy guapa. Sus piernas alargadas y su pecho aprisionado en el bañador suponían un argumento de autoridad al salir y al entrar en la poza. Me llenaba de orgullo ver cómo atendía mis palabras, cómo se esforzaba para estar a la altura de una conversación seria. Tiene sólo un año menos que yo, pero conserva todavía intacto el respeto adolescente por la sabiduría. No sabe distinguir entre las voces y los ecos o entre los sabios y los estafadores. Daba gusto representar con ella el papel de un estudiante experimentado.
Lo que Jacobo no sospechaba es que me conmovía más mi repentino prestigio intelectual que el cuerpo de Elena. Cuando él se perdió con Mariví detrás de los árboles y las rocas, sentí que perseguían un juego de niños. Los imaginé con una superioridad condescendiente. Un abrazo, dos besos, tres caricias, cuatro negaciones, no, no, esa mano, quieto, y cinco promesas para el día de mañana, con Jacobo paciente o a punto de estallar, elegido heredero de la pastelería Pintor Velázquez después de un noviazgo y una boda como dios manda. Poseído por la rabia o la inferioridad, nunca antes había conocido el sentimiento de condescendencia. Elena estaba a mi lado, su cuerpo era admirable. Dos meses atrás me hubiera perturbado hablar con ella así, sentir cerca sus piernas desnudas, sus brazos, la humedad del bañador. Pero mi corazón de hombre experimentado no tenía ahora nada que ver con las asignaturas de primero de Filosofía y Letras, sino con la imagen de Consuelo en la ducha o en la cama, con su modo de asaltarme y abandonarse, con su forma de atraparme en algo más que un juego o un noviazgo.
Me molestó darle la razón a Consuelo. Su casa se había convertido en una burbuja, un barco aislado del mundo en el que me olvidaba de la realidad. Sin edad, sin preocupaciones de futuro, sin ojos para otra cosa que no fuese nuestra intimidad y nuestros desnudos, sin más voluntad que el placer recién descubierto, me volcaba en ella, me encerraba con ella, al margen de cualquier responsabilidad, de cualquier lazo. Y echaba de menos la autoridad de su edad, de su sabiduría. Más que ejercer de maestro con Elena, me arrastraba la necesidad de sentirme atrapado en la tela de araña de Consuelo, en su poder sobre mí. La palabra encoñado es muy poco poética. Pero reconozco que estoy encoñado con una mujer diecisiete años mayor que yo. No me interesa hacer distinciones entre el amor, el sexo, lo conveniente, lo inconveniente, lo posible, lo imposible, lo sensato o la locura. Elena está muy bien, pero me costó poco trabajo ser respetuoso con ella, portarme como un caballero, no intentar nada, mantenerme en los aspectos culturales de la conversación. Mientras miraba sus piernas bronceadas sin duda en alguna piscina o en la orilla del mar, mientras notaba la presencia de su cuerpo cerca del mío, apenas separado por medio metro y unas cuantas palabras calculadas, sabía también que su imagen no iba a ser la víctima inconsciente de ninguna masturbación nocturna.
—¿Nos tomamos una cerveza antes de retirarnos? —Jacobo quería seguir. Cuando el tranvía nos devolvió a Granada, propuso un modo de alargar la tarde. Mariví estuvo de acuerdo y preguntó con los ojos a Elena—. Parece que nos quedan todavía muchas cosas que discutir.
—Invito yo. Conozco un bar en la calle Lepanto que pone los mejores bocadillos de atún de Granada —me pareció una buena idea que Marcelo, el camarero viudo, me viese con mis amigos—. Hemos comido muy bien, pero el río me ha abierto el apetito.
El bar estaba poco animado. Dos parejas vestidas de domingo y un francés desorientado ocupaban la barra. Ni rastro de las caras habituales, los partidarios del café o la cerveza que llegaban de lunes a viernes desde la Casa de Socorro, el ayuntamiento y las oficinas del barrio. Marcelo mantenía la esencia del bar Lepanto con la ayuda generosa de Manolo el limpiabotas, que se lanzó hacia Jacobo en cuanto nos vio entrar. Mi compañero puso poca resistencia, porque los charcos de la Sierra y el fango habían perseguido de manera notable la dignidad de sus zapatos.
—Pero ¿dónde os habéis metido? —preguntó Manolo, con ganas de justificar el peso y la necesidad de su trabajo—. Parece que acabáis de salir de la selva. Claro, como León es el rey de la selva.
—Pues casi. Hemos estado en el Charcón —Jacobo se abandonó a sus garras, mientras yo me encargaba de pedirle a Marcelo los bocadillos.
—Una lástima ir a la Sierra con este calzado. Es de primera —después levantó la cabeza y señaló a Mariví—. A la señorita la conozco.
—¿A mí?
—Es usted hija de Alberto Salas, el de la pastelería Pintor Velázquez. ¿A que sí?
—Pues sí.
—Desde niña, la conozco. Soy amigo de su padre. Tengo negocios con él tres días a la semana. ¿La otra señorita es de Granada?
—Claro, es mi prima —Mariví estaba divertida. Se había convertido en la dueña del bar.
—¿Cómo se llama tu padre?
—Pedro Salas —contestó Elena, más tímida que su prima.
—¿El notario? Conozco sus zapatos como la palma de mi mano. También tengo negocios con él.
Cuando terminó la purificación dominical de Jacobo, se vino hacia mí. Me negué, yo llevaba unas sandalias, no merecía la pena. Pero en la filosofía de Manolo daban igual zapatos o sandalias, sobre todo si dos jóvenes acompañaban a muchachas de tan buena familia. Y no estaba de más avisar que las mujeres decentes merecen respeto, que él conocía bien a sus padres, que se preocupaba por sus amigos y por las hijas de sus amigos, que ni se le pasaba por la cabeza sospechar de mis buenas intenciones y de las de mi compañero, que confiaba en mí, pero que vaya, vaya, vaya con el río, el barro y los zapatos. Los jóvenes nunca han tenido miramientos y las jóvenes de hoy se ponen unos pantalones y se vuelven locas. Añadió después que donde hay confianza no hay problemas, que yo podía acabar tranquilamente el bocadillo sentado en el taburete y descalzo, mientras él se encargaba de lustrarme las sandalias, de mucha peor calidad que el calzado del estudiante de Derecho, pero dignas también de respeto.
Y así fue. Me pareció que no convenía llevarle la contraria. El camarero viudo, sin romper su neutralidad, me sentenció con una mueca jocunda sostenida durante minutos. Ni siquiera cuando le cobró al francés desorientado dejó de calificar mi estado de ánimo con sus labios. Jamás iba a aprender, jamás conseguiría defenderme de Manolo. Miré a Elena y Mariví, recuperé las sandalias limpias, pagué y me despedí del bar Lepanto hasta el día siguiente o hasta el próximo asalto del limpiabotas. Sus preocupaciones sobre nuestra buena intención y el respeto merecido por la familia Salas eran tan falsas como la caballerosidad de Jacobo. Ya en la calle se las arregló para pedirme que acompañara a Elena a su casa y que volviera al piso lo más tarde posible. Jacobo no quería dejarlo todo para el día de mañana. Las buenas intenciones no son incompatibles con los pagos en cómodos plazos, los créditos y los cobros por adelantado. En la ciudad de los confesores, las campanas, los vecinos y los limpiabotas, seguía con la idea de darle un achuchón al futuro.
Caminamos por la Gran Vía hasta llegar al Triunfo y desembocamos en la avenida de Calvo Sotelo, un hermoso bulevar de plátanos frondosos. Mientras hablaba con Elena sobre la Universidad o sobre mi trabajo en una editorial de prestigio, pensé que volvería a repetir muy pronto el mismo camino. Cerca de su casa estaba la estación del tren. Vicente y yo teníamos concertada una cita con dos ferroviarios interesados en la enciclopedia. Las mismas calles para un paseo distinto, sin hablar de literatura, sin fantasear sobre la importancia de mi papel como experto en la editorial Universo, sin la intuición prometedora de convertirme en Miguel de Unamuno o en Miguel de Cervantes, sin la admiración, y la simpatía, y la falda, y las piernas, y los pómulos de Elena.
—Le sientan bien los pantalones a Mariví, pero me gusta más tu falda.
—Es por mi padre. No quiere que me ponga pantalones.
La imaginación se limita muchas veces a correr delante del futuro. Consigue capturar en el presente lo que sucederá mañana o pasado mañana, disfruta de las cosas antes de que se conviertan en una simple repetición. ¿Me imaginaba yo con Elena otra tarde de domingo, abrazados o cogidos de la mano a lo largo de la Gran Vía y de la avenida de Calvo Sotelo? ¿Intuía ese destino, ese noviazgo formal, esa manera de acompañarla hasta su casa? Si la hija de un farmacéutico se había casado con un campesino, por qué no iba a casarme yo con la hija de un notario. Pero no, desde luego que no. Aquellos árboles y aquellas casas se repetirían de inmediato, pero en otra situación y acompañado de Vicente. Sólo pensaba en la oficina, en la cita con los ferroviarios y en el momento de quedarme a solas con Consuelo. Pensaba en la oportunidad de volver a la calle Transversal de la Bomba.
Aunque confieso que sentí un extraño escalofrío cuando Elena abrió la puerta de su casa, me besó de forma muy rápida en los labios y desapareció. Su alegría y mi desconcierto estallaron como una bomba atómica silenciosa en medio de la ciudad.
Vicente prefirió ir en autobús hasta la Caleta. Estaba cansado y, además, iba a empezar a llover en cualquier momento. Eso me dijo, con voz de experto en el cielo de la ciudad. Adiós a la sequía, septiembre ha llegado por fin metido en agua. Las gotas de lluvia tienen caras de visitante desconocido cuando se pegan a la ventana. Resulta extraño sobrevivir en la oficina sin escuchar el runrún de los ventiladores. Parece que les falta algo a los teléfonos, a la conversación con las posibles víctimas, a los gestos de Vicente, a mis miradas sobre Consuelo, al estancamiento de las agujas del reloj. El jefe está a punto de regresar, su puerta se abrirá para cambiar las cosas en la editorial Universo, y en la ciudad, y en mi vida. Dentro de nada las calles sólo me conducirán a la facultad, a la costumbre del mundo universitario. Hacer compatibles los dos tiempos, el verano y el otoño, Consuelo y mis estudios, el deseo y la rutina, va a ser la tarea prioritaria del próximo curso. Una tarea imposible. Necesito evitar que el plan de enfriamiento de Consuelo desemboque en una lejanía definitiva.
También resulta extraño el nuevo aire de la cafetería Lepanto. El calendario sigue detenido en el diecinueve de abril de mil novecientos sesenta, pero la clientela se ha multiplicado con el final de agosto de mil novecientos sesenta y tres. El mundo lento y casi cómplice de los obligados a trabajar en verano quedó roto con la llegada de los funcionarios, los enfermeros y los oficinistas que estaban ausentes. Los paraguas y los jerséis de esta mañana me han sorprendido menos que el tumulto en la barra y el ajetreo del camarero viudo a la hora de poner cafés y tostadas. Claro que Marcelo ha encontrado tiempo entre cliente y cliente para hacer su broma:
—Vaya con la mosquita muerta del aprendiz. Menuda novia tiene, guapa, alta y con dinero.
He intentado explicarle a Vicente que Elena no es mi novia, sino la prima de la novia de un amigo. Pero no he tenido suerte. La definición del camarero viudo se ha convertido en la frase de la mañana. A la vida hay que pedirle que sea guapa, alta y con dinero. Los buenos negocios son guapos, altos y con dinero. Las buenas vacaciones o las enciclopedias son tan deslumbrantes como una mujer alta, guapa y con dinero. Da igual que sea rubia o morena, pero hace falta que nos sonría guapa, alta y con dinero. La verdad es que no sé por qué traje a mis amigos al bar Lepanto. Tal vez fue la necesidad de enseñarles uno de los rincones propios de mi trabajo prestigioso en una editorial sobre la que había estado mintiendo todo el día. O tal vez me movió el deseo de demostrarle a la calle Lepanto, al portal de la oficina y a Marcelo que tenía otra vida al margen de la miserable existencia del aprendiz de ventas en cómodos plazos. Lo único que no se me había ocurrido era que el episodio llegase hasta Consuelo en forma de noviazgo. Y eso fue lo único que me importó cuando Vicente empezó con el chiste. Lo único. El ser humano es un animal racional que piensa mucho en todo, en todo, menos en las cosas que de verdad importan.
—Tu mujer sí que es alta y guapa.
Intenté congraciarme con él y desviar la dirección de la broma. Pues vamos a ver si la presentas, exigió Marcelo mientras nos despedíamos. De la cafetería salimos hacia la parada del autobús. El nueve nos llevó a través de la calle Reyes y la Gran Vía hasta la avenida de Calvo Sotelo. Luego caminamos por los descampados que hay junto a la estación. Vicente me dijo que el contacto de nuestra visita, un guardavías de Burgos que llevaba tres años destinado en Granada, era el encargado de un equipo de fútbol infantil. Los hijos de los ferroviarios disputan todos los años un partido contra los hijos de los empleados del tranvía. Un encuentro en la cumbre que levanta grandes rivalidades entre los dos bandos. ¿Qué es mejor? ¿El tren o el tranvía? ¿El pájaro en mano o los ciento volando? ¿Las distancias cortas o las largas? ¿Los cómodos plazos o la compra al contado? Todo tiene su alma.
—Maestro, pero ¿a quién le paso el balón si lo pillo?
—Tú eres defensa, Pepe. No te metas en complicaciones. Una buena patada. Y si llega la pelota a los vagones, mejor.
Ésa era la explicación que Ramiro Martín le estaba dando a su futbolista cuando nos acercamos. El chaval de doce o trece años lo miró muy serio, interiorizó la orden y volvió corriendo hacia el grupo de compañeros. Aquí, aquí, venga, pero pasa el balón, ha sido falta, vamos, vamos… El griterío levantaba un revuelo de felicidad y urgencia en el descampado. El entrenador se sumaba con el silbato al tumulto. En una sola portería, los niños jugaban a atacar, defender y disparar. Los había observado mientras caminábamos hacia ellos. Aunque costaba fijarse con atención en su juego porque el panorama era espléndido. De pronto recordé que Granada es una ciudad histórica, un lugar hermoso no limitado a las anécdotas de mi vida particular. Las nubes dejaban ver el perfil de Sierra Nevada por detrás de las torres de las iglesias y de la silueta de la Alhambra. Un paisaje abierto, de aire limpio y conmovedor. Resultaba difícil desprenderse de la belleza de la ciudad para mirar hacia el tumulto de unos niños que intentaban emular a los grandes campeones del fútbol. Dos piedras con algunos jerséis encima dibujaban la portería. Supuse la discusión provocada por cada gol. Infancia por infancia, es lo mismo que ocurre en mi pueblo con el fútbol callejero. La verdad sin red está condenada a estrellarse en el suelo. Ha entrado, mentira, ha entrado, no ha entrado, ha sido alta, venga ya, dos a cero, uno a uno…
Ramiro Martín era un hombre alto, guapo y con el pelo negro muy bien cortado. Parecía un actor de cine con pantalones y camisa de ferroviario. Le sentaba bien el gris oscuro del uniforme un poco desarreglado por el compromiso deportivo. Cualquier color le sentaría bien a aquella prenda. Tenía marcadas en su cara palabras como galán, seductor, creído, almidonado y fatuo. Pero lo que olía a colonia era sobre todo su voz. Un hablar grave y engolado se apoderaba de los saludos y de las órdenes estratégicas. Sus eses perfectas modelaban la pronunciación. Las palabras ampliaban la vanidad de sus ojos, su nariz y sus labios.
—Listos, mucho más listos. Hay que ser más espabilados. Pepito, te he dicho que un voleón. Echa la pelota hacia el campo enemigo, que ya se encargarán ellos de traerla hacia nosotros. Hola, Vicente, ahora mismo nos vamos. ¿Dónde va la gente? Donde va Vicente.
—Es al revés —mi compañero le dio la mano. Le había llevado la contraria como una forma discreta de reírle la gracia.
—En este caso, no.
—¿Vienen tus amigos?
—Dos. Nos vamos a reunir en un vagón de las cocheras —hablaba como si estuviésemos en una película de espías. Desempeñaba su papel de galán con la pulcritud de un actor protagonista—. Espera. Niños, ahora vuelvo. Dejad el balón y a correr un poco. Quiero una fila de atletas. La forma física es muy importante. A trote lento, pero con gracia. Como si en vez de mulos, fueseis caballos.
Un bromista, el guapo era un bromista. Me saltaron las alarmas al pensar que podía caer en otra trampa parecida a la de Juan Benavides, el lotero de Motril. Percibí una extraña complicidad entre mi compañero y el engalanado entrenador de fútbol. Vicente y sus amigos dispuestos a reírse del joven atontado. Un guapo con uniforme de ferroviario decidido a tratarme como si fuese un mulo. Y además con público, dos amigos para festejar el papel ridículo del aprendiz. Pero ya tenía experiencia. Me había convertido en un experto de las conversaciones telefónicas y de las visitas a domicilio. Después del éxito de Maracena, había superado muchos escrúpulos. Vicente tenía motivos para sentir celos de mi eficacia directa, conseguida en apenas dos meses y sin tanto protocolo de palabras, nombres, revueltos históricos y ensaladas geográficas. Las visitas habían dejado de ser un tormento para mí y, además, daban resultado. La vergüenza del vendedor de enciclopedias quedaba en un segundo plano, en un lugar menor y silencioso de mi vida, por debajo de otros asuntos como mi relación con Consuelo, su plan de enfriamiento y mi deseo cada vez más definido, más exigente, porque ya no dudaba, sabía que era amor, obsesión de enamorado pese a la diferencia de edad y a las posibles miradas hostiles del vecindario. Aquellos bromistas se iban a encontrar conmigo en esta ocasión.
Los dos amigos de Ramiro, uno con uniforme de ferroviario y otro vestido de paisano, fumaban delante de un vagón aparcado en una vía muerta lejos de los andenes principales de la estación.
—Vicente es el encargado de la editorial Universo en Granada. Mi amigo Agustín, mi compañero Pedro. Y este joven es el ayudante de Vicente. Perdona, no te he preguntado cómo te llamas.
—León Egea.
—Bueno, León, querido, espero que no rujas mucho. No vayan a asustarse los viajeros.
Entramos en el vagón destartalado. Dos gatos saltaron por una de las ventanas con una agilidad alarmada. Estuve a punto de pisar los restos de una paloma muerta que se había pegado al suelo. Un lugar con olor a grasa y a podrido. Ramiro indicó que podíamos sentarnos en los cuatro asientos que se daban la cara. El ferroviario llamado Pedro mantenía la sonrisa con una extrema generosidad. Pasad, por favor, pasad. Había sido el último en subir al vagón y ahora se sentaba también el último, como si observase los cuidados de una educación extrema. Se lamentaba de que estuviese ocupada la sala de reuniones de la estación por una junta de directivos. Agustín parecía un pasmado silencioso, alguien que fuese conducido al matadero por un amigo.
—Bueno, bueno. Estamos interesados en la enciclopedia —la voz de Ramiro parecía presidir un Consejo de Ministros o la inauguración de un curso universitario—. ¿Qué tenéis que decirnos?
—Comienza tú, León —mi querido compañero me puso en suerte delante del ferroviario bromista y sus amigos—. Queremos explicar la ventaja de una enciclopedia.
—La enciclopedia de la editorial Universo está muy bien hecha. Ésa es la razón principal del éxito que está teniendo —entré directo en el asunto, sin utilizar el teatro del método Vicente. Quise mostrarme convencido, eficaz—. Un conjunto de especialistas ha elaborado una información bien seleccionada. Pura síntesis del conocimiento. No sé si tienen hijos, pero es una herramienta de trabajo muy útil para los estudios. No debe faltar en una casa. Son muy fáciles las consultas. Datos de historia, geografía, literatura, ciencia…, y consejos prácticos. Sale bien de precio, porque es barata y puede pagarse en cómodos plazos.
—Bueno, bueno, ¿y ya está?
Aquel ¿y ya está? de Ramiro Martín acabó de confirmar mis sospechas. Me había callado pronto, después de una intervención escueta, clara y sin merodeos. Vicente me había mirado con sorpresa, casi con desilusión. Tras mi silencio eran lógicas las preguntas sobre el precio de la enciclopedia, las formas de pago o la fecha de entrega, y no ese ¿y ya está?, propio de alguien que había sido invitado a un espectáculo de circo y se llevaba una decepción ante la sobriedad del número ofrecido.
—Sí, ya está. Si quieren les muestro los tres volúmenes para que los vean —la incomodidad de la reunión en unos asientos de vagón de tercera, sin un ambiente apropiado, sin una mesa, nos había hecho olvidar a Vicente y a mí que llevábamos la enciclopedia repartida. Yo cargaba con los dos últimos volúmenes. Me imitó con una reacción espontánea y abrió también su cartera. Junto a la envoltura de un bocadillo, dormía el primer volumen—. Bueno, si quieren podemos poner algunos ejemplos para que comprueben la exactitud de las definiciones. Guapo: bien parecido físicamente. Ostentoso en la forma de vestir. Fanfarrón. Bravucón. Hombre que corteja a una mujer o tiene amores con ella.
Ramiro controló pronto el relámpago de sorpresa e incomodidad que cruzó su rostro, pero no pudo evitar una mirada de sospecha hacia Vicente. Sin duda se había dado por aludido. Para que no quedasen dudas, caí en la tentación de continuar la fiesta del idioma en su jerarquía de matices y distracciones.
—A ver, por aquí, a ver, ¿qué busco?, por ejemplo la palabra relamido: la persona que se afeita con mucho cuidado. El demasiadamente pulcro, el afectado. Acicalado en exceso, pulido —Agustín seguía sin inmutarse, con la misma expresión pasmada. Pero la alarma en los ojos de Vicente y la felicidad alborotadora que se había apoderado del silencio de Pedro me animaron a completar mi número hasta llegar a un punto sin retorno—. Vicente, déjame tu tomo. A ver, a ver, la palabra barítono: voz masculina intermedia entre la de tenor y la de bajo. Después de estar asimilada durante mucho tiempo al bajo, la voz de barítono se diferenció progresivamente gracias a los matices musicales de Gluck, a los operistas franceses, a los grandes compositores italianos posteriores a mil ochocientos treinta y a un guardavías de Burgos llamado Ramiro, que es muy guapo y no sabemos si será un relamido —cerré el libro y levanté los ojos hacia el afectado—. Creo que la enciclopedia será de su interés.
La carcajada de Pedro consiguió sustituir el pasmo de Agustín por una infinita expresión de desconcierto. Vicente estaba serio, enfadado. El que mejor reaccionó fue Ramiro. Había decidido mantener la calma en medio de la tempestad. Mi número de circo no merecía que él se despeinara.
—Bueno, vaya, ahora los payasos trabajan de vendedores de enciclopedias, eh, Vicente. Qué gracioso el muchacho. ¿Vendes mucho con este aprendiz?
—No le va mal —me precipité en responder—. Trotamos más como caballos que como mulos. Y nos gustan las bromas. ¿A usted también, verdad?
—Sí, por supuesto, me gustan las bromas —la sonrisa de Ramiro había necesitado petrificarse para resistir. Miró a Vicente—. Además de la actuación de tu aprendiz, ¿has traído algún documento que explique las condiciones?
—Sí, aquí lo tienes —Vicente sacó del maletín un sobre de la editorial y se lo entregó a Ramiro. Me di cuenta de que se esforzaba en parecer serio, pero estaba a punto de romperse en una carcajada mayor que la de Pedro—. Se explica todo muy bien.
—Pues venga, a freír espárragos. Terminada la sesión, que yo tengo que volverme al campo de fútbol.
Cuando salíamos camino del descampado, la voz de Pedro nos llamó. Teníamos en él un cliente seguro: le había encantado nuestra técnica revolucionaria de ventas.
—Joder, que sí, que me habías preparado una broma.
—Que no. No era una broma. Has metido la pata.
—Entonces, ¿por qué te ríes?
El cielo estaba más limpio y la luz ya no mantenía su sospecha de lluvia. La sesión con los ferroviarios había resultado más corta de lo esperado. Teníamos tiempo por delante. Decidimos regresar caminando a la oficina. Vicente marcaba el paso con sus pies menesterosos. Procuraba no mirarme, callado, la cabeza al frente, manteniendo el tipo entre los matorrales y el rumor lejano de la ciudad. Tardé poco en darme cuenta de que disimulaba las ganas de reír. Cuando le pregunté si estaba enfadado, me comentó muerto de risa que sí, que cómo no iba a enfadarse, que había estropeado una venta segura y que era un impertinente, un maleducado. Pero esta vez no destapó las esencias de su filosofía sobre la vida, sus meditaciones pastosas consagradas a la prudencia, la resignación y el destino. No me aleccionó con su manual de buen oficinista. Todo lo contrario, de cuando en cuando dejaba la cartera en la tierra y se detenía para reír.
—¿Cómo no me voy a reír? Es que no has visto la cara que ha puesto el barítono. Joder, vaya sorpresa que se ha llevado. Le faltó dar el do de pecho.
—Era una broma tuya.
—Que no.
—Que sí, como la de Motril con el lotero.
—Aquello tampoco fue una broma.
—Y entonces por qué te ríes.
—Porque me ha hecho gracia. Y porque a mí también me caen mal algunos clientes. Los veo venir. Y porque este verano vamos bien servidos de comisiones con la compra de Educación y Descanso —empezó a reírse de nuevo. Volvía la cabeza, miraba hacia la estación con una espontaneidad alegre que nunca había localizado en sus ojos—. Es verdad, me ha hecho gracia el ferroviario, y la cara que han puesto sus amigos cuando le has llamado guapo y relamido. Mira, León, yo no soy una monja ordenada en la editorial Universo, ni he hecho votos de castidad. Me río cuando me da la gana, aunque se vaya a pique una venta. Pero te lo advierto: como vuelvas a hacer una cosa así, tendré que dar parte.
—Para lo que me queda. El verano casi se ha terminado. Si te vi, no me acuerdo. En octubre se acaba el empleo y vuelvo a la Universidad.
—Piénsalo bien, muchacho. Ayer oí a Consuelo hablar por teléfono con don Alfonso. Le sugirió que te ofreciese un contrato de media jornada. Visto el éxito de la enciclopedia y el número de pedidos, no me parece mala idea.
Aquella noticia cambió mi sensación de triunfo por un hueco de terror en el estómago. Consuelo estaba intentando que permaneciese durante el curso en la editorial y yo arremetía de buenas a primeras contra un posible comprador por la sospecha de que era una trampa de Vicente. Consuelo se preocupaba por mí, Consuelo no quería alejarme, Consuelo preparaba una situación en la que yo podría seguir con mi vida, con mis asignaturas, con mis compañeros, sin perder el contacto con la editorial Universo, y con la calle Lepanto, y con los reyes del siglo XV, y con las islas de la Polinesia, y con ella. Por mucha gracia que le hiciera a Vicente, me había comportado como un majadero.
—Oye, Ramiro Martín… ¿es amigo de don Alfonso?
—No, creo que no.
Los ladridos de un perro desesperado me volvieron a la realidad. Estábamos en medio de un derribo. Vicente había querido acortar hacia la calle de san juan de dios por un camino de huertas abandonadas y descampados. Un coro de niños y de ladridos se cruzaba en nuestro regreso. Parecía que estaba ocurriendo algo grave. Al acercarnos vimos a un perro blanco que ladraba rabioso atado a un árbol. Se defendía sin poder escapar de los ataques de un niño grande, de unos quince años. Intentaba golpearle con un palo largo animado por los gritos de sus amigos. El niño y el animal se movían con una violencia precavida para no pisar el terreno del enemigo. Los colmillos contra el palo.
—Ten cuidado, te va a morder —Vicente se acercó con un consejo por delante para ganarse la simpatía del jefe—. ¿Qué es lo que pasa?
—Ya me ha mordido y me las va a pagar.
—Es mentira, no te ha mordido —otro niño rubio, más pequeño y con los ojos llorosos, se enfrentó a él—. Eres un mentiroso. Quieres matar a mi perro.
—Me mordió ayer. No es tu perro y lo mato si me da la gana.
El niño grande, casi con cuerpo de hombre, se agachó, cogió un ladrillo del suelo y se lo tiró con puntería al perro. Los lamentos del animal se convirtieron de nuevo en ladridos rabiosos. Parecía que iba a estrangularse de tanto estirar la cuerda que lo mantenía atado al árbol.
—¿Ha visto?, quiere matar a mi perro. Dice que va a buscar una lata de gasolina.
—No es tu perro.
—Hijo mío, ¿es tu perro? —Vicente se sacó su pañuelo del bolsillo—. Ten, sécate las lágrimas. ¿Cómo se llama?
—Blanco, y es mi perro —el niño pequeño pareció animarse ante la ayuda de Vicente. Le devolvió el pañuelo después de pasárselo con rapidez por los ojos. Había dejado de llorar al sentirse amparado por una persona mayor—. Le doy de comer y me obedece cuando lo llamo.
—Pues tendremos que desatarlo.
El niño grande no estaba dispuesto a perder la autoridad delante de su pandilla. Primero amenazó con vengarse de nosotros por meternos en sus asuntos. Después midió sus fuerzas y cambió de estrategia. Era listo. No hablaba con esa soberbia acobardada que reparte entre los suyos el hijo del alcalde de mi pueblo. Su altivez había fermentado en la calle, a la intemperie, en muchos episodios como éste. Era la arrogancia del desamparo, la altanería de los que no tienen nada detrás de su propio miedo o de su audacia. Me acordé de mi profesor de Literatura y de sus clases sobre La lucha por la vida de Baroja. Las afueras de una ciudad, miseria y rencores. Habían cambiado poco las cosas.
El niño grande sustituyó las amenazas por un aire de despectiva superioridad. Avisó a Vicente del peligro, le dijo que no se acercara al perro, que estaba rabioso, que le iba a morder. Pensé que tenía razón, pensé que no debíamos mezclarnos en una historia ajena, pensé que era una locura acercarse, pensé que hay cosas que no tienen arreglo, pensé que no podíamos abandonar al niño pequeño, pensé que no íbamos a dejar al perro atado en el árbol, a la espera de otro ladrillo o de una lata de gasolina. Vicente me dio su cartera, me pidió que se la guardara después de abrirla y de sacar el bocadillo. Agradecí la misión, un modo de participar, porque estaba paralizado. No había hecho nada, no había dicho nada desde que nos acercamos a la pelea entre el niño grande y el perro. Me estaba portando como un cobarde.
—Así que es tu perro, ¿verdad, hijo? —Vicente tomó de la mano al niño pequeño y empezó a caminar hacia el árbol. El perro había dejado de ladrar, pero vigilaba la situación de forma poco amistosa—. Pues vamos a liberarlo.
Avanzaron los dos hacia el perro. Al llegar al borde de la zona peligrosa se detuvieron. Vicente abrió el bocadillo y sacó del pan un filete empanado. Se lo dio al niño pequeño para que lo tirara en la tierra, a medio camino entre ellos y el animal. Toma, Blanco, come, que te vamos a salvar, dijo Vicente. Yo miraba de reojo al niño grande por si preparaba alguna treta, pero estaba quieto. Le parecía mejor que fuera el propio perro quien castigase al intruso. Pensé que era lo más lógico, pensé que el perro no iba a obedecer, pensé que íbamos a estar todos paralizados durante mucho tiempo, pensé que Vicente no debería dar un paso más, pensé que el miedo y la altanería del perro habían nacido también de la calle y que era su intuición, su instinto de supervivencia el que le empujó poco a poco hacia el filete empanado. Vicente detuvo al niño pequeño cuando quiso llegar hasta Blanco. Fue él quien se sacó una navaja del bolsillo de la chaqueta, dio unos pasos lentos, se puso a hablar con el perro manteniendo una forzada serenidad, llegó a su lado y cortó la cuerda del cuello. Cuando el animal se vio libre, se revolvió y empezó a correr sin prestarle atención al filete. El niño pequeño salió detrás de él. No se despidió de nadie.
Nosotros tampoco nos despedimos del niño grande. La función parecía haber terminado. Vicente se guardó la navaja, me pidió su cartera y continuamos nuestro camino en dirección al centro de la ciudad en busca de un mundo más amable. Estaba confesándole que me había impresionado su actitud cuando el dolor le arrancó un lamento. Una piedra le había dado en la cabeza. Miré hacia atrás y vi al niño grande y a su pandilla correr por el descampado.
—Joder, qué cabrón. Estás sangrando.
—Sí, me ha dado bien. Un cabrón.
La herida no era muy alargada, pero sí profunda. Un piquete. Vicente se quitó la chaqueta para no mancharla de sangre. Sacó de nuevo su pañuelo, menos mal que se lo había devuelto el niño pequeño después de secarse las lágrimas, y se lo apretó en la cabeza. Aceleramos el paso camino de la Casa de Socorro. Yo me hice cargo otra vez de su cartera.
—Seguro que me caen unos puntos.
—Sí, es un buen corte.
—Mala suerte. Una herida de guerra.
—No sabía que llevases una navaja en el bolsillo.
—Hay muchas cosas que no se saben. Es mejor así.
Era el famoso prefiero no saberlo de Vicente, pero sonaba ahora de otra manera menos cobarde. Ni siquiera causaba lástima verlo andar de forma torpe con el pañuelo lleno de sangre en la cabeza. Me causaban respeto su desgracia, su pedrada, la compasión que había sentido ante el niño pequeño. Admiraba la autoridad tranquila con la que se había tragado su miedo para salvar al perro y con la que aceptaba ahora la fatalidad. Deberíamos poner una denuncia, dije. No digas tonterías, me contestó. Pero habría que darle un castigo a ese chulo, dije. ¿Quién lo va a buscar? Bastantes problemas tenemos ya, me contestó. Todos los gilipollas que conozco disfrutan maltratando a los perros, dije. Si fuese sólo a los perros, respondió.
En la Casa de Socorro le pusieron cuatro puntos. Vicente le explicó al enfermero, un asiduo del bar Lepanto, que unos niños de su barrio estaban jugando a tirarse piedras. A él le había tocado la china por casualidad. Mala suerte. Unas veces se rompen las farolas, otras las ventanas del tranvía y otras las cabezas de la gente. Luego me invitó a tomar una cerveza y unos calamares en el bar Jandilla, cerca de la oficina, junto al Corral de Carbón. Se había quedado sin su filete empanado para almorzar y no quería dar explicaciones en la barra del camarero viudo sobre la gasa y el esparadrapo que coronaban su cabeza. Cuando el destino se tuerce, dijo, es más útil reaccionar a tiempo. Esta mañana salí de mi casa dispuesto a hacer un buen negocio en la estación de tren y a comerme un bocadillo en la oficina para adelantar el trabajo retrasado, dijo. Hemos perdido la venta de la estación, nos hemos reído y luego me han dado una pedrada, dijo. Podría haber sido peor. En vez de quejarnos vamos pedir unos calamares en el Jandilla, como dos señoritos, concluyó. Bueno, pero me dejas que invite, contesté.
Pagó él. Vicente no es ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni gordo ni delgado. Por eso bastan cinco minutos para pasar del desprecio al cariño y de la admiración al odio. Estábamos en la oficina cuando llegó Consuelo después del almuerzo. Vicente le quitó importancia a la pedrada. Ya se sabe, las heridas en la cabeza resultan muy aparatosas, pero no suelen ser graves. O te matan de una vez, o no son graves. Asunto sin importancia. Había otras novedades en el barrio que daban más que hablar.
—Me ha contado Marcelo que nuestro querido León tiene una novia guapa y con dinero —la voz de Vicente me dolió como un disparo—. El destino es injusto. Yo tengo un día feo y sin negocio, y León lleva al bar Lepanto a una novia guapa y con dinero.
Pasando por encima de mí, Consuelo rodó sobre la cama para hacerse con el libro que me había prestado. Lo tomó de la mesilla de noche y lo escondió debajo de la almohada. Estaba amaneciendo. Yo casi no había dormido. Cada noche tiene su manera de ser, como las personas. Es un carácter. Hay noches tranquilas, pacíficas, belicosas, antipáticas, felices, profundas, monótonas. Las personas dependen de sus amistades y las noches de los cuerpos, de todo lo que se esconde dentro de un cuerpo. Dime con quién andas y te diré quién eres. Dime qué tipo de oscuridad se esconde en tu cuerpo y te diré cómo anda tu vida y cómo pasas las noches. La flexible oscuridad de la noche nace del cuerpo. Antes de llegar a la cara, todas las preocupaciones necesitan por lo menos una noche para dejar su huella.
Me había desvelado la felicidad. Pero uno le da vueltas a las cosas, las toca demasiado, las ensucia, las acaba pervirtiendo. O tal vez las comprende. Había pasado una de las tardes mejores de mi vida. Había disfrutado de Consuelo celosa, de Consuelo irónica, de Consuelo maestra en juegos, de Consuelo en nuestra casa, de Consuelo malvada. Dejamos la nevera sin sobras y sin cerveza en una cena alegre. Luego me pidió ella misma que me quedase a dormir. Me abandoné al sueño abrazado a su cuerpo, como un animal en su refugio. No era un perro atado a un árbol, ni estaba en manos de cualquier niño callejero y cruel. No era el perro de ningún pastor condenado a sufrir la venganza del hijo soberbio de un alcalde. Estaba en lugar seguro, al lado de mi lumbre, fatigado, conmovido, dispuesto a invernar.
Pero me despertó la felicidad o un malestar que tardé en comprender. Porque hay felicidades que sólo son un malestar que todavía no se comprende. Los días se viven, pasan, dejan su sedimento y el corazón los interpreta después con una sabiduría a veces más exacta que las meditaciones de una inteligencia preocupada. Se tarda tiempo en encontrar la razón de algunas tristezas. La vida no es directa ni va nunca por un solo camino.
En cuanto Vicente se despidió y salió de la oficina con su cartera negra y su esparadrapo en la cabeza, Consuelo se levantó. Puso una cara teatral de mujer ofendida, me miró a los ojos y me preguntó por la mujer guapa y con dinero. Estaba jugando y yo estuve a punto de seguirle la broma con detalles color rosa de una película sentimental. Pero decidí contarle la verdad. No era mi novia, sino una prima de la novia de Jacobo, mi compañero de piso. Dentro de su papel estaba la obligación de sospechar, de preguntar su nombre, se llama Elena, de interesarse por lo que estudia, va a empezar los comunes de Filosofía y Letras en este curso, y de sugerirme una confirmación de que es guapa y con dinero, sí, es guapa, y además es alta, y no sé si su familia nada en la abundancia, pero supongo que sí porque su padre tiene una notaría. Estaba sometido a un interrogatorio en el que podía decir la verdad. Un trámite muy cómodo, que empezaba a divertirme por su falta de peligro, aunque hubiera dado cualquier cosa por que la celera de Consuelo fuese real.
De pronto me preguntó si nos habíamos besado. Dudé por un momento cuál era la mejor forma de decir la verdad. No quería mentir. Si decía que no nos habíamos besado, estaba ocultando la reacción imprevista de Elena al buscarme los labios cuando nos despedimos en el portal de su casa. Si confesaba que la había acompañado hasta su puerta y que me había besado antes de desaparecer, suponía casi admitir la existencia del noviazgo y la verdad del chiste inventado por el camarero viudo y repetido por Vicente a lo largo de su día bajo, feo y sin dinero. Ninguna escena más típica de un noviazgo que el beso de despedida en la puerta. Afirmar que no nos habíamos besado se ajustaba más a la realidad.
—No, no nos hemos besado.
—Entonces por qué dudas.
—No dudo. Es que me gusta verte celosa. Aunque sea de mentira.
—Un poco celosa sí estoy.
—Sin derecho ninguno, porque es mentira lo de esa novia, y porque eres tú la que me exiges que salga con mis amigos. Quieres que conozca a otras chicas de mi edad y que no piense en ti todo el día.
Salimos juntos de la oficina. No hizo falta aclarar que me daba permiso para acompañarla a su casa. Quería continuar allí el interrogatorio sobre mi repentina aventura amorosa con la hija de un notario. Toda una película. Me alegró hacer el camino con ella como una pareja que sale del cine y regresa al hogar. Se notaba el cambio de luz, atardecía antes y la ciudad estaba bañada por un reflejo violeta más hermoso incluso que la claridad imprevista de la mañana, cuando las nubes se apartaron para dejar al descubierto la vista de la Alhambra y de Sierra Nevada desde el descampado de la estación. No hablamos de Elena, del falso noviazgo y de las invenciones de Marcelo en la barra del bar Lepanto. Eso lo dejaba ella para después. Mientras cruzamos la calle Ganivet, la plaza del Campillo y la Carrera de la virgen me pidió que le contara con detalle el episodio de la pedrada de Vicente. No me importó confesar mi admiración por su manera de actuar, la tranquilidad valerosa con la que se había comportado. A esas alturas de la tarde, mientras caminaba con Consuelo en dirección a su casa, había vuelto a pasar del odio al cariño. Empezaba a tener indicios claros de que la indiscreción de Vicente sobre la novia alta, guapa y con dinero recomponía el horizonte a mi favor. Igual no era mala idea añadir en las respuestas al interrogatorio que Elena tenía también las piernas largas, los ojos grandes y muy buena conversación. Es la verdad, Consuelo. Ella tiene las piernas largas, los ojos grandes, los labios carnosos y muy buena conversación.
Hablamos del descampado que hay junto a la estación. Hice literatura con mis impresiones del perro atado, la amenaza de la lata de gasolina, el desamparo del niño pequeño, la altanería del niño grande y la atmósfera de una realidad de pobreza y suburbio que me había recordado a las novelas de La lucha por la vida. Gente arrastrada por la necesidad de buscar y resistir. Miseria, malas hierbas, auroras rojas, enfermedades, falsas ilusiones, excusas para sobrevivir. Consuelo me dijo que a ella le gustaba más El árbol de la ciencia. Era la novela de Baroja que más le había afectado. Me dio vergüenza confesar que no la había leído, pero se dio cuenta. Se ofreció a prestármela.
Al llegar al Paseo del Salón cambié de tono, pasé a otro capítulo de mis confidencias. Le conté la accidentada entrevista con Ramiro Martín y sus amigos, la extraña reunión de trabajo convertida en farsa. Fue otro modo de seguir hablando bien de Vicente. Si era verdad que me había preparado una trampa para ponerme en ridículo, yo no tenía más remedio que aplaudir la caballerosidad con la que había aceptado mi respuesta y el giro de la broma. De igual a igual, donde las dan, las toman. Y si no era verdad, reconocía su compañerismo al no haber denunciado mi actitud impertinente y paranoica con un posible comprador.
—¿Cómo, cómo, cómo? ¿Le llamaste barítono y relamido al ferroviario? —Consuelo quiso tirarme de la lengua con una actitud de sorpresa divertida. Hoy no tocaba enfadarse por mi comportamiento profesional, sino por mi falso noviazgo—. Pero ¿qué cara puso?
—Debió de quedarse turulato, porque Vicente no paró de reír hasta que le pegaron la pedrada.
—Hay que tener mucho cuidado contigo. Eres capaz de hundir la editorial.
—Bueno, Vicente no ha sido indiscreto sólo con lo de mi novia. También me ha contado que ayer le sugeriste a don Alfonso un contrato de media jornada para mí —no sabía si malgastaba mi carta secreta, pero me pareció el momento de decirlo. Estábamos llegando a su casa y preferí entrar en la calle Transversal de la Bomba con buen pie. No era un detenido sin derechos, sino alguien a quien la carcelera estaba dispuesta a tratar con cuidado—. Agradezco que me tengas en cuenta.
—Eso fue antes de saber que tienes otra novia.
—Tengo una novia muy guapa, casi alta y con el dinero suficiente.
—No la conozco. ¿Cómo se llama?
Cuando llegamos a la casa, me sentó en el sofá sin dejar que la abrazara. No repitió el signo de hospitalidad que me había ofrecido siempre desde la primera vez que entré en su vida privada. No buscó en la cocina las dos cervezas que daban una amistosa espuma doméstica a la conversación. Se acercó a una de las estanterías y sacó dos libros para prestármelos: El árbol de la ciencia y Encerrados con un solo juguete, una novela de Juan Marsé, un escritor joven de Barcelona al que no he leído. Te quedan muchas cosas por aprender, me dijo Consuelo. Entonces yo no relacioné el juguete de la novela con mi vida. Pensé en el árbol de la ciencia, en lo que uno debe aprender para comerse una manzana, en las decisiones sobre el bien y el mal. Me llevé la novela de Baroja a la cama cuando decidimos acostarnos después de cenar como una pareja de recién casados que ha ido al cine, ha vuelto a casa, ha hecho el amor en el salón, ha buscado algo en el frigorífico para alimentarse y ha encendido la luz de la mesilla de noche para leer juntos, para estar juntos, con la cercanía maravillosa de lo cotidiano. Pero la felicidad que me desveló por la noche y que se transformó después en un malestar extraño tuvo más que ver con el miedo a convertirme en un juguete, en un simple juguete para Consuelo.
Cuando me dio los libros y se sentó junto a mí en el sofá de su casa, continuó con el interrogatorio. Nombres, datos, fechas, el resumen de los hechos. Jacobo, Mariví, Elena, mañana del último domingo, excursión en el tranvía a Sierra Nevada, buena comida preparada por la heredera de la pastelería Pintor Velázquez, emparedados, dulces, el río, la luz en el río, los cuerpos y las palabras en el río, Mariví y Jacobo perdiéndose entre las rocas, Elena y yo hablando de literatura, España, el mundo, las obligaciones del intelectual, el prestigio de ser un futuro escritor, las nubes que pasan, las horas, el tranvía de vuelta, un bocadillo en el bar Lepanto, el deseo de Jacobo de quedarse a solas con Mariví, el encargo de acompañar a Elena hasta la puerta de su casa, la calle Gran Vía, los árboles de la avenida de Calvo Sotelo, el portal, la despedida, el beso de Elena, el resumen de los hechos.
—¿Entonces os besasteis?
—Ella me dio un beso rápido.
—¿En los labios?
—Sí, en los labios.
—Vaya lagarta.
El otro resumen de los hechos. El poco ánimo con el que fui a la excursión preparada por Jacobo, la melancolía de la casa de Consuelo tan cerca de la estación del tranvía, la sensación de impostura al hablar como si fuese un sabio o un escritor de verdad, las mentiras sobre la responsabilidad de trabajar en una editorial importante gracias a la recomendación de un famoso profesor de Literatura, la idea confusa de ir al bar Lepanto para invitar a un bocadillo de atún, el deseo de que Marcelo, las paredes de la Casa de Socorro y el portal de la oficina viesen que yo tenía vida más allá de la venta de enciclopedias en cómodos plazos, las bromas de Manolo el limpiabotas sobre el respeto que merecen las señoritas de buena familia, mi soledad real, que no soy de buena familia ni tengo edad para mantener una historia de amor con una mujer de treinta y siete años, la cara pegajosa y triste de mil novecientos sesenta y tres, la respiración desilusionada y miedosa del curso que irá de octubre de mil novecientos sesenta y tres a junio de mil novecientos sesenta y cuatro, las pocas ganas de encerrarme a leer en mi habitación de estudiante, el paseo con Elena, el escalofrío de su beso imprevisto en el portal.
—Vaya lagarta.
En ese momento empezó a llover. El agua golpeó en la terraza y en las ventanas con el mismo pulso alegre del ruido de las tuberías. El Ayuntamiento considera más prudente mantener aún las restricciones. Los embalses están muy por debajo del nivel deseable después de tantos meses de sequía, pero la ciudad respira ya otro tiempo. La lluvia y las buenas expectativas de precipitaciones continuadas permiten olvidarse por adelantado de los cortes y del ruido de las tuberías. Pero yo no quiero olvidarme de la sorpresa, del aviso del agua, de su complicidad para provocar el desnudo de Consuelo, mi atolondramiento, la tentación. Cuando oí la lluvia en la terraza, pensé en la llegada del otoño, en el invierno, en la posibilidad de vivir el paso del frío y de la nieve sentado en el sofá de aquella casa. Dejarlo todo detrás de la ventana, levantar una muralla entre la realidad temible y el deseo. Quise celebrarlo al revés, por el camino contrario, tomar la calle. Le propuse a Consuelo confundir el ruido de las tuberías con el de la lluvia, convertir la terraza en una gran bañera, abrir la puerta, salir a empaparnos, dejar que el agua cayera y cayera sobre nosotros. Pero ella se negó. Había previsto otro juego.
—Tú estás castigado.
Se levantó, tiró de mí y me llevó a una esquina de la habitación. Contra la pared, me dijo. Pon los brazos en cruz, me dijo. Obedecí, me dispuse a jugar, estaba acostumbrado a jugar con ella como una parte especial de nuestra intimidad. Tardó un minuto en colocarme El árbol de la ciencia en la mano derecha y Encerrados con un solo juguete en la izquierda. Ya era un alumno castigado por la profesora. Prohibido volver la cabeza, prohibido moverse, bajar los brazos. Prohibido incluso hablar, protestar, pedir clemencia. La oí caminar hacia su dormitorio con la autoridad decidida de sus tacones. La oí salir, caminar descalza, cruzar el salón, entrar en el baño, abrir el grifo del agua. Me la imaginé bajo la ducha. La lluvia golpeaba en el suelo de la terraza y en el cuerpo de Consuelo. Se lavaban a la vez ella, la ciudad y mi silencio disciplinado. Prohibido hacer trampas, volver la cabeza, mirar, moverse, bajar los brazos. Había que esperar a que la ciudad buscara una toalla para secarse la vulgaridad de los vecinos, las oficinas, los años tristes y las diferencias de edad. La cabellera limpia y seca. Los hombros, el pecho, los muslos limpios y vivos. Yo excitado, entregado, dispuesto a obedecer, a esperar, a no cuestionar las órdenes, a recibir el premio justo, el castigo.
La oí salir del baño, acercarse a mí, besarme con cuidado en la nuca. Sentí un calor húmedo como el de las tormentas de verano. La ducha se había callado, pero la lluvia seguía pegada a la ventana, dispuesta a ver el desnudo de Consuelo junto a mi espalda. Yo sentí su beso, noté sus manos abriéndome los botones de la camisa, acariciando mi pecho con cuidado para que los libros no se cayeran. Prohibido moverse, hablar, bajar los brazos. Quien tire los libros pierde. Un castigo es un castigo. Mi tía Rosario nunca me había castigado. Consuelo no se parecía en nada a mi tía Rosario. Las manos de Consuelo estaban en mí, acariciaban mi vientre, buscaban la hebilla del cinturón, abrían los botones de la bragueta, me bajaban el pantalón y los calzoncillos. Prohibido protestar, mover los brazos, tirar los libros. Las manos de Consuelo me levantaron levemente una pierna, ya está. Luego la otra, ya está. Liberado del pantalón.
Se alejó, me miró, volvió a acercarse, tiró de mí con lentitud hacia atrás, abrió un hueco entre mi cuerpo y la esquina, lo ocupó ella, me sentí un juguete en el tiempo y en el espacio, ése era el resumen de los hechos, un juguete en sus manos, en su boca, que bajaba por el pecho, por el vientre, que se apoderaba de mí, prohibido tirar los libros, prohibido bajar las manos, moverme, protestar, separarme de ella, resistir más, oponerme al abandono, negarme a la más absoluta indefensión, al cese de la lluvia, al paso de la nube, a la fuerza de aquella milagrosa falta de perdón.
Nos fuimos después a la cama y le agradecí el castigo. Puedes castigarme todas las veces que quieras, le dije. Hice el amor con ella, sentimos hambre, nos levantamos, improvisó la cena y me pidió que me quedase a dormir. Estuve leyendo un rato a su lado, con su cabeza en el pecho, antes de apagar la luz. Pero me desvelé con una felicidad triste. Uno le da vueltas a las cosas hasta que cambian de sentido. O es que yo tardo en comprender el significado de la realidad. No quería ser un juego, el secreto de Consuelo, la locura sin prejuicios y viciosa de un muchacho de veinte años y una mujer de treinta y siete. No quería vivir el cruce apasionado, demente, impúdico entre el joven que necesita perder la inocencia y la mujer madura que aprovecha el paso de un tranvía junto a la puerta de su casa. No me gustaban la falsa celera de Consuelo, su plan de enfriamiento, sus bromas sobre Elena, su estrategia para edificar un refugio clandestino, su proyecto de citas ocultas de semana en semana, de mes en mes, con tardes agradables y números desvergonzados, mientras el mundo sigue su rutina y yo desempeño el papel de la nada, o el de un compañero de piso de Jacobo, que sale de excursión con Mariví y su prima Elena.
Desperté a Consuelo y se lo dije. Quería jugar menos y vivir con ella un amor de verdad. Rodó por la cama, pasó por encima de mí, y escondió el libro de Baroja. Me parece que no va a ser una lectura conveniente, dijo. La historia acaba en suicidio, aclaró. Yo no le seguí en este caso la broma e insistí en mis quejas. Había pasado una mala noche, había soportado una de esas oscuridades que salen del propio cuerpo. Entonces cambió de tono. Creo que malinterpretó mis palabras.
—Me he equivocado, te pido perdón —había cerrado los ojos para hablar. Estaba muy guapa, más joven que nunca, con la cabeza sobre la almohada y la voz perdida en una confesión que sólo en parte se dirigía a mí. Parecía también hablar con ella misma, aclararse—. Me avergüenza mucho el número de ayer, lo siento. Tienes razón. Si me dio por jugar así no fue por falta de decencia…
—Consuelo…
—Déjame, espera. Tampoco es que no te tome en serio. Tú me gustas, pero lo nuestro no puede ser, sencillamente no puede ser. Es la diferencia de edad, es mi vida, son las cosas, mucho más complicadas de lo que tú crees. Déjame tiempo. Te confieso que me gustas, que el numerito del juego fue un truco para negarme a mí misma que estoy viviendo en serio una historia contigo, una historia real, pero que no puede ser. Me da rabia que aparezcan chicas guapas y con dinero. Pero es lo que hay. Es lo que debe ser. Yo tengo la culpa. Mejor lo dejamos.
Y luego añadió:
—Es difícil soportar la maldad del mundo. Como para soportar también su inocencia.
Estuvimos hablando mucho sin decir otra cosa. Ella volvió una y otra vez sobre la idea de que lo nuestro no podía ser. Llegó a confesarme su amor, pero a costa de reafirmarse cada vez con más decisión en que lo nuestro no podía ser. Yo no conseguí explicarme. Lo único que logré fue que llegase por primera vez tarde a la oficina de la editorial Universo.