–William, ¿estás bien?
–No lo sé -replicó.
Luego reconsideró el asunto:
–No…
–¿Es otra vez tu corazón?
–Sí.
Pensó en lo que había dicho el médico de medianoche de Ginelli: potasio, electrólitos…, algo acerca de cómo había muerto Karen Carpenter.
–Debería conseguir algo que tuviese potasio. Jugo de piña. Plátanos. O naranjas.
Su corazón emprendió un repentino y desorganizado galope. Billy se inclinó hacia atrás, cerró los ojos y aguardó para ver si se moría. Al fin el rugido se aquietó.
–Una bolsa llena de naranjas.
Más adelante vieron un mercado. Ginelli se detuvo.
–Volveré en seguida, William. Aguanta…
–Claro que sí -replicó vagamente Billy.
Y se dejó caer en un ligero adormecimiento en cuanto Ginelli salió del coche. Soñó. En su sueño vio su casa en Fairview. Un buitre de podrido pico voló hasta el alféizar de una ventana y se asomó por allí. Desde dentro de la casa alguien comenzó a aullar.
Luego alguien le sacudió con fuerza. Billy se despertó sobresaltado.
–¡Eh!
Ginelli se inclinó hacia atrás y resopló.
–Jesús, William, no me asustes así…
–¿De qué estás hablando?
–Hombre, creí que estabas muerto. Toma…
Dejó una bolsa de red llena de naranjas en el regazo de Billy. Billy hurgó en el cierre con sus delgados dedos: unos dedos que ahora parecían patas blancas de araña, y no pudo abrirlo. Ginelli abrió la bolsa con su navaja, y luego cortó con ella una naranja en cuartos. Billy comió despacio al principio, como alguien que cumple con un deber; luego con voracidad, pareciendo redescubrir su apetito por primera vez en una semana o más. Y su perturbado corazón pareció calmarse y redescubrir también algo parecido a su antiguo latido regular…, aunque aquello tal vez fue sólo su mente jugando consigo misma.
Acabó la primera naranja y le pidió a Ginelli la navaja para cortar en gajos una segunda naranja.
–¿Estás mejor? – le preguntó Ginelli.
–Sí. Muchísimo. ¿Cuándo iremos al parque?
Ginelli se acercó a la acera y Billy vio, por los letreros, que se encontraban en la esquina de Union Street y West Broadway; árboles veraniegos, repletos de follaje, murmuraron entre una suave brisa. Moteados y sombras se movieron perezosamente a lo largo de la calle.
–Ya estamos -replicó simplemente Ginelli.
Billy sintió que un dedo le tocaba la columna vertebral y luego se deslizaba fríamente por ella.
»Más o menos tan cerca como quiero llegar. Debería haberte dejado en el centro de la ciudad, pero habrías atraído demasiado la atención al andar por ahí.
–Sí -repuso Billy-. Con niños desmayándose y embarazadas abortando…
–De todos modos no hubieras podido hacerlo -siguió amablemente Ginelli-. Pero no importa… El parque está ahí, al pie de esa colina, a este lado. A medio kilómetro. Busca un banco a la sombra y aguarda.
–¿Dónde estarás tú?
–Cerca… -replicó Ginelli, y sonrió-. Vigilándote a ti y a la chica. Si me ve antes de que yo la descubra a ella, William, no podré volver a cambiarme la camisa. ¿Comprendes?
–Sí.
–No te perderé de vista.
–Gracias -contestó Billy.
Y no estuvo muy seguro de cómo, o hasta qué punto, lo sentía. Sentía gratitud hacia Ginelli, pero se trataba de una emoción extraña y difícil, como el odio que ahora profesaba a Houston y a su mujer.
–Por nada -dijo Ginelli, y se encogió de hombros.
Se inclinó hacia el asiento de al lado, abrazó a Billy y le besó con fuerza en ambas mejillas.
–Sé fuerte con ese viejo bastardo, William.
–Lo seré -repuso Billy, sonriente y saliendo del coche.
El abollado Nova se alejó. Billy se quedó de pie mirando hasta que desapareció por la esquina del final de la manzana. Luego empezó a bajar la colina, ondeando la bolsa de naranjas en una mano.
Apenas se percato del muchachito que, a mitad de la manzana, se alejó de repente de la acera, escaló la cerca de los Cowan, y se arrojó a su patio trasero. Aquella noche el muchachito se despertaría chillando, por una pesadilla en la que un espantapájaros que andaba arrastrando los pies, con un cabello sin vida en su cráneo, se había abatido sobre él. Corriendo desde el recibidor hasta su cuarto, la madre le oiría gritar:
-¡Esa cosa quiere hacerme comer naranjas hasta que yo muera! ¡Comer naranjas hasta que muera! ¡Comer hasta que muera!
El parque era grande, frío, verde y profundo… A un lado, una pandilla de niños trepaba por el gimnasio jungla, columpiándose y precipitándose por el tobogán. Al otro lado del camino estaba en marcha una partida de softball (al parecer de chicos contra chicas). En medio, la gente andaba, hacía volar cometas, bebía coca-colas… Era la estampa de un verano norteamericano medio en la segunda mitad del siglo XX y, por un momento, Billy se sintió atraído por aquello.
Todo lo que falta son los gitanos -le susurró una voz dentro de él.
Y le volvió el frío, un frío lo suficientemente real como para ponerle carne de gallina en los brazos y obligarle de repente a cruzar su delgado brazo sobre el junquillo que era su pecho.
Deberíamos tener a los gitanos, ¿verdad? Los viejos breaks con las pegatinas del NRA en sus oxidados parachoques, las casas rodantes con murales a los lados… Y luego Samuel con sus clavas y Gina con su honda. Y todos correrían. Siempre llegan corriendo. Para ver juegos malabares, para probar con la honda, para que les digan su futuro, para conseguir una poción o una loción, para llevarse una chica a la cama -o por lo menos para soñar en ello-, para ver a los perros despedazarse las tripas unos a otros. Siempre se precipitan para verlo. Sólo por lo extraño que resulta. Claro, necesitamos a los gitanos. Siempre los tenemos. Porque si no tienes a alguno que expulsar de la ciudad de vez en cuando, ¿cómo sabríamos que pertenecemos a este lugar? Bueno, pronto llegarán, ¿verdad?
–Eso es -gimió, y se sentó en un banco que estaba casi a la sombra.
De repente las piernas le temblaron, no tenían fuerza. Tomó una naranja de la bolsa y, al cabo de algunos esfuerzos, consiguió pelarla. Pero ahora su apetito había desaparecido de nuevo y sólo pudo comer un poco.
El banco estaba bastante lejos de los otros, y Billy no llamó la atención, por lo menos a distancia, sólo parecería un viejito delgado que tomaba un poco del aire de la tarde.
Se sentó, y mientras la sombra empezaba a arrastrarse primero sobre sus zapatos, luego sobre sus rodillas, encharcándose finalmente en su regazo, se apoderó de él una fantástica sensación de desesperación: una sensación de inutilidad y futilidad mucho más sombría que aquellas inocentes sombras vespertinas. Las cosas habían llegado muy lejos y nada las haría retroceder. Ni siquiera Ginelli, con su energía de psicópata, arreglaría lo que había sucedido. Sólo llegaría a empeorar las cosas.
Nunca debí.… -pensó Billy.
Pero fuese lo que fuere lo que nunca debió hacer, se quebró y se desvaneció como una mala señal de radio. Se adormeció de nuevo. Estaba en Fairview, un Fairview de los Cadáveres Vivientes. Los cuerpos yacían por todas partes, muertos de hambre. Algo le picoteó agudamente en el hombro.
No.
¡Pic!
¡No!
Pero se produjeron de nuevo aquellos pic, y pic, y pic; naturalmente se trataba del buitre de la nariz macilenta y no quería volver la cabeza por miedo a que le picotease en los ojos con los negros restos de su pico. Pero.
(pic)
insistió, y él
(¡pic! ¡pic!)
lentamente volvió la cabeza, alejándose al mismo tiempo del sueño y viendo…
… sin auténtica sorpresa que era Taduz Lemke el que estaba a su lado en el banco.
–Despierta, hombre blanco de la ciudad -le dijo, y tiró de nuevo con fuerza de la manga de Billy, con sus dedos retorcidos, llenos de manchas de nicotina.
¡Pic!
»Tienes malos sueños. Traen un hedor que puedo oler en tu aliento.
–Estoy despierto -replicó Billy con voz pastosa.
–¿Estás seguro? – le preguntó Lemke con cierto interés.
–Sí.
El viejo llevaba un traje gris cruzado de sarga. En los pies lucía unos zapatos negros de empeine alto. Su escaso cabello estaba peinado con raya al medio y echado fuertemente hacia atrás a partir de su frente, que aparecía tan arrugada como la piel de sus zapatos. Un aro de oro brillaba en uno de sus lóbulos.
Billy vio que la podredumbre se había esparcido: unas líneas oscuras irradiaban ahora de las ruinas de su nariz y a través de la mayor parte de su mejilla izquierda en arroyos.
–Cáncer -le dijo Lemke.
Sus brillantes ojos negros -unos ojos de ave en realidad- no abandonaron en ningún momento el rostro de Billy.
»¿Te gusta? ¿Te hace feliz?
–No -repuso Billy.
Estaba aún intentando despejar los restos del sueño, afianzarse en esta realidad.
»No, naturalmente que no.
–No mientas -exclamó Lemke-. No hay necesidad. Esto te hace feliz, naturalmente que te hace feliz.
–Nada de eso me hace feliz -insistió-. Estoy harto de todo. Créeme.
–No creo nada que me diga un hombre blanco de la ciudad -repuso Lemke.
Habló con una especie de genialidad horrorosa.
–Pero estás enfermo, oh, sí. Piensa en eso. Estás nastan farsk, te estás muriendo por estar delgado. Por lo tanto te he traído algo. Te hará engordar, sentirte mejor.
Sus labios se retiraron de los raigones negros de sus dientes en una espantosa sonrisa.
–Pero sólo cuando alguien más lo coma.
Billy se quedó mirando lo que Lemke tenía en su regazo y vio, con una especie de deja vu, que se trataba de un pastel en un molde de aluminio desechable. En su mente, oyó a su yo soñante decir en sueños a su mujer:
No quiero estar gordo. He decidido estar delgado. Cómetelo tú.
–Pareces asustado -comentó Lemke-. Es demasiado tarde para asustarse, hombre blanco de la ciudad.
Sacó una navaja de la chaqueta y la abrió, llevando a cabo la operación con la grave y estudiada lentitud de un anciano. La hoja era más corta que la de la navaja de Ginelli, según vio Billy, pero parecía más afilada.
El viejo introdujo la hoja en la corteza y luego cortó a través, dejando una hendidura de unos ocho centímetros de longitud. Retiró la hoja. De la corteza cayeron unas gotas rojas. El viejo enjugó la hoja en la manga de su chaqueta, dejando allí la mancha de color rojo oscuro. Luego dobló la hoja y se guardó la navaja. Hincó sus retorcidos pulgares en los lados opuestos de la bandeja del pastel y empujó con cuidado. La hendidura se profundizó, mostrando un fluido viscoso en el que unas cosas negras -tal vez fresas- flotaban como grumos. Relajó los pulgares. La hendidura se cerró. Empujó de nuevo en los bordes de la bandeja del pastel. La hendidura se abrió. Continuó empujando y soltando mientras hablaba. Billy se sintió incapaz de apartar la mirada.
–Así…, debes convencerte a ti mismo de que es… ¿Cómo lo llamaste? Un aprieto. Lo que le sucedió a mi Susanna ya no es tanto culpa tuya como mía, o de ella, o de Dios. Debes decirte a ti mismo que no te pueden pedir que pagues por ello, que no hay culpa, dilo así. Se deslizará de ti porque tus hombros están rotos. No hay culpa, dices. Debes decírtelo a ti mismo una y otra vez. No hay culpa, hombre blanco de la ciudad. Todos pagan, incluso por cosas que no han hecho. No hay aprieto.
Lemke se quedó reflexivamente silencioso durante un momento. Sus pulgares se tensaron y se relajaron, se tensaron y se relajaron. La hendidura en el pastel se abrió y se cerró.
–Porque tú no te echaste la culpa, ni tú ni tus amigos, yo hice que la asumieras. Te la clavé como un signo. Por mi querida hija muerta a la que mataste hice esto, y por su madre, y por sus hijos. Luego llegó tu amigo. Envenenó perros, disparó armas en la noche, empleó sus manos en una mujer, amenaza con echar ácido en las caras de niños. Quítalo, dice, quítalo, quítalo, quítalo. Y finalmente he dicho que bien, siempre y cuando podol enkelt, se vaya de aquí. No por lo que ha hecho, sino por lo que hará. Ese amigo tuyo está loco, y no se detendrá. Incluso mi Celina dice que ve en sus ojos que no se detendrá. "Pero nosotros tampoco nos detendremos", dice ella, y yo digo:»Sí lo haremos. Pararemos. Porque si no lo hacemos, somos unos locos como el amigo del hombre de la ciudad. Si no paramos, deberemos creer que lo que dice el hombre blanco es verdad: que Dios paga, que es un aprieto.
Tensión y relajación. Tensión y relajación. Abrir y cerrar.
"Quítalo", dice, y por lo menos no dice: "Hazlo desaparecer, haz que ya no esté más". Porque una maldición es en cierto sentido como un bebé.
Sus oscuros pulgares se abrieron. La hendidura se ensanchó.
–Nadie comprende esas cosas. Ni tampoco yo, pero sé un poco. "Maldición", tal es vuestra palabra, pero en romaní es mejor. Escucha: Purpurfargade ansiktet. ¿Lo conocías?
Billy movió lentamente la cabeza, pensando que la frase poseía una textura ricamente oscura.
–Significa algo así como- "Niño de la noche de las flores". Es como tener un niño que está varsel, perdido. Los gitanos dicen que varsel siempre se encuentra debajo de azucenas o hierba mora, que florece de noche. Esta forma de decir es mejor porque maldición es una cosa. Lo que tienes no es una cosa. Lo que tienes es algo vivo.
–Sí -repuso Billy-. Está dentro, ¿verdad? Está dentro, comiéndome.
–¿Dentro? ¿Fuera? – Lemke se encogió de hombros. – En todas partes. Esta cosa, purpurfargade ansiktet, la traes al mundo como un bebé. Sólo que crece más de prisa que un bebé, y no puedes matarla porque no la ves; sólo ves lo que hace.
Los pulgares se relajaron. La hendidura se cerró. Un arroyo oscuro se abrió paso a través de la suave topografía de la corteza del pastel.
"Esta maldición… tú dekent felt o gard da borg. Debes ser como un padre. ¿Aún deseas desembarazarte de ella?
Billy asintió.
–¿Sigues aún creyendo en el aprieto?
–Sí.
Fue sólo un graznido.
El viejo gitano con la nariz macilenta sonrió. Las líneas negras de podredumbre de su mejilla izquierda se ahondaron y oscilaron. El parque estaba ahora casi vacío. El sol se hallaba cerca del horizonte. Las sombras les cubrían. De repente, la navaja se halló de nuevo en la mano de Lemke, con la hoja sacada.
Va a apuñalarme -pensó soñadoramente Billy-. Me apuñalará en el corazón y echará a correr con su pastel de fresa debajo del brazo.
–Descúbrete la mano -le dijo Lemke.
Billy bajó la vista.
»Sí… Donde ella te disparó.
Billy quitó las grapas del vendaje elástico y, lentamente, lo desanudó. Por debajo, su mano parecía blanca por completo, como un pez. En contraste, los bordes de la herida eran oscuras, de un rojo oscuro, color de hígado.
El mismo color que esas cosas de dentro de su pastel -pensó Billy-. Las fresas. O lo que quiera que sea.
Y la herida había perdido su casi perfecta redondez a medida que los bordes se habían ido juntando. Ahora parecía como… Como una hendidura -pensó, con sus ojos derivando hacia el pastel.
Lemke tendió a Billy la navaja.
¿Cómo sé que no has untado esa hoja con curare o cianuro o lo que sea -pensó preguntar, pero luego no lo hizo.
Ginelli tenía razón. Ginelli y la Maldición del Hombre Blanco de la Ciudad.
El mango de la navaja de hueso gastado se acomodó confortablemente a su mano.
–Si quieres desembarazarte del purpurfargade ansiktet, en primer lugar debes meterlo en el pastel… y luego dar el pastel, con el niño-maldición dentro, a alguien más. Pero debe ser pronto o regresará con el doble de poder. ¿Comprendes?
–Sí -repuso Billy.
–Entonces hazlo, si quieres -siguió Lemke.
Sus pulgares se apretaron de nuevo. La oscura hendidura de la corteza del pastel se abrió.
Billy titubeó, pero sólo por un segundo; luego el rostro de su hija se alzó en su mente. Por un momento la vio con toda la claridad de una buena fotografía, mirándole por encima del hombro, riéndose, con sus pompones en las manos cual grandes y ridículos frutos púrpuras y blancos.
Estás equivocado acerca del aprieto, viejo -pensó-. Heidi por Linda. Mi esposa por mi hija. Ese es el aprieto.
Empujó la hoja de la navaja de Taduz Lemke en el agujero de su mano. La costra se abrió con facilidad. La sangre salpicó la hendidura del pastel. Fue apenas consciente de que Lemke hablaba muy rápidamente en romaní, con sus ojos negros sin abandonar el blanco y macilento rostro.
Billy giró la navaja en la herida, observando mientras sus hinchados labios se apartaban y recuperaban su anterior ovalidad. Ahora la sangre surgió con mayor rapidez. No sintió dolor.
–Enkelt! ¡Basta!
Lemke le quitó la navaja de la mano. De repente, Billy se sintió sin fuerzas en absoluto. Se derrumbó contra el banco del parque, sintiéndose desdichadamente nauseoso, desgraciadamente vacío, de la manera en que, se imaginó, debía sentirse una mujer que acabase de dar a luz. Luego se miró la mano y vio que la hemorragia había cesado.
No…, eso es imposible.
Observó el pastel en el regazo de Lemke y vio algo más que era imposible: sólo que esta vez la imposibilidad ocurrió ante sus ojos. Los pulgares del viejo se relajaron, la hendidura se cerró de nuevo… y entonces, simplemente, no hubo hendidura. La corteza se hallaba intacta excepto dos pequeños respiraderos en el centro exacto. Donde se encontrara la hendidura había ahora algo parecido a un zigzag rugoso en la corteza.
Se miró otra vez la mano y no vio sangre, ni costra, ni carne abierta. La herida se había curado por completo, dejando sólo una corta cicatriz blanca, que también zigzagueaba, cruzando las líneas de la vida y del corazón cual si se tratase de un rayo.
–Esto es tuyo, hombre blanco de la ciudad -le dijo Lemke, y colocó el pastel en el regazo de Billy.
Su primer y casi ingobernable impulso fue tirarlo, desembarazarse de él del mismo modo que se habría desprendido de una gran araña que le hubiesen arrojado al regazo. El pastel era repugnantemente cálido y parecía latir, dentro de su barata bandeja de aluminio como algo vivo.
Lemke se levantó y se quedó mirándolo.
–¿Te sientes mejor? – le preguntó.
Billy se percató de que, aparte lo que sentía respecto a lo que sostenía en su regazo, era así. La debilidad había pasado. Su corazón latía con normalidad.
–Un poco -repuso con cautela.
Lemke asintió.
–Ahora aumentarás de peso. Pero en una semana, o tal vez en dos, volverás a retroceder. Sólo que esta vez seguirás bajando y ya no habrá modo de detenerlo. A menos que encuentres a alguien que coma esto.
Los ojos de Lemke no titubearon.
–¿Estás seguro?
–¡Sí, si!-gritó Billy.
–Lo siento un poco por ti -prosiguió Lemke-. No demasiado, sino un poco. En un tiempo debiste ser pokol…, fuerte. Ahora tus hombros aparecen caídos. Nada es culpa tuya…, existen razones…, tienes amigos.
Sonrió sin alegría.
"¿Por qué no te comes tu propio pastel, hombre blanco de la ciudad? Morirías, pero morirías fuerte.
–Vete de aquí -le dijo Billy-. No tengo la menor idea de qué estás hablando. Nuestro trato se ha cerrado, eso es cuanto sé.
–Sí. Nuestro trato se ha cerrado.
Su mirada se deslizó brevemente hasta el pastel y luego volvió al rostro de Billy.
–Ten cuidado con quién se come la comida que se supone que es para ti -le dijo.
Y se alejó. A mitad de camino de las sendas para jogging, se volvió. Fue la última vez que Billy vio aquel rostro increíblemente anciano, increíblemente cansado.
–Nada de aprieto, hombre blanco de la ciudad -le dijo Taduz Lemke-. Nunca más.
Se volvió y comenzó a alejarse.
Billy permaneció sentado en el banco del parque y le observó hasta que desapareció.
Cuando Lemke desapareció en la tarde, Billy se levantó y regresó por el camino por donde había venido. Anduvo veinte pasos antes de darse cuenta de que se había olvidado de algo. Volvió al banco, con rostro aturdido y serio, ojos opacos y recogió su pastel. Aún estaba caliente y latía, pero esas cosas le impresionaron menos ahora. Supuso que un hombre puede acostumbrarse a todo, si le dan suficientes incentivos. Echó a andar hacia Union Street.
Se encontraba horriblemente débil, y de vez en cuando su corazón se le deslizaba en el pecho (como un hombre que pisa sobre algo grasiento, pensó), pero de todos modos se había ido; y ahora que había ocurrido, supo exactamente lo que Lemke había querido decir al hablar de que una maldición era una cosa viva, algo como un niño ciego e irracional que había estado dentro de él, alimentándose de él. Purpurfargade ansiktet. Y ahora se había marchado.
Pero sintió que el pastel que transportaba le palpitaba muy lentamente en las manos, y al bajar la vista observó que la corteza latía rítmicamente. Y la barata bandeja de aluminio del pastel conservaba su leve calor.
Está durmiendo -pensó.
Y se estremeció. Se sintió como un hombre que llevase un demonio dormido.
El Nova se hallaba junto a la acera elevado sobre sus ruedas traseras y con la trompa apuntando hacia abajo. Estaban encendidas las luces de posición.
–Ya ha acabado -dijo Billy, abriendo la portezuela del pasajero y entrando-. Ya ha…
Fue entonces cuando vio que Ginelli no estaba en el coche. Por lo menos, no mucho de él. A causa de la profunda oscuridad no vio hasta unos segundos después que por poco se había sentado sobre la mano cortada de Ginelli. Era un puño incorpóreo que arrastraba rojos fragmentos de sangre y reposaba en la desgarrada funda del asiento del Nova, arrancado de la muñeca; un puño incorpóreo lleno de cojinetes de bolilla.
–¿Dónde estás?
La voz de Heidi se percibía encolerizada, asustada, cansada. Billy no quedó particularmente sorprendido al averiguar que ya no sentía nada por aquella voz…, ni siquiera curiosidad.
–Eso no importa -replicó-. Regreso a casa.
–¡Ha visto la luz! ¡Gracias a Dios! ¡Finalmente ve la luz! ¿Volarás hasta La Guardia o Kennedy? Te recogeré.
–Llegaré en coche -replicó Billy.
Luego hizo una pausa.
–Quiero que llames a Mike Houston, Heidi, y que le digas que has cambiado de opinión sobre el res gestae.
–¿El qué? Billy, ¿qué…?
Pero se dio cuenta por el repentino cambio en su tono, que sabía exactamente de qué le hablaba: era el tono asustado de un niño que ha sido atrapado robando caramelos, y de repente perdió la paciencia con ella.
–La orden de internación involuntaria -explicó-. En el ramo a veces se la llama Mandato Loonybin. Me he hecho cargo del asunto y con gusto me inscribiré en cualquier sitio adonde quieras enviarme, a la Glassman Clinic, al New Jersey Goat Gland Center, al Midwestern College of Acupuncture. Pero si los policías me agarran cuando regrese a Connecticut y acabo en el manicomio estatal de Norwalk, lo vas a lamentar, Heidi.
La mujer estaba llorando.
–Sólo hicimos lo que pensamos que era mejor para ti, Billy. Algún día lo comprenderás.
Dentro de su cabeza, Lemke habló:
No es culpa tuya… existen razones… tienes amigos.
Se lo sacudió de encima, pero antes de que lo hiciese, la carne de gallina le había trepado por los brazos y por los lados de su cuello hasta el rostro.
–Simplemente… -Hizo una pausa, escuchando aquella vez a Ginelli en su mente:
Simplemente quítalo. Quítalo. William Halleck dice que lo quites.
La mano. La mano en el asiento. Un grueso anillo de oro en el anular, una piedra roja, tal vez un rubí. Un pelo fino y negro que crecía entre el segundo y el tercer nudillos. La mano de Ginelli.
Billy tragó saliva. Se escuchó un clic audible en su garganta.
–Simplemente consigue que declaren ese documento nulo e inválido -le dijo.
–Muy bien -se apresuró ella a responder.
Y luego volvió obsesivamente a la justificación.
–Nosotros sólo… Yo sólo hice lo que pensé… Billy, estabas adelgazando tanto…, decías semejantes locuras…
–Muy bien.
–Parece como si me odiases -dijo, y comenzó de nuevo a llorar.
–No seas tonta -repuso, lo cual no era exactamente una negación.
Ahora su voz fue más tranquila.
–¿Dónde está Linda? ¿Está ahí?
–No, ha regresado con Rhoda para pasar unos cuantos días… Ella… Bueno, se encuentra muy alterada por todo esto.
Apuesto a que sí -pensó.
Ya había ido antes con Rhoda, y luego vuelto a casa. Lo sabía, puesto que había hablado con ella por teléfono. Y ahora se había ido de nuevo, y algo en la frase de Heidi le hizo pensar que, en esta ocasión, fue idea de Lin el irse.
¿Ha averiguado que tú y el bueno del viejo Mike Houston estaban en proceso de conseguir que declarasen loco a su padre, Heidi? ¿Es eso lo que ha sucedido?
Pero aquello realmente no importaba. Linda se había marchado, eso era lo importante.
Sus ojos erraron hasta el pastel, colocado encima del televisor en su cuarto del motel de Northeast Harbor.
La corteza aún latía lentamente, arriba y abajo, como un espantoso corazón. Era importante que su hija no estuviera nunca cerca de aquella cosa. Era peligroso.
–Sería mejor para ella que se quedase allí hasta que tengamos resueltos nuestros problemas -le dijo.
En el otro extremo de la línea, Heidi prorrumpió en sonoros sollozos. Billy le preguntó qué andaba mal.
–Tú eres el que anda mal… Pareces tan frío…
–Ya me caldearé -repuso-. No te preocupes. Se produjo un momento en que oyó cómo contenía los sollozos e intentaba dominarse. Aguardó a que esto sucediese, pero sin paciencia o impaciencia; realmente no sentía nada en absoluto. Aquella descarga de horror que había barrido todo su ser al percatarse de que la cosa que se hallaba en el asiento era la mano de Ginelli, aquélla fue, realmente, la última emoción fuerte que sintiera esta noche. Excepto, naturalmente, el raro ataque de risa que le acometió un poco después.
–¿En qué estado te encuentras? – preguntó ella al fin.
–Ha habido alguna mejora. Ya estoy en los cincuenta y tres. La mujer se quedó sin aliento.
–¡Eso son tres kilos menos de peso que cuando te marchaste!
–Pero son también tres kilos más que cuando me pesé ayer por la mañana -exclamó con ánimo.
–Billy… Deseo que sepas que podemos arreglarlo todo. De veras que podemos. Lo más importante es que te pongas bien, y entonces hablaremos. Si hemos de hablar con alguien más…, con alguien como un consejero matrimonial…, pues bien, yo estoy de acuerdo, si tú lo estás. Es simplemente que nosotros…, que nosotros…
Oh, Dios, está a punto de comenzar a berrear de nuevo -pensó.
Y permaneció conmocionado y divertido, ambas cosas de forma muy fugaz, ante su propia malignidad. Y luego su mujer dijo algo que le alcanzó como algo particularmente conmovedor y, por un momento, tuvo de nuevo cierta sensación de la vieja Heidi…, y con ello del antiguo Billy Halleck.
–Dejaré de fumar, si quieres -le dijo.
Billy se quedó mirando al pastel encima del televisor. Su corteza latía con lentitud. Arriba y abajo, arriba y abajo. Pensó en lo oscuro que era cuando el gitano trazó en él la hendidura. En aquella masa abierta debían existir todos los infortunios físicos de la Humanidad o sólo fresas. Pensó en su sangre, vertiéndose por la herida de su mano en el pastel. Pensó en Ginelli. El momento de calidez desapareció.
–Será mejor que no -le dijo-. Cuando uno deja de fumar, engorda…
Más tarde, se encontró tumbado en la cama sin deshacer con las manos cruzadas en la nuca, mirando a la oscuridad. Era la una menos cuarto de la madrugada, pero nunca había deseado menos dormir. Fue sólo entonces, en la oscuridad, cuando volvieron a él algunos recuerdos desarticulados del tiempo transcurrido entre el hallazgo de la mano de Ginelli encima del asiento del Nova y el encontrarse en esa habitación y telefoneando a su mujer.
No se percibía el menor ruido en la oscurecida habitación.
No.
Pero si lo había. Un sonido semejante a la respiración.
No, es tu imaginación.
Pero no se trataba de su imaginación; eso eran las interpretaciones de Heidi, no de William Halleck. Sabía mucho más como para creer que sólo se trataba de su imaginación. Si no lo había hecho antes, lo hacía ahora. La corteza se movió, como una cáscara de piel blanca sobre una carne viva; e incluso ahora, seis horas después de que Lemke se lo diese, sabía que si tocaba la bandeja de aluminio notaría su calor.
–Purpurfargade ansiktet -murmuró en la oscuridad.
Y el sonido fue como un encantamiento.
Cuando vio la mano, fue lo único que vio. Cuando se dio cuenta medio segundo después de lo que estaba mirando, gritó y se apartó de la misma. El movimiento originó que la mano se bambolease primero hacia un lado y luego hacia otro: pareció como si Billy hubiese preguntado cómo era y le estuviese respondiendo con un ademán de comme ci, comme ça. Dos de los cojinetes de bolillas se deslizaron y rodaron por el hueco entre el asiento y el respaldo.
Billy gritó de nuevo, con las palmas apretadas contra el saliente de su mandíbula debajo del mentón, con las uñas oprimidas contra su labio inferior y los ojos húmedos y abiertos de par en par. Su corazón comenzó un prolongado y débil clamor en su pecho, y se percató de que el pastel se estaba volcando hacia la derecha. Se hallaba en un tris de caer al suelo del Nova y hacerse pedazos.
Lo enderezó. La arritmia en su pecho se calmó; pudo respirar de nuevo. Y la frialdad que más tarde notaría Heidi en su voz comenzaría a apoderarse de él. Ginelli, probablemente, estaría muerto; no, pensó a continuación, nada de probablemente… ¿Qué había dicho?
Si me llega a ver antes que yo a ella, William, no podré nunca más volverme a poner la camisa…
Dilo, pues, en voz alta.
No, no quiso hacer esto. No quiso hacerlo y no quería tampoco mirar de nuevo la mano. Pero hizo ambas cosas.
–Ginelli ha muerto -dijo.
Hizo una pausa y luego prosiguió, puesto que eso parecía poner
las cosas un poco mejor:
–Ginelli ha muerto y no hay nada que quepa hacer al respecto. Excepto salir pitando de aquí antes de que un poli…
Miró la columna de dirección y observó que la llave estaba puesta en posición de encendido. El llavero, que mostraba una foto de Olivia Newton John en un tafilete de sombrero, pendía de un trozo de cuero sin curtir. Supuso que la chica, Gina, habría introducido la llave de encendido al dejar la mano; se había hecho cargo de Ginelli, pero no había querido romper cualesquiera promesas que su bisabuelo hubiese hecho al amigo de Ginelli, el fabuloso hombre blanco de la ciudad. La llave era para él. De repente, se imaginó que Ginelli había sacado una llave de coche del bolsillo de un hombre muerto; ahora, la chica seguramente habría hecho lo mismo. Pero aquel pensamiento no le heló la sangre.
Su mente estaba ahora muy fría. Y dio por bien venida esta frialdad.
Salió del Nova, colocó con cuidado el pastel en el suelo, dio la vuelta hasta el asiento del conductor y entró en el vehículo. Cuando se sentó, la mano de Ginelli hizo de nuevo aquel ademán espantoso de vaivén. Billy abrió la guantera y encontró un mapa muy antiguo del interior de Maine. Lo desplegó y lo puso sobre la mano. Luego encendió el motor del Nova y avanzó por Union Street.
Llevaba casi cinco minutos conduciendo cuando se dio cuenta de que iba en dirección equivocada, hacia el oeste en vez de hacia el este. Pero fue entonces cuando vio los arcos dorados de MacDonald's por delante, en la tranquilizadora hora del crepúsculo. Su estómago le gruñó. Billy giró y se detuvo en el intercomunicador de la entrada de coches.
–Bien venido a MacDonald's -resonó la voz de dentro del altavoz-. ¿Puedo tomar su pedido?
–Sí, por favor… Me gustarían tres hamburguesas, dos paquetes grandes de papas fritas y un batido de café con leche.
Exactamente como en los viejos tiempos -pensó, y sonrió-. Mételo todo en el coche, desembarázate de los desperdicios y no se lo digas a Heidi al llegar a casa…
–¿Le gustaría algún postre con todo eso?
–Claro que sí. Un pastel de cerezas.
Miró el mapa desplegado que tenía a su lado. Estaba seguro de que el pequeño bulto situado exactamente al oeste de Augusta era el anillo de Ginelli. Una oleada de debilidad le atravesó. "Y una caja de pastelillos "MacDonaldland" para mi amigo dijo, y se echó a reír.
La voz le repitió el encargo y luego concluyó:
–Su pedido se le servirá en la seiscientos noventa, señor. Ya puede entrar con el coche.
–Puedes estar seguro -replicó Billy-. Eso es todo, ¿verdad? Sólo entrar aquí en coche y tratar de recoger tu encargo.
Se echa de nuevo a reír. Se sentía muy bien, y al mismo tiempo con leves ganas de vomitar.
La muchacha le tendió dos calientes bolsas blancas a través de la ventanilla. Billy pagó, recibió el vuelto y siguió conduciendo. Se detuvo al final del edificio y tomó el viejo mapa de carreteras con la mano dentro; dobló por debajo el mapa, alargó la mano por la ventanilla abierta y lo depositó en un cubo de basuras. En lo alto del tacho, un Ronald Reagan de plástico bailoteaba con una mueca de plástico. Escrito en la puerta de vaivén del cubo de basura aparecían las palabras: DEPOSITE LOS DESPERDICIOS EN ESTE LUGAR.
–Esto es lo que lo significa todo -murmuró.
Se estaba frotando la mano en la pierna y riendo.
–Sólo intentar meter los desperdicios en este lugar… dejarlos aquí.
Esta vez giró hacia el este en Union Street, encaminándose en dirección a Bar Harbor. Seguía riendo. Durante un rato pensó que nunca podría parar, que seguiría riendo así hasta el día de su muerte.
Dado que alguien podría haberle visto dando al Nova, lo que un colega abogado de Billy llamó en una ocasión "un masaje de huellas digitales", si lo hubiera hecho en un lugar relativamente público -en el patio del Motor Inn de Bar Harbor, por ejemplo-. Billy se detuvo en una área de descanso, desierta, al borde de la carretera a unos sesenta kilómetros de Bangor para hacer este trabajo. No le interesaba que le relacionasen con este coche de ninguna manera, si podía evitarlo. Salió, se quitó la chaqueta deportiva, la plegó y luego limpió cada superficie que recordaba haber tocado y cada una que podría haber tocado.
La luz de "No hay plazas" estaba encendida delante del despacho del motel, y sólo se veía vacío un espacio de aparcamiento por lo que Billy pudo ver. Estaba delante de una unidad a oscuras, y tuvo pocas dudas respecto de que miraba el cuarto de John Tree.
Metió el Nova en aquel espacio, se sacó el pañuelo y limpió tanto el volante como la palanca de cambios. Recogió el pastel. Abrió la puerta y limpió la manecilla del interior. Se metió el pañuelo en el bolsillo, salió del coche y empleó el trasero para cerrar la puerta. Luego miró a su alrededor. Una madre de aspecto cansado peleando con un niño que parecía incluso más cansado que ella; dos ancianos se hallaban de pie fuera de la oficina, hablando. No vio a nadie más y sintió que nadie le observaba. Oyó los televisores dentro de los cuartos del motel y, desde la ciudad, llegaba el estruendo del rock mientras los habitantes de verano de Bar Harbor se preparaban animadamente para la fiesta.
Billy cruzó el antepatio, se dirigió al centro de la ciudad y guió sus oídos por el sonido de la orquesta roquera más ruidosa. El bar se llamaba Salty Dog y, tal y como Billy había esperado, había taxis -tres de ellos, aguardando a los lisiados y los borrachos- esperando afuera. Billy habló con uno de los taxistas y por quince dólares el mismo se mostró encantado de llevar a Billy hasta Northeast Harbor.
–Veo que ha conseguido su comida -le dijo el taxista al entrar Billy en el vehículo,
–O la de alguien -replicó Billy y se echó a reír-. Porque eso es lo único importante, ¿verdad? Simplemente asegurarse de que alguien recibe su almuerzo.
El taxista le miró durante un momento con expresión dudosa por el espejo retrovisor, y luego se encogió de hombros.
–Signifique eso lo que signifique, amigo mío, en realidad pagará la tarifa…
Media hora después de esto estaba hablando por teléfono con Heidi.
Ahora se hallaba tumbado aquí y escuchó cómo algo respiraba en la oscuridad, algo que parecía un pastel pero que, realmente, era un niño, que él y el anciano habían creado juntos.
Gina -pensó casi al azar-. ¿Dónde está? "No la lastimes", le había dicho a Ginelli. Pero creo que si le pudiera echar la mano encima, sería yo mismo el que la castigaría…,la heriría por completo, por lo que le hizo a Richard. ¿La mano de ella? Dejaría a aquel viejo su cabeza… Le llenaría la boca de bolas de cojinete y le dejaría la cabeza. Y ésa es la razón de que sea una buena cosa que no le eche las manos encima, porque nadie sabe exactamente cómo empiezan las cosas de esta clase; discuten acerca de algo y, finalmente, sueltan la verdad, aunque ésta sea inconveniente, pero todo el mundo sabe cómo siguen; ellos dan un golpe, nosotros dos… ellos disparan en un aeropuerto, por lo que nosotros volamos una escuela… y la sangre corre por las cunetas. Porque esto es lo realmente importante, ¿verdad? La sangre en las cuentas. Sangre…
Billy durmió sin saber que dormía; sus sueños, simplemente, emergieron en una serie de ensoñaciones fantasmales y retorcidas. En algunas de ellas mataba y en otras era matado, pero en todos los sueños algo respiraba y latía, pero nunca pudo ver ese algo porque se hallaba dentro de él.
HABER SIDO
BANDAS
Una fuente cercana a la oficina del fiscal general del Estado de Maine declaró anoche que la idea de un presunto "ajuste de cuentas entre bandas" se había presentado una vez que se supo la identidad de la víctima, y dadas las circunstancias peculiares del asesinato. Según esta fuente, una de las manos de Ginelli había sido cortada y la palabra "cerdo" aparecía escrita con sangre en la frente.
Al parecer, a Ginelli le dispararon con un arma de gran calibre pero, hasta ahora, los funcionarios especializados en balística de la Policía estatal han declinado hacer públicas sus averiguaciones, lo que un agente de la Policía del Estado calificó "como algo fuera de lo corriente".
Este relato figuraba en primera página del Daily News de Bangor, que Billy Halleck había comprado aquella mañana. Lo escudriñó de arriba abajo, miró la fotografía del edificio de apartamentos en que habían encontrado a su amigo, luego enrolló el periódico y lo metió en una papelera con el escudo del Estado de Connecticut a un lado y la inscripción de DEPOSITE EN ESTE LUGAR LOS DESPERDICIOS en la puerta metálica de vaivén.
–Esto es todo -musitó.
–¿Qué, señor?
Se trataba de una niñita de unos seis años con cintas en el cabello y un olor a chocolate seco en el mentón. Estaba paseando a su perro.
–Nada -dijo Billy, y le sonrió.
–¡Marcy! – gritó ansiosamente la madre de la niñita-. ¡Ven aquí!
–Bueno, adiós -dijo Marcy.
–Adiós, querida.
Billy la observó volver hacia su madre, con el pequeño caniche blanco trotando delante de ella en su correa, repiqueteando sus uñas. La niña no habrá hecho más que llegar junto a su madre cuando comenzó la reprimenda; Billy lo sintió por la niña, que le había recordado a Linda cuando tenía más o menos seis años, pero aquello también le alentó. Una cosa era que la balanza le dijese que había recuperado cinco kilos; pero otra cosa -y mejor- era que alguien le hubiese tratado de nuevo como a una persona normal, aunque esta persona resultara ser una niñita de seis años que hacía trotar al perrito de la familia en un área de descanso de la autopista de peaje…, una niñita que, probablemente, pensaría que había montones de gente en el mundo que parecían grúas andantes.
Había pasado el día anterior en Northeast Harbor, no tanto descansando como tratando de recuperar cierto sentido de cordura. Podía sentir que regresaba…, pero luego miraba al pastel situado encima del televisor en su barata bandeja de aluminio y se deslizaba de nuevo.
Al anochecer lo puso en el baúl de su coche, y aquello le hizo sentirse algo mejor.
Después de oscurecer, cuando aquel sentido de cordura y su propia y profunda soledad habían parecido más fuertes, encontró su maltrecha agenda de direcciones y llamó a Rhoda Simonson en Westchester County. Al cabo de unos momentos hablaba con Linda, que se mostró tremendamente alegre de saber algo de él. Se había enterado incluso del asunto del res gestae: La cadena de acontecimientos que llevaron al descubrimiento, según Billy pudo (o deseó hacerlo) seguirla, resultó tan sórdida como parecía previsible. Mike Houston se lo contó a su mujer. Su esposa se lo dijo a su hija mayor, probablemente borracha. Linda y la chica de Houston habían sido íntimas el invierno anterior, y Samantha Houston se apresuró a contarle a Linda que su querida vieja mamá intentaba que a su querido viejo papá le internasen en una fábrica de tejido de cestos.
–¿Y qué le dijiste? – preguntó Billy.
–Le dije que se metiese el palo de un paraguas en el culo -replicó Linda.
Y Billy se echó a reír hasta que las lágrimas le brotaron de los ojos…, pero parte de él se sintió también triste. Había estado fuera menos de tres semanas, y su hija parecía haber crecido tres años.
Linda se dirigió en línea recta a casa para preguntarle a Heidi si lo que Samantha Houston había dicho era verdad.
–¿Y qué sucedió? – inquirió Billy.
–Tuvimos una espantosa pelea, y luego le dije que deseaba regresar con tía Rhoda, y me contestó que sí, que tal vez no se tratara de una mala idea.
Billy hizo una pausa durante un momento y luego continuó:
–No sé si necesitas que te diga esto o no, Lin, pero no estoy loco.
–Oh, papá, ya lo sé -respondió la chica casi en son de reprimenda.
–Y me voy encontrando mejor. Ganando peso.
La chica chilló tan fuerte que tuvo que apartarse el teléfono del oído.
–¿De veras? ¿Es verdad?
–Pues sí, de veras…
–¡Oh, papi, eso es grande! Es… ¿Me estás diciendo la verdad? ¿De veras es así?
–Palabra de boy scout -le contestó, sonriendo.
–¿Cuándo regresas a casa? – quiso saber.
Y Billy, que esperaba irse al día siguiente de Northeast Harbor y entrar por la puerta principal de su propia casa no mucho después de las diez del día siguiente por la noche, respondió:
–Aún tardaré una semana más o menos, cariño. Primero quiero aumentar un poco más de peso. Aún sigo pareciendo, alrededor de los cuarenta y cinco kilos.
–Oh -replicó Linda, un tanto desinflada-. Oh, está bien…
–Pero cuando vuelva te llamaré a tiempo para que llegues por menos, seis horas antes que yo -prosiguió-. Podrás hacer otra lasaña, como cuando regresamos de Mohonk, y engordar un poco más.
–¡Mierda! – dijo riendo y luego, inmediatamente, añadió-: ¡Hurra! Lo siento, papá…
–Olvídalo -replicó-. Mientras tanto, debes quedarte ahí en casa de Rhoda, querida. No quiero que haya más discusiones entre tú y mamá.
–De todos modos, tampoco deseo regresar hasta que lo hagas tú -le explicó.
Y Billy percibió una gran firmeza en su voz. ¿Había sentido Heidi en Linda aquella sensación de firmeza propia de un adulto? Sospechaba que así fue, o por lo menos aquello tenía algo que ver con su desesperación por teléfono la noche anterior.
Le dijo a Linda que la quería mucho, y colgó. El sueño se le presentó con mayor facilidad aquella segunda noche, pero los sueños fueron desagradables. En uno de ellos escuchaba a Ginelli en el baúl de su coche, gritando que le dejasen salir. Pero cuando abrió el baúl, no se trataba de Ginelli sino de un niñito desnudo y ensangrentado con los ojos sin edad de Taduz Lemke y un aro de oro en uno de los lóbulos de la oreja. El niñito tendió las manos manchadas de sangre seca hacia Billy. Sonrió y sus dientes eran agujas de plata.
Purpurfargade ansiktet -dijo con una voz gimiente, monstruosa, inhumana, y Billy se despertó temblando, en la fría y gris alba de la zona costera atlántica.
Pagó la cuenta veinte minutos después y se encaminó de nuevo hacia el sur. Se detuvo a las ocho menos cuarto para encargar un buen desayuno campesino, aunque luego no pudo comer casi nada del mismo, en cuanto abrió el periódico que comprara en el puesto de venta automática de enfrente.
Sin embargo, no interfirió en mi almuerzo -pensó ahora al regresar al coche alquilado-. Porque el volver a ganar otra vez peso es lo que realmente importa.
El pastel estaba en el asiento contiguo, pulsante, caliente. Le echó un vistazo, luego dio vuelta a la llave para poner el coche en marcha y retrocedió para salir del hueco del aparcamiento. Se percató de que se encontraría en casa en menos de una hora y sintió una extraña y desagradable emoción. Pasaron treinta kilómetros antes de que se percatase de qué se trataba: de excitación.
El hombre blanco de la ciudad vive ahí -pensó-, pero no estoy seguro de que, a fin de cuentas, haya regresado a casa: este tipo que cruza el césped se siente más como un gitano. Un gitano verdaderamente delgado.
La puerta principal, flanqueada por dos gráciles lámparas eléctricas, se abrió, y Heidi salió al escalón superior. Llevaba una falda roja y una blusa blanca sin mangas que Billy no recordaba haberle visto antes. También tenía el cabello muy corto y, durante un conmocionante momento, pensó que no se trataba en absoluto de Heidi, sino de un desconocida que se le parecía un poco.
Ella le miró, con el rostro demasiado pálido, los ojos harto oscuros, labios temblorosos.
–¿Billy?
–Soy yo -replicó, y se detuvo donde se encontraba.
Se quedaron allí mirándose mutuamente; Heidi con una especie de miserable esperanza en su cara, Billy con lo que sentía como carencia de expresión en la suya; sin embargo alguna debería tener, puesto que, al cabo de un momento, ella estalló en un:
–¡Por Dios, Billy! [No me mires así! ¡No puedo soportarlo!
Notó que una sonrisa le afloraba al rostro; por dentro se sintió como si algo muerto flotase encima de un lago inmóvil, pero debí de ser algo correcto pues Heidi le respondió con una sonrisa tímida y temblorosa. Las lágrimas comenzaron a derramarse por sus mejillas.!
Oh, siempre lloras con facilidad. Heidi -pensó.
La mujer comenzó a descender los escalones. Billy dejó caer el bolso y anduvo hacia ella, percibiendo la muerta sonrisa en su propio rostro.
–¿Qué hay para comer? – preguntó-. Estoy muerto del hambre.
Le hizo una comida gigante: lomo, ensalada, una papa al horno casi tan grande como un torpedo, chauchas, arándanos con crema de postre. Billy se lo comió todo. Aunque ella no llegara a decírselo, cada movimiento, cada gesto y cada mirada que le dirigía transmitían el mismo mensaje:
Dame una segunda oportunidad, Billy… Por favor, concédeme una segunda oportunidad…
En cierto modo, pensó que aquello era en extremo divertido: divertido de una forma que el viejo gitano hubiera incluso apreciado. Su mujer había cambiado de negarse a aceptar cualquier culpabilidad a aceptarla toda.
Y, poco a poco, a medida que se aproximó la medianoche, sintió algo más en sus ademanes y movimientos: alivio. Notó que estaba siendo perdonada. Aquello se cuadraba muy bien con Billy, porque el que Heidi pensara que era perdonada constituía asimismo todo el asunto.
Se sentó delante de él, observándolo comer, tocando ocasionalmente su desvaído rostro, y fumando un Newport Red detrás de otro mientras él hablaba. Le contó cómo había perseguido a los gitanos por la costa; cómo consiguió las fotografías por parte de Kirk Penschley; cómo, finalmente, atrapó a los gitanos en Bar Harbor.
A partir de aquel momento, la verdad y Billy Halleck dejaron de ser compañeros.
La dramática confrontación que a un tiempo había esperado y temido, no se efectuó del modo que esperaban, le dijo a Heidi. Para empezar, el viejo se había reído de él. Todos se rieron.
»Si te hubiera maldecido, ya estarías ahora bajo tierra -le dijo el viejo gitano-. Crees que somos magos, todos los hombres blancos de la ciudad creen que somos magos. Si fuésemos magos, ¿iríamos
por ahí en viejos coches y camionetas con silenciadores y tubos de escape sujetos con alambres? Si fuésemos magos, ¿dormiríamos en los campos? Esto no es un número de magia, hombre blanco de la ciudad: no es otra cosa que una feria ambulante. Hacemos negocios con tipos que tienen dinero y bolsillos agujereados, y luego nos vamos. Y ahora, sal de aquí antes de que lance sobre ti a algunos de esos jóvenes. Ellos conocen una maldición: se llama la Maldición de los Nudillos de Hierro."
–¿Así realmente te llamó? ¿Hombre blanco de la ciudad?
Billy le sonrió.
–Sí. Así realmente me llamó.
Le contó a Heidi que había regresado a su cuarto del motel y, simplemente, se quedó allí durante los siguientes dos días, demasiado hondamente deprimido como para hacer otra cosa que picotear la comida. Al tercer día -hacía tres jornadas- se subió a la balanza del cuarto de baño y vio que había ganado un kilo y medio, a pesar de lo poco que comía.
–Pero cuando pensé más al respecto, sentí que no era más extraño que comerme todo lo que estuviese en la mesa y comprobar que había perdido kilo y medio -comentó-. Y el tener aquella idea fue lo que, al fin, me sacó de la esclavitud mental en la que me había sumido. Pasé otro día en aquella habitación de motel realizando los más difíciles pensamientos de mi vida. Comencé a percatarme de que, a fin de cuentas, podía haber estado en lo cierto en la Glassman Clinic. Incluso Michael Houston pudo tener, en parte, razón, por mucho que me disguste ese desgraciado.
–Billy…
Su mujer le tocó el brazo.
–No temas -continuó-. No le pegaré cuando le vea.
Más bien le ofreceré un trozo de pastel -pensó.
Y se echó a reír.
–¿Puedo compartir el chiste?
La mujer le dirigió una intrigada sonrisita.
–No es nada -repuso-. De todos modos, el problema fue que Houston, que aquellos tipos de la Glassman Clinic, incluso tú, Heidi, estaban tratando de meterme todo eso a la fuerza. Forzándome a aceptar la verdad. Simplemente, tenía que pensar en ello por mí mismo. Una simple reacción de culpabilidad, más, supongo, una combinación de imaginaciones paranoicas y un auténtico autoengaño. Pero, al final, Heidi, yo tenía también en parte razón. Tal vez por todas esas motivaciones equivocadas, pero en parte tenía razón dije que debía verlo de nuevo, y ése fue el truco. Aunque no de la forma esperada, Era más pequeño de lo que recordaba, llevaba un reloj barato, y tenía acento de Brooklyn. Me parece que fue eso sobre todo lo que deshizo el espejismo. Fue algo parecido a escuchar a Tony Curtís decir: "Ete ez el palasio demi jodio papi", en una película sobre el Imperio árabe. Por lo tanto, descolgué el teléfono y… En el salón, el reloj de la repisa de la chimenea comenzó a tintinear musicalmente.
–Es medianoche -prosiguió-. Vayámonos a la cama. Te ayudaré a meter los platos en la máquina.
–No, puedo hacerlo yo -respondió ella.
Y luego deslizó los brazos en torno de él.
–Estoy contenta de que hayas vuelto a casa, Billy. Ve arriba Debes de estar agotado…
–Estoy bien -replicó-. Simplemente…
De repente hizo chascar los dedos con el aspecto de un hombre que acaba de recordar algo.
–Casi lo olvidaba -siguió-. He dejado una cosa en el coche…
–¿De qué se trata? ¿No puede aguardar hasta mañana?
–Sí, pero debería meterlo en casa.
Le sonrió.
–Es para ti…
Salió, con el corazón martillándole con fuerza en el pecho. Se le cayeron las llaves del coche en el camino de vehículos, se golpeó la cabeza contra un lateral del auto en su ansia por recogerlas. Sus manos le temblaban tanto que, al principio, no pudo meter la llave en la cerradura del baúl.
¿Qué pasará sí aún está palpitando arriba y abajo? – lloriqueó su mente-. Cristo bendito, se pondrá a gritar cuando lo vea…
Abrió el baúl y, cuando no vio nada dentro, excepto el gato y la rueda de repuesto, el que estuvo a punto de gritar fue él mismo. Luego recordó: estaba en el lado del pasajero del asiento delantero. Cerró con fuerza el baúl y dio la vuelta al coche rápidamente. El pastel estaba allí y la corteza se veía perfectamente inmóvil, como, realmente, había sabido que ocurriría.
De repente, las manos dejaron de temblarle.
Heidi estaba de nuevo de pie en el porche, observándole. Regresó hacia ella y le colocó el pastel en las manos. Billy aún sonreía.
Traigo el pedido de la tienda -pensó.
Y el entregar cosas era, sin embargo, la otra de las cosas importantes. Se le ensanchó la sonrisa.
–Voilá! – dijo. – ¡Huy!
Su mujer se inclinó hacia el pastel y olió.
–¡Pastel de fresas…, mi favorito!
–Lo sé -repuso Billy, sonriente.
–¡Y aún está caliente! ¡Gracias!
–Salí de la autopista, en Stratford para poner gasolina y la Ayuda Parroquial o algo parecido, tenía un puesto de venta de pasteles en el césped de la iglesia que estaba exactamente enfrente -explicó-. Y pensé que… podías salir a la puerta con… un palo de amasar o algo parecido… Tenía que traer un regalo de paz…
–Oh, Billy…
Estaba empezando a llorar otra vez. Le dio un impulsivo apretón con un solo brazo, sosteniendo el pastel en equilibrio con los dedos abiertos de la otra mano, de la forma como un camarero mantiene en equilibrio una bandeja. Cuando le besó el pastel se inclinó. Billy sintió que su corazón también se le inclinaba en el pecho y adoptaba un ritmo enloquecido.
–¡Cuidado! – jadeó.
Y sujetó el pastel en el momento en que comenzaba a deslizarse.
–Dios mío, qué torpe soy -dijo ella, echándose a reír y enjugándose los ojos con un pico del delantal que se había puesto. Me traes mi clase favorita de pastel y casi lo dejo caer sobre tu…
Se derrumbó por completo, inclinándose contra su pecho, sollozando. Él le acarició su corto cabello con una mano, mientras seguía aguantando el pastel en la palma de la otra, separado prudentemente del cuerpo de ella por si realizaba algún súbito movimiento.
–Billy, estoy tan contenta de que te encuentres en casa -sollozó-. ¿Me prometes no odiarme por lo que te hice? ¿Me lo prometes?
–Te lo prometo -le dijo gentilmente, acariciándole el cabello.
Tiene razón -pensó- Aún está caliente.
–Vayamos dentro, ¿eh?
En la cocina, Heidi puso el pastel en el mostrador y volvió a la pileta.
–¿Te comerás un trozo? – le preguntó Billy.
–Tal vez cuando termine esto -le contestó-. Come tú si quieres.
–¿Después de la cena que me he metido entre pecho y espalda? – preguntó.
Y se echó a reír.
–Durante algún tiempo necesitarás todas las calorías que puedas encontrar.
–Pues éste simplemente es un caso en que ya no hay más sitio en la taberna -repuso-. ¿Quieres que seque?
–Quiero que subas y que te metas en la cama -le contestó-. En seguida estoy contigo.
–Muy bien.
Salió sin mirar atrás, sabiendo que sería más probable que cortase un trozo de pastel si él no estaba allí. Pero probablemente no lo haría, esta noche no. Esta noche querría irse a la cama con él…, incluso tal vez desearía hacer el amor con él. Pero pensó que ya sabía cómo desalentarla. Simplemente se metería en la cama desnudo… Cuando ella le viera…
En lo que se refería al pastel…
–"Pamplinas, dijo Scarlett. Me comeré el pastel mañana. Mañana será otro día…"
Se echó a reír ante el sonido de su propia voz alicaída. Para entonces se encontraba ya en el cuarto de baño, subido a la balanza. Alzó la mirada al espejo y vio en él los ojos de Ginelli.
La balanza le dijo que estaba ya aproximándose de nuevo a los sesenta, pero no se sintió feliz. No sentía nada en absoluto, excepto cansancio. Estaba increíblemente cansado. Anduvo por el pasillo, que ahora le parecía tan raro y poco familiar, y se metió en el dormitorio. Tropezó con algo en la oscuridad y casi se cayó. Su mujer había cambiado al parecer algunos de los muebles. Se había cortado el pelo, comprado una blusa nueva, y dispuesto de nuevo las posiciones del butacón y de la más pequeña de las dos cómodas del dormitorio: esto era sólo el principio de lo extraño que ahora resultaba todo allí. Se había producido mientras él estaba fuera, como si, a fin de cuentas, Heidi hubiese sido también maldecida, aunque de una forma mucho más sutil. ¿Era aquello una idea realmente tonta? Billy no lo creía así. Linda había notado también aquello tan raro y había huido.
Lentamente comenzó a desnudarse.
Se tumbó en la cama aguardando a que Heidi subiese, escuchando unos ruidos que, aunque débiles, resultaban lo suficientemente familiares como para contarle toda una historia. El crujido de la puerta de arriba de la alacena -la de la izquierda donde guardaba los platitos de postre- al abrirse. El repiqueteo de un cajón el clic sutil de los útiles de cocina mientras la mujer seleccionaba un cuchillo.
Billy se quedó mirando a la oscuridad, con el corazón latiéndole con fuerza.
El sonido de sus pasos al cruzar de nuevo la cocina: se acercaba a la mesada donde había dejado el pastel. Escuchó crujir las tablas en mitad del suelo de la cocina al pasar por encima del mismo, como había venido haciendo durante años.
¿Qué le hará? A mí me hizo adelgazar. Volvió a Cary una especie de animal del que después de muerto te podrías haber hecho un par de zapatos. A Hopley le convirtió en una pizza humana. ¿Y qué le hará a ella?
La tablilla en medio del suelo crujió de nuevo cuando Heidi cruzó otra vez la cocina: podía verla, con el platillo sostenido en su mano derecha y los cigarrillos y las cerillas en la izquierda. Podía ver el trozo de pastel. Las fresas, el charquito del jugo rojo.
Escuchó para percibir el débil gemido de las bisagras de la puerta del comedor, pero no se produjo. Aquello realmente no le sorprendió. Estaba de pie al lado de la mesada, mirando hacia el patio trasero y comiéndose el pastel con sus rápidos y económicos mordiscos a lo Heidi. Una antigua costumbre. Casi podía oír el tenedor rascar en el platito.
Se percató de que divagaba.
¿Me voy a dormir? No…, imposible… Es imposible que alguien se quede dormido durante la comisión de un asesinato.
Pero así era. Aguardaba oír de nuevo el ruido de la tablilla en mitad de la cocina; la oiría al cruzar la cocina hacia el fregadero. Correr el agua cuando enjuagase el platito. El ruido al atravesar todas las habitaciones, ajustar los termostatos, apagar las luces y controlar las luces de alarma contra los ladrones al lado de las puertas: todos los rituales de unos tipos blancos de la ciudad,
Yacía en la cama esperando oír el ruido de la tabla del suelo, y luego se encontraba sentado a su escritorio en su estudio, en la ciudad de Big Jubilee, Arizona, donde llevaba ejerciendo la carrera de derecho seis años. Era así de sencillo. Vivía allí con su hija y ejercía el derecho de aquella clase que llamaba "mierda empresarial" para llevar la comida a la mesa; el resto no era más que asuntos de Ayuda Legal a la Sociedad. Vivían unas existencias simples. Los viejos tiempos -garaje para dos coches, jardinero tres días a la semana, impuestos sobre la propiedad de cinco mil dólares al año- habían desaparecido. No los echaba de menos y no creía que Lin los añorara tampoco. Ejercía el derecho que se hacía en la ciudad, o a veces en Yuma o Phoenix, pero aquello apenas era bastante, y vivían lo suficientemente lejos de Jube para percibir la sensación de la tierra que les rodeaba. Linda iría al college el año próximo, y él tendría que trasladarse… Pero no, le había dicho a la chica, a menos que la soledad empezara a abrumarle, y no creía que eso ocurriera.
Habían conseguido una buena vida, y eso resultaba estupendo, eso iba como anillo al dedo, porque una buena vida para ti y para los tuyos es lo más importante de todo.
Llamaron a la puerta de su estudio. Se apartó del escritorio, se volvió y Linda estaba allí de pie, y la nariz de Linda había desaparecido. No, desaparecido no. Estaba en su mano derecha en vez de en la cara. La sangre manaba del oscuro agujero encima de su boca.
No lo comprendo, papá -dijo en una voz nasal y como de sirena-. Simplemente, se me ha caído.
Se despertó con una sacudida, batiendo el aire con los brazos, tratando de eliminar aquella visión. A su lado, Heidi gruñó en sueños, se volvió hacia su lado izquierdo y se subió el cobertor hasta la cabeza.
Poco a poco la realidad fluyó de nuevo por él. Estaba otra vez en Fairview. La brillante luz de primeras horas de la mañana caían a través de la ventana. Miró al otro lado del cuarto vio en el reloj digital de la cómoda que eran las seis y veinticinco. Se veían seis rosas rojas en un florero al lado del reloj.
Se levantó de la cama, cruzó el cuarto, tomó la bata y se dirigió al cuarto de baño. Abrió la ducha y colgó la bata detrás de la puerta, percatándose de que Heidi tenía una nueva bata, al igual que una nueva blusa y un nuevo corte de pelo: una de un azul muy bonito.
Se subió a la balanza. Había ganado otro medio kilo. Se metió en la ducha y se limpió con una fuerza que resultaba casi compulsiva, enjabonándose cada parte de su cuerpo, enjuagándose y enjabonándose otra vez.
Vigilaré mi peso -se prometió-. Una vez que se haya ido, de veras que vigilaré mi peso. Ya nunca más estaré tan gordo como antes.
Se pasó la toalla. Se puso la bata y se encontró de pie tras la puerta cerrada y mirando fijamente la nueva bata de Heidi. Alargó la mano y agarró un pliegue de nailon entre los dedos. Captó su lisura. La prenda parecía nueva, pero también semejaba familiar.
Simplemente, salió y se compró una bata que se parece a una que tuvo en algún momento en el pasado -pensó-. La creatividad humana no va demasiado lejos; al final, comenzamos a repetirnos. Al final todos somos obsesivos.
Houston habló en su mente:
Es la gente que no se asusta la que muere joven.
HEIDI: ¡Por Dios, Billy, no me mires de esa manera! ¡No puedo soportarlo!
LEDA: Ahora parece un caimán…, como algo que ha salido a rastras del pantano y se ha puesto prendas humanas.
HOPLEY: Uno va por ahí, pensando que quizás esta vez, tal vez sólo esta vez, habrá un poco de justicia…,un instante de justicia para cubrir toda una vida de mierda.
Billy manoseó el nailon azul y una terrible idea comenzó a deslizársele por la mente. Recordó su sueño. Linda en la puerta de su estudio. El agujero sangrante en su rostro. Esta bata…, no parecía familiar porque Heidi hubiera tenido una semejante tiempo atrás. Parecía familiar porque Linda tenía una que era así ahora mismo.
Se volvió y abrió un cajón a la derecha del lavabo. Apareció un cepillo con un LINDA escrito a lo largo del mango de plástico rojo.
Unos pelos negros colgaban de las cerdas.
Al igual que un hombre en sueños anduvo por el pasillo hasta su cuarto.
El negocio ambulante siempre desea arreglar esas cosas, amigo mío… es una de las cosas para las que existe…
Un imbécil, William, es un tipo que no cree lo que está viendo.
Billy Halleck abrió la puerta y en el extremo del pasillo vio a su hija, Linda, dormida en su cama, con un brazo en torno de la cara. Su viejo osito, Amos, se encontraba en el hueco de su otro brazo.
No. ¡Oh, no! No. no.
Se sujetó a los lados de la puerta, balanceándose soñadoramente hacia adelante y hacia atrás. Fuese lo que fuese, no era un imbécil porque lo veía todo: la chaqueta gris de antílope de Linda del tipo aviador que colgaba en el respaldo de la silla, la valija Samsonite abierta, derramándose de ella una colección de vaqueros, pantalones cortos, blusas y ropa interior. Vio la tarjeta Greyhound en la manija. Y vio más. Vio las rosas al lado del reloj en su dormitorio y de Heidi. Las rosas no habían estado allí cuando entró anoche en el dormitorio. No… fue Linda quien trajo las rosas. Como una ofrenda de paz. Había regresado antes a casa con su madre para hacer las paces antes de que Billy volviese al hogar.
El viejo gitano con la nariz roída:
Di que no hay culpa. Dilo una y otra vez. Yo no hay aprieto, hombre blanco de la ciudad. Todo el mundo paga, incluso por las cosas que no ha hecho. No hay aprieto.
Se dio la vuelta y corrió por las escaleras. El terror le hizo bajar los escalones de dos en dos, aunque se tambalease como un marinero en el mar.
¡No, Linda no! -gritó su mente-. ¡Linda no! ¡Dios mío, por favor, Linda no!
Todos pagan, hombre blanco de la ciudad, incluso por las cosas que no han hecho. Porque esto es, realmente, lo único que importa.
Lo que quedaba del pastel aparecía en la mesa, cuidadosamente cubierto. Había desaparecido más de una cuarta parte. Miró a la mesa de la cocina y vio allí el bolso de Linda, con una hilera de botones de roqueros pegados en la correa; Bruce Sopringsteen, John Cougar Mellancamp, Pat Benatar, Lionel Richie, Sting, Michael Jackson.
Se acercó a la pileta.
Dos platos.
Dos tenedores.
Se sentaron aquí, comieron pastel e hicieron las paces -pensó-. ¿Cuándo? ¿Poco después de que me fuese a dormir? Así debe de haber sido.
Oyó reírse al viejo gitano y las rodillas se le combaron. Tuvo que agarrarse al mostrador para no caer.
Cuando tuvo alguna fuerza, dio la vuelta y cruzó la cocina, escuchando la tablilla de la parte central crujir bajo sus pies al pasar por encima.
El pastel latía de nuevo: arriba y abajo, arriba y abajo. Su obsceno y persistente calor había empañado el cobertor. Notó un débil ruido de chapoteo.
Abrió la alacena, sacó un plato de postre, abrió el cajón de abajo y extrajo un cuchillo y un tenedor.
–¿Por qué no? – susurró.
Y quitó la cobertura del pastel. De nuevo estaba inmóvil. Ahora era únicamente un pastel de fresas que parecía en extremo tentador a pesar de lo temprano que era.
Y como Heidi había dicho, necesitaba todas las calorías que pudiese conseguir.
–Come con ganas -susurró Bill Halleck en el soleado silencio de la cocina.
Y se cortó un trozo del pastel gitano.