Capítulo 7

LOS sirvientes que pasaban con bandejas cargadas de bebidas, los músicos que extraían notas melodiosas a sus instrumentos, las discretas conversaciones entre elegantes damas y caballeros, todo parecía ajeno al mundo privado en el que ambos se encontraban. No obstante, solo tras ceder a Raelynn para que bailara con un anciano de impecable carácter cayó Jeff en la cuenta de que el tiempo no pasaba cuando no estaban juntos. Mientras conversaba con algunos compañeros de cacerías, sus ojos la buscaban para contemplar la respetuosa sonrisa del anciano que bailaba con ella. Entonces su mirada tropezó con la expresión divertida de su hermano y enrojeció de humillación.

—Te gusta bastante, ¿verdad? —le preguntó su hermano, acercándose.

—No solo bastante —reconoció él de buen grado, con un seco gesto afirmativo. Se permitió echar un último vistazo a su esposa antes de ir tras el mayor, tal corno lo había hecho con frecuencia cuando era niño.

Heather ocupaba un gran sillón de respaldo alto; tenía los primorosos pies apoyados en un escabel y un chal de encaje echado sobre los hombros para disimular el abultado vientre. Algo más temprano, Jeff había indicado a los sirvientes que pusieran el sillón en un sitio desde donde la futura madre pudiera ver todo el salón sin necesidad de moverse; el único obstáculo en su campo visual serían los invitados que no repararan en su presencia.

—No habrá muchos —había respondido Jeff, cuando Kingston le planteó la pregunta—. Aun embarazada tendrá su corte de amigos y admiradores, dispuestos a cuidar de que no suceda.

Tal como esperaba, Heather estaba rodeada por un pequeño grupo de amigos que se habían detenido a presentarle sus respetos. Farrell Ivés, del brazo de Elizabeth Dalton, dialogaba en esos momentos con la encantadora esposa de Brandon. También Thelma Brewster se había apresurado a cruzar el salón al ver al modisto entre los que conversaban con la bella embarazada. La sombrerera trajo consigo a sus acompañantes, Lydia Winthrop y el lord inglés viudo, ambos maduros. La señora Winthrop se había criado cerca de Charleston, aunque desde hacía veinte años estaba casada con un rico inglés y vivía en Londres, aunque ahora estaba de viaje para visitar a sus amigos de las Carolinas. En cuanto al aristócrata, había pasado casi toda su vida cerca de la gran metrópolis inglesa y tenía la intención de regresar en cuanto resolviera los asuntos que lo habían traído a Charleston.

—¿Os han presentado a lord Marsden, queridos? —preguntó Lydia Winthrop, indicando al larguirucho caballero con un elegante ademán—. Nos conocimos en el viaje hacia aquí. ¡Y que tiempo horrible hemos tenido! Nuestro barco se sacudía más de lo que me era posible soportar. Pero eso no viene al caso. Lord Marsden ha venido en busca de terrenos adecuados para su hija y su prometido. La señora Brewster nos aseguró que nuestro anfitrión no tendría ningún inconveniente en que Su Señoría nos acompañara, puesto que los señores Birmingham pueden indicarle las mejores fincas disponibles en la zona.

Lord Marsden carraspeó, como si estuviera a punto de lanzarse en un largo discurso.

—Sí, por supuesto. Hubiera preferido no molestar, pero estas amables señoras han insistido. Confío en que el dueño de la casa sea tolerante con los forasteros que abusan de su hospitalidad.

Heather le sonrió. Tal como ella lo veía desde su asiento, el hombre parecía un gigante junto a las dos señoras que lo flanqueaban, sobre todo comparado con la regordeta sombrerera, medio palmo más baja y menos elegante que Lydia. En cuanto a Su Señoría, era decididamente del tipo blando: alto, flaco, de miembros largos y lacio pelo castaño; su cara agria era típica de algunos aristócratas pomposos. La levita y los pantalones azul oscuro eran de muy buen corte, pero tan sobrios como quien los llevaba.

—No paséis apuros, milord —le dijo—. Sin duda, mi cuñado se sentirá honrado por vuestra presencia. En cuanto a lo que os trae por aquí, Jeffrey y Brandon pueden ayudaros en vuestra búsqueda de tierras, pero a menos que llevéis mucha prisa, por esta noche disfrutad de los festejos y de las vituallas. Jeffrey tiene una cocinera excepcional, de manera que la comida promete ser deliciosa.

—Gracias, señora, por hacer que un forastero se sienta como en su casa —replicó lord Marsden, amablemente—. Sois muy gentil.

—Es un placer seros útil, milord. Ahora disfrutad, por favor, y no dudéis en recorrer la casa, si queréis echarle un vistazo. Puesto que tantos invitados han pedido ver las mejoras que se han hecho en Oakley, casi todos los cuartos están abiertos a los visitantes. La casa es un ejemplo típico de las plantaciones locales; desde que mi cuñado la restauró se ha convertido en una verdadera joya. Durante estas festividades solo las habitaciones personales de Jeffrey quedarán reservadas para su uso privado y el de su familia.

Lord Marsden respondió con una reverencia:

—Vuestra familia es muy cortés, señora.

Luego se volvió para seguir a las dos mujeres, que ya se alejaban cruzando el salón. Cuando Lydia Winthrop se detuvo para señalar los techos y los muros, embellecidos con elegantes molduras en forma de festones de flores sobredoradas, Su Señoría se paró a observarlos.

—Recuerdo cómo era esta casa cuando los padres de Louisa vivían aquí —musitó la señora—. Si bien ya era hermosa, no tiene comparación con lo que es hoy. Nunca imaginé que pudiera quedar así.

—Sin embargo, señora —contestó Su Señoría—, reconoceréis que, comparada con las grandes mansiones de Londres se la ve algo descolorida. Desde luego, en contraste con las humildes viviendas que he visto aquí, en las Carolinas, sería el equivalente de una modesta finca inglesa, pero no muy grandiosa, como se comprenderá;

La alegre sonrisa de la señora Brewster se destiñó un poco. Como su diminuto apartamento y su sombrerería podían caber en el salón donde se encontraban, se preguntaba si, tras visitar su establecimiento, lord Marsden la miraría con desprecio. Consideró más prudente cambiar de tema.

—La señora Heather es una excelente mujer, quizá la más encantadora de la zona... aparte de la señora Raelynn, desde luego.

Su Señoría extrajo una caja de rapé y, después de verter un poco de polvo en el dorso de la mano, inhaló algunas partículas. Luego elevó pomposamente las cejas, mientras presionaba un pañuelo contra los lados de la nariz.

—Tiene los rasgos de esos condenados irlandeses. ¿Por casualidad lo es?

Thelma Brewster, momentáneamente enmudecida, rebuscó en su memoria.

—Creo... creo que sí. Es decir, me parece recordar que su madre llegó a Inglaterra desde Irlanda, tras casarse con el padre de Heather.

Lord Marsden se meció sobre los pies, con la angulosa barbilla casi a la altura de su larga nariz.

—¡Qué pena!

La sombrerera sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Si ese hombre pensaba que Heather Birmingham estaba por debajo de su elevada alcurnia, ¿cuánto más abajo situaría a la mayor parte de los habitantes de Charleston, incluida ella misma?

Lydia Winthrop sonrió al aristócrata.

—Ya veréis, milord, que los vecinos de esta zona se interesan muy poco por los títulos de nobleza. Debéis recordar que, si bien este territorio estuvo en otros tiempos bajo el gobierno inglés, ya no está sujeto a la autoridad de la monarquía. Quienes vivían aquí lucharon por librarse de la autocracia.

—Rebeldes, yanquis... son todos iguales —replicó Marsden, imperioso.

Las regordetas mejillas de la sombrerera se hundieron marcadamente en una exclamación horrorizada. El respeto reverencial que había sentido en un primer momento por el aristócrata se convertía rápidamente en ira ofendida. Si se veía obligada a escuchar más comentarios arrogantes de ese inglés, acabaría por estrellarle una ponchera contra la cabeza. En un esfuerzo por desviar el tema hacia otro menos polémico, señaló la abundante comida servida en las mesas.

—Será difícil que encontréis comida más sabrosa en las Carolinas, milord. ¿No queréis coger un plato y probarla?

Lord Marsden volvió a tocarse remilgadamente la nariz con el pañuelo de encaje; luego resopló:

—No me atrevo a preguntar de qué están hechos esos platos. Semejantes vituallas podrían provocarme la muerte.

—Bueno, es difícil que encontréis por aquí algún pastel de riñon, Vuestra Señoría —replicó la señora Brewster, echándole una mirada rencorosa. Por muy lord inglés que fuera, necesitaba una lección de buenos modales—. Por mi parte, me muero por probarlos.

Lydia pasó un plato a su compañera, sonriéndole.

—¿Comenzamos?

Al ver que Jeff cruzaba la muchedumbre hacia ella, Heather le extendió una mano acogedora, riendo como una colegiala.

—Ya me preguntaba qué sería necesario hacer para llamaros la atención. Habéis bailado tanto con Raelynn que temía verme obligada a intervenir y solicitaros una pieza, solo para tener la oportunidad de conversar con vos. Vuestro baile es magnífico, señor. Gracias por invitarnos.

Jeff le guiñó un ojo con cariño, mientras le besaba los finos dedos. Luego dio un paso atrás para contemplarla con una mirada observadora y bromista.

—Permitidme deciros, señora, que parecéis una gallina en el nido, a la ansiosa espera de que su huevo esté empollado.

Heather apoyó una mano contra el vientre, tamborileando con los dedos.

—Será una de estas semanas.

—¿Os sentís bien, princesa?

—Perfectamente —le aseguró ella, acentuando la sonrisa. Luego echó una mirada afectuosa a su marido y dejó escapar un pequeño suspiro, mientras él se reclinaba contra su sillón—. Y estaría mejor si vuestro hermano se tranquilizara un poquito. Me vigila como perro a un hueso apetitoso.

Como su alegre tono descartaba cualquier insinuación de reproche, obtuvo una gran sonrisa de su esposo. Este digno caballero procedió a acariciar el brazo de su mujer.

—Disculpad, querida mía, pero como estáis a punto de traer al mundo a nuestro nuevo vastago, creo que se me puede permitir cierto grado de nerviosismo.

Heather le dirigió un picaro mohín.

—Oh, tonterías. Sabéis muy bien que pueden pasar dos semanas más antes de que nazca nuestra hija. Al menos eso es lo que dice Hatti. Se diría que habéis olvidado lo que parecía yo unas semanas antes de que naciera Beau: algo así como una fragata surcando las aguas con su majestuosa proa, supongo.

Hubo risas entre quienes rodeaban su sillón. Sin embargo Jeff vio muestras de tensión en el semblante de Brandon, pese a su aire divertido; su hermano había experimentado lo mismo tres años antes, al enfrentarse con el nacimiento de Beau. Jeff sabía mejor que nadie hasta qué punto su corazón pertenecía a Heather; el hecho de que ella debiera soportar los dolores del alumbramiento o, peor aún, la posibilidad de que muriera en el trance, lo privaban de toda paz interior. Aunque el primer parto había sido bastante fácil, siempre existía la amenaza de que se presentaran complicaciones. Mientras ese momento no hubiera pasado, Brandon no podía vivir tranquilo.

—Te aseguro, querida mía —repuso él con voz ronca, estrechando la delicada mano de su esposa—, que no he olvidado detalle de mi dura prueba. Por eso estoy nervioso.

Al ver que Heather elevaba los tiernos ojos hacia su marido, Jeff tuvo la sensación de haber violado inadvertidamente la intimidad de ambos. Al volverse hacia otro lado se encontró con Farrell, que también había presenciado el intercambio de amorosa devoción entre la pareja. Era raro ver a un matrimonio tan unido. Cualquier soltero podía envidiarles esa tierna complicidad.

—Jeffrey, querido mío, hoy se te ve muy elegante, para variar —comentó el diseñador con malicia. Y ante la sonrisa de su anfitrión adoptó una pose altanera.

—Caramba, mi querido fanfarrón, pero si tú puedes rivalizar con mi esposa —bromeó Jeff, recorriendo con la mirada la gran estatura y los anchos hombros de su amigo.

No había una puntada fuera de lugar en los pantalones estrechos, de color gris oscuro con finas rayas blancas; tampoco en el chaleco de brocado plateado, en la. camisa blanca, el corbatón o la levita negra. No podía dejar de admirar esa elegante ropa.

Farrell se pavoneó con exagerado engreimiento.

—¿Eso crees? —preguntó, deslizando los pulgares bajo las solapas.

—Eso creo, sí.

—Ven a mi tienda cuando tengas tiempo libre, mi querido Jeffrey, para que te enseñe algunos secretos del porte distinguido. Podrías sacar buen provecho de mis consejos.

Una sonrisa dubitativa acompañó la respuesta del anfitrión.

—Si alguna vez quiero disfrazarme de petimetre, no dejaré de aprovechar tu ofrecimiento.

La cara barbuda se alargó al exagerar Farrell su malestar, con lo cual arrancó risas a todos los que presenciaron su expresión de desencanto.

—Realmente, Jeffrey, puedes ser muy ofensivo cuando interviene la envidia.

—No te enfades —le instó Jeff—. No era mi intención ofenderte. Lo cierto es que estás tan apetitoso como un melocotón de Carolina.

Elizabeth echó una mirada de soslayo a su guapo acompañante. Al ver su gran sonrisa pareció súbitamente inquieta, como si lamentara algún daño causado por su anfitrión.

—Haríais bien en no seguir alimentando la vanidad de este hombre, señor. Ya tiene demasiada. Recordad, por favor, que yo debo trabajar a sus órdenes.

—Está muy pagado de sí mismo, ¿verdad? Ella echó furtivas miradas a uno y otro lado, exagerando sus inhibiciones.

—Jamás oiréis semejante comentario de mis labios, señor... por mucho que pueda estar de acuerdo con vos. Farrell capturó su mano riendo de buen talante.

—Es hora de demostrar al patán de nuestro anfitrión que no solo él sabe bailar el vals. Además, querida mía, quiero que todos vean vuestro nuevo vestido.

—¿Otra de vuestras creaciones, mi querido fanfarrón? —preguntó Jeff, con una sonrisa torcida.

—En realidad, ha sido mi asistente quien diseñó e hizo el vestido con sus propias manos. Encantador, ¿no te parece?

Por cierto, el modelo azul magenta hacía justicia a la belleza de la morena, destacando su piel clara. En galante apreciación de cuanto veía, Jeff ejecutó una vistosa reverencia.

—Esta noche estáis excepcionalmente bella, Elizabeth. Exquisita, en verdad. Superáis ampliamente a vuestro jefe.

Ella hizo una encantadora reverencia, dejando escapar una risa sofocada.

—Gracias, señor Birmingham.

—Jeff —corrigió el dueño de casa—. O Jeffrey, si lo preferís. Cuando no estemos en la tienda de vuestro jefe, Elizabeth, debo insistir en que me tratéis con menos formalidad. —Sus ojos danzarines se desviaron por un momento hacia el diseñador, antes de agregar—: Y podéis decirle a vuestro jefe que es orden mía.

La joven inclinó la cabeza, en un sonriente gesto de asentimiento.

—Como mandéis, Jeffrey.

—Divertios, amigos míos. —Con un garboso ademán, él los instó a utilizar la pista de baile—. Me uniré a vosotros en cuanto encuentre a mi esposa.

Su mirada fue hacia Raelynn sin poder evitarlo. Por un momento quedó maravillado por su regia belleza, mientras ella bailaba por la pista conducida por otro amigo, el sheriff Rhys Townsend. A pesar de su corpulencia, el hombre tenía los pies asombrosamente ligeros; Raelynn parecía muy menuda a su lado, pero lo seguía sin dificultad. En realidad era bastante más alta que Heather; aquel vestido largo y estrecho, que fluía con gracia sutil desde los hombros hasta el suelo, la hacía parecer esbelta como un sauce. Jeff se dijo que el modelo era algo engañoso, pues conocía y apreciaba muy bien las abundantes curvas escondidas bajo el vestido. Aquellas semanas de intimidad le habían enseñado a mirar el interior de esa mujer encantadora, vibrante, descubriendo en toda su profundidad la mujer que había dentro. Le sorprendió un poco descubrir que, pese al placer que le brindaba la mutua pasión y la familiaridad conyugal, en su corazón iba arraigando una emoción más profunda y más rica que no había conocido antes. Aún no podía darle nombre, pero resultaba muy grato saber que ella le pertenecía en exclusividad.

Mientras admiraba a su esposa desde lejos le vino una imagen a la mente: la vio con el vientre hinchado, tal como estaba ahora Heather. Una vez había bromeado con Raelynn, diciendo que tendrían hijos por docenas. Ahora la mera idea de que un vastago redondeara su vientre le provocaba un anhelo tan profundo que lo dejó casi sin aliento. Impresionado por esa imagen y apenas consciente de lo que hacía, empezó a andar por entre las parejas que danzaban. Cuando apoyó la mano en el hombro de Rhys, provocó una sorpresa cuanto menos curiosa.

—¡Hombre! ¿Qué haces aquí, tan solo? —preguntó el sheriff, como si jamás se le hubiera ocurrido que alguien pudiera querer bailar con su propia esposa—. Si quieres bailar deberías buscar una muchacha.

—Eso lo sé, amigo mío. Por eso vengo a por mi esposa. Ve a por la tuya, si no quieres que mande a sus hermanos que te saquen por la fuerza de la pista.

—Pues no sería la primera vez —estalló en una carcajada Rhys, mientras sus ojos se posaban en la rubia menuda que lo miraba desde un rincón—. Tendré que enseñarle a bailar, a esta pequeña mía, o acabará clavando mi pellejo en la puerta del granero. Mary suele enfadarse un poco cuando me dejo llevar por la música y busco con quién bailar.

Raelynn echó un vistazo a la simpática joven. En ese momento Mary aferraba tímidamente el chal bordado contra la cintura, dando pie a la suposición de que estaba en las primeras semanas de un embarazo.

—Creo que percibo algo de ese resentimiento en este mismo instante, Rhys —aventuró, con los ojos chispeantes de humor—. ¡Será mejor que os apresuréis a corregir la falta, si no queréis que ella os lleve de aquí cogido de una oreja.

—Ya, ya — tronó él entre risas. Y se tocó la frente con dos dedos en un saludo informal. Luego, sacudiendo los brazos, exageró su prisa por reunirse con su esposa.

Raelynn y Jeff cedieron a las risas ante la cómica aflicción del sheriff. Rhys, mientras tanto, exagerába las explicaciones que daba a su mujer, que fingía una actitud muy ofendida con la nariz respingona empinada hacia arriba.

Después de una reverencia cortés, Jeff invitó a su esposa a bailar el vals; inmediatamente recibió la respuesta afirmativa bajo la forma de dos brazos extendidos. Durante varios instantes la condujo en torno a la pista, en círculos cada vez más amplios; ambos disfrutaban en silencio de la música y de su mutua presencia. Por fin Raelynn lo miró con una sonrisa intrigada.

—Habéis sido bastante audaz, Jeffrey, al venir a reclamarme ante vuestros invitados. ¿Me buscabais para algo en especial? Él le dedicó una amplia sonrisa, con una ceja enarcada.

—Solo para bailar con vos cuando me plazca. No creo que eso sea audacia; solo... —inclinó pensativamente la cabeza, en busca de la palabra adecuada; por fin hizo un gesto decidido—... sensatez.

Entre las largas pestañas sedosas, Raelynn le lanzó una mirada entre desconfiada y divertida, ante la cual él sonrió con secreta satisfacción. No tenía inconveniente en mantener a su esposa algo insegura en cuanto a la sensatez con que él pensaba ejercer sus prerrogativas maritales. Después de todo, siempre existe el peligro de sentirse demasiado seguro del cónyuge.

Aun así, Jeff tuvo un momento de incertidumbre al ver que esos dientes pequeños y blancos mordisqueaban el labio inferior. Sus irreprimibles inclinaciones masculinas, que lo inducían a mantenerla un poco en ascuas en cuanto a su carácter, se veían ahora anuladas por el deseo de hacer que su esposa se sintiera siempre a salvo.

—Raelynn, amor mío, no soy excesivamente celoso, mucho menos sin son amigos míos los que os piden...

Sus frases tranquilizadoras quedaron repentinamente silenciadas por la sonrisa provocativa de la joven.

—Muy sensato, desde luego —murmuró ella, mientras sus dedos llegaban hasta el pelo corto de la nuca—. Prefiero mil veces bailar con vos, Jeffrey.

De pronto la música pareció elevarse en un alegre ritmo. Jeff dejó de pensar, atento solo a las sensaciones que le provocaban la mujer que tenía entre sus brazos... y en el corazón. Últimamente ella parecía ser la razón de que siguiera latiendo.

Momentos después, Jeff y Raelynn se acercaron de la mano a las mesas llenas de comida. Fue allí donde la sombrerera les presentó a lord Marsden y a Lydia Winthrop.

—Qué bonita fiesta —aseguró Lydia, amablemente.

—Sí, por cierto —confirmó lord Marsden, en una actitud más cordial, con lo que se ganó la sonriente aprobación de la señora Brewster.

Lydia se apresuró a explicar a Jeff la misión del inglés.

—Se nos ocurrió que vos o el señor Brandon podríais orientar a Su Señoría en esas cuestiones.

—Con sumo placer —aseguró Jeff, mirando directamente al hombre—. Seréis bien recibido en mi casa cuando queráis verme, milord; también podéis pasar por mi empresa. Podéis estar razonablemente seguro de encontrarme allí los miércoles; en cuanto al resto de la semana, no lo sé. Tengo otros negocios que ocupan mi tiempo, pero también suelo quedarme en casa para atender los sembrados, los establos y otras cosas de muchísima importancia. —Discretamente alargó una mano hacia atrás para estrechar los dedos de su esposa, afirmando así que era ella quien ocupaba lo mejor de su atención—. Me alegrará brindaros toda la ayuda que podáis necesitar, milord.

—Os agradezco sinceramente tan generoso ofrecimiento, señor. Y por cierto, me haríais un inmenso favor si pudierais ayudarme a concluir rápidamente lo que me ha traído aquí, a fin de que pueda retornar a Inglaterra mucho antes de que se anuncien las nupcias. La verdad, si debo soportar otro viaje como el que hemos padecido la señora Winthrop y yo, creo que jamás en mi vida reuniré valor para abordar otra nave.

Su comentario despertó la risa de todos, con lo que la señora Brewster pudo renovar su admiración por ese hombre. Después de todo, era un lord del reino y hasta había tenido la gentileza de invitarla a bailar.

Para Jeff era toda una experiencia nueva: estaba en un baile elegante con su esposa, no solamente con una compañera, y no iba a privarse de esos pequeños placeres maritales cuando se presentara la oportunidad. Raelynn parecía más que dispuesta a fomentar sus atrevimientos con algunos propios. Solo la necesidad de ser discretos limitó esos momentos, a lo largo de la noche. Mientras estaban en un rincón, conversando con amigos, ella le apoyaba en la espalda una mano posesiva; otras veces era él quien le rozaba el busto con la cara posterior del brazo. Eran pequeñas golosinas provocativas que los hacían intercambiar una sonrisa, con tierna complicidad.

Igualmente agradable fue para Jeff regresar a su alcoba, cuando la señora Brewster volcó accidentalmente un poco de ponche sobre su camisa almidonada, y encontrar a su esposa sentada en un extremo de la tumbona, con las faldas recogidas hasta la cadera, quitándose un par de medias muy enganchadas. Mientras él se quitaba la levita y la camisa, Raelynn comenzó a estirar las medias nuevas. Jeff, siempre dispuesto a admirar sus largas piernas, la rondaba con toda la abnegación de un libertino excitado. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja y le susurró insinuaciones lascivas hasta que ella comenzó a soltar nerviosas risillas de recién casada. Sus proposiciones resultaban excitantes, sobre todo para él mismo, cada vez más entusiasmado con la idea de disfrutar de alguna intimidad conyugal.

Se arrodilló ante ella para cubrirle el cuello y el seno con lánguidos besos, mientras su mano vagaba con audaz familiaridad bajo el vuelo del vestido. Raelynn contuvo el aliento, que un segundo después escapó en un suspiro de placer, mientras se dejaba ir hacia él. Cuando los labios de su esposo fueron hacia arriba para apresar los suyos, exigiendo una respuesta apasionada, ella entregó la boca por completo y recibió su lengua con lentas caricias de la suya.

Segundos después Jeff levantó la cabeza para estudiar el rostro de su esposa, buscando su grado de entrega en ese momento. Los ojos suaves, húmedos, se fundieron con los suyos; un cálido estremecimiento agitó el cuerpo esbelto, mientras ella reconocía la pasión que ardía en esos ojos verdes. Un brazo musculoso le rodeó las caderas para arrastrarla hasta el extremo de la tumbona, abriéndola a él; luego Jeff se desabrochó los pantalones y se introdujo lentamente en su tibieza femenina.

La pasión era cada vez más intensa hasta que varias damas se acercaron parloteando por el corredor para entrar en el dormitorio contiguo, donde se dedicaron a elogiar los cambios efectuados recientemente en la casa. La pareja, inmovilizada en el umbral del arrebato erótico, permaneció abrazada y escuchó, en aprensiva espera. Antes del baile, se habían corrido las cortinas de la alcoba principal, pero las puertas acristaladas estaban abiertas de par en par. Por ello, nadie podía prever qué espíritu curioso podía salir a la galería y hasta atreverse a entrar en las habitaciones privadas. Incómoda ante la proximidad de las invitadas, Raelynn apoyó una mano temblorosa sobre el pecho de su marido y le dirigió una mirada suplicante.

—Después —susurró, mientras acariciaba el pecho velludo—. Cuando tengamos más intimidad.

Jeff le apretó los labios contra la oreja.

—Bajemos, pues, y dejad que os abrace en un vals hasta que se me haya enfriado la sangre.

—¡Como si fuera posible! —replicó ella, riendo. De inmediato escondió la cara contra el hombro de su esposo, hasta que pudo sofocar su risa. El reloj de la repisa empezó a dar la hora—. Las diez. Ya falta poco para que podamos estar solos.

—Será mejor que bajéis la primera —murmuró él, con voz ronca, apartándose—. Si bajo en estas condiciones escandalizaré a nuestros invitados.

Raelynn se levantó con él y le robó un beso. Después de echar una mirada de admiración hacia abajo, se alejó con una gran sonrisa.

Capítulo 8

Cumpliendo graciosamente con los deberes de anfitriona, Raelynn aceptaba todas las invitaciones a bailar con una sonrisa y, entre pieza y pieza, conversaba con muchas de las señoras allí reunidas. Pronto descubrió que Heather era un faro radiante y luminoso, hacia el que ella y otros se sentían irresistiblemente atraídos. Por eso era natural que, cuando se sentía insegura, buscara la reconfortante presencia de su cuñada. Consciente de haber despertado mucha curiosidad al casarse con uno de los mejores partidos del lugar, trataba de responder a todas las preguntas indiscretas con tanta simpatía y exactitud como podía. No obstante, comenzaba a percibir que un pequeño grupo de damas le guardaba rencor. Poco importaba que disimularan su mala fe bajo falsas sonrisas e indirectas sutiles: la hacían sentir muy fuera de lugar, sin duda con toda intención. Después de todo, era una forastera que había usurpado una mercancía muy codiciada: Jeffrey Lawrence Birmingham.

No obstante, mientras se esforzaba por ignorar esa malicia, Raelynn iba cobrando conciencia de su propia euforia, cada vez mayor. Tras haber pensado que no sobreviviría siquiera a la travesía del Atlántico, no solo había sido rescatada de la esclavitud que Gustav pensaba imponerle, sino que estaba casada con un extraordinario caballero, el hombre con el que siempre había soñado. Y Jeff no estaba hecho de ilusiones y sueños, sino de carne y hueso. Además le pertenecía. Era encantador, de excelente compañía y un hombre mucho más galante de lo que ella esperaba encontrar en los páramos de las Carolinas. Más aún: ambos parecían formar una pareja perfecta. Allí donde ella era débil, él se mostraba fuerte; si ella era suave y sumisa, el estaba lleno de firmeza y de carácter; ella sabía administrar la casa, los sirvientes y muchas otras cosas, mientras que él era hábil para los negocios, la cría de caballos y la gestión de la plantación. Se complementaban en muchas otras cosas. Pero por encima de todo, eran amantes profundamente enamorados. El único miedo persistente nacía de esa misma perfección, que parecía excesiva. En algún lugar tenía que haber una grieta.

La existencia de Raelynn no podía ser más dichosa. El amplio salón de baile, refulgente con sus candelabros de cristal, lleno de personas elegantes, parecía un lugar encantado. Hasta la lluvia que repiqueteaba contra el tejado y los caminos serpenteantes del jardín brindaban un aroma dulce y fresco, que le vitalizaba el espíritu y la hacía sentir algo embriagada, como si de verdad volara veloz con alas de tul, pequeña hada en un mundo invisible. Todo era demasiado bello y mágico, pero también muy real. ¡Estaba allí! ¡Viva! Y eso no era una fantasía ni una ilusión juvenil.

Una vez más, Raelynn hizo un esfuerzo por dedicar su atención al anciano caballero con el que estaba bailando. Sonrió ante sus murmullos, sin saber qué había dicho, con la ferviente esperanza de que no necesitase respuesta. Su mente se desviaba irremisiblemente hacia el momento, esperado con ansia, en que ella y Jeffrey podrían regresar a la intimidad del dormitorio. Desde sus pechos subió un cálido rubor al imaginar el cuerpo largo y musculoso, moviéndose con lenta pasión sobre el suyo. Pero al permitirse tan deliciosas fantasías falló en un giro de la danza y pisó a su compañero. En la cara arrugada se dibujó una mueca de dolor, pero de inmediato recobró el aplomo, aunque algo tenso. Él acalló sus afligidas disculpas con unas palmaditas tranquilizadoras en la mano.

—No tenéis por qué preocuparos, muchacha. No me habéis hecho ningún daño.

Raelynn se reprochó esos pensamientos desbocados, que la hacían actuar como una boba. Solo rogaba que el anciano no hubiera relacionado su distracción con las mejillas enrojecidas y su aliento contenido. Al menos, que los hubiera atribuido a cualquier otra causa, no a ensueños lascivos.

—Necesitáis descansar, mi querida señora —le aconsejó el solícito caballero, al reparar en su desasosiego. Su preocupación aumentó al verla tan enrojecida—. Si continuáis bailando así, acabaréis por desmayaros de fatiga.

Raelynn aprovechó la excusa y aceptó graciosamente su ayuda para retirarse de la pista.

—Sois muy amable, señor.

Cuando Jeff le salió al encuentro con una copa de vino afrutado, su alivio fue enorme.

—Bebed esto, amor mío. Parecéis necesitarlo más que yo. Además, creo que no podré beber un sorbo más si no busco algún alivio.

—¿Qué clase de alivio?

Jeff le sonrió de oreja a oreja, marcando así los atractivos surcos de sus mejillas. Luego se inclinó hacia ella para susurrarle:

—Vuestra ingenuidad es encantadora, señora. Pero en este momento estoy muy apurado, pues me llama la letrina.

—Afuera llueve —le advirtió ella, curvando tentadoramente los labios. No tenía idea de lo cálida que era la mirada con que lo acariciaba. Admirar a su esposo se le había vuelto casi natural; ya no llevaba la cuenta de las veces en que sus ojos iban hacia él y allí se quedaban largo rato.

—No, amor mío; la lluvia cesó hace un momento. Pero debo ir, de cualquier modo. Se ha convertido en una urgente necesidad.

—No tardéis mucho.

Ante el mágico guiño de Jeff tuvo la sensación de que su corazón tropezaba. Él salió precipitadamente. Raelynn iba a volverse, pero hizo una súbita mueca: un dolor agudo le atravesaba el talón, sin duda con ampollas de tanto bailar. Después de echar un vistazo al reloj, decidió que tenía tiempo para subir a ponerse un par de zapatos más cómodos antes de que Jeffrey regresara.

—¿Me concedéis esta pieza., señora? —preguntó desde atrás una voz grave.

Al darse la vuelta, Raelynn se encontró con Farrell Ivés, que le sonreía.

—Elizabeth me ha abandonado para bailar con vuestro cuñado —explicó el modisto, mientras la acompañaba nuevamente a la pista—. Ella trata de calmar sus temores por la dura prueba que espera a Heather, pero no parece lograr demasiado. Yo viví ese terrible momento una sola vez en mi vida y me dejó una impresión imborrable. El recuerdo me permite comprender muy bien a Brandon.

Ella inclinó la cabeza, curiosa.

—Ignoraba que estuvierais casado, Farrell.

—Pues no, nunca me casé.

—Ah, tenéis hermanas.

—Ninguna. Fui el último de siete hijos varones.

—¡Vaya! Vuestro padre debe de haber estado muy orgulloso.

Su boca se contrajo, divertida.

—Sí, pero a pesar de lo guapos que éramos pasamos por momentos muy difíciles. Ella rió.

—Os diré, Farrell: si os creyera tan presumido como fingís ser, aconsejaría a las mujeres que se alejaran de vos, pues ninguna podría haceros sombra.

Los ojos del diseñador centellearon, traviesos.

—Me sabía muy apuesto, pero ignoraba que pudiera rivalizar en hermosura con las mujeres.

—Sois incurable —dijo ella, entre risas.

Él fingió un suspiro de lamento.

—Es lo que me dicen todos.

—Deberíais andaros con cuidado —advirtió Raelynn, sin esforzarse por disimular la sonrisa—. Un día de estos, alguien os tomará en serio y creerá que estáis realmente prendado de vos mismo.

Él estalló en una carcajada.

—Habría que ser muy tonto para ser tan bobo.

Después de otro largo giro por el salón, Raelynn volvió a levantar la vista, con las cejas fruncidas con un gesto desconcertado.

—Habéis despertado mi curiosidad, Farrell.

—¿De qué manera, señora?

—Si nunca os casasteis y no tenéis hermana, ¿tendríais la bondad de explicarme cómo experimentasteis la tensión por la que Brandon pasa actualmente? ¿Queréis decir que presenciasteis el nacimiento de un bebé? ¿O acaso os referís a algo muy diferente?

—Estuve presente cuando Elizabeth tuvo a Jake. En otros tiempos fui el mejor amigo de su esposo. Cuando lo mataron llevé el cadáver a su casa para sepultarlo. Esa misma noche Elizabeth se puso de parto. Me debatí como pez en el anzuelo hasta que la partera salió al porche para mostrarme al bebé. Elizabeth no dejó escapar un solo grito, pero otros ruidos revelaban lo que sufría. Cuando todo terminó, mis rodillas parecían de agua.

—Veo que conocéis a Elizabeth desde hace tiempo —dedujo ella.

—Conocí a Emory, su esposo, en mis tiempos de pugilista. Nos hicimos amigos. Durante un tiempo él trabajó en Georgia; a su regreso me presentó a su prometida, que había venido de visita con sus padres. Elizabeth me pareció la mujer más bella que yo había conocido, pero ya estaba comprometida. Fui padrino de bodas y les regalé los anillos. El resto es una larga historia. Su esposo perdió en el juego todo el dinero que tenían y dejó a Elizabeth en grandes aprietos. Después de su muerte, ella comenzó a trabajar para mí y ayudó a convertir la tienda en lo que es ahora. A pesar de lo que gana, sigue ahorrando cuanto puede para el futuro del niño. Quiere que tenga una vida mejor de la que tuvo su padre.

—Debe de estaros agradecida por la ayuda que le prestasteis cuando os necesitaba. Y sin duda desde entonces le habéis demostrado vuestra amistad de muchas maneras.

Farrell no hizo comentarios. ¿Qué podía decir, si no estaba en absoluto seguro de lo que esa bella morena pensaba de él?

Los invitados se fueron mucho más tarde de lo que Raelynn esperaba; cuando al fin comenzaron a retirarse ya era pasada medianoche. De pie junto a su esposo, ante la puerta principal de la casa, ella agradeció a cada uno su presencia. A menudo aprovechaba el brazo de su esposo para recostarse sobre su fuerte cuerpo. El día había sido largo y agotador; si bien albergaba aún fantasías para esa noche, no estaba segura siquiera de tener fuerzas para desvestirse.

En el cielo nocturno, un estrecho rayo de luna parecía luchar por abrirse paso entre las nubes agolpadas. Por fin desapareció tras una turbulenta masa; las brisas fortalecidas, que traían el olor de la lluvia inminente, sacudieron las ramas de los árboles y comenzaron a estrellar las puertas acristaladas contra sus marcos. Los sirvientes se precipitaron a cerrarlas, mientras los invitados corrían hacia sus carruajes. El viento burlón parecía empecinado en hacer rodar las chisteras por el camino y levantar las capas hasta las espaldas.

Brandon y Heather fueron de los últimos en partir. Raelynn observó, sonriente, con cuánta solicitud el mayor de los Birmingham acompañaba a su esposa. Desde su boda habían pasado demasiadas cosas como para que ella hubiera podido comprender cuánta suerte tenía al formar parte de ese clan. Comenzó a pensarlo en la reunión de la iglesia, cuando la encantadora familia de Brandon le robó el corazón. Su cuñado la aceptaba con gentil cortesía, por lo cual ella le estaría siempre agradecida. En cuanto a Heather, esa adorable mujer comenzaba a ser para ella como una hermana.

—Has estado encantadora, querida —le susurró Heather, mientras se abrazaban con cariño.

—Gracias por estar aquí cuando más te necesitaba —murmuró Raelynn, con una suave sonrisa—. Al parecer, todavía hay algunas solteras que detestan verme casada con Jeffrey.

—¡Oh, ya lo creo! —Heather agitó una mano hacia la fila de carruajes que desaparecía en la oscuridad—. Casi puedo ver el rastro de frustración que dejan cinco o seis de ellas, en un esfuerzo por aceptar que mi cuñado está perdido para siempre.

Jeff ciñó con el brazo los esbeltos hombros de su esposa.

—Nuestro apresurado casamiento ha dado a la sociedad de Charleston algo de qué hablar hasta después de las Navidades.

—Durará mucho más, hermano —observó Brandon, con una risa apagada—. Puedes creerme.

—Lo sé —reconoció Jeff, exagerando el suspiro—. Hasta que seamos viejos encanecidos.

—Eso se aproxima más a la verdad —afirmó el mayor, poniéndole una mano en el hombro—. Lamento decírtelo, pero los chismosos nos flagelarán con su lengua hasta que estemos en la tumba. Y quién sabe si entonces nos dejarán en paz.

—Gracias por tus alentadoras palabras —replicó Jeff, irónico, fingiendo gran abatimiento—. Podría haber sobrevivido unos veinte años sin enterarme.

—No tienes nada que agradecer —replicó Brandon, con una sonrisa picara.

—No te alegres tanto —lo regañó Heather, enlazando su brazo al suyo—. Nosotros estamos igualmente expuestos.

—¡Si lo sabré! —reconoció él, apoyando una mano grande en su vientre abultado—. Al menos este bebé no ha dado tanto que hablar como Beau.

Ella rió como una niñita.

—Eso es porque Jeff y Raelynn han acaparado la mayor parte de la atención.

Brandon recibió de un sirviente la capa de su esposa y se la acomodó sobre los hombros; mientras abrochaba los alamares de seda bajo su mentón, ella lo miró con un mohín rebelde que le arrancó una risa entre dientes.

—Déjame hacerlo, dulzura —exclamó él, tocándole la barbilla—. Siento la imperiosa necesidad de cuidarte.

Ella echó una mirada irónica a su barriga y lanzó un suspiro melancólico.

—Cuando nazca este bebé no me permitirás siquiera caminar.

Apenas habían salido esas palabras de sus labios, su esposo la alzó en brazos, sin prestar atención a su chillido de sobresalto, y preguntó:

—¿Por qué esperar hasta entonces, querida? Aun ahora pesáis poco más que un niño. Además, me resulta mucho más fácil controlaros cuando os tengo sana y salva entre mis brazos.

La réplica de Heather, si la hubo, se perdió entre los divertidos adioses de Brandon, que la llevó deprisa escalinata abajo, hasta el carruaje que esperaba. Raelynn solo volvió a verla cuando su cuñada se asomó por la ventanilla del coche para agitar la mano a modo de despedida, entre las risillas provocadas por Brandon, que intentaba aprisionarla nuevamente entre sus brazos.

Mientras uno de los sirvientes cerraba la puerta principal, riendo entre dientes, Jeff siguió el ejemplo de su hermano y alzó a Raelynn para llevarla deprisa al dormitorio. Cora y Kingston quedaron atrás, meneando la cabeza, muy sonrientes.

—Sí, señor, siempre hay alguien que pone algo fermentado en el ponche —comentó el mayordomo, con los hombros estremecidos por la risa.

Las habitaciones de Jeff ofrecieron a la pareja un dulce respiro tras el tumulto de la fiesta, pero esa noche eran aún más frescas, pues perduraba todavía el aroma de la lluvia. El dormitorio era un retiro íntimo que ningún sirviente se atrevía a pisar en presencia de los señores, a menos que se lo llamara. Tras la partida del último invitado, la pareja se sentía segura.

Por mucho que Raelynn hubiera fantaseado sobre el final de la velada, ahora se sentía completamente exhausta. Cuando su esposo la depositó sobre la cama, ella se quitó las zapatillas con un suspiro de alivio. Como los cobertores habían sido retirados algo antes por un sirviente, ella se estiró placenteramente sobre la sábana perfumada, feliz por poder relajarse.

—Tendrás que desvestirme —lo incitó, mientras dos de sus dedos subían por la manga de su esposo—. De lo contrario habrá que llamar a Tizzy.

—No hay necesidad, querida mía, puesto que estoy aquí, deseoso de seros útil.

La sonrisa lasciva de Jeff superaba todo lo que Gustav hubiera logrado jamás. La tumbó boca abajo sin ceremonias, arrancándole una exclamación exagerada, y procedió a desabrochar los botones que descendían desde el cuello hasta por debajo de la cintura.

Una vez que el vestido estuvo lo bastante flojo como para librarse del corpino y la parte superior de la camisola, Raelynn se quitó ambas prendas de los hombros y los deslizó hasta la cintura. Luego cogió una almohada entre los brazos para enterrar el mentón en ella.

—Os diré, querido: si quedo complacida con vos, es posible que os conserve como doncella.

Jeff le respondió con una buena palmada en sus nalgas.

—¡Bestia! —protestó ella, con fingida indignación.

—¿Conque bestia? —Él deslizó el vestido hacia abajo con un solo movimiento. Esta vez provocó en su esposa una exclamación auténticamente sorprendida.

—Pensándolo mejor, me quedaré con Tizzy —decidió con una risilla.

Puesto que Elizabeth, durante una prueba, se había quejado de que las bragas de Raelynn creaban feos bultos bajo el vestido de baile, Raelynn había decidido no ponerse más que las medias y la camisola de satén, con bordes de encaje. Como resultado, Jeff pudo admirar con algo más que la vista la manera en que la prenda interior se hundía entre las nalgas; por un largo instante acarició ese bonito trasero a través del satén. Totalmente concentrado en la tarea de desnudarla, aprovechó cada curva, cada valle a su alcance; deslizó la mano derecha bajo un pecho suave, mientras la izquierda seguía la delicada curva de su espalda hasta los muslos y, en el trayecto, empujaba la camisola aún más abajo. Una vez que la prenda estuvo libre, volvió a tenderla boca arriba para quitarle las medias.

Jeff dejó las prendas a un lado y se inclinó hacia ella, observándola con expresión sonriente. Los ojos de Raelynn, suaves y líquidos, se fundieron con los suyos. Como sobrecogida por algo que él no podía entender, ella levantó una mano para acariciarle la mejilla, con una profunda ternura. Conmovido por ese sentimiento, Jeff le dio un largo beso en la palma de la mano. A los Labios de Raelynn ascendieron extrañas palabras que solo había dicho a sus padres. La facilidad con que las pronunció la dejó sobresaltada, pues nunca hasta entonces las había pensado.

Aun sabiendo que su esposa estaba exhausta, él no pudo resistir la tentación de rozar con una larga caricia su cuerpo desnudo. Pese al cansancio, ella contuvo el aliento ante las sensaciones que aquello le despertaba. Cuando las manos de Jeff llegaron a zonas más íntimas, ella se abrió a él de buena gana, con los ojos oscurecidos por el deseo. Lo observó mientras se desvestía y, cuando él se irguió junto a la cama, totalmente desnudo, tan audaz como hombre alguno pueda serlo, le dio la bienvenida alzando los brazos.

Mucho después se quedó dormida, con la cabeza apoyada en el hombro de su esposo, la pierna flexionada sobre sus fuertes muslos. Al sumirse en las profundidades del sueño susurró algo que Jeff, en un primer momento, no pudo entender. Inclinó la cabeza para oír mejor, pero de los labios de Raelynn solo salió un suave suspiro.

Después de acomodar la almohada debajo de la cabeza, él dirigió una sonrisa al techo. Sabía qué significaba ese grave murmullo, pero a esas alturas de su matrimonio era posible que se estuviera dejando llevar por la imaginación.