Capitulo 6

CON gran orgullo, Jeffrey Birmingham escoltó a su elegante esposa al interior de la iglesia, hasta el banco donde ya se habían sentado Heather, Brandon y Beau, el hijo de ambos, que tenía tres años. Al ver a su tío, en el rostro del pequeño apareció una amplia sonrisa y trepó sobre su regazo.

—Tío Jeff, ¿te enseño mi rana? —susurró en tono confidencial, mientras hundía la manita en el bolsillo de su chaqueta—. La he escondido aquí, para que mamá no la vea.

Jeff sostuvo al niño por la espalda y se inclinó hacia delante para mirar a Heather con una gran sonrisa. La joven, cada vez más perpleja, trató de ver qué estaba sucediendo, pues conocía muy bien el brillo especial que tenían los ojos de su cuñado: estaba tramando alguna travesura, sin duda.

Un momento después, sus ojos azul zafiro se dilataban de horror, al ver que su hijo plantaba una rana bajo la nariz de su tío. Para empeorar las cosas, el batracio dio en croar ostensiblemente, con lo que atrajo la atención de todos los feligreses. Pronto estallaron risillas entre los espectadores que, con divertida curiosidad, estiraban el cuello para ver lo que ocurriría. Heather, al ver la necesidad de intervenir, se apresuró a reacomodar el chal de encaje, en un esfuerzo por disimular su embarazo, y trató de ponerse de pie.

Por entonces Brandon había evaluado la situación.

—No te preocupes, amor mío —la tranquilizó, apoyándole una mano grande en el brazo—. Yo me ocuparé de la rana y del niño.

Y se aproximó al extremo del banco donde estaba su hermano con el pequeño.

—Debería dejar que tú arregles esto —susurró al oído de Jeff—, ya que necesitarás practicar para el futuro.

—¿No crees que debo aprender con el ejemplo? —inquirió Jeff en voz baja, muy sonriente, mientras Brandon retiraba a Beau de su regazo—. Reconozco que hay mucho que aprender, pero a estas alturas debes de ser todo un experto.

Su hermano le obsequió con una sonrisa.

—Si esta vez es niña, tendré que aprenderlo todo de nuevo. Hatti jura que varones y mujeres son tan diferentes como el día y la noche.

Jeff ahuecó los labios, pensativo. Por fin asintió.

—Me alegro. Imagina la confusión, si no pudiéramos distinguir a hombres de mujeres en el momento de nacer. La vida sería ciertamente aburrida.

—No me refería a las diferencias anatómicas, querido hermano —corrigió Brandon, con una sonrisa divertida—, sino al carácter. El menor agitó un dedo entre ambos.

—¿A las diferencias entre tu carácter y el mío? Hubo un exagerado suspiro.

—¿Nunca te han dicho que eres exasperante?

—Pues a decir verdad, tú me lo dices con frecuencia.

—Es obvio que mis quejas nunca han hecho mella en esa cabezota tuya —se quejó el mayor. Jeff sonrió con expresión traviesa.

—¿Hablas de mí?

—¿De quién, si no?

La rana, atrapada en la mano tenaz del niño, croó a lo largo de todo el pasillo, arrancando aplausos y risas a todos los que estaban al tanto de lo sucedido. Raelynn sofocaba sus risillas con el pañuelo, mirando de reojo a Heather, que meneaba la cabeza, sin poder evitar la sonrisa.

Una vez restaurado el orden, el reverendo Parsons dio comienzo al oficio, haciendo un esfuerzo por mostrarse impasible. Entre carraspeos, paseó la mirada de un lado a otro hasta que se hizo el silencio.

—Ahora cantaremos un himno —anunció con cierta calma—. Pero antes sugeriría que quien estaba tratando de cantar tuviera la bondad de contenerse, a fin de que los demás podamos hacerlo con tranquilidad. Me temo que era una vieja rana.

Una estruendosa carcajada llenó la iglesia. Brandon murmuró jovialmente:

—¡Amén!

Una vez terminado el sermón, los feligreses empezaron a reunirse en la puerta. La anciana señora Abegail Clark cruzó el patio con ayuda de su larga sombrilla, que usaba principalmente como bastón.

—Jeffrey Birmingham —llamó, atrayendo su atención—, estoy muy enfadada con vos, porque no habéis venido a presentarme a vuestra encantadora esposa. ¡Y yo, convencida de que me queríais!

—Oh, pero si os adoro, de verdad. —Él se quitó la chistera y la apoyó en el pecho, sobre el corazón, como si jurara una verdad absoluta—. Sois la luz de mis ojos, el calor que alimenta mi corazón.

—¡Basta de monsergas, jovencito charlatán! —replicó ella, riendo entre dientes, mientras levantaba la punta de su bastón para señalar a Raelynn—. ¡Y ahora presentádmela, si no queréis enfadarme todavía más!

Jeff le dedicó una galante reverencia e hizo los honores.

—Señora, permitidme que os presente a Raelynn, mi adorable esposa, a vos y a todos los que estén al alcance de mi voz. —Y cogió de la mano a la bella mujer que lo acompañaba, sonriéndole a los ojos—. Amor mío, esta enérgica matrona es Abegail Clark, vieja amiga de la familia. Prácticamente adoptó a mi madre, Catherine, cuando aún vivía.

Raelynn hizo una graciosa reverencia a la anciana.

—Un placer, señora.

—No, muchacha, el placer es todo mío —le aseguró ella, con amabilidad—. Llevaba años esperando ver a quién escogía por esposa este joven caballero. Me habían llegado rumores de las dificultades a las que debisteis enfrentaros a vuestra llegada, pero es obvio que las habéis superado asombrosamente bien. Permitidme que os dé una cariñosa bienvenida a las Carolinas, querida. Quiera Dios cuidar de vos y concederos una vida larga, feliz y fructífera.

Raelynn tomó la iniciativa de adelantarse para acercar la mejilla a aquella otra, arrugada por los años.

—Gracias, señora Clark. Espero ser digna de vuestras expectativas.

La mujer carraspeó, parpadeando apresuradamente ante las lágrimas que se le acumulaban en los ojos; al mirar en derredor se encontró rodeada por todos los Birmingham. Entonces alargó una mano hacia Heather, para atraerla hacia delante.

—Cuánto me alegro de verte, hija. Llevabas un par de semanas sin venir. Temía que tuvieras algún problema, en tu estado. ¿Estás bien?

—Oh, por supuesto, señora Clark :—la tranquilizó Heather, con una sonrisa radiante—. Es que en estos días Beau ha tenido algo de fiebre. Y en cuanto a la semana anterior, seguramente estáis enterada de la conmoción...

—Te refieres al señor Fridrich, ese bruto —exclamó la anciana, chasqueando la lengua en señal de disgusto.

—Por su culpa, ninguno de nosotros pudo conciliar el sueño hasta que cada uno estuvo en su casa, sano y salvo. Cuando todo pasó apenas podíamos mantener los ojos abiertos. —Heather echó una mirada traviesa a su apuesto esposo—. Si Brandon se hubiera echado a roncar durante el oficio, el reverendo Parson habría tenido motivos para pensar que había una invasión de ranas en su iglesia.

Su marido dejó caer la mandíbula, imitando el gesto de la persona escandalizada. Eso provocó las risas de su familia y de sus amigos.

—¡Protesto, señora! ¡Me acusáis injustamente! Nunca ronco.

Heather puso los ojos en blanco, con fingida incredulidad, y mostró la mano a la señora Clark, midiendo una pequeña cantidad entre el pulgar y el índice. Luego hizo un exagerado ademán de miedo, al ver que Brandon se acercaba, pero de inmediato se le escapó la risa. El le rodeó los hombros con un brazo y amenazó con arrancar un mordisco a su esbelta nuca, para gran hilaridad de los presentes.

—Tío Jeff —dijo Beau, con la cabeza, muy inclinada hacia atrás para poder abarcarlo en toda su altura, — ¿me ayudas a atrapar otra rana? Papá hizo que soltara la mía antes de volver a la iglesia.

Jeff entregó su sombrero a Raelynn y se agachó para alzarlo.

—Si tu papá te trae a mi casa, puedes atrapar las que quieras en el estanque. Pero debes prometerme que no las traerás a la iglesia. A las ranas les gustan los estanques y el aire libre. Ese es el mejor lugar para tenerlas.

—Pero allí se me escaparán.

—No te costará mucho atrapar otra... cuando quieras. ¿Prometido?

El niño alzó hacia su tío sus hermosos ojos azules.

—Pues sí, tío.

Jeff reparó súbitamente en algo; atónito, miró a su hermano por encima de la cabeza del niño.

—¡Beau tiene los ojos azules! ¡Yo creía que eran...!

—¿Verdes? —inquirió Heather, robándole la palabra de los labios. Y miró a su cuñado por debajo del ala del sombrero, con una risa traviesa—. Hace más de tres años que son azules. Ya deberías haberlo notado.

—Pero eran verdes, ¿o me equivoco?

Brandon proyectó el mentón hacia delante con una gran sonrisa.

—Juraría que ella convenció a las hadas para que le cambiaran los ojos. Si estás satisfecho con tu aspecto, cuídate de sus triquiñuelas. En cuanto te descuides cambiará el color de los tuyos.

Heather miró a su hermano político con una sonrisa feliz.

—La verdad es que los ojos de cualquier bebé cambian de color durante el primer año. Los ojos que creíamos verdes eran solo azules, en proceso de formación.

Los Birmingham y Abegail Clark rieron, divertidos por esa simple lógica. Heather paseó la mirada por las caras alegres que la rodeaban y se encogió de hombros, en un gesto juvenil. Ante su tentadora sonrisa, Brandon olvidó que estaban a la vista de toda la congregación y le plantó un beso en la boca, súbitamente abierta.

Ella se apartó deprisa, mirando a su alrededor. Varias solteronas los miraban con los ojos dilatados de estupefacción.

—¡Brandon, que nos miran! ¡Compórtate!

Aun así, cuando su esposo dirigió una sonrisa a las tres solteronas y la estrechó contra sí, ella se reclinó contra él, con una expresión radiante. Su docilidad provocó en las espectadoras un intercambio de miradas y de cejas en alto.

En cuanto a Raelynn, la exhibición de cariño de sus cuñados le había parecido reconfortante. Sintió el impulso de deslizar una mano en la de Jeff, con una sonrisa amorosa. Él no pidió explicaciones, que en todo caso ella no habría podido ofrecerle. Simplemente, se alegraba de pertenecer al clan Birmingham.

La prueba final del nuevo vestido estaba programada para finales de septiembre. Sabedor de que Nell estaría trabajando en la tienda de Farrell, sin duda con el hijo recién nacido cerca de ella, Jeff empleó todas las precauciones a su alcance para evitar un enfrentamiento entre la joven costurera y su esposa. Dadas las circunstancias, lo único sensato que podía hacer era reservar tiempo para acompañar personalmente a Raelynn a la tienda. A su llegada supo, con gran alivio, que Nell había pedido un día libre para efectuar algunas diligencias. Solo cabía esperar que decidiera abandonar la zona para siempre. Por mucho que la perspectiva afligiera a la muchacha, no quería volver a verla.

Como a los hombres no se les permitía entrar en los cuartos de prueba, Jeff quedó casi mordiendo el freno mientras esperaba la reaparición de Raelynn. Habían encargado para ella todo el guardarropa de otoño; le irritaba la perspectiva de tener que esperar durante muchas tediosas pruebas, sobre todo porque parecía ser el único cliente masculino en el local. Fue una sorpresa y un alivio ver salir a Raelynn vestida con el esplendoroso vestido de baile. La contempló con veneración, mientras ella parecía flotar hacia el espejo que Elizabeth puso delante de ella.

—Por Dios, hombre, cierra la boca —aconsejó Farrell, deteniéndose a su lado con una gran sonrisa.

—¡Qué belleza! —exclamó él, extasiado.

—Por supuesto —replicó el modisto, lustrándose las uñas en la solapa con un gesto de orgullo—. Lo he diseñado yo mismo. Jeff miró a su amigo de soslayo, enarcando una ceja.

—Me refería a mi esposa, querido fanfarrón.

Farrell se encogió de hombros, sin perder su fingido aplomo.

—Pues eso también es cierto. En realidad resulta difícil determinar cuál de los dos es más encantador. No obstante, mi creación aumenta decididamente la belleza de tu esposa. Ella tiene el tipo de silueta al que hasta un sudario sienta bien. Es alta y delgada, se mueve como un sueño...

—Deja de babear —advirtió Jeff, mirándolo con una indignación que el chisporroteo de sus ojos desmentía—. Ya tiene dueño.

—Pues sí, es lo que me esfuerzo por recordar desde hace varías semanas. Y he decidido guiarme por tu consejo.

—¿Qué consejo es ese, si no te molesta recordármelo?

—Iré a tu baile acompañado de Elizabeth. —El diseñador miró a su amigo de reojo, a tiempo para ver la sonrisa que apareció en su cara—. ¿Te molesta?

—¡Que el diablo me lleve!

—Si lo tomas así, será mejor que no vaya. —Farrell estiró el cuello para enderezar su bien cortada chaqueta—. No quiero que ardas en el infierno, Jeffrey.

Los ojos verdes bailaban de picaro humor.

—Has tardado lo tuyo, amigo mío, pero me alegra saber que al fin estás usando esa cabezota. Ya sospechaba yo que para algo serviría. Solo me faltaba saber para qué.

El modisto carraspeó; debía hacer ciertas confesiones que lo intranquilizaban.

—En realidad, desde tu última visita he salido a cenar con Elizabeth, una o dos veces. Por cuestiones de negocios, desde luego. Teniendo en cuenta nuestras dificultades pasadas, esa excusa parecía la mejor manera de que aceptara mis invitaciones. —Sus cejas se dispararon hacia arriba al recordar cierta sorpresa—. Lo que no había calculado era que debería enfrentarme a la audacia de algunos hombres. ¡Mira que devorarla con los ojos mientras ella estaba conmigo! Francamente, Jeffrey, he visto tanta baba cayendo por esos mentones que me entraron grandes deseos de golpearlos.

—Es decir, ¿has percibido el peligro de que algún galán enamoriscado te robe a esa valiosa asistente para llevarla al altar? —aguijoneó Jeff, con los ojos llenos de diversión.

Farrell, ofendido, se pasó un dedo bajo el cuello duro, como si le apretara demasiado.

—Hombre, se diría que me crees capaz de cortejar a Elizabeth, hasta de casarme con ella, solo para salvar mi tienda de un desastre seguro.

—¿Lo negarás?

Un bufido evidenció la irritación del diseñador.

—Haces que parezca un tunante calculador, Jeffrey, y las cosas no son así. En absoluto. Elizabeth es una mujer muy guapa, a la que admiro desde hace años. Entre todas las muchachas que he cortejado en mi vida no hay una que pueda comparársele. Es que solo en estas últimas semanas he comprendido que no debo orientar mi conducta por dolorosos recuerdos de años pasados. Aun así, no estoy seguro de que ella me agradezca el intento de convertir nuestra relación en algo menos formal. Pero creo que es mucho más grato poner la mira en la paloma que habita mi patio trasero, en vez de desplumar los pollos de mis vecinos.

—Tranquilízate, amigo mío. Me complace saber que has cambiado de actitud. Hace dos meses ni la mirabas... o fingías no hacerlo. Es un alivio comprobar que has recuperado la vista.

—¡Recuperarla! ¡Pero si estoy casi bizco! Solo ahora me doy cuenta de que la tengo siempre entre los pies. Es como mirarme la punta de la nariz.

—Y eso no te gusta —dedujo Jeff.

—Por todos los diablos, Jeffrey, yo no he dicho eso.

Su amigo estaba cada vez más perplejo.

—¿Y qué es lo que has dicho, querido fanfarrón? El modisto lanzó un suspiro de exasperación; no estaba seguro de poder explicarlo todo.

—He tenido siempre tan cerca a Elizabeth que solo ahora me he dado cuenta de lo que he estado haciendo. Jeff trató de comprender.

—¿Ignorarla, quieres decir?

—¡Nooo! —se angustió Farrell—. ¡He estado soltero tanto tiempo! Deberías entenderlo. Tú eras como yo. Te he visto observar a las mujeres cuando ellas no sabían siquiera que las estabas mirando. Los solteros no pueden evitarlo. Quizá sea algo instintivo. O quizá se debe a que no estamos satisfechos, a menos que trates con rameras por pura desesperación. Pero a mí nunca me ha dado por ahí. Y creo que tú tampoco. Cuando vemos a una mujer bonita, podemos desnudarlas mentalmente, analizarlas y poseerlas en pocos segundos, a veces sin ser conscientes de lo que hacemos. Yo no necesitaba buscar una mujer más bonita para utilizarla como vara con la cual medir a todas las demás. Elizabeth estaba aquí desde un principio; eso me permitía comparar a las otras con ella, pero al mismo tiempo me habitué a tenerla a mi lado. Y así no me di cuenta de que hacía lo mismo con ella, pero mucho más a menudo que con todas las demás: desvestirla, analizarla y poseerla... todo mentalmente. Emory le puso nombre a eso. —Farrell meneó la cabeza, como asqueado de sí mismo—. Codiciar. Eso era lo que yo hacía mucho antes de que ella enviudara. Y cuando me lo dijo sentí deseos de golpearlo.

—Y ahora ¿qué piensas hacer al respecto? Farrell resopló de frustración.

—Eso es lo que no sé, mi querido Jeffrey. Es frustrante, pero ignoro si puedo resolverlo.

Jeff enarcó una ceja intrigada. Su amigo no estaba ciego, después de todo; solo desconfiaba de los antiguos rencores. Y nadie podía prever lo que ocurriría.

Ya avanzada la tarde, el carruaje se detuvo frente a la mansión Oakley para que descendieran los señores. En cuanto el carruaje se alejó, la atención de Jeff y Raelynn recayó inmediatamente en una voz furiosa que parecía provenir de la parte trasera de la casa.

—Insisto: usted no tiene nada que hacer aquí, señorita. Solo quiere dar más quebraderos de cabeza al señor Jeffrey. Lo sé muy bien. Como lo que usted hizo hace un año, sí. Vayase ya, antes de que venga el señor y la vea rondando por aquí, como uno de esos blancos vagabundos.

Raelynn, al reconocer la voz del mayordomo, levantó hacia Jeff una mirada de asombro, totalmente sorprendida por la dureza de su tono. Habitualmente Kingston era el decoro y la paciencia personificados, pero en esos momentos su voz gruñona estaba cargada de indignación.

—¿A quién puede estar hablándole así, Jeffrey?

Las enjutas mejillas de su esposo se habían oscurecido; sus ojos tenían un brillo frío que le congeló hasta los huesos. Él le cogió los brazos para mirarla de frente y le dijo en tono firme:

—Esperad aquí, Raelynn. Yo me ocuparé de esto.

Ella asintió, resignándose de mala gana a permanecer tras la escena mientras su marido encaraba otra confrontación, como la noche en que Gustav y sus rufianes habían entrado por la fuerza en Oakley. Salvo que esta vez, quien causaba problemas era obviamente una mujer... mejor dicho, una muchacha llamada Nell.

Mientras Jeff rodeaba la casa, ella lo siguió con una mirada de preocupación, mordiéndose los labios. Solo podía preguntarse cómo manejaría él la situación. Si era un libertino, como la chica afirmaba, ¿lo revelaría? ¿O sabría disimular su participación fingiéndose indignado?

Un momento después Raelynn dio un respingo al oírlo gritar, en tono iracundo:

—¿A qué diablos has venido?

—Oh, Jeffrey, hace una hora que te espero —se quejó dulcemente una voz femenina—. Ya temía tener que marcharme, porque Kingston me estaba tratando muy mal. Sé que debes estar preocupado por nuestro hijo y he venido a enseñártelo. Lo he llamado Daniel, como mi papá. Espero que no te moleste.

Raelynn se llevó al cuello una mano temblorosa. Había sentido un gran alivio al enterarse por Farrell de que Nell había pedido el día libre para atender algo urgente. Ahora comprendía el razonamiento de la chica: obviamente, tenía la ofensiva planeada con anticipación y quería lanzar su cañonazo allí donde no peligrara su empleo.

—Pues en realidad me molesta, Nell —respondió Jeff, cáustico—. Ese bebé puede ser tuyo, pero mío no, con toda seguridad. Y acaba ya con esta superchería, si no quieres que te envíe nuevamente a Charleston, pero esta vez en una carreta. Y puedes estar segura de que no te haré buscar ningún alojamiento. ¡Cualquiera sabe a qué picaro has recibido en la última habitación que te pagué! Es obvio que no perdiste el tiempo al buscar quién te preñara.

Ella respondió con suavidad, en tono zalamero:

—Míralo, Jeffrey. Es un niñito muy guapo, el bebé más adorable que yo haya visto. Y con tanto pelo negro, y esas cejillas inclinadas hacia arriba, como las tuyas... Será tu viva imagen. ¡Pero si no me sorprendería que acabara teniendo ojos verdes! A veces pienso que no ha heredado nada de mí, pues ya se parece tanto a su papá... Mira a nuestro hijo, Jeffrey. ¿No ves el parecido?

—¡No insistas ya con esta causa perdida, Nell! —bramó Jeff—. No tengo ni idea de quién puede ser el padre, pero de algo estoy seguro: ¡no soy yo!

—Tiene el pelo negro y...

—¡Hay millares de bebés de pelo negro! ¡Eso no significa que yo los haya engendrado a todos!

Raelynn se esforzó por dominar la náusea que le revolvía el estómago. La escena no era muy diferente de la que se había desarrollado durante la primera aparición de Nell: la chica insistía con la misma tenacidad y Jeff estaba igualmente fuera de sí. Acaso parecía más enfadado ante esa audacia de acosarlo por segunda vez en su propia casa. Era imposible que la situación no le afectara, pero su cólera asustó a Raelynn. Puesto que normalmente actuaba con tanta ecuanimidad, esa muestra de mal genio hizo que se preguntara qué pasaba tras su cuidadosa fachada de sereno aplomo.

Miró a su alrededor, con la esperanza de que algo la distrajera de aquella discusión, aun sabiendo que era ridículo; que algo pudiera desviar sus pensamientos por un solo instante era tan poco probable como que la tierra se detuviera sobre su eje.

Nell se puso petulante.

—No necesitas gritar, Jeffrey. Estoy aquí.

—Pues la verdad, jovencita —replicó él, desdeñoso—, me sentiría muy complacido si me hicieras el gran favor de regresar a Charleston con tu hijo. Si desapareces de la faz de la tierra, mucho mejor. Te quiero fuera de mi vista.

—Te preocupa lo que pueda pensar tu esposa cuando eche un vistazo a nuestro hijo —desafió Nell, en tono dolido. Jeff perdió del todo el aplomo.

—¡Lárgate! ¡Lárgate ya! No quiero malgastar saliva hablando contigo ni un momento más. ¡Y no vuelvas nunca! Si lo haces, arriesgas la vida. Porque en este mismo instante, jovencita, me gustaría estrangularte. ¡Con que te convendría echar a correr antes de que lo haga!

Luego suavizó la voz para preguntar a su mayordomo:

—Kingston, ¿hay algún carruaje que la esté esperando?

—Sí, señor Jeffrey. Ha dejado uno frente a la casa.

—Entonces ten la amabilidad de acompañar a la señorita Nell hasta allí... por la fuerza, si es necesario. Informa al cochero que no debe detenerse hasta haber salido de mi propiedad.

—Sí, señor Jeffrey. Enseguida.

Raelynn esperó, con una fingida calma, mientras la muchacha aparecía a pasos furiosos por el costado de la mansión. Kingston hacía lo posible por alcanzarla, pero de nada servía. Los ojos verde agua se encontraron por un breve instante con los azules, y en ese momento Raelynn comprendió lo que eran las dagas visuales. Tuvo la sensación de que le penetraban hasta el hueso.

Nell curvó el labio superior hacia arriba, en una mueca despectiva, y marchó hacia su rival.

—Crees que ahora tendrás a Jeffrey y a todo su dinero en la palma de la mano, ¿verdad? Pues mira, señorita Grandes Aires: todavía no he terminado contigo. Os haré pasar tanta vergüenza que no podréis dejaros ver en público. Puede que así ese avaro del señorón Birmingham se avenga a darme lo que le pido. No es porque le falte, no. —Lanzó un bufido desdeñoso—. Con toda seguridad, tú podrías parirle una docena de hijos sin que su bolsillo sufriera por ello.

Tras descartar a Raelynn con un gesto arrogante, Nell se alejó por el sendero hacia el coche de alquiler que esperaba en la curva del camino. Kingston corrió tras ella; allí estaba para ayudarla, cuando la muchacha se detuvo junto al estribo para recomodar el bulto que cargaba en los brazos. Después de una última mirada fulminante a Jeff, que se mostraba estoico junto a su esposa, aceptó el apoyo del mayordomo para subir al vehículo y no volvió a mirar hacia atrás.

El coche se alejó por el camino, permitiendo que Raelynn soltara finalmente un suspiro largo y tembloroso. Aún estremecida, levantó la vista hacia su esposo, que se había abierto la chaqueta para hundir las manos en los bolsillos de los bien cortados pantalones. Su expresión preocupada dejaba entrever que esperaba alguna reacción, algún comentario desagradable de ella, pues la observaba con una ceja torcida y expresión cautelosa. Dadas las circunstancias, tal vez ella habría debido decir algo profundo o grave, pero en esos momentos no se le ocurría nada especial. Por fin paseó una mirada inquieta en derredor, comentando en voz baja:

—Aquí nunca estás segura de que no se te caiga el cielo encima. Parece que sucede con bastante frecuencia.

Los melodiosos compases de un vals llenaban el aire de la casa, mientras el alto dueño de Oakley giraba con su joven esposa, en círculos cada vez más amplios, por el salón iluminado de velas y adornado de flores. El enjoyado vuelo de la falda giraba acariciando las pantorrillas de su esposo, enfundadas en medias negras, al igual que los finos dedos de ella acariciaban la tela de la bien cortada levita. El elegante traje de seda negra, acentuado por una corbata blanca y una almidonada camisa de cuello alto, formaba un grato contraste con el rosa pálido del vestido. Lo mismo ocurría con el pelo negro y la morena apostura del marido que destacaban la piel de marfil y el brillo rojizo del cabello femenino.

Solo tenían ojos el uno para el otro; permanecían en un estado de feliz embriaguez olvidándose de los invitados que, desde los bordes de la pista, contemplaban con admiración la atractiva pareja. Otros eran menos gentiles. Desde hacía cuanto menos una década, vecinos y amigos conocían la atracción que los hermanos Birmingham despertaban en las románticas mujeres de la zona. Desde que el mayor se casara con una bella esposa y con un segundo hijo en camino, muchas de esas atenciones habían recaído en el menor, adquiriendo, sin quererlo, un vasto séquito de deslumbradas devotas. Muchas de esas jovencitas embelesadas estaban presentes en la fiesta de esa noche, por pertenecer a familias que conocían a los Birmingham desde hacía muchos años. Algunas eran hijas mimadas de padres avariciosos que deseaban su fortuna. Madres e hijas murmuraban despectivamente cuando sus miradas altaneras se cruzaban con el objeto de su envidia y la

causa de su frustración. Los últimos rumores aseguraban que la llamante señora Birmingham había recibido las celosas atenciones de cierto Gustav Fridrich, un alemán bruto y violento, tan decidido a apoderarse de la muchacha que había irrumpido en Oakley para llevársela cautiva. Las jovencitas rechazadas y sus amorosos padres coloreaban más de un rumor, sugiriendo que la señora había sido mancillada por su raptor y que su apuesto esposo, todo un caballero, no la repudiaba solo por una cuestión de honor.

Desde otro sector llegaban cumplidos más halagadores; no solo se entonaban generosas alabanzas a la atractiva pareja, sino que se expresaba admiración por el vestido de la dama. Todos calculaban que la prenda habría costado una considerable suma a su esposo. Pero muchos se encogían de hombros, sin ánimo de censura: puesto que Jeffrey Birmingham era tan rico, se comprendía que quisiera llenar de regalos a su esposa, que realmente era exquisita.

Farrell Ivés y Elizabeth Dalton intercambiaron una mirada sonriente al oír los comentarios que provocaba el vestido. En silencioso tributo al talento del modisto, su leal asistente le estrechó el brazo. La suave presión no pasó desapercibida por el corpulento caballero. En realidad provocó su sorpresa, pues la dama nunca había demostrado ningún deseo de tocarlo, por casualidad o con deliberación, a menos que algún motivo así lo exigiera.

Farrell dirigió una mirada interrogante hacia la bella morena; cuando Elizabeth levantó la suya, sus ojos se encontraron con sorprendentes resultados. En los ojos azules de él comenzó a brillar una calidez que insinuaba claramente el deseo viril, mientras él se zambullía en la profundidad de aquellos iris negros. Por primera vez, los capturaba con tiempo suficiente para concebir alguna esperanza de que el corazón de su asistente fuera receptivo a una íntima búsqueda de sus emociones. Por un instante vio alguna posibilidad de que así fuera; sus finos dedos rozaron la delicada mano femenina, tratando de comunicar todos los sentimientos que durante años había reprimido. Ella contuvo el aliento y, por un instante, pareció vacilar entre la sonrisa y algún temor desconocido. Luego sus labios comenzaron a temblar y de ellos escapó un suspiro nervioso.

Algún anhelo conmovedor pareció colmar la esencia misma de Elizabeth. Por mucho que deseara responder con calidez femenina a la interrogante mirada de Farrell, conocía demasiado bien el peligro de ceder a esa hipnótica y poderosa sonrisa masculina. Con frecuencia era testigo de ese riesgo en las jóvenes desprevenidas que se acercaban demasiado, hasta descubrir, sin previo aviso, que su corazón había caído sin remedio en la trampa. Esos hipnóticos ojos azules tenían el poder de aflojar a un tiempo las rodillas, la mente y la voluntad, no solo de tiernas vírgenes, sino también de viudas entradas en años, tal como lo había demostrado recientemente la señora Brewster. Elizabeth, que solo era su empleada, sabía que bajar la guardia era una locura, pues no soportaría verlo desaparecer si ella olvidaba las limitaciones que se había impuesto. Aun así le era difícil ignorar la sensación de vacío que aparecía en la boca del estómago cada vez que, obligada por el decoro, debía mantener la calma mientras él practicaba sus irresistibles zalamerías con alguna dulce jovencita. Por la tristeza que sentía en esas ocasiones, no le quedaban dudas de que deseaba, quizá más que nadie, una pequeña parte de esas atenciones para sí misma. Con aire despreocupado, Elizabeth retiró la mano, con la esperanza de que su jefe no notase cuánto temblaba, y se obligó a apartar la vista en un esfuerzo por serenarse. La mesa llena de canapés y bebidas atrajo su atención y buscó una excusa para poner alguna distancia entre el diseñador y ella.

—Si no os molesta, señor Ivés, me gustaría ver qué encuentro para comer en aquella mesa. Hoy, con las prisas por estar lista a tiempo, no pude tomar nada. Además, varias de nuestras clientas más jóvenes os están mirando, sin duda con la esperanza de que las invitéis a bailar. Sin duda querréis darles ese gusto.

Farrell deslizó una mano bajo su codo, sin dejarse persuadir por sus intentos de hacerle ir con otras mujeres.

—En realidad me gustaría acompañaros. Pero debo recordaros, Elizabeth, que no necesitáis ser tan formal cuando estamos fuera de la tienda. Conocéis mi nombre mejor que nadie. Tenéis permiso para utilizarlo.

Ella quiso hablar, pero descubrió que su voz había perdido fuerza. Después de un carraspeo hizo otro intento.

—¿Os parece que nos conviene ser tan informales cuando hay tantos oídos atentos a nuestro alrededor? Hasta ahora hemos logrado evitar los rumores porque no nos tratamos en público. Si los chismosos me oyeran llamaros por vuestro nombre de pila, podrían dar mucha importancia a esa familiaridad.

Farrell sintió deseos de maldecir a todos esos entrometidos, condenándolos a una vida de infinito aburrimiento. Aceptó de mala gana la excusa de Elizabeth, no porque estuviera de acuerdo con ella, sino por lo difícil que sería lograr que cambiara de idea. Esa mujer tenía a veces una voluntad de hierro, sobre todo en lo referente a los asuntos personales y, según sospechaba él, a los del corazón.

En otra parte del salón, una mujer alta y atractiva, de edad madura, observaba a través de sus impertinentes a la joven pareja Birmingham, que pasaba bailando un vals. Con una ceja alzada en gesto altanero, se inclinó hacia su vecina, una dama de menor estatura.

—Debo de haber oído mal, señora Brewster. ¿Habéis dicho que el señor Birmingham encontró a su flamante esposa debajo de un carruaje? Suena como si la hubiese encontrado dentro de una col, en la huerta de su vecino. Aquí, en las Carolinas, los solteros codiciados no salen en busca de esposa de manera tan extraña, ¿verdad?

La regordeta mujer dio un respingo de sorpresa ante las deducciones de su compañera. Con gran agitación, meneó su abanico de encaje, con lo que las plumas de pavo real que adornaban su complicado sombrero se menearon también.

—¡No he dicho nada de eso, mi querida señora Winthrop! La señora Raelynn no estaba debajo de un coche, aunque bien habría podido suceder, si el señor Jeffrey no hubiera saltado al camino para salvarla.

El alto caballero que las acompañaba prestó atención a la sombrerera.

—Contad, contad, señora Brewster. Habéis avivado mi imaginación a tal punto que ahora debéis aplacarla.

—Con mucho gusto, milord —replicó la mujer, con una risilla nerviosa. Con un parpadeo de coquetería, empezó a narrar con todo lujo de detalles cómo se había conocido la pareja.

Sin saber que en todos los círculos cercanos se hablaba de ellos, Jeff continuaba girando con su esposa por el salón de baile, recreándose en la adoración que brillaba en aquellos acuosos ojos verdes, de oscuras pestañas, tal como uno disfruta de los cálidos rayos solares en un país glacial.

—¿Os he dicho esta noche, tesoro mío, lo encantadora que estáis? Pero en realidad siempre estáis arrebatadora. Y cuando más lo noto es cuando no tenéis nada puesto. ¿Os divertís?

—Inmensamente —le aseguró Raelynn. Sus suaves labios se curvaron tentadoramente hacia arriba. Al bailar con su apuesto esposo volvía a sentirse como cuando era todavía casi niña y bailaba por el jardín en brazos de su príncipe azul. Deslizó los dedos por el ancho hombro y, fingiendo alisar la solapa de satén, acarició el duro pecho bajo la tela—. Me hacéis sentir como si fuera una princesa, Jeffrey.

—Vuestro porte os da derecho a sentiros así, querida. Contemplaros me enloquece. Este vestido nuevo es resplandeciente, sin duda alguna, pero no llega a igualar vuestra belleza. Si no fuera por el vivido recuerdo que me ha dejado vuestro aseo, pensaría que Farrell os persuadió que prescindierais de todas esas prendas interiores que a las mujeres tanto os gusta amontonar bajo la ropa. Se adhiere a vos de manera celestial.

Raelynn, sonriente, dejó que sus pensamientos volvieran a las horas previas al baile, cuando Jeff la contemplaba desde la tumbona, con todo el aspecto de un moreno sultán que admirara a su concubina favorita. Tizzy, nerviosa al tener que peinarla bajo su estrecha atención, dejó caer el peine incontables veces, hasta que Jeffrey, compadecido, se retiró de la alcoba.

—El satén que utilizaron para hacer la combinación es sublime; me siento maravillosamente bien.

Jeff presionó con la mano tras su cintura para acercarla discretamente.

—Maravillosa sois en verdad, señora, tanto que tengo deseos de devoraros desde que me dejasteis solo en la bañera.

Raelynn lo miró con coquetería a través de las sedosas pestañas. Era muy habitual que su esposo jugara con las palabras para darles un sentido propio.

—Por dentro, he querido decir.

—Me gustaría echar otra mirada a esa combinación —bromeó él, con una gran sonrisa, mientras bajaba brevemente la mirada hacia su seno.

—¡Jeffrey! Tenemos invitados.

—Eso no me impide recordar lo hermosa que sois bajo todas esas galas, ni lo tentadora que resultáis cuando estáis en mis brazos, tibia y satisfecha.

Las mejillas de Raelynn se encendieron en un matiz rosado al pensar en las muchas veces que se había abandonado a la intensidad de la unión. Aunque su única experiencia en el arte amatorio era lo que había aprendido en los brazos do Jeff, el parecía un amante consumado y audaz. Ella solía preguntarse cómo habría llegado a saber tanto, pero eso la llevaba a dudas recurrentes sobre Nell y tantas otras a las que su esposo podía haber complacido. Aun así, cuando esos ojos de esmeralda se posaban en ella, comunicándole en silencio sus deseos, le era posible olvidar todo lo que no fuera su creciente vínculo con ese hombre. Simplemente, vestido o desnudo como vino al mundo, Jeffrey Birmingham acaparaba toda su atención.

—Mis visiones son igualmente apasionantes, querido. Una sonrisa picara inclinó los labios de su marido.

—Al parecer somos de la misma opinión, querida. Casi no hay hora en el día en que mis pensamientos no vuelvan a la intimidad de nuestra alcoba. Es grato ver que a vos os afecta de igual manera.

Ella inclinó la elegante cabeza con curiosidad.

—Hay algo que me intriga, querido.

—Decidme.

—En nuestra cama podría dormir cómodamente una familia entera. ¿Teníais alguna intención especial cuando especificasteis sus dimensiones?

—Supongo que, al verla, uno puede preguntarse si no fue especialmente encargada para dar cabida a las actividades de una pareja.

—¿Acaso no fue así? —lo desafió ella, dulcemente. Él enarcó brevemente las cejas por encima de una mirada ardiente.

—Claro que sí, querida. Os diré: durante años he tenido en la mente la imagen de una diosa desnuda, de piel clara, capaz de incitarme a exóticos sueños. Sus pechos eran redondos y suaves, de matices delicados; su vientre, como crema; sus muslos se unían de modo tan tentador que me enloquecía el deseo de montarlos. Mis anhelos dejaron una profunda huella, inspirándome la creencia de que algún día me sería posible dar vida con un beso a la dama de mis sueños.

—Vuestros besos darían vida al corazón de la mujer más remisa, querido.

—Vos misma erais reacia hasta hace poco tiempo.

—Solo porque ignoraba los placeres que me esperaban en vuestros brazos.

Jeff echó la cabeza atrás en una sincera carcajada, haciendo que su esposa mirara a su alrededor con súbita preocupación. No podía prever cómo reaccionarían los invitados ante la irreprimible hilaridad de su marido, pero tal como cabía esperar, ahora ambos concentraban la atención de casi todos los presentes. Eso no la preocupó tanto como el hecho de que también eran objeto de rencorosas miradas por parte de las rechazadas. Pese a su juventud, obviamente ella había arruinado las esperanzas de mujeres que le llevaban varios años; entre ellas, jóvenes viudas mucho más experimentadas en lo referente a los hombres.

—Jeffrey Birmingham, ¿qué pensarán nuestros invitados? —susurró, esforzándose por mostrarse seria. Se lo dificultaba el hecho de que fuera tan grato ser la esposa de semejante hombre—. Mirad. Nadie más baila. Nos hemos convertido en la atracción de la velada. La gente pensará lo peor.

—Sí, esas fantasías incitan la imaginación —le aseguró él, haciéndola girar. Su sonrisa se parecía mucho a una mueca libidinosa—. Si me pudieran leer la mente, querida, quedarían doblemente escandalizados.

Ella volvió a acariciar la solapa de la levita; en la comisura de su boca había aparecido un hoyuelo.

—Es obvio que vuestros pensamientos no necesitan de estímulos, querido.

—Mientras os tenga por esposa no, amor mío. Con solo miraros, mis aspiraciones y otras cosas se elevan a alturas vertiginosas.

Ella alzó una mirada coqueta, fingiendo que reflexionaba.

—¿Y cuáles serían esas otras cosas?

Una ceja oscura se arqueó picarescamente hacia arriba, mientras los ojos verdes respondían con un centelleo.

—Me provocáis, querida mía, y no sé con qué fin. Si queréis una demostración privada, sin duda encontraremos algún sitio donde pueda exhibir mi ardor sin provocaros ningún bochorno.

Los dedos de Raelynn ascendieron hasta el cuello alto de la camisa almidonada.

—Por el dudoso porte que veo en otros atuendos masculinos, querido, es fácil deducir que habéis sido bendecido con un sastre excepcional o un físico estupendo. No me negaría a una exhibición privada.

Jeff la miró de soslayo, cada vez más intrigado.

—¿Os gustaría ver alguna zona específica, querida?

—La verdad, Jeffrcy, deberíais elevar vuestra mirada por encima de la ingle —lo provocó ella, con dulzura—. Así descubriríais que el cuerpo del hombre tiene otras partes igualmente dignas de admiración.

—No me habéis respondido —insistió él, reacio a abandonar tema tan apasionante—. Pasados tres, casi cuatro meses de nuestra boda, ¿devoráis con los ojos a otros hombres para comparar los conmigo? ¿O lo hacéis solo por curiosidad?

Esa pregunta le arrancó una exclamación francamente escandalizada.

—Yo no devoro con la vista a nadie.

—A mí, sí.

La elegante nariz se alzó con aire altanero.

—Eso es diferente.

Jeff se inclinó hacia su oído para susurrarle:

—Pero me gusta que lo hagáis.

Raelynn curvó los labios en una sonrisa cautivadora, mientras lo miraba de reojo.

—El placer es mutuo, querido.

—¡Hombre! ¡Ahora sí que la habéis hecho buena! Su esposa lo miró con extrañeza.

—¿Qué sucede?

—Será mejor cambiar de tema antes de que yo pase bochorno —advirtió él—. Estos pantalones son demasiado indiscretos.

Los acuosos ojos verdes miraron brevemente hacia abajo, arrancándole una risa divertida.

—¡Habéis caído en la trampa!

Raelynn meneó la cabeza, como un niño irritado por las triquiñuelas de algún bromista fastidioso, pero las comisuras de sus labios se curvaron por voluntad propia.

—No me sorprende en absoluto, puesto que tengo a un esposo libertino.

—Comencé a ser libertino el día en que entrasteis en mi vida, querida mía.

Raelynn, satisfecha, continuó jugando con los cuidadosos pliegues de su corbatón.

—Y yo me convertí en una verdadera loca desde el momento en que me llevasteis a vuestro lecho, querido. Apenas puedo pensar en otra cosa.