–Puede existir aún una explicación perfectamente normal para todo esto -le dijo Houston, llamándole a su vez con la cita y la información tres horas después, contándole a Halleck todo cuanto necesitaba saber.
La explicación perfectamente normal, en un tiempo el talismán en la mente de Houston, se había convertido ahora en un caballo perdedor.
–Hum… -exclamó Halleck, mirando hacia donde había estado su vientre.
Nunca hubiera creído que se podría echar de menos la panza que salía delante de ti, la barriga que se había hecho tan grande que, llegado el momento, ocultaba las puntas de tus zapatos -tenía que inclinarse y mirar con atención para averiguar si necesitaban una limpieza-, especialmente nunca hubiera creído que una cosa así fuese posible mientras subía un tramo de escaleras tras demasiadas copas la noche anterior, agarrando lúgubremente su maletín, sintiendo unas gotas de sudor en la frente, preguntándose si éste sería el día en que se presentaría el ataque cardíaco, un dolor paralizante en la parte izquierda de su pecho que, repentinamente, aparece y se extiende hacia el brazo izquierdo. Pero era cierto: echaba de menos su condenada barriga. En cierta forma no podía comprender, ni siquiera ahora, que la panza había sido una amiga.
–Si aún existe una explicación normal -le dijo a Houston-, ¿cuál es?
–Eso es lo que esos tipos van a decirte -replicó Houston-. Confiemos en ello.
La cita fue en la Henry Glassman Clinic, un pequeño establecimiento privado de Nueva Jersey. Le dijeron que debía permanecer allí tres días. El costo aproximado de su internación y la serie de pruebas que se iban a llevar a cabo, hicieron alegrarse a Halleck de tener un seguro médico completo.
–Mándame una tarjeta de saludos -le dijo Halleck fríamente, y colgó.
Su cita era para el 12 de mayo, una semana después. Durante los días previos, observó que continuaba adelgazando, y se esforzó por contener el pánico, que erosionaba lentamente su resolución de hacerse el hombrecito.
–Papá, estás perdiendo demasiado peso -le dijo Linda incómoda una noche durante la cena.
Halleck, aferrándose lúgubremente a sus armas, se había comido tres gruesas chuletas de cerdo con salsa de manzana. También se había servido abundantemente puré de patatas. Con salsa.
–Si es una dieta, creo que ha llegado el momento de que la dejes.
–¿Tiene esto el aspecto de que esté a dieta? – replicó Halleck, señalando su plato con el tenedor, que goteaba salsa.
Habló con la suficiente suavidad, pero el rostro de Linda comenzó a descomponerse y, momentos después, se escapó de la mesa, sollozando, con la servilleta oprimida contra el rostro.
Halleck miró débilmente a su esposa, que le respondió con una mirada impotente.
Ésta es la forma en que acaba el mundo -pensó estúpidamente Halleck-. No con un estallido, sino con un adelgazamiento.
–Hablaré con ella -continuó Halleck, comenzando a levantarse.
–Si le dejas verte de la forma en que estás ahora mismo, la asustarás mortalmente -le dijo Heidi, y él sintió de nuevo aquella metálica y brillante erupción de miedo.
Ochenta y cuatro, ochenta y tres y medio, ochenta y dos y medio. Era como si alguien -por ejemplo, el viejo gitano de la nariz macilenta emplease alguna loca y supernatural goma de borrar con él, frotándole, kilo a kilo. ¿Cuándo había sido la última vez en que pesó ochenta y dos? ¿En la Universidad? No…, probablemente desde que hizo el último curso en la escuela superior.
En una de sus noches de insomnio entre el cinco de mayo y el doce, se encontró recordando una explicación de vudú que había leído uña vez: funciona porque la víctima cree que produce efecto. No se trata de una cosa sobrenatural, sino simplemente del poder de la sugestión.
Tal vez -pensó-, Houston tiene razón y pienso en mí mismo como delgado…, porque aquel viejo gitano quería que lo hiciese así. Pero ahora ya no puedo detenerme. Podría conseguir un millón de dólares escribiendo una respuesta a ese libro de Norman Vincent-Peale…, llamarlo "El poder del pensamiento negativo".
Pero su mente le sugirió que su idea del viejo poder de la sugestión era, en el peor de los casos, sólo un montón de mierda.
Todo lo que dijo el gitano fue "Más delgado". No dijo: "Por el poder de que estoy investido te condeno a que pierdas de tres á cuatro kilos a la semana hasta que mueras". Tampoco dijo: "Ini-meni-chili-beani, pronto necesitarás un nuevo cinturón o no harás más que protestar con tus calzoncillos. Demonios, Billy, ni siquiera recordabas lo que dijo hasta que empezaste a perder peso.
Tal vez ése fue el momento en que me di cuenta conscientemente de lo que él dijo -argumentó Halleck-, pero…
Sin embargo, si era psicológico, si era ése el poder de sugestión, quedaba el asunto de qué iba a hacer. ¿Cómo se suponía que debía combatirlo? ¿Había alguna forma de que pudiese creerse obeso de nuevo? Supongamos que acudía a un hipnotizador -diablos, a un psiquiatra- y le explicaba el problema. El loquero le hipnotizaría y le implantaría una profunda sugestión de que quedaba invalidada la maldición del anciano gitano. Eso funcionaría.
O, naturalmente, no funcionaría.
Dos noches antes del día previsto para su chequeo en la Glassman Clinic, Billy se encontraba en la balanza observando desfallecido la esfera; esa noche marcaba ochenta y uno. Y mientras estaba allí mirando hacia abajo, se le ocurrió de una forma perfectamente normal -de la forma en que las cosas ocurren tan a menudo en la mente consciente después de que la inconsciente haya rumiado y rumiado durante días y semanas-, que la persona con la que realmente, debería hablar acerca de aquellos locos miedos era el juez Cary Rossington.
Éste era un tocatetas cuando estaba borracho, pero era también un tipo muy simpático y comprensivo cuando se hallaba sobrio, por lo menos hasta cierto punto. Asimismo sabía relativamente mantener la boca cerrada. Halleck supuso que era posible, en alguna que otra fiesta con borracheras (y junto con otras constantes del universo físico -la salida del Sol por el este, la puesta por el oeste, el regreso del cometa Halley- estar seguro de que, en alguna parte, de la ciudad, después de las nueve de la noche, la gente se estaba bebiendo Manhattan, pescando aceitunas verdes para sacarlas de los Martini, y casi con toda posibilidad, agarrando las tetas de las esposas de otros hombres), podría ser indiscreto sobre las ideas paranoico-esquizoides del bueno de Billy Halleck hacia los gitanos y las maldiciones, pero sospechaba que Rossington lo pensaría dos veces antes de extender el cuento, incluso mientras tomaba copas. No era que se hubiese llevado a cabo algo ilegal durante las sesiones; había sido un caso de libro de texto, de derecho administrativo, sin que se hubiese sobornado a ningún testigo, ni pasado por alto ninguna prueba. Pero era de igual modo un perro dormido, y los viejos astutos como Cary Rossington no iban por ahí dando patadas a esos animales. Resultaba siempre posible -no probable, pero sí muy posible- que una pregunta referente a no haberse Rossington recusado a sí mismo llegase a surgir también. O el hecho de que el agente que realizó las investigaciones no se preocupara de llevar a cabo un análisis de aliento de Halleck después de que viera quién era el conductor (y quién la víctima). Ni tampoco Rossington había investigado en el juicio por qué este procedimiento fundamental se había pasado por alto. Había otras investigaciones que debía haber realizado, y que no hizo.
No, Halleck creía que este asunto podría estar suficientemente a salvo con Cary Rossington, por lo menos hasta que el caso de los gitanos no estuviese un poco alejado en el tiempo…, cinco años, por ejemplo, o siete… Mientras tanto, era este año el que preocupaba a Halleck. Y al ritmo que iban las cosas, parecería un fugitivo de un campo de concentración antes de que acabase el verano.
Se vistió de prisa, se fue abajo y sacó del armario una campera suelta.
–¿Adonde vas? – le preguntó Heidi, saliendo de la: cocina.
–Salgo… -replicó Halleck-. Regresaré temprano.
Leda Rossington abrió la puerta y miró a Halleck como si no le hubiese visto antes: la luz en el techo de la entrada que se encontraba detrás de ella, le caía sobre sus demacrados pero aristocráticos pómulos, y el cabello negro de la mujer se hallaba fuertemente echado hacia atrás y mostraba las primeras trazas de blanco. (No-pensó Halleck-, blanco no, plata… Leda nunca tendría algo tan plebeyo como el cabello blanco), el vestido verde césped de Dior, una cosita simple que, probablemente, no costaría menos de quinientos dólares.
Su mirada puso a Halleck profundamente incómodo.
¿He perdido tanto peso que no sabe siquiera quién soy? -pensó.
Pero incluso con su nueva paranoia acerca de su apariencia personal, le pareció duro creerlo. Su rostro aparecía demacrado, había unas cuantas arrugas de preocupación en torno a su boca, y unas bolsas descoloridas debajo de sus ojos por falta de sueño, pero por otra parte, su rostro era el mismo que el del viejo Billy Halleck. La lámpara ornamental en el otro extremo del patio de los Rossington (un facsímil en hierro forjado de un farol callejero del Nueva York del año 1880, colección Horchow, seiscientos ochenta y siete dólares más gastos de correo), lanzaba sólo un pequeño chorro de luz hasta aquí, y él llevaba campera. Seguramente no podría ver cuánto peso había perdido… ¿O sí…?
–¿Leda? Soy Bill. Bill Halleck.
–Claro que sí. Hola, Billy.
Su mano pendía aún debajo de su barbilla, con el puño semi-cerrado, tocándose la piel de la parte superior de la garganta, en un ademán de perplejidad y valoración. Aunque sus rasgos fuesen increíblemente lisos para sus cincuenta y nueve años, los estiramientos del rostro no habían sido capaces de hacer gran cosa por su cuello; la carne aparecía flácida.
Tal vez esté bebida. O…
Se acordó de Houston, con aquella acumulación de nieve boliviana en la nariz.
¿Drogas? ¿Leda Rossington? Resulta difícil de creer en alguien que tenía todos los triunfos en la mano y hacía las cosas tan bien.
Y tras esto:
Está asustada. Desesperada. ¿Qué es? ¿Y tiene alguna relación con lo que me está sucediendo a mi?
Era una locura, naturalmente…, pero, sin embargo, sintió una frenética necesidad de saber por qué los labios de Leda Rossington estaban tan fuertemente apretados, por qué, incluso con aquella luz escasa, y a pesar de los mejores cosméticos que podía comprar el dinero, la carne bajo sus ojos parecía tan descolorida y en forma de bolsas, como la suya propia. Por qué la mano que toqueteaba el escote de su vestido Dior temblaba levemente.
Billy y Leda Rossington se observaron mutuamente en profundo silencio durante quizá quince segundos…, y luego hablaron exactamente al unísono.
–Leda, ¿está Cary…?
–Cary no está, Billy. Está…
Se calló. El hizo un ademán para que la mujer continuara.
–Le han llamado desde Minnesota. Su hermana está muy enferma…
–Muy interesante -replicó Halleck-, dado que Cary no tiene hermanas…
La mujer sonrió. Era un intento de su bien educada y dolorosa clase de sonrisa dedicada a quienes, de forma no intencionada, habían sido bruscos. Pero no funcionó; fue, meramente, una abertura de los labios, más mueca que sonrisa.
–¿He dicho hermana? Todo esto ha sido muy penoso para mí…, para nosotros. Su hermano quiero decir. Su…
–Leda, Cary es hijo único -replicó amablemente Halleck-. Una tarde nos pasamos con la bebida, en Hastur Lounge. Debió de ser…, oh, hace cuatro años… El Hastur se incendió no mucho después. Ahora está King in Yellow, esa tienda tan importante. Mi hija compra siempre allí los jeans.
No sabía por qué continuaba; de alguna forma supuso que debía tranquilizarla, si le era posible. Pero ahora, con la iluminación de la entrada y a la luz tenue de la lámpara de hierro forjado del patio, vio la brillante huella de una sola lágrima que le caía del ojo derecho casi hasta la comisura de la boca. Y el arco debajo de su ojo izquierdo relumbró. Mientras lo observaba, y sus palabras se confundían unas con otras y llegaban hasta una penosa detención, ella parpadeó dos veces, rápidamente, y las lágrimas se desbordaron. Una segunda y brillante senda apareció en su mejilla izquierda.
–Dejémoslo -dijo-. Limitémonos a dejarlo correr, Billy, ¿de acuerdo? No hagas preguntas. Tampoco quiero responderlas.
Halleck la miró y vio cierta implacabilidad en sus ojos, exactamente debajo de las fluyentes lágrimas. No tenía la menor intención de decirle dónde estaba Cary. Y en un impulso que no comprendió, ni entonces ni después, con absoluta impremeditación o sin la menor idea de ganancia, se bajó la cremallera de la campera y la abrió por completo, como destellando hacia ella. Escuchó cómo jadeaba sorprendida.
–Mírame, Leda -le dijo-. He perdido treinta y dos kilos. ¿Me has oído? ¡Treinta y dos kilos!
–¡Eso no tiene nada que ver conmigo! – gritó en voz baja y dura.
Su tez había adquirido un color enfermizo; manchas de colorete aparecieron en su rostro como las manchas de color en las mejillas de un payaso. Sus ojos parecían toscos. Los labios se habían retirado hacia sus perfectamente enfundados dientes en una mueca aterrada.
–No, pero necesito hablar con Cary -insistió Halleck.
Subió el primer escalón del porche, manteniendo aún abierta la campera.
Y lo haré -pensó-. No estaba seguro antes, pero lo estoy ahora.
–Por favor, dime dónde está, Leda. ¿Está aquí?
La réplica de ella fue una pregunta y, durante un instante, Billy se quedó sin respiración. Se agarró a la barandilla del porche con una mano entumecida.
–¿Tiene algo que ver con los gitanos, Billy?
Al fin fue capaz de impulsar de nuevo aire a sus trabados pulmones. Se produjo un suave grito:
–¿Dónde está, Leda?
–Responde primero a mi pregunta. ¿Se trata de los gitanos?
Ahora que al fin había surgido -una oportunidad de decirlo en voz alta- se encontró con que tenía que esforzarse para hacerlo. Tragó saliva, con fuerza, y asintió.
–Sí, creo que sí. Una maldición. Algo parecido a una maldición.
Hizo una pausa.
–No, no algo parecido. Eso es una estúpida equivocación. Creo que los gitanos me echaron una maldición.
Aguardó a que ella emitiera una chillona risa burlona -había escuchado aquella reacción muy a menudo en sus sueños y en sus conjeturas-, pero los hombros de ella se derrumbaron simplemente y bajó la cabeza. Era una representación tan completa del desaliento y de la tristeza que, a pesar del auténtico horror que sentía, a Halleck le acometió una intensa y casi penosa empatía hacia ella, hacia su confusión y su terror. Subió el segundo y tercer escalones del porche, le tocó amablemente un brazo…, y le conmovió el brillante odio que apareció en su rostro cuando alzó la cabeza. Retrocedió de repente, parpadeando…, y tuvo que agarrarse a la barandilla del porche para no rodar por los escalones y aterrizar sobre el trasero. La expresión de ella era un perfecto reflejo de la forma en que, momentáneamente, Halleck había sentido respecto a Heidi. Que semejante expresión fuese dirigida contra él, le pareció a un tiempo inexplicable y pavoroso.
–¡Es culpa tuya! – le dijo-. ¡Culpa tuya! ¿Por qué tuviste que atropellar aquella estúpida puta de gitana con tu coche? ¡Todo es culpa tuya!
Se quedó mirándola, incapaz de hablar.
¿Puta? -pensó confusamente-. Había oído a Leda Rossington decir "puta"? ¿Quién hubiera creído que conocía siguiera semejante palabra?
Su segundo pensamiento fue:
Estás equivocada por completo, Leda, fue Heidi, no yo…, y está estupenda. Rebosante de salud. En plena forma. Funcionando con todos los cilindros. Pateando los demonios. Tomando…
Luego el rostro de Leda cambió; miró a Halleck con una calmada e inexpresiva educación.
–Entra -le dijo.
Le trajo el Martini que había pedido, en un vaso enorme, con dos aceitunas y dos cebollitas pequeñas pinchadas en la varilla de cóctel, que era una pequeña espada enchapada en oro. O tal vez fuese de oro macizo. El Martini era muy fuerte, lo que a Halleck no le importó lo más mínimo…, aunque sabía, por lo que había bebido durante las tres últimas semanas, que le tiraría de espaldas si no se lo tomaba con calma; su capacidad de aguante se había encogido junto con su peso.
De todos modos, para empezar se tomó un buen trago, y cerró agradecido los ojos mientras la bebida alcohólica explotaba cálidamente en su estómago.
Gin, una maravillosa bebida de gin con muchas calorías -pensó.
–Está en Minnesota -manifestó gravemente, sentada con su propio Martini. Si era posible, aun mayor que el que le había servido a Billy-. Pero no visitando parientes. Está en la Clínica Mayo.
–La Clínica Mayo…
–Está convencido de que tiene cáncer -prosiguió-. Mike Houston no ha podido encontrar nada que esté mal, ni tampoco los dermatólogos que ha visitado en la ciudad, pero sigue, no obstante, convencido de que se trata de cáncer. ¿Te imaginas que, al principio, creyó que era herpes? Pensó que yo había atrapado el herpes de alguien…
Billy bajó incómodo la mirada, pero no tenía necesidad de haberlo hecho. Leda miraba por encima de su hombro derecho, como si recitara su relato a la pared. Tomó frecuentes sorbitos de su copa, y el nivel de la misma fue bajando lenta pero firmemente.
–Me reí de él cuando, al fin, lo desembuchó. Me eché a reír y le dije: "Cary, si crees que eso es herpes, sabes menos acerca de enfermedades venéreas que yo acerca de la termodinámica." No debí haberme reído, pero era una forma de… aliviar la presión, ya sabes… La presión y la ansiedad. ¿Ansiedad? El terror… Mike Houston le recetó pomadas que no sirvieron para nada, y los dermatólogos le dieron otras pomadas que tampoco surtieron efecto, y también le pusieron inyecciones del todo inútiles. Yo fui la que recordé al viejo gitano, el que tenía la nariz medio comida, y la forma en que salió de entre la multitud en el mercado de pulgas el fin de semana después de tu audiencia, Billy. Salió de la muchedumbre y lo tocó…, tocó a Cary. Le puso la mano en el rostro y dijo algo. Se lo pregunté a Cary entonces, y se lo pregunté después, después de que comenzase a extenderse, y no quiso decírmelo. Simplemente, se limitó a mover la cabeza.
Halleck tomó un segundo trago de su copa, en el instante en que Leda dejaba la suya, vacía, en la mesa que tenía a su lado.
–Cáncer de la piel -prosiguió-. Está convencido de que se trata de eso, porque el cáncer en la piel puede curarse en el noventa por ciento de los casos. Sé la forma en que trabaja su mente: sería divertido que no lo hiciera, ¿verdad?, después de haber vivido con él durante veinticinco años, observándole sentarse en el estrado, haciendo transacciones con bienes raíces y beber, realizar transacciones de bienes raíces y perseguir a las mujeres de otros hombres y hacer transacciones con bienes raíces y… Oh, mierda, me siento aquí y me pregunto qué diría en su funeral si alguien me diese una dosis de pentotal una hora antes de la ceremonia. Supongo que diría algo parecido a: "Compró un montón de terrenos en Connecticut que ahora son centros comerciales y soltó un montón de corpiños y bebió un montón de Wild Turkey y me ha dejado como una viuda rica y he vivido con él durante los mejores años de mi vida y he tenido más jodidos abrigos de visón que orgasmos, por lo que salgamos de aquí y vayamos a un albergue de carretera de cualquier parte, y bailemos, y al cabo de un rato tal vez alguien estará lo suficientemente borracho para olvidar que he tenido mi jodido mentón detrás de mis jodidas orejas y que me rompan mis jodidos corpiños." Oh, mierda. ¿Por qué te cuento todo esto? Las únicas cosas que comprenden los hombres como tú es darse prisa, meterse en acuerdos de pleitos y en cómo apostar a las quinielas.
Ahora lloraba otra vez, Billy Halleck, que comprendía ya que la bebida que se acababa de terminar no era ni de lejos la primera de la velada, se removió incómodo en su sillón y tomó un buen sorbo de su copa. Golpeó en su estómago con una calidez poco de fiar.
–Está convencido de que es cáncer de piel porque no puede permitirse creer en algo tan ridículamente del viejo mundo, tan supersticioso, tan de novela barata, como las maldiciones gitanas. Pero he visto algo en lo hondo de sus ojos, Billy. He visto un montón de cosas en el último mes, más o menos. Especialmente por la noche. Con un poco más de claridad cada noche. Creo que es una de las razones de que se haya ido, ya sabes. Porque me ve mirarle… ¿Te lleno la copa?
Billy meneó atentadamente la cabeza y observó cómo se acercaba al bar y se servía un nuevo Martini. Los hacía extraordinariamente sencillos por lo que vio; simplemente, llenaba un vaso con gin y tiraba un par de aceitunas. Hicieron dos caminos de burbujas al hundirse hasta el fondo. Incluso desde donde se hallaba sentado, al otro extremo de la habitación, olió el gin.
¿Qué pasaba con Cary Rossington? ¿Qué le había sucedido? Una parte de Billy Halleck, de una forma muy bien definida, no quería saberlo. No estaba perdiendo peso, eso parecía estar claro, aparentemente, Houston no había hecho la menor conexión entre lo que le estaba sucediendo a Billy y lo que le sucedía a Rossington. ¿Y por qué debía hacerlo? Houston no sabía nada de los gitanos.
Leda regresó y se sentó otra vez.
–Si llama y dice que vuelve -le comentó con calma a Billy-, me iré a nuestra casa de Captiva. Hará un calor terrible en esta época del año pero, si tengo suficiente gin, no notaré la temperatura. No creo que pueda quedarme sola con él nunca más. Aún le amo, sí, a mi manera, le amo. Pero no creo poder resistirlo. Pensar que está en la cama de al lado…, pensar que podría…, que podría tocarme…
Se estremeció. Se le cayó parte de la bebida. Se bebió el resto de un trago y luego hizo un ruido sonoro, como el de un caballo sediento que acaba de hartarse de beber.
–Leda, ¿qué está mal en él? ¿Qué ha sucedido?
–¿Sucedido? ¿Sucedido? Vaya, querido Billy, pensé que te lo había dicho o que sabías algo…
Billy sacudió la cabeza. Estaba empezando a creer que no sabía nada.
–Está criando escamas. A Cary le están saliendo escamas.
Billy la miró atónito.
Leda le brindó una sonrisa seca, distraída y horrorizada y movió un poco la cabeza.
–No, eso no es del todo cierto. Su piel se está convirtiendo en escamas. Se ha convertido en un caso de evolución invertida, en un monstruo de circo. Se está convirtiendo en un pez o en un reptil.
De repente se echó a reír, un alarido, o graznido, que logró que a Halleck se le helara la sangre.
Se acerca al borde de la locura -pensó.
La revelación le dejó aún más frío.
Creo que, probablemente, irá a Captiva ocurra lo que ocurriere. Tiene que salir de Fairview si desea salvar su cordura. Si.
Leda se llevó ambas manos a la boca y luego se excusó como si hubiera eructado -o tal vez vomitado- en vez de reído. Incapaz de hablar hasta entonces, Billy sólo asintió y se levantó para, a pesar de todo, servirse otra bebida.
La mujer pareció encontrar más fácil el hablar entonces ya que él no la miraba, ya que se encontraba en el bar y con la espalda vuelta, y Billy se entretuvo a propósito más de la cuenta.
Los gitanos habían ido a Raintree directamente desde Fairview, le contó a Cary. Chalker le dijo que estaba esperando que se fuesen por su propia voluntad. Ya llevaban cinco días en Raintree y, por lo general, tres días solía ser lo justo: el tiempo suficiente para que todos los adolescentes interesados de la ciudad recibiesen su buenaventura, y para que unos cuantos hombres desesperadamente impotentes y un número parecido de mujeres desesperadas menopáusicas se arrastrasen hasta el campamento al favor de la noche y comprasen pociones y panaceas y extrañas pomadas aceitosas. Al cabo de tres días, el interés de la ciudad por los forasteros siempre se desvanecía. Finalmente, Chalker había decidido que aguardaban el mercado de oportunidades del domingo. Se trataba de un acontecimiento anual en Raintree, y atraía mucha gente de todas las ciudades de alrededor. Más que hacer un problema de su continuada presencia -los gitanos, le dijo a Cary, pueden ser tan desagradables como las avispas terrestres si se les atosiga con demasiada fuerza-, decidió dejarles trabajarse a las muchedumbres que visitarían ese mercado. Pero, si no se marchaban el lunes por la mañana, les obligaría a hacerlo.
No hubo necesidad. Al llegar el lunes por la mañana, el campo de la granja donde los gitanos habían acampado se encontraba del todo vacío, excepto los surcos dejados por las ruedas, las latas de cerveza vacías y gaseosa (al parecer, los gitanos no tenían el menor interés por las leyes de botellas con derecho a devolución), los ennegrecidos restos de varias fogatas para hacer la comida y tres o cuatro mantas tan piojosas, que el ayudante que Chalker envió para investigar, sólo se atrevió a tocarlas con un palo, y un palo muy largo… En algún momento entre la puesta y la salida del sol, los gitanos habían abandonado el campo, dejado Raintree, salido del condado de Patchin…, habían…, según le dijo Chalker a su viejo compinche de póquer Cary Rossington, dejado el planeta por lo que él sabía o le preocupaba. ¡Y con viento fresco!
La tarde del domingo el viejo gitano tocó la cara de Cary; el domingo por la noche se fueron; el lunes por la mañana, Cary había ido a ver a Chalker para presentar una queja (Leda Rossington no sabía qué base legal había tenido la denuncia); el martes por la mañana habían comenzado los problemas. Tras ducharse, Cary se fue al piso de abajo, al rincón de los desayunos, llevando puesto sólo su bata de baño y dijo: -Mira esto…
"Esto" demostró ser una porción de piel enrojecida un poco por encima de su plexo solar. La piel era algo más brillante que la carne circundante, que poseía un atractivo tono café con leche (golf, tenis, natación y una lámpara de rayos ultravioleta en invierno, que mantenía invariable ese bronceado). A ella le pareció que aquella zona estaba amarillenta, de la forma que se le ponían los callos en los talones con tiempo muy seco. Lo había tocado (en este momento su voz se le alteró) y luego retiró con presteza el dedo. La textura era áspera, casi pétrea, y sorprendentemente dura. Blindada, tal había sido la palabra que le surgió sin quererlo en la mente.
–¿Crees que ese maldito gitano me pegó algo? – le preguntó Cary preocupado-. ¿Tiña o impétigo o alguna asquerosa cosa de ese tipo?
–Te tocó la cara, no el pecho, cariño -había replicado Leda-. Y ahora, vístete lo más de prisa posible. Tenemos brioche. Ponte el traje gris oscuro con la corbata roja y vístete de martes para mí, ¿quieres? Sé un encanto…
Dos noches después la llamó al cuarto de baño, con su voz parecida a un chillido, por lo que tuvo que presentarse allí a la carrera.
Todas nuestras peores revelaciones tienen lugar en el cuarto de baño -pensó Billy.
Cary estaba de pie, sin camisa, con su máquina eléctrica zumbando olvidada en una mano y sus abiertos ojos mirando en el espejo.
La faja de piel endurecida y amarillenta se había extendido; se había convertido en una rojez, con una forma vagamente arboriforme que se extendía hacia arriba, hacia la zona entre sus tetillas y hacia abajo, ampliándose hacia el fondo de su vientre. Esta carne cambiada se alzaba por encima de!a carne normal de su vientre y estómago en unos milímetros, y Leda observó que corrían por ella profundas resquebrajaduras; varias de ellas parecían lo suficientemente hondas como para introducir el borde de una moneda de diez centavos. Por primera vez, comentó que estaba empezando a parecer…, bueno, algo escamoso. Y sintió que se le revolvía el estómago.
–¿Qué es esto? – casi le gritó-. Leda, ¿qué es esto?
–No lo sé -respondió ella, forzando su voz para que permaneciese calmada-, pero tienes que ir a ver a Michael Houston. Eso sí está claro. Mañana, Cary.
–No, mañana no -respondió, aún mirándose en el espejo, contemplando el alzado bulto en forma de punta de flecha de carne amarillenta y endurecida-. Mañana puede estar mejor. Pasado mañana, si no ha mejorado. Pero mañana no…
–Cary…
–Dame la crema Nivea, Leda.
Ella lo hizo así y se quedó allí un rato, pero la visión de su marido esparciendo la blanca crema sobre aquella dura carne amarillenta, escuchando cómo sus dedos raspaban al pasar por encima, todo eso fue más de lo que pudo resistir y salió a escape hacia su cuarto. Aquella fue la primera vez, le dijo a Halleck, que se había mostrado conscientemente contenta de tener camas gemelas, alegrándose conscientemente de que él no pudiese volverse en su sueño y… tocarla… Permaneció tendida y despierta durante horas, explicó, escuchando el suave rasp-rasp de sus dedos, moviéndose adelante y atrás por aquella carne extraña.
A la noche siguiente le dijo que estaba mejor; a la otra noche alegó que estaba mejor todavía. Supuso que debía haber visto la mentira en sus ojos…, y que se estaba mintiendo a sí mismo aún más que a ella. Incluso en aquella situación extrema, para su mujer Cary seguía siendo el mismo egoísta hijo de perra de siempre. Pero no todo fue cosa de Cary, añadió bruscamente, sin regresar del bar adonde había ido y donde ahora jugueteaba sin objeto con las copas. Ella había desarrollado su propio egoísmo altamente especializado con el transcurso de los años. Deseaba, necesitaba, aquella ilusión tanto como él.
A la tercera noche, entró en su dormitorio llevando sólo los pantalones del pijama. Sus ojos aparecían suaves y heridos, petrificados. Leda había estado leyendo otra vez, una novela de misterio de Dorothy Sayers -habían sido, serían siempre sus favoritas- y se le cayó de las manos al ver a su marido. Hubiera chillado, le contó a Billy, pero por lo visto había perdido por completo el aliento. Y Billy no tuvo tiempo para reflexionar que ninguna sensación humana era auténticamente única, aunque fuera probable creerlo así: Cary Rossington, aparentemente, había atravesado el mismo período de autoengaño seguido por el apabullante despertar de uno mismo por el que Billy había atravesado.
Leda había visto que la piel dura y amarilla (las escamas, ya no había forma de pensar en ellas de manera diferente) cubrían ahora, la mayor parte del pecho de Cary y todo su vientre. Era tan feo como un tejido quemado. Las rajas zigzagueaban y zigzagueaban por todas partes, profundas y negras, sombreando unos recovecos rosados y rojos, donde uno no deseaba mirar en absoluto. Y aunque al principio cabía pensar que aquellas grietas se hallaban al azar, como las resquebrajaduras en el cráter de una bomba, al cabo de unos momentos el ojo informaba de algo diferente. En cada borde, la carne amarilla se alzaba un poco más. Escamas. No escamas de pez, sino grandes y toscas escamas de reptil, como las de un lagarto, un caimán o una iguana.
El arco pardo de su tetilla izquierda todavía se veía; el resto había desaparecido, enterrado, bajo aquel caparazón amarillo-negro. La tetilla derecha había desaparecido por completo, y un reborde retorcido de aquella extraña carne alcanzaba y rodeaba su axila hacia la espalda, como la garra superficial de alguna impensable monstruosidad. El ombligo le había desaparecido. Y…
–Se bajó los pantalones del pijama -prosiguió ella.
Ahora se abría paso en su tercera copa, tomando dos de aquellos rápidos sorbos parecidos a los de un pájaro. Unas lágrimas nuevas habían comenzado a filtrarse de sus ojos, pero aquello fue todo.
–Fue entonces cuando recuperé el habla. Le grité que se detuviese, y así lo hizo, pero no antes de que viese que empezaban a mandar unas avanzadas hacia sus ingles. Aún no habían alcanzado su pene…, por lo menos, aún no…, pero donde habían adelantado, su vello pubiano había desaparecido y ahora sólo se veían aquellas escamas amarillas.
»Pensé que decías que iba mejor -le comenté.
»Honestamente pensé que era así -me respondió.
»Y al día siguiente concertó la cita con Houston.
Que probablemente le contó -pensó Halleck- lo del chico universitario que no tenía cerebro y la vieja dama con su tercera dentición. Y le preguntaría si deseaba aspirar un poco de aquel antiguo revienta-cerebros.
Una semana después, Rossington vio al mejor equipo de dermatólogos de Nueva York. Supieron inmediatamente qué andaba mal en él, le recetaron un régimen de rayos X "gamma duros". La carne escamosa continuó avanzando y extendiéndose. Rossington le contó que no le hacía daño; sólo un pequeño hormigueo en las fronteras entre su antigua piel y aquel horrible invasor, pero eso era todo. La nueva carne no tenía en absoluto sensación. Sonriendo con aquella espantosa y conmovida sonrisa que se estaba convirtiendo en su única expresión, le explicó que el día anterior había encendido un cigarrillo y lo había aplastado…, lentamente, contra su propio estómago. No se produjo en absoluto dolor.
Ella se llevó las manos a los oídos y le gritó que se callase.
Los dermatólogos le dijeron a Cary que se había producido una ligera discrepancia. "¿Qué quieren decir? – preguntó Cary-. Decían que lo sabían. Afirmaron estar seguros." "Bueno -respondieron-, esas cosas suceden, raramente, ja, ja, ja, muy raramente, pero ahora lo harían morder el polvo. Todas las pruebas -afirmaron- llevan a esta conclusión." Un régimen de hipervitaminas -unas vitaminas de alto potencial, para los no familiarizados con las conversaciones con médicos de elevados honorarios- y unas inyecciones glandulares fue lo que vino a continuación. Al mismo tiempo que se llevaba adelante este nuevo tratamiento, los primeros parches escamosos habían comenzado a aparecer en el cuello de Cary…, en la parte baja de su mentón y, finalmente, en su rostro. Fue entonces cuando los dermatólogos admitieron al fin que estaban sorprendidos. Sólo de momento, naturalmente. Ninguna cosa así resulta incurable. La medicina moderna…, los regímenes y dietas… y blablablablá…
Cary ya no quería escucharla si trataba de hablarle acerca del viejo gitano, le contó a Halleck; en una ocasión había alzado la mano como para pegarle…, y así había visto las primeras protuberancias y rojeces en la piel suave situada entre el pulgar y el índice de su mano derecha.
–¡Cáncer de piel! – le gritó a su esposa-. ¡Esto es cáncer de piel, cáncer de piel, cáncer de piel! ¡Por el amor de Dios, quítate de encima esa vieja patraña!
Naturalmente, él era el que, por lo menos, tenía sentido común, y ella la que hablaba cosas absurdas del siglo XIV…, y sin embargo ella sabía que aquello era obra del viejo gitano, que se había adelantado de entre la multitud del mercado de oportunidades de Raintree y tocado el rostro de Cary. Lo sabía, y en los ojos de él, incluso aquella vez en que le alzó la mano, comprobó que él también lo sabía.
Había arreglado las cosas para disfrutar de un permiso con Glenn Petrie, que quedó emocionado al enterarse de que su viejo amigo, compañero jurista y compinche de golf, Cary Rossington, tenía cáncer de piel.
Luego siguieron dos semanas, le contó Leda a Halleck, en que apenas se atrevió a recordarlo o hablar de ello. De una forma alternativa, Cary había dormido como un muerto, a veces en el piso de arriba en su cuarto, otras tantas en el confortable sillón de su estudio, o con la cabeza entre las manos en la mesa de la cocina. Comenzó a beber mucho cada tarde a partir de las cuatro. Se sentaba en el salón, sosteniendo el cuello de una botella de whisky J. W. Dant con una mano áspera y escamosa, mirando en la tele programas como Hogan's Héroes y The Beverly Hillbillies, luego las noticias locales y nacionales, luego concursos del tipo The Joker's Wild y Family Feud, a continuación tres horas de primera calidad, seguidas por más noticias, continuadas por películas hasta las dos o tres de la madrugada. Y todo ello mientras bebía whisky como si fuese Pepsi-Cola, directamente de la botella.
Algunas de aquellas noches se echaba a llorar. Ella se acercaba y le observaba sollozar mientras Warner Anderson, prisionero dentro de un televisor "Sony" de pantalla grande, gritaba "¡Vayamos a la videocinta!", con el entusiasmo de un hombre que invita a sus antiguas novias a ir con él en un crucero a Aruba. Pero otras noches -misericordiosamente sólo unas cuantas- deliraba como Ahab durante los últimos días del Pequod, de un lado para otro de la casa, con la botella de whisky sostenida en una mano que ya no era, realmente, una mano, gritando que se trataba de cáncer de piel, ella le oía, que era un jodido cáncer de piel y que lo había pillado con una jodida lámpara de rayos ultravioleta, y que iba a ponerles un pleito a los asquerosos tipos que le habían hecho esto, demandar ahora mismo a esos jodidos, litigar con esos bastardos hasta que sólo tuviesen un par de calzoncillos manchados de mierda que ponerse. A veces, cuando estaba en aquel estado de humor, rompía cosas.
–Finalmente, me di cuenta de que tenía… esos arrebatos… las noches después de que viniese la señora Marley a efectuar la limpieza -comentó sombríamente-. Tenía que subir al desván cuando ella se encontraba aquí, compréndelo. Si lo hubiese visto, lo hubiera sabido toda la ciudad en un abrir y cerrar de ojos. Eran las noches en que acudía ella, y que mi marido debía permanecer en aquella oscuridad, cuando se sentía más como un proscrito, creo. Más parecido a un monstruo de circo.
–Y por ello acudió a la Clínica Mayo -comentó Billy.
–Sí -replicó y, al fin, miró hacia él. Su rostro aparecía perplejo, bebido y aterrado. – ¿Qué será de él, Billy? ¿En qué se convertirá? Billy meneó la cabeza. No tenía la menor idea. Además, vio que no tenía más urgencia en considerar el asunto que la que había tenido para contemplar aquella famosa fotografía de noticiario, en la que aparecía el general sudvietnamita disparando a la cabeza del presunto colaborador del Vietcong. De una forma rara que no podía comprender en absoluto, era algo parecido a esto.
–Alquiló un avión para el vuelo a Minnesota, ¿no te lo he contado? No puede soportar que la gente le mire. ¿Ya te he dicho eso,
Billy?
Billy negó con la cabeza.
–¿Qué va a ser de él?
–No lo sé -replicó Halleck.
Y pensó.
A propósito… ¿qué va a ser de mí, Leda?
–Al final, antes de que conviniese en ir, sus dos manos se habían convertido en garras. Sus ojos eran dos…, dos brillantes pequeñas chispas de azul dentro de esos agujeros escamosos. Su nariz…
Se puso en pie y se tambaleó hacia él, golpeando la esquina de la mesa de café con la suficiente fuerza con su pierna como para moverla.
Ahora no lo siente -pensó Halleck-, pero le saldrá un cardenal de lo más doloroso en la pantorrilla mañana, y si tiene suerte se preguntará dónde se lo hizo.
La mujer le agarró la mano. Sus ojos eran unas charcas brillantes de un horror sin límites. Habló con espantosa y jadeante intimidad que puso la piel de gallina a Billy en el cuello. Su respiración apestaba a gin sin digerir.
–Ahora parece un caimán -dijo en lo que era casi un íntimo susurro-. Sí, eso es lo que parece, Billy. Como algo que hubiese salido de un pantano y puesto ropas humanas. Es como si se estuviese convirtiendo en un caimán, y me alegra que se haya ido. Me alegra. Creo que de no haberse marchado, me hubiera ido yo. Sí. Hubiera, simplemente, llenado una maleta y…, y…
Cada vez se acercaba más y más, y Billy se puso de repente en pie, incapaz de soportarlo más. Leda Rossington trastabilló y Halleck apenas pudo agarrarla por los hombros…, pues él también estaba al parecer demasiado borracho. De no haberla sostenido, era muy probable que se hubiese roto la cabeza con la misma mesa de café, con la parte superior de cristal y estructura de bronce (Trifles, quinientos ochenta y siete dólares, más gastos de envío) con la que se había golpeado la pierna…, sólo que, en vez de despertarse con un cardenal, se hubiera despertado muerta. Al mirar a sus semienloquecidos ojos Billy se preguntó si no daría por bien venida la muerte. – Leda, tengo que marcharme.
–Claro… -respondió-. Sólo has venido para recibir información de primera mano, ¿no es verdad, Billy, querido?
–Lo siento -replicó-. Siento todo lo que ha sucedido. Por favor, créeme.
Y, de forma poco coherente, se escuchó a sí mismo añadir: -Cuando hables con Cary, dale los mejores recuerdos de mi parte.
–Ahora tiene dificultades para hablar -replicó ella-. Por lo que le está sucediendo en la boca, ya sabes. Están hinchándosele las encías y aplanándosele la lengua. Puedo hablar con él, pero todo lo que me dice, todo lo que me replica, sale entre gruñidos.
Billy retrocedía hacia el vestíbulo, alejándose de ella, deseando verse libre de sus suaves e implacables tonos cultos, necesitando liberarse de sus crudos y relucientes ojos.
–Realmente es así -prosiguió-. Quiero decir que se está convirtiendo en un caimán. Espero que dentro de poco tiempo tengan que meterle en un depósito, deberán conseguir que su piel permanezca húmeda.
Las lágrimas cayeron de sus crudos ojos y Billy observó que dejaba caer gin de su vaso alto de Martini en sus zapatos.
–Buenas noches, Leda -susurró.
–¿Por qué, Billy? ¿Por qué tuviste que atropellar a aquella vieja? ¿Por qué nos has infligido esto a Cary y a mí? ¿Por qué?
–Leda…
–Vuelve dentro de un par de semanas -prosiguió, aún avanzando mientras Billy tanteaba locamente detrás de él, en busca del pomo de la puerta delantera, manteniendo su educada sonrisa con una enorme fuerza de voluntad-. Regresa y déjame echarte una ojeada cuando hayas perdido otros veinte o veinticinco kilos. Me reiré…, me reiré…, me reiré…
Encontró el pomo. Lo giró. El aire frío golpeó su enrojecida y acalorada piel, como una bendición.
–Buenas noches, Leda. Lo siento…
–¡Ahórrate tus lamentaciones! – le gritó ella y le tiró su vaso de Martini.
Se estrelló contra el marco de la puerta a la derecha de Billy y se hizo añicos.
–¿Por qué tuviste que atropellarla, bastardo? ¿Por qué has tenido que traernos todo esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Halleck se dirigió hacia la esquina de Park Lane y Lantern Drive, y luego se derrumbó en un banco en el interior del refugio de la parada de autobús, temblando como con fiebre intermitente, con la garganta y el estómago agriados a causa de la indigestión ácida y la cabeza zumbándole de gin.
Pensó:
La atropellé y la maté y ahora estoy perdiendo peso y no puedo impedirlo. Cary Rossington llevó a cabo la audiencia, me dejó salir sin más que unos golpecitos en la muñeca, y Cary está en la Clínica Mayo. Está en la Clínica Mayo y, de creer a su esposa, parece un fugitivo de Caimanes por todas partes de Maurice Sendak. ¿Quién más estaba en esto? ¿Quién más se vio implicado de tal forma que el viejo gitano se decidiese por la venganza?
Pensó en los dos policías, en los que habían expulsado a los gitanos cuando aparecieron por la ciudad…, cuando habían dado por supuesto que empezarían a hacer sus trucos de gitanos en los terrenos comunales. Uno de ellos sólo había sido un segundón, naturalmente… Sólo un patrullero siguiendo…
Siguiendo órdenes.
¿Ordenes de quién? Pues del jefe de Policía, naturalmente. Órdenes de Duncan Hopley.
Los gitanos habían sido expulsados porque no les habían permitido llevar a cabo sus actuaciones en el parque público. Pero, naturalmente, habrían comprendido que el mensaje era en cierto modo más amplio que sólo esto. Si se quería expulsar a los gitanos, había muchas ordenanzas para ello. Vagancia. Molestias públicas. Escupir en la acera. Lo que quieras…
Los gitanos habían llegado a un acuerdo con un granjero de la parte oeste de la ciudad, un viejo agriado llamado Arncaster. Siempre hay un granjero, siempre un agriado viejo granjero, y los gitanos siempre le encuentran.
Sus narices han sido entrenadas para oler a tipos como Arncaster -pensó Billy, sentado ahora en un banco y escuchando las primeras gotas de lluvia primaveral aplastarse contra el techo del refugio de la parada de autobús. Simple evolución, como es natural.
Todo esto necesita dos mil años de moverse de un lado para otro. Hablas con algunas personas; tal vez Madame Azonka hace gratis una o dos lecturas. Hueles el nombre del tipo de la ciudad que tiene tierras, pero debe dinero, el fulano que no tiene gran amor por la ciudad o por las ordenanzas municipales, el tipo que valla su huerto de manzanos durante la temporada de caza, por pura terquedad, porque prefiere que el ciervo se coma sus manzanas en vez de que los cazadores cacen al ciervo. Hueles el nombre y siempre lo encuentras, porque siempre, por lo menos, hay un Arncaster en las ciudades más ricas, y.a veces hasta dos o tres para elegir.
Aparcan sus coches y acampan en círculo, como sus antepasados habían arrastrado sus carros y carretas en un círculo doscientos, cuatrocientos, ochocientos años antes que ellos. Consiguen permiso para encender fuego, y por las noches hay conversaciones y risas e, indudablemente, una botella o dos que pasan de mano en mano.
Todo eso, pensó Halleck, podría haberlo aceptado para Hopley. Era la forma en que se hacían las cosas. Los que deseasen comprar cualquier cosa que los gitanos vendiesen, irían con sus coches por la West Fairview Road hasta el lugar de Arncaster; por lo menos se hallaba en un lugar apartado, y el sitio de Arncaster era una especie de monstruosidad para empezar…, las granjas que los gitanos encuentran siempre lo son. Y muy pronto se trasladarían a Raintree o a Westport, y desde allí se perderían de vista y del pensamiento.
Excepto que, después del accidente, después de que el viejo gitano se hubiese molestado en subir los escalones del Juzgado y tocar a Billy Halleck, "la forma en que se hacían las cosas" ya no era algo suficientemente bueno.
Hopley había dado dos días a los gitanos, recordó Halleck, y cuando no dieron señales de irse, les hizo marchar. En primer lugar, Jim Roberts revocó su permiso para hacer fuego. Aunque se habían producido fuertes aguaceros todos los días durante la semana anterior, Roberts les dijo que el peligro de incendio de repente había aumentado muchísimo. Que lo sentía. Y, a propósito, debían recordar que las mismas regulaciones que trataban de los fuegos de campamento y para cocinar, se referían también a las estufas de propano, a los fuegos con carbón y a los de brasero.
A continuación, naturalmente, Hopley se habría dedicado a visitar a cierto número de comerciantes locales en los que Lars Arncaster tenía abierta una cuenta de crédito, un crédito que, por lo general, se sobrepasaba siempre. Los mismos incluirían la ferretería, el almacén de alimentación y granos de la Raintree Road, la Cooperativa Agrícola de Fairview Village y el Sumoco de Normie.
Hopley también organizaba una visita a Zachary Marchant, del Connecticut Union Bank…, el Banco que amortizaba la hipoteca de Arncaster.
Todo formaba parte del trabajo. Tomar una taza de café con éste, algo de comer con aquél -tal vez algo tan simple como un par de salchichas y limonadas compradas en el Dog Wagon de Dave-, una botella de cerveza con el de más allá. Y a la puesta de sol del día siguiente, todos aquellos con una reclamación pendiente con Lars Arncaster le harían una llamada, mencionándole lo realmente bueno que sería que aquellos malditos gitanos saliesen de la ciudad…, lo realmente agradecidos que se sentirían todos…
El resultado fue exactamente lo que Duncan Hopley previo que ocurriría. Arncaster iría a ver a los gitanos, haría las cuentas de la suma convenida por el alquiler y tendría los oídos sordos a cualquier protesta (Halleck pensaba específicamente en el joven de los bolos, que, aparentemente, aún no había abarcado la inmutabilidad de su puesto en la vida). No se trataba de que los gitanos hubieran firmado un arrendamiento que pudiese presentarse ante los tribunales.
Sobrio, Arncaster les habría dicho que eran afortunados de que fuese un hombre honrado y que les devolviese una parte de lo que habían pagado. Borracho, dado que Arncaster era sobre todo noctámbulo, hubiera sido un poco más comunicativo. Que había fuerzas en la ciudad que deseaban que los gitanos sé fuesen, podría decirles. Que se había presentado una gran presión, una presión que un granjero pobre con tierras como Lars Arncaster, simplemente, no podía resistir. Particularmente cuando las llamadas "buenas personas" de la ciudad le tenían puesta la pistola al cuello.
Ninguno de los gitanos (con la posible excepción del Malabarista, pensó Billy) necesitaría que le indicasen la cosa con demasiados pelos y señales.
Billy se levantó y anduvo despacio hacia casa en medio de una lluvia fría y con rachas. Había un poco de luz en el dormitorio; Heidi le esperaba.
No había ninguna necesidad de venganza para el conductor del coche patrulla. Ni para Arncaster; éste había visto una posibilidad de ganar quinientos dólares en efectivo, y les había hecho marchar porque debía obrar así.
¿Duncan Hopley?
Hopley, tal vez. Un hombre violento tal vez, se corrigió. En cierto modo, Hopley no era más que otra especie de perro entrenado, cuyas directrices más apremiantes se dirigían a preservar el bien engrasado statu quo de Fairview. Pero Billy dudaba de que el anciano gitano hubiera estado dispuesto a adoptar semejante punto de vista sociológico y sin efusividad de sangre, y no precisamente por que Hopley les hubiese expulsado de modo tan eficiente después de la audiencia. El echarles era una cosa. Estaban acostumbrados a ello. Pero el fracaso de Hopley en investigar el accidente que había costado la vida a la anciana…
Y había además otras cosas, ¿verdad?
¿Fracaso en investigar? Diablos, Billy, no me hagas reír. El fracaso en investigar es un pecado de omisión. Lo que Hopley hizo fue echar tanta tierra como pudo sobre cualquier posible culpabilidad. Para empezar, la llamativa carencia de una prueba de análisis del aliento. Era quebrantamiento de los principios generales. Lo sabes, y Cary Rossington lo sabía también.
Él viento arreciaba y la lluvia era ahora más fuerte. Podía ver cómo formaba cráteres en los charcos de la calle. El agua tenía una rara apariencia pulimentada bajo los faroles callejeros de alta seguridad de color ámbar que se alineaban por Lantern Drive. Por encima de la cabeza, las ramas gemían y crujían al viento y Billy Halleck alzó incómodo la mirada.
Debo ver a Duncan Hopley.
Algo brilló, algo que debió ser la chispa de una idea. Luego pensó en el drogado y aterrado rostro de Leda Rossington…, pensó en Leda diciendo Ahora le es difícil hablar…, por lo que le está ocurriendo en el interior de la boca, ya sabes…, todo cuanto dice lo emite como gruñidos.
Pero no esa noche. Ya tenía suficiente por esa noche.
–¿Dónde has ido, Billy?
Estaba en la cama, tumbada en el círculo de luz proyectado por la lamparilla para leer. Dejó el libro a un lado en la colcha, y le miraba, y Billy vio los huecos de un color castaño oscuro debajo de los ojos. Aquellos huecos castaños no le producían piedad exactamente…, por lo menos no esta noche. Había cosas peores en el mundo que, al parecer, unos ojos un poco hundidos. Por un momento, pensó decir:
He ido a ver a Cary Rossington, pero, puesto que no estaba, he terminado tomándome unas copas con su mujer, un tipo de copas que el Gigante Verde debe beber cuando se encuentra entre bocinazos. Y nunca imaginarías lo que me ha contado. Heidi, querida. Cary Rossington, que te agarró una vez las tetas al tocar las campanadas de medianoche en la Nochevieja en Nueva York, se está convirtiendo en un caimán. Cuando finalmente muera, le convertirán en un producto de nuevo cuño: He aquí billeteras del juez.
–A ninguna parte -replicó-. Sólo he salido. A pasear. A pensar.
–Hueles como si te hubieras caído en unos arbustos de enebro en el camino de regreso a casa.
–Supongo que sí, por así decirlo. Aunque en realidad me he caído en la taberna de Andy.
–¿Cuántas has tomado?
–Un par.
–Pues huele como cinco…
–Heidi, ¿me estás interrogando?
–No, cariño. Pero querría que no te preocuparas tanto. Esos médicos, probablemente, averiguarán qué anda mal cuando te practiquen las series metabólicas.
Halleck gruñó.
Ella volvió hacia él su rostro ansioso y asustado.
–Sólo ruego a Dios que no sea cáncer.
Él pensó -y casi dijo- que sería bueno para ella haber salido; sería estupendo el ser capaz de ver las gradaciones del horror. No lo dijo, pero algo de lo que sentía debió mostrarse en su rostro, a causa de que la expresión de cansada tristeza de su mujer se intensificó.
–Lo siento -continuó ella-. Sólo… Al parecer, resulta difícil decir algo que no sea una cosa equivocada.
Ya lo sabes, muñeca -pensó.
Y el otro odio destelló de nuevo, pálido y agrio. Debido a la bebida, se sentía deprimido y al mismo tiempo físicamente enfermo. Retrocedió, dejando vergüenza en su estela. La piel de Cary estaba cambiando en Dios sabía qué, algo adecuado para verse sólo en la tienda de atracciones secundaria, de un circo. Duncan Hopley podía no estar bien, o algo peor podía estar aguardando aquí a Billy. Diablos, perder peso no era tan malo, ¿verdad?
Se desvistió con cuidado de apagar primero la lámpara de leer, y tomó a Heidi en sus brazos. Al principio, se mostró rígida contra él. Luego, cuando estaba comenzando a creer que las cosas no funcionarían, se suavizó. Escuchó el sollozo que su mujer trataba de tragarse y pensó, infelizmente, que si todos los libros de cuentos tenían razón, que existía nobleza que encontrar en la adversidad y carácter que forjar en la tribulación, en ese caso estaba haciendo un pobre trabajo tanto encontrando como forjando.
–Heidi, lo siento -le dijo.
–Si por lo menos pudiese hacer algo -sollozó-. Si por lo menos pudiese hacer algo, ya sabes…
–Claro que puedes -le dijo, y le tocó los pechos.
Hicieron el amor. Él comenzó a pensar:
Éste es por ella.
Y descubrió que, a fin de cuentas, había sido por él mismo; en vez de ver la acosada y conmovida cara de Leda Rossington, sus brillantes ojos en la oscuridad, él, por el contrario, fue capaz de dormir.
Al día siguiente la balanza registró ochenta.
Eso fue lo que respondió Penschley antes de que la petición de Billy llegase a salir por completo de su boca. Penschley habló con voz alentadora, la voz que la gente emplea cuando todos saben que algo está mal seriamente y no desea admitirlo. Bajó los ojos, mirando al sitio donde solfa estar la barriga de Halleck.
–Tómate todo el tiempo que necesites, Bill…
–Tres días serán bastante -replicó.
Luego llamó a Penschley desde el teléfono público de la cafetería Barker y le dijo que tenía que tomarse más de tres días. Más de tres días, sí…, pero tal vez no sólo para las series metabólicas. La idea le pareció de primera. Sin embargo, no era una esperanza, no era nada tan grande como eso, pero era algo.
–¿Cuánto tiempo? – le preguntó Penschley.
–Aún no lo sé seguro -replicó Halleck-. Tal vez dos semanas. Posiblemente un mes.
Se produjo un silencio momentáneo en el otro extremo del hilo, y Halleck se percató de que Penschley estaba leyendo entre líneas.
Lo que realmente quiero decir, Kirk, es que nunca regresaré. Finalmente, me han diagnosticado cáncer. Ahora llega lo del cobalto, las drogas para el dolor, el interferón, si podemos conseguirlo, el laetril si nos quitamos la peluca y decidimos irnos a México. La próxima vez que me veas, Kirk, estaré en una caja alargada, con una almohada de seda debajo de la cabeza.
Y Billy, que había estado temiendo no mucho más durante las últimas seis semanas, sintió la primera y pequeña agitación de ira.
Eso no es lo que estoy diciendo, maldita sea. Por lo menos, aún no…
–No hay problema, Bill. Deseamos que arregles lo de Hood con Ron Baker, pero creo que todo lo demás puede aguardar durante un buen rato. Me cuidaré de hacer frente al fuego.
Que te den por el culo. Empezarás a revolverlo todo con el personal esta misma tarde, y en lo que se refiere al litigio de Hood, ya has hablado con Ron Baker la semana pasada; me llamó el jueves por la tarde y me preguntó dónde había puesto Sally las jodidas deposiciones Con-Gas. Tu idea de esperar, Kirk, muchacho, de hacer frente al fuego, sólo tiene que ver con tus parrilladas de pollo del domingo por la tarde en tu casa de Vermont. Por lo tanto, basta ya de tanta mierda, farsante.
–Cuidare de que consiga el expediente -replicó Billy, y no resistió al añadir-: Creo que ya ha logrado las declaraciones Con-Gas.
Un pensativo silencio mientras, en el otro extremo, Kirk Penschley digería todo aquello.
–Bueno…, si hay algo que pueda hacer…
–Pues lo hay -repuso Billy-. Aunque pueda sonar un poco raro.
–¿De qué se trata?
Su voz era ahora cautelosa.
–¿Te acuerdas de mis problemas a principios de la primavera? ¿El accidente?
–Sííí…
–La mujer que atropellé era gitana. ¿Lo sabías?
–Salió en el periódico -manifestó a desgano Penschley.
–Formaba parte de…, de… ¿Qué? Una banda, supongo que tú lo dirías así… Una banda de gitanos. Estaban acampados en las afueras de Fairview. Llegaron a un acuerdo con un granjero local que por supuesto necesitaba el dinero y aceptó.
–Espera, espera un segundo… -dijo Kirk Penschley, con voz algo irritada, del todo diferente a su antiguo tono de plañidera de pago.
Billy se permitió una sonrisa. Conocía este segundo tono, y le gustaba infinitamente más. Visualizaba a Penschley, de cuarenta y cinco años, calvo y apenas de metro sesenta de estatura, tomando un bloc de notas amarillo. Cuando le interesaba, Kirk era uno de los hombres más tenaces y brillantes que Halleck había conocido.
–Bien, sigue… ¿Quién era ese granjero local?
–Arncaster, Lars Arncaster. Después de que atropellé a la mujer…
–¿Cuál era su nombre?
Halleck cerró los ojos y lo rememoró. Era divertido… Con todo esto, y nunca había pensado en su nombre después del juicio.
–Lemke -dijo al fin-. Se llamaba Susanna Lemke.
–¿L-e-m-p-k-e?
–Sin p…
–Bien…
–Después del accidente, los gitanos se percataron de que se había estropeado su buen recibimiento en Fairview. Tengo razones para creer que se fueron a Raintree. Quiero saber si se les puede localizar desde allí. Me gustaría saber dónde están ahora. Pagaré de mi bolsillo los honorarios del investigador privado.
–Maldito si lo harás… -replicó Penschley jovialmente-. Bueno, si se fueron hacia el norte, hacia Nueva Inglaterra, probablemente les encontraremos. Pero si se dirigieron hacia el sur, a la ciudad, o a Jersey, lo dudo… Billy… ¿estás preocupado por una demanda civil?
–No -replicó-. Pero tengo que hablar con el marido de esa mujer. Si es eso lo que es.
–Oh… -exclamó Penschley, y de nuevo Halleck pudo leer los pensamientos de aquel hombre con tanta claridad como si los expusiese en voz alta.
Billy Halleck está arreglando sus asuntos, haciendo el balance en sus libros. Tal vez desea dar al viejo gitano un cheque, quizá sólo desee enfrentarse con él y disculparse y dar al hombre una oportunidad de que le ponga un ojo negro.
–Gracias, Kirk -dijo Halleck.
–Por nada -repuso Penschley-. Limítate a ponerte mejor.
–Estupendo -replicó Billy.
Y colgó. Su café se le había enfriado.
No se sorprendió al enterarse de que Rand Foxworth, el ayudante del jefe, era el que se encargaba ahora de las cosas en la comisaría de Policía de Fairview. Saludó a Halleck con bastante cordialidad, pero parecía molesto. A los ojos expertos de Halleck, parecía haber demasiados documentos en la bandeja de Entradas del despacho de Foxworth y no parecía haber demasiados en la bandeja de Salidas. El uniforme de Foxworth estaba impecable…, pero sus ojos estaban enrojecidos.
–Dunc ha pescado la gripe -explicó en respuesta a la pregunta de Billy.
Esta respuesta tenía el tono estereotipado de haberse dicho muchas veces.
–No ha estado aquí el último par de días.
–Oh… -dijo Billy-. La gripe…
–Eso es -repuso Foxworth, y sus ojos se enfrentaron a Billy para asegurarse de ello.
La recepcionista le dijo a Billy que el doctor Houston estaba con un paciente.
–Es urgente. Por favor, dígale que sólo necesito intercambiar unas palabras con él.
Hubiera sido más fácil en persona, pero Halleck no quería atravesar la ciudad en coche. Como resultado de ello, estaba sentado en una cabina telefónica (un acto que no hubiera sido capaz de hacer no hacía mucho tiempo) al otro lado de la calle de la comisaría de Policía. Al fin, Houston se puso al aparato.
Su voz fue fría, distante, más que un poco irritada… Halleck, que empezaba a ser un lince en leer entre líneas o en convertirse en un auténtico paranoico, escuchó un claro mensaje en aquel tono frío:
Ya no eres mi paciente, Billy. Huelo alguna degeneración irreversible en ti que me pone muy, pero muy nervioso. Dame algo que pueda diagnosticar y recetar al respecto, es lo único que pido. Si no me lo das, entonces no hay realmente base para nuestra relación. Hemos jugado muy agradablemente al golf, pero no creo que ninguno de nosotros pueda decir que hemos llegado a ser amigos. Me he comprado un busca-personas de Sony, un equipo para diagnósticos que vale doscientos mil dólares y una selección de medicamentos tan amplia que… Bueno, si mi computadora los imprimiese todos, la hoja se extendería desde la puerta de entrada del club de campo hasta el cruce de Park Lañe y Lantern Drive. Con todo esto a mi disposición, me siento listo. Me siento útil. Entonces te presentas tú y me haces pasar por un médico del siglo XVII con una botella llena de sanguijuelas para la presión sanguínea alta y un cincel de trepanar para el dolor de cabeza. Y no me gusta sentirme de esta manera, gran Bill. Y la coca no puede hacer nada para ayudarme. Así que esfúmate. Ya me he lavado las manos contigo. Me presentaré para verte en tu ataúd…, a menos, naturalmente, que suene mi avisador y tenga que marcharme.
–Medicina moderna -musitó Billy.
–¿Qué, Billy? Tendrás que darte prisa. No quiero despacharte, pero mi ayudante ha telefoneado que está enfermo y esta mañana parece que me va a estallar la cabeza.
–Sólo una simple pregunta, Mike -le dijo Billy-. ¿Qué le pasa a Duncan Hopley?
Se produjo un profundo silencio de casi diez segundos al otro extremo de la línea. Luego:
–¿Qué te hace pensar que sucede algo?
–No está en la comisaría. Rand Foxworth dice que tiene gripe, pero Rand Foxworth miente como un jodido viejo.
Se produjo otra pausa larga.
–Como abogado, Billy, no debería decirte que me estás pidiendo una información privada. Podría verme en un aprieto.
–Si alguien tropieza con lo que hay en la botellita que guardas en tu escritorio, también te verás en un aprieto. Estarás tan en la cuerda floja y tan alto, que le daría vértigo a un artista del trapecio.
Más silencio. Cuando Houston habló de nuevo, su voz aparecía envarada por la ira… y se percibió una corriente subterránea de miedo.
–¿Es una amenaza?
–No -dijo con viveza Billy-. Sólo que no tienes que ser remilgado conmigo, Mike. Dime qué anda mal en Hopley y aquí acabará la cosa.
–¿Qué quieres saber?
–Oh, mierda. Eres una prueba viviente de que un hombre puede ser tan opaco como desee, ¿lo sabías, Mike? – No tengo la menor idea de qué…
–Has visto tres enfermedades muy extrañas en Fairview durante el último mes. Y no has hecho la menor conexión entre ellas. En cierto modo, eso es bastante comprensible; las tres son muy diferentes en su sintomatología. Por otro lado, eran muy similares en el mismo hecho de su rareza. Me he preguntado si cualquier otro médico…, uno que no hubiese descubierto el placer de meterse cocaína por valor de cincuenta dólares en las narices cada día, por ejemplo, no hubiera establecido la conexión a pesar de la diversidad de los síntomas.
–¡Espera un condenado momento!
–No, no quiero. Me has preguntado por qué quería saberlo, y por Dios que te lo voy a decir. Estoy perdiendo peso de una forma continuada, sigo perdiendo peso aunque me meta entre pecho y espalda ocho mil calorías al día. Cary Rossington ha pillado una pintoresca enfermedad de la piel. Su mujer dice que se está convirtiendo en un monstruo de feria. Ha ido a la Clínica Mayo. Y ahora deseo saber qué anda mal con Duncan Hopley y, en segundo lugar, deseo saber si has tenido algunos otros casos inexplicables.
–Billy, eso no es tan sencillo. Pareces poseído por alguna loca idea de una clase u otra. No sé de qué se trata…
–No, y no voy a decírtelo. Pero quiero una respuesta. Si no la consigo de ti, la conseguiré de alguna otra forma.
–Espera un momento Si tengo que hablar de esto, deseo hacerlo en el estudio. Es un sitio mucho más privado.
–Está bien.
Se produjo un chasquido mientras Houston pasaba a otro sitio la comunicación de Billy. Permaneció sentado en la cabina, sudando, preguntándose si ésta sería la forma de Houston para dejarle colgado. Luego se oyó otro clic.
–¿Estás ahí, Billy?
–Sí.
–Bien -prosiguió Houston, con una nota de decepción en su voz, inconfundible y en cierto modo cómica-. Duncan Hopley ha pescado un caso de acné galopante.
Billy se puso en pie y abrió la puerta de la cabina telefónica. De repente, allí hacía demasiado calor.
–¡Acné! – Espinillas. Granos. Barros. Eso es todo. ¿Estás contento?
–¿Algo más?
–No. Y, Billy, yo no considero exactamente las espinillas como algo fuera de lo normal. Estás empezando a parecer como de una novela de Stephen King. Pero no es así. Dunc Hopley tiene un desequilibrio glandular temporal, esos es todo. Y no es algo tampoco que sea del todo nuevo en él. Tiene un historial de problemas cutáneos que se remonta a su séptimo año del colegio.
–Muy racional. Pero si añades en la ecuación a Cary Rossington con su piel de caimán y a William J. Halleck con su caso de anorexia nerviosa involuntaria, empieza a sonar de nuevo un poco como una novela de Stephen King, ¿no dirías lo mismo?
Pacientemente, Houston respondió:
–Tienes un problema metabólico, Bill. Cary… No lo sé. He visto algunas…
–Cosas extrañas, sí…, lo sé -replicó Billy.
¿Había sido este aspirador de cocaína su médico familiar desde hacía diez años? Dios mío, ¿era ésa la verdad?
–¿Has visto últimamente a Lars Arncaster?
–No -replicó impaciente Houston-. No es mi paciente. Pensé que habías dicho que sólo tenías una pregunta que hacer.
Naturalmente que no es paciente tuyo -pensó Billy frívolamente-. no paga sus facturas a tiempo, ¿verdad? Y un tipo como tú, con gustos caros, realmente no puede permitirse el lujo de aguardar, ¿no es así?
–Ésta es, realmente, la última -dijo Billy-. ¿Cuándo viste por última vez a Duncan Hopley?
–Hace dos semanas.
–Gracias.
–La próxima vez pide hora primero, Billy -le contestó Houston con voz hostil.
Y colgó.
Naturalmente, Hopley no vivía en Lantern Drive, pero el cargo de jefe de Policía estaba bien pagado y tenía una casa elegante como las de Nueva Inglaterra, en Ribbonmaker Lane.
Billy aparcó al anochecer en la entrada de coches, se acercó a la puerta y llamó al timbre. No hubo respuesta. Llamó de nuevo. Sin respuesta. Mantuvo el dedo apoyado en el timbre. Siguió sin haber respuesta. Se dirigió al garaje, se puso las manos alrededor de la cara y miró. El coche de Hopley, un conservador Volvo color cuero estaba allí. La matrícula rezaba FVW 1. No había segundo coche. Hopley era soltero. Billy regresó a la puerta y comenzó a aporrearla. Lo hizo durante casi tres minutos, y empezaba a cansársele el brazo cuando una voz ronca gritó:
–¡Váyase! ¡Maldita sea!
–¡Déjeme entrar! – le gritó a su vez Billy-. ¡Tengo que hablar con usted!
No hubo respuesta. Al cabo de un minuto, Billy comenzó a aporrear de nuevo la puerta. Tampoco se produjo una respuesta esta vez… pero, cuando cesó de repente de golpear, escuchó el susurro de un movimiento al otro lado de la puerta. De improviso, se representa Hopley de pie allí -agazapado allí-, aguardando a que el no bien venido e insistente visitante se marchase y le dejase en paz. En paz, o lo que pasase por esto en el mundo de Duncan Hopley en aquellos días. Billy abrió su puño hormigueante.
–Hopley, sé que está ahí -le dijo en voz baja-. No tiene por qué decir nada; limítese a escucharme. Soy Billy Halleck. Hace dos meses me vi implicado en un accidente. Se trató de una gitana que cruzó la calle sin mirar.
Ahora se oían unos movimientos definidos detrás de la puerta. Como un arrastrar de pies.
–La atropellé y la maté. Y ahora estoy perdiendo peso. No estoy a dieta ni nada parecido. Simplemente, voy perdiendo peso. Hasta ahora he perdido treinta y cinco kilos. Si esto no se detiene pronto, pareceré el Esqueleto Humano en una barraca de feria. Cary Rossington… El juez Rossington presidió la audiencia preliminar y declaró que no había indicios racionales de culpabilidad para el procesamiento. Y él está afectado ahora por una rara enfermedad de la piel.
Billy pensó que oía un sordo jadeo de sorpresa.
"…y ha acudido a la Clínica Mayo. Los médicos le han dicho que no se trata de cáncer, pero no saben qué es. Rossington más bien cree que es cáncer, cuando sabe realmente de qué se trata.
Billy tragó saliva. Sintió un penoso chasquido en la garganta.
"Es una maldición gitana, Hopley. Sé que esto parece una locura, pero es la verdad. Había un viejo. Me tocó al salir del juicio. Tocó a Rossington cuando él y su mujer estaban en el mercado de Raintree. ¿Le tocó a usted, Hopley?
Se produjo un largo, largo silencio… y luego una palabra llegó a los oídos de Billy a través de la hendidura para el correo, como una carta llena de malas noticias del hogar.
–Sí…
–¿Cuándo? ¿Dónde?
No hubo respuesta.
–Hopley, ¿dónde se fueron los gitanos al salir de Raintree? ¿Lo sabe?
No hubo respuesta.
–¡Tengo que hablar con usted! – exclamó desesperado Billy-He tenido una idea, Hopley. Creo…
–No puede hacer nada -susurró Hopley-. Es algo que ha llegado muy lejos. ¿Comprende, Halleck? Demasiado… lejos…
De nuevo aquel suspiro…, como de crujir de papel, es pan toso…
–¡Es una posibilidad! -gritó furioso Halleck-. ¿Ha llegado todo tan lejos que eso no significa ya nada para usted?
No hubo respuesta. Billy aguardó, buscando dentro de él más palabras, otros argumentos. No pudo encontrar ninguno. Hopley, simplemente, no iba a permitirle entrar. Había comenzado a alejarse cuando la puerta se abrió un poco.
Billy miró al negro espacio entre la puerta y la jamba. Escuchó de nuevo aquellos movimientos susurrantes, que ahora se alejaban del vestíbulo oscurecido de la entrada. Sintió que se le ponía piel de gallina en la espalda, los costados y los brazos y, por un momento, estuvo a punto de irse de todos modos.
No te preocupes de Hopley -pensó-, sí alguien puede encontrar a esos gitanos es Kirk Penschley, por lo que no debes preocuparte por Hopley, no lo necesitas, no necesitas ver en qué se ha convertido.
Rechazando aquella voz, Billy agarró el pomo de la puerta principal del jefe de Policía, la abrió y entró.
Vio una forma borrosa en el extremo más alejado del vestíbulo. Se abrió una puerta a la izquierda y la forma entró allí. Brilló una luz tenue y, durante un momento, una sombra larga y lúgubre se extendió por el suelo del vestíbulo, inclinándose hacia la otra pared, donde se encontraba una fotografía enmarcada de Hopley, en la que se le veía recibiendo un premio del Rotary Club de Fairview. La sombra deformada de la cabeza se fijó en la fotografía como un presagio.
Billy atravesó el vestíbulo, ahora algo espectral… No solía bromear consigo mismo. Había esperado a medias que la puerta detrás de él se cerrase y echasen la llave…
…y luego el gitano saldría corriendo de las sombras y me agarraría por detrás, como la gran escena de miedo en una mala película de terror. Seguro. Vamos, tonto, pórtate como un hombrecito…
Pero no por ello disminuyeron los desbocados latidos de su corazón.
Se percató de que la casita de Hopley tenía un olor desagradable, persistente y maduro, como de carne pudriéndose poco a poco.
Se quedó durante un momento frente a la abierta puerta. Parecía una especie de estudio, pero la luz era tan débil que resultaba imposible estar seguro al respecto.
–Hopley…
–Entre -susurró la voz.
Billy lo hizo.
Era en efecto el estudio de Hopley. Había más libros de los que Billy habría esperado y una cálida alfombra turca en el suelo. La habitación era pequeña y, probablemente, de lo más agradable en circunstancias más apropiadas.
En el centro se veía un escritorio de madera clara. Había una lámpara en la mesa. Hopley había inclinado la pantalla, por lo que las sombras se extendían a partir de escasos centímetros del papel secante. Se producía un pequeño y salvajemente concentrado círculo de luz sobre el secante; el resto del cuarto era una gélida tierra de sombras.
El mismo Hopley era un bulto con apariencia humana en lo que debía de haber sido un sillón Eames.
Billy transpuso el umbral. En la esquina había una silla. Billy se sentó allí, consciente de que había elegido la silla de la habitación que estaba más alejada de Hopley. Sin embargo, se dio cuenta de que se esforzaba por ver a Hopley con claridad. Resultaba imposible. El hombre no era más que una silueta. Billy casi esperó que Hopley subiese la pantalla para que le cayese ante los ojos. Luego Hopley se inclinaría hacia delante, un policía salido de un película de la serie negra de los años 40 y gritaría:
¡Sabemos que lo hizo, McGonigal! ¡Deje de negarlo! ¡Confiese! Confiese y le daremos un cigarrillo… ¡Confiese y le daremos un vaso de agua helada! ¡Confiese y le dejaremos ir al cuarto de baño!
Pero Hopley siguió retrepado en su sillón. Se produjo un suave crujido al cruzarse de piernas.
–¿Y bien? Quería entrar. Pues ya ha entrado. Cuente lo que tenga que decir, Halleck, y váyase. En estos momentos no es usted mi persona favorita en el mundo.
–Tampoco soy la persona favorita de Leda Rossington -replicó Billy-, y, francamente, me importa un pito lo que ella piense o lo que piense usted. Ella cree que yo tengo la culpa. Y probablemente usted también.
–¿Cuánto había bebido cuando la atropello, Halleck? Siempre he pensado que si Tom Rangely le hubiese aplicado el analizador de aliento, ese pequeño globo hubiera salido volando hacia los cielos como esos globos de previsión del tiempo.
–Nada de bebidas ni de drogas -replicó Billy.
Su corazón le latía aún con fuerza, pero ahora lo impulsaba la ira más que el miedo. Cada latido le mandaba una descarga dolorosa a través de la cabeza.
–¿Quiere saber que sucedió? ¿Eh? Pues que mi mujer desde hace dieciséis años, eligió aquel día para hacerme una paja en el coche. Nunca antes había hecho algo así. Ni tengo la menor idea por qué eligió aquel día para hacerlo. Por lo que, mientras usted y Leda Rossington, y probablemente también Cary Rossington, han estado atareados metiéndose conmigo porque era yo el que iba al volante, yo estaba muy atareado con mi mujer porque tenía una mano dentro de mis pantalones. Y tal vez, simplemente, deberíamos achacar las cosas a los hados o al destino y dejar de preocuparnos acerca de culpabilidades.
Hopley gruñó.
–¿O quiere que le diga cómo rogué de rodillas a Tom Rangely para que no me hiciese una prueba de aliento o de sangre? ¿O de cómo lloré sobre su hombro para que suavizase la investigación y expulsase a esos gitanos de la ciudad?
Esta vez Hopley ni gruñó siquiera. Era sólo una silenciosa sombra derrengada en el sillón Eames.
–¿No es un poco tarde para todos esos juegos? – preguntó Billy.
Su voz era ahora ronca y se percató con cierto asombro que se encontraba al borde de las lágrimas.
–Mi mujer me la estaba meneando, es verdad. Atropellé a la vieja y la maté, es verdad. Se encontraba por lo menos a cincuenta metros dé distancia del paso de peatones más cercano y salió entre dos coches. Eso también es verdad. Usted suavizó la investigación y les expulsó de la ciudad tan pronto como Cary Rossington me echó una mano y me encubrió. Eso también es verdad. Y ninguna de esas cosas significa una mierda. Pero si quiere estar sentado aquí, en la oscuridad, dándole vueltas a la culpabilidad, amigo mío, no se olvide de servirse un buen plato para usted mismo.
–Un buen informe final, Halleck. Realmente grande. ¿Ha visto alguna vez a Spencer Tracy en aquella película acerca del juicio del Mono? Seguramente que sí.
–Váyase a la mierda-replicó Billy.
Y se puso de pie.
Hopley suspiró.
–Siéntese.
Billy Halleck permaneció inseguro de pie, percatándose de que una parte de él deseaba emplear su ira para sus propios y poco nobles propósitos. Aquella parte quería sacarlo de aquí con una furia bien montada, simplemente porque aquella sombra derrengada en la oscuridad, en el sillón Eames, le asustaba mortalmente.
–No sea un jodido santurrón -le dijo Hopley-. Siéntese, por Dios…
Billy se sentó, consciente de que tenía la boca seca y que había unos pequeños músculos en sus muslos que saltaban y bailoteaban de forma indomable.
–Pongámoslo de la forma en que lo quiere, Halleck. Yo me parezco más a usted de lo que cree. Tampoco me importa un cuerno hacer la autopsia de todo esto. Tiene usted razón. No lo pensé, sólo lo hice. No eran el primer grupo de indeseables que expulsaba de la ciudad, y he hecho otros pequeños trabajitos así cuando algún ciudadano importante se ha visto metido en un lío. Naturalmente, no hubiera hecho nada si el ciudadano en cuestión hubiera tenido el problema fuera de los límites de la ciudad de Fairview…, pero quedaría sorprendido de cuántos de nuestros ciudadanos importantes nunca acaban de aprender que no debe cagarse donde se come…
»O tal vez no debería sorprenderse.
Hopley emitió una risa jadeante y con resuello que hizo que a Billy se le pusiera la carne de gallina en los brazos.
–Todo forma parte de mi servicio. Si no hubiese sucedido nada, ninguno de nosotros, usted, yo, Rossington, ni siquiera recordaríamos ahora la existencia de aquellos gitanos.
Billy abrió la boca para negarlo acaloradamente, para decir a Hopley que siempre recordaría el enfermizo doble golpe durante el resto de su vida… Y luego recordó los cuatro días en Mohonk con Heidi, cuando reían juntos, comían como caballos, hacían excursiones a pie, hacían el amor cada noche y a veces por las tardes. ¿Cuándo había ocurrido esto después de que sucediera lo otro? ¿Dos semanas?
Cerró de nuevo la boca.
–Lo pasado, pasado. Supongo que la única razón para que le haya dejado entrar es que resulta bueno conocer a alguien que cree que esto ha sucedido, aunque parezca una locura. O tal vez, simplemente le he dejado entrar porque estoy solo. Y asustado, Halleck. Muy asustado. En extremo asustado. ¿También usted está asustado?
–Sí -respondió simplemente Billy.
–¿Sabe qué es lo que más me asusta? Puedo vivir así durante bastante tiempo. Eso es lo que me asusta. Mrs. Calleghee hace mis compras de alimentos y viene dos veces a la semana a limpiar y a hacer el lavado. Tengo la tele y me gusta leer. He hecho muy buenas inversiones a través de los años y, dado que soy moderadamente frugal, podría, probablemente, seguir así de forma indefinida. Y, de todos modos, ¿qué tentaciones tiene para gastar un hombre en mi posición? ¿Me voy a comprar un yate, Halleck? ¿Tal vez alquilaré un Lear y volaré a Montecarlo con mi muñeca para ver allí la carrera del Gran Prix el mes que viene? ¿Qué opina? ¿En cuántas fiestas cree que sería bien recibido mientras toda la cara se me está cayendo a pedazos?
Billy movió entumecido la cabeza.
–Por lo tanto…, puedo vivir aquí y las cosas irían pasando, sólo pasando… Como ocurre ahora mismo, cada día y cada noche. Y esto me asusta porque es erróneo vivir así. Cada día que pasa y no me suicido, cada día que me limito a estar sentado aquí en la oscuridad, viendo concursos y series por la tele, aquel jodido viejo gitano se está riendo de mí.
–Cuándo…, cuándo el…?
–¿Cuándo me tocó? Hace unas cinco semanas, si es que eso importa. Fui a Milford a ver a mi madre y a mi padre. Y los llevé a almorzar. Me bebí una cuantas cervezas antes y otras cuantas durante la comida, y decidí ir al servicio de caballeros antes de marcharnos. La puerta estaba cerrada. Aguardé, se abrió y él salió. El viejo tío con la nariz macilenta. Me tocó en las mejillas y dijo algo.
–¿Qué?
–No lo oí -replicó Hopley-. En aquel mismo momento, en la cocina, alguien dejó caer al suelo una pila de platos. Pero no tengo que oírlo realmente. Lo único que debo hacer es mirarme en el espejo.
–Probablemente no sabe si estaban acampados en Milford.
–En realidad, lo comprobé al día siguiente en el departamento de Policía de Milford -replicó Hopley-. Llámelo curiosidad profesional…, pero reconocí al viejo gitano, no hay manera de olvidar una cara así, ¿sabe qué quiero decir?
–Sí -repuso Billy.
–Habían acampado en una granja en East Milford durante cuatro días. Con alguna clase de trato como el que concertaron con ese hemorroico de Arncaster. El policía con el que hablé dijo que no les había perdido de vista y que, al parecer, se habían marchado precisamente aquella mañana.
–Después de que el viejo le tocase.
–Eso es…
–¿Cree que sabía que usted iba a estar allí? ¿En aquel restaurante en particular?
–Nunca había llevado allí a mis padres -replicó Hopley-. Era un sitio viejo que acababan de renovar. Por lo general, vamos a un restaurante italiano en el otro extremo de la ciudad. Fue idea de mi madre. Deseaba ver qué habían hecho con las alfombras, los paneles o con algo así. Ya sabe cómo son las mujeres…
–No ha contestado a mi pregunta. ¿Cree que sabía que iban a ir allí?
Se produjo un largo y meditabundo silencio por parte de la derrengada forma en el sillón Eames.
–Sí -dijo Hopley al fin-. Sí, así es. Una locura más, ¿verdad, Halleck? Es una buena cosa que nadie escuche todo esto, ¿verdad?
–Sí -repuso Billy-. Supongo que así es.
Una risita particular se le escapó. Sonó como un muy pequeño graznido.
–Y ahora, ¿cuál es su idea, Halleck? No duermo mucho estos días, pero, por lo general, empiezo a dar cabezadas a esta hora de la noche.
Billy consideró que era absurdo expresar en palabras lo que únicamente había pensado en el silencio de su propia mente: su idea era débil y tonta, no era una idea en absoluto, realmente no, sino sólo un sueño.
–El estudio jurídico para el que trabajo contrata a un equipo de investigadores -explicó-Barton Detectives Services, Inc.
–Ya he oído hablar de ellos.
–Se supone que son los mejores en su ramo. Yo… Es decir…
Sintió que la impaciencia de Hopley irradiaba de aquel hombre en oleadas, aunque Hopley no se moviera en absoluto. Reunió la dignidad que aún le quedaba, diciéndose que, seguramente, sabía tanto de lo que estaba ocurriendo como Hopley, que tenía perfecto derecho a hablar. A fin de cuentas, aquello también le estaba sucediendo a él.
–Quiero encontrarle -dijo Billy-. Deseo enfrentarme con él. Decirle lo que pasó… Supongo…, supongo que quiero quedar limpio del todo. Aunque me imagino que, si puede hacernos esas cosas, lo sabrá de todas formas.
–Sí -repuso Hopley.
Algo alentado, Billy prosiguió:
–Pero de todos modos deseo contarle mi parte en los hechos. Fue culpa mía, sí, debí de ser capaz de detenerme a tiempo… A igualdad de todas las cosas, debería haber parado a tiempo. Fue culpa de mi mujer, a causa de lo que estaba haciéndome. Fue culpa de Rossington por echarle tierra al asunto, y culpa suya por haberse saltado la investigación y luego por haberles expulsado de la ciudad.
Billy tragó saliva.
–Y luego, le diré que fue también culpa de ella. Sí. Ella estaba cruzando la calle de forma imprudente, Hopley, y eso está bien, no es un crimen por el que lleven a uno a la cámara de gas, pero la razón que está contra la ley es que puedan matarlo a uno de la forma que la mataron a ella.
–¿Quiere decirle todo eso?
–No quiero hacerlo, sino que voy a hacerlo. Salió entre dos coches estacionados y sin mirar ni para un lado ni para otro. Enseñan algo mucho mejor en el tercer curso del colegio.
–De todos modos, no creo que esa muñeca recibiera muchas lecciones de circulación peatonal en el tercer curso -repuso Hopley-. En cierto modo, no creo que ni siquiera llegase a hacer el tercer curso, ¿no le parece?
–Da exactamente igual -replicó tozudamente Billy-, es simple sentido común…
–Halleck, usted debe de ser glotón como castigo -dijo la sombra que era Hopley-, Ahora está perdiendo peso… ¿Quiere presentarse al gran premio? Tal vez la próxima vez le detendrá las tripas, o le calentará la sangre hasta más de cuarenta y cinco grados, o…
–¡No voy a limitarme a seguir sentado en Fairview y dejar que eso suceda! -exclamó con fiereza Billy-. Tal vez pueda invertirse, Hopley. ¿Nunca ha pensado en ello?
–He estado leyendo cosas así -replicó Hopley-. Supongo que supe lo que me estaba sucediendo desde el momento en que apareció la primera espinilla encima de mis cejas. Exactamente donde me empezaban los ataques de acné en mis años de la escuela superior y estaba acostumbrado a unos asquerosos ataques de acné entonces, permítame que se lo diga. Por lo tanto he leído cosas al respecto! Como ya he dicho, me gusta leer. Y debo decirle, Halleck, que existen centenares de libros acerca de lanzar encantos y maldiciones, pero muy pocos acerca de cómo invertir sus efectos.
–Está bien, tal vez él no pueda. Tal vez no. Probablemente, no, incluso. Pero, maldita sea, aún sigo queriendo localizarle. Puedo mirarle a la cara y decir: "Ha cortado el pastel demasiado pequeño, viejo. Debería haber cortado un trozo para mi mujer, y otro para su mujer, y mientras hace todo eso, ¿qué le parece un trozo para usted mismo? ¿Dónde estaba cuando ella andaba por la calle sin mirar adonde iba? Si no estaba acostumbrada al tráfico en la ciudad, debería haberlo sabido. Por lo tanto, ¿dónde estaba usted? ¿Por qué no se hallaba allí para tomarla por el brazo y hacerla pasar por la esquina, por el paso de peatones? ¿Por qué…?"
–Ya basta -replicó Hopley-. Si yo estuviese en el jurado, me convencería, Halleck. Pero se ha olvidado del factor más importante que interviene aquí.
–¿Cuál es? – preguntó Billy.
–La naturaleza humana -repuso la sombra de Hopley-. Podemos ser víctimas de lo sobrenatural, pero con aquello que tratamos es la naturaleza humana. Como agente de Policía, perdóneme, ex agente de Policía, no puedo estar de acuerdo más que respecto de que las cosas aparecen en tonos de gris. Nada es totalmente correcto y totalmente erróneo; existe exactamente a continuación una forma de gris, más clara o más oscura. No creerá que su marido se tragará toda esa mierda, ¿verdad?
–No lo sé.
–Yo lo sé -repuso Hopley-. Lo sé, Halleck. Puedo leer en ese tipo tan bien que, a veces, creo que debe de estar mandándome unas señales de radio mentales. Toda su vida ha estado en movimiento, expulsado de un lugar tan pronto como las "buenas gentes" consiguen toda la marihuana o el hachís que desean, tan pronto como pierden todas las monedas que desean emplear en la rueda de la fortuna. Toda su vida ha llevado una etiqueta llamada "sucio gitano". Las "buenas gentes" tienen raíces, pero él no tiene ninguna. Este tipo, Halleck, ha visto tiendas de cáñamo incendiadas por broma, allá en los años 30 y 40, y tal vez hubo bebés y ancianos que ardieron en alguna de aquellas tiendas. Ha visto a sus hijas, o a las hijas de sus amigos atacadas, tal vez violadas, porque todas esas "buenas gentes", saben que los gitanos joden como conejos y que un poco más no importa, y aunque no sea así, a quién demonios le interesa. Es como acuñar una frase. Tal vez haya visto a sus hijos, a los hijos de sus amigos, golpeados hasta dejarlos por muertos… ¿Y por qué? Porque los padres de los muchachos que dieron las palizas perdieron un poco de dinero en los juegos de azar. Siempre es lo mismo: llegan a una ciudad, las "buenas gentes" toman lo que desean y luego los expulsan de la ciudad. A veces les conceden una semana en una granja de mala muerte o un mes en las casillas de peones camineros locales, todo lo más. Y luego, Halleck, y por encima de todo, llega el número final. Ese abogado de primera con tres papadas y mandíbulas de bulldog atropella a la mujer en la calle. Tiene setenta o setenta y cinco años, es medio ciega, tal vez sólo camine un poco de prisa porque desea volver con los suyos antes de mojarse, y los huesos viejos se rompen con facilidad, los huesos viejos son como cristal, y el hombre está por allí pensando que esta vez, sólo por esta vez, va a haber un poco de justicia…, un instante de justicia para compensar toda una vida de mierda…
–Deje eso -exclamó roncamente Billy Halleck-, déjelo ya… ¿Qué va a decir?
Se tocó distraídamente la mejilla, pensando que estaba sudando copiosamente. Pero no había sudor en sus mejillas, sino que se trataba de lágrimas.
–No, usted se merece todo esto -exclamó Hopley con salvaje jovialidad-, y se lo voy a servir. No le estoy diciendo que no siga adelante, Halleck… Daniel Webster habló del jurado de Satanás, por lo que, diablos, supongo que todo es posible. Pero creo que se sigue haciendo demasiadas ilusiones. Este tipo está loco, Halleck. Este tipo está furioso. Por todo lo que usted sabe, es posible que haya perdido ya la cabeza, en cuyo caso sería mejor que diera ese paso en el Bridgewater Mental Asylum. Está loco por la venganza, y cuando lo que se busca es la venganza, uno no es apto para ver todos los grados de gris que hay en las cosas. Cuando la esposa e hijos de uno mueren en un accidente de aviación, no desea uno escuchar cómo un circuito A jodió la conexión B, y el controlador de tráfico C tuvo que tocar el micrófono D y el navegante E eligió un mal momento para ir al jodido sitio F. Sólo desea poner un pleito a esa maldita línea aérea… o matar a alguien con su escopeta. Quiere un chivo expiatorio, Halleck. Lastimar a alguien. Y estamos siendo lastimados. Malo para nosotros. Pero bueno para él. Tal vez comprenda las cosas un poco mejor que usted, Halleck.
Lenta, lentamente, su mano se acercó al estrecho círculo de luz proyectada por la lámpara y la hizo dar la vuelta para que alumbrase su rostro. Halleck apenas fue consciente de un jadeo y se percató de que lo había emitido él.
Escuchó a Hopley decir:
En cuántas fiestas cree que sería bien recibido ahora que toda la cara se me está cayendo a pedazos?
La piel de Hopley era un áspero paisaje alienígeno. Unos granos enrojecidos y malignos del tamaño de platillos de té, crecían en su mentón, en el cuello, en los brazos, en el dorso de sus manos. Pequeñas erupciones formaban salpullidos en sus mejillas y en la frente; su nariz era una zona plagada de espinillas. Un pus amarillento rezumaba y fluía en raros canales entre unas protuberantes dunas de carne saliente. La sangre salpicaba acá y allá. Unos bastos pelos negros, pelos de la barba, crecían en desordenados matojos, y la horrorizada y sobrecargada mente de Halleck se percató de que, hacía ya mucho tiempo, que afeitarse se había hecho imposible en un rostro de semejantes cataclísmicos alzamientos. Y en el centro de todo ello, impotentemente empotrados en aquel chorreante paisaje rojo, se encontraban los fijos ojos de Hopley.
Estos se quedaron mirando a Billy Halleck durante lo que pareció un interminable espacio de tiempo, contemplando su repulsión y su entumecido horror. Al fin, asintió, como satisfecho, y movió de nuevo hacia abajo la lámpara para quedar en sombras.
–Dios mío, Hopley. Lo siento…
–No se preocupe -replicó Hopley, habiendo recuperado en su voz aquella rara jovialidad-. Lo suyo va más despacio, pero llegado el momento también lo conseguirá. Mi pistola reglamentaria está en el tercer cajón de este escritorio, y si las cosas empeoran lo suficiente la emplearé sin importarme lo que tenga en mi cuenta del Banco. Dios odia a los cobardes, solía decir mi padre. Querría que me viese para que lo comprendiera. Sé qué siente ese anciano gitano. Porque no haré ninguna clase de discursos legales. No voy a preocuparme sobre ninguna razón endulzada. Le mataré por lo que me ha hecho, Halleck.
Aquella horrenda forma se movió y cambió de posición. Halleck oyó cómo Hopley se llevaba los dedos a la mejilla, y luego escuchó el indecible y repugnante sonido de los granos maduros abrirse rezumantes.
Rossington está quedando blindado, Hopley se pudre y yo voy desapareciendo -pensó-, Dios mío, permite que sea un sueño, permite que enloquezca, pero no dejes que esto suceda.
–Lo mataría muy lentamente -prosiguió Hopley-. Le ahorraré los detalles.
Billy trató de hablar. Pero no le salió nada excepto un seco graznido.
–Comprendo dónde quiere llegar a parar -dijo con voz hueca Hopley-, pero no tengo la menor esperanza en su misión. ¿Por qué no piensa en matarle en vez de… todo eso, Halleck? ¿Por qué no…?
Pero Halleck había llegado al límite de sus fuerzas. Salió corriendo del oscurecido estudio de Hopley, golpeándose con fuerza la cadera contra una esquina del escritorio, enloquecidamente seguro de que Hopley alargaría una de aquellas espantosas manos y le tocaría. Pero Hopley no lo hizo.
Halleck se precipitó en la noche y se quedó allí de pie, respirando grandes bocanadas de aire fresco, con la cabeza inclinada y temblándole los muslos.
A fin de cuentas, se trataba de un lugar en el que estar y, mientras se encontrase allí, Kirk Penschley y los Barton Detective Services cuidarían de sus asuntos. Por lo menos así lo esperaba.
Por lo tanto, le hurgaron y aguijonearon. Bebió una solución horrible de bario con sabor a yeso. Le aplicaron rayos X, le sometieron al escáner, le hicieron electrocardiogramas y electroencefalogramas y toda una investigación metabólica. Doctores visitantes fueron llamados para que le echasen un vistazo como si se tratase de una rara exhibición zoológica.
Un panda gigante o tal vez la última ave dodo -pensó Billy.
Y todo esto mientras se encontraba sentado en el solario y sosteniendo en las manos un National Geographic, sin leer. Tenía aplicadas conexiones en el dorso de ambas manos, y le clavaron un sinfín de agujas.
En su segunda mañana en Glassman, mientras se sometía a otra ronda de hurgamientos y golpecitos, se percató de que podía verse la doble serie de sus costillas por primera vez desde… ¿Desde la escuela superior? No, desde quién sabe cuándo. Sus huesos empezaban a darse a conocer, arrojando sombras contra su piel, apareciendo triunfalmente. No sólo había desaparecido el encantador recubrimiento de sus caderas, sino que resultaban claramente visibles las paletillas de sus huesos pelvianos. Al tocarse uno de ellos, pensó que lo notaba nudoso como el cambio de marchas del primer coche que poseyó, un Pontiac de 1957. Se rió un poco y luego sintió el aguijón.de las lágrimas. Todos sus días eran ahora así. Subidas y bajadas, tiempo inestable, posibilidad de chubascos…
Le mataré muy lentamente -oyó decir a Hopley-. Le ahorraré los detalles.
¿Por qué? -pensó Billy, yaciendo insomne en su cama clínica con los costados de los inválidos levantados-. No me serviría de nada.
Durante sus tres días de internación en Glassman, Halleck perdió tres kilos.
No es demasiado -pensó con su propia clase de jovialidad en el cadalso-. No es demasiado, menos que el peso de una bolsa de tamaño medio de azúcar. Y a este ritmo no me extinguiré en la nada hasta… Veamos… ¡Hasta octubre!
Setenta y ocho -cantó su mente-. Setenta y ocho, ahora, si fueses un boxeador, te verías apartado de la categoría de los pesados y tendrías que pasar a los medios… ¿Te atreves a intentar los pesos welter, Billy? ¿Los ligeros? ¿Los semiligeros? ¿Y qué me dices del peso mosca?
Trajeron flores: de Heidi, de su gabinete jurídico. Un ramillete de parte de Linda. En una tarjeta, y con su escritura irregular, se leía:
Por favor, ponte bueno pronto, papá. Te quiere, Lin.
Billy Halleck lloró a causa de esto.
Al tercer día, vestido de nuevo, se entrevistó con los tres médicos encargados de su caso. Se sintió mucho menos vulnerable en vaqueros y con una camiseta con la inscripción REÚNETE CONMIGO EN FAIRVIEW; resultaba realmente asombroso lo mucho que significaba no llevar ya puesta una de aquellas malditas chaquetas sin cuello y sin mangas de hospital. Les escuchó, pensó en Leda Rossington y reprimió una lúgubre sonrisa.
Sabían exactamente lo que andaba mal en él; no estaban engañados en absoluto. Au contraire, estaban tan excitados que se hallaban condenadamente cerca de mearse en los pantalones. Bueno…, tal vez debía tenerse en cuenta una nota previa de precaución. Quizá, no supieran exactamente aún qué andaba mal en él, pero seguramente era una de dos cosas (o posiblemente tres). Una de ellas una rara enfermedad consuntiva que nunca había sido señalada fuera de Micronesia. Otra radicaba en una rara enfermedad metabólica que nunca se había descrito de modo completo. La tercera -sólo una posibilidad, no cabía olvidarlo-era una forma psicológica de anorexia nerviosa, esta última tan rara que hacía mucho tiempo que se sospechaba que, en realidad, no había sido probada. Por la luz brillante que apareció en sus ojos, Billy vio que lo que perseguían era esta última; deseaban que sus nombres apareciesen en los libros de medicina. Pero, en cualquier caso, Billy Halleck era, de forma definida, una rara avis, y sus médicos eran igual que niños en la mañana de Navidad.
El resultado fue que deseaban que se quedase en Glassman durante otra semana o dos (o posiblemente tres). Iban a enfrentarse en serio con lo que le pasaba. Y conseguirían el éxito. Contemplaban una serie de megavitaminas para empezar (¡claro que si!), además inyecciones de proteínas (¡naturalmente!) y una gran cantidad de pruebas más (¡sin duda!).
Aquello era el equivalente profesional de unos aullidos de desánimo -y fueron, literalmente, aullidos-cuando Billy les dijo tranquilamente que se lo agradecía, pero que debía irse. Le hicieron de nuevo demostraciones, le reconvinieron, le aleccionaron. Y para Billy, que últimamente sentía cada vez más que estaba perdiendo la mente, el trío de médicos empezó a tener un aspecto misterioso como Los tres chiflados. Casi esperó que comenzasen a golpearse y zumbarse mutuamente, tambaleándose en torno de la ricamente alhajada oficina con sus chaquetillas blancas ondeando, rompiendo cosas y gritando con sus acentos de Brooklyn.
–Indudablemente, ahora se siente del todo bien, Mr. Halleck -dijo uno de ellos-. A fin de cuentas, padecía un grave sobrepeso para empezar, según sus antecedentes. Pero necesito prevenirle de que la sensación que ahora tiene puede ser falsa. Si continúa perdiendo peso, cabe esperar que desarrolle llagas en la boca, problemas cutáneos…
Si quieren ver unos auténticos problemas en la piel, deberían visitar al Jefe de Policía de Fairview -pensó Halleck-. Perdón, ex jefe…
Decidió, sobre la marcha y sin ninguna causa en especial, volver a fumar.
–…enfermedades similares al escorbuto o al beriberi -continuó con firmeza el doctor-. Se convertirá en muy susceptible a las infecciones, a todo, desde resfriados a bronquitis o tuberculosis. Tuberculosis, Mr. Halleck -subrayó con tono capaz de impresionar-. En cambio, si se quedase aquí…
–No -replicó Billy-, hagan el favor de comprender que no existe la menor opción.
Uno de los otros se llevó con suavidad los dedos a las sienes como si le acabase de atacar un horrendo dolor de cabeza. Por cuanto Billy sabía, lo tenía: era el médico que había sugerido la idea de una anorexia nerviosa psicológica.
–¿Qué podemos hacer para convencerle, Mr. Halleck?
–Nada -replicó Billy.
La imagen del viejo gitano se le presentó implacable en la mente: sintió de nuevo el suave y acariciante roce de la mano del hombre en su mejilla, el rascar de sus duros callos.
Sí -pensó-, volveré a fumar. Algo realmente diabólico como Camel, o Pall Mall o Chesterfield. ¿Por qué no? Cuando los malditos médicos empiezan a parecerse a Larry, Curly y Moe, ha llegado el momento de hacer algo.
Le pidieron que aguardase un momento y salieron. Billy estaba! lo suficientemente contento como para esperar. Sentía que, finalmente, había alcanzado la cesura en aquel juego loco, el ojo de la tormenta, y que aquello le alegraba…, esto y el pensamiento de los cigarrillos que pronto se fumaría, tal vez incluso dos a la vez.
Regresaron, con caras lúgubres pero con un aspecto en cierto modo exaltado, como hombres que han decidido realizar el sacrificio definitivo. Le permitirían quedarse aquí gratis, le dijeron; sólo necesitaría pagar los trabajos de laboratorio.
–No -replicó pacientemente Billy-. No lo comprenden-. Tengo, de todos modos, un seguro médico que lo cubre todo. Lo he comprobado. La realidad es que me voy. Me marcho, simplemente Estoy harto.
Se quedaron mirándole, sin comprender nada y empezando a enojarse. Billy pensó en decirles lo mucho que se parecían a Los tres chiflados, pero decidió que aquello sería una mala idea en extremo. Complicaría las cosas. Tipos como ésos no estaban acostumbrados a que les desafiasen, a que les rechazasen su gris-gris. No pensó en la posibilidad de que llamasen a Heidi y le sugiriesen que estaba en marcha un problema de competencias. Y Heidi les escucharía.
–Le pagaremos también las pruebas -dijo uno de ellos al fin, en un tono de "ésta es la oferta final".
–Me voy -porfió Billy.
Hablaba con gran tranquilidad, pero comprobó que, por fin, le creían. Tal vez aquella auténtica tranquilidad de su tono les había convencido al fin de que no se trataba de un asunto de dinero, sino que era una auténtica chifladura.
–¿Pero, por qué? ¿Por qué, Mr. Halleck?
–Porque -repuso Billy-aunque crean que pueden ayudarme, caballeros…, en realidad no pueden…
Y al ver sus incrédulas y atónitas caras, Billy pensó que no se había sentido tan solo en su vida.
De camino a casa, se paró en un quiosco y compró un paquete de Chesterfield Kings. Las primeras tres chupadas le hicieron sentirse tan mareado y mal que lo dejó.
–Es demasiado como experimento -dijo en voz alta en el coche, riéndose y llorando al mismo tiempo-. Habrá que volver al viejo tablero de dibujo, muchacho…
Heidi, con las pequeñas líneas al lado de los ojos y en las comisuras de su boca ahora profundizadas a causa del esfuerzo (fumaba, como pudo ver Billy, como una máquina de vapor, un Newport Red tras otro), le contó a Halleck que había enviado a Linda con la tía Rhoda en Westchester County.
–Lo he hecho por dos razones -explicó Heidi-. La primera es que… necesita descansar de ti, Billy. De lo que te ha sucedido. Se puede decir que está medio ida. Es tan fuerte la cosa que no puedo convencerla de que no tienes cáncer…
–Debería hablar con Cary Rossington -musitó Billy al entrar en la cocina para prepararse un café.
Necesitaba terriblemente una taza, un café fuerte, sin azúcar.
–Parecen almas gemelas…
–¿Qué? No te he oído bien.
–No te preocupes. Déjame tomar un café.
–No duerme… -prosiguió Heidi cuando Billy regresó.
Se retorcía nerviosa las manos.
–¿Comprendes?
–Sí -repuso Billy.
Y era así, pero siguió sintiendo como si tuviese una espina en algún lugar dentro de él. Se preguntó si Heidi comprendía que también necesitaba a Linda, si realmente entendía que su hija formaba asimismo parte de su sistema de apoyo. Pero, fuese o no parte de su sistema de apoyo, no tenía derecho a erosionar la confianza de Linda, su equilibrio psicológico. Heidi tenía razón en eso. Tenía razón sin tener en cuenta lo que ello pudiese costar.
Sintió que salía de nuevo aquel odio a la superficie de su corazón. Mami se había llevado a su hija a la casa de la tía en cuanto Billy llamó y explicó que estaba ya de camino. ¿Y cómo regresaría? ¡Todo porque aquel papá regresaba a casa! No empieces a llorar, cariño, es sólo el Hombre Delgado…
¿Por qué aquel día? ¿Por qué tuviste que elegir aquel día?
–¿Billy? ¿Estás bien?
¡Jesús! ¡Perra estúpida! ¿He aquí que estás casada con el Increíble Hombre Menguante, y todo lo que se te ocurre pensar es preguntarme si me encuentro bien?
–Estoy tan bien como quepa esperar. ¿Por qué?
–Porque, durante un minuto, has parecido muy raro.
¿De veras? ¿Ha sido realmente así? ¿Por qué aquel día, Heidi? ¿Por qué elegiste aquel día para meter la mano en mis pantalones después de tantos años de remilgos y hacerlo todo a oscuras?
–Supongo que me siento un poco extraño últimamente -replicó Billy. Pero pensó:
Debes dejar eso, amiga mía. No tiene objeto. Lo hecho, hecho está.
Pero resultaba difícil dejarlo. Era duro cuando ella estaba allí fumando un cigarrillo tras otro, pareciendo terriblemente en buen estado y…
Debes dejarlo, Billy. Así que ayúdame.
Heidi se alejó y aplastó su cigarrillo en un cenicero de cristal.
–Lo segundo es… que me has estado ocultando algo, Billy. Algo que tiene que ver con esto. A veces hablas en sueños. Sales por las noches. Y ahora quiero saberlo. Me merezco saberlo.
Estaba comenzando a llorar.
–¿Quieres saberlo? – preguntó Halleck-. ¿De veras quieres saberlo?
Sintió cómo una seca sonrisa le afloraba en el rostro.
–¡Sí! ¡Sí!
Y Billy se lo contó.
Houston le llamó al día siguiente y, tras un prolongado e inútil prólogo, fue al grano. Heidi estaba con él. Él y Heidi habían tenido una larga charla (¿le has ofrecido un poco de coca para que se sienta humanamente mejor? – pensó preguntar Halleck, pero decidió que sería mejor que no). La conclusión de su larga charla fue algo tan simple como esto: creían que Billy estaba tan loco como una cabra.
–Mike -replicó Billy-, el viejo gitano es algo real. Nos tocó a los tres; a mí, a Cary Rossington y a Duncan Hopley. Y ahora un tipo como tú no cree en lo sobrenatural. Eso lo acepto. Pero es algo malditamente seguro que crees en el razonamiento deductivo e inductivo. Por lo tanto, tienes que considerar las posibilidades. Los tres fuimos tocados por él, los tres padecemos unas dolencias físicas misteriosas. ¡Por Dios!, antes de que decidas que estoy chalado, por lo menos considera esta conexión lógica.
–Billy, no existe ninguna conexión.
–Simplemente…
–He hablado con Leda Rossington. Dice que Cary está en la Clínica Mayo para que le traten de un cáncer de piel. Afirma que se halla ya muy avanzado, pero que están razonablemente seguros de que se pondrá bien. Además, afirma que no te ha visto desde la fiesta de Navidad de los Cordón.
–¡Miente!
Se produjo un silencio por parte de Houston… ¿Aquel sonido como telón de fondo era Heidi que lloraba? La mano de Billy se aferró con tanta fuerza al teléfono que los nudillos se le pusieron blancos.
–¿Le hablaste en persona o sólo por teléfono?
–Por teléfono. Pero no sé qué diferencia puede eso implicar.
–Si la vieses lo sabrías. Tiene el aspecto de una mujer a la que se le ha escapado la mayor parte de la vida.
–Bien, cuando te enteres de que su marido tiene cáncer de piel y que ha llegado a un estadio muy grave…
–¿Has hablado con Cary?
–Está en cuidados intensivos. Y la gente en cuidados intensivos sólo tiene permiso para llamadas telefónicas en las circunstancias más extremas…
–He bajado a setenta y siete -prosiguió Billy-. Se trata de una pérdida neta de treinta y cinco kilos, y puedo llamar a eso una cosa extrema…
Silencio en el otro extremo del hilo. Excepción hecha de aquel sonido, que debía de ser Heidi que lloraba.
–¿Hablarás con él? ¿Lo intentarás?
–Si los médicos le permiten recibir una llamada telefónica, y si desea hablar conmigo, sí. Pero, Billy, esa alucinación por tu parte…
–|NO ES UNA JODIDA ALUCINACIÓN!
No grites. Dios, no hagas eso…
Billy cerró los ojos.
–Muy bien, muy bien -Houston suavizó las cosas-. Esa idea. ¿Es ésa la mejor palabra? Lo que deseo decir es que esa idea no te ayudará a sentirte mejor. En realidad, puede ser la causa raíz de esa psicoanorexia, si es realmente lo que estás padeciendo, como cree el doctor Yount. Tú…
–Hopley -dijo Billy.
El sudor había estallado en su cara. Se enjugó la frente con el pañuelo. Tuvo un destello parpadeante de Hopley, de aquel rostro que realmente ya no era una cara sino un mapa en relieve del averno. Locas inflamaciones, rezumamientos y el sonido, el inexpresable sonido cuando se pasó las uñas por la mejilla.
Hubo un largo silencio por parte de Houston.
–Habla con Duncan Hopley. Lo confirmará…
–No puedo, Billy. Duncan Hopley se suicidó hace dos días. Ocurrió mientras estabas en la Glassman Clinic. Se pegó un tiro con su pistola reglamentaria.
Halleck cerró los ojos con fuerza y osciló sobre sus pies. Sintió algo parecido a cuando había intentado fumar. Se pellizcó salvajemente las mejillas para no desmayarse.
–Entonces lo sabrás -le dijo con los ojos aún cerrados-. Lo sabrás, o alguien lo sabrá. Alguien le habrá visto.
–Grand Lawlor lo vio -replicó Houston-. Lo acabo de llamar hace unos minutos.
Grand Lawlor. Durante un momento, la confusa y asustada mente de Billy no comprendió; creyó que Houston había pronunciado una desvirtuada versión de la frase grand jury. Luego lo captó. Grand Lawlord era el Juez de Instrucción del condado. Y ahora que pensaba en ello, sí, Grand Lawlord había testimoniado ante un gran jurado o dos en los últimos tiempos.
Este pensamiento le aportó una risilla irracional. Billy apretó la mano contra el micrófono del teléfono y confió en que Houston no oyese aquellas risitas; si las captaba, creería con toda seguridad que estaba loco.
Y realmente te gusta pensar que estoy chiflado, ¿verdad, Mike? Porque si estuviese loco y me decidiese a comenzar a chismorrear acerca de la botellita y de la cucharilla de marfil, en ese caso nadie me creería, ¿verdad que no? Dios mío, no…
Y lo consiguió. Las risillas cesaron.
–Pregúntale…
–¿Algunos detalles referentes a la muerte? Tras la historia de horror que tu mujer me contó, claro que se lo pregunté.
La voz de Houston se hizo momentáneamente acicalada.
"Debes de estar condenadamente contento de que, cuando me preguntó por qué deseaba saberlo, me mostrase fuerte.
–¿Y qué dijo?
–La tez de Hopley era un revoltijo, pero nada parecido al espectáculo de horror que describiste a Heidi. La descripción de Grand me induce a creer que se trató de una fea erupción de un acné de adulto del que traté a Duncan de vez en cuando, desde la primera vez que lo examiné en 1974. Esas erupciones le deprimían terriblemente, y eso no me sorprende. Debo decir que ese acné de adulto, cuando es grave, es una de las dolencias no letales que más deprimen psicológicamente. Lo sé…
–Crees que quedó deprimido por el aspecto que tenía y que por eso se mató.
–En esencia, sí.
–Déjame decirte algo con franqueza -prosiguió Billy-. Crees que se trataba de una erupción más o menos corriente del acné de' adulto que había tenido durante años…, pero, al mismo tiempo, crees que se mató a causa de lo que veía en el espejo. Ése es un raro diagnóstico, Mike.
–Nunca he dicho que fuera sólo ese sarpullido de la piel -replicó Houston. Pareció enojado-. Lo peor acerca de los problemas es la manera en que parecen presentarse por parejas y tríos y por pandillas completas, nunca uno a uno. Los psiquíatras tienen el mayor índice de suicidios de cada diez mil miembros de la profesión, Billy, pero los policías no se quedan atrás. Probablemente, se trató de una combinación de factores: esta última erupción pudo ser, simplemente, la gota que desbordó el vaso.
–Deberías haberle visto -repuso lúgubremente Billy-. No era una gota, sino el jodido World Trade Center.
–No dejó la menor nota, por lo que supongo que nunca lo sabremos, ¿no crees?
–Cristo -exclamó Billy, y se pasó una mano por el cabello-. Jesucristo…
–Y las razones del suicidio de Duncan Hopley están más allá de todo esto, ¿no es cierto?
–No para mí -replicó Billy-. No del todo.
–Me parece que lo más importante es que tu mente te ha jugado una mala pasada, Billy. Un complejo de culpabilidad. Tienes una obsesión… respecto a las maldiciones gitanas…, y cuando fuiste a ver a Duncan Hopley aquella noche, simplemente viste algo que no estaba allí.
Ahora la voz de Houston adoptó un curioso tono confidencial.
–¿Te dejaste caer por la taberna de Andy, para tomarte una copa, antes de dirigirte a casa de Duncan. ¿No empinaste un poco el codo?
–No.
–¿Estás seguro? Heidi dice que has estado pasando bastantes ratos en casa de Andy…
–De haber sido así -replicó Billy-, tu mujer me hubiera visto allí, ¿no te parece?
Se produjo un largo período de silencio. Luego Houston dijo monótonamente:
–Eso ha sido un condenado golpe bajo, Billy. Pero es también la clase de comentario que podría esperar de un hombre que se encuentra bajo un grave estrés mental.
–Grave estrés mental. Anorexia psicológica. Ustedes son unos tipos que tienen un nombre para todo, supongo. Pero deberías haberle visto. Deberías…
Billy hizo una pausa, pensando en los llameantes granos en las mejillas de Duncan Hopley, aquellas espinillas rezumantes, la nariz que se había convertido en casi insignificante en aquel espantoso paisaje en erupción de su acosada cara.
–Billy, ¿no comprendes que tu mente persigue una explicación lógica de lo que te está sucediendo? Te sientes culpable a causa de la gitana y por ello…
–La maldición acabó al suicidarse -se oyó decir a Billy-. Tal vez sea ésa la causa de que no parezca algo tan malo. Se parece a las películas de hombres lobos que veíamos de niños, Mike. Cuando al final mataban al hombre lobo, se convertía de nuevo en un hombre…
La excitación sustituyó a la confusión que había sentido ante la noticia del suicidio de Hopley, y respecto de la dolencia más o menos corriente de Hopley en la piel. Su mente comenzó a apresurarse por esta nueva senda, explorándola con rapidez, calculando posibilidades y probabilidades.
¿Dónde va una maldición cuando ésta finalmente desaparece? Mierda, es algo parecido a preguntar dónde va el último suspiro de un moribundo. O su alma. Lejos. Se va lejos. Lejos, lejos, lejos. ¿Existe alguna forma de lograr que se vaya lejos?
Rossington, aquello era lo primero. Rossington, allá en la Clínica Mayo, aferrándose desesperadamente a la idea de que padecía cáncer de piel, porque su alternativa era aun mucho peor. Cuando Rossington muriese, ¿se cambiaría otra vez en…?
Fue consciente de que Houston se había quedado silencioso. Y se oía un ruido de fondo, desagradable pero familiar ¿Sollozos? ¿Era Heidi quien sollozaba?
–¿Por qué llora? – dijo Billy con voz áspera.
–Billy…
–¡Dale el tubo!
–Billy, si pudieras oírte…
–¡Maldita sea, que me hable mi mujer!
–No. No quiero. No mientras estés así.
–Pues aspira un poco…
–¡Billy, deja eso!
El rugido de Houston fue lo suficiente alto como para que Billy tuviese que apartarse el teléfono un momento del oído. Cuando se lo acercó de nuevo, los sollozos habían cesado.
–Ahora, escucha -prosiguió Houston-. No existen cosas como los hombres lobo y las maldiciones gitanas. Me siento estúpido por tenértelo que decir.
–Hombre… ¿no comprendes que eso constituye una parte del problema? – preguntó Billy en voz baja-. ¿No comprendes que ésa es la forma en que esos tipos han podido salir adelante durante los últimos veinte siglos, o algo así?
–Billy, si existe una maldición en ti, la ha lanzado tu propia mente subconsciente. Los viejos gitanos no pueden proferir maldiciones. Pero sí puede hacerlo tu propia mente, enmascarada de viejo gitano…
–Yo, Hopley y Rossington -dijo monótonamente Halleck-, todos a la vez. Eres tú el único ciego, Mike. Tiene sentido.
–Lo que tiene sentido es la coincidencia. Y nada más, ¿Cuántas veces tenemos que darle vueltas a todo eso, Billy? Regresa a Glassman. Permite que te ayuden. Deja de volver loca a tu mujer.
Durante un momento, estuvo tentado de dejarlo correr todo y creer a Houston: la cordura y racionalidad en su voz que, sin importar lo exasperada que fuese, resultaba confortante.
Luego pensó en Hopley al girar la lámpara, para que brillase salvajemente sobre su rostro.
Pensó en Hopley al decir:
Lo mataré muy lentamente… Le ahorraré los detalles…
–No -respondió-. No pueden ayudarme en Glassman, Mike…
Houston suspiró con fuerza.
–¿Entonces, quién puede? ¿El viejo gitano?
–Si puedo encontrarle, tal vez… -replicó Halleck-. Sólo tal vez. Y existe otro tipo al que conozco y que podría servir de cierta ayuda. Un pragmático, como tú.
Ginelli.
Aquel nombre le había aparecido en la mente mientras hablaba.
–Pero, sobre todo, creo que debo ayudarme yo mismo…
–¡Eso es lo que te he estado diciendo!
–Oh… Tenía la impresión de que únicamente me aconsejabas que me internase de nuevo en la Glassman Clinic.
Houston suspiró.
–Opino que tu cerebro debe de estar también perdiendo peso. ¿Has pensado en lo que les estás haciendo a tu mujer y a tu hija? ¿Has pensado en eso?
¿Te ha contado Heidi lo que me hacía cuando ocurrió el accidente? -casi estuvo a punto de estallar Billy-. ¿Te lo ha contado ya, Mikey? ¿No? Oh, pues deberías preguntárselo… Yo, sí…
–¿Billy?
–Heidi y yo hablaremos al respecto -replicó Billy con voz tranquila.
–Pero tú no…
–Creo que tienes razón por lo menos en una cosa, Mike.
–Oh… Gracias, Dios mío… ¿Y de qué se trata?
–Hemos dado ya demasiadas vueltas a este asunto -repuso Billy.
Y colgó el teléfono.
Pero no hablaron.
Billy lo intentó un par de veces, pero Heidi movió la cabeza, con el rostro blanco e inexpresivo, acusándole sus ojos. Sólo respondió una vez.
Fue tres días después de la conversación telefónica con Houston, aquella en la que Heidi había estado sollozando como telón de fondo. Acababan de cenar. Halleck había despachado su acostumbrada comida tipo leñador: tres hamburguesas (con guarnición), cuatro mazorcas de maíz (con manteca), papas fritas y dos raciones de tarta de melocotón. Seguía teniendo poco o ningún apetito, pero había descubierto un hecho alarmante: si no comía, aun perdía más peso. Heidi había llegado a casa después de la conversación de Billy -discusión-con Houston pálida y silenciosa, con el rostro tiznado por las lágrimas vertidas en el despacho de Houston. Trastornado y sintiéndose miserable consigo mismo, Billy se saltó el almuerzo y la cena… Y cuando se pesó al día siguiente vio que había bajado dos kilos y que se encontraba en setenta y cuatro.
Se quedó mirando la cifra, sintiendo una especie de polillas revolotearle por las tripas.
Dos kilos -pensó-. ¡Dos kilos en un solo dial ¡Cristo…!
Desde entonces ya no se había saltado más comidas…
Señaló su plato vacío, con los restos de las hamburguesas, la ensalada, las patatas fritas, el postre…
–¿Esto te parece anorexia nerviosa, Heidi? – le preguntó-. ¿Lo crees así?
–No -replicó ella a su pesar-. No, pero…
–He estado comiendo de forma parecida durante el último mes -prosiguió Halleck-, y en el último mes he perdido más o menos veintisiete kilos. ¿Me quieres explicar ahora cómo se las arregla mi subconsciente para practicar este truco? ¿Perder un kilo al día tras tomar, aproximadamente, seis mil calorías en veinticuatro horas?
–No…, no lo sé… Pero, Mike… Mike dice…
–Tú no lo sabes y yo no lo sé… -prosiguió Billy, arrojando enfadado su servilleta en el plato.
Su estómago le gruñía y le daba vueltas bajo el peso de la comida que acababa de engullir.
Y Michel Houston tampoco lo sabe.
–Bueno… ¿pues si se trata de una maldición por qué a mí no me sucede nada? – le graznó de repente su mujer.
Y aunque sus ojos reflejaran ira, Billy vio también que empezaban a llenarse de lágrimas.
Asustado y temporalmente incapaz de dominarse, Halleck le gritó a su vez:
–¡Por qué no lo supo, ésa es la razón! ¡La única razón! Porque no lo supo…
Sollozando, Heidi echó su silla hacia atrás, casi la tiró al suelo y luego se alejó corriendo de la mesa. Tenía la mano oprimida contra un lado de su cara, como si le acabase de asaltar un monstruoso dolor de cabeza.
–¡Heidi! – aulló, poniéndose en pie tan de prisa que derribó su silla-. ¡Heidi, vuelve!
Sus pisadas no se detuvieron en las escaleras. Escuchó cómo una puerta se cerraba con fuerza…, y no fue la puerta de su dormitorio. Demasiado lejos del rellano del piso de arriba. Debía de tratarse del cuarto de Linda o de la habitación para los invitados.
Halleck apostaba más bien por el cuarto de los huéspedes. Tenía razón. No volvió a dormir de nuevo con él durante la semana que precedió a que Billy se fuese de casa.
Aquella semana -la última semana-tuvo la consistencia de una pesadilla confusa en la mente de Billy, cuando más tarde intentó pensar en ella. El tiempo se convirtió en caluroso y opresivamente desabrido, como los días de perros de principios de año. Incluso el fresco Lantern Drive pareció marchitarse un poco. Billy Halleck comió y sudó, sudó y comió… y su peso bajó con lentitud pero de forma decidida durante esos días. Al final de la semana, cuando alquiló un coche en Avis y se fue, encaminándose por la Interestatal 95 en dirección a New Hampshire y Maine, había bajado otros cinco kilos, hasta setenta.
Durante esa semana, los médicos de la Glassman Clinic telefonearon una y otra vez. Michael Houston llamó una y otra vez. Heidi miró a Billy desde sus ojos con bordes blancos, fumó y no dijo nada. Cuando él habló de llamar a Linda, se limitó a responder con voz quebrada y muerta:
–Preferiría que no lo hicieses.
El viernes, el día anterior a su marcha, Houston telefoneó una vez más:
–Michael -le dijo Billy, cerrando los ojos-. Ya he dejado de responder a las llamadas de los médicos de Glassman. Y voy a hacer lo mismo con las tuyas, si no terminas con esa mierda.
–No lo haré, aún no -replicó Houston-. Deseo que me escuches con atención, Billy. Se trata de algo importante.
Billy escuchó el nuevo golpe de Houston sin auténtica sorpresa y sí con las más profundas y sombrías conmociones de ira y traición. ¿No lo había visto venir a fin de cuentas?
Se trataba de nuevo de Heidi. Ella y Houston habían tenido una larga consulta que terminó con más lágrimas. Houston había mantenido una larga consulta con Los tres chiflados de la Glassman Clinic ("No te preocupes, Billy, todo esto se halla bajo el secreto profesional"). Houston había visto otra vez a Heidi. Todos habían llegado a la conclusión de que a Billy tal vez le beneficiaría una completa serie de pruebas psiquiátricas.
–Quisiera exhortarte con la mayor firmeza a que lo aceptaras por tu propia voluntad -concluyó Houston.
–Claro que sí… Y estoy también seguro de dónde te gustaría que me hiciesen las pruebas. En la Glassman Clinic, ¿no es así? ¿Me ganaré una muñeca Kewpie?
–Verás, pensamos que ésa era la lógica…
–Oh, bah… Comprendo. ¿Y mientras hacen tests con mi materia gris, debo dar por supuesto que continuarán los enemas de bario?
Houston quedó silenciosamente elocuente.
–¿Y si digo que no?
–Heidi tiene recursos legales -replicó con cuidado Houston-. ¿Comprendes?
–Comprendo -replicó Billy-. Estás hablando de ti, de Heidi y de Los tres soplones de la Glassman Clinic, reuniéndose y llevándome a Sunnyvale Acres, Nuestra Especialidad Tejido de Cestas…
–Eso es un poco melodramático, Billy. Heidi está preocupada por Linda tanto como por ti.
–A todos nos preocupa Linda -repuso Billy-. Y también estoy preocupado por Heidi. Me refiero a que tengo momentos en que me siento muy enojado con ella y me revuelve el estómago, pero en general aún la amo. Y me preocupa mucho. Verás, hasta cierto punto te ha confundido, Mike.
–No sé de qué me hablas.
–Ya sabía que no. Y tampoco voy a decírtelo. Ella podría hacerlo, pero supongo que no lo hará: todo cuanto desea es olvidar que todo el asunto llegara a suceder, y hacerte saber ciertos detalles, que debe haber pasado por alto, no hará otra cosa que encaminarse por ahí. Digamos, simplemente, que Heidi también tiene su propia culpabilidad en este asunto. Y eso se evidencia en que su consumo de cigarrillos ha aumentado de un paquete por día a dos paquetes y medio.
Una larga pausa…
Luego, Mike Houston volvió a su propio razonamiento original:
–Sea eso lo que fuere, Billy, debes comprender que esas pruebas constituyen algo del mayor interés para todos los que…
–Adiós, Mike -replicó Halleck.
Y colgó con suavidad.