Capítulo VI
LUEGO se desmoronó y se dejó caer como un guiñapo sobre el asiento contiguo.
Le oí sollozar, aunque oprimía el pañuelo contra su boca y su nariz. Yo me sentía tan impresionado, que mis manos se tendieron hacia él, ansiosas por consolarle, pero no llegué a terminar el movimiento, temeroso de que mi gesto no fuera debidamente interpretado por aquel pobre hombre.
Saqué dos cigarrillos y le puse uno en los labios.
—Vamos, vamos, tranquilícese. ¿A qué vienen esos temores? —dije.
Apartó el pañuelo y me miró. Tenía un aspecto de profunda aflicción, aunque su nariz enrojecida le daba una apariencia grotesca.
Seguidamente confesó que la tarde anterior había sufrido un terrible susto al volver de la consulta del doctor Fauvre.
—Había perdido el apetito y me sentía muy débil —relató—. Unos amigos estuvieron en casa a visitarme y se alarmaron al comprobar mi abatimiento. Insistieron en que debía visitar al médico y sobreponerme a mis sentimientos. Cuando se marcharon, llamé por teléfono al doctor Fauvre. Es un hombre muy comprensivo, que me conoce desde hace varios años. Siempre me ha tratado como a una persona y me ha demostrado un afecto tan desinteresado que me siento profundamente agradecido a él. Fue precisamente el doctor Fauvre quien me desaconsejó una operación de cambio de sexo. Me convenció de que yo no estaba lo suficientemente motivado como para afrontar una decisión tan trascendente…
Al oscurecer, Marc-Antoine pidió un taxi por teléfono. (Aunque poseía un lujoso automóvil americano, le había resultado imposible obtener el carnet de conducir. Habitualmente, era Jacques quien conducía aquel automóvil.)
—El doctor Fauvre me dijo por teléfono que fuera a visitarle inmediatamente. El pobrecillo parecía muy preocupado por mi lamentable estado de ánimo —continuó La Rose—, Estuve casi una hora en su consultorio y cuando salí de allí me sentía muy confortado, como siempre que visitaba a mi médico. Me recetó unas inyecciones y me convenció de que DEB©A imponerme a mi abatimiento.
Otro taxi le dejó junto a su residencia hacia las siete y media de la noche.
—Las luces estaban encendidas, lo que ya provocó mi alarma, puesto que yo estaba seguro de haberlas apagado antes de tomar el taxi que me llevaría al consultorio del doctor Fauvre —relató—. Pero aún me asusté más cuando comprobé que la puerta estaba forzada: la habían destrozado con una palanqueta.
Inmediatamente, pensé en un robo, en un asalto a su domicilio. Indeciso respecto a lo que debía hacer, permaneció ante la puerta unos minutos. Luego, huyó de allí y corrió hacia la cabina telefónica más próxima.
—Los del coche radio patrulla llegaron veinte minutos más tarde. Les expliqué mis temores y ellos penetraron en la casa. Poco después, uno de ellos se asomó a la calle y me invitó a entrar.
Lo que Marc-Antoine vio provocó el estallido de sus nervios.
—Los asaltantes debieron sentirse asaltados por una furia demoníaca —declaró, retorciéndose nerviosamente las bien cuidadas manos—. Habían destripado salvajemente mis caros muebles, rajado tres cuadros que valen más de un millón de francos y hecho añicos las piezas de mi colección de porcelanas de Sévres, que afortunadamente estaban aseguradas por una póliza de seguro y tasadas en trescientos mil francos. Pero, oh, mon Dieu —sollozó La Rose—, eso no fue todo.
—¿Qué quiere decir?
—Mi perrito, «Michelot», mis canarios y periquitos… ¡degollados! —gimió Marc-Antoine, tembloroso—. Todo estaba manchado de sangre y el cadáver de mi perrito estaba en mi propio lecho, degollado y con el vientre fuera.
Por fortuna, el doctor Fauvre llegó poco después, a requerimiento de los policías, que tuvieron que hacer frente a un ataque de histeria por parte de Marc-Antoine.
—Fue una salvajada imperdonable. Pero aquella barbarie… El cadáver de «Michelot» sobre mi cama, tenía otro significado. No habían entrado allí a robar, simplemente, pues nada se llevaron, solamente destrozaron cuanto de valor hallaron a su paso. El cuerpecillo destrozado de «Michelot» venía a ser una advertencia. Los tipos que habían penetrado en mi casa me buscaban a mí, para asesinarme. Y mataron a «Michelot», rabiosos, al no encontrarme a mí —terminó La Rose.
Su relato me impresionó tan vivamente, que durante unos minutos fui incapaz de pronunciar una palabra.
—Pero ¿por qué, por qué? —indagué luego—, ¿Qué motivos tenían esos salvajes individuos contra usted?
La Rose se encogió de hombros dramáticamente.
—No lo sé —dijo—. O quizá se deba a mi liason con Jacques. Quizá él se atrajo el odio del clan de los corsos.
—¿El clan de los corsos?
Me explicó que se trataba de un grupo de maquereaux1 establecidos en el bajo París, que explotaban a homosexuales y travestis como si se tratase de prostitutas.
Según La Rose, la cabeza visible de aquel grupo de delincuentes era Jean Carabone, un peligroso individuo que había cumplido varias condenas por homicidio y malos tratos.
—Quizá trataron de presionar a Jacques para que él me obligara a prostituirme —aventuró Marc-Antoine—. Aunque me sorprende que Jacques no me advirtiera. De todas formas, Jacques era un muchacho valeroso, temerario. Jamás sentía miedo y se enfrentaba decididamente a cualquiera que tratase de inmiscuirse en nuestras cosas.
—¿Por qué no habló a la policía acerca de esto?
Marc-Antoine se echó a reír, tristemente.
—¿Denunciar a los corsos? Esa sería una temeridad propia de Jacques, pero nadie se atreve a tal cosa. Carabone ha dado palizas tan salvajes a los que se atrevieron a mencionar su nombre, que sus víctimas se convirtieron en personas tullidas para toda la vida.
Tras una pausa, añadió:
—Pero ni siquiera estoy seguro de que el asalto de ayer deba ser atribuido al clan de los corsos. No, ellos me hubieran advertido previamente. Es algo más peligroso aún… Una amenaza que no alcanzo a vislumbrar —se estremeció violentamente, a pesar de que la temperatura era templada dentro de mi coche—. Es algo… ¿cómo explicarlo? oscuro y subterráneo, pero sospecho que la amenaza tiene alguna relación con Jacques. Y hay algo que respalda mis sospechas.
—¿Qué?
—Se rumorea que hay un grupo de ultras empeñados en expulsarnos de los teatros, cabarets y bistrots. Un grupo bien organizado, y financiado por personas muy importantes —susurró—. Y Jacques, en cualquier caso, no es la primera víctima.
—¿Quiere decir que hay más…?
—Hace poco más de un mes, el cadáver de René Blavier fue encontrado en las proximidades de Beau-Le Medecin. Blavier era un travesti que actuaba en pubs gays y otros locales de espectáculos. Llegó a ser famoso e incluso actuó en un programa para la televisión. Se pavoneaba de contar entre sus más íntimos amigos a varias personalidades de la política, los deportes y las finanzas. Pero lo asesinaron de forma espeluznante. Su cadáver tenía completamente borradas las facciones. ¿Sabe qué utilizaron para ello? Un soplete de oxicorte…
Tragué saliva, impresionado por el relato.
—Ha habido varios casos más de crímenes brutales, cuyas víctimas fueron también homosexuales —añadió La Rose con voz lúgubre—. Aunque es evidente que la policía no los ha relacionado entre sí. Ellos tienen una fórmula para explicar esos asesinatos sangrientos: ajuste de cuentas entre mariquitas. Eso es todo.
Callamos durante largo rato.
Estaba anocheciendo y la lluvia azotaba con violencia las frondas del bosque.
—Dígame una cosa, Marc-Antoine —rompí el silencio—: ¿Cómo era Jacques Bastide?, ¿a qué se dedicaba?
Me describió a su «ligue» como un muchacho impetuoso, atolondrado y pleno de energía vital. Sí, había caído en la trampa de las drogas, pero ésa era una tendencia habitual entre los marginados homosexuales, según Marc-Antoine.
—Era alegre, despreocupado, charmant! —le describió La Rose, repentinamente animado—. Gastaba el dinero alegremente, sin darle ninguna importancia. A menudo hablaba con entusiasmo de su hermano, reportero de prensa allá donde hubiera un conflicto bélico. Jacques admiraba a su hermano rendidamente. Supongo que debía a Marcel su afición a la fotografía y al cine…
Se interrumpió bruscamente. Sus facciones reflejaron sorpresa y estupor.
—¡Me había olvidado de ello! —exclamó, mordiéndose femeninamente el labio inferior.
—¿De qué? —me atreví a preguntar.
Pero no reparó en mi pregunta y buscó apresuradamente en su bolso de mano, fabricado en excelente piel de cabra.
Hurgó en su interior y exhaló un gritito de satisfacción, al tiempo que mostraba un pequeño llavín plano.
—Le voilá! —exclamó, haciendo oscilar la llave delicadamente entre sus dedos.
—¿Qué es?
—Una llave de la consigna de la Gare de Lyon. ¡Me había olvidado por completo de ello! —se reprochó. Y añadió—: Jacques estuvo trabajando un par de semanas para el director de cine Gaston Darrangeis. Ya le dije que tenía una gran afición a la fotografía y al cine. Creo que estuvieron Filmando en un pueblecito del Midi. De cuando en cuando, Darrangeis llamaba a Jacques y le encargaba pequeños trabajos. Reportajes relacionados con la filmación de películas, según me dijo. Cuando regresó de su último viaje, Jacques me entregó esta llave y me dijo que tenía un par de cámaras y un lote de clisés en su departamento de la consigna. Dijo que quería que yo me encargase del revelado de esos clisés. Aquel día, ahora lo recuerdo, parecía muy inquieto y preocupado. Dijo que estaba invitado a una fiesta que daba Darrangeis en su finca de la Grosse Corniche con motivo de la terminación de una de sus películas. Jacques daba muestras de una gran excitación y se marchó enseguida. No volvió esa noche, conforme me había prometido. A la mañana siguiente le telefoneé a su cuchitril de la rué Llombard. Estaba de malhumor, discutimos y colgó el teléfono bruscamente. No volví a verle con vida —suspiró—. Y ahora no sé qué hacer con esos clisés y las cámaras guardadas en la consigna de la Gare de Lyon —terminó tristemente.
Se había hecho de noche. Vi que se estremecía y enseguida dijo:
—¿Quiere devolverme a casa? No me siento seguro en medio de estas soledades.
—Por supuesto —respondí. Y puse el motor en marcha.
Durante el camino, que cubrimos a pequeña velocidad, le pregunté:
—¿Piensa volver a casa? ¿Es que no tiene miedo a que pueda repetirse el asalto de ayer?
Se encogió de hombros con un gesto fatalista.
—¿Cree que me sentiría seguro en cualquier otro lugar? —susurró—, De todas formas, la policía me dará protección durante unos días. ¿No ha visto el Renault que pasó varias veces ante nosotros mientras permanecíamos dentro de este coche, en el Bois? Era uno de los policías que me protegen. También hay otros dos que vigilan constantemente mi casa desde ayer.
—Eso demuestra que la policía es consciente del peligro que corre usted. En fin, creo que no debe sentirse preocupado por el momento —comenté.
—Usted lo ha dicho, Jordan: por el momento —respondió, tristemente—. Durante una semana o quizá dos, la policía se ocupará de mi seguridad. Estoy seguro de que «ellos» no se atreverán a intentar nada contra mí mientras los agentes judiciales estén cerca. Pero ¿puede usted decirme qué ocurrirá cuando el inspector Dassins decida retirar a sus hombres?
Callé, pues no tenía ninguna respuesta para aquella inquietante pregunta.
Poco después, dejaba a Marc-Antoine en su lujosa residencia de la rué Fraubert.