Capítulo 2
CHARLESTON abundaba en pequeñas tiendas elegantes que mostraban claramente su riqueza, pues era uno de los puertos más importantes de la costa oriental. Era una ciudad agradable, bien cuidada por sus residentes, y merecía la fama que había ganado su encantador ambiente. Las calles bullían de actividad, al igual que sus dársenas.
La empresa naviera de Jeff estaba situada cerca del muelle. También allí se veía mucho movimiento; había barcos en proceso de carga o descarga, tiros de seis caballos que traían enormes carretas desbordantes de mercancías a navíos amarrados en el puerto. Allí fue donde el carruaje de los Birmingham hizo su primera parada, a fin de que Jeff pudiera dejar a su contable los registros ya revisados.
—Solo tardaré un momento, querida mía —aseguró a su esposa, estrechándole amorosamente la mano antes de bajar del coche negro; luego se dirigió a pasos largos hacia el edificio de tres plantas.
Por la ventanilla del carruaje, Raelynn lo vio pasar, alto y bien vestido, entre peones que lo saludaban con voces alegres o agitaban la mano desde lejos. Sus afables respuestas, las prontas réplicas a los comentarios humorísticos o las chanzas zumbonas, demostraban que Jeffrey Birmingham era muy querido entre sus empleados. Hasta se detuvo a conversar con un hombre corpulento y de edad madura, de quien se despidió un momento después con un apretón de manos, una risa compartida y un intercambio de entusiastas palmadas en la espalda.
Raelynn, con una sonrisa de secreto placer, se acomodó en el asiento acojinado del carruaje; no le molestaba esperar su regreso, pues así disponía de tiempo para disfrutar los recuerdos de esa mañana. En las horas transcurridas desde entonces había surgido una verdad muy evidente: estaba inmensamente satisfecha, hasta encantada de haber decidido, por fin, entregarse a la consumación de la intimidad conyugal. Lo que siguió a la unión había solidificado aún más su convicción de haber tomado la decisión correcta. Hasta los simples actos de bañarse y vestirse resultaban infinitamente más placenteros con alguien apuesto y audaz, que no se negaba al juego de manos. Por cierto, hasta entonces ella ignoraba cuan efectivo es el golpe de una toalla de hilo contra un trasero desnudo, cuando se desea llamar la atención de alguien; pero al devolver el favor se llevó una sorpresa, pues descubrió muy pronto que el ataque de Jeff había sido mucho más suave y juguetón: su propio golpe dejó un cardenal rojo en la nalga de su esposo y le arrancó un auténtico: «¡Ay!». Las afligidas excusas de Raelynn y sus reconfortantes caricias provocaron muy pronto nuevos besos y mimos; más tarde decidieron que el dolor inicial había valido la pena. En todos los aspectos, Raelynn se sentía tan feliz y contenta como cualquier muchacha embobada por su flamante esposo.
El atractivo de Jeffrey Birmingham era como un fuerte imán, cuya fuerza iba aumentando cada día. Pero en las últimas horas, ese avance había crecido en grado sumo, lo cual era desconcertante, y le inducía a pensar que era más sensible al encanto físico y a la simpatía de su esposo que la misma Nell y las otras ilusas, descosas de casarse con él. Raelynn no era tan ingenua como para pensar que era la única, en Charleston y alrededores, totalmente enamorada de ese hombre. Él era demasiado guapo. La única diferencia entre ella y tantas otras era la preferencia de Jeff, que la había escogido. Y ella se alegraba infinitamente.
Una sombra que pasaba junto al carruaje hizo que se volviera a mirar; lo hizo a tiempo para ver a un hombre toscamente vestido, que caminaba junto a la última ventanilla. Apenas pudo echar un vistazo a la cabeza, tocada con un sombrero, antes de que él dejara la abertura atrás, pues no había motivos para prestarle mayor atención. Puesto que la mayoría de la población le era totalmente desconocida, no sintió curiosidad alguna en cuanto a la identidad o al aspecto de ese hombre. Un momento después lamentó no haber sido más inquisitiva; al menos habría tenido tiempo de huir del carruaje en busca de su esposo. Tal como resultaron las cosas, se encontró sin la reconfortante presencia de Jeffrey cuando Olney Hyde inclinó la cabeza hacia la ventanilla para espiar el interior.
—¡Hombre, pero si es la señora Birmingham, toda emperifollada como un regalo de cumpleaños! —gangoseó el pícaro, exhibiendo el pelo rizado y una sorpresa mal fingida al quitarse la gorra. Tan atrevido como en presencia de Gustav, la recorrió con la mirada desde el elegante sombrero hasta la muselina floreada de color melocotón que le cubría el seno; allí se demoró demasiado.
Raelynn agradeció que el borde de encaje diera recato a su escote cuadrado; de lo contrario se habría ruborizado aún más. Mientras que las miradas de Jeff evocaban en ella una sensualidad difícil de ignorar, el descaro de ese tunante era un insulto. Olney debía de tener cinco años más que ella, pero parecía mucho más joven, sobre todo comparado con su esposo, pero eso no le pareció halagador. A sus ojos, ese hombre era la personificación del joven bravucón; no quería enfrentarse a él en ninguna situación, pero mucho menos en esos momentos, con un anciano cochero por todo protector. Aun así logró reunir algo de valor y respondió al pícaro con una réplica despectiva:
—¡Vaya, Olney! Me sorprende veros caminar tan descaradamente por las calles de Charleston. Os imaginaba escondido en algún oscuro callejón. Al sheriff Townsend le interesará saber que aún estáis en la ciudad. Como probablemente sabéis, os ha estado buscando por todas partes. A la primera oportunidad no dejaré de contarle que os he visto.
—Pues sí, hacedlo, señora Birmingham; que yo me ocuparé de decir al señor Fridrich lo encantadora que estáis en estos días, mucho más elegante que cuando él os vio por última vez. En verdad, lamenta mucho que yo no os haya dejado viuda esa noche, cuando disparé contra vuestro esposo por accidente. Nunca hasta ahora le habían quitado algo, mucho menos una mujer. Claro que la mayoría de ellas no son tan elegantes ni tan apetitosas como vos. Se podría decir que perderos le ha avinagrado el carácter, sobre todo ahora que solo le queda un brazo útil.
Raelynn bufó ante la declaración del rufián.
—¡Por accidente, sí! Según lo que cuenta Kingston, apuntasteis bien, con plena intención de matar a mi esposo, sin duda para apaciguar a vuestro amo.
Olney encogió con indolencia los fornidos hombros.
—Hombre, uno tiene que manejar su pistola con mucho cuidado si solo quiere rozar el cuero cabelludo de un hombre. Tengo muy buena puntería, sí, pero hay cosas que piden tiempo y atención. Al señor Birmingham no podría haberle salido mejor sí hubiera apuntado al señor Fridrich con intención de matarlo. ¡Sí hasta pudo errar de plano!
—¡Mi esposo jamás haría semejante cosa con intención, como no fuera por defender su hogar o su familia! Él no es de los que matan a cualquiera por capricho, como parecéis hacerlo vos a la menor provocación, Olney. Al respecto, recuerdo muy claramente que me apuntasteis con una pistola a la cabeza, amenazándome si no me plegaba a los dictados de Gustav.
—Solo para haceros entender quién mandaba, mujer. El señor Fridrich lo estaba pasando bastante mal, con el brazo y todo eso, y el doctor Clarence os pidió que lo ayudarais. Y vos, ¡que no! Y os burlabais del señor Fridrich como perra sin corazón que sois.
—Sacudió la cabeza, exagerando su confusión—. Francamente, no sé qué encuentra el señor Fridrich en vos. Es cierto que sois un bocadito muy tentador, pero yo prefiero a las mujeres de corazón—sus descoloridos ojos grises descendieron otra vez hacia el seno de la muchacha, bailando con lasciva diversión, mientras sostenía las manos ahuecadas a cierta distancia de sus tetillas— ... con tetas como melones maduros y...
—Basta de groserías, Olney —le espetó ella, muy fastidiada—. Se os nota la falta de buena crianza.
Él torció los labios en una mueca despectiva.
—Ah, con que a las damas de alcurnia les interesa mucho más la crianza de un hombre que lo que lleva dentro de los pantalones.
Los ojos de Raelynn centellearon de indignación. Esa charla libidinosa era más de lo que podía soportar. Conversar con Jeff sobre las partes del cuerpo era una cosa; otra muy distinta, tolerar referencias obscenas a esas mismas partes cuando provenían de un tunante lleno de maquinaciones.
—Será mejor que continuéis vuestro camino, Olney, si no queréis arrepentiros cuando vuelva mi esposo y os encuentre aquí.
—Ese ricachón con el que os habéis casado me importa un rábano. Puedo vérmelas con ese vejete cuando queráis. Además, yo sé esconderme de los hombres como él. Mis padres vinieron de un mísero inquilinato de Southwark y firmaron unos contratos de servidumbre para poder embarcarse. Ahora que lo pienso, quizá no vivíamos muy lejos de esa pomposa mansión londinense donde nació vuestra grandísima señoría, según dice Cooper Frye. Pero yo ando por estos pantanos desde que era cachorrillo; me paseo por aquí como otros por la calle Mayor. Y si he de ser franco, podría pavonearme por cualquier muelle de Charleston y sacarle la lengua a ese calzonazos vuestro. Y también al incompetente de su amigo, el sheriff.
Al ver que una silueta familiar salía de las oficinas, Raelynn dirigió a su adversario una extraña sonrisa.
—Dentro de un momento tendréis oportunidad de hacerlo, Olney. Veo venir al vejete, como lo habéis llamado.
A pesar de sus baladronadas, Olney puso pies en polvorosa, pero al huir del carruaje llamó la atención de quien, en esos momentos, descendía por la escalinata trasera del depósito. Jeff reconoció sin dificultad aquellos rizos rubios e inició la persecución al momento, arrancando una exclamación de susto a Raelynn, que se apeó del vehículo con piernas temblorosas.
—¡Regresad, Jeffrey! —gritó con creciente aprensión.
Su esposo no tenía la menor intención de obedecer. Con los faldones de la chaqueta flameando, corrió detrás de aquel hombre, de piernas más cortas, acortando rápidamente la distancia. Raelynn apoyó una mano en su corazón acelerado; una vez más, intentó disuadirlo de aquella persecución.
—¡Puede ir armado, Jeffrey! ¡Regresad, por favor!
Una carreta arrastrada por seis fornidos percherones, que se acercaba a buen paso, detuvo a Jeff en medio de la calle. Después de rodearla, se encontró frente a un coche de alquiler que pasaba en dirección opuesta. En cuanto a Olney, había desaparecido.
Decidido a dar con el joven bravucón, Jeff corrió varios centenares de metros por la calle, echando vistazos apresurados a los callejones y al interior de las tiendas. No halló rastro alguno del joven delincuente. Peor aún: no tenía idea de la dirección en la que había huido. Frustrado y furioso consigo mismo por haber permitido que se le escapara, abandonó la persecución para volver al carruaje con pasos largos. Apenas se detuvo a la entrada de la empresa para recoger del suelo su sombrero de copa. Después de sacudirlo se acercó al carruaje y, dedicando una sonrisa a su esposa, se encasquetó la chistera con una audaz inclinación.
—Como nueva.
—Eso puede ser cierto en el caso de vuestro sombrero, Jeffrey Birmingham, pero yo he envejecido considerablemente en estos últimos instantes —le espetó Raelynn, exasperada. ¿Cuándo dejaréis de darme estos sustos? Olney ya ha demostrado que es capaz de mataros por dinero. Como prueba tenéis una herida en el cuero cabelludo. Correr tras ese tunante es una franca invitación a que atente nuevamente contra vos. ¡Y pensad en el placer de Gustav, si Olney lograra mataros!
Jeff era consciente de que el alemán quería apoderarse de su esposa como fuese, idea que lo enfurecía cada vez que lo pensaba,
—Imagino el regocijo que sentiría ese tunante si me ocurriese tal fatalidad, tesoro mío, pero no tengo intención de permitir que Olney me mate, al menos mientras lo tenga frente a mí. —Sus cejas se estiraron brevemente hacia arriba—. Mi espalda es asunto muy diferente.
Mientras deslizaba una mano bajo el brazo de Raelynn, para
ayudarla a subir al carruaje, murmuró:
—Es que no soporto la idea de que esa víbora siga suelta por ahí, tras haber estado a punto de matarme y amenazar vuestra vida, cuando os tenía en sus garras. —Y se detuvo para dar indicaciones al negro de elegante librea que ocupaba el pescante—: Por favor, Thaddeus, ten la amabilidad de llevarnos a Ivés Alta Costura.
—Sí, señor Jeffrey. En cuanto usted suba, señor.
El vehículo se bamboleó un poco al sentarse Jeff junto a su joven esposa, que se apresuró a acercársele. El enlazó sus dedos a los de Raelynn, con una gran sonrisa, y disminuyó el espacio entre ambos hasta que las caderas quedaron bien juntas y los hombros pegados.
—Ahora contadme, dulzura, qué os dijo ese pillo. Raelynn repitió las groserías de Olney, sin omitir detalles, pero cuando acabó su informe tenía las mejillas muy rojas.
—Pese a las baladronadas de ese patán, su coraje se hizo añicos en cuanto os vio. En su prisa por huir saltó como conejo chamuscado. Quizá la próxima vez lo piense dos veces antes de calificaros como vejete. Es obvio que podéis alcanzarlo sin dificultad.
—Al parecer, Olney no se comporta con mucha prudencia, pese a los intentos que Rhys ha hecho por hallarlo. Supongo que debe hacer el trabajo sucio de su jefe, cuando menos hasta que Gustav se recupere de su herida en el hombro. No hay modo de prever dónde estará Olney en las semanas venideras, pero me gustaría estar preparado para nuestro próximo encuentro. He sido imprudente al dejaros sola en el coche. No volveré a cometer esa tontería, señora.
Raelynn acarició el brazo que descansaba como al descuido contra su pecho.
—No estaba sola, Jeffrey, sino con Thaddeus. Jeff lanzó un suave resoplido.
—Thaddeus casi me dobla en años, querida mía, y ese pícaro es un cachorro. Olney podría haberse escapado con vos mientras el pobre viejo trataba de seguirlo.
Raelynn dejó escapar un suspiro pensativo.
—La verdad es que me sentiría mucho más segura si el sheriff Townsend pusiera a Gustav y a Olney tras las rejas los próximos diez años.
Sus dedos siguieron los tendones y las venas de la delgada mano entrelazada a la suya, en su regazo. Recordaba el dolor que la había invadido al creer que Olney había matado a Jeff. Alzando la vista para admirar el hermoso perfil de su marido, murmuró:
—En los últimos siete meses he perdido a mi padre y a mi madre, Jeffrey, y hace pocas semanas creí haberos perdido a vos también. No soportaría que os mataran. Os lo ruego, por favor: ahorradme esa angustia. Dejad que vuestro amigo el sheriff se ocupe de arrestar a Olney.
Jeff le rozó provocativamente el pecho con un brazo, riendo entre dientes; luego su mano abandonó la de Raelynn para estrechar el muslo.
—Perfectamente, querida. No os preocupéis más. Trataré de no asustaros demasiado. De ahora en adelante, cuando estéis conmigo, tendré que ignorar a esos dos criminales.
—¿Y qué haréis cuando yo no esté con vos? —preguntó Raelynn. Luego lo regañó con suavidad—: En el poco tiempo transcurrido desde que os conozco, Jeffrey Birmingham, he llegado a la conclusión de que tenéis un carácter muy impulsivo. Me cuesta creer que podáis ignorar tranquilamente la presencia de esos dos hombres, aun cuando estéis conmigo. Presiento que podéis ser muy tenaz cuando os enfadéis. Los corsarios se verían en aprietos si capturaran alguno de vuestros barcos y os pidieran rescate, como han hecho con otros barcos norteamericanos. Sin duda os haríais a la mar para enfrentaros con ellos, con tronar de cañones y sable en mano, a juzgar por el espíritu de lucha que exhibisteis durante mi rescate.
Jeff meneó la cabeza, riendo ante esa descabellada idea.
—Eso parece algo digno de mi hermano, tesoro mío, pero no de mí.
—Percibo que vos y Brandon sois más parecidos de lo que creéis, Jeffrey.
—¿Cómo lo sabéis, señora? —la desafío su esposo, obsequiándola con una sonrisa por encima del hombro—. Hace apenas dos semanas que nos conocéis.
—Aun así, aquella noche, cuando el doctor Clarence me sacó del depósito de Gustav y comprendí lo que planeabais hacer, con la ayuda de Brandon y vuestros amigos, llegué a la conclusión de que ambos estabais muy de acuerdo. Al mismo tiempo, los dos parecíais deseosos de atacar esas ratas, a pesar de los peligros que os amenazaban. Lo cierto es que Gustav estaba muy en desventaja contra vosotros, pese a su bien provisto arsenal y a todos los hombres que tiene a sueldo.
—Gustav merecía todo lo que le hicimos, Raelynn —aseguró Jeff, lleno de convicción—. A mi modo de ver, no fue suficiente.
—Estoy de acuerdo, señor, pero a las esposas no nos reconforta descubrir que el marido disfruta de los combates tanto como cualquier caballero experimentado.
Jeff enarcó brevemente las cejas para ofrecer una opinión diferente sobre sí mismo:
—Siempre me he tenido por una persona bastante apacible.
Y giró la cabeza para mirarla. Raelynn tuvo así oportunidad i de analizarle la cara y los chispeantes ojos verdes. Entonces levantó una mano para acariciarle amorosamente la mejilla, a lo largo j de ese atractivo surco que aparecía a la menor sonrisa.
—Sí, en verdad lo parecéis, Jeffrey Birmingham... hasta que algo os enfada.
—No puedo negar que vuestro rapto me enfureció, querida. Mi mayor deseo era eliminar cualquier posibilidad de que volviera a suceder. No podéis reprocharme el que lo intentase.
—Me habéis comprendido mal, Jeffrey. No os reprocho que atacarais el depósito de Gustav; solo digo que una se asusta un poco al descubrir que, bajo el gallardo encanto de su esposo, late un corazón de guerrero.
Jeff, intrigado por la tentadora suavidad de sus labios, inclinó la cara hacía ía de ella, con lo que Raelynn le estrechó con fuerza el brazo contra su pecho. Totalmente concentrado en consumir la dulzura de su boca, él sondeó sus profundidades con su lengua acerada al rojo vivo; al principio, con suavidad; luego, con acelerado fervor.
Cuando se apartó, Raelynn casi gimió de desilusión.
—No deberíais besarme así cuando no disponemos de intimidad ni de una cama cerca. A estas alturas, debéis de saber cómo me ponen vuestros besos.
Jeff la miró con aire lascivo.
—Conozco una bonita hostería donde podríamos demorarnos un par de horas.
—Estáis bromeando —protestó Raelynn, llenándose de bonitos hoyuelos.
Él se encogió brevemente de hombros.
—Aun así, la idea es tentadora, ¿no os parece, querida? Ella puso los ojos en blanco, pensando en los rumores descabellados que provocaría semejante situación.
—Imaginad las miradas que nos echarían si saliéramos una o dos horas después de haber entrado. ¡Murmuraría toda la ciudad!
—Sí, pero habríamos alegrado a los chismosos por un par de días, dulzura. Nos estarían eternamente agradecidos.
—Sin duda, pero prefiero ser algo más discreta. Jeff lanzó un exagerado suspiro de decepción.
—Como queráis, querida.
Raelynn apoyó la barbilla en el hombro de su esposo para admirar su aristocrático perfil.
—¿Os opondríais a que os tocara aquí mismo? Con las cejas fruncidas en un ademán de extrañeza, él le estudió el semblante.
—¿De qué manera?
Ella bajó la vista al regazo masculino, indicando la zona que le interesaba explorar.
—Tal como lo hace una esposa, querido. Jeff acalló una exclamación ante el súbito escalofrío que le provocaba esa propuesta. Tras haber soportado una larga abstención, había comenzado a temer que su esposa no fuera tan afecta a las delicias conyugales como él había creído en un primer momento. Pero desde las actividades de esa mañana se sentía mucho más esperanzado, y esa última petición realzó aún más sus expectaciones. Se quitó la chistera para sostenerla protectoramente sobre su regazo, mientras capturaba la mano de Raelynn para moldearla a su protuberancia viril.
—¿Prueba esto mi buena disposición, querida? Con un suave arrullo de admiración, ella lo inspeccionó a través de la ajustada prenda.
—Vuestros pantalones dejan mucho espacio a la imaginación. El la miró de soslayo, enarcando una ceja.
—Sabéis desabrocharlos tan bien como yo, tesoro mío. Os doy permiso para hacerlo.
Raelynn le echó un vistazo, pero el ángulo no le permitió deducir nada de su apuesto perfil; por fin inclinó la cabeza, inquisitiva.
—¿Os pondría nervioso que yo cometiera esa audacia mientras el carruaje pasa por el centro de la ciudad?
—Me decepcionaría que no lo hicierais.
Raelynn sonrió como un niño con un juguete nuevo. El hecho de que él recibiera sus proposiciones de buen grado le aseguraba que no había roto ninguna rígida norma conyugal. Lo que hacían entre ellos era adecuado, siempre que ambos estuvieran de acuerdo.
—Veré qué puedo hacer para liberarlos, señor. —Mientras intentaba abrir los botones laterales, sintió la tentación de provocarlo—. Francamente, Jeffrey, no me estáis facilitando las cosas.
Jeff levantó el sombrero para observar el revelador bulto que deformaba sus costosos pantalones.
—Así es la vida de la esposa, querida mía. No podéis pretender que permanezca impávido mientras intentáis introduciros en mis paños menores. Tal como veis, estoy ansioso por recibir vuestras atenciones.
Por fin ella pudo desabotonar un costado; muy pronto su manita se deslizaba adentro para establecer su derecho de propiedad sobre el miembro caliente, dejando a Jeff sin aliento por un maravilloso segundo. Durante la siguiente inspección él tuvo que hacer un gran esfuerzo para no olvidarse de respirar.
Raelynn experimentaba una extraña satisfacción femenina al poder moldear de ese modo el miembro viril. Si podía afectar de ese modo a un hombre de tanta madurez y experiencia, no había motivos para sentirse insegura por su ingenua juventud. Por el contrario, era sumamente grato ver cómo se concentraba su esposo en disfrutar de esas caricias: estaba fascinado; disfrutaba de esa emoción como si no hubieran pasado apenas horas, sino años enteros desde la última vez. Eso la sorprendió un poco, pero descubrió que complacerlo era tan grato como ser la receptora de ese tipo de estímulos. Como esa misma mañana había prestado mucha atención a sus indicaciones, puso a prueba sus conocimientos con un entusiasmo que marcaba ese creciente interés por esa mutua familiaridad.
Atrapado en la sensual embriaguez de esas caricias, Jeff tardó un largo minuto en notar que se acercaban al final. Tras aclarar su voz ahogada con un carraspeo, se inclinó hacia delante para abrir la diminuta portezuela instalada detrás del pescante.
—Thaddeus, olvidémonos del modisto, por ahora. Llévanos a dar un breve paseo por la ciudad. Yo te diré cuándo regresar a la tienda del señor Farrell.