Capítulo 21

GUSTAV FRIDRICH marchaba calle abajo, sin prestar atención a quienes cometían la estupidez de cruzarse en su camino. Los esfuerzos habían pintado su cara redonda y reluciente de un escarlata abigarrado y el aliento le silbaba en el pecho, pero ni por un momento pensó en aminorar el paso. Detenerse a descansar habría sido una flaqueza que despreciaba casi tanto como el mundo donde se encontraba.

El paso tranquilo de varias parejas, elegantemente vestidas, le hizo curvar despectivamente el labio superior. «Como si no tuvieran la menor preocupación —se burló mentalmente—. ¡Imbéciles! ¡Imbéciles débiles y despreciables!»

En su opinión, Charleston era como una cloaca de lánguidos caprichos y despreocupada alegría, que solo merecía su desprecio. Aunque los diversos negocios y operaciones de contrabando que realizaba en la zona lo habían convertido en un hombre muy rico, odiaba a su población. Allí la gente parecía interesarse tan solo por los placeres sencillos de la vida, en ser hospitalarios con sus vecinos y amigos, en vez de esforzarse por hacer fortuna.

Y el más antipático era su sheriff. A no ser por Rhys Townsend, Raelynn aún sería suya. Poseerla habría sido un dulce consuelo a su brazo inútil. Nunca antes había tenido a una mujer como ella; ahora le asqueaban las rameras hastiadas que se abrían de piernas a cualquiera por un par de monedas. Las que había intentado seducir después de su herida lo dejaron retorciéndose de vergüenza y frustración; todas huyeron aterrorizadas ante el azote de su lengua y de sus aullidos de ira.

Pero con Raelynn todo sería distinto, se consoló. La sola idea de acostarse con ella activaba en él esa parte que las prostitutas, pese a toda su experiencia, no habían podido arrancar del letargo. Era bella, encantadora, bien educada y elegante; además, lo bastante joven como para que él pudiera manejarla con un solo dedo. Sería un bocado apetitoso en su lecho.

Lo que empeoraba las cosas era saber que su insaciable deseo hacia ella ya le había provocado una horrible invalidez, que lo afligía sin descanso. Ya no soportaba siquiera mirar su propia imagen, que se ensanchaba día a día. El peso muerto del brazo inútil, tanto como el que tenía entre las piernas, era un recordatorio constante del profundo odio que le inspiraba Jeffrey Birmingham. Por añadidura, el hecho de que el sheriff aún no se dignara a arrestarlo por el asesinato de Nell era otra espina aguda clavada en su carne.

Sumido en sus lúgubres cavilaciones, Gustav giró bruscamente hacia un callejón, a fin de aprovechar un atajo hacia la zona donde le esperaba el coche de alquiler. No reparó en los dos marineros que, después de intercambiar una señal, lo siguieron por la estrecha callejuela. Marchaba a paso largo, absorto en su odio y en sus violentas reflexiones.

De pronto, alguien lo sujetó por el brazo sano y lo arrojó de bruces contra una pared; la fuerza del impacto estuvo muy cerca de quebrarle la nariz. Trató de mirar hacia atrás, pero un fuerte antebrazo se clavó en su cuello.

—¡Eh! —gritó Gustav—. ¿Qué significa esto? Una risa ahogada lo dejó sofocado en una nube de aliento fétido, mientras una voz ronca le susurraba, cerca del oído:

—Suelta el dinero, tío, si no quieres que te corte el cuello aquí mismo.

Para acentuar su petición, el marinero presionó el gordo cuello de su víctima con una gran hoja de acero, hasta abrir un corte del que empezó a manar un delgado hilo de sangre.

El otro marinero no estaba dispuesto a perder tiempo en amenazas. Para obtener lo que deseaba, se arrodilló junto al alemán y comenzó a revolverle los bolsillos. Como no encontró suficientes monedas, siguió palpando hacia arriba, por debajo de la chaqueta de su víctima. Un bulto en la cintura hizo que extrajera su propio cuchillo. En un momento, cortó el cinturón y comenzó a tirar de los pantalones hacia abajo, para pasarlos sobre las gordas caderas. La prenda, cayó entonces, hasta los tobillos, y las fuertes piernas de Gustav quedaron cubiertas solo por los faldones de la chaqueta y el largo calzón. El hombre cortó la atadura del cinturón monedero y se lo colgó del robusto hombro.

—Con esto tendremos para uno o dos inviernos, compañero —se jactó entre risas, mientras descargaba una palmada en el hombro de su compinche.

—¿Qué haremos con este? —preguntó el otro.

—Cortarle el pescuezo, desde luego.

Acostumbrado como estaba a provocar dolor, terror y muerte, Gustav quedó literalmente paralizado por el miedo ante la idea de ser asesinado por un par de miserables ratas de alcantarilla. El corazón le golpeaba las costillas y su respiración agitada se había reducido a un jadeo seco. Por mucho que le gustara el dinero, en ese momento no le dedicó el más ínfimo de sus pensamientos. Lo que se extendía ante él era su vida pasada: los hombres que había arruinado, las muertes que había ordenado para sacar un beneficio, las mujeres que había utilizado de la manera más sucia, los ancianos a los que había reducido a mendigar por las calles, los niños apartados de su camino a puntapiés, los pordioseros abofeteados. Unas cuantas de sus víctimas eran peones que había sacrificado en su ascenso hacia la fortuna y el poder; otros, seres inútiles que él pisoteaba sin miramientos, tras haber llegado a la cumbre deseada. Ahora, en un precario equilibrio entre la vida y la muerte, las caras de sus víctimas retornaban para asediarlo. Y delante de todas ellas se alzaba Nell. ¿Acaso él no había prometido mil dólares para que Jeffrey Birmingham dejara de ser un obstáculo entre él y Raelynn? Y la consecuencia inmediata ¿no había sido la muerte de esa joven madre?

«¡No ha sido culpa mía! ¡Yo no lo sabía!», gritó su mente al negro juez que asomaba ante él su esquelético semblante. El martillo golpeó estruendosamente la mesa. «¡Culpable, desde todos los puntos de vista! ¡Condenado a muerte!»

Gustav, que no rezaba desde los seis años, se esforzó por recordar cómo se hacía. En ese momento, el marinero que sujetaba el arma contra su cuello emitió un súbito gruñido. El otro alzó el brazo, con un cuchillo centelleante en la mano, pero de pronto lanzó una exclamación de sorpresa. De su vientre se desprendió una larga hoja ensangrentada. Luego, con mucha lentitud, se dobló en dos, con una queja ahogada.

—Ya podéis levantaros los pantalones, señor Fridrich —informó una voz familiar—. Estos tunantes no volverán a haceros daño.

—¿Olney? —Gustav forcejeó con los pantalones, tratando de cubrir la ropa interior.

—Soy yo, sí.

El alemán se volvió hacia él, mientras se abotonaba la prenda a la cintura, y le clavó una mirada fulminante, sin tener en cuenta que Olney acababa de salvarle la vida.

—¿Dónde te habías metido? ¡Debiste regresar hace varias semanas!

—He estado tratando de salvar el pellejo. Me dislocaron el brazo y no pude salir de mi escondrijo hasta que se curó. Habría podido descansar un poco aquí y allá, pero los hombres que Birmingham ha contratado me pisan los talones y el sheriff me sigue con su gente. Casi he terminado bajo tierra tratando de escapar. Esto me ha agriado el carácter, creedme. Hace más de un mes que no puedo darme un baño ni echar un polvo. Después de todo lo que me ha pasado, ya estoy harto de huir por los pantanos y los bosques. Bien puedo esconderme en esa casa de putas donde encontré al viejo Coop, la vez pasada. Sí, señor. Quiero darme un gusto con esas tías tan finas que tienen. En realidad, hacia allí iba cuando he visto que vuestros amigos os seguían por el callejón. —Inclinó la cabeza, curioso—. Pero ¿qué ha sido de Birmingham? ¿Todavía no lo han arrestado?

—Nein! ¡Ese estúpido del sheriff se niega a hacer nada al respecto! ¡La has matado por nada! Olney lanzó una risa cáustica.

—¡Yo no maté a esa pequeña! ¡Fue Birmingham! ¡Lo vi!

—Mientes, Olney. La llevaste allí para estropear la fiesta de los Birmingham. Y luego me entero de que la han matado. ¿Para qué molestarse en matar a Nell, si tiene una esposa tan bonita?

El de los rizos encogió un hombro rollizo.

—Quizá Birmingham se enfureció. La noche del gran baile, Nell entró en su casa para denunciarlo ante todos sus amigos. Quería decir a todos que él le había puesto a ese pequeño bastardo en el vientre. Tal como yo veo la cosa, Birmingham no quiso pasar esa vergüenza ante sus amigos y la quitó de en medio. Hay hombres así: se preocupan más por su reputación que por ser respetables y obedecer la ley. Claro que vos y yo no somos de esos, ¿verdad, señor Fridrich?

Aun sabiendo que la pregunta era burlona, Gustav ignoró esa referencia indirecta a su vida criminal para reflexionar sobre la posibilidad de que su rival fuera un asesino.

—Por mucho que me gustara pensar lo contrario, no puedo creer que Birmingham fuera tan tonto —murmuró—. Quizá te equivocaste, Olney. Tal vez viste al verdadero asesino y te pareció que era él.

—Casi estaría dispuesto a jurar ante un juez que era Birmingham en persona. Pero da igual, pues en cuanto me vea, el bueno del sheriff me arrestará. ¡Ja! Probablemente dirá al jurado todo tipo de cosas horribles, solo para tenerme encerrado un montón de años. Demasiado follón por mil miserables dólares. Conque si eso es lo que esperáis de mí, podéis quedaros con lo que me habéis prometido.

Los ojos de hielo se encogieron, calculadores, mientras Gustav buscaba una suma que pudiera tentar al picaro.

—¿Y por tres mil? Olney resopló.

—Solo habría una manera de hacerlo: que me dejarais usar a vuestros muchachos para divulgar que he vuelto a la ciudad y que vi a Birmingham matando a Nell. Vuestros hombres tendrían que recorrer las calles, azuzando a la gente contra el sheriff Townsend y acusándolo de proteger a sus amigos. Luego tendrían que seguirme hasta su despacho, junto con la gente que se les uniera, y estar allí para importunar al sheriff cuando yo me entregue.

—Eso es fácil. ¿Cuándo quieres comenzar?

—Necesito un baño, un par de horas con una tía y diez mil dólares en la mano.

—¡Diez mil dólares! ¡Debes de estar loco! ¡Jamás te pagaré tanto!

Olney se encogió de hombros, sin la menor preocupación.

—Como queráis, señor Fridrich. Pero no moveré un dedo por un céntimo menos. Si debo pasar unos cuantos años en prisión, quiero una bonita suma que pueda invertir antes de que me encierren. De ese modo, cuando salga podré vivir como los Birmingham.

—¡Pero lo que pides es un atraco a mano armada! El joven rió desdeñosamente.

—Pues mi abuelo era ladrón, así que debo llevarlo en la sangre. Pero si hay aquí algún ladrón, señor Fridrich, lo tengo ante mis ojos. Me pagáis un salario, ¿verdad? Yo soy un caballero honrado y trabajador, que sabe regatear cuando llega el momento. Tres o cuatro años en prisión es demasiado por la limosna que estáis dispuesto a pagar. En pocas palabras, no aceptaré un céntimo menos.

Gustav lo miró con atención.

—Si acepto, ¿me aseguras que Birmingham será arrestado?

—Se lo garantizo.

—Bien, diez mil dólares por su arresto. Si fracasas te encontrarán en el río, con el cuello cortado. Te lo garantizo.

—Buenas tardes, sheriff.

Guiado por un rápido reflejo, Rhys Townsend se giró en redondo, llevando la mano a la pistola. No había podido olvidar esa voz. Lo perseguía noche y día, en sus esfuerzos por imaginar dónde se habría metido esa rata de Olney. Lo que menos esperaba era que ese rufián cruzara el umbral de su oficina, pavoneándose con un atuendo que dejaba bizco a cualquiera. Pero allí estaba Olney en persona, apoyado en el marco de la puerta. Vestía una chaqueta amplia a cuadros vistosos, camisa roja y la parte baja de los pantalones tostados metidos en botas de piel de venado, que habían visto días mejores; sus pies sobresalían por los costados.

—¿Qué diablos haces aquí, Olney? —rugió el sheriff, echando un vistazo por la ventana. En la calle, frente a su despacho, se estaba congregando una multitud. Eso le erizó el pelo de la nuca. Algo se estaba preparando: lo sentía en las entrañas.

Sin hacer esfuerzo alguno por disimular su gran sonrisa, Olney se adelantó con el aire de quien tiene el mundo en sus manos. Sus gruesos hombros se elevaron en un gesto desganado.

—Me ha parecido que era hora de venir a presentaros mis respetos, sheriff. ¿Alguna objeción?

Cuando el joven pasó a su lado, Rhys arrugó la nariz y apartó la cara con repugnancia, como si hubiera olido el hedor de una mofeta.

—Hueles como una fábrica de perfumes, muchacho.

Olney echó la cabeza hacia atrás en una fuerte carcajada. Eso despertó al ayudante del sheriff, que dormitaba en una celda cercana; el hombre se acercó a los barrotes, tambaleante, para mirar hacia fuera con ojos legañosos.

—¿Qué sucede? —preguntó, soñoliento.

—Sigue durmiendo, Charlie —indicó Rhys, seco. Mientras el ayudante volvía a la litera, él enarcó una ceja hacia ese joven zorro, al que poco le faltaba para agitarle la cola en la nariz.

—¿No os gusta mi nuevo estilo, sheriff? —inquirió Olney, lanzándole una sonrisa provocativa.

—Un poco llamativo para mi gusto, Olney, pero no soy yo quien lo lleva. ¿Cómo has conseguido que Fridrich te diera dinero para comprar toda esa ropa?

—¡Otra vez con lo mismo, sheriff! ¡Siempre tenéis que suponer que mi integridad está en venta!

Rhys bufó, asombrado.

—¿Qué integridad?

—No os voy a permitir eso, sheriff —replicó el otro, acercándose con aire ofendido para agitar el índice bajo la nariz del policía—. ¡De eso tengo en abundancia!

—¿Sí? ¿Tú y quién más?

Olney meneó la cabeza con un fuerte suspiro, como si lamentara haber hecho esa visita.

—¡Y yo que venía a ayudaros! Tenéis un asesinato que no podéis resolver y no estáis dispuesto siquiera a tratarme con un poco de cortesía. —Señaló con la mano la multitud que crecía frente a la ventana—. Si a vos no os interesa escuchar lo que tengo que decir sobre la muerte de Nell, sin duda esa gente me prestará mucha más atención.

Rhys se dirigió pensativamente hacia la ventana enrejada para mirar hacia fuera. Tenía buena memoria para las caras; algunos de los hombres que veía allí se parecían mucho a los que estaban en el depósito de Fridrich, la noche en que él y todo un grupo de amigos y agentes habían entrado allí disparando sus armas.

—No sé por qué, Olney, pero tengo la sospecha de que tus amigos, los de allí fuera, ya saben lo que te traes entre manos. En realidad, creo que te mueres por decirme el nombre de ese supuesto asesino. ¿Me dejas adivinar a quién piensas echarle la culpa?

Olney estudió la propuesta del sheriff, mientras se tironeaba un lóbulo con una sonrisa torcida.

—Supongo que puedo daros una oportunidad.

Rhys señaló la calle con una inclinación de cabeza.

—Puesto que has traído a toda esa gente para que te acompañe en tu misión de buena voluntad, sin duda con la intención de forzarme la mano, tengo la sensación de que denunciarás a Jeffrey Birmingham como asesino.

El rufián se rió por lo bajo, frotándose la nariz con un dedo.

—Francamente, sheriff, a veces me dejáis atónito. No parecéis tan tonto como me habían dado a entender.

—Gracias, Olney —replicó Townsend, seco—. Acepto eso como cumplido, aun teniendo en cuenta de quién viene.

—He visto a Birmingham cuando lo hacía, sheriff. No miento —insistió el picaro, iracundo.

Rhys recorrió con la mirada su colorido atuendo.

—A juzgar por tu nueva ropa, supongo que Fridrich ya te ha pagado por entregarte, a fin de que pudieras revelarme esa información.

—Podéis pensarlo, sheriff, y tal vez tengáis razón. Sabiendo lo mucho que deseabais encerrarme, hacía falta un buen botín para compensar el tiempo que deberé malgastar en la cárcel. Tal como están las cosas, cuando salga de allí tendré algo bonito esperándome. Cuando conté al señor Fridrich lo que había visto, él pensó que debía entregarme para que se hiciera justicia. —Olney lanzó un bufido desdeñoso ante una idea tan descabellada—. ¡Cualquier día, sí! Se han necesitado diez mil dólares para que yo cruzara hoy vuestro umbral. Conque aquí estoy, sheriff, listo para confesarlo todo: mis pecados y los de vuestro amigo.

—Te diré algo, Olney: por lo general, cuando alguien me miente me doy cuenta. Es una rara sensación en las entrañas, y solo pasa cuando al final comprendo que no puedo tragarme lo que me están diciendo. Algunas personas mienten por puro gusto, porque tienen una podredumbre que las come por dentro. Como diría un predicador, el diablo se apodera de ellos. Ahora bien: sabemos que el diablo ya te tiene bien metido en su bolsa y que está buscando a otro idiota para atrapar. Lo que quiero decir, muchacho, es que si tu intención es engañarme con esto, bien puedes ahorrarte la saliva, porque tarde o temprano harás un mal negocio. A su debido tiempo atraparé al asesino, con tu ayuda o sin ella.

—Yo sé lo que he visto, sheriff —afirmó secamente el tunante, lanzando una mirada deliberadamente inexpresiva—. Y lo que digo es la verdad, aunque no queráis creerla. Veamos, pues, ¿vais a escuchar lo que tengo que decir? ¿O debo informar a esa gente de allí fuera que no queréis escuchar nada feo contra vuestro rico y estimado amigo?

—Oh, no me opongo a escuchar tu versión del asunto, Olney. Pero recuerda que reservaré mi decisión hasta que tenga pruebas más fiables que tu palabra. Tus conclusiones bien pueden ser ciertas a tu modo de ver, pero a la larga las cosas pueden no ser así. Y ahora me gustaría que me dijeras una cosa, antes de dar tu testimonio de lo que sucedió. ¿Puedes identificar con seguridad al hombre que te persiguió desde el establo de Birmingham, aquella noche, tras haber presenciado el asesinato de Nell?

Olney lo miró, estupefacto.

—¿Cómo diablos sabéis eso?

—Tengo mis fuentes —aseguró Rhys, con una blanda sonrisa—. Robaste una yegua a Birmingham para huir del asesino, ¿verdad?

El otro se había quedado boquiabierto de asombro, pero una súbita sospecha hizo que mirara al policía de soslayo.

—¿Birmingham os ha dicho algo de eso?

—No he hablado con Birmingham de este asunto desde el día siguiente a la muerte de Nell. —Townsend bajó la vista al raído calzado del rufián, con una sonrisa irónica—. Las huellas que dejaste en el corral eran más obvias que las de una vaca. Por si no lo has notado, amigo, tienes unos pies muy anchos, que sobresalen por los lados. Tus huellas son inconfundibles.

El maleante seguía observando al sheriff con la cara contraída por el escepticismo.

—¿Cómo sabéis que me persiguieron?

—Por otra serie de huellas, hechas por botas más pequeñas y lujosas, que seguían las tuyas a toda prisa y las cubrían. Las tuyas se interrumpían en el lugar donde montaste a la yegua. Desde allí la hiciste saltar sobre la cerca para escapar. Las otras huellas regresaban al establo. Es cierto que viste el asesinato de Nell, Olney, y luego huíste como si te hubieran prendido fuego al rabo. Elijah dice que la yegua te tiró en el bosque. Continuaste a pie un tiempo, andando a tumbos, como si sufrieras mucho. —Lo recorrió con la vista—. Es obvio que la yegua te dejó malherido.

Hasta ese momento, Olney llevaba ventaja en su enfrentamiento con el sheriff, pero este acababa de invertir la situación. Era obvio que disfrutaba impresionándolo con el relato de lo que él había visto y hecho, como si esa noche hubiera sido un ratón escondido en algún rincón del establo. Para gran desconcierto suyo, era él quien estaba con la boca abierta.

Se obligó a reaccionar, mientras ponía en su sitio parte de su pelo erizado, y al fin murmuró.

—Yo me llevé la yegua, sí. Y es cierto que poco faltó para que me matara. Me dislocó el hombro. Más tarde encontré a Birmingham en la casa de Pete el Rojo. Estaba allí con su señora, solitos los dos. Le obligué a colocarme el brazo en su sitio. Quiso convencerme de que él no había matado a Nell. Y hasta dijo que le habían dado tres puñaladas. —El picaro lanzó un bufido—. Yo solo vi una.

—Birmingham no te mentía, Olney —confirmó Rhys—. Nell recibió tres puñaladas.

—Pues él debe de haber vuelto para rematarla, porque yo solo vi una.

El sheriff buscó en su mente alguna confirmación de lo que el joven decía.

—Si el asesino volvió para apuñalarla dos veces más, debió de suceder después de que tú te fueras con la yegua.

—Eso es lo que digo, sí.

—Por casualidad, ¿viste con claridad la cara del asesino en algún momento, antes de tu partida?

—Vi a un hombre todo emperifollado con ropa de fiesta, que me sacaba más de media cabeza.

—Y aunque nunca le viste la cara, puedes jurar sin lugar a dudas que lo reconociste —presionó Rhys.

—Lo habría reconocido en cualquier lugar, sheriff. Era Birmingham en persona —aseguró Olney, obstinado—. Casi me mató del susto al perseguirme de esa manera. Y poco faltó para que me alcanzara. De no haber encontrado allí a esa yegua loca, habría terminado como la pobre Nell. Nunca he visto a nadie correr a tanta velocidad. ¡Y el tío me lleva como diez años!

Rhys le echó un vistazo en el que se mezclaban la sorpresa y una nueva intuición.

—¿Dices que el hombre era muy alto?

—Era alto, sí, tanto como Birmingham —replicó Olney, agrio, ya irritado por la insistencia del sheriff—. Como vos y ese cursi de su amigo, el que hace vestidos para señoras. —Curvó despectivamente el labio—. Supongo que los hace para poder usarlos a escondidas en su bonito apartamento.

Rhys miró al delincuente con incredulidad.

—Deja que te saque de tu error con respecto a Farrell Ivés, muchacho. No solo se retiró del pugilismo sin que nadie lo hubiera derrotado, sino que en los últimos diez años ha sido también el mejor tirador de la zona. A sesenta pasos, es capaz de perforarte los ojos sin tocarte las pestañas.

—¡Vaya si sabéis defender a vuestros amigos, sheriff! —lo provocó el tunante, con una mueca burlona—. Pero ahora ¿queréis escuchar o no lo que tengo que decir sobre Birmingham?

—Abriré yo, Tizzy —anunció Raelynn a la joven negra que estaba bañando a Jake—. Tú continúa con lo que estás haciendo.

—Sí, señora Raelynn.

La joven se acercó primero a la ventana y echó una mirada cauta afuera, para asegurarse de que el visitante fuera una cara amiga. Al ver al sheriff se apresuró a abrir la puerta, algo sorprendida.

—Rhys, ¿qué hacéis aquí?

Luego sus ojos fueron más allá, hacia la calle, y se ensancharon considerablemente al ver a la gente que se había reunido allí; al frente estaba Hyde, con las manos esposadas. De repente, comprendió a qué venía el sheriff: Olney se había presentado por fin para acusar a su esposo.

—No fue Jeffrey, Rhys —declaró, sin detenerse siquiera a analizar mentalmente la cuestión. Ya estaba firmemente convencida de que Jeff no podía haber hecho algo tan horrible. Era demasiado recto y noble como para matar a alguien de manera tan horrible—. ¡Tengo la certeza de que no fue él!

—Me gustaría hablar con él, Raelynn —dijo el sheriff, en tono solemne—. ¿Está aquí?

—Sí, —respondió ella de mala gana, abriendo la puerta de par en par. Luego dio un paso atrás, para que el hombrón pasara al vestíbulo—. Hace algunas horas, Jeffrey tuvo otro fuerte dolor de cabeza y le puse algo de láudano en la comida para que pudiera dormir. A estas horas el efecto debe de estar pasando.

—¿Podríais anunciarle que he venido, por favor?

—Tomad asiento en el salón —invitó ella, reticente.

—Gracias, Raelynn.

Ya dentro, Rhys paseó la mirada a su alrededor.

—¿Hay alguien más aquí?

—Solo mi doncella y Jake. Elizabeth y Farrell se han casado esta tarde. Han ido a pasar la noche en el apartamento de él.

Una ancha sonrisa estiró los labios de Rhys.

—Me alegra saberlo. Deberían haberlo hecho hace tiempo.

—Iré a despertar a Jeffrey. Quizá debáis aguardar un minuto antes de que baje. Tendrá que vestirse.

—No me molesta, Raelynn. No me moveré de aquí.

Cuando la muchacha entró en el dormitorio, Jeff ya estaba levantado y mojándose la cara. Al verla, señaló con el pulgar por encima de su hombro hacia la ventana; había descorrido las gruesas cortinas.

—¿Qué pasa allí afuera? —preguntó, mientras se secaba la cara—. ¿Qué hace toda esa gente frente a la casa?

—Si miráis mejor, amor mío, descubriréis que uno de ellos es Olney Hyde. Rhys Townsend espera abajo para hablar con vos. Aunque no lo ha dicho, me temo que viene a arrestaros.

Jeff arrojó la toalla con un suspiro de hastío.

—Será mejor que me vista.

Ella paseó la mirada por su largo cuerpo desnudo, pero el habitual brillo de admiración estaba ausente en sus ojos.

—Será mejor, sí. Rhys no se horrorizaría si bajarais así, pero está Tizzy.

—¿Podéis ordenarle que me prepare café? Aún me siento algo aturdido. —Se frotó la frente con la mano, como si tratara de salir del estupor—. No sé por qué duermo tanto últimamente.

Raelynn no se atrevió a revelarle el motivo.

—En Ivés Alta Costura he aprendido a preparar café —le informó en voz baja—. Os lo prepararé como le gusta a Farrell: fuerte.

Pocos momentos después él bajaba debidamente vestido: camisa, pantalones y botas hasta el tobillo. Al entrar en la sala donde Rhys lo esperaba, intercambió con él un breve saludo y miró a su esposa, que salía del comedor trayendo una bandeja con un juego de café de porcelana y dos tazas humeantes, sobre preciosos platillos floreados. Jeff, que tenía gran necesidad del estimulante para despejar sus turbias ideas, se adelantó para coger una taza. El café aún estaba muy caliente; tuvo que tomarlo a lentos sorbos, mientras Raelynn pasó por su lado para acercarse al sheriff.

—¿Queréis un poco de café, Rhys? —preguntó graciosamente, ofreciéndole la bandeja.

—Lo prefiero solo, igual que Jeffrey —anunció él, mientras cogía la otra taza. Luego se acomodó en el sillón.

Jeff ocupó el sofá y dio una palmada silenciosa al cojín, mientras buscaba la mirada de su esposa. Ella le respondió con una sonrisa y, tras depositar la bandeja en la estrecha mesa que tenían delante, se instaló en el asiento, a su lado.

Rhys bebió un sorbo de la infusión.

—Buen café —dijo, moviendo la cabeza en un gesto de aprobación—. Justo lo que necesitaba.

—•—Gracias —murmuró Raelynn, con una sonrisa forzada. Resultaba difícil mostrarse relajada, sabiendo que en pocos minutos tendrían que enfrentarse al arresto de Jeffrey—. Elizabeth me enseñó a prepararlo.

Rhys levantó la vista con una sonrisa.

—Ambas podéis practicar conmigo cuanto queráis. Más aún, quizá os lleve a casa para que deis clases a mi esposa. Mary lo hace demasiado flojo, a mi modo de ver. Por ahorrar un centavo aquí y allí, no le importa lo insípido que resulte el café. La frugalidad de su sangre escocesa te deja con ganas de beber algo más oscuro.

Por el silencio tenso de los Birmingham era evidente que esperaban oírle el motivo de su visita; no habría rodeos que calmaran su nerviosismo. Con un carraspeo, Rhys fue finalmente al sucio asunto que lo traía. Señaló la calle con un movimiento de cabeza.

—Supongo que has visto esa multitud, Jeff —aventuró, mientras bebía otro sorbo; esa misión le parecía odiosa—. Olney se cuidó de traer refuerzos antes de venir a verme. Jura que fuiste tú quien mató a Nell.

—Sé lo que piensa, Rhys, pero se equivoca —protestó Jeff—. No maté a Nell. Lo que te dije era la verdad.

—De ninguna manera Jeffrey pudo haber matado a esa muchacha, Rhys —aseguró Raelynn una vez más, con una convicción que provocó el asombro de su esposo, mientras entregaba de buen grado la mano a los dedos que la buscaban—. Lo habéis tratado más tiempo que yo. Deberíais saber mejor que nadie que no es capaz de semejante cosa.

Rhys levantó una mano para interrumpirla:

—Por favor, dejadme terminar. Puedo aseguraros que tengo otro sospechoso en la mente, pero he de llevarte conmigo, Jeff, para protegerte de esa turba que ves afuera. Si no te arresto, esa gente podría tomarse la justicia por su mano. Los hombres de Fridrich los han incitado, a tal punto de convencerlos de que, si no he cumplído hasta ahora con mi deber, es solo porque somos amigos. Ahora te agradecería que me dijeras si viste algún detalle, por pequeño que sea, del hombre que os atacó. Los dos sabemos que es alto y rápido; si pudo empujar a un hombre de tu tamaño contra un poste, obviamente es también muy fuerte. ¿Había en él algo más, algo que pueda habérsete olvidado? ¿Reparaste en sus pies, por casualidad? Jeff miró a su amigo como si lo creyera loco.

—También me preguntaste por los pies de Olney. Y la respuesta sigue siendo no. Estaba ocupado en defenderme e impedir que ese carnicero matara a mi esposa. —Miró al policía con curiosidad—. ¿Había algo extraño en sus pies, puesto que te han llamado tanto la atención?

Rhys encogió los gruesos hombros.

—No pude acercarme tanto. Quería saber si tenía los pies lo bastante pequeños como para calzarse tus botas.

Jeff se arrellanó en el sofá, con expresión de extrañeza.

—¿Te refieres a las botas enlodadas que Cora encontró en mi cuarto de baño, tras el asesinato de Nell?

—Exactamente.

—¿Qué motivos tendría el asesino de esa niña para tratar de matarme? —Jeff aún no podía pensar con claridad—. Parece más probable que alguien la matara para culparme. —Cada vez más frustrado, se frotó una sien con la mano—. Lo siento, Rhys, pero me cuesta entender todo esto. Comienzo a pensar que ese golpe me ha dejado definitivamente debilitado.

—En tu lugar no me preocuparía por eso, el láudano hace que uno se...

Rhys se interrumpió bruscamente al percatarse de lo que había revelado. Ante la expresión preocupada de Raelynn, frunció la cara en una mueca, pidiéndole perdón sin palabras.

Jeff estaba tan confundido que no detectó ese diálogo visual. A modo de respuesta se volvió hacia su esposa.

—¿Me habéis dado láudano?

Bajo su mirada incrédula, Raelynn encogió los hombros, como los niños que se recogen en un diminuto caparazón.

—Debía hacer algo para calmaros el dolor de cabeza, Jeffrey. Os daba náuseas.

—Pero os dije que no quería tomar eso. Prefiero el dolor de cabeza al aturdimiento mental. En este momento no puedo siquiera entender con claridad lo que se me dice.

—Lo siento. No lo haré más —prometió ella, con una mirada expresiva.

Toda la exasperación de Jeff se disipó de inmediato ante el obvio arrepentimiento de su esposa.

—Por Dios, querida, podríais robar el corazón al mismísimo diablo —murmuró. Y le rodeó los hombros en un fuerte abrazo para estrecharla contra sí. Tras esas torturantes semanas de separación, lo último que deseaba era provocarle nuevas angustias—. No os aflijáis, amor mío —susurró, dejando caer un beso en el cabello perfumado—. Por favor. No podría soportarlo.

Rhys no intentó siquiera disimular su gran sonrisa. Lo que hizo fue servirse otra taza de café.

—Por lo que veo, en el frente doméstico, todo va bien, ¿verdad, Jeff? Descontando el hecho de que debo arrestarte por un tiempo, desde luego.

Su mirada descendió sobre la suave curva que abultaba las faldas de Raelynn; en el alboroto de aquella noche le había pasado inadvertido.

—Veo que el año próximo estaréis muy ocupados con vuestro papel de padres. Mary y yo también tendremos el mismo trabajo, pero sospecho que el vuestro llegará antes. Al primer descuido seremos abuelos, Jeff.

—¡Hala! —exclamó Jeff, riendo—. Deja que disfrute engendrando unos cuantos más antes de casar a este, Rhys. No soy tan viejo todavía.

—No, supongo que no, puesto que tienes dos años menos que yo. A Mary le gustaría tener muchos hijos, pero a menos que me dé uno por año, seguiré engendrando cuando ya sea cincuentón. Claro que ella será siempre joven, al menos a mis ojos.

—Volvamos al hombre que nos atacó la otra noche —le instó Jeff—. ¿Qué has sabido de él desde entonces? ¿Por qué piensas que podría ser el asesino de Nell?

—Olney dice que quien lo persiguió en el establo era muy veloz. Y eso me hizo recordar la asombrosa celeridad con que vuestro atacante me dejó atrás. Desde luego, no puedo asegurar que haya alguna conexión entre los dos incidentes, pero la coincidencia me parece muy curiosa. Sé que no eres una tortuga, Jeff. Recuerdo que de muchachos, cuando nos desafiábamos a echar una carrera, tú ganabas bastantes veces. Pero nunca me pareciste extraordinariamente veloz, al punto de asombrar a la gente. Solo puedo pensar que vuestro atacante era el asesino de Nell. Ojalá, pues eso me facilitaría mucho las cosas. De ese modo no tendría que buscar a dos hombres, sino a uno.

—Pero ni tú ni Olney tenéis la menor idea de cómo es —señaló Jeff—. El muchacho tiene la errónea idea de que era yo, pero eso puede deberse a que el asesino salió de mi dormitorio con Nell, que supuestamente había entrado para hablar conmigo. Dijo que era un hombre alto y de pelo oscuro, vestido de gala, lo cual concuerda con mi descripción de esos momentos. ¿Cómo hallarás a un hombre así entre todos los habitantes de Charleston, si no puedo decirte siquiera cuál de mis invitados respondía esa noche a tal descripción?

Rhys ahuecó los labios para exhalar un largo suspiro.

—Ahí está el problema, mi querido Jeffrey.

Unos golpecitos en la puerta hizo que levantara la mano, antes de que Raelynn abandonara el asiento.

—Tiene que ser Charlie, para decirme que esos hombres están impacientes por verme cumplir con mi deber.

Y salió al vestíbulo para abrir la puerta.

—¿Sí, Charlie?

—Olney está incitando a la gente, sheriff. ¿Queréis que lo amordace o algo así?

Rhys murmuró una maldición por lo bajo. Luego ordenó, en tono impaciente:

—Diles que esperen un momento, Charlie. En breve saldré con el señor Birmingham.

Luego miró directamente a Jeff.

—Será mejor que salgamos. De lo contrario Olney logrará que esa muchedumbre ataque la casa.

—¿Por qué diablos trajiste a ese rufián contigo, Rhys? —preguntó Jeff, irritado—. ¿No imaginabas que causaría problemas?

—Es que Charlie, como siempre, ha tardado lo suyo en hacer reparaciones en la oficina. Hace varios días que debió haber colocado nuevas puertas en las celdas. Tendrá que ocuparse de eso en cuanto regresemos; de lo contrario Olney volverá a desaparecer. Y después de haberlo perseguido tanto, no quiero que vuelva a escabullírserne.

Jeff abandonó el sofá para acercarse a él, alargando las muñecas de mala gana.

—Esa gente querrá verme esposado, Rhys. Será mejor que cumplas con tu deber.

Su amigo resopló.

—Pues no te verán así, muchacho. Mientras el sheriff sea yo, no ocurrirá nada de eso.

—Voy por mi abrigo —musitó Raelynn. Y rodeó la mesa, haciendo un esfuerzo por no derrumbarse.

Jeff negó con la cabeza, provocando en ella una mirada de incredulidad.

—No quiero que me acompañéis, Raelynn. No hay manera de saber qué hará esa muchedumbre cuando me vea. Y no quiero que resultéis herida. Por favor, hacedlo por mí: quedaos aquí, a salvo.

Los ojos de la joven se anegaron en lágrimas, en medio de una dolida súplica.

—Pero Jeffrey, quiero estar con...

—No, amor mío. No puedo permitirlo —aseguró él, con la voz cargada de emoción—. Os quedaréis aquí, dentro de la casa, a salvo. Y no se discute más.

Rhys carraspeó, incómodo, mientras Raelynn se alejaba hacia el comedor, cegada por el llanto que inundaba sus ojos. Jeff murmuró una maldición, furioso por todo aquello, sobre todo por verse obligado a dejar a su esposa sola en la casa, sin más protección que Tizzy y Jake. La siguió al cuarto contiguo y, rodeándole la cintura con un brazo, la llevó lejos de la puerta, a un lugar donde Rhys no los viera. Entonces la estrechó con fuerza contra él, buscándole los labios. Sabían a sal, por las lágrimas, pero se entreabrieron con ansiedad bajo su boca invasora. Ella respondió con igual intensidad. Pronto se tensó contra él, como inducida por el deseo de fundirse totalmente con su esposo, en cuerpo y alma.

Cuando Jeff se apartó al fin, a Raelynn le temblaban las piernas al punto de no poder sostenerse. Se reclinó sobre él, debilitada, con los ojos fuertemente apretados; por sus mejillas corrían libremente dos diminutos arroyos. El apretó los labios contra su frente un largo instante, hasta que la oyó sollozar; entonces, con una tierna sonrisa, dio un paso atrás y, extrayendo un pañuelo limpio del bolsillo, le secó los ojos y la obligó a sonarse la nariz, como un padre con su hijo. Ella levantó la vista, nublada por las lágrimas.

—Iré por vuestra chaqueta —murmuró—. Ahora ha comenzado a hacer frío.

Momentos después el sheriff Townsend salía por el portón blanco hacia la carreta, con su amigo de toda la vida. Quienes integraban el gentío eran, en su mayor parte, desconocidos para Rhys y Jeff. A juzgar por sus ropas provenían del sector más pobre de la ciudad, lo cual dejaba abierta la posibilidad de que se les hubiera pagado para formar parte del grupo. El sheriff fue recibido con gritos burlones, que lo acusaban de favorecer a sus amigos ricos y perjudicar a un vulgar trabajador como Olney. En cuanto a Jeff, no se privaron de llamarlo «robacunas» y «sucio asesino», además de escupirle al pasar. Ante esos insultos provocativos y cargados de odio, su tez bronceada asumió un matiz rojizo.

Raelynn, de pie ante la ventana, no hacía el menor esfuerzo por reprimir el torrente de lágrimas que corría por la pálida columna de su cuello. Más de un mes atrás la había consternado el hecho de que el sheriff no arrestara a su esposo. Ahora estaba resentida con él por haber permitido que se produjera esa situación. Literalmente lo habían obligado a arrestar a Jeff, a pesar de considerarlo inocente del crimen.

Cuando Jeff llegó a la carreta, Olney ya estaba sentado en la parte trasera, bajo la mirada vigilante del ayudante del sheriff. Birmingham iba a reunirse con él, pero Rhys lo hizo subir a la parte delantera, lo cual provocó nuevos silbidos entre la multitud.

—¿Lo dejaréis ir en cuanto salgáis de la ciudad, sheriff? —azuzó una voz grave de entre la multitud, mientras él trepaba al pescante.

Ante esa provocación, Rhys se volvió lentamente para inspeccionar las caras que se acercaban al vehículo. A muchos los miró a los ojos.

—Creéis haberme obligado a arrestar a un asesino —rugió, imponiendo silencio—. Pues os equivocáis. No hago sino asegurarme de que Jeffrey Birmingham no sufra ningún daño en vuestras manos o en las de gente de vuestra calaña. No creo que sea culpable del asesinato de Nell...

Súbitos gritos burlones hicieron que alzara una mano para acallarlos. A pesar de que algunos insistían en murmurar, él continuó hablando para obligarlos a callar.

—A su debido tiempo reconoceréis la verdad de lo que os digo ahora. Hasta entonces prestad atención a mis palabras: si provocáis algún acto violento, ya sea en este vecindario o en sitio alguno de esta ciudad, iré a por vosotros. Os he visto la cara; si es necesario, os perseguiré uno a uno. No permitiré que una turba sin control maneje esta ciudad. Ya he mandado por refuerzos a las localidades vecinas, a fin de asegurar aquí el respeto de la ley y el orden. —Su mirada recorrió las caras levantadas—. Creéis tener razón, pero yo sé que os equivocáis y en los próximos días haré todo lo posible por demostrarlo. Mientras tanto os aconsejo que tengáis en cuenta mi advertencia. Mi amigo, Jeffrey Birmingham, nunca ha matado a nadie... —Rhys dejó que el silencio se prolongara, a modo de énfasis. Luego siguió, con una seca sonrisa—: ... pero yo sí.

Mientras él tomaba asiento junto a Jeff y cogía las riendas, Charlie se instaló en la parte trasera, junto a Olney. No tenía queja alguna sobre el sheriff. Años atrás había aprendido que era mejor no enfrentarse con Townsend. El hombre tenía su manera de hacer las cosas. Y por alguna extraña razón, siempre le salían bien.