Capítulo XI
HICE lo que Lucien me pedía, sin perder de vista la mancha negra del gran automóvil detenido en pleno cruce del Passage Lebrun con la rué Norman.
Me sentía como sobre ascuas, imaginando que se iba a desatar la tremolina de un momento a otro, y me arrepentí de no haber metido en mi bolsillo la pequeña Browning de Marie Louise Blavier.
—Ya está —susurró Lucien, a mi espalda—. Será mejor que se retire al fondo, monsieur. Quizá la cosa no vaya con usted. De todas formas, no se confíe. Si llega la ocasión, coja una de esas sillas metálicas y defiéndase hasta que lleguen los «flics».
Estaba muy asustado y se mantenía agachado tras la vieja caja registradora Continental que había al final de la barra.
Por mi parte, no dejaba de vigilar al Cadillac a través de los cristales. Imaginaba que de un momento a otro, los matones del clan de los corsos bajarían del coche y penetrarían en el bistrot.
Pero no se produjo ningún movimiento dentro del automóvil, nadie bajó de él.
En la calle se produjo un petardeo horrísono. Un momento después, vi aparecer una motocicleta de gran cilindrada a través del escaso hueco de un metro que dejaba libre el Cadillac de Carabone.
Los gays que cuchicheaban en la mesa del rincón se alertaron. Fue evidente el espasmo de temor que agitó al grupo: tres de ellos se pusieron en pie rápidamente y se dispusieron a abandonar el local, pero al llegar a la puerta se detuvieron súbitamente y retrocedieron.
Seguían acudiendo nuevos motoristas al cruce, todos los cuales conducían «motos» muy potentes y estruendosas.
Era inútil tratar de identificar a aquellos individuos ataviados con botas altas, pantalones y chaquetas de cuero y monocascos con visor bajado qué impedía escrutar sus facciones.
El estruendo en la calle era insoportable, pues una docena de motocicletas habían confluido ya al cruce y todos los motoristas apretaban salvajemente el acelerador, invadiéndolo todo con el bramido ensordecedor de sus escapes.
¿Qué hacía entretanto Carabone la Béte? Nada. Las cuatro confusas siluetas permanecían inmóviles dentro del Cadillac. ¿Qué significación tenía, entonces, su presencia allí?
Lo descubrí de repente: el Cadillac, con sus ocho metros de longitud, taponaba materialmente la calle e impedía el tráfico a través de las dos arterias que se cruzaban frente al bistrot La Gaie France.
No era difícil deducir que Jean Carabone no pensaba intervenir personalmente en el incidente que se anunciaba próximo. Era precisamente a los jóvenes de las motocicletas a los que había que temer.
Frenaban locamente y derrapaban sobre la nieve que ya comenzaba a cuajarse sobre el pavimento de adoquines, abandonaban las máquinas de cualquier forma en el suelo y se estaban reuniendo en la esquina frontera.
Comencé a retroceder hacia el fondo del bistrot y me parapeté tras un solitario velador. Como Lucien me había aconsejado, aferré una silla metálica, me senté y aguardé. Con los nervios en tensión, como es fácil imaginar.
La avalancha se produjo de improviso cuando, muy nervioso, me disponía a encender un cigarrillo para disimular mi tensión interior.
Las puertas batientes se abrieron brutalmente y los jóvenes motoristas penetraron en alud en el bistrot chillando cómo demonios.
No portaban porras de goma o las habituales nunchakas4, sino sólidos y pesados bates de béisbol.
Los gays formaban un apiñado grupo en el rincón que formaba el recodo de la barra, próximo a la entrada. Uno de ellos empuñaba una navajita inofensiva y otros habían agarrado apresuradamente botellas y vasos de la barra. Estaban aterrados, pero se diría que se disponían desesperadamente a plantar batalla.
Gritando como posesos, los jóvenes motoristas se arrojaron sobre ellos blandiendo los peligrosos bates.
—¡Muerte a los mariquitas! —gritaban a pleno pulmón. Y dejaron caer los palos sobre el abigarrado grupo de los gays.
En total, la salvaje agresión no duró más de cinco minutos. A lo largo de ella, mi estómago se encogió al escuchar estridentes gritos de dolor, blasfemias, crujidos de maderas rotas y de golpes sordos, ayes entrecortados y alaridos de espanto.
Yo permanecí inmóvil en mi rincón, impotente y rabioso. No podía moverme de allí, porque cuatro robustos mocetones se habían plantado en el centro del local y me vigilaban, bate en mano.
En algún momento, estuve a punto de arrojarme a ellos a la desesperada, pero mi sentido práctico me convenció de que nada conseguiría con aquella quijotesca acción en defensa de los gays.
Sí, probablemente, conseguiría derribar a silletazos a alguno de los temibles gamberros, pero ellos eran muchos y finalmente acabaría en el suelo con el cráneo roto o conmocionado por un golpe de bate.
Además, la cosa no iba contra mí, pues en ningún momento se mostraron amenazadores conmigo. Se limitaban a vigilarme estrechamente a través de los impenetrables visores de plástico.
Un gay logró escabullirse del rincón y corrió desesperadamente hacia la puerta. Pero uno de los que estaban vigilándome arrojó su bate contra las piernas del fugitivo y le derribó. Luego se acercó y le golpeó a patadas hasta que el joven caído comenzó a arrojar bocanadas de sangre.
Una botella vacía se estrelló contra los anaqueles y se oyó un gran estrépito de cristales rotos. Sistemáticamente, los gamberros comenzaron a destrozar el local, mientras varios de ellos continuaban apaleando metódicamente a los infelices clientes. Luego, tan rápidamente como se había producido la invasión, los bárbaros de las «motos» abandonaron el local y saltaron sobre sus máquinas, huyendo a la desbandada. Cuando miré a través del ventanal, el Cadillac de Carabone había desaparecido igualmente.
Algunos de los clientes que aún podían mantenerse en pie se apresuraron a huir. Otros, malheridos, se quejaban en el suelo, pero también pude comprobar que algunos de ellos permanecían inmóviles sobre el piso cubierto de serrín húmedo y fragmentos de cristal. Grandes manchas de sangre empapaban el serrín.
Me levanté y me incliné sobre un joven de cabellos largos, despatarrado en el suelo, que gemía sordamente palpándose la cabeza manchada de sangre.
—Será mejor que se marche, monsieur —oí la voz de Lucien, cuya cabeza asomaba por encima de la losa de mármol de la barra—. Dentro de un momento estará aquí la policía y se hará cargo del asunto. Váyase —insistió. Y añadió con una débil sonrisa—: Es decir, si prefiere no complicarse inútilmente.
Vacilé, pero finalmente opté por seguir su consejo. Salí a la calle, caminé aprisa sobre la nieve y me metí apresuradamente en el Datsun. Rodaba ya despacio por la rué Norman, cuando escuché los aullidos hirientes de las sirenas.
Apenas eran las siete de la tarde y yo me sentía demasiado excitado para volver a casa. Media hora más tarde, me detenía en la Porte Des Lilas y penetraba en una concurrida cafetería. Escogí el lugar más apartado de la barra y pedí un coñac.
Todavía bajo la impresión del salvaje incidente ocurrido en La Gaie France, me pregunté por qué aquellos bárbaros de las «motos» me habían respetado. Era muy extraño: habían aporreado brutalmente a todo bicho viviente, menos a mí, un perfecto desconocido.
¿O quizá no tan desconocido?
—Me conocían, evidentemente —deduje—. Probablemente habían recibido instrucciones específicas de La Béte. Es… como una advertencia. Como si me dijeran: «Ya has visto lo que somos capaces de hacer. De modo que lárgate de aquí cuanto antes y no vuelvas». Sí, ellos deben saber a estas alturas que he estado haciendo preguntas por ahí. No quieren complicar las cosas, sólo hacerme saber que están al tanto de mis pasos.
Me bebí el coñac de un trago y alcé la mano para llamar la atención del camarero, que se había alejado hacia el otro extremo de la barra. Y lo que vi me dejó paralizado de estupor.
Al principio, parpadeé, incrédulo. Pero, no, mis sentidos no estaban gastándome una broma pesada: aquella pelirroja que acababa de entrar en la cafetería colgada del brazo de un elegante caballero era… Marie-Louise Blavier.
Inmediatamente sentí la punzada de los celos. Ella, mi encantadora mademoiselle Blavier, tomaba por el brazo a aquel individuo como si fuera algo suyo. Sus ojos violeta destellaban y todos sus sentidos estaban pendientes de lo que su acompañanta le estaba diciendo.
Mi primer y fogoso impulso fue acercarme a ellos. Pero me aguanté, profundamente desconcertado y dominado por la excitación.
Seguí a la pareja con la mirada, esforzándome en pasar desapercibido tras el corpulento individuo que se encontraba a mi izquierda. Ellos se sentaron en una mesa y el acompañante de Marie-Louise habló brevemente con un camarero.
Me fijé con atención en aquel caballero que se sentaba junto a Marie-Louise. Era un hombre de mi estatura, aproximadamente, de unos cincuenta años. Sus cabellos eran muy negros, con unas hebras plateadas en las sienes que le daban un aspecto distinguido y respetable. Un tipo verdaderamente atractivo, que parecía un galán de cine, envuelto en un caro gabán de piel.
Bebí una segunda copa de coñac. Entretanto, un camarero se había acercado a aquella mesa con dos servicios de café.
Mirando a mademoiselle Blavier, un ardor insoportable se desató en mis entrañas. Indudablemente, ella dedicaba una rendida atención al caballero de las sienes plateadas, que escuchaba sonriente algo que Marie-Louise estaba susurrándole al oído.
Fueron unos minutos terribles. Me sentía interiormente destrozado, decepcionado y hundido. Al mismo tiempo, tenía que esforzarme en no separarme mucho del fornido y obeso individuo que me tapaba.
Llamé al barman que me atendía y puse discretamente un billete de cien francos en su mano.
—Dígame, por favor. ¿Quién es el caballero que acompaña a la dama de los cabellos rojos? —demandé.
—¿El caballero del abrigo de piel? Ah, se refiere sin duda a monsieur Darrangeis —el camarero se inclinó sobre mí y respondió en un susurro—: Es director cinematográfico. En confianza: se le conoce familiarmente por el Rey del porno.
¡Darrangeis! Así que era él…
Sonreí para mí, burlándome de mis celos. Evidentemente, Marie-Louise había decidido trabajar por su cuenta. Debía estar bien informada y había conseguido ganarse la confianza de Darrangeis, con el fin de llegar al fondo del asunto que a ambos nos interesaba: desenmascarar a los asesinos de su hermano y de Jacques Bastide.
Suspiré, aliviado. Mademoiselle Blavier era más lista de lo que yo suponía.
«Tanto mejor. Quizá consiga algo positivo», pensé, aunque seguía disgustándome que ella dedicase sus mejores sonrisas a aquel elegante individuo.
Se marcharon quince minutos después y ella seguía colgada apretadamente del brazo de Darrangeis. Pagué apresuradamente mis consumiciones y salí a la calle en el preciso momento en que un lujoso Aston Martin color fuego se separaba velozmente de la acera.
Enseguida, el coche se perdió en la riada de vehículos, por lo que rehusé seguirles. Además no quería ofender a Marie-Louise con una demostración de celos.
Decidí volver temprano a casa y preparar una cena para sorprender a Marie-Louise. Pero mientras conducía despacio hacia la Porte de Bagnolet pensé que ella, probablemente, no había tenido ocasión de recoger sus maletas en la pensión Scheffe.
Averiguar la dirección de su pensión fue fácil, pues sólo tuve que detenerme en un bar y consultar la guía telefónica. Marqué el número y me respondieron enseguida.
—Soy Ken Jordan, un amigo de mademoiselle Blavier —me expliqué—. Quería saber si ella ha recogido su equipaje esta tarde.
—Un momento, por favor —respondió una cuidada voz varonil.
Y al cabo de tres minutos:
—Lo lamento, señor Jordan, pero ha debido equivocarse. No tenemos registrada a ninguna señorita Blavier —me dijeron.
—¿Está seguro? Se trata de Marie-Louise Blavier, residente en Bratignolles —insistí, perplejo.
—Se lo repito con absoluta seguridad: ninguna persona con ese nombre se ha alojado ni se aloja en nuestra residencia —contestó enérgicamente mi interlocutor.
Colgué, un tanto preocupado. ¿Por qué me había mentido ella? ¿O se trataba de un error? Volví a consultar la guía, pero no hallé otra pensión Sheffe que aquélla. Tampoco existía ninguna otra de nombre parecido.
Volví a casa rumiando arduamente mis pensamientos. Cuando me acercaba a la puerta del garaje, vi a un individuo delgado, con un bigotito y una nariz larga y delicada, que vestía una gabardina beige y se cubría con un sombrero gris manchado de nieve. Aquel sujeto rondaba la entrada del edificio y me miró con insistencia cuando conduje el coche al garaje.
Subí a mi apartamento, me despojé de la trenka y miré a mi alrededor, ansioso por encontrar alguna nota explicativa escrita por Marie-Louise. No encontré nada. Me dirigí a la cocina y en ese momento zumbó el timbre.
No abrí inmediatamente. Por el contrario., miré a través de la mirilla panorámica y reconocí a aquel tipo que parecía montar guardia a la puerta de mi casa Retrocedí silenciosamente y abrí un cajón del mueble-bar del salón.
Me aguardaba una nueva decepción: la Browning de Marie-Louise no estaba en el lugar donde yo la había dejado. De todas formas, no podía reprochárselo: el arma era suya. Por lo demás, si se la había llevado había hecho lo propio, puesto que se había decidido a emprender una aventura peligrosa.
El timbre, entretanto, seguía sonando con insistencia. Corrí a la cocina y volví con un pequeño cuchillo, empuñado en el bolsillo.
Abrí con precaución. El hombre del bigotito negro puso ante mis ojos un portadocumentos.
—Soy el inspector Dassins, de la Sûreté —dijo—, ¿Puedo hablar con usted unos minutos, señor Jordan?
Vacilé. Así que la policía estaba tras de mis pasos… No era una buena noticia.
Dejé que el inspector Dassins entrara y cerré la puerta. No le invité a sentarse, pero él lo hizo sin demostrar el menor embarazo. Y me miró fijamente.
—Tengo entendido que no es usted la única persona que ocupa este apartamento —dijo, como si estuviera seguro de ello—. ¿Puede explicarme qué relación le une a la señorita de los cabellos rojos?
Me encrespé. ¡Faltaría más que yo tuviera que dar cuenta a la policía de mis asuntos íntimos…!
—Es cosa mía, inspector Dassins —barboté, encolerizado—. Por lo demás, mademoiselle Blavier es mayor de edad y absolutamente libre. Por lo cual…
—¿Mademoiselle Blavier? —repitió con una fría sonrisa en los delgados labios—. Me temo que esté equivocado, señor Jordan —buscó algo en el interior de su gabardina y me tendió una fotografía—. Esa es la señorita Marie-Louise Blavier.
Miré la foto y me atraganté. Lo que veían mis ojos era sobrecogedor: el cadáver de una mujer de sucios cabellos oscuros, cuyo rostro aparecía terriblemente hinchado y deformado. Era una mujer joven, al parecer, aunque sus facciones eran vulgares, desagradables.
—El cadáver de la señorita Blavier apareció flotando en el Sena esta mañana, a la altura de Charenton. Quienes la mataron, aplomaron el cadáver con una viga de hormigón, atada a sus tobillos. Pero una draga que trabajaba en aquel sector del río, rompió la cuerda y el cadáver flotó…
Mis sienes zumbaron, el caos se desató en mi cabeza.
—¿Está… está seguro de que ésta es la verdadera Marie— Louise Blavier? —murmuré.
Dassins sonrió, irónico. Luego me mostró un certificado dactiloscópico que demostraba que el cadáver hallado en Charenton correspondía en efecto a Marie-Louise Blavier.
—Queremos que colabore con nosotros, señor Jordan —expresó Dassins—, Sí, sabemos que estuvo en el 39 de rué Llombard la tarde que asesinaron a Bastide. Si yo quisiera, podría detenerle ahora mismo. Pero no voy a hacerlo. Sólo pretendo que averigüe cuanto pueda respecto a Sabine Cavalcadour.
—¿Quién es esa persona?
—La pelirroja que se hace pasar por mademoiselle Blavier. En realidad, la Cavalcadour es una mediocre estrella del cine «porno», y está relacionada con Gaston Darrangeis.
«Su actuación conmigo no ha sido tan mediocre», pensé amargamente.
Así que todo había sido una sangrienta comedia… No era difícil deducir que aquella mujer jamás había pretendido matarme, sino ganarse mi confianza. Y su actuación sólo podía tener un objetivo: sonsacarme, averiguar si yo estaba en posesión de lo que buscaban con tanto ahínco Carabone y sus corsos.
—Siga como hasta ahora, señor Jordan. Disimule. Y averigüe cuanto pueda acerca de la Cavalcadour y Darrangeis. Usted es un hombre inteligente, habituado a salir airosamente de situaciones comprometidas —continuó el policía—. Dígame, ¿cuáles son exactamente sus intereses en este peligroso asunto?
Le hablé del encargo de Marcel Bastide y de mi visita al cuchitril de Jacques. Dassins se mostró muy interesado cuando le hablé de aquel aroma intenso a menta que había percibido cuando los tres escurridizos individuos se cruzaron conmigo en la oscura escalera.
—Carabone —susurró, excitado—. Ese tipo mastica continuamente chicles de menta. Pero no es suficiente. Tenemos que obtener más pruebas. Pruebas irrebatibles ante un tribunal. ¿Nos ayudará, señor Jordan?
Asentí con un gesto. Dassins me entregó una tarjeta.
—Llame a este teléfono en cuanto averigüe algo interesante —dijo—. Utilícelo también si se siente en peligro. Yo recibiré cualquier recado inmediatamente.
Se despidió enseguida. Cerré la puerta lentamente y volví al salón. Me sentía muy mal. Saqué la botella del mueble y me serví una dosis exagerada de coñac, que bebí sin ningún comedimiento.
Una hora más tarde se oyó un chasquido en la cerradura de la puerta. Aquel mismo día había entregado a mí compañera un duplicado de la llave del apartamento, de modo que debía ser ella.
Traía dos grandes y caras maletas de piel de cerdo, que dejó en el pasillo.
—¡Ah, buenas noches, cariño! —exclamó, alegremente—. Siento haberme retrasado. Es el tráfico, que está imposible después de la nevada.
Me besó en los labios y apenas fui capaz de disimular un gesto esquivo. Tomé sus maletas apresuradamente y las llevé a su dormitorio. Ella vino tras de mí y se me quedó mirando fijamente, por lo que me vi forzado a mostrar una hipócrita sonrisa.
—Pero chéri —protestó—, ¿no te estás equivocando de alcoba?
—Tienes razón. Perdonadme siento un poco perturbado. Es por lo ocurrido en La Gaie France esta misma tarde —me escabullí como pude. Y le conté cuanto había visto.
Ella simuló impresionarse e hizo algunos comentarios al respecto. Luego se estremeció, se apretó contra mí, mimosa, y murmuró:
—¿No me ofreces una copa de coñac, mon amour? ¡Estoy tintando de frío!
Fuimos al salón y le serví lo que pedía. Mientras bebía, Sabine Cavalcadour se quedó mirando fijamente el cenicero de— cristal que había sobre la mesita.
El inspector Dassins fumaba delgados puritos Noirettes y había dejado la colilla de uno de ellos, que yo —¡estúpido de mí!— había olvidado vaciar en el cubo de la basura.
Me sentía tan nervioso, que me incorporé y dije sin mirar a la mujer:
—Voy a preparar una cena caliente. Tú quédate ahí, junto al radiador, viendo la televisión.
—¿Seguro que no quieres que te ayuda? —exclamó, solícita.
—¡No, no! Quiero darte una sorpresa —respondí—. La cena es cosa mía.
Fui a la cocina y saqué del frigorífico una merluza. Estaba tan nervioso y distraído, que estuve a punto de rebanarme un dedo con el cuchillo. De todas formas, me esmeré en aderezar el pescado, que finalmente metí en el horno.
Cuando volví, silencioso, al salón, Sabine Cavalcadour estaba hablando por teléfono. Su actitud furtiva, los susurros de su conversación y el respingo con que se volvió al oírme próximo, suponían toda una revelación.
Colgó bruscamente el teléfono y se puso en pie y sacó la Browning del bolsillo de su cazadora. Con redomada lentitud, movió el dedo pulgar para retirar el seguro.
—Eres incapaz de disimular, chéri —dijo—. En cuanto llegué, comprendí que se había producido en ti un cambio sustancial, imagino que ya sabes lo más importante: yo no soy Marie-Louise Blavier.
Le lancé un insulto de los que suelen hacer mella en una mujer, pero ella sonrió.
—Tranquilízate. Ya sé que esto es una pistola de pequeño calibre, pero si tratas de hacer lo que estás pensando, dispararé a matar. Siéntate, Ken —indicó, señalando el diván con un movimiento del arma. Cuando me hube desplomado, susurró—: Y ahora, dime cuanto sabes acerca de la bolsa roja que Jacques Bastide entregó a La Rose.
—¿Bolsa roja? No tengo la menor idea de lo que dices —respondí, aunque sospechaba que debía referirse a lo que Jacques había guardado en la consigna de la Gare de Lyon.
—Quieres engañarme, mon chéri Ken, pero no lo conseguirás. No tardarás en hablar de corrido —pronunció enigmáticamente. Y tomó frescamente un cigarrillo de mi paquete y lo encendió con mi propio mechero, todo ello sin perderme de vista un minuto.
Poco después oímos el chasquido de la puerta al abrirse. La pelirroja no había perdido el tiempo, ciertamente: a partir de la llave que yo le había entregado a mediodía, sus cómplices habían conseguido una o más copias.
Contuve el aliento cuando aparecieron aquellos tres hombretones en el pasillo. Se sacudieron a manotazos la nieve caída sobre sus sombreros y sus gabardinas y me miraron con avidez. Uno de ellos avanzó tres pasos, mientras los otros dos permanecían a la expectativa junto al vestíbulo.
—Bon soir, monsieur Jordan —pronunció con voz áspera el individuo que masticaba furiosamente goma de mascar con penetrante aroma a menta.
No perdieron el tiempo en tontas preguntas. Carabone se volvió a los otros dos y dijo:
—Ablandad al británico. Pero no aquí: llevadle al dormitorio mientras yo hablo con Sabine.
Como ninguno de ellos empuñaba arma alguna, decidí tomar la iniciativa. De improviso, salté sobre Carabone y le derribé de un tremendo cabezazo en pleno rostro. Nunca debí hacerlo: diez minutos después me arrepentía de mi osadía. No sé qué instrumentos emplearon para «ablandarme», pero cuando decidieron tomarse un respiro, yo estaba en el suelo arrojando surtidores de sangre por la boca y la nariz. Pero eso no era todo: mi cuerpo era un puro grito de dolor. Me habían «trabajado» sabiamente los riñones, el estómago y los dedos de los pies, que ahora debían estar hinchados como berenjenas.
No podía moverme, ni siquiera lo intenté. Cuando Carabone la Béte se agachó y arrojó sobre mí una vaharada de mentol, comencé a hablar de corrido. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sabía que si me empeñaba en callar, aquellos energúmenos acabarían destrozándome a golpes.
Relaté dificultosamente —mis labios estaban rotos y tumefactos— cuanto había escuchado de boca de Marc-Antoine la Rose en el Bois de Boulogne.
—¿Y la llave? —insistió Carabone, pues era consciente que sin la llave de poco iba a valerle saber que lo que buscaban se encontraba en la consigna de la Gare de Lyon, puesto que allí había miles de taquillas metálicas.
—La guardó en su bolso —respondí.
Volvieron a golpearme a patadas, pero yo no podía decir otra cosa.
Me ataron con las manos a la espalda e igualmente ligaron mis pies con resistentes cuerdas de nylon.
Luego oí sus pasos, alejándose, y finalmente el chasquido de la puerta. Todo quedó en silencio. Al parecer, me habían dejado solo.
Yo apenas podía creer en mi suerte. Desde el momento en que vi aparecer a La Béte y sus sicarios, imaginé que lo menos malo que podía ocurrirme sería la muerte. ¡Y me habían dejado con vida…!
Pero al cabo de diez minutos, un leve aroma llegó hasta mi nariz: gas. Agucé el oído y escuché el lejano silbido que procedía de la cocina.
Una mueca amarga debió fruncir mis labios. Al fin y al cabo, los asesinos se comportan siempre como asesinos: habían abierto el gas y esperaban que yo estaría muerto antes de media hora, cuando el venenoso fluido se fuera expandiendo por las habitaciones y alcanzase la altura de la cama en la que yo yacía envuelto en sábanas y mantas.
Gruñí entre dientes, volteé y caí al suelo, liado entre las sábanas. En el suelo, el olor del gas era más intenso y el peligro más próximo.
Tras algunos forcejeos, conseguí librarme de la ropa de cama y comencé a reptar hacia el salón.
En aquel momento, comenzó a sonar el teléfono. Repté como una lombriz, apoyando mis pies en la pared y avancé de costado hacia el salón. Una vez cerca de la mesita en la que descansaba el teléfono, cogí aliento y la derribé de una patada. El teléfono rebotó sobre el pavimento violentamente y el auricular cayó a veinte centímetros de mi rostro. Me acerqué y oí la voz del inspector Dassins:
—¿Jordan? Soy Claude Dassins. Le llamo para advertirle que los agentes de un coche radio-patrulla han visto a Carabone en las proximidades de la Porte de Bagnolet. Tenga cuidado y no dude en avisarme si le hicieran una visita. Yo…
—No es necesario que le avise —gruñí—. Ya estuvieron aquí y cumplieron con su sucio trabajo. ¿Puede venir ahora mismo?
Primero llegaron cuatro agentes de un auto-patrulla, los cuales echaron abajo en pocos minutos la puerta de mi apartamento. No me preocupó demasiado: jamás me sentí más satisfecho al ver cómo unos hombres penetraban violentamente en mi casa.
Dos de ellos me desataron rápidamente y los otros dos penetraron en la cocina, de donde regresaron en cuanto cortaron el gas. Después abrieron las ventanas de par en par, aunque el aire era gélido.
Se marcharon cuando llegó Dassins, el cual me contempló brevemente y dijo:
—Ya veo que hicieron una buena faena. Tiene usted muy mal aspecto. Vamos, venga conmigo: le llevaré al puesto de socorro más próximo.