Capítulo 5
Nevó suavemente hasta el mediodía del sábado. Jackie intentó ganarse el sustento retirando con una pala el gran montículo que se había acumulado junto a la puerta del garaje. Butch la acompañó. El parte meteorológico dijo que continuaría nevando en las zonas de mayor altitud —se preguntó si había zonas más altas que ésa— durante todo el día, pero que al día siguiente saldría el sol. Al atardecer creyó oír el ligero eco de un quitanieves, pero parecía estar a una o dos montañas más lejos. Leah la ayudó a espalar durante un rato, pero Jackie insistió en que volviera a sus dibujos y pareció agradecer el bocadillo de pavo que ésta le obligó a comer a primera hora de la tarde. Jackie, agradablemente agotada por el trabajo físico, se dedicó a despellejar la carcasa del pavo y a hacer caldo; en todo ese tiempo no pensó en Parker. Después preparó la sopa y galletas con levadura. La puerta del estudio de Leah permaneció cerrada.
Mucho después de la puesta de sol, Jackie por fin llamó y entró con un cuenco humeante de sopa y unas cuantas galletas. Leah estaba despeinada y cansada, y murmuró algo distraída, de esa forma que Jackie conocía demasiado por los ataques de pasión artística de su madre. Atizó el fuego de la estufa que calentaba el estudio y volvió a marcharse, sin saber siquiera con certeza si Leah había advertido su presencia. Al cabo de una hora apareció Leah, con los platos sucios. Tendió el cuenco como un Oliver Twist adulto.
—¿Me da un poco más, señor?
Jackie apartó la mirada de su novela y señaló con la cabeza la cacerola que estaba en un rincón de la cocina de leña.
—Todavía está caliente. Las galletas están en la panera, envueltas en un paño.
Se enderezó y estiró la columna. Las sillas de la cocina no eran muy cómodas, pero el calor que desprendía la cocina era demasiado agradable para marcharse.
—No tenía la menor idea de que podían salir cosas tan buenas de mi cocina. Las galletas están deliciosas.
—Encontré varias especias en el fondo del armario —señaló Jackie—. También había otras cosas en estado de putrefacción que tiré a la basura.
Leah se encogió de hombros mientras se sentaba a la mesa.
—Espero que Parker sepa apreciarte. —Hundió un trozo de galleta en la sopa—. A estas alturas, cualquier cosa cocinada por otra persona me parece maná, pero aun así, está todo buenísimo.
—La clave para una buena comida de Acción de Gracias está en aprovecharlo todo. Tienes varios litros de caldo de pavo. Por cierto, Butch dice que le gusta que le echen un poco de caldo caliente en el pienso cuando está frío.
Leah resopló burlona.
—Sí, claro. —Butch ni siquiera levantó la cabeza. Se la veía agotada, satisfecha—. Seguro que ha dicho que tendría que darle pavo todos los días.
Jackie se rio.
—No es tan glotona. Con una vez por semana, basta.
Leah se levantó para coger otra galleta.
—No me has dicho si Parker te valora —le dijo de espaldas—. ¿Aprecia tus habilidades culinarias? ¿Todo lo que haces por él?
Jackie tardó en contestar. En aquel momento le pareció importante ser honesta.
—La relación no es perfecta, pero le tengo mucho cariño. Le cuesta hablar de sus sentimientos. Se dio cuenta, sobresaltada, de que no estaba segura si Parker tenía sentimientos de los que hablar.
Leah sacudió la cabeza mientras se volvía a sentar.
—¿Cariño? No vale la pena perder el tiempo por el cariño. Cuando una de verdad quiere a alguien, invade cada faceta de su vida. —Cerró los ojos y revolvió la sopa con aire ausente—. No es algo que se pueda describir, sencillamente sucede. Cada aliento forma parte de tu amor. No tiene ningún color pero al mismo tiempo contiene todos los colores.
—Estás describiendo una obsesión.
¿Quién puede decir en qué momento se traspasa la frontera? El amor es obsesión. Todo lo que tenga que ver con la persona es hermoso, hasta las cosas que no soportas. Quieres conocer sus pensamientos y qué hace cuando no está contigo. Y ella lo comparte contigo porque se siente igual que tú. Eso no es una obsesión, no cuando te corresponden; no cuando la otra persona también está obsesionada contigo.
Leah no le hablaba a Jackie, le hablaba a la pared desnuda en la que estaba la mancha del lienzo. Jackie no coincidía con la definición del amor de Leah… no tenía nada que ver con lo que sentía por Parker.
—La gente no quiere reconocer ese tipo de amor. Porque si una es capaz de sentirlo, también puede sentir dolor, el tipo de dolor capaz de paralizarte el alma. —Leah se mordió el labio inferior—. Ojalá…
Bajo la luz dorada de las lámparas de la cocina, Jackie vio el brillo de unas lágrimas en los ojos de Leah, y, con una parte de sí misma que no tenía nada que ver con los ojos, también vio el aura negra que rodeaba a Leah, una mortaja de tristeza y desesperanza. Sintió un escalofrío que se le puso la carne de gallina.
Sin saber por qué, le instó a que prosiguiera.
—¿Ojalá?
—Ojalá hubiese comprobado los cabos en lugar de dejarlo en manos de los encargados del alquiler del barco. El parte meteorológico dijo que hacía buen tiempo para navegar, pero de pronto se levantó viento. Ojalá en ese momento hubiese dado media vuelta. Ojalá hubiese verificado que Sharla se había puesto bien el chaleco salvavidas. Se partió el mástil —dijo Leah con un jadeo—, como un palillo de dientes. Y volcamos. Vi que Sharla al caer por la borda se golpeaba la cabeza contra el pasamano. No pude cogerla; simplemente se me escurrió entre los dedos. Una lágrima cayó y brilló como un diamante en la mejilla hundida de Leah.
—Fue como ver una hoja arrastrada por un río desbordado. Su cara, después el pelo, y finalmente sólo la punta de los dedos. Se le salió el chaleco salvavidas y desapareció.
—Tras pronunciar la última palabra, Leah se quedó sin aliento. Jackie vio que se esforzaba por respirar. Cuando por fin lo consiguió, un sollozo largo y desgarrador hizo que Jackie se levantara y se acercara a ella.
Abrazó a Leah sin vacilar, acunandole la cabeza contra los pechos. Leah se resistió un momento, después cedió.
—Su cadáver apareció en la bahía de San Pablo al cabo de dos días. Su familia lo reclamó. No me dejaron ir al entierro; se llevaron el cuerpo y nunca pude decirle adiós.
—No debieron hacerlo —dijo Jackie. El cuerpo de Leah
Leah la apartó. —¿Dónde coño estaba su caridad cristiana?— Apretó los brazos de Jackie con sus manos fuertes y la miró fijamente con ojos que parecían hierros al rojo vivo. —Si Dios es amor y Jesús es su amigo, entonces, ¿por qué no quisieron decirme dónde se celebraba el funeral? ¿Por qué no quisieron decirme dónde la enterraron?
Jackie hizo una mueca de dolor cuando Leah le apretó los brazos.
—No lo sé, Leah. Se portaron mal.
Leah la empujó y se levantó de la silla. Subió la escalera sin mirar atrás, mientras Jackie se frotaba los brazos magullados y miraba la buhardilla a oscuras. Tenía un nudo en la garganta. Si algo le ocurriera a Parker, ¿sentiría tanta angustia y dolor? ¿Al cabo de más de dos años? No, se dijo a sí misma. La respuesta era no. Y era una tonta si seguía pensando lo contrario y sacrificándose por la relación. No sentía por él, ni él por ella, lo que sus padres sentían el uno por el otro. No sentía lo que era obvio que Leah había sentido por Sharla.
El hecho de que fueran lesbianas no le importaba. Sus padres le habían enseñado que la vida privada de los demás era asunto suyo y que ella no era nadie para juzgarlos. En lo que a ella se refería, las mujeres no le atraían, pero eso no significaba que lo que sentían entre ellas fuera menos real. Lo entendía desde un punto de vista intelectual. Apartó ese pensamiento de su mente, porque de algún modo le molestaba, y no precisamente en el plano intelectual. No deseaba pensar en Leah con Sharla.
Mientras atizaba el fuego con desgana en la estufa de la sala, se puso a pensar en Parker. Hasta que Leah no le preguntó si Parker la valoraba no se había dado cuenta de lo que su madre intentaba decirle con sus comentarios mordaces. Parker no la valoraba tanto como ella a él. No se había dado cuenta de lo complaciente que había sido para proteger la relación. Cuanto más pensaba en el coche, más se enfadaba. Sólo porque Parker ganaba más no significaba que su tiempo de ocio fuera más valioso que el de ella. ¿Por qué tenía que ser siempre ella la que iba a verlo? Y como la que viajaba era ella, apenas había tenido tiempo de conocer San Francisco. Nunca había ido a los Muir Redwoods, por ejemplo, que sólo estaban a treinta minutos. Tampoco había ido a Wine Country en verano, ni a Monterey en otoño; y ninguno de los dos sitios estaba a más de tres horas de San Francisco.
Se deshizo la trenza y lentamente se desenredó los nudos, mientras se preguntaba qué recibía a cambio de su entrega, su sacrificio y su constancia. ¿Qué daba él de sí mismo por el bien de la relación? Entre la gasolina, la compra, el cine, la cena, y las propinas, cada fin de semana que iba a verlo le costaba casi la mitad de su sueldo neto semanal. Tampoco pretendía ponerle precio al hecho de ir a verlo… Ay, a lo mejor sí que se lo ponía. Sólo que pensaba que no valía la pena; no recibía nada a cambio.
No podía pensar en nada, absolutamente en nada. El fin de semana anterior, Marge, la enfermera que había conocido en el jacuzzi, había traído un par de galletas de más por si se encontraba con Jackie. Ese gesto tan amable era más de lo que Parker jamás había hecho por ella. Ya ni siquiera se preocupaba de que no faltara su bebida favorita en la casa. Si ella la quería, tenía que traérsela, y pagársela. Se durmió sin querer y al cabo de un rato se despertó helada. El fuego del salón se había apagado. Era culpa de ella: no se había acordado de alimentarlo antes de dormirse.
Se calentó junto a la cocina de leña, pero no consiguió entrar en calor, ni siquiera envuelta en una manta. Y no podía dormir en el suelo de la cocina, terminaría congelada.
Miró la escalera que llevaba a la buhardilla y tembló violentamente de frío. A lo mejor a Leah no le gustaba, pero tenía que dormir allí. Leah le había dicho que la cama era muy grande, podía acostarse sin molestarla.
Subió la escalera intentando no hacer ruido, lo cual no le fue fácil porque temblaba de la cabeza a los pies. Oyó la respiración regular de Leah. La temperatura de la buhardilla era casi soportable. En medio de la oscuridad, logró ver que Leah estaba de ese lado de la cama, así que con cuidado rodeó la cama para ir al otro lado.
Al ver el tenue brillo de la luz de una manta eléctrica, se quitó el pijama quedándose sólo en camiseta y bragas, y se deslizó entre las sábanas. La respiración de Leah seguía siendo regular y profunda. El calor le calmó el temblor casi de inmediato, y una calma sensual se extendió por los dedos de las manos y los pies. Al cabo de unos minutos, se durmió.
Leah soñaba algo hermoso y no deseaba que acabara. Bajo su mano había un estómago suave. Se movió lentamente intentando no romper el hechizo. Debajo de los dedos había unas costillas finas. Hacía tanto tiempo que sus dedos no se sentían tan vivos. Acarició la piel aterciopelada y oyó en sueños un suave suspiro y el frufrú de las sábanas. Ahora el cuerpo estaba más cerca de ella. Podía acariciar la espalda suave.
No era la espalda de Sharla, que era lo que habría esperado encontrar en un sueño, pues ésta era diferente. «Sigo amándote, mi amor». Pero se permitiría este sueño porque era tan agradable…
Sintió la firmeza y la fuerza de su propio cuerpo mientras acariciaba a la mujer del sueño. Estaba un poco mareada porque los dedos le enviaban mensajes tan reales, tan táctiles. Se acercó lentamente, temiendo despertarse. Finalmente, a través de una melena tupida —demasiado pelo para ser Sharla—, vio la columna sensual de un cuello. Apartó los mechones castaños, sedosos, y apretó los labios contra la garganta. El fuego en sus muslos se inflamó al máximo. Besó la garganta, después los hombros, una y otra vez, y, aunque sabía que se despertaría, no podía parar porque su deseo aumentaba con cada beso.
De pronto, la mujer del sueño suspiró: pronunció un «ay» en voz baja y respiró hondo. Se dejó abrazar por Leah y ésta no pudo contenerse. Sus manos acariciaron los pechos suaves, después acercó uno de ellos a su boca. La mujer del sueño se estremeció entre sus brazos y arqueó la espalda, ofreciéndose. Gimieron juntas.
Leah se apartó bruscamente justo cuando Jackie se enderezó y jadeó.
—No —exclamó.
—Lo siento —repuso Leah. Bajo la tenue luz, vio que Jackie se bajaba la camiseta frenéticamente, se tapaba hasta los hombros con la manta, interponiendo barreras entre las dos—. No sabía lo que hacía. Creí que eras un sueño —dijo Leah más sosegada.
—No importa, lo entiendo —respondió Jackie—. Tenía que haberme quedado abajo, pero se apagó el fuego. Lo siento. No quería…
—Claro que no, yo tampoco.
—Me sorprendió, nada más.
—No te preocupes, yo he sido la que empezó. Creí que eras Sharla. Estaba soñando.
Era una mentira, Leah lo sabía.
—No importa. Me sorprendió, nada más —repitió Jackie.
Y lo disfrutaste —pensó Leah—. Antes de que te dieras cuenta del todo de que era yo, estuviste receptiva. «Bah, déjalo». Enfadada, se dijo que aunque en el fondo todos éramos animales sexuales, eso no significaba que Jackie estuviera a punto de convertirse en lesbiana. «Seguramente estaba soñando con su novio y cualquiera confunde un par de manos. Tarde o temprano acabaría echando en falta esa cosa tan importante que tienen los hombres».
—Te prometo que no me moveré de mi lado —dijo en voz alta—. No sabía que estabas allí. No volveré a hacerlo.
—Confió en ti —repuso Jackie en voz baja en medio de la oscuridad.
—No pasa nada. Vamos a dormir.
Leah se acurrucó inmóvil. Se sentía fatal; se dijo a sí misma que era por haber traicionado el recuerdo de Sharla. Pensó que podía dormir, pese a la inútil sensación que le recordaba que era una mujer viva con una libido real y despierta, y que Sharla —su amada y compasiva Sharla— la habría entendido.
Jackie salió de la ducha envuelta en la bata de felpilla de Sharla. El pelo le caía sobre la espalda como una cortina, y los dedos de Leah temblaron cuando recordó con toda nitidez lo ocurrido la noche anterior. Se dio cuenta de que Jackie no iba a mirarla a los ojos. También se dio cuenta de lo mucho que había deseado ese cuerpo, no el de Sharla, no el de ninguna otra mujer, sino el de Jackie. Por mucho que se recordara a sí misma que Jackie tenía un novio que la esperaba, el temblor de los dedos no desapareció.
—Haré unos huevos para descansar de las sobras del pavo
—se limitó a decir.
—Me parece estupendo.
Leah sacó los ingredientes de la nevera, con la mirada fija en la huevera para evitar que se cruzara con la de Jackie.
Cuando los puso en la encimera, Jackie dijo en tono vacilante:
—Antes de que empieces a cocinar, necesito aclarar algo sobre lo de anoche.
—No te preocupes —repuso Leah—. Realmente no sé por qué me excedí de ese modo.
—Yo tampoco sé por qué lo hice —dijo Jackie.
Lo dijo en voz baja y Leah la oyó tragar saliva. Se volvió hacia ella, para observar ese rostro que temblaba de emoción. Lo pintaría de gris de incertidumbre, violeta de determinación, amarillo de miedo.
—Tengo que ser sincera contigo —prosiguió Jackie—. Yo… yo nunca había deseado a una mujer. Pero anoche sabía que… eras una mujer. Ya sé que te dije que pararas, pero lo más sorprendente es que no quería que pararas. Y ahora… —Se llevó una mano a la garganta y volvió a tragar saliva—. No sé qué hacer.
Leah sacudió la cabeza, lamentando profundamente haber metido a las dos en semejante lío. Al margen de que deseara su cuerpo, debía mostrarse firme.
—No… no tengo la costumbre de… ayudar a las hetero a satisfacer su curiosidad. Tendrás que buscarte a otra.
Leah se dio cuenta de que ella también tragó saliva. Estaba sin aliento.
—No es eso; lo siento, no me di cuenta de lo que te pedía. Lo que… ay, mierda. —Jackie se había sonrojado, y la piel que asomaba por encima de la bata era rosa orquídea—. Olvídate de lo que te dije. He provocado una situación incómoda.
—Si te estás cuestionando…
—¡No lo sé! —Jackie se miró los pies—. No entiendo lo que siente mi cuerpo. Lo siento extraño, diferente. Pero tienes razón, no te puedo pedir que me ayudes a resolverlo. Tengo que hacerlo yo sola.
Leah advirtió que, en efecto, respiraba hondo. Sin darse cuenta, también se había acercado a Jackie.
—Jackie, no es que yo no…«… no te desee». La deseaba. Jackie había llegado a esa casa y
disipado el fantasma de Sharla. Deseaba aferrarse a ese cuerpo hermoso, cálido y vivo todo el tiempo que pudiera. Jackie tenía la mirada perdida, la boca ligeramente entreabierta, y Leah no pudo evitar contemplar esos labios. La noche anterior los había observado demasiado tiempo, había deseado tocarlos con todas sus fuerzas. Los tenía aún más gruesos, y brillaban. Devoró el resto de ese rostro que había dibujado durante horas. Se sonrojó con la piel ligeramente húmeda.
Tiró suave y lentamente de la solapa de la bata de Jackie y el nudo alrededor de la cintura se aflojó. Era la bata de Sharla, pero en su interior estaba el cuerpo de Jackie. Vio los pezones que sobresalían bajo la felpilla, que subían y bajaban con el jadeo. Leah soltó la bata y el nudo se deshizo. La mirada de Leah recorrió la ondulación suave y flexible del vientre de Jackie y, más abajo, la oscura mata de vello.
Oyó la voz de Jackie como si proviniese de un lugar remoto.
—Dios mío, Leah, no sé qué hacer. Pero lo deseo.
Deslizó las manos alrededor de la cintura de Jackie. Se introdujo en el círculo cada vez más amplio que formaban los brazos de ésta. Los labios de Jachie estaban ansiosos y acogieron a los de Leah cuando ésta la besó. Con un gemido, apretó el cuerpo de Leah contra el suyo. Leah no la habría empujado contra la encimera, pero Jackie la apretaba cada vez más y la besaba en la boca con una ansiedad dolorosa. Lanzó suaves gemidos de placer e invitó a Leah a que explorara su boca con un roce jadeante. Leah se deleitó con el placer que la esperaba. Estaba sedienta de más. Sus manos sujetaron las costillas de Jackie y, después, con más brutalidad de lo que pretendía, cogió los pechos de Jackie, que interrumpió el hambre dolorosa del beso.
—Lo siento —jadeó Leah—. No quería hacerte daño.
—Tengo miedo —suspiró Jackie—. Estoy muerta de miedo.
Le temblaban los labios. Se llevó las manos de Leah a sus pechos y se estremeció cuando Leah los acarició. Estaba sin aliento y le temblaban los brazos cuando los pasó por el cuello de Leah. Mientras Leah exploraba la plenitud de sus pechos, Jackie acercó su rostro para volver a besarla. El tiempo pasó en oleadas desiguales hasta que Leah levantó la cabeza al oír un ruido extraño. Era la bocina de un coche. Jackie se enderezó. Volvió a sonar la bocina y se oyó el grito de un hombre procedente de la carretera. Jackie lanzó un grito de frustración y Leah se dio cuenta de que Jackie estaba a punto de llorar.
—Debe de ser tu tío —consiguió decir Leah.
En la breve pausa oyeron una puerta que se cerraba y el sonido de la verja que se abría. Jackie asintió en silencio. Leah observó los planos y los ángulos tratando de recomponerlos en el orden en que los había dibujado el día anterior, pero los labios de Jackie habían sido demasiado besados, el rostro estaba demasiado afligido. En ese momento se dio cuenta de que Jackie se marchaba. ¡Se marchaba! La verja se cerró y el ruido fue como un puñetazo en el estómago.
—Te vas con ellos —murmuró.
«¿Qué voy a hacer? —pensó con desesperación—. No puedo pedirle que se quede. No puede marcharse. ¡No es posible!».
—No quiero irme —dijo Jackie—. Todavía no.
—Quieres saber lo que te pierdes —dijo Leah con amargura—. ¿Quieres saberlo?
Jackie se quedó mirándola, pero no se resistió cuando Leah la cogió entre sus brazos para darle un beso brusco, anhelante.
—Esto es lo que te pierdes —le susurró al oído. Sus dedos se deslizaron entre los muslos de Jackie. Jackie se apartó ligeramente, después las piernas se abrieron. Leah casi gritó al descubrir esa humedad sedosa y le metió los dedos mojados.
—Ay, Dios mío —jadeó Jackie. Echó la cabeza hacia atrás mientras gemía—. Sí.
—Esto es lo que te pierdes —susurró Leah con ferocidad, mientras observaba la cara de Jackie—. Así es como se lo hacen las mujeres. Se llama follar, Jackie. —Jackie gimió, con la boca abierta, los ojos entrecerrados—. Y hay más, mucho más.
Se oyeron pasos fuera, en el camino. Leah apartó a Jackie y se volvió hacia el fregadero.
—Cuando estés con él, te imaginarás mi boca junto a la tuya y te preguntarás cómo habría sido.
Jackie dejó escapar una especie de sollozo y se fue corriendo de la cocina. Leah puso las manos bajo el grifo para limpiarse los rastros de la entrega de Jacide. El tío de Jackie llamó a la puerta y ella le abrió. Se las arregló para saludarlo civilizadamente. Se habían visto unas cuantas veces en la oficina de correos, en el mercado y paseando por el bosque, y él siempre se había mostrado muy correcto. Leah le invitó a sentarse junto al fuego para entrar en calor, pues se suponía que Jackie acababa de ducharse. Le preguntó por la altura de la nieve y fingió escuchar la detallada respuesta así como la explicación sobre cómo habían sacado el coche de Jackie y lo habían puesto en la carretera. Cuando apareció Jackie, vestida con su ropa, Leah pensó que nunca había visto una expresión tan tranquila y sosegada en su rostro. Azul glaciar. Leah sintió el conocido muro de frío entumecedor que se ceñía a su alrededor. Le ofreció a Jackie un par de guantes y ésta insistió en que Leah le apuntara su dirección para devolvérselos. Se dieron la mano; la de Jachie era como el hielo, pero tembló al estrechársela.
Leah la observó caminar a trompicones hasta la camioneta de su tío, después apartó a Butch del quicio y cerró la puerta a la imagen de Jackie que se alejaba de su vida antes de que hubiera terminado de entrar. Había sido cruel, nunca se lo perdonaría. Sentía un dolor casi imposible de soportar. Butch empezó a ladrar sin parar. Leah huyó al estudio y contempló los bocetos del rostro que el día anterior creía conocer tan bien.
Cogió un bloc nuevo. En aquel momento le servía cualquier carbonilla, cualquier color. El rostro de ese día se reveló lentamente sobre el papel como una foto que absorbe la luz. Jackie deseándola. Arrancó la hoja y la tiró al suelo. Jackie diciendo que sí.
Ahora los colores.
El azul y el plateado de Jackie diciendo que sí.