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NO PUEDO ALEGAR que hubiera habido nada siniestro en la atmósfera aquella noche. Se supone que nada por el estilo antecede a un asesinato. Nadie caminó furtivamente, no se interrumpió ninguna discusión susurrada, ni hubo misteriosos desconocidos acechando la casa. Aunque después, como podrá imaginarse, repasé los sucesos del día una y otra vez, no recuerdo nada que pudiera haber servido de advertencia, nada en absoluto que me resultara extraordinario en el comportamiento de nadie. Por esa razón el asunto fue una sorpresa tan espantosa.
Recuerdo, por supuesto (buenas razones tengo para recordarlo), que hablamos de asesinatos mientras tomábamos un cóctel. Pero fue una charla en términos generales, ¿cómo podría uno imaginar que pudiera tener la menor importancia? Y no recuerdo siquiera quién inició el tema. Quizás si hubiera podido recordarlo, yo o cualquier otro, nos habría ayudado a comprender más tarde. Pues aquella conversación era pertinente, pertinente de una manera asombrosa, en un sentido muy especial, como se verá más adelante.
Pero en ese momento… En los fines de semana en casa de Thurston se podía hablar del crimen como se podía hablar de religión, política, cine o fantasmas. Cualquier tópico de interés general que surgiera se discutía hasta el cansancio. Ese era el tipo de reuniones que ofrecían los Thurston, reuniones donde todo el mundo hablaba mucho, expresando opiniones de las cuales podría renegar más tarde, y tratando de expresarlas de la manera más inteligente posible. No quiero decir que fueran artificiales y ostentosas, como esas horribles fiestas londinenses donde mujeres con mal aliento bregan por el amor libre y el nudismo. Pero en casa de Thurston se disfrutaba de la conversación, y no se la trataba como un fastidio inevitable entre la cena y las partidas de bridge.
El doctor Thurston no era un gran conversador, aunque le gustaba escuchar y solía terciar con alguna frase aguda de vez en cuando. Era un hombre voluminoso, con gafas, algo teutónico de aspecto, y de modales también, porque a todos trataba con una jovial simplicidad y sentimentalidad germana. Le gustaba urgir a sus invitados a que comieran, bebieran o fumaran sus cigarros con apremiante énfasis. Había sido el médico en aquel pueblo de Sussex hasta su matrimonio y, aunque ya no ejercía, se quedó con la casa, porque le gustaba y el nuevo médico se había construido una nueva. Se suponía que la señora Thurston tenía dinero, al menos estaban en muy buena posición después de casarse, y con frecuencia organizaban recepciones.
Ella, también, era afable, pero no muy inteligente. Aunque me quedé en su casa muchas veces, y debo de haber pasado horas en la misma habitación con Mary Thurston, no puedo recordar una sola frase pronunciada por ella. Era robusta y gastaba muchísimo dinero en ropa. Era una mujer rubia, bastante maquillada, plácida y sencilla. Puedo verla con claridad, aun cuando no pueda recordar sus palabras, sonriéndonos a todos, ocupando la totalidad de un sillón bastante amplio, riendo tontamente ante los cumplidos, desbordando bondad. «La Diosa de la Abundancia», como la llamó alguien una vez, y con razón, pues como anfitriona, desde el punto de vista práctico, era insuperable. La comida era en verdad exquisita; la casa, hermosa, y la señora Thurston tenía un don importante: memoria para las bebidas. Era una buena mujer.
Fuera quien fuese el que inició la conversación sobre el crimen, fue Alec Norris el que acaparó la palabra, aunque simulara desdén por el tema.
—¿Crímenes? —dijo—. ¿No podemos hablar de otra cosa? ¿No tenéis bastante con los libros y las películas? Estoy harto de crímenes y más crímenes, dondequiera que vaya.
El doctor Thurston rio entre dientes. Conocía a Norris y sabía la razón de sus amargas palabras. Norris era un fracasado escritor de novelas muy alejadas de las policiales, libros psicológicos bastante intensos, con mucho sexo. El doctor Thurston vio la oportunidad de tirar de la lengua a Norris.
—¿Pero son crímenes verídicos los de los libros? —preguntó—. ¿Cómo suceden en la realidad?
Norris parecía un «clavadista» en el trampolín. Dudó por un momento, parpadeando en dirección a Thurston y luego se zambulló.
—No, maldita sea si lo son —dijo—. Los crímenes literarios son un misterio desconcertante de asombrosas pistas. Mientras que en la vida real el asesinato siempre resulta ser un asunto sórdido donde una sirviente ha sido estrangulada. Hay solo dos clases de asesinato capaces de desconcertar a la policía por un segundo. Uno es el cometido por un hombre con una víctima que nadie echará de menos, como el reciente caso de Brighton. El otro es el acto de un loco, que asesina por asesinar, sin otro motivo. El asesinato no premeditado puede intrigar a la policía durante mucho tiempo. Cuando hay un motivo y se identifica a la víctima, hay un arresto.
Hizo una pausa para apurar su cóctel. Yo lo miraba, pensando qué extraño era Alec Norris: delgado de cabeza y cuerpo, con una cara huesuda en la que resaltaban la mandíbula, los dientes, los pómulos y la frente, mientras la carne parecía haber retrocedido hasta apenas cubrir el cráneo.
Otro invitado habló entonces. El joven David Strickland, creo.
—Pero un arresto no siempre implica un veredicto de culpabilidad —dijo—. Ha habido asesinos tan desesperados que aunque sabían de antemano que se sospecharía de ellos y hasta podían ser acusados, corrieron el riesgo. Fueron inteligentes y eliminaron las pruebas.
No miré con mucho interés hacia Strickland, pues lo conocía bastante bien. Era el menor de todos nosotros, un individuo macizo, aficionado a los deportes, en especial a las carreras. Siempre estaba listo para pedir prestadas cinco libras, pero no se ofendía si se las negaban. Era una especie de protegido de los Thurston, y a veces el doctor Thurston, hablando con su esposa, se refería a él, en broma, como «tu amante, cariño». Pero no había nada de cierto en eso, aunque no me sería difícil imaginar a Mary Thurston sacándolo de dificultades. El joven Strickland no tenía nada de gigoló, era solo un gran bebedor, jugador y amigo de chistes subidos de tono.
Alec Norris ignoró la interrupción.
—La policía encuentra las pruebas cuando tiene al autor del hecho —dijo, y volvió a condenar la literatura detectivesca—. Es todo tan artificial —dijo—. Tan desconectado de la vida real. Todos ustedes saben cómo son estos crímenes literarios. De pronto, en medio de una reunión (quizás como esta) aparece alguien muerto en la habitación de al lado. Gracias a las trampas del novelista, los invitados y la mitad del personal son sospechosos. Aparece entonces el fabuloso detective, y prueba que el asesino es la única persona de la que uno no sospechó en ningún momento. Telón.
—¿Otro trago, Alec?
—Gracias. Pero no he terminado aún. Iba a señalar que se ha convertido en un simple juego, el juego del zorro y los perros, entre los lectores y el novelista. Pero los lectores son más inteligentes en la actualidad. No sospechan de los personajes obvios, como antes. Por el contrario, si el novelista tiene un personaje que no es de ninguna manera el tipo de persona capaz de asesinar, empiezan a sospechar, por analogía. Ya se han usado hasta los personajes de mínima importancia. A veces es el abogado de la familia, como usted, señor Williams. El anfitrión mismo, como usted, Thurston. El joven amigo alojado en la casa, como usted, Townsend —miró en mi dirección— o usted, Strickland, o yo. El mayordomo, como Stall, el párroco como el señor Rider, la criada, como Enid, el chófer, como el de ustedes, ¿cómo se llama?, o la anfitriona misma, como usted señora Thurston. O puede ser un completo desconocido que no aparece hasta el capítulo veintidós, aunque para mí eso es engañar al lector. En realidad, se trabaja en exceso cada personaje.
Los presentes manteníamos una sonrisa incómoda.
—Sí, lo que digo es verdad —dijo malhumorado—. Las novelas policíacas se han convertido en un juego, un simple juego como el ajedrez. Pero en la vida real no es ningún juego, sino algo simple y salvaje, tan misterioso como la pata de ese piano. Por eso no soporto la literatura detectivesca. Es falsa. Describe lo imposible.
Sam Williams le respondió. Williams era el abogado de los Thurston, y yo lo había encontrado varias veces en la casa. Era uno de esos hombres muy aseados, sonrosados, fumadores de cigarros, a quienes uno suele ver balanceando su zapato de charol en un rincón de un vagón de primera. Tenía una espesa mata de cabello blanco, siempre muy cepillada, el físico de hombre joven y un rostro abierto. Se vestía bien y se movía con elegancia. Tenía fama de ser excelente abogado, y yo le había consultado más de una vez.
—Quizás sea así —decía ahora—. Pero yo disfruto del juego. Como usted dice, se ha vuelto mucho más sutil en los últimos tiempos y nadie puede descubrir al asesino hasta las últimas páginas. Pero después de todo, uno espera que la ficción trascienda la vida, y que el asesinato que aparece en un libro sea más misterioso que uno real.
Justo en ese momento Thurston, que siempre preparaba él mismo los cócteles, llamó para pedir más ginebra, y Stall, el mayordomo, entró. A mí nunca me había gustado Stall, y de haber estado jugando a lo que Norris llamaba «el juego del misterio», Stall habría sido mi primer sospechoso. Había sin duda algo siniestro en su enjuta cabeza calva, en sus ojos pequeños, en sus movimientos silenciosos. Pero era un excelente sirviente.
Mary Thurston lo detuvo cuando ya salía de la habitación.
—Dígale a Fellowes que quiero hablar con él, por favor —dijo ella y agregó, dirigiéndose a su esposo—: Es por esas ratas, mi amor. Las he vuelto a oír. Creo que están en el cuarto de las manzanas. Hay que hacer algo al respecto.
—Bien, pero que no ponga veneno por si T’ang anda por ahí. —T’ang era el pequinés de Mary Thurston.
—No. Una trampa será lo mejor —respondió ella, y salió al vestíbulo a hablar con Fellowes, el chófer.
La casa era de estilo georgiano, de arquitectura simple y digna, con el frente derecho y el aspecto cuadrado del período, de hileras de ventanas largas y dignas, y techos altos y esculpidos. Pero no me sorprendí demasiado porque la señora Thurston hubiera oído ratas. Recuerdo que pensé que era algo tonto, aunque típico en ella, mencionarlo delante de los invitados.
El interior de la casa no daba la sensación de que pudiera albergar ratas, ni siquiera ratones; estaba en muy buen estado y muy limpia. Pero su antigüedad hacía que fuera posible. Las habitaciones eran luminosas y tenían calefacción central, las paredes interiores estaban pintadas de color crema, con brillantes acuarelas adornándolas, los suelos eran de parquet y había un lujoso conjunto de sofás y sillones con suaves y alegres almohadones, para distraer las miradas de los muebles. Recuerdo el aire convencional de calidez, luminosidad y lujo, como el de un hotel muy caro. De hecho, esto es lo que parecía: un buen hotel. Agua caliente en los dormitorios, lámparas que uno podía encender a distancia, bebidas en cualquier momento. Muy agradable para un fin de semana, pero algo insípido para una estancia más prolongada. Eso es todo lo que puedo aportar a modo de retrato de la casa. Parece que hace tanto, ahora, que estuvimos todos allí.
—¡Uno más! —Nos rogaba el doctor Thurston yendo de uno a otro con la coctelera—. ¡Aunque solo sea medio! —Y nos llenó el vaso a todos.
—Parece que les tiene ojeriza a los escritores policíacos —le dijo Williams a Norris del otro lado del hogar.
—Solo porque sus libros se someten a un modelo.
—¿Nunca has pensado en escribir una novela policíaca?
—¿Yo? ¡Jamás! —dijo—. Si alguna vez hago algo parecido será un estudio sobre el estado psíquico de un criminal, no un maldito juego de salón de pistas, falsas pistas y coartadas; trampas del tiempo, lugar, método y motivo que no tienen relación con la vida real. Quizás intente algún día describir la agonía de un hombre que decide cometer un crimen. Y el sufrimiento posterior… —agregó despacio.
—Pero sin duda —dijo Williams—. Dostoievski ya lo hizo para la eternidad, ¿no? Me refiero a Crimen y Castigo.
—No se hace nada «para la eternidad» —dijo Norris cortante—; todo asesino es diferente a los demás. Aunque su escritor policíaco no se dé cuenta.
Justo en ese momento sonó el primer gong, y nos pusimos de pie para subir a cambiarnos de ropa. Williams y Norris seguían hablando cuando salimos de la habitación, pero yo no seguí la discusión.
Creo que fui el primero en llegar al vestíbulo, y encontré a Mary Thurston terminando de dar las instrucciones al chófer. Fellowes era un hombre joven, bastante buen mozo, de unos treinta años. Tenía uno de esos rostros inteligentes y despiertos, ojos francos y buen perfil que parecen ser tan comunes entre los de su clase aficionados a la mecánica. Su buen físico, que resaltaba con su andar erguido y su uniforme, hacía que su patrona desmereciera incluso con su elegante atuendo.
Fellowes se fue al aparecer nosotros, y cuando Mary Thurston se volvió noté que estaba ruborizada, y en apariencia controlaba emociones que no encontraba difícil de suponer surgidas de una conversación sobre trampas para ratas. Sin embargo, nos sonrió, y subió por la amplia escalera.