9

9

CUANDO RETIRARON el servicio del té, Strickland y Norris, con mucho tacto, salieron de la habitación, pues se había acordado que solo Thurston, Williams y yo estaríamos presentes durante el interrogatorio. Serían alrededor de las cinco cuando hicieron pasar al sargento Beef. Nos hizo una inclinación de cabeza con la expresión de quien cree tener que estar a la defensiva. Sin duda se sentía algo fuera de lugar. Con esa cara roja y el bigote sediento parecía obvio que se sentiría mucho más a gusto en el bar local. Sin embargo, no se adelantó, sino que, eligiendo la silla más recta que pudo hallar, sacó su enorme libreta y esperó.

Entonces entró Thurston. No le había visto desde la noche anterior y le observé preocupado mientras Sam Williams le presentaba a los tres investigadores. Tenía la tez amarillenta y parecía muy desmejorado, pero esbozó una débil sonrisa al estrecharles la mano.

—No quiero estar presente mientras ustedes, caballeros, investigan esto… —dijo despacio—, de modo que he creído más conveniente bajar primero y darles toda la información necesaria. Y si quieren volver a verme por cualquier cosa cuando hayan hecho más averiguaciones, haré lo posible por ayudarles. Agradezco sus esfuerzos por aclarar esto.

—Todos lo sentimos mucho —dijo lord Simon, y su voz sonó muy sincera. Simpaticé con él por hacer ese comentario.

Thurston hizo una inclinación de cabeza.

—Les diré todo lo que pueda —dijo—, y hay una larga historia familiar que deben saber. He hablado de esto con el señor Williams, quien además de ser mi abogado es un viejo amigo; y estuvimos de acuerdo en que deben saberlo.

El silencio fue interrumpido por un movimiento del sargento Beef. Con muy poco tacto, en mi opinión, en este momento abrió su libreta y se preparó pomposamente para escribir en ella.

—Mi esposa estuvo casada antes —dijo Thurston, y yo me sobresalté—. Les contaré la historia tal y como yo la conozco. Ella era la única hija de un pastor de Gloucestershire. —Le tembló la voz, pero continuó—. No conocí a sus padres, pero tengo entendido que eran muy trabajadores, severos, dedicados por entero a su hija. Fue criada de un modo que aun en aquellos días de antes de la guerra habría sido considerado puritano. Pero fue muy feliz, aunque tal cosa le parezca extraña a la generación actual. Trabajaba, como su madre, en la parroquia, y allí aprendió, quizás, el altruismo que era suyo por naturaleza. ¿Quién podría imaginársela, en cualquier lugar, si no feliz y altruista?

Hubo un silencio tenso pero compasivo tras el cual el doctor Thurston continuó.

—Uno de los visitantes de la parroquia era un rico terrateniente local, un hombre mucho mayor que ella, que había hecho una fortuna en Birmingham y acababa de retirarse a una mansión en Gloucestershire. Había perdido a su esposa unos años antes y después de ver a Mary varias veces solicitó, a la manera de antes, el permiso del padre de Mary para pedirle a ella la mano. El pastor consintió, pero su esposa puso una objeción antes de mencionarle el asunto a Mary, pues este hombre, en los últimos años de su edad madura, parecía en todo sentido un buen partido, excepto por el hecho de que tenía un hijo.

—¡Dios mío! —murmuró lord Simon Plimsoll.

—Mary no había visto a este hijo, y según tengo entendido no lo vio nunca. El muchacho ya se había hecho mala fama, al menos eso es lo que decía el primer esposo de Mary. No vivía con su padre en Gloucestershire, y parece que estaba en el extranjero, aunque no sé si era un mozalbete enrolado como grumete en un barco o un hombre crecido que vivía en las colonias. Solo su existencia turbaba a los padres de Mary, y quizás por esa razón ella oyó hablar tanto de él.

»Supongamos que vuelve, y causa problemas entre Mary y el marido. Supongamos que se enamora de Mary. Deben recordar que los padres de Mary eran gente sencilla cuyas nociones sobre este particular habían sido aprendidas en las novelas sentimentales de la época.

»De todos modos, estos inconvenientes, tras ser estudiados, fueron finalmente desechados. Este es un ejemplo del egoísmo y la brutalidad inconsciente de este tipo de arreglos de aquellos tiempos pues, si no me equivoco, se convino, entre los padres de Mary y el esposo, que el hijo se mantendría fuera del camino. Le dieron una pensión, creo, y Mary me dijo una vez que según las últimas noticias que tenían de él se le suponía en América. Pero ni siquiera estaba segura de que no pudiera encontrarse en Australia.

Thurston hablaba con parsimonia y reflexivamente. Parecía haberse armado de coraje para este recital, y se le veía decidido a concluirlo. Pero era fácil ver que sufría.

—Estuvieron casados diez años —continuó—, y creo que fueron bastante felices juntos. Mary nunca se dio cuenta de los defectos de su primer esposo. Y del segundo tampoco. No era mujer de encontrar los defectos en ningún ser humano.

»Durante los primeros años de matrimonio, Mary perdió a sus padres, y una de las pocas cosas en realidad consideradas que hizo su esposo por ella fue dejar el distrito de su primer hogar y mudarse a un kilómetro y medio. Yo los conocí cuando le atendí a él de gripe, poco después de su mudanza. Luego vino la guerra, y el hijastro de Mary volvió para alistarse y obtuvo algunas distinciones. Pero ni siquiera cuando estaba con permiso se le invitaba a la casa de su padre. A veces el marido de Mary iba a la ciudad a verlo, y hablaba mejor de él en ese período. Pero ella nunca llegó a conocerlo.

»Después de la guerra, el hijo, como tantos hijos que combatieron, volvió a ser un problema. Algunos años con una pensión privada, en el extranjero, seguidos por tres o cuatro años de guerra no constituyen la capacitación ideal de un ciudadano. No era un mal muchacho, pero era difícil. Tenía los vicios comunes, algo acentuados, y no creo que quisiera mucho a su padre. Se le ofrecieron, sin éxito, una serie de trabajos, y se le envió a varios lugares. Pero siempre se las arreglaba para aparecer en Londres otra vez. No sería un caso muy extraordinario, supongo.

»Después de haberlo enviado a Canadá con algún fin desconocido, el anciano hizo su testamento, y dadas las circunstancias supongo que fue bastante justo, aunque no demasiado generoso con su hijo. La pequeña pensión del joven continuaría, y el resto de la fortuna proveería un ingreso para Mary mientras viviera y, de morir ella antes que el hijo, volvería a él. En verdad, no creo que Mary fuera mucho mayor que su hijastro, pero su esposo nunca la vio como una mujer joven, pues desde su egocéntrico punto de vista era su esposa, y debía ser considerada más o menos como de su edad. Por lo tanto, a su entender, no sería un arreglo tan injusto como puede parecerles a ustedes. Expresaba el deseo, en el testamento, de que si alguna vez su hijo heredaba el dinero, hubiera para entonces aprendido a valorarlo.

Hizo otra pausa.

—Comprenderán que no es muy agradable para mí hablar de todo esto. Pero quiero hacerles las cosas lo más fáciles posibles. Y tenga algo que ver con este asunto o no, si tuvieran que averiguarlo por su cuenta perderían tiempo. Ya casi termino. Yo atendí al primer esposo de mi mujer en su última enfermedad. Ella y yo nos unimos mucho en esa época. Y los que la conocieron no se sorprendieron de que nos hubiéramos casado antes de que pasara un año de que enviudara.

Williams murmuró algo y el doctor Thurston se movió incómodo en la silla.

—Y ahora debo tocar algo aún más íntimo —dijo—. Mi esposa tenía una entrada de casi dos mil libras anuales. Mis ingresos, sin contar lo que ganaba con mi profesión, pues entonces ejercía, eran considerablemente menores. No hablaré de las complicaciones que surgen cuando un hombre pobre se casa con una mujer rica. Pero hay puntos que debo aclarar. En primer lugar, yo era uno de los beneficiarios en el testamento de mi tío, mediante el cual esperaba heredar en breve una suma de dinero algo mayor que la fortuna de mi esposa. Esta suma llegó a mis manos hace unos seis meses. Se demoró por algunos detalles legales. En segundo lugar, es preferible que sepan cómo estaban organizadas nuestras finanzas. Mi esposa retenía todos sus ingresos, pero por deseo propio pagaba todos los gastos de esta casa. Mis gastos personales eran escasos, y mi pequeña renta más que suficiente. Sin embargo, desde que heredé la suma que mencioné antes, no le he permitido a mi esposa usar su dinero si no era para sus propios gastos. El resto de los detalles, como por ejemplo su propio testamento, pueden preguntárselos al señor Williams.

Los investigadores le miraban ahora. Monsieur Picon habló.

—¿Y el hijastro? —preguntó.

—No volvió a aparecer. En un tiempo mi esposa solía preocuparse mucho por él. Sentía que le había quitado lo que le pertenecía. Llegó hasta el extremo de poner avisos en los diarios para encontrarlo, pero sin éxito. Se imaginarán cuánto le preocuparía algo así. Era una mujer muy generosa.

Lord Simon Plimsoll tomó la palabra, incómodo.

—¿Le importaría si le hago una o dos preguntas, doctor?

—De ninguna manera.

—¿Cuál es el nombre del primer esposo de la señora Thurston?

—Burroughs.

—¿Y el lugar donde ella se crio?

—Watercombe, cerca de Cheltenham.

—¿Y nadie tiene idea de lo que le sucedió a este joven?

—Yo no, al menos.

—Entonces, hélas, ¿podría estar muerto? —interrumpió monsieur Picon.

—Es posible —dijo el doctor Thurston.

—O, por otro lado, podría estar en esta casa —dijo lord Simon.

El doctor Thurston esbozó una sonrisa.

—No me parece muy probable. Conozco a todos los que están aquí.

—Sí, doctor. Pero suponga, no es más que una suposición, suponga que este joven hubiera vuelto a aparecer. ¿Cuánto hace, por ejemplo, que conoce a Townsend? —Y me miró sin pudor.

—Unos tres años.

—¿Y a Strickland?

—Un poco más.

—¿Recuerda cómo conoció a Strickland?

—Mi esposa lo conoció. En la ciudad, creo. Ella tenía muchos amigos. Le invitó a venir aquí y simpaticé con él. Siempre ha sido así. Es irresponsable, pero muy buena persona.

—¿Y a Norris, doctor?

—Bien, él también llegó por medio de mi esposa. Pero a él sí sé dónde le conoció. Fue en casa de los Bagley, a unos diez kilómetros de aquí. Tienen pretensiones de ser intelectuales, y siempre tienen a gente como Norris en la casa.

—¿Y el chófer? ¿Cómo obtuvo el empleo?

—Mi esposa contrataba a todos los sirvientes. Era mucho más práctica que yo en esas cosas —hizo una pausa—. Pero lord Simon, si supone que el hijastro de mi esposa pudo estar en esta casa, haciéndose pasar por uno de nuestros amigos o empleados, debo decirle que la idea me parece demasiado rebuscada. Ese hombre desapareció hace años.

—No me haga caso —dijo lord Simon sonriendo—. Nací curioso.

Amer Picon se había estado agitando en la silla sin descanso y habló ahora con impaciencia.

Monsieur le docteur —dijo—, debe perdonar a Picon. Puede parecer lo que usted llamaría impertinente, pero hay una pregunta difícil de formular. Y sin embargo es necesaria. ¿Permite? Mil gracias. Es esto: ¿Recuerda si alguna vez su malograda esposa pareció ocultarle algo? Oh, no me refiero a, ¿cómo se dice?, un secreto culpable. Cualquier cosita, que pudo haber ocultado como cuando uno esconde un regalo de Navidad antes de la Navidad, ¿puede ser?

El doctor Thurston tomó esto con serenidad. Parecía agradecer la delicadeza con que Picon se lo había preguntado. Permaneció en silencio casi un minuto y luego habló.

—Solo una vez. Sí, recuerdo un incidente así, pero fue hace mucho tiempo, poco después de nuestra boda. Su mención de los regalos de Navidad me ha hecho recordarlo, porque fue antes de Navidad, y esa fue la explicación que le di en aquel momento. Creí que era un secretito inocente de los que le gustaban a ella, algo relacionado con un regalo para mí. Pero cuando llegó la Navidad, no tenía nada que ver con su regalo. De todos modos nunca le di la menor importancia.

Picon apenas pudo controlar su impaciencia.

—¿Sí, sí, monsieur le docteur? —inquirió.

—Una tarde entré en su habitación y la encontré sentada a un escritorio que siempre usaba cuando escribía cartas. No me oyó entrar y se sorprendió mucho al verme y rompió rápidamente el sobre que escribía. No puedo darles una idea de la inocencia de su actitud. Una persona falsa no se habría ruborizado como ella ni habría quedado tan confundida.

—¿Eso es todo? —preguntó monsieur Picon ansioso—. ¿No leyó lo que había escrito?

El doctor Thurston le miró melancólico.

—Si le digo que leí el nombre de un hombre —dijo—, no debe dejarse llevar por su imaginación. Debe creerme cuando le digo que mi esposa era incapaz de intrigas. Solo pensar en eso resulta absurdo para quienquiera que la conociese. Pero fue el nombre de un hombre lo que leí en aquel pedazo de papel, y lo recuerdo. Era Sidney Sewell.

—¿Solo un nombre? ¿No vio nada más?

—Eso fue todo. Pero no debe darle la más mínima importancia. Pregúntele a Williams. Él conocía a mi esposa. No sé qué importancia podría tener este asunto, pero no quería decir que mi esposa tuviera un amante.

Hubo un comprensivo murmullo de asentimiento, y Williams dijo algo sobre que nunca se había dudado tal cosa.

Thurston se puso de pie lentamente.

—Y ahora, caballeros, ¿hay algo que deseen preguntarme? —Parecía tan agotado y desdichado que aunque hubiera mil preguntas más después de su lúcido relato dudo que alguien las hubiera formulado en ese momento.

—Muy bien, si no hay nada más, les deseo buenas noches —dijo—. Le he dicho a Stall que los atendiera en todo lo que necesiten —añadió, y con obvio alivio salió de la habitación.

Lord Simon se volvió a Williams.

—¿No hay dudas sobre ese testamento? —preguntó—. ¿Hereda el hijastro?

Williams asintió.

—Sí —dijo—. Se me ha informado que así era. Yo no fui el abogado del viejo. Pero así era su testamento.

—Las cosas están muy feas para el hijastro, sea quien fuere —observé.

Pero monseñor Smith me dirigió un amable guiño.

—No debe decir eso —aconsejó—. El hecho de que esté en pergamino no significa que sea una profecía. Usted es como tantos pensadores modernos: Encuentra un testamento nuevo y quiere convertirlo en el Viejo Testamento.

—Lo que es más importante —dijo monsieur Picon, volviéndose a Williams— es el testamento de la señora. ¿Qué puede decirnos de eso?

Algo inesperadamente, Williams sonrió.

—La señora Thurston —dijo— era en algunos aspectos una persona muy ingenua. El señor Townsend confirmará lo que digo: su gran orgullo era su casa. Dedicaba toda su vida a hacerla confortable. Y tuvo una idea por medio de la cual esperaba conseguir un excelente servicio. Me hizo redactar un testamento en el que le dejaba sus objetos personales a su esposo, pero todo el dinero que poseyera al morir se dividiría en partes iguales entre los empleados que estuvieran con ella en el momento de su muerte. Esto fue, por supuesto, después de que su esposo heredara su propia fortuna.

—Pero —dije yo—, si solo tenía un interés vitalicio…

—Exactamente. Esa era la idea. En ningún momento tuvo mucho dinero. Recibía su pensión cada tres meses y la gastaba o la regalaba. De modo que lo que recibirían los sirvientes sería la suma que tuviera en el banco en el momento de morir. Lo cual sería más o menos la cantidad que usualmente se deja a los sirvientes. Pero ellos no debían saberlo. Para ellos la señora Thurston era rica. Y el plan pareció funcionar, pues desde entonces no cambió de personal.

—En otras palabras, fue un truco —dijo monseñor Smith.

—Yo no usaría esas palabras —replicó Williams.

—Y los trucos funcionan en ambos sentidos —reflexionó el clérigo—. Si uno trata de burlarse de alguien en el día de los Inocentes, la broma puede volverse contra uno mismo.

—No le veo la gracia —dijo Williams.

—Yo tampoco —dijo monseñor Smith—. No le veo ninguna gracia.