Capítulo II
EN la agencia de viaje me informaron acerca del vuelo que partía de Heathrow a las quince de la tarde, con llegada a Orly unos ochenta minutos más tarde.
Si tenía suerte y encontraba puntualmente a Jacques Bastide para entregarle su cheque de veinte mil francos, podría tomar un vuelo de retorno a las diez de la noche. No tendría tiempo de cenar en compañía de Mandy, ya en Londres, pero aun podríamos tomar unas copas aquella noche.
Volví al hotel y recogí mi coche, un Datsun deportivo muy rápido y cómodo. Ni siquiera liquidé mi cuenta del hotel, ya que pensaba estar de vuelta aquella misma noche o al día siguiente, como máximo. Pero las cosas no iban a desarrollarse de la forma que yo esperaba.
A las tres y media de la tarde, estaba volando hacia París. Me había dado tiempo a almorzar en el restaurante del aeropuerto e incluso a realizar las gestiones precisas para que un automóvil de alquiler me estuviera esperando en Orly.
Sobre el Canal de la Mancha había bancos de niebla que se tornaron más espesos a medida que el avión volaba sobre suelo francés.
Cuando aterrizó en Orly, llovía con fuerza. En Londres —caso extraordinario— reinaba un excelente tiempo otoñal, soleado, con temperaturas muy agradables. Cuando descendíamos del avión para tomar el autobús que nos llevaría a la terminal, ráfagas de lluvia helada me provocaron un escalofrío friolero: me había venido de Londres a cuerpo gentil, sin tomar la precaución de traerme una gabardina siquiera. Tendría, pues, que comprar alguna prenda de protección contra la lluvia en la capital de Francia.
Por fortuna, las gestiones aduaneras fueron breves. Como habíamos traído el viento de cola, al viaje había durado exactamente una hora, de modo que a las cinco y cuarto conducía mi Peugeot de alquiler en dirección a París, bajo la copiosa lluvia.
Aunque había visitado París numerosas veces, no conocía la Ville Lumiére profundamente. Sin embargo, en el aeropuerto había comprado un callejero que me ayudó a localizar la rué Llombard, situada al norte, muy cerca del distrito llamado Plain Morceau.
Crucé un dédalo de estrechas callejuelas a espaldas de una hilera de viejas fábricas abandonadas y al fin encontré la rué Llombard.
El ambiente era triste, gris, depresivo. Arroyuelos de aguas sucias corrían junto a las descuidadas aceras y eran deglutidas por los imbornales con un gorgoteo desagradable. No circulaba por allí más vehículo que el mío, a excepción del carrito cargado de cartones mojados que empujaba un hombrecillo desharrapado, que se protegía de la lluvia con un original y elemental impermeable: un gran saco de plástico al que se le habían practicado aberturas para la cabeza y los brazos.
La sensación de pobreza y soledad era evidente.
—¿Cómo es posible que Jacques Bastide viva en un barrio tan mísero como éste? —me pregunté, asombrado—. Con el dinero que ha venido enviándole Marcel, podría permitirse el lujo de residir en un hotel de segunda categoría.
El número 39 de la rué Llombard era un amazacotado caserón de ladrillos grises que habían perdido el color rojo original con la contaminación atmosférica.
Bajé del coche y me dirigí al portal en una corta y rápida carrera. No circulaba un alma por la calle. Encendí un cigarrillo y eché una ojeada al oscuro portal.
No había conserje ni portero. Una bombilla amarillenta y polvorienta, colocada a excesiva altura, expandía una luz miserable e insuficiente. Tres viejas puertas con centenares de manos de barniz, algunos buzones de correos colgados de la pared de la derecha y el arranque de una escalera al fondo del largo pasillo, eso fue todo lo que vi.
No había ascensor, según pude constatar, a pesar de que se trataba de un edificio de seis plantas. El nombre del hermano de Marcel estaba en uno de los buzones: Jacques Bastide, ático-A.
Arrojé el cigarrillo a la calle y me decidí a subir. La escalera era ancha y polvorienta, tan deficientemente iluminada como el propio portal. Me apoyé en el pasamanos de hierro, pero lo solté con repugnancia al comprobar su tacto grasiento y húmedo.
Ya había superado el tercer piso, cuando escuché el rumor de los pasos de algunas personas que descendían. Como les suponía inquilinos de aquella casa, me dispuse a hacerles unas preguntas. Pero los tres individuos, altos, robustos, que vestían gabardinas y se cubrían hasta las orejas con las solapas de sus prendas de lluvia, cruzaron el descansillo con tanta prisa que no me dieron tiempo a formularles una sola pregunta.
Permanecí allí durante unos momentos, inmóvil en el descansillo, observándoles mientras descendían apresuradamente, pero ninguno de ellos se volvió una sola vez.
Ensimismado en mis pensamientos, proseguí la ascensión a lo largo de la vieja escalera de carcomidos peldaños de madera.
Al fin, jadeando levemente, me detuve en el ático. Arriba había una claraboya de cristales rotos, a través de la cual penetraban ráfagas de viento y lluvia.
Había tres puertas, cada una de ellas marcada con una letra. El ático-A se encontraba al final del pasillo, en la zona más sombría y húmeda.
Recuperé el aliento y encendí un cigarrillo rubio para ahuyentar el olor a moho rancio que impregnaba el lugar. Luego caminé despacio pasillo adelante.
Huellas de pies mojados me precedían hacia la puerta del ático en que vivía Jacques Bastide, una hoja de madera pintada de gris, sucia y manchada de grasa de las manos a la altura de la cerradura.
Oprimí el botón que sobresalía del marco y aguardé. Mientras esperaba, me pregunté cómo sería el hermano de Marcel.
Mi amigo no me lo había descrito jamás, aunque velada— mente me había ido haciendo un retrato moral del joven a quien me disponía a visitar. Al parecer, Jacques era drogadicto. Me lo suponía, pues, como un individuo de aspecto enfermizo, mirada huidiza, de facciones ajadas y pálidas. Un desecho, con toda probabilidad.
Impaciente, volví a oprimir el timbre, que produjo en algún sitio distante un desagradable zumbido de chicharra.
Transcurrieron cinco minutos. Nadie venía a abrirme, ni pude percibir el más leve rumor al otro lado de la puerta.
Disgustado ya, me separé de allí y llamé enérgicamente a las otras dos puertas. Pensaba intentarlo todo para hallar a Jacques Bastide, pues no entraba en mis cálculos volver a Londres sin haber cumplido el encargo de Marcel.
En el ático-B el timbre no funcionaba. La puerta del ático-C ni siquiera lo tenía. De todas formas, aporreé alternativamente ambas puertas, aunque sin el menor resultado práctico, pues nadie atendió mis llamadas.
Al cabo, y ya un tanto furioso, volví a la puerta del ático-A. La puerta parecía cerrada con llave, pero la empujé con vigor y al fin se abrió con un chirrido muy desagradable. Al parecer, sólo estaba fuertemente encajada, como resultado de la hinchazón de las maderas en el marco, porque la casa entera rezumaba humedad.
—¿Hay alguien ahí? —exclamé en voz alta, como simple fórmula de cortesía.
Como nadie respondió, empujé la puerta y entré.
Me encontré en una destartalada habitación de grandes proporciones, techo descendente y un gran ventanal a la izquierda. Algunos muebles viejos y una chimenea de carbón componían todo el mobiliario. Los muros, desconchados y desnudos en su mayor parte, ostentaban grandes posters psicodélicos, con temas musicales.
En el rincón de la derecha se veía una cama deshecha. Sobre ella, un pijama de raso rojo brillante. Inconscientemente, toqué las sábanas y noté que aún estaban tibias, lo que significaba que la persona que había ocupado el lecho lo había abandonado sólo unos minutos antes.
Pero el destartalado estudio era todo lo que abarcaban mis ojos. ¿Había salido Jacques apresuradamente, poco antes de que yo llegara?
—Muy extraño —murmuré—, ¿Por qué dejó la puerta abierta?
Reflexioné durante unos instantes.
Por un momento estuve tentado de dejar el cheque sobre la mesa próxima al ventanal del estudio, pero no me decidí a hacerlo, temiendo que alguien pudiera entrar y robarlo, pues el talón era al portador y cualquiera podría hacerlo efectivo en la más próxima entidad bancaria.
—En fin, esperaré —decidí—. Es posible que Bastide haya bajado a por tabaco o provisiones. Si es así, no tardará en volver.
Me entretuve curioseando los títulos de los libros que ocupaban varias estanterías colgadas de la pared.
Los títulos me atrajeron desde el primer momento. Había una Introducción al estudio de la homosexualidad, de Logan, Experiencias homosexuales, Confesiones de un homosexual, Paraísos artificiales. Drogas y drogadictos y varias obras del marqués de Sade.
¿Esa era toda la literatura que atraía a un joven cómo Jacques? Me encogí de hombros, indiferente.
—Allá cada cual con sus preferencias —me dije. Y encendí otro cigarrillo.
Advertí que la estufa estaba encendida, lo que demostraba que el inquilino del ático-A había salido de allí poco antes.
Pero un nuevo descubrimiento me llenó de desconcierto: había un cartón de Gauloises en un armario, donde también vi una botella de Pernod y dos de vino. En el viejo frigorífico instalado en un rincón, se amontonaban las latas de conserva. Había una buena provisión, además, de cerveza, carne y pescado.
¿Por qué, entonces, se había marchado Jacques dejando la puerta abierta y la estufa encendida?
Comencé a preocuparme. Lo más sensato era abandonar aquel lugar
—¡Estúpido de mí! —me apostrofé mentalmente—. Hubiera bastado con enviarle el cheque por correo certificado. De esa forma, me habría ahorrado tiempo, dinero e incomodidades.
Sin embargo, yo intuía que Marcel no se hubiera conformado con eso. Mi amigo deseaba algo más cuando me pidió por favor que entregara aquel cheque a su hermano. Probablemente, imaginaba que yo podría ejercer alguna influencia beneficiosa sobre el voluble Jacques.
Consulté el reloj. Eran las seis y media de la tarde y la luz diurna decrecía rápidamente, de forma que el estudio permanecía en penumbra a pesar del gran ventanal de la izquierda. En el rincón izquierdo, fulgía el relumbre rojizo de la estufa de carbón.
Hasta aquel momento, yo imaginaba que la vivienda de Jacques Bastide se limitaba a aquel amplio estudio un tanto caótico y destartalado. Pero cuando las tinieblas se espesaron, advertí una rendija de luz en el suelo, precisamente bajo el muro que ocupaban los grandes carteles psicodélicos.
Me acerqué a la puerta de entrada, encendí el mechero y descubrí el interruptor de la luz y lo bajé. El estudio quedó bañado por los destellos intermitentes de una gran lámpara estroboscópica instalada en la parte más alta del techo.
Crucé la habitación y me aproximé a la pared de los murales. Pronto descubrí la verdad: Había allí una puerta, aunque perfectamente camuflada tras los coloridos posters. Sencillamente: Jacques había empapelado el muro con aquellos carteles, de forma que la puerta quedase disimulada.
«Debí imaginar que el ático debía disponer de servicios higiénicos», pensé.
Empujé la puerta con precaución. Por un momento, imaginé a Jacques Bastide en el baño y bajo los efectos de una dosis de heroína, pues había encontrado en el frigorífico —cuidadosamente oculto en un estuchito de mantequilla—, un pequeño equipo de inyecciones e incluso una ampolla de la droga.
Y allí estaba, en efecto, Jacques.
Un escalofrío de terror me sacudió violentamente al contemplar su cuerpo flotando sobre el agua rojiza de la bañera.
Sus húmedos cabellos rubios goteaban sobre el piso embaldosado en plaquetas brillantes de color azul —el único detalle lujoso del modesto apartamento.
La luz estaba encendida y el cuarto de aseo se veía impregnado del vaho blanquecino que ascendía del baño. El grifo del agua caliente estaba abierto y la bañera, completamente llena de aquel agua enrojecida, desaguaba por el agujero superior.
Al fin, conseguí dominar mi miedoso estupor y di unos pasos adelante.
Miré a Jacques. Era un muchacho muy guapo, de facciones carnosas y atractivas, larga cabellera rubia y cuello largo y delicado.
Sin embargo, sus ojos abiertos y sanguinolentos daban a su rostro crispado una expresión de supremo horror.
—Está muerto —deduje—. Quizá, desesperado, se abrió las venas.
Era un procedimiento usual en los suicidas que temen el dolor cuando se deciden a afrontar la muerte por decisión propia. Se prepara un baño tibio, se sajan las venas de ambas muñecas con una cuchilla de afeitar y se sumergen las manos en el agua caliente, con lo cual el cuerpo se va desangrando lentamente sin que el suicida experimente dolor alguno.
Sin embargo, yo no estaba absolutamente seguro de que Jacques Bastide se hubiera desangrado por completo —a pesar de lo aparatoso de aquel baño rojizo—, por lo cual, y aunque experimentando una cierta repugnancia, introduje ambas manos en el agua y traté de agarrarle por las axilas para auxiliarle desesperadamente.
Y entonces comprobé que le habían hecho el tristemente famoso «chaleco americano». Es decir: le habían cercenado ambos brazos a la altura de los hombros.
Produje un murmullo gutural involuntario y dejé caer el cuerpo al agua. El líquido rojizo saltó por doquier y manchó los bajos de mis pantalones y mis zapatos.
Ahogué un grito de espanto y salí apresuradamente del cuarto de baño.