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EN UN HONDO sillón más allá del círculo alrededor de la mesa del té estaba sentado lord Simon, con un cigarro entre sus largos dedos y un libro en la mano.
—Lindo ejemplar, este —observó—. Es el Platón aldino. No conocía la edición de 1513 en pergamino. La hicieron Aldo y Musurus, y se la dedicaron a León X. Se sintió tan halagado que renovó los privilegios otorgados a Aldo por Alejandro VI y Julio II. Su amigo debe de ser coleccionista.
—Eso creo.
—Yo también tengo algunas cositas —dijo lord Simon.
Me pareció muy modesto al recordar algunos de los libros que formaban su colección.
—Así me han dicho. Mientras tanto, tengo algunas noticias que comunicarle.
Continuó pasando las hojas de su libro mientras yo le contaba el descubrimiento de Picon de los tatuajes en el brazo de Fellowes.
—Interesante —admitió—, pero no demasiado útil. Queremos averiguar quién cometió el crimen, no quién lo pensó.
Algo desilusionado, probé con la historia de las joyas en el dormitorio de Strickland y el diario marcado sobre la mesa de Fellowes. Pero ante ambas cosas asintió y dijo:
—Muy probable. Muy probable.
Sin embargo al hablarle de la segunda soga hallada por monseñor Smith se puso de pie de un salto.
—¿Otra soga? —dijo—. Qué extraño. Eso elimina todo lo demás. A menos… —Hizo una pausa—. Escuche, Townsend, ¿podría ayudarme? Quiero llevar una de esas sogas al gimnasio.
Aunque esto implicara volver a subir al segundo piso, no podía negarme. Poco después habíamos arrastrado la soga por el jardín y lord Simon, utilizando la escalera, la había colgado en su lugar original. Bajó y, parado junto a la puerta, la miró fijamente.
—Está bien —dijo, mientras salíamos del gimnasio—. Muy bien. Debería haberme dado cuenta. —Y aspiró profundamente su cigarro.
Los bizcochos estaban fríos cuando regresamos, pero no iba yo a pensar que la comida era importante mientras había una investigación entre manos. He oído hablar de quienes, después de un asesinato, no han comido durante días enteros.
Thurston seguía sin presentarse, pero bajaría para el interrogatorio esa noche. Gracias a Dios se había mantenido al margen todo el día. Mi conocimiento de estas situaciones, recogido de algunos estudios sobre el tema, me decía que todos nos comportábamos según los mejores precedentes, pero no podía evitar sentir que un hombre que acaba de perder a su esposa podría no verlo de esa manera. Yo había aprendido que lo apropiado y convencional tras un asesinato es que todos los de la casa se sumen a los investigadores en este entretenido juego del escondite que parecía absorbernos por completo. No era extraordinario que tres absolutos desconocidos interrogaran a los sirvientes, ni que se tratara a la policía con sonriente condescendencia, ni que el cadáver fuera manipulado por cualquiera que sintiera curiosidad por saber cómo se había convertido en cadáver. Pero cuando pensaba en el hombre para el cual la tragedia sería algo más que un problema apasionante para investigadores de gran talento, me preguntaba cómo surgieron estas extrañas costumbres.
Nuestros tres distinguidos visitantes se mantenían muy apartados, o al menos a cierta distancia entre sí. Lord Simon, tras mostrar su satisfacción ante el descubrimiento de la soga, había vuelto a su Platón aldino. Monseñor Smith hablaba de arte medieval con Alec Norris y monsieur Picon, tras ordenar las tazas que habían sido colocadas desordenadamente sobre la mesa, se había sentado junto al fuego.
Había llegado el momento, pensé, de hacer un balance. Los tres grandes investigadores, sin contar al sargento de policía, habían comenzado a formar sus teorías, y, puesto que yo tenía tantas pruebas como ellos, no veía por qué no podría hacer lo mismo.
Por más que difirieran en los detalles de su investigación, a los tres les había interesado la soga, mejor dicho, las sogas, encontradas. Pero yo no alcanzaba a imaginar cómo habían sido usadas. Nuestra gran prontitud en echar la puerta abajo las descartaba. Si el asesino había escapado utilizando una cuerda, el orden de los acontecimientos sería el siguiente: matar a Mary Thurston, cruzar hasta la ventana, trepar al alféizar, cerrar la ventana, trepar por la soga y subirla, todo en el tiempo que nos tomó correr escaleras arriba y romper la puerta, pues sin duda alguna una soga contra la ventana habría sido muy visible, e incluso habría golpeado ruidosamente contra los cristales. Pero aunque no hubiera sido así, no podía creer que alguien pudiera haber retirado la cuerda antes de que Sam Williams llegara a la ventana y mirara hacia afuera.
Y además, aun suponiendo que podría haber sucedido así, ¿quién en la casa podría haberlo hecho? He explicado que antes incluso de que comenzáramos a romper la puerta, Norris estaba con nosotros, y Stall, Strickland y Fellowes habían aparecido los tres en seguida, demasiado rápido para que ninguno de ellos pudiera haber trepado por una soga, entrado por las ventanas de arriba y bajado a reunirse con nosotros. Esto dejaba fuera sólo al párroco, la cocinera y la criada como posibles usuarios de la soga. No había peligro en excluir a las dos mujeres de semejante proeza. Y en cuanto al párroco, teníamos la palabra de Stall de que le había abierto la puerta poco después del crimen. Pero más definitivo que eso era el hecho de que si había asesinado a Mary Thurston y escapado por la soga, habría tenido que subir, y entrar por la ventana superior mientras nosotros subíamos las escaleras, o bien haber retrasado su huida. En el primer caso habría sido visto u oído entrar en la cámara de las manzanas por Stall o Fellowes, que en ese momento estaban en ese piso, o la soga seguiría colgada, con él aferrado, cuando Williams abrió la ventana.
No, en términos generales, yo me inclinaba a desechar toda la teoría de la soga. No le quito méritos a la agilidad humana, pero no aceptaré la rapidez de movimientos que habría sido necesaria en este caso.
Quedaban otras alternativas, o posibilidades, más sutiles, que lograron explicar otros casos de asesinatos tras una puerta cerrada, y para estas todos eran más o menos sospechosos. En mis consideraciones hasta este punto había ignorado toda cuestión psicológica, y no me había dejado influir por mi conocimiento del carácter de las personas involucradas. En lo más profundo de mi corazón, por ejemplo, no podía sospechar de Fellowes o del párroco, pero los incluí en la lista de sospechosos siempre que los hechos hicieran posible la culpabilidad de alguno de los dos. Y por eso ahora, al considerar los enigmas de tiempo, más extraordinarios que los de lugar, no excluí a nadie.
No veía, por ejemplo, cómo Williams o Thurston podían ser culpables, puesto que yo había estado continuamente con ellos desde el momento en que Mary Thurston salió de la habitación hasta el momento del grito, y no los había perdido de vista después hasta que encontramos el cuerpo. Y aquí se me presentó una ingeniosa teoría, aunque fue de inmediato contradicha por los hechos irrefutables. Pues de no haber visto yo esa terrible figura sobre la cama en el momento de romper el panel y de no haber habido luz en el dormitorio, podría no ser tan inconcebible, por rebuscado que parezca, que Thurston mismo entrara en la habitación antes que nosotros y la asesinara en nuestra presencia sin que sospecháramos. Podría haber dispuesto que algo en la habitación provocara el espanto de su mujer y la indujera a gritar, de tal manera que él dispusiera de una coartada. Me sentí muy orgulloso de haber ideado esta teoría y la consideré seriamente como argumento de una novela. Pero no encajaba en este caso. La luz en la habitación no era fuerte, pero sí suficiente como para revelarme aquella espantosa imagen sobre la cama apenas rompí el panel superior de la puerta, y para que Williams y yo viéramos todos los movimientos de Thurston al entrar en el dormitorio. Se acercó a su esposa, le puso la mano en el corazón y nos dijo que estaba muerta.
A pesar de considerar mi ingeniosa teoría, me avergonzaba un poco inculpar a Thurston, hasta que me di cuenta de que el verdadero investigador debe considerar a todos como sospechosos. Williams mismo, por ejemplo. ¿Había algún modo posible de involucrarlo? ¿Había algún truco de tiempo o lugar como los que se me había enseñado a buscar en mis estudios de investigación criminal que conectara al doctor Tate o incluso al sargento de Policía con el asesinato? ¿O a la criada? ¿O a la cocinera? Sabía muy bien que no debía dejar de lado a nadie aunque su inocencia fuera obvia. Del estudio de los métodos de esos tres nombres brillantes que se sentaban junto a mí aprendí que al final señalarían a la única persona de la cual yo no había sospechado. Por ello seguí el sencillo plan de sospechar de todos. Estaba decidido a no dejarme sorprender.
Pero lo enloquecedor era que, por más que sospechara, no podía encontrar ninguna razón para relacionar a nadie de la casa con el asesinato de Mary Thurston, y al final mis sospechas no eran más que pequeños intentos humillantes por creer que aquellos que no me gustaban, como Norris y Stall, eran culpables, y aquellos con los que simpatizaba, como Williams y Fellowes, no lo eran. Lo cual, tuve que reconocerlo, no era precisamente, un método basado en la deducción.
Y sin embargo… alguien lo había hecho. No se trataba de un suicidio. Una mujer no grita tres veces antes de cortarse la garganta con un tajo producido, según el médico, por un hombre fuerte. Y había que descubrir a esa persona. Esto también era seguro. Nunca oí de ningún caso en el que estuviera envuelto alguno de estos tres investigadores que terminara con un misterio no resuelto, menos todavía un caso en el que trabajaban los tres. Y si las pistas halladas les habían revelado tanto como para que lord Simon Plimsoll hojeara un libro con calma, para que monsieur Picon descansara observando el fuego y para que monseñor Smith hablara de arte medieval, yo podría entonces aprender algo de ellos.
Las sogas, los tatuajes, los avisos, el rapé, el hecho de que el párroco hubiera llamado «lavabo» a algo, las joyas en la habitación de Strickland… ¿por qué, me pregunté a mí mismo, significaban tanto estas cosas para los grandes cerebros que tenía cerca, y tan poco para mí? Porque, me respondí, estos hombres eran investigadores, mientras que yo era un mero observador. Pero deseaba, y lo deseaba de todo corazón, tener una teoría, como ellos.
No importa. En pocos momentos comenzaría el interrogatorio y, sin duda, eso lo aclararía todo.