Capítulo 3
¿Qué había hecho ella para merecer esto? Leah aceleró y no se sorprendió cuando Butch se le acercó sigilosamente. Esa idiota estaba empapando toda la camioneta. Las bolsas de papel de la compra iban a mojarse y las dos acabarían persiguiendo guisantes por todo el camino de entrada. Que Dios la librara de la gente que piensa que se puede razonar con el tiempo. Lo que más enfurecía a la Madre Naturaleza era que se diera por sentado lo que haría. Volver al pueblo era imposible. Había derrapado dos veces en la última cuesta, y su casa sólo estaba a un kilómetro. Le fastidiaba poner cadenas estando tan cerca de su casa. Iba a tener lo que menos le apetecía el día de Acción de Gracias: una visita.
Se detuvo delante de la entrada e hizo ademán de abrir la puerta, pero la mujer dijo:
—Deja, ya lo hago yo —y se bajó de la camioneta. «Bueno, al fin y al cabo a lo mejor sí tiene un poco de sentido común a pesar de que con esa trenza parece una adolescente». Leah la observó mientras avanzaba a trompicones por la nieve… «¡Anda… fíjate que botas lleva!. ¿Adónde se pensaba que iba la idiota? ¿Al Club Méditeranée?».
La mujer logró abrir la verja y esperó a que Leah pasara. Ésta, por el retrovisor, vio que volvía a cerrarla con el pasador como era debido y después desaparecía mientras se acercaba a trompicones. Cuando subió otra vez a la camioneta, estaba cubierta de nieve medio derretida. Butch le hizo sitio y se subió a medias al regazo de Leah. Pero la mujer no dijo nada.
—Sujétate —murmuró Leah.
Inició el descenso por uno de los caminos de entrada más empinados de los alrededores de los lagos Mammoth. Servía para disuadir a los visitantes ocasionales, lo que a Leah ya le iba bien. La nieve empezaba a apilarse junto a la puerta del garaje, así que descartó meter la camioneta. Se detuvo en el llano intermedio, un poco más arriba de la casa.
—Tendremos que bajar a pie —dijo—. Coge todo lo que puedas; a lo mejor nos evitamos hacer dos viajes. Tal como Leah supuso, las bolsas de papel se rompieron cuando las cogieron. La mujer se quitó la chaqueta y la usó como bolsa para transportar los comestibles sin decir nada, después descendió la colina cargada hasta los topes. Al llegar al final, tropezó y se deslizó varios metros sobre el trasero, hasta que se detuvo junto al montículo de nieve que se acumulaba ante el garaje. Al ver la expresión tan cómica que puso, entre apenada y enfadada, a Leah casi le entraron ganas de reír; algo que hacía mucho tiempo que no hacía. Pero no pudo menos que admirar su valor: la mujer se levantó sin decir nada ni pedir ayuda y subió la escalera con dificultad.
—Mira Butch, confío en ti para que lleves esto —le dijo Leah—. Tienes que portarte bien. Tenemos visita. Tendió el asa de plástico de la bolsa de mal a que contenía el pavo hacia Butch. Butch apretó con solemnidad el asa con los dientes delanteros y arrastró obedientemente el pavo envuelto en plástico por la cuesta cubierta de nieve hasta la casa.
Utilizando la chaqueta igual que la otra mujer, Leah consiguió cargar el resto de la compra. Había perdido la caja con los materiales de pintura por el camino, pero eso no le preocupaba en absoluto, pensó, mientras tiraba el fardo sin miramientos en el suelo de la cocina. Se dio cuenta de que Butch estaba observando el pavo con ansiedad, así que lo puso a salvo en el fregadero del porche trasero.
—Aviva el fuego —dijo por encima del hombro.
Cuando regresó, la invitada estaba acurrucada junto a la cocina. A su lado, empezaba a amontonarse una pila de ropa mojada a medida que Jackie se quitaba primero un jersey, después otro y los iba tirando al suelo.
—Ne… necesito ropa —dijo—. Estoy calada hasta los huesos. Leah entró en la habitación de invitados. Bajo las capas de ropa, había una mujer de huesos pequeños pero bien proporcionada. La ropa de Sharla le irá mejor, decidió. Sus jerseys eran demasiado estrechos de hombros y caderas. Se llevó a la cara un jersey de lana de Nueva Zelanda, mientras recordaba su tacto cuando cubría el cuerpo suave y exquisito de Sharla. Se estremeció con violencia cuando la añoranza de Sharla le recorrió la espalda. Sabía que no podía seguir así. Se tomó un momento para recobrar la compostura, y volvió a la cocina.
La mujer aceptó el jersey, la ropa interior y los pantalones de pana sin decir nada, y después preguntó dónde estaba el cuarto de baño. Leah se lo señaló y la mujer se fue rápidamente.
Vaya, nunca se había encontrado en una situación tan incómoda, pensó Jackie. Atrapada en una cabaña de invierno con una montañesa arisca casi tan sociable como su perro. «Aviva el fuego». Como si Jackie pudiera juguetear con una cocina de leña sin que nadie le explicara nada. Sé amable, se dijo a sí misma. Esta mujer te ha salvado de morirte de frío. Se estremeció mientras se vestía y se palpó el pelo, preguntándose si debía deshacerse la trenza para que se le secara. No, así ya estaba bien. Volvió a la cocina, mientras pensaba en el calor que emitía el fogón.
—Me siento casi humana. Gracias —dijo al entrar. Su salvadora alzó la vista mientras atizaba el fuego y enseguida la apartó. Jackie comprobó la cremallera del pantalón furtivamente… estaba subida. Era como si la Mujer Montaña no pudiera soportar su presencia—. Siento mucho imponerme de esta manera. ¿Sabes a qué distancia estamos de la casa de los Carson?
—A unos dos kilómetros.
—Ah, pensaba que a lo mejor podía ir caminando.
«Ella me salvó —se recordó Jackie—. Podía haberme muerto».
—No seas imbécil.
«Yo también estoy encantada de conocerte —pensó Jackie—. ¡Al menos podría mirarme!». —Ya sé que ahora es imposible. Salí tarde. Tenía que haber llegado hace varias horas. Mi jefe me retuvo en San Francisco. Se dio cuenta de que estaba parloteando sin ton ni son. Una experiencia casi mortal no era precisamente apaciguadora.
—El teléfono está en la pared. Puede que todavía funcione.
—Ah, gracias. «De acuerdo, nos limitaremos a intercambiar frases cortas». Sus familiares podían venir a buscarla por la mañana. Sacó la riñonera de debajo del montón de ropa mojada y encontró el número de teléfono de su tía. Se oyeron crujidos en la línea y después la señal de llamada. Su tía, que sin duda esperaba que las líneas se cortaran en cualquier momento, se lanzó a hablar en cuanto oyó la voz de Jackie.
—He estado preocupadísima. El parte meteorológico no dijo que la tormenta sería tan fuerte. Es terrible. Si te pasa algo, tu madre me mata.
¿Dónde estás?
—Estoy en casa de una vecina tuya. Mi coche se salió de la carretera. —La tía contuvo el aliento del susto—. No, estoy bien, ni un solo cardenal. —Salvo en el trasero, pero eso fue cuando se cayó con la compra. Se volvió hacia su salvadora que metía astillas y pequeños trozos de leña en el fogón—. ¿Dónde estoy?
—En la vieja casa de los McCormick. Repitió la información a su tía que soltó un grito ahogado.
—Ay, Jackie, a lo mejor Hank puede ir a buscarte… no, me dice que no.
Pero me horroriza saber que estás allí.
Jackie percibió el énfasis en la última palabra. ¿Había caído en casa de una contrabandista de ginebra? ¿O de una moderna Lizzie Borden, la que había matado a hachazos a sus padres? Era evidente que a su tía no le gustaba esa mujer.
—Estoy bien, de veras. Mi anfitriona ha sido muy amable.
—Ya me lo imagino —dijo su tía—. Cuídate. Hank irá a buscarte en cuanto amaine la tormenta. Seguramente mañana por la mañana a…
Se cortó la comunicación.
Jackie intentó volver a llamar, pero como no había línea,
—Mi tío vendrá a buscarme en cuanto pase la tormenta, señora McCormick.
La mujer sonrió…, ligeramente.
—Me llamo Leah Beck. La cabaña es mía, pero siempre será la casa de los McCormick.
—Lo siento. Bueno, no sé cómo decirte cuánto me alegro de que hayas aparecido. No era mi intención andar por ahí con este tiempo y en un coche deportivo. —Leah puso los ojos en blanco. Jackie se sintió idiota y se defendió—. Es culpa de mi novio. Yo quería comprar algo un poco más práctico que un MG.
—¿Y tú cómo te llamas?
Leah tapó la cocina y se volvió hacia el a como si tuviera que hacer un gran esfuerzo para mirarla. Jackie se preguntó si Leah le tenía miedo.
—Ay, lo siento. Jackie Frakes.
—¿Algún parentesco?
Jackie pestañeó. No mucha gente relacionaba su nombre con el de su madre.
—¿Con quién?
—Con la escultora.
Jackie volvió a parpadear. ¿Esa mujer antipática y excéntrica conocía la obra de su madre?
—Sí, es mi madre.
Leah hizo una mueca y después se puso a recoger la compra. Jackie se inclinó para ayudarla.
—Déjalo —dijo Leah—, yo puedo hacerlo.
—Ya sé que puedes, pero tengo que hacer algo para ganarme el sustento.
—Ocúpate de tu ropa. Hay pinzas en el cajón de al lado de la cocina. Enseguida se secará.
Jackie dedujo que tenía que colgarla en el alambre detrás de la cocina de leña. Lo examinó, descubrió que tenía un sistema de polea muy práctico, y colgó toda la ropa, incluidas las bragas empapadas que sacó del bolsillo de los vaqueros. El calor de la cocina era feroz, pero… ¡tan reconfortante! Al final, hasta lo sentía en el lóbulo de las orejas.
—¿Has cenado?
—Sólo un Big Mac hace unas cinco horas —repuso Jackie—. Me comí uno cuando pasé por Vacaville.
—Pensaba calentar las sobras de un estofado.
—Me parece fantástico. —Como si hubiera sido una señal, le crujió el estómago; Butch dio un respingo y volvió la cabeza hacia ella.
—Qué perrita más mona —dijo. Nunca se le habían dado bien los animales; el trabajo de su padre siempre los había llevado de un lugar al otro y no les había permitido tener animales domésticos.
—Si la llamas perrita te morderá —dijo Leah. Se volvió, pero Jackie advirtió el amago de sonrisa.
—¿Por qué se llama Butch si es una perra?
Leah siguió dándole la espalda.
—Porque siempre se hace la dura, pero cuando le acaricias la barriga, parece una gatita. Su voz transmitía una mezcla de risa y de dolor.
«Qué nombre tan extraño», pensó Jackie mientras estiraba los dedos. Al cabo de un rato, Butch se dignó en olfatearlos y después los empujó suavemente con el hocico. Jackie la acarició y se sintió recompensada cuando Butch empezó a agacharse poco a poco hasta tumbarse en el suelo. Jackie le acarició el costado y Butch se dio la vuelta con un suspiro. Cerró los ojos cuando Jackie le rascó la barriga.
—Ya entiendo.
Leah puso una cacerola sobre el fogón y se dedicó a ordenar la compra como si Jackie no estuviera. Al cabo de unos minutos, Jackie oyó el borboteo del estofado y se levantó a removerlo. Leah hizo sentir su presencia lo suficiente para indicarle dónde estaban los cuencos y las cucharas, y le dio una barra de pan y un tenedor largo. «Ja —pensó Jackie—, seguro que piensa que no sé lo que es un tenedor para tostar pan. No conoce a papá ni sabe lo mucho que le gustan las vacaciones en plena naturaleza».
Leah no hizo ningún comentario sobre el pan agradablemente tostado que Jackie sacó de la cocina de leña. Había pensado ponerle mantequilla y después dejarla chisporrotear unos segundos sobre la tapa del fogón, pero pensó que sería una fanfarronería. El estofado estaba sorprendentemente bueno y acabó con los últimos vestigios de su experiencia en la nieve.
Se preguntó de qué demonios podía hablar con Leah. Resultaba difícil mantener una conversación con una persona tan taciturna. Empezaba a creer que Butch era la mejor conversadora de las dos.
Leah se puso la parka y las botas y dejó a Jackie con los platos sucios después de que ésta insistiera en lavarlos. De pronto, las luces parpadearon. Jackie se lo comentó a Leah cuando ésta volvió a la casa.
—Sucede siempre que se enciende el generador. Seguro que esta noche se cortará la electricidad. El depósito de propano está lleno: tenemos para un par de semanas. —Golpeó los pies en el suelo, sacudiéndose el hielo y la nieve, y después se sacó las botas de una patada—. ¿Te gusta la música clásica?
—¿Barroca, rococó o romántica?
—Todas.
Esta vez Leah sonrió abiertamente. Jackie se sorprendió y le gustó. Poco a poco, Leah parecía volverse más cálida.
Jackie lavó los platos rápidamente; había pocos. Buscó a Leah, que estaba programando un par de compactos en el equipo de música. Una hermosa suite de Bach sonó por los altavoces.
—Muy civilizado —dijo Jackie.
—Eso parece. —Leah se inclinó para atizar la salamandra— Enseguida se calentará.
Jackie se frotó los brazos.
—Es increíble que aquí haga tanto frío cuando en la cocina hace tanto calor. El techo era alto, a dos aguas, con claraboyas a ambos lados. Una buhardilla ocupaba la parte posterior del techo. En invierno, Jackie estaba segura de que era muy cálida y en verano las claraboyas abiertas dejarían entrar una brisa.
Leah se aclaró la garganta.
—Mira, eh… sólo hay una cama y está en la buhardilla. Se calienta con el tiro de la cocina. No me importa compartirla… es muy grande.
Jackie se dio cuenta de que la idea molestaba mucho a Leah.
—Puedo arreglármelas aquí en el sofá. Ya empieza a hacer calor.
—A las tres de la mañana en este salón hará diez grados bajo cero.
—Estoy segura de que con muchas mantas estaré bien.
Leah se encogió de hombros.
—Como quieras. Tengo un saco de dormir de plumas y colgaré un par de mantas en la cuerda de tender. Cógelas cuando te vayas a dormir.
Jackie miró el salón. Estaba acabado con pino barnizado y comprendía la zona principal de la cabaña, con la buhardilla encima, la puerta de la cocina a un lado y un pequeño pasil o que daba al baño por el otro. Si sólo había un dormitorio, arriba en la buhardilla, ¿adónde daba la puerta que estaba enfrente del baño? Dos trasteros eran demasiado. Se acercó a la estantería, que estaban atiborrada de libros.
—Coge lo que te apetezca —dijo Leah. Cerró la salamandra y se puso de pie.
—Veo que eres aficionada a las novelas policiacas.
Todos los detectives que conocía estaban presentes en la colección, junto a otros nombres que no reconoció.
—No tanto.
Jackie sabía cuando alguien no quería hablar de algo. Había heredado de su padre cierto sentido de la diplomacia. Su madre habría indagado y al final se habría enterado de toda la vida de Leah; y ésta ni siquiera se habría molestado. Cambió de tema.
—¿Qué había colgado ahí?
Sobre la madera, entre las estanterías, había una ligera marca rectangular descolorida.
—Un cuadro —dijo Leah. Cogió la tetera que estaba encima de la salamandra y se dirigió a la cocina.
—Ah —murmuró Jackie. Era tan taciturna como su madre cuando trabajaba en una obra nueva. Se acomodó con una novela policiaca reciente de Brother Cadfael. Si lo que quería su anfitriona era silencio, silencio tendría.
Mientras Leah llenaba la tetera, Butch se frotó la cabeza contra sus pies. Miró a la perra con rabia. «Traidora —pensó——. Te vendes a un par de buenas manos y una cara bonita».
No sabía qué decirle a Jackie. No era la adolescente descerebrada que había pensado al principio; sin duda se acercaba más a los treinta que a los veinte años. Quería preguntarle cosas sobre Jellica Frakes, una de las pocas mujeres en el mundo artístico que admiraba de veras, pero eso significaba explicarle quién era ella. Y no quería hablar de sí misma ni de arte; era demasiado doloroso.
Volvió a la habitación de invitados —Sharla la llamaba el vestidor—, donde guardaba la ropa y la ropa de cama, y cogió el saco de dormir y dos mantas, un pijama de franela de Sharla y calcetines gruesos de algodón. Puso las mantas en la cuerda encima de la ropa tendida. No quería que Jackie pasara frío; no le apetecía compartir su cama con otra mujer. Sobre todo con una mujer que iba a llevar puesta la ropa de Sharla. Alegó estar cansada y dejó a Jackie para que disfrutara con Bach y el libro en el que estaba absorta. Se puso el pijama y subió la escalera hasta la buhardilla. Para su sorpresa, el sonido de la música y del pasar de las páginas le resultó reconfortante… eran sonidos de vida. Tardó mucho en conciliar el sueño, pero no tanto como temía.
Algo la despertó. No era Butch que andaba por ahí… esos ruidos los conocía. Era otra cosa. Abajo estaba todo a oscuras, pero la llama parpadeante detrás del vidrio de la salamandra emitía un poco de luz. Se sentó, vio que alguien se movía, y se acordó de su invitada. Al parecer, se había levantado para coger otra manta detrás de la estufa. Todo quedó de nuevo en silencio y Leah se durmió otra vez.
Volvió a despertarse y le llegó olor a comida. Olisqueó. ¿Sopa? ¿Qué estaría haciendo Sharla? Se dio la vuelta y parpadeó ante la tenue luz que entraba por la claraboya. ¿En medio de la noche?
—Sabes que no te gusta la zanahoria, así que para de pedirla —oyó que decía una voz. Se le heló la sangre. Una punzada de dolor le atravesó el pecho con tanta fuerza que volvió a desplomarse en la cama casi sin aliento.
¡Está muerta!
Lo deseaba tan desesperadamente que era muy fácil olvidar. Deseaba fingir que la mujer que estaba en la cocina era Sharla. Pero no lo era. Durante un instante muy largo y amargo, Leah deseó haber dejado a Jackie Frakes morirse de frío en la nieve.
—Si te doy esto lo lamentarás. No te gusta la cebolla, y lo sabes.
Un aroma delicioso llegó a la buhardilla. Leah se frotó los ojos y miró el reloj. Las ocho pasadas… no estaba acostumbrada a levantarse tan temprano. En invierno se acostaba pronto y se despertaba tarde. No tenía ninguna razón para levantarse. No era como cuando quería pintar. Aquel día, sin embargo, tuvo que levantarse para averiguar qué estaba haciendo esa extraña en la cocina. Se obligó a salir de la cama y se puso una bata. Se sorprendió al ver que el fuego del salón estaba encendido. Por el calor procedente de la cocina, dedujo que Jackie Frakes había descubierto cómo se encendía la cocina de leña. Se dirigió al cuarto de baño sin decir nada. Después de ducharse se miró al espejo, consciente de que parecía tener al menos cinco años más de los treinta y siete que ya había cumplido. Empezó a ponerse unos vaqueros y su camisa de franela de siempre; suspiró al encontrar un pantalón negro limpio y un jersey. Tenía una visita. Cuando por fin entró en la cocina, vio que Butch observaba todos los movimientos de Jackie totalmente embelesada. Una cacerola encima de la cocina era la razón del olor a sopa. El pavo estaba en una fuente. Jackie echaba apio y cebolla picados en un gran cuenco.
—Buenos días —dijo Jackie. Para gran alivio de Leah, había vuelto a ponerse su ropa—. Iba a hacer café, pero no sabía cómo te gusta… el café de la mañana es algo tan personal. He visto que tienes distintas variedades de granos.
Leah sonrió ligeramente y puso manos a la obra con la cafetera. Por la mañana le gustaba una mezcla de café torrefacto francés con alguno aromático. Esa mañana le apetecía una pizca de moca. Por suerte, podía comprarlo en Peet’s por correo.
—Por cierto —dijo Jackie al cabo de un minuto—, feliz día de Acción de Gracias. He puesto los menudillos y el cuello a hervir con un poco de apio, zanahoria y cebolla. He picado un poco de apio y de cebolla para el relleno, pero cuando vi que habías comprado manzanas y nueces pensé que a lo mejor pensabas ponerlos en el relleno.
Leah se la quedó mirando. Qué torbellino de actividad.
—El pavo era para hoy, ¿no?
—Sí, lo siento. Has trabajado mucho. Eh… yo prefiero el relleno sin manzanas, a menos que tú…
—No, tampoco me gusta.
Leah se rio sin querer.
—A mí tampoco. Me gustan los rellenos sencillos con apio, cebolla y unas cuantas hierbas. Las manzanas y las nueces son para comer aparte.
—Mi madre asistió a un curso de cocina hindú, y una vez nos hizo un relleno con manzana y curry. Y encima pasas. Nunca más. Mientras hablaba, Jackie abrió la bolsa de miga de pan y la mezcló con la verdura picada. Añadió mantequilla derretida y un poco más de caldo. A Leah le crujió el estómago. Había olvidado que la comida del día de Acción de Gracias olía tan bien que hacía meses que no recordaba haber tenido tanta hambre.
—Tampoco es que no me guste la comida hindú —prosiguió Jackie—. Me encanta. Por un buen curry, chapati y chutney, soy capaz de ir adónde sea. —Acabó de remover la mezcla y empezó a meter el relleno en el pavo—. En realidad, el relleno hindú es muy bueno si esperas encontrártelo en el pavo. Pero si no es así, es bastante asqueroso.
—Comprendo.
Leah observó a Jackie que frotaba el pavo con las manos untadas de mantequilla.
—¿Te importa si hago el ave a mi manera? Saldrá bien —dijo Jackie. Se lavó las manos y cubrió el pavo con papel de plata—. Es maravilloso tener toda una cocina a mi disposición. En mi estudio no hay horno y sólo tengo dos fogones.
—¿No está demasiado caliente el horno?
Los dos reguladores de tiro estaban totalmente abiertos.
—Veinticinco minutos a ciento cincuenta o doscientos grados y después habrá que bajarlo a unos cien grados. Así se le dorará la piel. Leah se precipitó a abrir la puerta cuando Jackie levantó la fuente para meterla en el horno.
—Bueno, tú ya te has ocupado de la comida, ahora déjame que yo me encargue del desayuno. ¿Tienes hambre?
—Estoy famélica.
Consciente de que su invitada podía ser exigente con la comida, Leah preparó con cuidado los huevos y las patatas doradas. Jackie comió con gusto y agradecimiento. Sharla siempre estaba a dieta. Leah sacudió la cabeza para hacer desaparecer la imagen de Sharla.
—La línea sigue cortada. ¿Crees que mi tío vendrá hoy?
Leah miró por la ventana: seguía nevando.
—Lo dudo. Hay muy mala visibilidad, y es probable que en el valle haya dos metros de nieve. Sería una tontería. No vendrán a quitar la nieve hasta que pare de nevar y habrá que esperar a que despejen antes las carreteras principales.
—¿Cuánto durará?
Leah se encogió de hombros.
—Yo diría que todo el día. Lo siento.
—No, soy yo la que lo siente. No esperabas una visita, y menos que fuera a quedarse varios días.
Leah se sorprendió al ver que sonreía.
—No importa. Mis talentos sociales empezaban a oxidarse.
—Oye, hay una cosa que me tiene muy intrigada —dijo Jackie. Recogió los platos del desayuno y se dirigió al fregadero—. ¿Cómo es que conoces la obra de mi madre y por qué había una caja de materiales de pintura muy caros fuera, en medio de la nieve? Por cierto, la puse en el porche de detrás.
Leah se mordió el labio inferior. Iba a pasar todo el día con esa mujer, y el tiempo no estaba como para que se fuera a dar un largo paseo.
—Soy artista.
—Ah, eso lo explica todo.
Jackie empezó a enjuagar los platos y Leah se sintió un poco decepcionada. De pronto se dio cuenta de que probablemente Jackie conocía a muchos artistas y aspirantes a artista. Se había concedido un momento de vanidad creyendo que la hija de Jellica Frakes reconocería su nombre.
—Leah Beck. Lee Beck. ¿Fragmentos rojos? ¿El esplendor del rojo y el negro? ¿Tú eres Lee Beck?
Leah asintió. Observó que el rostro de Jackie se iluminaba. Los pómulos pronunciados proyectaban unas sombras por encima de la mandíbula… «Un rostro interesante —pensó Leah—. No es bonita, pero sí muy interesante». Y la espesa trenza de pelo castaño oscuro que le llegaba por debajo de la cintura era hermosa en contraste con el blanco del jersey, a pesar de que estaba un poco arrugado porque había dormido con él. Se dio cuenta de que Jackie se estaría acordando de todo lo que sabía sobre Lee Beck. Los grandes ojos azules se abrieron… Seguramente recordaba que Leah había rechazado la subvención del Fondo Nacional de las Artes. Unas pestañas espesas y oscuras parpadearon ante algo que no era exactamente miedo, sino sorpresa. «Fantástico —pensó Leah—, se acaba de acordar de que soy lesbiana». Después, como era de esperar, Jackie apartó la mirada. «Acaba de recordar la muerte de Sharla. La hermosa Sharla, el amor de mi vida. Va a decir…».
—Lo siento —dijo Jackie.
—¿Por qué?
—Creo que no querías que lo supiera —Se volvió hacia los platos—. Veo que te trae recuerdos dolorosos.
—Puedo soportarlo.
—Por eso dejaste el material de pintura fuera.
Leah se dio cuenta de que Jackie pensaba que era demasiado autocompasiva.
—¿Y tú qué demonios sabes? —dijo herida.
Jackie se dio la vuelta.
—No estás trabajando, ¿verdad?
Leah se levantó de la silla. ¡Cómo era posible que esa mujer fuera tan insensible!
—Mi negligencia me hizo perder a la mujer que amaba. Discúlpame por llorar su muerte. Pero tú no sabes nada de todo eso.
—Lo siento. Tienes razón, no sé nada —repuso Jackie. Se volvió otra vez hacia el fregadero—. ¿Tengo que controlar el gasto de agua caliente?
Leah se quedó un momento boquiabierta. «Qué fresca, encima cambia de tema».
—El depósito de propano está prácticamente lleno, así que no hay problema con el calentador de agua.
—Ah, muy bien —replicó Jackie. Abrió el grifo de agua caliente un poco más. Butch se acercó a los muslos de Jackie y la empujó suavemente. «Traidora», pensó Leah con tristeza. Jackie miró a Butch por encima del hombro.
—¿Quieres más? ¡Pero si ya te he dado de comer! Sabes, no es a mí a quien se lo tienes que pedir. Butch gimió e intentó tocarle los dedos. Leah pensó en dejarla morir de hambre.
—¿Qué ha comido?
—Mordisqueó un trozo de zanahoria, después lo apartó a cambio del resto de la lata de Science Diet que había en el porche de detrás. La dejé salir unos minutos y cuando volvió saqué del caldo un pedazo de carne de pavo hervido y cuando se enfrió pareció gustarle mucho.
—No me extraña. Muchacha, ha llegado la hora del pienso. Leah se fue al porche trasero y sirvió una buena ración de pienso. Butch era una perra grande. Decidió que había llegado el momento de barrer el porche; en algunos lugares el polvo se estaba amontonando. ¿Qué más daba si había una tormenta de nieve? Prefería estar allí fuera que dedicarse a charlotear. Jackie no entendía el sufrimiento, eso estaba bien claro; en lo que se refería al dolor, era una tabla rasa.
Pasó la escoba por todos los rincones, removiendo el polvo depositado allí desde que Sharla y ella habían comprado la cabaña, ocho años atrás.
Jackie Frakes no sabía de qué hablaba. Sólo habían pasado veinticinco meses. Una no se recuperaba tan rápido de la pérdida de una persona, al menos de una persona a la que había querido tanto como a Sharla. Podía cerrar los ojos y ver a Sharla avanzando hacia ella por la nieve. Sharla con toda su elegancia, con el pelo del color de las hojas de arce a principios del otoño.
Leah respiró hondo y se balanceó. Una piel casi traslúcida, una piel que se amorataba con los besos de Leah en los momentos más salvajes cuando hacían el amor. Dios mío, el sexo… Sharla había sido la primera y única amante de Leah, pero sabía que habían tenido unas relaciones sexuales de primerísima clase. Un sexo demasiado vívido como para darle color, demasiado tierno como para darle forma. Leah se estremeció y abrió los ojos. La nieve se arremolinaba junto a la puerta del porche trasero. Apenas se veía el árbol más cercano y mucho menos el prado en el que Sharla bailaba y cantaba. ¿Demasiado autocompasiva? ¿Acaso añorarla, desearla, recordarla era autocompasión?
El ruido de una cacerola en el suelo seguido de una palabrota en voz baja hizo que Leah volviera a lo suyo. Miró el pequeño montón de polvo. Demasiado prosaico para el humor en el que estaba. Lo recogió con la pala, lo tiró a la basura y fue a ver si podía echarle una mano a Jackie.