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HE DICHO QUE nada siniestro sucedió en la primera mitad de aquella noche, y es cierto. Pero hubo un pequeño incidente que me pareció, incluso en aquel momento, extraño. No era en absoluto siniestro y hasta podría haber sido, en otro momento, casi cómico.
Yo me visto muy rápido. Nunca he podido permitirme el lujo de disponer de un criado capaz de cuidar mi ropa, y por lo tanto estoy acostumbrado a hacer todo solo. Creo que fui el primero en terminar de cambiarme, y salí de mi habitación para bajar antes de que pasaran quince minutos desde el momento en que sonó el primer gong.
La casa, como he explicado, era de estilo georgiano, de una distribución tan sencilla que era imposible perderse. Había tres pisos, y en cada piso el corredor iba de un extremo al otro de la casa, con puertas a izquierda y derecha. La mía estaba en el extremo oriental del corredor, y la de Mary Thurston en el extremo occidental, y el joven Strickland, según tenía entendido, tenía el dormitorio junto al de ella. El del marido estaba enfrente.
Había llegado a la escalera y estaba a punto de descender, cuando noté que la puerta de la habitación de Mary Thurston se abría. Pensando que ella también había logrado de alguna manera cambiarse rápido la esperé. Pero era Strickland el que comenzó a aparecer con cautela. Cuando me vio parado ahí hizo un torpe esfuerzo por regresar al dormitorio pero, al darse cuenta de que yo lo había visto, lo pensó mejor y salió con el mejor aire de arrogancia que pudo encontrar. Hasta me hizo una breve inclinación de cabeza al entrar en su propia habitación.
Bajé las escaleras deseando no haberme detenido, pues podría parecer que estaba espiando. Además, era embarazoso haber visto eso. Y me encontré preguntándome cuál podría ser la relación entre estos dos, entre la mujer madura, robusta, maternal, y el joven jugador macizo y bebedor. Fuera lo que fuese, no era un romance, de eso no cabía duda.
Abajo me encontré con el párroco quien, supuse, había sido invitado a cenar. Me desalentó un poco encontrarlo sentado al lado del fuego en la sala, pues me di cuenta de que estaría a solas con él un rato. Estaba sentado muy erguido en una silla con las huesudas manos sobre las rodillas y sus ojos, después de saludarme, parpadearon con solemnidad hacia el fuego.
Ya conocía al señor Rider, por supuesto, y siempre sentía la misma incomodidad ante él. Este hombrecito delgado de mirada fija quedaba por completo fuera de lugar en la alegre casa de los Thurston. Incluso su mismo aspecto era el de un verdadero aguafiestas. Era calvo, de mejillas amarillas y usaba cuellos demasiado grandes para su delgadez. Vestía con desaliño e incluso parecía sucio, porque era soltero y dependía de una mujer del pueblo que le hacía las tareas de la casa. Pero era su mirada la que solía hacerme sentir incómodo. Tenía la costumbre de fijar los ojos en uno y luego, en apariencia, distraerse, de modo que durante quizás cinco o hasta diez minutos, uno permanecía bajo su escrutinio. Tenía ojos oscuros, redondos, hundidos en cuencas profundas, con expresión de sorpresa.
Su fama también era extraña. Su puritanismo era feroz, se mostraba inmisericorde con aquellos de sus feligreses cuyo estilo de vida no parecía muy estricto. Había una serie de anécdotas en la región sobre su guerra sin cuartel que una vez, al encontrar a dos campesinos enamorados caminando por el campo un domingo por la tarde, los había sermoneado con tanta severidad que estos se habían separado (acto de destreza que no le habría parecido fácil a quien observara las complicaciones del brazo que rodea, la cintura entregada, los dedos entrelazados y el hombro aferrado), y se fueron corriendo a sus casas, culpables y separados. Había sermoneado también con violencia a la desafortunada esposa de un granjero que había acudido a uno de sus servicios con un vestido apenas más escotado de lo usual, y se decía que su actitud cuando se veía obligado a celebrar bodas era reacia y cortante.
En casa de los Thurston solía hablar muy poco, a menos que se exaltara, y supuse que lo invitaban por bondad, pues ni el doctor ni Mary Thurston creían que tuviera suficiente para comer en la parroquia.
Hice uno o dos intentos por entablar una conversación pero él me respondió apenas con monosílabos distraídos. De pronto, sin embargo, se volvió hacia mí.
—Señor, Townsend —dijo—, quiero hacerle una pregunta.
El tono con que dijo esto fue extraño. La voz era hueca, casi feroz. No era una excusa, era como si fuera a darme la oportunidad de defenderme contra una seria acusación. Luego pareció volver a abstraerse. Miraba el fuego.
—Usted —dijo al fin sin mirarme—, usted podría darle tranquilidad a mi mente. Ojalá así sea —Esperé. Luego abruptamente se volvió hacia mí otra vez—. ¿Ha notado algo en esta casa? ¿Algo que no debería suceder? ¿Algo… impropio?
Pensé en David Strickland saliendo furtivamente de la habitación de Mary Thurston. Pero sonreí y hablé con animación.
—Por Dios, no, señor Rider. Siempre la he considerado un hogar modelo.
Era tan peculiar y excéntrico que olvidé recriminarle la indiscreción de su pregunta. No se le podía recriminar nada, así como no se le puede recriminar a un niño por hablar de los negocios de su anfitrión. Pero sentí un gran alivio cuando justo en ese momento se abrió la puerta y apareció Sam Williams, de modo que la charla se hizo más natural.
La cena, lo recuerdo, fue una comida alegre, casi divertida. Todos comimos con apetito y Thurston estaba entusiasmado con un vino del Rhin comprado en una subasta en una propiedad vecina. Stall lo sirvió con reverente eficiencia y era excelente, por cierto.
Fue, eso sí, muy molesto, tener al párroco sentado a la mesa cuando Mary Thurston se fue, declinando el oporto con severidad y haciendo imposible que pudiéramos hablar con mayor libertad que cuando estábamos en presencia de nuestra anfitriona. No es que la conversación de sobremesa en casa de los Thurston hubiera sido nunca grosera, pero el joven Strickland tenía ingenio para contar chistes, a pesar de su pomposa personalidad, y quizás fuera justo porque el señor Rider estaba allí que yo, al menos, me irritaba por el silencio que se le imponía. Sentí alivio cuando alguien sugirió jugar al bridge, aunque ni Thurston ni yo éramos muy aficionados a las cartas.
Aquella noche, muchos de nosotros estábamos cansados y no me sorprendí en absoluto, cuando bastante temprano, el joven Strickland se puso de pie y disculpándose anunció que se iba a acostar. Se había levantado muy temprano, dijo, y estaba exhausto.
—¿Un whisky con soda antes? —sugirió Thurston desde la mesa de juego.
Pero, inesperadamente, Strickland declinó el ofrecimiento.
—No, mil gracias —dijo—. Creo que me voy a acostar ya mismo. —Y, haciendo una inclinación de cabeza, salió de la habitación.
No me fijé en la hora en ese momento pero más tarde calculé, a raíz de los sucesos posteriores, que serían alrededor de las diez y media.
El siguiente en levantarse fue Alec Norris. Había amenazado con interrumpir el juego al final de la siguiente mano. Había estado jugando con Thurston, Williams y conmigo, mientras el párroco y Mary Thurston hablaban bastante ensimismados en el diván en el que estaban sentados.
—Usted querrá unirse a los jugadores, señora Thurston —dijo el párroco—, y ya es hora de que emprenda el camino a casa.
—¿No está muy lejos, señor Rider? —señaló Thurston cortés, aunque no creo que nadie sintiera su partida.
—No. Iré por el huerto. Llegaré a casa en cinco minutos. —Y, expresando su gratitud por tan agradable velada, se fue.
Jugamos otra partida y Sam Williams, que era su compañero, se tomaba el bridge muy en serio. Y terminamos justo cuando el reloj del vestíbulo daba las once.
—No —dijo Mary Thurston—, no más, por favor. Estoy torturando al pobre señor Williams. Además, las once es mi hora de irme a la cama.
Eso era muy cierto. Como una niñita, Mary Thurston tenía hora fija para retirarse, y si se quedaba levantada después de esa hora lo hacía con sentimiento de culpa. Podía recordarla varias veces en el pasado poniéndose de pie al oír el reloj, besando a su esposo, y dándonos las buenas noches con una sonrisa ingenua, casi infantil.
Nos dejó a los tres, Williams, Thurston y yo, sirviéndonos un muy esperado whisky.
Volviendo sobre aquella noche recuerdo con gratitud que desde ese momento hasta… hasta la tragedia, me quedé con los otros dos. Ninguno de nosotros salió de la habitación. Habernos quedado allí charlando nos salvó, como se verá, de los interrogatorios y de otros malos ratos. En determinado momento recordé una carta que había dejado en el bolsillo del sobretodo, y por un instante pensé en ir a buscarla. Llegué a atravesar la habitación y abrir la puerta pero, por fortuna, en ese momento Williams me hizo alguna pregunta que me interesaba responder, y no avancé. Tengo razones suficientes para alegrarme.
Antes de dejarnos, Mary Thurston había puesto la radio, y aunque a ninguno de nosotros le entusiasmaban los esfuerzos de una orquesta de música popular por proporcionarle entretenimiento a la Gran Bretaña, no la apagamos. Daba un poco interesante matiz de fondo a nuestra conversación. Sin embargo, ya que estaba de pie, pensé en apagarla, y lo habría hecho antes de sentarme, pero me detuve para responder a la pregunta de Williams y fue durante esa pausa cuando oímos el primer grito.
La investigación posterior dependía tanto del tiempo que me habría gustado haber sido capaz de precisarlo, pero lo más que puedo hacer es decir que serían alrededor de las once y cuarto. Yo había cerrado la puerta otra vez y volvía hacia los otros dos junto al fuego.
Debe quedar claro que no tengo intenciones de congelarle la sangre en las venas ni de resaltar los aspectos truculentos de este asunto, pero ruego al lector que trate de imaginar el efecto de aquella interrupción. Estábamos junto a un íntimo fuego, una noche de otoño, bebiendo nuestro whisky, en una casa amiga y alegre. Conocíamos la casa, y nos conocíamos entre nosotros muy bien. No había habido nada capaz de despertar ni el más débil presentimiento de desgracia. Éramos ingleses normales en una casa común y corriente. Y de pronto, justo desde encima de nuestras cabezas, llegó ese largo y aterrador grito de horror de una mujer. Fue la sorpresa lo que pareció dejarme alelado. No el sonido ni sus complicaciones, sino la sorpresa de lo inesperado.
Casi antes de que nos pusiéramos de pie de un salto hubo otro, y un tercero, pero el tercero fue el más espantoso, pues fue apagándose lentamente. Para entonces nos dirigíamos hacia la escalera. Thurston llegó primero.
—¡Mary! —gritó; y a pesar de su peso corrió escaleras arriba como un niño asustado.