Billy dedicó el resto de la tarde a andar de un lado para otro por su casa provista de aire acondicionado, atrapando entre visiones de su nuevo ser en espejos y superficies pulimentadas.

Cómo nos vemos a nosotros mismos, depende muchísimo más de nuestra concepción de la masa física que de lo que usualmente creemos.

No encontró nada consolador a esta idea.

¿Mi sensación de lo que valgo depende de lo mucho que desplazo del mundo cuando camino por él? Dios, éste es un pensamiento sin sentido. Ese tipo Mr. T. podría agarrar a un Einstein y arrastrarlo por ahí durante todo el día como un…, un libro de texto o algo así. ¿Eso hace de Mr. T. algo mejor, algo más importante?

Un eco encantado de T.S. Eliot tintineo en su cabeza como una campanada remota en una mañana de domingo: Eso no es lo que quiero decir, eso no es en absoluto lo que pretendo decir. Y no lo era. La idea del tamaño en función de la gracia, o de la inteligencia, o como una prueba del amor de Dios, había desaparecido por la época en que el obeso y anadeante William Howard Taft había cedido la presidencia al epiceno -y casi demacrado-Woodrow Wilson.

La forma en que vemos la realidad, depende muchísimo más de la concepción de nuestra masa física que de lo que por lo general creemos.

–Sí, la realidad. Eso se encontraba mucho más cerca del meollo de la cuestión. Cuando ves que te están borrando kilo a kilo, como una ecuación complicada que borran de una pizarra línea a línea y cálculo a cálculo, se relaciona con tu sensación de la realidad. Con tu propia realidad personal, la realidad en general.

Había sido gordo; no fornido, no con unos cuantos kilos de sobrepeso, sino auténticamente obeso. Luego se había visto recio, luego más o menos normal (si realmente había una cosa así; Los tres chiflados de la Glassman Clinic, de todos modos, parecían pensar de esa forma), luego delgado. Pero ahora la delgadez comenzaba a deslizarse hacia un nuevo estado: estar flaco. ¿Qué vendría después de eso? Supuso que la extenuación. Y a continuación, algo que aún permanecía más allá de los límites de su imaginación.

No estaba seriamente preocupado de verse arrastrado hacia aquella pintoresca granja; semejantes procedimientos llevan su tiempo. Pero la última conversación con Houston le mostró claramente cuan lejos habían llegado las cosas, y lo imposible que resultaba que nadie llegase a creerle: ni ahora ni nunca. Deseó llamar a Kirk Penschley; la urgencia de esto resultó casi irresistible, aunque sabía que Kirk le llamaría, a su vez, en el caso de que alguna de las tres agencias de investigación que empleaba el gabinete jurídico hubiese encontrado algo.

En vez de eso llamó a un número de Nueva York, hojeando en su agenda de direcciones para encontrarlo. El nombre de Richard Ginelli se había agitado arriba y abajo de su mente desde el mismo principio de la cosa. Ahora había llegado el momento de telefonearle.

Exactamente a tiempo.

–Three Brothers -dijo la voz en el otro extremo de la línea-. El especial de esta noche incluye marsala de ternera y nuestra propia versión de fettucini Alfredo.

–Me llamo William Halleck y quisiera hablar con Mr. Ginelli, si está disponible.

Al cabo de un momento de meditabundo silencio, la voz replicó:

–Halleck.

–Sí.

El teléfono hizo un ruido. Débilmente, Billy oyó chasquidos de ollas y sartenes que golpeaban entre sí. Alguien decía palabrotas en italiano. Otro reía. Al igual que todo lo demás de su vida en aquellos tiempos, las cosas parecían lejanas, muy lejanas.

Al final tomaron de nuevo el teléfono.

–¡William!

Una vez más le vino a Billy la idea de que Ginelli era la única persona en el mundo que le llamaba de aquella manera.

"¿Cómo te va, paisan?

–He perdido un poco de peso.

–Vaya, eso es bueno -repuso Ginelli-. Estabas muy gordo, William, no tengo más remedio que decírtelo, muy gordo… ¿Y cuánto has perdido?

–Ocho kilos.

–¡Eh! ¡Felicidades! Y tu corazón también te lo agradecerá. Es difícil perder peso, ¿verdad? No hace falta que me lo digas, lo sé… Esas jodidas calorías siguen siempre dale que dale. A los tipos como tú siempre les penden delante del cinturón. A los italianos como yo, descubres un día que estás descosiendo la culera de tus pantalones cada vez que te inclinas para atarte los zapatos.

–En realidad, no ha sido muy difícil.

–Tienes que venir por los Brothers, William. Te prepararé mi especial "Pollo a la napolitana". Con una sola comida recuperarás todo ese peso…

–Tenía que hablarte acerca de eso -siguió Billy, sonriendo un poco.

Podía verse en el espejo de la pared de su estudio, y allí aparecían demasiados dientes en su sonrisa. Demasiados dientes y muy cercanos a la parte delantera de su boca. Dejó de sonreír.

–Sí, bien, lo digo en serio. Te he echado de menos. Hace ya mucho tiempo. Y la vida es corta, paisan. Lo digo en serio, la vida es corta, ¿no tengo razón?

–Sí, supongo que así es.

La voz de Ginelli bajó una octava.

–He oído que has tenido algunos problemas en Connecticut.

Hizo sonar aquello de Connecticut como si se tratase de algún lugar de Groenlandia, pensó Billy.

»Me apené al enterarme.

–¿Y cómo lo has sabido? – le preguntó Billy, francamente desconcertado.

Había salido una gacetilla en el Reporter de Fairview -algo decoroso, sin mencionar nombres-, y aquello fue todo. No había aparecido nada en los periódicos de Nueva York.

–Tengo siempre los oídos pegados al suelo -replicó Ginelli.

Realmente es cierto que tienes los oídos pegados al suelo -pensó Billy.

Y se estremeció.

–He tenido algunos problemas al respecto -prosiguió ahora Billy, eligiendo cuidadosamente sus palabras-. Y son de una… naturaleza extralegal… La mujer… ¿Te enteraste acerca de la mujer?

–Sí. Oí que se trataba de una gitana.

–Una gitana, sí… Y tenía marido. Y me…, me está causando algunos problemas…

–¿Cómo se llama?

–Creo que Lemke. Estoy tratando de manejarlo por mí mismo, pero… me pregunto… si no podré hacerlo…

–Claro, claro, claro… Y me has llamado… Tal vez pueda hacer algo o tal vez no. Tal vez decida que no quiero hacerlo. Lo que pretendo decir es que los amigos son los amigos y los negocios los negocios… ¿Sabes a qué me refiero?

–Sí, en efecto.

–A veces los amigos y los negocios se mezclan, pero a veces no, ¿estoy en lo cierto?

–Sí.

–¿Está tratando ese tipo de pegarte?

Billy titubeó.

–Me gustaría no decir muchas cosas ahora mismo, Richard. Es algo más bien peculiar. Pero sí, me está haciendo daño. Me está golpeando con bastante fuerza.

–¡Mierda, William! ¡Deberíamos hablar ahora!

La preocupación en la voz de Ginelli resultó clara e inmediata. Billy sintió que las lágrimas le picaban cálidamente en los párpados y se pasó con fuerza el dorso de la mano por la mejilla.

–Te lo agradezco, te lo agradezco de veras. Pero primero quisiera hacerle frente por mí mismo. Ni siquiera estoy seguro de lo que deseo que hagas.

–Si quieres llamarme, estaré disponible, William. ¿De acuerdo?

–De acuerdo. Y gracias.

Vaciló.

–Dime una cosa, Richard… ¿Eres supersticioso?

–¿Yo? ¿Preguntas a un tipo como yo si soy supersticioso? ¿A alguien que ha crecido en una familia donde mi madre, mi abuela y todas mis tías no hacían más que hablar de María, y rezar a cada santo del que hubieses oído hablar, y de otros desconocidos por completo, y que tapaban los espejos cada vez que moría alguien y que hacían el signo del mal de ojo a los cuervos y a los gatos negros que se cruzaban por su camino? ¿Yo? ¿Me preguntas a mí una cosa así?

–Sí -repuso Billy, sonriendo un poco a pesar de sí mismo-. Te hago una pregunta así…

La voz de Richard Ginelli se volvió tajante, dura, desprovista por completo de humor.

–Yo sólo creo en dos cosas, William. En las armas y en el dinero, eso es en lo que creo. Y puedes citarlo literalmente. ¿Supersticioso? Yo no, paisan. Estarás pensando en algún otro italianini…

–Eso es bueno -replicó Billy, y su sonrisa se ensanchó.

Se trataba de la primera sonrisa auténtica que aparecía por su rostro desde hacía casi un mes.

Y se sintió bien. Le sentó condenadamente bien.

Aquella noche, poco después de que llegara Heidi, llamó Penschley.

–Tus gitanos nos han brindado una divertida persecución -le dijo-. Hasta ahora ya has amontonado en honorarios, por lo menos, diez mil dólares, Bill. ¿Ha llegado el momento de dejarlo correr?

–Primero cuéntame lo que has averiguado -repuso Bill.

Le sudaban las manos.

Penschley comenzó a hablar con su seca voz de anciano estadista.

La pandilla de gitanos se dirigió en primer lugar a Greeno, una ciudad de Connecticut situada a unos cincuenta kilómetros al norte de Milford. Una semana después fueron expulsados de Greeno y se dirigieron a Pawtucket, cerca de Providence, Rhode Island. Después de Pawtucket, a Attleboro, Massachusetts. En Attleboro, uno de ellos fue arrestado por perturbar la paz, y luego tuvieron que dejar perder la fianza.

–Lo que al parecer ocurrió fue esto -prosiguió Penschley-. Hubo un tipo de la ciudad, una especie de camorrista, que perdió diez pavos jugando con monedas de veinticinco centavos en la rueda de la fortuna. Le dijo al que la manejaba que estaba amañada y que él lo arreglaría. Dos días después localizó al gitano al salir de una tienda Nite Own. Mediaron unas palabras entre ellos y luego hubo una pelea en la zona de aparcamiento. Un par de testigos de la ciudad dijeron que el del pueblo había provocado la pelea. Y otros dos ciudadanos más alegaron que había sido el gitano quien la empezó. De todos modos, el arrestado fue el gitano. Cuando se saldó la fianza, los policías locales quedaron encantados. Les había ahorrado un juicio ante el tribunal y consiguieron que los gitanos saliesen de la ciudad.

–Así es por lo general como funciona, ¿verdad? – le preguntó Billy.

De repente tenía el rostro ardiendo. Estaba de algún modo seguro que el joven arrestado en Attleboro era el mismo jovenzuelo que había estado haciendo malabarismos con los bolos en la zona de recreo de Fairview.

–Sí, con bastante frecuencia -convino Penschley-. Los gitanos conocen el truco; una vez el tipo ha desaparecido, los policías locales quedan contentos. No hay una busca y captura ni ninguna caza del hombre. Es como si se te metiera una mota de polvo en el ojo. Esa mota es todo aquello en lo que tienes que pensar. Luego te pasas agua por el ojo y se limpia. Y una vez que ha salido, el dolor acaba, y uno ya no se preocupa de adonde va esa mota de polvo, ¿no lo crees así?

–Una mota de polvo -repitió Billy-. ¿Es eso lo que de veras era?

–Para la Policía de Attleboro, así era exactamente. ¿Quieres que te cuente ahora el resto, Bill, o primero deberíamos moralizar acerca de los apuros de varios grupos minoritarios?

–Dime el resto, por favor…

–Los gitanos se pararon de nuevo en Lincoln, Mass. Se quedaron unos tres días antes de partir de nuevo.

–¿El mismo grupo cada vez? ¿Estás seguro?

–Sí. Siempre los mismos vehículos. Tengo aquí una lista, con las matrículas, casi todas ellas de Texas y Delaware. ¿Quieres esa lista?

–Probablemente, pero no ahora. Sigue.

No había mucho más. Los gitanos se habían mostrado por Reveré, exactamente al norte de Boston, donde permanecieron durante tres días, y luego se fueron por su propia voluntad. Cuatro días en Portsmouth, New Hampshire… Y luego, simplemente, se habían evaporado.

–Podemos encontrar otra vez su rastro si lo deseas -manifestó Penschley-. Ha pasado menos de una semana. Se ocupan de esto tres investigadores de primera clase de los Barton Detective Services, y creen que los gitanos estarán ahora seguramente en algún lugar de Maine. Han seguido paralelos la I-95 por la costa desde Connecticut… Diablos, todo el camino por la costa desde, por lo menos, las Carolinas, por lo que los hombres de Greeley han sido capaces de rastrear sus huellas. Es casi una gira de circo. Probablemente trabajarán las zonas turísticas del sur de Maine, como en Ogunquit y Kennebunkport, irán hasta Boothbay Harbor y acabarán en Bar Harbor. Luego, cuando la estación turística comience a decaer, regresarán a Florida o al golfo de Texas para pasar el invierno…

–¿Iba el viejo con ellos? – preguntó Billy.

Estaba sujetando con fuerza el teléfono.

–¿De unos ochenta años? ¿Con la nariz en un estado terrible: llagas, cáncer o algo así?

Pareció eternizarse un sonido de hojear papeles. Luego:

–Taduz Lemke -dijo calmosamente Penschley-. El padre de la mujer que atropellaste con tu coche. Sí, está con ellos.

–¿Padre? – ladró Halleck-. ¡Eso es imposible, Kirk! La mujer tenía unos setenta o setenta y cinco…

–Taduz Lemke tiene ciento seis años…

Durante varios instantes, a Billy le resultó imposible hablar. Sus labios se movieron, pero eso fue todo. Tenía el aspecto de un hombre que besara a un fantasma. Luego consiguió repetir:

–Eso es imposible.

–Una edad que todos, ciertamente, envidiaríamos -prosiguió Penschley-, pero no imposible en absoluto. Existen registros acerca de esas personas, ya sabes… Ya no van errantes en caravanas por la Europa del Este, aunque imagino que algunos de los más viejos, como ese tipo Lemke, desearían hacerlo aún. He conseguido otros datos para ti… Números de la Seguridad Social…, huellas digitales, si las deseas… Lemke ha alegado repetidas veces que tiene ciento seis años, ciento ocho e incluso ciento veinte. He elegido creer en lo de ciento seis, porque concuerda con la información de la Seguridad Social que los detectives de Barton han conseguido. Susanna Lemke era su hija, en efecto, no existe la menor duda al respecto. Y en lo que esto pueda valer, figura como "presidente" de la Compañía Taduz en los diferentes permisos para juegos de azar que deben obtener, lo cual significa que es el jefe de la tribu, o de la banda, o como se denominen a sí mismos.

¿Su hija? ¿La hija de Lemke? En la mente de Billy, aquello pareció cambiarlo todo. ¿Y si suponíamos que alguien atropellaba a Linda? ¿Y si Linda hubiese corrido por la calle como un perro mestizo?

–¿… lo dejamos?

–¿Eh…?

Intentó que su mente volviese a Kirk Penschley.

–He dicho si estás seguro de que no deseas que lo dejemos correr… Te está costando mucho, Bill.

–Por favor, diles que prosigan un poco más -replicó Billy-. Te llamaré dentro de cuatro días, no de tres, y veré si los has localizado.

–No necesitas hacerlo -repuso Penschley-. Si… Cuando los de Barton los localicen, tú serás el primero en saberlo.

–No estaré aquí -replicó con lentitud Halleck.

La voz de Penchsley fue cuidadosamente indiferente.

–¿Y dónde esperas encontrarte?

–De viaje -replicó Halleck.

Y colgó poco después.

Permaneció del todo rígido, con la mente en un contuso remolino. Sus delgados dedos tamborileaban preocupadamente en el reborde de su escritorio.

Heidi salió al día siguiente poco después de las diez para hacer algunas compras. No fue a ver a Billy para decirle adonde iba o cuándo volvería; aquel antiguo y amable hábito ya no existía. Billy permaneció sentado en su estudio observando cómo el Olds salía del camino de coches hasta la calle. Durante un momento, la cabeza de Heidi se volvió y sus ojos parecieron encontrarse, los de él confusos y asustados, los de ella acusadores en silencio:

Me has hecho mandar fuera a nuestra hija, te niegas a recibir la ayuda profesional que necesitas, nuestros amigos empiezan a hablar. Pareces desear a alguien que haga de copiloto tuyo hacia ese raro país, y yo he elegido. Maldito seas, Billy Halleck. Déjame sola. Quémate si quieres, pero no tienes derecho a pedirme que me meta contigo en la olla.

Sólo una ilusión, naturalmente. Ella no podía verle, allá entre las sombras.

Sólo una ilusión, pero dolía.

Una vez que el Olds desapareció por la calle, Billy colocó una hoja de papel en su Olivetti y escribió arriba "Querida Heidi": Fue la única parte de la carta que resultó sencilla. Escribió una penosa frase cada vez, pensando siempre con una parte de su mente que ella regresaría mientras tecleaba. Pero no lo hizo. Finalmente, sacó la nota de la máquina de escribir y la leyó:

Querida Heidi:

Para cuando leas esto, me habré marchado. No sé exactamente dónde y tampoco sé exactamente durante cuánto tiempo, pero confío en que, cuando vuelva, todo esto haya acabado. Esta pesadilla con la que estamos viviendo.

Heidi, Michael Houston está equivocado acerca de casi todo. Leda Rossington me dijo realmente que el viejo gitano -se llama, a propósito, Taduz Lemke- tocó a Cary, y realmente me dijo que la piel de Cary se estaba endureciendo. Y Duncan Hopley realmente estaba recubierto de granos… Una cosa más horrible de lo que te puedas imaginar.

Houston se niega a emprender cualquier examen serio de los encadenamientos lógicos que le he presentado en defensa de mi mismo, y ciertamente se ha negado a combinar este encadenamiento lógico con lo inexplicable que me está sucediendo a mí (este mes setenta, y ahora ya casi cuarenta y cinco kilos). No puede hacer esas cosas, pues le sacarían por completo de su órbita si las hiciese. Le gustaría más el verme comprometido durante el resto de mi vida que pensar en considerar la posibilidad de que lo que me está sucediendo sea el resultado de una maldición gitana. La idea de que unas cosas tan fuera de lo corriente como las maldiciones gitanas puedan llegar a existir -en cualquier lugar del mundo, pero especialmente en Fairview, Connecticut-es un anatema para todo aquello en lo que ha creído Michael Houston. Sus dioses salen de botellas, no del aire.

Pero creo que, en alguna parte muy dentro de ti, crees que esto es posible. Me imagino que parte de tu cólera hacia mí durante esta última semana ha radicado en mi insistencia en que, dentro de ti misma, sabes que es verdad. Acúsame de jugar al psiquiatra aficionado, si lo deseas, pero lo he razonado así: creer en la maldición es como creer que sólo uno de nosotros está siendo castigado por algo en que ambos hemos tenido un papel. Me refiero a que evitas la culpa por tu parte…,y Dios sabe, Heidi, que, en la parte más timorata y cobarde de mi alma, siento que si he de atravesar esta diabólica disminución, tú deberías pasar también por otra…, la miseria ama la compañía, y supongo que todos tenemos una vena de un uno por ciento de enchapado de oro falso en nuestras naturalezas, unido tan fuertemente a la parte buena de nosotros, que nunca podremos librarnos de ello.

Sin embargo, existe otro lado de mí y esa otra parte te ama, Heidi, y jamás deseará que te ocurra el menor daño. Esta mejor parte mía, tiene también un lado intelectual, lógico, y ésa es la razón de que me vaya. Necesito encontrar a ese gitano, Heidi. Necesito encontrar a Taduz Lemke y contarle aquello por lo que he pasado durante las últimas seis semanas, más o menos. Es fácil culpar, es sencillo desear la venganza. Pero cuando miras las cosas de cerca, empiezas a ver que todo suceso está trabado con otro suceso; que a veces las cosas ocurren, simplemente, porque deben suceder. A ninguno de nosotros le gusta pensar así, porque nunca golpearíamos a alguien para que no le hiciese daño; debemos encontrar otra forma, y ninguna de estas otras formas es simple o satisfactoria. Deseo decirle que no existió aquí ninguna intención diabólica. Quiero pedirle si es posible invertir lo que hizo…, siempre dando por supuesto que tenga poder para hacerlo. Pero lo que apetezco hacer más que nada, es simplemente encontrarle para pedirle disculpas. Por mi…, por ti…, por todo Fairview. Puedes comprender que conozco ahora mucho más acerca de los gitanos de lo que solía. Supongo que dirás que mis ojos se han abierto. Y creo que resulta justo decirte una cosa más, Heidi -si puedo invertirlo, si averiguo que, pese a todo, tengo un futuro por el que mirar-, no perderé ese futuro en Fairview. Creo que ya estoy harto del Andy's Pub, de Lantern Drive, del club de campo, de toda esta asquerosa e hipócrita ciudad. Si he de tener ese futuro, confío en que tú y Linda vendréis a algún otro y más limpio lugar, para compartirlo conmigo. Si no lo haces, o no puedes, me iré de todas formas. Si Lemke no quiere o no puede hacer nada para ayudarme, por lo menos sentiré que he hecho todo cuanto he podido. Luego regresaré a casa, y voluntariamente me internaré en la Glassman Clinic, si es eso lo que aún quieres.

Te aliento a mostrar esta carta a Mike Houston si lo deseas, o a los médicos de la Glassman. Creo que convendrán en que lo que hago es una terapia muy buena. A fin de cuentas, razonarán, si se lo inflige como castigo (siempre están hablando de anorexia psicológica, creyendo aparentemente que si sientes la suficiente culpabilidad, puedes acelerar tu metabolismo hasta que queme muchísimas calorías por día), el enfrentarse a Lemke puede proporcionar exactamente la clase de expiación que necesita. O, razonarán, existen otras dos posibilidades: una, que Lemke se eche a reír y diga que en toda su vida ha lanzado una maldición, y por ende saltará el punto de apoyo psicológico sobre el que se equilibra mi obsesión; o bien puede ocurrir que Lemke reconozca la posibilidad de un beneficio, mienta y convenga en que me ha maldecido, y luego me embarque en alguna "cura" sin valor: pero, pensarán que, una cura sin valor para una maldición inválida, podría ser por completo efectiva…:

He contratado unos detectives a través de Kirk Penschley y han determinado que los gitanos se han estado encaminando de forma decidida hacia el norte por la Interestatal 95. Confío rastrearles en Maine. Si sucede algo definitivo, te lo haré saber lo antes posible; en el entretanto, no intentes encontrarme. Pero cree que te amo con todo mi corazón.

TUYO

Billy

Metió la carta en un sobre con el nombre de Heidi garrapateado delante y la apoyó contra la bandeja giratoria para servir la comida en la mesa de la cocina. Luego llamó un taxi para que le llevase a la oficina de Hertz en Wesport. Permaneció erguido en los escalones esperando que llegase el taxi, confiando aún en su interior que Heidi se presentaría antes y hablarían de las cosas de la nota.

No fue hasta que el taxi giró por el paseo de coches y Billy se acomodó en la parte trasera, cuando admitió ante sí mismo que hablar con Heidi, en este momento, tal vez no fuese una buena idea: el ser capaz de hablar con Heidi constituía una parte del pasado, parte del tiempo en que habían vivido en la Ciudad de los Gordos…, en más de una forma y sin siquiera saberlo.

Ése era el pasado. Si había algún futuro se encontraba en la autopista de peaje, en algún lugar de Maine, y debía conseguir cazarlo antes de que se disolviese en la nada.

Aquella noche se detuvo en Providence. Llamó a su estudio, se puso en contacto con el servicio de contestador automático, y dejó un mensaje para Kirk Penschley: ¿podría enviar todas las fotografías disponibles de los gitanos y los detalles disponibles acerca de sus vehículos, incluyendo los números de matrícula y VIN, al Hotel Sheraton en South Portland, Maine?

El servicio leyó el mensaje correctamente -un milagro menor en opinión de Billy-y lo dejó. El trayecto desde Fairview hasta Providence era de menos de doscientos cincuenta kilómetros, pero estaba agotado. Durmió sin sueños por primera vez desde hacía semanas. A la mañana siguiente, descubrió que no había balanza en el cuarto de baño del motel. Gracias, Dios mío, pensó Billy Halleck, por estos pequeños favores.

Se vistió de prisa, deteniéndose sólo una vez, y al anudarse los zapatos, se quedó sorprendido por completo al oírse silbar. A las ocho y media ya seguía de nuevo por la Interestatal, y se inscribió en el Sheraton, al otro lado de una avenida con tiendas, a las seis y media. Ya le aguardaba un mensaje de Penchsley.

Información en camino, pero con dificultades. Tal vez lleve un día o dos.

Estupendo -pensó Billy-. Un kilo al día, Kirk, qué diablos… Tres días y perderé el equivalente de media caja de cervezas. Cinco días y puedo perder el equivalente a una bolsa de harina de tamaño medio. Tómate tu tiempo, compañero… ¿Por qué no?

El South Portland Sheraton era redondo, y el cuarto de Billy tenía la forma de una porción de pastel. Su abrumadora mente, que hacía tanto tiempo que se enfrentaba a todo, encontró en cierto modo imposible tratar con un dormitorio que en un lugar se reducía a un punto. Tenía cansancio a causa del viaje por carretera y dolor de cabeza. El restaurante, pensó, era más de lo que podía soportar…, especialmente si también acababa en un punto. En vez de ello, pidió al servicio de habitaciones que le subiesen la cena.

Acababa de salir de la ducha cuando el camarero llamó a la puerta. Se arropó con la bata que la dirección tan apropiadamente había suministrado (NO ROBARÁS, decía una pequeña cartulina que colgaba de un bolsillo de la bata) y cruzó el cuarto, gritando:

–¡Un momento, por favor!

Halleck abrió la puerta… y fue saludado por primera vez con la desagradable comprobación de cómo deben sentirse los monstruos de circo. El camarero era un muchacho de no más de diecisiete años, con cabello desaliñado y hundidas mejillas, en una imitación de los roqueros punk británicos. No tenía el menor interés por sí mismo. Miró a Billy con la vacua indiferencia de un tipo que ve a centenares de hombres con la bata del hotel en cada turno; el desinterés mejoró un poco cuando bajó la vista hacia el billete para ver a cuánto ascendía la propina, pero eso fue todo. Luego los ojos del camarero se abrieron en una mirada de extrañeza que fue casi de horror. La cosa duró sólo un momento; luego la expresión de indiferencia volvió. Pero Billy la había visto.

Horror. Era casi horror.

Y la expresión de desconcierto seguía aún allí, oculta, pero todavía presente. Billy pensó que podía verla ahora porque se le había añadido otro elemento: la fascinación.

Ambos quedaron inmóviles durante un momento, trabados con el incómodo y no deseado compañerismo del papamoscas y su presa. Billy pensó vertiginosamente en Duncan Hopley sentado en su agradable casa de Ribbonmaker Lañe con todas las luces apagadas.

–Bueno, éntralo -le dijo con dureza, rompiendo aquel momento con excesiva fuerza-. ¿Vas a estar afuera toda la noche?

–Oh, no, señor -respondió el camarero de servicio de habitaciones-. Lo siento.

La sangre enrojeció su rostro y Billy sintió piedad por él. No era un punk roquero, ni algún siniestro delincuente juvenil que había acudido al circo para ver cocodrilos vivos, sino sólo un muchacho universitario que hacía un trabajo en verano, sorprendido por un hombre macilento que debía tener alguna clase de enfermedad o no.

El viejo tipo me maldijo en más de una forma -pensó Billy…

No era culpa del chico que Billy Halleck, anteriormente de Fairview, Connecticut, hubiese perdido suficiente peso casi como para la calificación de un estatus de monstruo. Le dio un dólar más de propina y se desembarazó de él tan rápidamente como pudo. Luego se dirigió al cuarto de baño y se miró en el espejo, abriendo lentamente su bata, de la forma arquetípica como lo practicaba a media luz en la intimidad de su propio cuarto. Para empezar se había dejado flojo el cinturón de la bata para empezar, lo cual dejó al descubierto la mayor parte de su pecho y parte de su vientre. Era fácilmente comprensible la conmoción del camarero al mirar sólo esto. Se hizo aún más evidente con la bata abierta y toda su parte delantera reflejada en el espejo.

Cada costilla destacaba con claridad. Sus clavículas eran unos 'bordes exquisitamente definidos y cubiertos de piel. Sus pómulos abultaban. El esternón formaba un nudo apiñado, su barriga un hueco, su pelvis una charnela de espoleta de ave. Sus piernas eran según las recordaba, largas y aún muy musculosas, con los huesos aún enterrados; de todas formas nunca había tenido allí demasiado peso. Pero, por encima de la cintura, realmente se estaba convirtiendo en un monstruo descarnado; el Esqueleto Humano.

Cuarenta y cinco kilos -pensó-. Eso es lo que hace salir el marfil interior de un hombre del armario. Ahora ya sabes qué delgado filo hay entre lo que siempre habías dado por supuesto y que de alguna forma se pensaba que seria esta profunda locura. Si alguna vez te lo preguntaste, ahora ya lo sabes. Aún pareces normal -bueno, casi normal-, con la ropa puesta, ¿pero cuánto tiempo pasará antes de que empieces a recibir miradas así, como la que te ha asestado el camarero, cuando vayas incluso vestido? ¿La semana próxima? ¿Dentro de dos semanas?

La cabeza cada vez le dolía más y, aunque antes se encontrara hambriento, comprobó que sólo podía picotear su cena. Durmió muy mal y se levantó temprano. Ya no silbó al vestirse.

Decidió que Kirk Penschley y los investigadores de Barton tenían razón: los gitanos seguirían por la línea costera. En Maine, durante el verano, era donde se encontraba la acción porque se producía donde se hallaban los turistas. Llegaban para nadar en un agua que estaba demasiado fría, para solearse (muchos días había niebla y llovía, pero los turistas nunca parecían recordarlos), comer langostas y almejas, comprar ceniceros con gaviotas pintadas en ellos, asistir a los teatros de verano en Ogunquit y Brunswick, fotografiar los faros en Portland y Pemaquid, o sólo holgazanear por sitios de moda, como Rockport, Camden y, naturalmente, Bar Harbor.

Los turistas se encontraban cerca de la costa, y también los dólares, que se mostraban tan ansiosos de sacar de sus billeteros. Allá era donde estarían los gitanos: ¿pero, dónde exactamente?

Billy hizo una lista de más de cincuenta ciudades costeras, y luego bajó a la planta baja. El barman había sido importado de Nueva Jersey, y no conocía nada más que Asbury Park, pero Billy dio con una camarera que había vivido en Maine durante toda su vida, estaba familiarizada con la zona costera y le gustaba mucho hablar de ella.

–Busco a unas personas, y estoy por completo seguro de que estarán en una ciudad costera, pero realmente no en una lujosa. Más bien una…, una…

–¿Más bien una ciudad tipo garito? – preguntó ella.

Billy asintió.

La mujer se inclinó sobre la lista.

–Old Orchard Beach -manifestó-. Ésa es la más tipo garito de todas. De la forma en que las cosas van por allí hasta el Día del Trabajo, sus amigos pasaran inadvertidos a menos que tengan tres cabezas cada uno.

–¿Y otras?

–Verá… La mayoría de las ciudades costeras se vuelven un poco garitos en verano -confesó-. Tomemos, por ejemplo, Bar Harbor. Cualquier persona que haya oído hablar de ella tiene una imagen de Bar Harbor como algo realmente lujoso…, digno…, lleno de gente rica que va por ahí con sus Rolls-Royces.

–¿Y no es así?

–No. Frenchman's Bay, tal vez, pero no Bar Harbor. En invierno es una ciudad muerta, en que la cosa más excitante que ocurre durante todo el día es el trasbordador de las diez y veinticinco. En verano, Bar Harbor es una ciudad loca. Es algo parecido a Fort Lauderdale durante las vacaciones de primavera, llena de cabezas y monstruos, y hippies súper-jubilados. Puede encontrarse en el borde de la ciudad, en Northeast Harbor, respirar hondo y quedar flipado por toda la droga que hay en Bar Harbor, si el viento es favorable. Y la atracción principal, hasta el Día del Trabajo, es un carnaval callejero. La mayoría de las ciudades que tiene en su lista son así, pero Bar Harbor se halla por encima de todo, ¿me comprende?

–Ya la he oído -replicó Billy, sonriendo.

–Solía ir allí algunas veces, en julio o agosto, y quedarme un poco, pero ya no. Soy demasiado vieja para todo eso que hay ahora.

La sonrisa de Billy se volvió melancólica. La camarera no aparentaba más de veintitrés años.

Billy le dio cinco dólares; ella le deseó un feliz veraneo y buena suerte para encontrar a sus amigos. Billy asintió, pero por primera vez no se notó tan optimista respecto de esa posibilidad.

–¿Le importaría aceptar un pequeño consejo, señor?

–En absoluto -respondió Billy, pensando que le iba a facilitar su idea del mejor lugar por donde comenzar, aunque ya lo había decidido por sí mismo.

–Debería engordar un poco -manifestó-. Coma pasta. Eso es lo que mamá le diría. Coma montones de pasta. Métase en el cuerpo algunos kilos.

Un sobre manila lleno de fotografías e información acerca de automóviles llegó para Halleck en su tercer día en South Portland. Examinó las fotografías lentamente, mirando cada una de ellas. Aquí estaba el joven que había hechos juegos malabares con los bolos; su nombre era también Lemke, Samuel Lemke. Miraba a la cámara con una franqueza no comprometedora, con aspecto de ser proclive tanto al placer como a la amistad, o a la ira y el mal humor. Aquí estaba la bonita muchacha que montaba el blanco al llegar los policías, y sí era tan maravillosa como Halleck conjeturara desde su lado del parque. Se llamaba Angelina Lemke. Colocó su foto al lado de la de Samuel Lemke. Hermano y hermana. "¿Los nietos de Susanne Lemke?", se preguntó. Los biznietos de Taduz Lemke?

Aquí estaba el hombre mayor que había tendido los folletos: Richard Crosskill. Había más Crosskills. Stanchfields. Starbirds. Más Lemkes. Y luego, cerca del fondo…

Era él. Los ojos, atrapados en dos redes de arrugas, eran oscuros, francos y llenos de una clara inteligencia. Llevaba un pañuelo en la cabeza, anudado al lado de su mejilla izquierda. Un cigarrillo aparecía hundido en sus profundamente rajados labios. La nariz era un húmedo y abierto horror, supurante y terrible.

Billy se quedó mirando la foto como hipnotizado. Había algo familiar en aquel viejo, alguna conexión que su mente no podía afinar. Luego se le ocurrió. Taduz Lemke le recordaba a uno de aquellos ancianos de los anuncios del yogur Danone, los rusos de Georgia que fumaban cigarrillos sin filtro, bebían vodka pura, vivían hasta unas edades tan asombrosas como ciento treinta, ciento cincuenta, ciento setenta. Y luego un verso de la canción de Jerry Jeff acudió a su mente, aquel acerca de Mr. Bojangles: Parecía tener los auténticos ojos de la edad…

Sí. Aquello era lo que había visto en el rostro de Taduz Lemke: eran los auténticos ojos de la edad. En aquellos ojos Billy vio un conocimiento tan profundo que convertía a todo el siglo XX en una sombra, y empezó a temblar.

Aquella noche cuando subió a la balanza en su cuarto de baño adjunto a su dormitorio en forma de porción de pastel, vio que había bajado a sesenta y dos.

Old Orchard Beach -había dicho la camarera-. Es la ciudad más garito de todas.

El recepcionista se mostró de acuerdo. Y lo mismo la chica de la cabina de información turística, seis kilómetros más allá en la autopista, aunque se negó a expresarlo en unos términos tan tajantemente peyorativos. Billy dirigió su coche de alquiler hacia Old Orchard Beach, que se hallaba a unos treinta kilómetros hacia el sur.

El tráfico se hizo más lento hasta que los coches se arrastraron parachoques contra parachoques a unos dos kilómetros de la costa. La mayor parte de los vehículos de este desfile llevaban matrículas de Canadá. Un motón de ellos eran vehículos para vacaciones que parecían lo suficientemente grandes como para transportar equipos completos de rugby profesional. La mayoría de la gente que Billy vio, tanto en las colas del tráfico, como andando por los arcenes de la carretera, parecía vestida con lo mínimo que la ley permitía, y a veces aún menos: había un motón de bikinis de tirita, un montón de trajes de baño de cuerpo entero y también un montón de carne con aceites bronceadores en exhibición.

Billy iba vestido con vaqueros, una camisa blanca de cuello abierto y una chaqueta deportiva. Sentado detrás del volante de su coche, sudaba a mares incluso con el aire acondicionado al tope. Pero no había olvidado la forma en que el chico del servicio de habitaciones le había mirado. Ésta era la forma máxima de ir desvestido que se permitiría, aunque acabase el día con sus zapatos de lona llenos de charcos de sudor.

El atascado tránsito automovilístico cruzó zonas pantanosas saladas; pasó ante dos docenas de chozas de langostas y almejas y luego rodeó un área de casas veraniegas que estaban unidas unas a otras, como un nido de setas creciendo en el rincón de una bodega húmeda. Veraneantes similar mente desvestidos se hallaban sentados en muebles de jardín delante de la mayor parte de esas casas, comiendo, leyendo novelas en rústica o, simplemente, observando el inacabable flujo del tránsito.

Dios -pensó Billy-, ¿cómo pueden soportar el hedor de los tubos de escape?

Se imaginó que tal vez les gustaba, que quizás ésa era la razón de que estuviesen sentados aquí en vez de en la playa, que aquello les recordaba su hogar.

Las casas dieron paso a los moteles con letreros en los que se leía ON PARLE FRANÇAIS ICI y PAPEL MONEDA CANADIENSE A LA PAR A PARTIR DE 250 DÓLARES y A TRES MINUTOS DEL OCÉANO: BONJOUR Á NOS AMIS DE LA BELLE PROVINCE!

Los moteles cedieron el paso a una calle principal que parecía albergar tiendas de máquinas de fotografiar a bajos precios, tiendas de recuerdos, emporios de libros pornos. Muchachos con pantalones cortos y camisetas holgazaneaban arriba y abajo, algunos dándose la mano, otros sobre patines, abriéndose paso a través de grupos de peatones con aburrido impulso. Ante los consternados y fascinados ojos de Halleck, todos parecían tener exceso de peso y todos -incluso los chicos sobre patines- parecían comer algo: un trozo de pizza aquí, un Chipwich allí, una bolsa de Doritos, una bolsa de palomitas de maíz, un cono de algodón dulce. Vio a un hombre gordo con una camisa blanca suelta, unas bermudas verdes haciendo bolsas, y sandalias de correa, que mordisqueaba una salchicha de casi medio metro de longitud. Una tira de algo que parecía cebolla o sauerkraut le pendía del mentón. Llevaba otras dos salchichas entre los gordezuelos dedos de su mano izquierda, y para Billy parecía más bien un mago teatral mostrando pelotas rojas de caucho antes de hacerlas desaparecer.

Una avenida central se presentó a continuación. Una montaña rusa se alzaba ante el cielo. Una réplica gigante de un navío viquingo oscilaba hacia atrás y hacia adelante en unos semicírculos empinados mientras los viajeros atrapados dentro proferían gritos. Sonaban campanas y destellaban luces en una arcada a la izquierda de Billy; a su derecha, unos adolescentes con camisas a rayas conducían autos de choque, acometiéndose unos a otros. Exactamente más allá de la arcada, un joven y una joven se besaban. Los brazos de ella estaban trabados en torno del cuello de él. Una de las manos del joven se posaba en el trasero de ella y la otra mano sostenía una lata de Budweiser.

-pensó Billy-. sí, éste es el lugar. Debe serlo.

Estacionó su coche en un espacio de sobrecalentado macadán, pagó al vigilante diecisiete dólares por medio día de estadía, trasladó la billetera de su bolsillo en la cadera al bolsillo interior de su chaqueta deportiva y comenzó la caza.

Al principio pensó que la perdida de peso se había acelerado. Todos le miraban. La parte racional de su mente rápidamente le tranquilizó respecto de que sólo era a causa de sus prendas y no del aspecto que tenía dentro de sus ropas.

La gente te mira de la misma forma como si te mostrases por esta acera llevando un traje de baño y una camiseta en octubre, Billy. Tómatelo con calma. Tienes algunas cosas que mirar, y por ahí hay mucho de eso.

Y aquello era ciertamente verdad. Billy vio una mujer gorda con un bikini negro, con su piel profundamente bronceada y reluciente de aceite. Su barriga era pródiga, la flexibilidad de los largos músculos de sus muslos resultaba casi mítica y extrañamente excitante. Avanzó hacia la amplia extensión de la blanca playa como un trasatlántico, con sus posaderas flexionándose en ondulaciones parecidas a olas. Vio a un caniche grotescamente gordo, con sus rizos cortados para el verano, con la lengua -más gris que rosada- sobresaliéndole apáticamente, sentado al lado de un puesto de pizzas. Vio dos peleas a puñetazos. Vio a una gran gaviota de alas moteadas de gris y fijos ojos negros precipitarse y arrebatar un grasiento bizcocho de la mano de un niñito en un cochecillo.

Más allá de todo esto se hallaba el creciente, inmaculadamente blanco, de la playa de Old Orchard, aunque su blancura se hallaba ahora casi por completo oscurecida por las hamacas reclinables para tomar el sol, cosa normal en un día de principios de verano a mediodía. Pero tanto la playa como el Atlántico que se encontraba más allá, parecían en cierto modo reducidos y abaratados por los pulsos y pausas eróticos de la avenida: los atascos de personas con comida secándoseles en las manos y en los labios y mejillas, los gritos de los buhoneros ("¡Te adivino el peso! – oyó decir a alguien a su izquierda-. Si me equivoco en más de dos kilos ganas tú"), los pequeños chillidos de los que montaban en la feria, la estridente música de rock que surgía de los bares.

De repente, Billy comenzó a sentirse irreal de forma decidida, fuera de sí mismo, como si se tratase de uno de aquellos ejemplos de revistas Fate de proyección astral. Nombres -Heidi, Penschley, Linda, Houston- parecieron de repente sonar a falsos y a poca cosa, como los nombres que se componen sobre la marcha para un mal relato. Tuvo la sensación de que podía mirar detrás de las cosas y ver las luces, las cámaras, las llaves y algún "mundo real" inimaginable. El olor del mar parecía abrumado ante un olor de alimentos podridos y sal. Los sonidos se hacían distantes, como si flotasen a lo largo de un ancho vestíbulo.

Mierda, proyección astral -pronunció una voz tenue-. Me parece que estás a punto de pillar una insolación, amigo mío.

Eso es ridículo. No he tenido una insolación en toda mi vida.

Bueno, supongo que cuando uno pierde cincuenta y cuatro kilos, el termostato se va al carajo. ¿Vas a salir ahora del sol o te llevarán a una sala de urgencias en alguna parte donde te proporcionarán una Cruz Azul y un número de Protección Azul?

–Muy bien, ya me has hablado de ello -musitó Billy.

Un chico que pasaba a su lado y que se iba metiendo una caja de Reese's Pieces en la boca, se volvió y le dirigió una dura mirada.

Más adelante apareció un bar llamado The Seven Seas. En la puerta se veían dos letreros: FRÍO HELADO, decía uno. HORA DE FELICIDAD TERMINAL, rezaba el otro.

Billy entró.

El Seven Seas no sólo estaba fríamente helado, sino benditamente silencioso. Un letrero en la máquina de discos decía: ALGÚN CRETINO ME PATEÓ ANOCHE Y AHORA NO FUNCIONO. Debajo aparecía la traducción al francés del mismo comentario. Pero Billy pensó que, por lo viejo que era el cartel y por el polvo que aparecía en el juke-box, aquel "anoche" en cuestión debía de haber ocurrido hacía ya muchos años. En el bar se veía algunos parroquianos, en su mayor parte hombres mayores y vestidos de la misma forma que Billy: más para ir por la calle que por la playa. Algunos jugaban al ajedrez y al back gamón. Casi todos llevaban sombrero.

–¿Desea algo? – preguntó el barman, acercándose a él.

–Me gustaría una Schooner, por favor.

–Hecho.

Llegó la cerveza. Billy se la bebió lentamente, observando el flujo y reflujo de la acera afuera de las ventanas del bar, escuchando el murmullo de los ancianos. Sintió que parte de su fuerza -parte de su sentido de la realidad- le comenzaba a regresar.

El barman se presentó de nuevo.

–¿Quiere repetir?

–Por favor… Y me gustaría hablar unas palabras con usted, si tiene tiempo.

–¿Acerca de qué?

–De algunas personas que han debido pasar por aquí.

–¿Dónde es ese aquí? ¿Por el Seas?

–Por Old Orchard.

El barman se echó a reír.

–Por lo que he visto hasta ahora, todos los de Maine y la mitad de Canadá pasan por aquí en verano, amigo…

–Éstos eran gitanos.

El barman gruñó y le trajo a Billy otra botella de Schooner.

–Querrá decir que los trae el negocio. Lo mismo les pasa a quienes acuden a Old Orchard en verano. Aquí las cosas son diferentes. La mayoría de los tipos de por aquí viven en este lugar todo el año. La gente de ahí…

Hizo un ademán hacia la ventana, despreciándolos con un movimiento de la muñeca.

–Les atrae el asunto. Como a usted.

Billy se sirvió la cerveza vertiéndola con cuidado por un lado de su copa y luego dejó un billete de diez dólares encima de la barra.

–No estoy seguro de que nos comprendamos. Hablo de auténticos y actuales gitanos, no de turistas o veraneantes.

–Auténticos… Oh, se debe referir a esos tipos que acamparon en Salt Shack.

El corazón de Billy se le aceleró en el pecho.

–¿Podría mostrarle algunas fotos?

–No serviría de nada. Yo no los vi.

Se quedó mirando durante un momento el billete de diez dólares y luego llamó:

–¡Lon! ¡Lonnie! ¡Ven aquí un momento!

Uno de los ancianos que estaba sentado al lado de la ventana se levantó y anduvo de un extremo al otro de la barra. Llevaba unos pantalones grises de algodón, una camisa blanca que era demasiado grande para él y un sombrero de paja. Su rostro parecía cansado. Sólo sus ojos se veían vivaces. A Billy le recordó a alguien y, al cabo de unos momentos, lo comprendió. El viejo se parecía a Lee Strasberg, el maestro y actor.

–Éste es Lon Enders -declaró el barman-. Ha conseguido una buena casa al oeste de la ciudad. Al mismo lado que el Salt Shack. Lon ve todo lo que pasa en Old Orchard.

–Me llamo Bill Halleck.

–Me alegro de conocerle -respondió Lon Enders con una voz tenue, y se situó en el taburete de al lado de Billy.

Realmente no pareció sentarse; más bien sus rodillas se doblaron en el momento en que sus posaderas se acomodaron encima del afelpado.

–¿Quiere una cerveza? – preguntó Billy.

–No puedo -respondió aquella voz tenue y oxidada.

Billy movió su cabeza levemente para evitar el súper dulzón olor del aliento de Enders.

–Ya he tomado la del día. El médico dice que no puedo tomar más. Las tripas se me retuercen. Si yo fuese un coche estaría ya para el desguace.

–Oh… -exclamó Billy con poca convicción.

El barman se apartó de ellos y comenzó a meter copas de cerveza en el lavaplatos. Enders miró el billete de diez dólares. Luego alzó la vista hacia Billy.

Halleck explicó de nuevo las cosas, mientras la blanca y cansada cara de Enders, demasiado brillante, presentaba un aspecto soñador en las sombras del Seven Seas y las campanas de la arcada sonaban levemente, como sonidos entreoídos en un sueño…

–Estuvieron aquí -dijo una vez que terminó Billy-. Estuvieron aquí, en efecto. Hacía siete años o más que no veía gitanos. Y no había visto semejante pandilla en tal vez veinte años.

La mano derecha de Billy apretó la copa de cerveza que sostenía, y tuvo, conscientemente, que aflojar la presión para no llegar a romperla. Dejó cuidadosamente la copa encima de la barra.

–¿Cuándo? ¿Está seguro? ¿Tiene alguna idea de dónde pueden haber ido? ¿Podría…?

Enders alzó una mano: era tan blanca como la de un hombre ahogado que sobresaliese de un pozo, y a Billy le pareció apagadamente transparente.

–Tranquilícese, amigo mío -le dijo con su susurrante voz-. Le diré todo lo que sé.

Con el mismo esfuerzo consciente, Billy procuró no decir nada.

Sólo aguardar.

Tomaré los diez dólares porque tiene aspecto de podérselo permitir, amigo mío -susurró Enders.

Se los metió en el bolsillo de su camisa, y luego se llevó el pulgar y el índice de la mano izquierda a la boca, para ajustarse la parte superior de la dentadura postiza.

–Pero se lo contaría también gratis. Diablos, cuando te haces viejo pagarías porque alguien te escuchase… Pregúntele a Timmy si puedo conseguir un vaso de agua fría… Incluso una cerveza es demasiado, lo reconozco… Me arde lo que aún me queda en el estómago… Pero para un hombre resulta difícil abandonar todos sus placeres, incluso cuando ya no le representan ningún placer…

Billy llamó al barman y éste le trajo a Enders su agua helada.

–¿Estás bien, Lon? – le preguntó cuando se la dejó delante.

–He estado mejor y he estado peor -susurró Lon.

Y tomó el vaso. Por un momento, Billy pensó que demostraría ser demasiado pesado. Pero el anciano logró llevárselo a la boca, aunque derramó por el camino un poco de agua.

–¿Quieres hablar con este tipo? – quiso saber Timmy. El agua fría pareció revivir a Enders. Dejó otra vez el vaso encima de la barra, miró a Billy y luego dirigió otra vez la vista al barman.

–Creo que alguien debería hacerlo -manifestó-. Aún no está tan mal como yo…, pero está lográndolo.

Enders vivía en una pequeña colonia de jubilados en Cove Road. Explicó que Cove Road constituía una parte del "auténtico Old Orchard", la única de la que no se preocupaban los tips…

¿Tips? -preguntó Billy.

–Las muchedumbres, amigo mío, las muchedumbres. Yo y mi mujer llegamos a esta ciudad en 1946, poco después de la guerra. Y desde entonces hemos estado aquí. He aprendido de un maestro en formación de multitudes, de Lonesome Tommy McGhee, muerto hace ya muchos años. He conseguido que me griten las tripas, y lo que oye ahora es todo lo que queda.

Volvió de nuevo la risilla, casi tan débil como un soplo de brisa antes del amanecer.

Enders había conocido a todos los asociados con el carnaval veraniego que constituía, al parecer, el Old Orchard: los buhoneros, los voceadores de la feria, los estibadores, los apagavidrios (vendedores de recuerdos), los hombres perro (los mecánicos de los caballitos), los de los autochoques, los artistas de circo, las tipas y los alcahuetes. La mayor parte de ellos eran gente estable que había conocido durante décadas, o gente que regresaba cada verano como aves migratorias. Formaban una comunidad fija, en su mayoría encantadora, que los veraneantes nunca veían.

También conocía una amplia porción de lo que el barman había llamado "el negocio del errabundeo". Aquellos eran los verdaderos transeúntes, gente que se mostraba durante una o dos semanas, hacía algunos negocios en la febril atmósfera de fiesta de la ciudad de Old Orchard, y luego se iba una vez más.

–¿Y los recuerda a todos? – preguntó Billy dudoso¡

–Oh, no podía hacerlo si fuesen distintos de un año a otro -susurró Enders-, pero ésa no es la forma en que funcionan los negocios errabundos. No son tan regulares como los de los caballitos y los autos de choque, pero también tienen una pauta. Ves a un tipo de ésos aparecer por el paseo de tablas de la playa, en 1957, vendiendo Hula Hoops que sostiene en la mano. Y luego leo ves de nuevo, en 1960, vendiendo relojes caros a tres dólares la unidad. Su cabello es tal vez negro en vez de rubio, y de este modo cree que la gente no le reconocerá, y supongo que eso es cierto para los veraneantes, aunque fuese en 1957, porque reincidían en que les timasen. Nosotros sí los conocemos. Conocemos este tipo de negocios. Nada cambia, excepto lo que venden, y todo lo que venden se encuentra siempre unos cuantos pasos fuera de la ley. Los vendedores de estupefacientes. Son demasiados y siempre acaban en la cárcel o se mueren. Y las putas se hacen viejas demasiado de prisa como para recordarlas. Pero lo que usted quiere es hablar de gitanos. Supongo que son los más viejos en estos negocios.

Billy sacó su sobre de fotografías del bolsillo de su chaqueta deportiva y las depositó con cuidado como el servidor de una mano de póquer: Gina Lemke, Samuel Lemke, Richard Crosskill, Maura Starbird.

Taduz Lemke

–¡Ah!

El viejo del taburete respiró con fuerza cuando Billy depositó esta última, y luego habló directamente a la fotografía, produciéndole a Billy piel de gallina.

–¡Teddy, viejo alcahuete!

Alzó la vista hacia Billy y sonrió, pero Halleck no se engañó: el viejo tenía miedo.

–Creí que era él -manifestó-. No vi nada más que una sombra en la oscuridad… Fue algo que sucedió hace tres semanas. Nada más que una forma en la oscuridad, pero creí… No, supe…

Se llevó de nuevo el vaso de agua a la boca, vertiendo aún más líquido, esta vez en la pechera de su camisa. El frío le hizo jadear.

El barman se presentó y favoreció a Billy con una mirada hostil. Enders mantuvo alzada la mano de forma ausente, para mostrar que se encontraba bien. Timmy se retiró otra vez al lavaplatos. Enders dio vuelta la foto de Taduz Lemke. Escrito en la parte posterior se leía Foto tomada en Attleboro Mass… mediados de mayo de 1983.

–Y no había envejecido un día desde que le vi a él y a sus amigos en el verano de 1963 -acabó Enders.

Habían instalado el campamento detrás de Herk's Salt Shack Lobster Barn, en la carretera 27. Permanecieron allí durante cuatro días y cuatro noches. En la mañana del quinto día, simplemente se fueron. Cove Road estaba cerca, y Enders dijo que había andado aquel kilómetro la segunda noche en que los gitanos se encontraban allí (a Billy le resultaba difícil imaginarse a aquel hombre fantasmal dar la vuelta a la manzana, pero lo pasó por alto), deseaba verlos -manifestó-, porque le recordaban los viejos días cuando un hombre podía dirigir su propio negocio si tenía un negocio que dirigir, y John Law se apartaba de su camino y le dejaba actuar en paz.

–Permanecí al lado de la carretera en silencio durante un rato -explicó-. Se trataba de la acostumbrada disposición empleada por los gitanos: cuanto más cambian las cosas, más siguen siendo las mismas. Solían ser todo tiendas y ahora eran camionetas y casas rodantes y cosas así, pero lo que ocurría en su interior seguía siendo exactamente igual. Una mujer que decía la buenaventura. Dos, tres mujeres que vendían pócimas para las damas… Dos, tres hombres que vendían pócimas para los hombres. Supongo que se hubieran quedado más tiempo, pero escuché que planeaban una pelea de perros para algunos ricos locales y que los policías del Estado lo habían barruntado.

¡Peleas de perros!

–A la gente le gusta apostar, amigo mío, y este tipo de negocios trashumantes siempre desea disponer las cosas cuando se quiere apostar; ésta es una de las cosas para las que está el negocio. Perros o gallos con espolones de acero, o tal vez incluso dos hombres con esas aguzadas navajas que parecen casi punzones, y cada uno de ellos muerde el extremo de un pañuelo, y el que deja caer primero su lado es el perdedor. Lo que los gitanos llaman "una pelea justa".

Enders se estaba mirando en el espejo de la parte trasera del bar: a sí mismo y a través de sí mismo.

–Era como en los viejos tiempos, eso es -manifestó soñador-. Podía oler su carne, la forma en que la curan, y pimientos verdes, y el aceite de oliva del que tanto gustan, y que huele a rancio al sacarlo de la lata y luego dulce cuando se cocina con él. Y pude oírles hablar con su pintoresco lenguaje y aquel ruido sordo opresivo, procedente de alguien que arrojaba cuchillos contra un tablero. Alguien horneaba pan a la antigua usanza, sobre piedras calientes. Hizo una pausa.

–Era como en los viejos tiempos, pero no lo era. Sentí miedo. Bueno, en realidad, los gitanos siempre me han asustado un poco; había un diferencia y yo no hubiera vuelto a aquello de ninguna forma. Diablos, yo era un hombre blanco, ¿verdad? En los viejos tiempos hubiera caminado en línea recta hasta su fuego de campamento de una forma franca, y comprado una bebida o estrechado algunas manos, no a causa de que desease beber algo o una cosa simbólica, sino, simplemente, para echar un vistazo por allí. Pero los viejos tiempos me han convertido en un viejo, amigo mío y, cuando un viejo se asusta, no hace las cosas a tontas y a locas, como lo hacía en la época en que aprendía a afeitarse. Se produjo otra pausa.

»Por lo tanto, me quedé allí en la oscuridad, con la Salt Shack a uno de mis lados y todas aquellas camionetas y casas rodantes allí detenidas al otro, observándoles caminar de un lugar a otro frente a su fuego, escuchándoles hablar y reír, oliendo su comida. Y luego se abrió la parte trasera de una casa rodante; tenía la foto de una mujer a un costado, y un caballo blanco con un cuerno sobresaliéndole de la cabeza, no sé cómo se llama eso…

–Unicornio -replicó Billy.

Y su voz pareció proceder de alguna otra parte o de alguna otra persona. Conocía muy bien aquella imagen, puesto que la había visto por primera vez el día en que los gitanos aparecieron en los terrenos públicos de Fairview.

–Luego salió alguien -prosiguió Enders-. Era sólo una sombra y la punta encendida de un cigarrillo, pero supe quién era.

Dio unos golpecitos en la fotografía del hombre del pañuelo en la cabeza con uno de sus pálidos dedos.

–Era él. Su tipo…

–¿Está seguro?

–Chupó profundamente de su colilla y vi… eso…

Señaló lo que quedaba de la nariz de Taduz Lemke, pero no llegó a tocar la brillante superficie de la fotografía, como si con aquel roce se arriesgase a una contaminación.

–¿Habló con él?

–No -repuso Enders-, fue él quien habló conmigo. Yo seguía allí de pie en la oscuridad, y juro por Dios que ni siquiera miraba en mi dirección. Y dijo:

»¿Echas un poco de menos a tu mujer, eh, Flash? No te preocupes, la verás ya muy pronto.

»Luego se quitó el cigarrillo con un capirotazo de los dedos y se acercó al fuego. Vi el aro de su oreja destellar una vez a la luz de la lumbre, y eso fue todo.

Se enjugó unas pequeñas gotas de agua del mentón con el dorso de la mano y se quedó mirando a Billy.

–Eso de Flash era lo que solían llamarme cuando, en los años cincuenta, trabajaba en los muelles para ganarme la vida, pero hacía muchos años que nadie me llamaba ya así. Yo me encontraba entre las sombras, pero me vio y me llamó por mi viejo nombre, lo que me, figuro que los gitanos denominarían mi nombre secreto. Tienen en mucho el conocer el nombre secreto de un hombre.

–¿De veras? – preguntó Billy, casi para sí mismo.

Timmy, el barman, se presentó de nuevo. Esta vez le habló a Billy casi amablemente, y también como si Lon Enders no estuviera allí.

–Ya se ha ganado los diez pavos, compañero. Déjele en paz. No está muy bien, y esta pequeña discusión no le pondrá mejor…

–Estoy bien, Timmy -replicó Enders.

Timmy no le miró. En vez de ello miró a Billy.

–Quiero que se vaya de aquí -le dijo a Billy, en la misma voz razonable y casi amable-. No me gusta su aspecto. Parece como la mala suerte en espera de un lugar donde producirse. Las cervezas son gratis. Simplemente, váyase.

Billy se quedó mirando al tabernero, sintiéndose asustado y en cierto modo humillado.

–Muy bien -le dijo-. Una pregunta más y me marcharé.

Se volvió hacia Enders.

–¿Hacia dónde se fueron?

–No lo sé -respondió al instante Enders-. Los gitanos, amigo mío, nunca dejan dirección.

Los hombros de Billy se derrumbaron.

–Pero estaba levantado cuando se fueron al día siguiente. Ya ni duermo una mierda, y la mayor parte de sus camionetas y coches no andan muy bien de silenciadores. Les vi encaminarse a la Autopista 27 y luego girar al norte a la Carretera 1. Supongo que se irían a… Rockland.

El viejo lanzó un profundo y tembloroso suspiro que hizo que Billy se inclinase preocupado hacia adelante.

–Rockland o tal vez Boothbay Harbor. Sí. Y esto es todo lo que sé, amigo mío, excepto que, cuando me llamaron Flash, cuando pronunciaron mi nombre secreto, me meé a lo largo de la pierna hasta mi zapatilla de tenis del pie izquierdo.

Y, de repente, Lon Enders se echó a llorar.

–Señor… ¿hace el favor de marcharse? – pidió Timmy.

–Ya me voy -replicó Billy, y lo hizo, deteniéndose sólo un momento para oprimir un poco el estrecho y casi etéreo hombro de aquel hombre.

Afuera, el sol le golpeó como un martillo. Era mediada la tarde, el sol viajaba ya hacia el oeste y, al mirar hacia su izquierda, vio su propia sombra tan flaca como el palo de un pirulí, vertida sobre la blanca y caliente arena como si se tratase de tinta.

Marcó el número de zona 203.

Le dan mucha importancia a conocer el nombre secreto de un hombre.

Luego el 555.

Quiero que salga de aquí. No me gusta su aspecto.

Marcó el 9231 y escuchó el teléfono comenzar a sonar en su casa, en Ciudad de los Gordos.

Parece como la mala suerte aguardando…

–Hola…

La voz, expectante y un poco sin aliento, no era la de Heidi sino la de Linda. Tumbado en la cama en su habitación de hotel en forma de trozo de pastel, Billy cerró los ojos contra el repentino escozor de las lágrimas. La vio como la noche en que había andado con ella por Lantern Drive, habiéndole acerca del accidente: con sus viejos pantalones cortos y sus largas e inexpertas piernas.

¿Qué le vas a decir, muchacho? Que te has pasado el día en la playa sudando a mares, ese almuerzo con dos cervezas y que, a pesar de una copiosa cena, no con uno sino con dos lomos, hoy has perdido kilo y medio en vez del kilo acostumbrado?

–Hola…

¿Que eres la mala suerte, en espera de un lugar donde mostrarse? ¿Que sientes haber mentido, pero que todos los padres lo hacen?

–Hola… ¿Hay alguien ahí? ¿Eres tú, Bobby?

Con los ojos aún cerrados, contestó:

–Soy papá, Linda…

¿Papá?

–Cariño, no puedo hablar -le dijo.

Porque estoy casi llorando.

»Aún sigo perdiendo peso, pero creo haber encontrado el rastro de Lemke. Díselo a tu madre. Que creo haber encontrado el rastro de Lemke… ¿Lo recordarás?

–¡Papá, por favor, vuelve a casa!

Lloraba. La mano de Billy emblanqueció en el teléfono.

»Te echo de menos, y no permitiré que ella me mande fuera otra vez.

Apagadamente, ahora pudo escuchar a Heidi:

–¿Lin? ¿Es papá?

–Te quiero, muñeca -le dijo-. Y amo a tu madre.

Papá…

Se produjo una confusión de pequeños sonidos. Luego Heidi se puso al teléfono.

–¿Billy? Billy, por favor, deja eso y vuelve a casa con nosotras.

Billy colgó con cuidado el teléfono, rodó sobre la cama y sepultó su rostro entre sus cruzados brazos.

Pagó a la mañana siguiente la cuenta en el South Portland Sheraton y se encaminó hacia el norte por la larga autopista costera número 1, que comienza en Fort Kent, Maine, y acaba en Key West, Florida. Rockland o tal vez Boothbay Harbor, había dicho el viejo de la Seven Seas, pero Billy no quería pasar nada por alto, Se detuvo en cada estación de servicio del lado norte de la carretera; se detuvo en almacenes donde los viejos sé sentaban delante en sillas de jardín, masticando palillos de dientes o cerillas de madera. Mostró sus fotos a todo el mundo que quiso mirarlas; cambió dos cheques de viajero de cien dólares por veinte billetes de diez dólares, y los fue entregando como un hombre que promociona una emisión de radio de dudosa audiencia. Las cuatro fotografías que mostraba con mayor frecuencia eran la de la chica, Gina, con su piel oliva claro y sus oscuros y prometedores ojos; el ex coche fúnebre Cadillac; el microbús VW con la muchacha y el unicornio pintados a un lado. Y la de Taduz Lemke.

Al igual que Lon Enders, la gente no quería ni siquiera tocarla.

Pero fueron de ayuda, y Billy Halleck no tuvo el menor problema en seguir a los gitanos a lo largo de la costa. No se trataba del asunto de que las matrículas no fuesen del Estado; había montones de este tipo de matrículas en Maine durante el verano. Se trataba de la forma en que los coches y las camionetas viajaban juntos, casi pegados; los coloreados dibujos a los lados; los mismos gitanos. La mayoría de la gente con la que hablaba Billy alegaba que las mujeres o los niños habían robado cosas, pero todos parecían vagos respecto de lo robado, y ninguno, por lo que pudo comprobar Billy, había avisado a la Policía a causa de estos presuntos ladrones.

La mayoría de ellos recordaban al viejo gitano con la macilenta nariz: si le habían visto, le recordaban por encima de todo.

Sentado en el Seven Seas con Lon Enders, se hallaba a tres semanas de distancia de los gitanos. El propietario de la gasolinera' Bob's Speedy-Ser no fue capaz de recordar el día en que les había llenado de gasolina sus coches, camiones y camionetas, sino sólo que "hedían condenadamente". Billy pensó que Bob también olía bastante, pero decidió que decirlo sería más bien imprudente. El muchacho universitario del Falmouth Beverage Barn, al otro lado de la carretera del Speedy-Ser le dijo exactamente el día: había sido el 2 de junio, el día de su cumpleaños, cuando lo pasó tan mal por tener que trabajar. El día en que Bill habló con ellos fue el 20 de junio, y se encontraba con dieciocho días de retraso. Los gitanos trataban de encontrar un sitio para acampar, un poco más al norte en la zona de Brunswick, y siguieron su camino. El 4 de junio acamparon en Boothbay Harbor. No en la misma línea costera, naturalmente, pero sí encontraron a un granjero deseoso de alquilarles un henar, en la zona de Kenniston Hill, por veinte dólares cada noche.

Permanecieron sólo tres días en aquella zona: la temporada veraniega no había hecho más que empezar y el botín fue escaso, El granjero se llamaba Washburn. Cuando Billy le mostró la foto de Taduz Lemke asintió y se santiguó, de una forma rápida y (Billy estaba convencido de ello) también inconsciente.

–Nunca he visto a un viejo moverse tan de prisa como lo hizo, le vi partir más leña de la que mis hijos podían traer.

Washburn titubeó y añadió:

–No me gustó. Y no era sólo su nariz. Diablos, mi propio abuelo tuvo cáncer de piel y antes de llevárselo a la tumba le abrió un agujero en la mejilla del tamaño de un cenicero. Pues bien, no nos gusta esto, pero aún nos gustan los abuelos… No sé si entiende lo que quiero decir…

Billy asintió.

–Pero este tipo… No me gustó. Me pareció una bestia…

Billy pensó en pedirle una aclaración acerca de aquel calificativo. Pero se percató de que no necesitaba una explicación.

–Es una bestia -repitió Billy con gran sinceridad.

–Comencé a desear verles desaparecer por la carretera -le dijo a Billy-. Veinte dólares por noche sólo por limpiar un poco de basura es una buena remuneración, pero mi mujer les tenía miedo y a mí también me daban un poco de pavor. Por lo tanto aquella mañana me presenté ante ese Lemke para darle la noticia, antes de que perdiese los nervios. Pero ya estaban guardándolo todo. Me alivió muchísimo.

–Y se encaminaron de nuevo hacia el norte.

–Sí, seguro que sí. Me encontraba en lo alto de aquella colina de ahí -señaló-, y observé cómo tomaban la carretera número 1, hasta perderse de vista. Quedé muy contento al verles marcharse.

–Sí. Estoy seguro de ello…

Washburn dirigió sus críticos y preocupados ojos hacia Billy.

–¿Quiere acercarse a la casa y tomar un vaso frío de leche? Parece cansado.

–Gracias, pero debo llegar a la zona de Owl's Head antes de ponerse el sol, si me es posible.

–¿Para buscarle?

–Sí.

–Pues si le encuentra, confío en que no se lo coma, porque me pareció hambriento.

Billy habló con Washburn el día 21 -el primer día oficial del verano, aunque las carreteras ya estaban llenas de turistas y tuvo que seguir todo el camino tierra adentro hasta Sheepscot antes de encontrar un motel con el letrero de libre- y los gitanos habían salido de Boothbay Harbor la mañana del día 8. Le separaban de ellos trece días.

Luego hubo un par de días en que pareció que los gitanos se habían ido al fin del mundo. No les habían visto en Owl's Head, ni en Rockland, aunque ambas fueran ciudades turísticas de primera clase. Los empleados de las gasolineras y las camareras miraron sus fotos, pero negaron con las cabezas.

Sintiendo lúgubremente ansias de vomitar preciosas calorías por encima de la barandilla – nunca había sido muy buen marinero-, Billy tomó el trasbordador interinsular desde Owl's Head hasta Vinalhaven, pero los gitanos tampoco habían estado allí.

En la noche del día 23 llamó a Kirk Penschley, confiando en conseguir nueva información, y cuando Kirk se puso al teléfono se produjo un pintoresco doble clic exactamente en el momento en que Kirk preguntó:

–¿Cómo estás, Bill, muchacho? ¿Y dónde te encuentras?

Billy colgó rápidamente, sudando. Se había quedado con la última plaza del Harnorview Motel de Rockland, y sabía que, probablemente, no habría ninguna otra plaza de motel entre aquí y Bangor, pero, de repente, decidió que se marchaba, aunque eso significara tener que pasarse la noche durmiendo en el coche en alguna carretera entre pastos. Aquel doble clic. No le había preocupado en absoluto. A veces escuchas el ruido de que están interviniendo el teléfono, o que emplean equipos de grabación.

Heidi ha firmado documentos por ti, Billy.

Es la cosa más condenadamente estúpida que jamás haya oído.

Los ha firmado y Houston los ha firmado también junto a ella.

¡Permíteme un jodido descanso!

Déjalo, Billy.

Se fue. Heidi, Houston, aparte de la posibilidad del equipo de grabación, demostró ser la mejor cosa que hubiera podido hacer. Mientras se inscribía en el Bangor Ramada Inn aquella mañana a las dos, mostró al recepcionista las fotos -ahora ya se había convertido en un hábito- y el empleado asintió al instante.

–Sí, llevé a mi chica y consiguió que le leyesen la suerte -explicó.

Tomó la fotografía de Gina Lemke e hizo rodar sus ojos.

–Sabe realmente usar esa honda suya. Y también tiene el aspecto de saber hacer bien muchas otras cosas, si entiende lo qué quiero decir.

Meneó la mano como si se quitase agua de la punta de los dedos.

–Mi chica echó un vistazo a la forma en que yo la estaba mirando, y en seguida me sacó de allí a toda velocidad.

Y se echó a reír.

Un momento antes, Billy se encontraba tan cansado que sólo pensaba en irse a la cama. Pero ahora estaba de nuevo despierto por completo, con el estómago hormigueándole de adrenalina.

–¿Dónde? ¿Dónde estaban? ¿O dónde están aún…?

–No, ya no están. Se encontraban en Parsons, pero ya se han marchado, eso es. Estuve allí el otro día.

–¿Es la casa de un granjero?

–No, es donde solía estar el Bargain Barn de Parsons, hasta que se quemó el año pasado.

Lanzó una incómoda mirada a la forma en que el suéter de Billy se amoldaba a su cuerpo, a los huesos de los pómulos y a los contornos parecidos a una calavera del rostro de Billy, en donde los ojos ardían como una vela.

–Eh… ¿Desea inscribirse?

Billy encontró el Bargain Barn de Parsons al día siguiente: se trataba de un cobertizo abrasado de bloques de cemento en medio de lo que parecían unas cinco hectáreas de abandonada zona de estacionamiento. Anduvo despacio por encima del rajado macadán, haciendo resonar los tacones. Se veían latas de cerveza y de gaseosa. En unas cortezas de queso se arrastraban por allí escarabajos. Aquí aparecía aún una reluciente pelota ("¡Eh, Gina!", gritó una voz fantasmal en su cabeza). También surgían los muertos recubrimientos de globos estallados y dos preservativos usados, tan parecidos a los globos.

Sí, habían estado aquí.

–Te huelo, viejo -susurró Billy a los restos del Bargain Barn, y a los espacios vacíos que habían sido ventanas y que parecían devolver la mirada con cetrino disgusto a aquel hombre flaco y parecido a un espantapájaros. El lugar estaba encantado, pero Billy no sintió miedo. Le había vuelto la ira, que llevaba como una segunda piel. Ira hacia Heidi, hacia Taduz Lemke, hacia los llamados amigos como Kirk Penschley que se suponía que debían estar de su parte, pero que se habían vuelto contra él. Que se habían vuelto o lo harían.

Pero no importaba. Incluso por sí mismo, incluso con sus cincuenta y nueve kilos, aún quedaba lo suficiente de él para dar con aquel viejo gitano.

¿Y qué ocurriría entonces?

Pues ya se vería, ¿verdad?

–Te huelo, viejo -repitió Billy, y se dirigió a un lado del edificio. Allí había un letrero de un corredor de bienes raíces. Billy sacó la agenda de su bolsillo trasero y apuntó allí la información.

El nombre del corredor era Frank Quigley, pero insistió en que Billy le llamase Biff. En las paredes se veían fotos enmarcadas de Biff Quigley en su época de la escuela superior. En la mayor parte de ellas, Biff llevaba una casco de rugby. Encima del escritorio de Biff se hallaba un montón de placas de bronce, en las que se leía debajo un pequeño signo de: LICENCIA DE CONDUCTOR FRANCÉS.

Sí, explicó Biff, había alquilado aquel espacio al viejo gitano con la aprobación de Mr. Parsons.

–Se imaginó que no podía tener peor aspecto del que ya presenta ahora -explicó Biff Quigley-, y supongo que en esto tenía razón.

Se retrepó en su silla giratoria, con sus ojos apuntando incesantemente al rostro de Billy, midiendo el hueco entre el cuello de la camisa y el cuello de Billy, la forma en que la pechera de la camisa colgaba en pliegues, como una bandera en un día sin aire. Entrelazó las manos detrás de la cabeza, se balanceó hacia delante y atrás en su silla de oficina y colocó los pies encima de la mesa al lado de las placas de bronce.

–No, comprenderá que esto no es fácil de vender. Sin embargo, se trata de un magnífico suelo para fines industriales y, más pronto o más tarde, alguien con visión se precipitará para llegar a un acuerdo. Sí, señor, correrán a comprar.

–¿Cuándo se fueron los gitanos, Biff?

Biff Quigley apartó las manos de detrás de la cabeza y se sentó erguido. Su silla hizo un ruido como si se tratara de un cerdo mecánico: ¡Hoinc!

–¿Le importaría decirme por qué quiere saberlo?

Los labios de Billy Halleck -que ahora eran más delgados, y más altos, por lo que no siempre conseguía encontrarlos- se retiraron en una sonrisa de asustadora intensidad y tan demacrada que no parecía terrestre.

–Sí, Biff, me importa…

Biff se echó hacia atrás durante un momento, luego asintió y volvió a retreparse en su silla. Sus mocasines volvieron a posarse otra vez en su escritorio. Uno se cruzó sobre el otro y dio unos pensativos golpecitos en las placas.

–Está bien Billy. Un hombre tiene sus propios asuntos… Las razones de un hombre siempre son personales…

–Estupendo… -replicó Billy.

Sintió cómo la rabia le acometía de nuevo y comenzaba a apoderarse de él. Le volvía loco aquel hombre repugnante con sus mocasines y su arrastrada y étnica forma de hablar, y aquello, al igual que su cabello, no le proporcionaría ningún bien.

–Así, pues, dado que estamos de acuerdo…

–Pero esto le costará doscientos dólares.

–¿Qué?

A Billy se le abrió la boca. Por un momento, su cólera fue tan grande que, simplemente, fue incapaz de moverse o de decir algo. Esto fue, probablemente, bueno para Biff Quigley, porque, de haber podido Billy moverse, hubiera saltado encima de él. Su dominio de sí mismo también había perdido algún peso durante los últimos dos meses.

–No por la información que le estoy dando -replicó Biff Quigley-. Eso es gratis. Los doscientos son por la información que no les daré a ellos…

–¿Que… no… les dará…? ¿A quién? – consiguió al fin decir Billy.

–A su mujer -replicó Biff-, y a su médico, y a un hombre que dice trabajar para un grupo llamado Barton Detective Services.

Billy lo vio todo en un destello. Las cosas no eran tan malas como su mente paranoica había imaginado: eran aun peores. Heidi y Mike Houston habían visitado a Kirk Penschley y le habían convencido de que Billy Halleck estaba loco. Penschley empleaba aún la agencia Barton para buscar a los gitanos, pero ahora eran todos como astrónomos que miraban hacia Saturno, pero sólo para estudiar a Titán, o hacer regresar a Titán a la Glassman Clinic.

También veía al detective de Barton sentado en esta misma silla unos días atrás, hablando con Biff Quigley, explicándole que un hombre muy flaco llamado Bill Halleck aparecería pronto por allí y que, cuando lo hiciera, éste era el número donde debería llamar.

Aquello fue seguido de una visión aún más clara: se vio a sí mismo saltando por encima del escritorio de Biff Quigley, apoderarse del montón de placas a mitad del salto y luego golpearle a Biff Quigley la cabeza con ellas. Vio con profunda y salvaje claridad la escena: la piel rompiéndose, la sangre volando en una fina pulverización de gotitas (algunas de las cuales se aplastaban contra los retratos enmarcados), el blanco resplandor del hueso cascándose para revelar la textura física de la deleznable mente de aquel hombre. Luego se vio a sí mismo tirar las placas donde pertenecían, de donde, como una forma de expresarlo, habían procedido.

Quigley debió ver todo esto -o parte de ello- en la macilenta cara de Billy, puesto que una expresión de alarma apareció en su propio rostro. Se apresuró a sacar los pies de encima del escritorio y las manos de detrás del cuello. La silla emitió de nuevo su chillido de cerdo mecánico.

–En realidad, podríamos hablar… -comenzó.

Y Billy vio que una de sus manicuradas manos se acercaba al intercomunicador.

De repente, la ira de Billy se deshinchó, dejándole conmocionado y frío. Se acababa de visualizar saltándole a aquel hombre los sesos, y no de una manera vaga, sino en el equivalente mental del technicolor y del sonido Dolby. Y el bueno del viejo Biff había sabido también lo que ocurriría.

¿Qué le habrá pasado al viejo Bill Halleck que solía dar para el United Fund y hacer brindis el día de Nochebuena?

Su mente rigió de nuevo:

Sí, ése era el Billy Halleck que vivía en Ciudad de los Gordos. Se mudó. Se fue, para no volver.

–No es necesario hacer eso -le dijo Billy, asintiendo hacia el intercomunicador.

La mano se retiró y luego se acercó a un cajón del escritorio, como si aquél hubiese sido su objetivo durante todo el tiempo. Biff sacó un paquete de cigarrillos.

–Nunca había pensado en ello, ja, ja… ¿Fuma, Mr. Halleck?

Billy tomó uno, lo miró y luego se inclinó hacia delante para que le diesen fuego. Una chupada, y ya su cabeza pareció aligerarse.

–Gracias.

–Tal vez estaba equivocado respecto de los doscientos dólares.

–No, tenía razón… -replicó Billy.

Había cambiado por efectivo trescientos dólares en cheques de viajero al venir hacia aquí, pensando que sería necesario engrasar las cosas un poco, aunque nunca se le había ocurrido que tuviese que engrasarla por una razón de aquel tipo. Sacó la billetera y apartó cuatro billetes de cincuenta dólares. Acto seguido los arrojó encima del escritorio de Biff, al lado de las placas.

–¿Mantendrá la boca cerrada cuando le llame Penschley?

–¡Oh, sí señor!

Biff tomó el dinero y lo metió en el cajón junto con los cigarrillos.

–¡Puede estar seguro!

–Así lo espero -replicó Billy-. Y ahora, hábleme de los gitanos.

Continuar fue algo breve y sencillo; lo único realmente complicado habían sido los preliminares. Los gitanos llegaron a Bangor el 10 de junio. Samuel Lemke, el joven malabarista, y un hombre que respondía a la descripción de Richard Crosskill, se habían presentado en el despacho de Biff. Tras una llamada a Mr. Parsons y otra al jefe de Policía de Bangor, Richard Crosskill había firmado un sencillo formulario de arriendo con fecha a breve término renovable: en este caso, el breve plazo se especificaba en veinticuatro horas. Crosskill firmó como secretario de la Compañía Taduz, mientras que el joven Lemke permaneció de pie a lado de la puerta del despacho de Biff con sus musculosos brazos cruzados.

–¿Y con cuánto dinero le llenaron la palma de la mano? – preguntó Billy.

Biff alzó las cejas.

–¿Cómo dice…?

–Ha conseguido doscientos míos y probablemente cien de mi preocupada mujer y amigos, vía los Barton que le visitaron… Sólo me preguntaba cuánto le soltaron los gitanos. Ha exprimido muy bien todo esto, acabe como acabe, ¿no es así, Biff?

Durante un momento, Biff no dijo nada. Luego, sin responder a la pregunta de Billy, acabó su relato.

Crosskill había regresado los dos siguientes días para prorrogar el acuerdo de arriendo. Pero cuando se presentó de nuevo al tercer día, Biff ya había recibido una llamada del jefe de Policía y también de Parsons. Habían comenzado las quejas por parte de los residentes locales. El jefe de Policía pensó que ya era el momento apropiado para que los gitanos se fuesen. Parsons pensaba igual, pero se prestaría a dejarles quedar otro día, siempre y cuando estuvieran de acuerdo en subir el alquiler un poco: pongamos de treinta a cincuenta dólares por noche…

Crosskill lo escuchó y meneó la cabeza. Se fue sin pronunciar una palabra. Por capricho, Biff acudió en coche aquel mediodía al cobertizo incendiado de Bargain Barn. Llegó a tiempo de ver ponerse en marcha la caravana de gitanos.

–Se encaminaron por el Chamberlain Bridge- y eso es todo cuanto sé. ¿Por qué no se larga ahora de aquí, Bill? Para ser honrado, tiene todo el aspecto de un anuncio de unas vacaciones en Biafra. Sólo mirarle me pone la piel de gallina.

Billy estaba aún con el cigarrillo en la mano, aunque después de la primera chupada no había realizado ninguna otra. Ahora se inclinó hacia delante y lo golpeó contra las placas de bronce. Cayó encendido en el escritorio de Biff.

–Para ser honesto -le dijo a Biff-, siento lo mismo hacia usted.

La cólera le había vuelto. Salió de prisa de la oficina de Biff Quigley antes de que le moviese en una dirección equivocada, o consiguiera que sus manos expresasen en algún idioma terrible, lo que era posible.

Era el 24 de junio. Los gitanos habían salido de Bangor a través del Chamberlain Bridge el día 13. Ahora estaban sólo a once días de distancia. Más cerca…, más cerca, pero aún demasiado lejos…

Descubrió que la Carretera 15, que comenzaba en el lado Brewer del puente, se conocía como la Bar Harbor Road. Carecía como si, a fin de cuentas, debiera ir allí. Pero, durante el camino, no hablaría más con corredores de bienes raíces y ya no se alojaría en moteles de primera clase. Si la gente de Barton aún seguía por delante de él, Kirk podría poner más hombres en su busca.

Los gitanos habían hecho un trayecto de ochenta kilómetros a Ellsworth el día 13, y consiguieron un permiso para acampar en los terrenos feriales durante tres días. Cruzaron el Penobscot River hacia Bucksport, donde se quedaron otros tres días, antes de trasladarse de nuevo hacia la costa.

Billy descubrió todo esto el 25; los gitanos salieron de Bucksport a última hora de la tarde del 19 de junio.

Ahora sólo le separaba de ellos una semana.

Bar Harbor era tan locamente estridente como la camarera le había dicho que sería, y Billy pensó que también había sugerido, por lo menos, algunas de las cosas esenciales en los recursos de la ciudad:

La atracción principal… hasta después del Día del Trabajo, es un carnaval callejero. La mayoría de esas ciudades son así, pero Bar Harbor está por encima de todo, ¿me comprende? Solio ir allí algunas veces en julio o agosto, y quedarme, pero ya no lo hago. Me siento demasiado vieja para eso.

Yo también -pensó Billy, sentado en un banco del parque, con pantalones de algodón y una camiseta en la que se leía BANGOR TIENE ALMA, y una chaqueta deportiva que colgaba recta de la percha ósea de sus hombros. Estaba tomándose un helado de cucurucho y atrayendo demasiadas miradas.– Yo también.

Estaba cansado; le alarmaba sentir que ahora se encontraba siempre cansado a, menos que se hallase inmerso en uno de sus ataques de cólera. Cuando estacionó aquella mañana y salió del coche para comenzar a enseñar las fotos, había experimentado un momento de deja vu de pesadilla: cuando los pantalones empezaron a deslizársele por las caderas.

Excúseme -pensó-, mientras se deslizaban por mis no caderas.

Los pantalones eran unos de pana que había comprado en el almacén de objetos de Ejército y Marina de Rockland. Tenían una cintura de ochenta centímetros. El empleado le explicó (algo nervioso) que tendría problemas si compraba pantalones de confección, porque ahora ya casi se encontraba en las tallas juveniles. Sin embargo, sus piernas seguían teniendo ochenta y cinco centímetros de longitud, y no había muchos chicos de trece años, que alcanzasen más de un metro ochenta de estatura.

Estaba sentado comiéndose su cucurucho de helado de pistacho, esperando recuperar fuerzas, y tratando de decidir qué había de perturbador en aquella hermosa y pequeña ciudad, donde no se puede estacionar el coche y apenas se puede andar por las aceras.

Old Orchard era vulgar, pero su vulgaridad era amistosa y en cierta forma estimulante; sabía que los premios que se ganaban en las cabinas "Pitch-Til-U-Win" eran chatarra que se desmontaba en seguida; que los souvenirs eran basura que se estropeaban casi en el momento exacto en que uno se alejaba demasiado para dar la vuelta y regresar a protestar, hasta que devolviesen el dinero. En Old Orchard muchas de las mujeres eran viejas, y casi todas estaban gordas. Algunas lucían unos bikinis obscenamente pequeños, pero la mayoría llevaban trajes de baño completos que parecían reliquias de los años 50: se sentía, al ver pasar a aquellas tintineantes mujeres por los paseos de tablas de la playa, que sus vestidos estaban sometidos a la misma terrible presión que un submarino que ha cruzado mucho más allá de su profundidad media de inmersión permitida. Si alguna parte de aquel milagroso e iridiscente tejido cedía, las gordas saldrían volando…

Los olores en el aire eran de pizza, helado, cebollas fritas, de vez en cuando el nervioso vómito de algún chiquillo que había permanecido demasiado rato en el torbellino. La mayoría de los coches que cruzaban lentamente arriba y abajo, en el tráfico, de Old Orchard, presentaban oxidadas las partes inferiores de las puertas y, por lo general, eran demasiado grandes. Y la mayor parte de ellos perdían aceite.

Old Orchard era vulgar, pero tenía también ciertos ribetes de inocencia que parecían perdidos en Bar Harbor.

Había aquí tantas cosas que eran exactamente lo contrario de Old Orchard, que Billy se sintió como si hubiese cruzado el espejo: aquí había pocas mujeres ancianas y, al parecer, no había mujeres gordas; poquísimas mujeres llevaban traje de baño. El uniforme de Bar Harbor parecía ser el traje de tenis y zapatillas blancas o desgastados jeans, camisolas de rugby y conjuntos marineros. Billy vio pocos coches viejos y aún menos coches norteamericanos. La mayoría eran Saabs, Volvos, Datsuns, BMW, Hondas. La mayor parte de las pegatinas en los parachoques rezaban cosas tales como: PARTE MADERA Y NO ÁTOMOS, FUERA USA DE EL SALVADOR Y LEGALIZAD LA YERBA. También se veía a la gente en bici; aparecían aquí y allá en el lento tráfico del centro de la ciudad, con costosas bicicletas de diez velocidades y llevaban anteojos de sol polarizados y viseras para el sol, destellando sus perfectas sonrisas de ortodoncia y escuchando Sony Walkman. En la parte baja de la ciudad, en el mismo puerto, crecía un bosque de mástiles: no los gruesos y descoloridos mástiles de las 181 embarcaciones de pesca, sino los esbeltos y blancos de los buques de vela que serían dejados en dique seco después del Día del Trabajo. La gente que hormigueaba por Bar Harbor era joven, esnob, liberal a la moda y rica. También, al parecer, hacían fiestas durante toda la noche. Billy telefoneó con antelación para conseguir una reserva en el Frenchman's Bay Motel y permaneció despierto hasta altas horas de la madrugada, escuchando la conflictiva música roquera procedente de seis u ocho bares diferentes. El registro de colisiones de coches y accidentes de tráfico -la mayoría con matrículas DWI, de las Indias Occidentales holandesas- en el periódico local resultaba impresionante y un tanto descorazonador.

Billy observó volar un Frisbee por encima de las multitudes de espléndidos ropajes y pensó:

¿Quieres saber por qué este lugar y esas personas te deprimen? Yo te lo diré. Están estudiando el vivir en sitios como Fairview, ésa es la razón. Acabarán la escuela y se casarán con mujeres que concluirán sus primeros líos y rondas de análisis, más o menos, al mismo tiempo, y se establecerán en los Lantern Orives de Estados Unidos. Llevarán pantalones rojos para jugar al golf y todas y cada una de las fiestas de Nochevieja constituirán ocasiones para muchos tocamientos de tetas.

–Sí, es deprimente, eso es -musitó.

Y una pareja que pasaba por allí le miró extrañamente.

Aún están aquí.

Sí. Aún estaban ahí. El pensamiento fue tan natural, tan positivo, que no fue ni sorprendente ni en particular excitante. Le llevaban sólo una semana; podían encontrarse ahora en Maritimes o mediada ya la costa, y ciertamente Bar Harbor, donde incluso las tiendas de venta de recuerdos se parecían a las lujosas salas de subastas del East Side, era demasiado elegante para que se quedase allí durante mucho tiempo una banda de gitanos desarrapados. Todo muy cierto. Excepto que aún estaban allí, y él lo sabía. – Te huelo viejo -susurró.

Naturalmente que lo hueles. Se supone que debes hacerlo.

Aquel pensamiento le ocasionó una incomodidad momentánea. Se levantó, arrojó los restos del cucurucho en una papelera y regresó al tenderete de los helados. El vendedor no pareció particularmente complacido al ver regresar a Billy.

–Me he estado preguntando si podría ayudarme -le dijo Billy.

–No, amigo, realmente no lo creo. Y Billy vio la repulsión en sus ojos.

–Tal vez se sorprenda…

Billy sintió una sensación de profunda calma y predestinación. El vendedor de helados quiso volverse, pero Billy lo sujetó sólo con los ojos; supo que era capaz de hacerlo, como si él mismo se hubiese convertido en una especie de criatura sobrenatural. Sacó el paquete de fotografías, que estaban ya arrugadas y manchadas de sudor. Ahora manejaba muy bien el tarot familiar de imágenes, alineándolas encima del mostrador del puesto de aquel hombre.

El vendedor las miró, y Billy no se sorprendió ante el reconocimiento en los ojos del hombre, no de placer, sino de un leve temor, como un dolor que aguardase a salir cuando pasasen los efectos de la anestesia local. Había un claro sabor a sal en el aire, y las gaviotas chillaban por encima del puerto.

Este tipo -dijo el vendedor de helados, quedándose fascinado mirando la fotografía de Taduz Lemke-. Este tipo… ¡Vaya espantajo…!

–¿Están aún por aquí?

–Sí -prosiguió el de los helados-, sí, creo que aún están. Los policías los echaron a patadas de la ciudad al segundo día, pero pudieron alquilar un campo a un granjero en Tecknor, una ciudad tierra adentro, cerca de aquí. Los he visto por ahí… Los policías los han estado multando por llevar rotas las luces de posición trasera y cosas así. Uno pensaba que captarían la indirecta…

–Gracias -respondió.

Y comenzó una vez más a recoger sus fotos.

–¿Quiere otro helado?

–No, gracias…

El miedo era ahora más fuerte, pero también estaba allí la ira, un tono zumbante y pulsante bajo todo lo demás.

–Señor… ¿no le importaría en ese caso circular? No es usted particularmente bueno para el negocio…

–No -replicó Billy-. Supongo que no.

Se encaminó de nuevo hacia su coche. El cansancio le había desaparecido.

Aquella noche, a las nueve y cuarto, Billy estacionó su coche alquilado en un costado de la Carretera 37-A, que salía de Bar Harbor hacia el norte. Se encontraba en lo alto de la colina y la brisa marina soplaba a su alrededor, despeinándole el pelo y haciendo que sus prendas revolotearan en torno a su cuerpo, Desde detrás de él, transportado por aquella brisa, le llegó el sonido de la fiesta roquera de aquella noche que comenzaba a desarrollarse en Bar Harbor.

Por debajo, a la derecha, vio un gran fuego de campamento rodeado por los coches, camionetas y casas rodantes. La gente estaba cerca del fuego, de vez en cuando alguien se acercaba a la hoguera, una figura recortada como en negro cartón. Pudo oír conversaciones y risas ocasionales.

Los había atrapado.

El viejo está ahí esperándote, Billy… Sabe que tú estás aquí.

Sí. Sí, naturalmente. El viejo podía haber llevado a su banda hasta el final del mundo -por lo menos, según lo que Billy Halleck habría sido capaz de decir- de haberlo deseado. Pero eso no le hubiera dado placer. En su lugar, había llevado a Billy dando saltos desde Old Orchard hasta aquí. Eso era lo que había deseado.

De nuevo el miedo, derivando como humo a través de sus vacíos huecos; al parecer, ahora tenía numerosos huecos. Pero la ira estaba asimismo allí.

Eso es también lo que yo deseaba, Y estoy a punto de sorprenderle. Miedo, eso es seguramente lo que espera. La cólera…, eso puede ser también -una sorpresa.

Billy miró hacia el coche durante un momento y luego meneó la cabeza. Echó a andar por el herboso lado de la colina en dirección a la fogata.