Capítulo VII

CON el fin de que nadie controlara mis idas y venidas, había rehusado alojarme en un hotel. Tras consultar con una agencia inmobiliaria, decidí alquilar un bonito apartamento situado en las proximidades de la Porte de Bagnolet, exactamente en la rué Louis Lumiére.

Era el lugar perfecto para pasar desapercibido: la calle se encontraba en una zona tranquila, ajardinada, a un paso de la autopista de circunvalación Este. Se trataba de un conjunto formado por seis edificios de cuatro plantas, de aspecto muy agradable. El alquiler de un apartamento daba derecho a la utilización del garaje, ubicado en la planta baja. Por lo demás, los apartamentos estaban amueblados y contaban con todos los servicios deseables.

Si a ello se añade que el precio del alquiler era discreto, se comprenderá que mi elección no pudo ser más acertada.

Mi apartamento estaba situado en el primer piso del primero de los edificios. Tras una discreta inspección, comprobé que el apartamento contiguo al mío no estaba ocupado. Mejor que mejor.

En cuanto al problema de la alimentación, no me preocupaba demasiado. Yo estaba habituado a valerme por mí mismo en las condiciones más extremas. Por otra parte, el frigorífico de mi cocina estaba bien abastecido de fiambres, conservas, vino y cerveza. Por lo común, yo solía comer en el primer lugar que me caía al paso. Como no era muy exigente, por la noche me bastaba con un par de huevos fritos, bacon y una ensalada. O bien, si me sentía muy cansado, me limitaba a prepararme un par de bocadillos.

Aquella noche me retiré a hora temprana. Tras dejar a Marc-Antoine en su casa de la rué Flauvert, sentí necesidad de recluirme en mi apartamento con el fin de poner en orden los datos que La Rose me había facilitado. Encendería la calefacción, me prepararía un par de bistecs y mientras comía, me bebería una botella de beaujolais ante el televisor.

Seguía lloviendo cuando abandoné la autopista del Este y conduje a lo largo de la rué Louis Lumiére. Ráfagas furiosas azotaron mi coche cuando aminoré la marcha y me acerqué a la puerta automática del garaje.

Sólo había otros dos coches dentro del recinto: un Peugeot 505 y un Renault-5 amarillo. El piso de hormigón estaba materialmente cubierto de húmedas pisadas.

Me entretuve un momento en el interior de mi Datsun mientras sacaba un cigarrillo y lo encendía. Entretanto, la luz automática del garaje se apagó.

Cuando empujé la portezuela para salir del coche, entreví por unos segundos la silueta difusa que se abalanzaba sobre mí. Sólo fue un instante, como digo, pues la luz interior del Datsun se apagó precisamente en aquel momento.

Surgió un chorro de chispas de la brasa del cigarrillo y maldije al sentir la quemadura en el mentón.

Pero mis destempladas protestas se cortaron bruscamente al recibir aquel salvaje golpe en la garganta. Instantáneamente, perdí la respiración y mis rodillas se doblaron.

Una intensa angustia se apoderó de mí. Me ahogaba y agité desesperadamente los brazos tratando de introducir un poco de aire en mis pulmones.

Mi defensa fue casual: arrodillado sobre el cemento, elevé bruscamente la cabeza en mi afán de respirar. Oí un chillido y el rumor de un cuerpo que caía sobre mí.

Tumultuosamente, el aire penetró a través de mi lastimada tráquea y alivió mis pulmones, a punto de la asfixia.

Entretanto, la persona que me había atacado tan brutalmente comenzó a removerse en el suelo. Respiré afanosamente, alcé una mano y tiré enérgicamente de la puerta de mi Datsun. Algo insólito se interpuso en su camino. Se oyó un ruido sordo y un estrangulado gemido de dolor.

Del interior del coche surgió un haz de luz que iluminó el bulto de la persona caída en el suelo.

—Te has caído, amiguito —rezongué, iracundo—. Voy a darte una verdadera lección de lucha oriental.

Di un nuevo tirón a la portezuela, de modo que se mantuviera abierta y la luz continuara encendida, y me abalancé sobre el tipo que yacía boca abajo.

Su cazadora de cuero estaba mojada, al igual que sus cabellos rojos. Jadeante y enfurecido, pasé una mano bajo su mentón y tiré con fuerza hacia atrás, dispuesto a romperle el cuello a la menor señal de resistencia.

Un gritito brotó de sus labios. Un chillido netamente femenino.

Pasmado de asombro, contemplé aquellos rojos cabellos, excesivamente largos para un hombre. Por lo demás, mi mano derecha palpaba unas facciones suaves, desprovistas de barba.

No se trataba de un hombre, como había imaginado, sino de una mujer muy joven.

Solté mi presa, la volví bruscamente asiéndola por los hombres y escruté aquellas facciones con ansiedad. La sorpresa me obligó a aflojar mi presa: la mujer sobre la que yo cabalgaba era la bella pelirroja que había visto por vez primera en la rué Llombard, la tarde en que asesinaron a Jacques Bastide.

Un hilillo de sangre brotaba de su perfecta nariz e iba a manchar sus carnosos labios. Estaba indefensa, incapaz de reaccionar, pues parecía aún bajo los efectos de una fuerte conmoción.

Me puse en pie y la elevé, tomándola por los brazos.

No me fiaba de ella: había demostrado ser demasiado peligrosa. La obligué a girar, la empujé contra el vehículo, separé sus piernas enfundadas en pantalones de pana azul y la cacheé. Un momento después tenía en mi mano una pistola Browning calibre 6.25, que ella ocultaba en su bolsillo de su holgada cazadora.

De otro bolsillo saqué un arrugado paquete de Winston, un llavero con tres llaves y una carterita de esas que venden los quincalleros marroquíes por unos pocos francos. Me guardé todo aquello en el bolsillo y advertí:

—No se mueva de ahí. Tengo su pistola empuñada —y corrí a grandes zancadas hacia el fondo del garaje, pulsé el interruptor de la luz fija y el recinto quedó inundado de la luz blanquecina de los tubos fluorescentes que colgaban del techo.

Volví rápidamente al Datsun, pero aquella mujer continuaba apoyada pasivamente sobre el techo del automóvil.

—Vamos —dije. Y tomándola sin muchas consideraciones por el cuello forrado de su cazadora, tiré de ella y nos encaminamos a la puerta que comunicaba con la escalera.

Ya en el interior de mi apartamento, la solté con brusquedad sobre el diván.

Era muy bella, aunque sus facciones carecieran entonces de color y sus suaves mejillas estuvieran manchadas de sangre reciente. Su perfecta nariz ya no lo era tanto, pues había comenzado a hincharse y una tumefacción oscura se extendía sobre su labio superior.

Derrengada sobre el diván, laxos los miembros y pálida la tez, tenía un aire de abandono y desvalidez que generaba un sentimiento de compasión.

Pero yo no era tan estúpido como para dejarme llevar por semejantes sentimientos. Mi garganta ardía aún y mi respiración era jadeante. No, no podía olvidar que aquella hermosa y joven mujer podía haberme matado con su terrible golpe de karate.

Tuve un gesto, aunque mínimo. Busqué en mis bolsillos un pañuelo y se lo arrojé al regazo.

—Límpiese —dije—. Si sigue sangrando, va a poner perdido el tapizado del diván.

Elevó fa cabeza lentamente y me miró con odio infinito.

Parpadeé, desconcertado. ¿Por qué aquella expresión de intenso rencor, qué motivos tenía aquella mujer para odiarme?

Ella desvió la mirada, tomó el pañuelo, lo desplegó y se enjugó con cuidado la nariz.

—Muy bien. Y ahora dígame por qué me atacó —exigí con dureza—. Cualquiera diría que se proponía matarme.

—Y ése, justamente, era mi propósito. Lamento haber fallado —murmuró con voz ronca—. Usted debe ser un tipo duro. A otro cualquiera, mi golpe le habría destrozado la tráquea…

Le miré de hito en hito.

—Sí, supongo que sí —admití, llevándome instintivamente una mano a mi dolorida garganta—. Pero ¿por qué?

—No sea cínico. Usted conoce perfectamente mis motivos —respondió. Y sus ojos color violeta se incendiaron en una llamarada de aborrecimiento.

Me dejé caer sobre un sillón situado frente al diván. Me sentía sinceramente aturdido.

—Dice que tiene motivos para asesinarme a sangre fría…

¡Pero yo ni siquiera la conozco! —exclamé—. ¿Quiere explicarse de una maldita vez? Si de sus palabras deduzco alguna responsabilidad mía, le juro que la asumiré plenamente.

Pero ella apretó los labios y permaneció en silencio, aunque sus preciosos ojos seguían contemplándome con fría abominación.

Fui a encender un cigarrillo para calmar mis nervios y mi mano encontró su cartera. Deje un momento la pistolita sobre el brazo del sillón, pero volví a empuñarla al advertir que ella se incorporaba levemente, dispuesta a arrojarse sobre mí como una pantera rabiosa.

—Si se mueve de ahí, no dudaré en disparar contra usted. Compréndalo: usted estuvo a punto de enviarme al otro barrio con ese golpe de karate —le previne.

Poco a poco, relajó sus músculos y tornó a abandonarse sobre el cómodo sofá.

Tuve que valerme de la mano izquierda para averiguar el contenido de aquella cartera. Unas pocas monedas dos billetes de cincuenta francos y un documento de identidad a nombre de Marie-Louise Blavier, soltera, de veinticinco años, residente en Gratignolles, de profesión profesora de educación general básica. La pequeña foto en color del documento no reflejaba ni mucho menos la belleza de aquel rostro ovalado de pómulos levemente sobresalientes.

—Nunca lo hubiera sospechado —exclamé, sinceramente sorprendido—. ¡La profesora de un pueblecito…! Con ese cuerpo, hubiera jurado que se trataba de una modelo o quizá de una joven starlette.

—¿Qué importa eso? —murmuró, rencorosa—. No necesito salir en la portada de Newsweek para borrar de su rostro esa sonrisa presuntuosa.

—Ya lo veo —repuse, pensativo. Y volví a guardar el dinero y la documentación en la carterita—. Vamos, dígalo de una vez. ¿Por qué intentó matarme?

Una sonrisa irónica plegó sus labios. Pero inmediatamente la sonrisa se trocó en gesto de dolor, pues la hematoma de su labio superior y la hinchazón de su nariz iban en aumento.

—Usted… usted es un cerdo borracho de sangre —me lanzó a la cara con voz vibrante—. Le vi abandonar una casa próxima al 39 de la rué Llombard y más tarde vi su foto robot en las primeras páginas de los diarios… ¿Es necesario que siga hablando?

—Desde luego —respondí, cada vez más interesado.

—Trata de pasar desapercibido tiñéndose el pelo e incluso ese pretencioso bigote negro, pero a mí no pudo engañarme. Le reconocí en cuanto le vi hace unos días en La Gaie France, charlando animadamente con Marc-Antoine la Rose. ¿Qué se proponía? ¿Quizá también piensa asesinar al pobre Roche?

—Oiga, está tremendamente equivocada. Yo…

Pero no me dejó continuar. Brillantes los ojos de cólera, hinchando el busto bajo el flexible cuero de su cazadora, me acusó ardientemente:

—Usted asesinó a Jacques Bastide y también a René Blavier. Probablemente, es un sicario de Carabone y su grupo de criminales. Hasta ahora ha sabido burlar a la policía, pero yo… yo le…

Fue en aquel momento cuando recordé mi conversación con Marc-Antoine en el Bois de Boulogne. La Rose me había contado que, un mes atrás, el cadáver de un gay llamado René Blavier había sido hallado en el vertedero de basuras de Beau-Le Medecin con el rostro horriblemente carbonizado.

René Blavier, Marie-Louise Blavier… La relación era clarísima

—Así que René Blavier era su hermano —dije, aprovechando que la indignación le impedía articular el torrente de improperios que pugnaba por brotar de sus labios.

—Era mi único hermano —casi sollozó—. Y era homosexual, sí, pero no era culpable de sufrir una aberración de la Naturaleza. Además… René era lo único que yo tenía —sus hombros se estremecieron violentamente—. Pasé por la terrible prueba de identificar su cadáver, contemplé con horror sus facciones borradas por el fuego y…

El llanto le impidió seguir hablando. Durante unos minutos, respeté su dolor y permanecí en silencio, observándola. Confieso que me sentía impulsado de acercarme a ella, a rodearla con mis brazos y tratar de llevar un poco de consuelo a su ánimo, pero no me decidí a hacerlo. En parte, porque ella me consideraba un asesino, y en parte también porque en su exaltación aquella mujer era capaz de reaccionar locamente.

Cuando advertí que sus sollozos iban apaciguándose, saqué mi pasaporte del bolsillo y lo puse sobre su regazo.

—Está en un tremendo error, señorita Blavier. Sólo tiene que mirar mi pasaporte para comprender que yo no tenía motivo alguno para asesinar a René o a Jacques —le expliqué—. Consulte mi pasaporte. Verá que llevaba cinco años sin visitar este país, pues las exigencias de mi profesión de reportero de guerra me han mantenido lejos de Europa por largo tiempo. No conocía a su hermano, ni siquiera a Jacques Bastide, aunque poseía referencias de este último a través de su hermano, Marcel Bastide, corresponsal de prensa como yo.

No se movió, pero había dejado de llorar y podía percibirse un cambio sutil en su actitud.

—Si no conocía a René Blavier, ¿cómo podía tener interés en asesinarle? Vine a París para visitar a Jacques, por encargo de su hermano Marcel, muerto en lamentables circunstancias en el Líbano —le expliqué detalladamente el encargo de Marcel y añadí—: En cierto modo, usted y yo tenemos idéntico objetivo: desenmascarar a unos asesinos.

Fue entonces cuando tomó mi pasaporte y lo examinó con gran atención. Al cabo, lo dejó sobre el diván y me miró.

—Pero es cierto que usted estuvo en el domicilio de Jacques la tarde en que la policía halló su cadáver salvajemente mutilado…

—Sí. E incluso me crucé con sus asesinos en la escalera. Permanecí en el ático-A por espacio de dos horas antes de encontrar el cadáver de Jacques en el baño. ¿Cree que un asesino permanecería tanto tiempo en el escenario del crimen, exponiéndose a ser detenido in fraganti? Créame, señorita Blavier: tengo fundadas sospechas de que fueron sus asesinos quienes trataron de cargarme con el muerto, llamando a la policía. No tuve más remedio que escapar a toda prisa cuando vi subir a los agentes, pues mi posición era muy comprometida.

Hice una pausa para recobrar la respiración y añadí:

—Habrá comprobado por el pasaporte que volví desde Inglaterra al cabo de nueve días. Un asesino no hubiera hecho tal cosa. Pero yo regresé porque no podía dormir tranquilo permitiendo que el asesinato del hermano de mi viejo amigo quedara impune. Y si me entrevisté con Marc-Antoine fue precisamente con el afán de obtener información suficiente para iniciar mis pesquisas.

Marie-Louise Blavier no hizo ningún comentario. Pero me animó mucho comprobar que aquella mirada de odio había sido reemplazada por una expresión de intensa perplejidad.

—En cuanto a usted —pronuncié—, debía sentirse muy desesperada para intentar matarme atolondradamente. ¿Qué cree que hubiera ocurrido en caso de ser yo el asesino que usted buscaba? Probablemente, a estas horas su cadáver sería arrastrado por las aguas sucias de las alcantarillas de París.

Oí un leve suspiro.

—SS —confesó—, me sentía desesperada hasta el límite. Yo creía firmemente que usted era al asesino de Jacques y de mi hermano. Cuando vine a París desde Gratignolles, reuní todos mis ahorros, unos diez mil francos, con el decidido propósito de vengar a René. Pero el dinero se ha ido en el alojamiento, comidas, transportes y consumiciones en los bistrots y tabernas que frecuenté desde que vine. Esta noche… Bien, sólo me quedaban doscientos cincuenta francos, pero gasté la mayor parte en taxis. Le seguí a través de la ciudad ayer y descubrí su domicilio. No podía seguir por más tiempo en París, pues había agotado mi dinero…

—Y decidió que lo último que haría en este mundo sería matarme, ¿verdad? —planteé.

Inclinó la cabeza en señal de asentimiento y un escalofrío recorrió su cuerpo.

—Sí. Era lo último que pensaba hacer.

—Y estuvo a punto de asesinar a un inocente —dije, con reproche—. De no ser porque mi cuello está muy musculoso y su golpe no me alcanzó de lleno, yo estaría ahora listo para un cajón frigorífico de la Morgue.

Sus facciones palidecieron aún más.

—Lo siento —murmuró, abatida.

Pero enseguida se irguió con admirable entereza.

—=Sin embargo, aún me pesa más haber fracasado —confesó con cruda sinceridad—. No tengo más solución que regresar a Gratignolles con el peso de mi frustración a cuestas. Eso o…

—¿O qué? —inquirí con interés.

—Bueno, la dueña de la pensión donde me alojo me hizo ayer una proposición clarísima: alojamiento y comida gratis, además de cien francos diarios. A cambio, sólo debía permitir que algunos de sus clientes masculinos tuviesen acceso fácil a mi habitación —relató con amargura.

—¿Sería capaz de prostituirse… sólo por culminar su venganza? —pregunté, súbitamente furioso.

—No lo sé. Tal vez sí —alzó su mirada y la posó en mí—.

Quizá entendería mi postura si hubiera visto el rostro carbonizado de mi hermano.

No supe qué responder, pues experimentaba una ira sorda que me recomía interiormente.

Marie-Louise se incorporó lentamente.

Se palpó con cuidado el cráneo, disimuló un gesto de dolor y me tendió una mano.

—¿Quiere darme mi pistola y mi cartera? —pidió humildemente.

Moví la cabeza en sentido negativo.

—¿Adónde irá?

—Volveré a mi pensión. Durante la noche tendré tiempo suficiente para llegar a la determinación que sea —respondió—. De veras, señor Jordan: lamento haberme equivocado con usted. Le pido excusas. Y ahora, por favor, déme mis cosas.

Volví a negar tozudamente.

—No permitiré que se degrade, Marie-Louise —pronuncié con lentitud para disimular mi emoción interior—. Quédese aquí por el momento. ¡Oh, no tiene nada que temer! Por fortuna, este apartamento cuenta con dos alcobas. Le daré un duplicado de la llave y podrá entrar y salir cuando quiera. No pienso exigirle nada a cambio. ¿Acepta?

Vaciló. Luego se dejó caer lentamente sobre el diván y exhaló un suspiro.