Capítulo 13
A lo lejos, Leah oyó el teléfono que volvía a sonar, pero siguió ignorándolo. Necesitaba toda su energía para acabar los cinco lienzos en los que estaba trabajando simultáneamente. Hoy tocaba rojo para dar profundidad y transparencia a la figura rosa clara que pintaría encima. Le espalda la estaba matando, pero siguió inclinada junto al primer lienzo, trabajando laboriosamente con un pincel grueso. Ahí iría una rodilla y la curva interna del muslo. En otro lienzo que tenía justo a la derecha, ya estaba el esbozo de la misma pierna bien torneada, pero más pequeña, coronada por unas caderas redondas, voluptuosas. Caderas que parecían capaces de moverse como las de una bailarina.
En el tercer lienzo puso más rojo en el lugar en el que iba a emerger un pecho, junto con el brazo, el hombro y el estómago de la misma mujer, una mujer que ahora podía pintar de memoria miles de veces. Una gruesa trenza colgaba de la curva abierta del cuerpo, que Leah pensaba hacer con estaño trenzado y ennegrecido, atado con una cinta de bronce.
En el cuarto lienzo, dominaba una larga línea con la forma de las mismas caderas turgentes de antes, la curva descendente hacia la cintura, y una línea ascendente de lo que serían las costillas y la delicada curva de la axila que terminaba en el hombro. La trenza ocuparía otra vez un lugar prominente, enrollada a la altura de la cintura con la cinta desatada y el pelo un poco suelto, para sugerir pérdida de compostura y de autocontrol.
Probablemente éste iba a ser su lienzo favorito; el favorito de los que dejaría exhibir.
El quinto era de ella y sólo de ella. Había puesto su corazón en cada pincelada. Sería lo único que iba a quedarle. La cara de Jackie, sus ojos, sus labios, ligeramente entreabiertos. Jackie diciendo sí era el consuelo de Leah. El azul y el dorado de los ojos, los tonos negros del pelo, el rosa dulce y pálido de los labios.
Al día siguiente trabajó con un gris azulado para esbozar las figuras y pintó el interior de un gris rojizo. Se dio cuenta de que había calculado la cantidad adecuada de rojo para la base, por lo que el color de la piel adquiría un matiz más cálido en las zonas adecuadas. La carne parecía transparente, con la idea de animar al espectador a concentrarse e intentar ver a través del cuadro a la mujer.
Día tras día prosiguió con los nuevos matices, cada capa daba forma al cuerpo y sugería los lugares en los que éste era más cálido. Pasó varios días trabajando sólo en los fondos, pintando blanco sobre blanco hasta que le pareció que cuando la pintura estuviera seca, podría tocar las sábanas de algodón.
Tardó casi una semana en hacer una trenza aceptable con las tiras de estaño. No escuchó los mensajes en el contestador y sólo cuando acabó, cuando las trenzas colgaban de los lienzos y estos habían recibido la última capa de tapaporos, sintió que podía descansar. Al entrar en la cocina, Leah encontró a Butch sentada junto a su plato vacío con una mirada significativa. El contestador parpadeaba frenéticamente.
Se dio el gusto de preparar bistecs para las dos, y añadió media botella de vino para ella. Escuchó los mensajes y vio que Valentina había llamado cinco veces dejando largos ruegos de que la llamara. Una televendedora pretendía que volviera a financiar la hipoteca de su casa. Los mensajes de Constance pasaban de «En realidad no me hablo contigo, pero tienes que llamarme enseguida» a «Si no me llamas, te pondré un pleito». Maureen había llamado una vez para decirle algo sobre una función para recaudar fondos y Jackie no había llamado ninguna. En fin, Leah había prometido llamarla. Se preguntó qué estaría haciendo, a quién habría conocido.
Una vez saciado su apetito, se dedicó a cepillarle el pelo a Butch concienzudamente y la sacó a pasear por un sendero que llegaba hasta la escuela de equitación. Butch jadeaba feliz cuando regresaron a casa y se acercó ladrando a la mujer que se bajó del Thunderbird en cuanto las vio.
—¿No has recibido mis mensajes? ¿Tienes idea de lo del domingo? —Constance estaba tan agitada que se puso de puntillas—. El fotógrafo del dominical del Chronicle va a hacer unas fotos que se publicarán a doble página, ¡Y tú ni siquiera has empezado a instalar los cuadros!
Leah se quedó paralizada y miró fijamente a Constance.
—Dios mío. Lo había olvidado por completo. Lo siento mucho…
—¡Hace días que intento hablar contigo! Podrías haberme llamado. No me importa si tienes una nueva amante, pero ha sido muy irresponsable de tu parte…
—No tengo ninguna amante. ¿De dónde has sacado…?
—Jamás permito que mis sentimientos interfieran con el trabajo y te aseguro que…
—¿Puedes callarte un momento? —exigió Leah—. Si vamos a gritarnos, al menos podemos hacerlo en casa.
Se dio la vuelta y se dirigió a la casa, sin esperar a ver si Constance la seguía. Le ardían las mejillas y esperaba que no las hubiera visto ningún vecino.
Los tacones de Constance resonaron en el pasillo mientras se dirigía a la cocina detrás de Leah. Ésta le ofreció un café y recibió una mirada gélida como respuesta.
—Lo siento, tenía que haberte llamado. Estaba trabajando y sin Sharla que me imponga un horario me olvidé de todo, hasta de comer. De todos modos, podías haber dicho para qué llamabas.
No le dijo a Constance que acababa de escuchar los mensajes. Constance se miraba los zapatos, los tacones de dos colores que hacían que las pantorrillas parecieran todavía más largas y torneadas. Leah se preguntó por qué no podía aceptar el placer pasajero que Constance le ofrecía.
—Lo siento mucho —repitió.
—¿Y ella dónde está? —Constance levantó la cabeza y miró a Leah con tristeza.
—No lo sé. No la veo.
—Habría jurado que… en fin. Creo que tendría que haberte dejado un mensaje más claro —reconoció Constance—. Hace un par de días estuve a punto de venir… Estaba celosa, y envidiosa. Sé que no te ofrecí amor eterno, pero quería algo más que una historia de un solo día.
—Lamento no poder darte más.
Se produjo un largo silencio hasta que Constance volvió en sí.
—¿Has estado trabajando? Espero que hayas acabado Luna Pintada.
—La acabé pocos días después de la última vez que estuviste aquí. He estado trabajando en otra cosa durante los últimos… —Miró el calendario—. Dios mío, durante el último mes. Me gustaría exponerlos junto con los demás, pero tendrían que estar en otra sala. Con esta serie, todo el mundo verá que he vuelto de verdad.
—Quiero verlos —dijo Constance, y esbozó la sonrisa típica de la Constance que Leah conocía—. Me muero por verlos.
Leah resopló y la llevó al taller.
Los lienzos estaban, dispuestos en círculo y brillaban porque el tapaporos todavía no se había secado. Leah se apartó para dejar pasar a Constance y esperó su reacción. A ella le gustaban, pero la opinión de Constance era muy importante.
Constance giró lentamente y cuando llegó al último cuadro, el único en el que se veía claramente que era Jackie, cerró los puños. Dio otra vuelta al círculo y después se volvió hacia Leah con la mirada encendida.
—Son hermosos, diferentes a todo lo que has hecho hasta ahora —exclamó con voz ronca—, pero no pienso exponer ni uno solo —añadió con vehemencia—. Te aconsejo de todo corazón y con toda mi experiencia que no los muestres nunca al público. Jamás.
Leah se quedó boquiabierta.
—¿Qué? ¿Por qué lo dices?
Constance parpadeó y sacudió la cabeza ligeramente.
—No lo ves, ¿verdad? No te das cuenta.
—¿Ver qué? Son desnudos. Ése de ahí no lo expondré —dijo Leah, señalando el que enseñaba la cara de Jackie.
—Pero los demás son…
—Lésbicos. Son lésbicos.
—A ver, explícame eso —dijo Leah—. Todo el mundo sabe que soy lesbiana.
—Sí, pero nunca lo has reflejado en tu obra.
—Lo que soy está en todo lo que hago. —Leah levantó la voz.
—Pero no de un modo explícito. Estos son desnudos, son cuadros pintados por una mujer que está enamorada de otra mujer. —Constance también subió la voz para ponerse a la altura de la de Leah.
—Hablas como si estuviera mal. Nunca lo he ocultado y no empezaré a hacerlo ahora.
—No puedo exponerlos. No quiero que etiqueten mi galería y tampoco permitiré que te etiqueten a ti.
—¡Pero todo el mundo lo sabe! —Leah casi gritaba.
—En el mundo del arte es degradante que te etiqueten. ¡Lo sabes tan bien como yo! Una «mujer» artista, un artista «negro», un artista «sin hogar»… cualquier cosa menos un simple «artista» con mayúsculas. Así son las cosas y siempre han sido así.
—No puedo creer que estés hablando así. Has expuesto a los artistas más osados del país.
—Pero nunca en un contexto de gueto. Si dejo que expongas uno solo de estos cuadros, dejarás de ser Lee Beck, «la artista norteamericana», para convertirte en Lee Beck, «la artista lesbiana». Y a partir de ese momento dará igual lo que hagas, siempre te definirán como lesbiana.
Leah apuntó con el dedo a Constance.
—¿Te das cuenta de lo homofóbico que es lo que dices?
—Soy realista y creo que el arte debe trascender las etiquetas.
—¿Y qué hay de las etiquetas esclarecedoras?
—¿Quieres ser otra Mapplethorpe?
—Me sentiría muy orgullosa de serlo. Y no hay nada explícito en estos cuadros. Si ves un contenido explícitamente lésbico, es porque quieres verlo.
Constance, enfadada, respiró hondo.
—Y así lo verá todo el mundo. Como has dicho, todo el mundo sabe que eres lesbiana. Si no lo fueras, estos cuadros pasarían como una exploración del cuerpo femenino, pero como ése no es el caso, son…
—Una exploración del cuerpo femenino…
—Una glorificación del amor femenino. —Constance dio una patada al suelo—. ¿No lo entiendes? Vas a perder la posición que ocupas como una de las mejores pintoras norteamericanas.
—Lo que tú temes es que la galería pierda su posición. No quieres ensuciar tus paredes con obras de lesbianas. Sólo tus sábanas.
Constance temblaba de rabia.
—Sabes que he promocionado a docenas de gays y lesbianas en mi galería.
—¡No te hagas la luchadora! Es evidente que has promocionado a los artistas que se conformaban con ser invisibles. —Señaló los cuadros—. Creo que estos son los mejores cuadros que he pintado, ¿y me estás diciendo que no los vas a exponer?
Constance respiró hondo, obviamente esforzándose por dominarse.
—¿No podemos hablar de esto después de la inauguración de Luna Pintada?
—No —replicó Leah con terquedad—. Quiero exponer esta serie. Se llama “Sí”. Para mí es muy importante.
Constance se mordió el labio inferior mientras cerraba y abría los puños.
—¿Por qué me haces esto?
—Quizá haya llegado el momento de que las dos renunciemos a ser invisibles. De que dejemos de huir de la etiqueta, y de que la utilicemos para impedir que la conviertan en un insulto.
—A veces eres tan ingenua.
Leah contempló la expresión inflexible de Constance. Hasta ese momento, siempre había confiado en la opinión de Constance sin ponerla en duda. De pronto su enfado se desvaneció. Volvió a mirar los cuadros y se dio cuenta de cómo los veía Constance, y de cómo los vería la gente. Eran sensuales, eróticos incluso. No exploraban el cuerpo femenino, sino que lo adoraban. Los había hecho una mujer enamorada, con deseo, en el ardor de la pasión hacia otra mujer. ¿Acaso alguien que no fuera mujer sabría que la parte inferior de la espalda era ligeramente más oscura, ligeramente más cálida que los hombros? ¿Que las caderas eran más frías y los muslos más suaves?
Leah suspiró y sintió un gran cansancio.
—Tienes razón. No estoy preparada para las secuelas. La idea de tener que crearse de nuevo una reputación era insostenible; no podía volver a empezar.
—Por fin hablas con un poco de sentido común.
—Déjame pensarlo —dijo Leah lentamente—. Necesito pensarlo bien.
—Pero pondrás los cuadros de Luna Pintada antes de que llegue el fotógrafo, ¿verdad?
Leah asintió.
Constance salió del círculo de cuadros y se acercó a Leah.
—Lamento haberme enfadado. A lo mejor es un tributo a tu obra. Estos cuadros serían una provocación. No sabía… no sabía que me importara tanto.
—Yo no sé lo que siento. —Miró los cuadros con tristeza—. Creía que ya había salido del armario.
Constance le acarició la mejilla.
—¿Por qué no quedamos mañana a la una en la galería?
Leah asintió.
—¿Te importa si no te acompaño a la puerta?
—Claro que no.
Escuchó el ruido del motor del Thunderbird y se sentó en el suelo a mirar su obra. Cuando empezó a oscurecer, se levantó con el cuerpo rígido. Tapó los lienzos y entró en la casa a oscuras. Ojalá Sharla estuviera allí para decirle lo que tenía que hacer. Deseaba llamar a Jackie, pero el poco coraje que le quedaba la abandonó por completo.
«Has caído muy bajo —se dijo Jackie— Tenías que haber quedado con alguien. Sólo quieres llamarla porque es sábado por la noche y no tienes nada que hacer».
Había pasado un mes de sábados por la noche sin nada que hacer. Cuando no se esforzaba por salir y distraerse, se quedaba en casa pensando en Leah. Cada vez odiaba más la cocina minúscula y la oscuridad de su apartamento. Por suerte tenía su trabajo, que era absorbente y gratificante, pero las noches se las pasaba rumiando. Si esa noche no hacía algo, perdería el respeto hacia sí misma. Recordó que había acusado a Leah de estar obsesionada con Sharla; ahora entendía un poco más la obsesión y el amor. A pesar de que Leah la había rechazado, no podía evitar tener esperanzas. Debía intentarlo una vez más.
«Analiza tus motivaciones —se dijo—. Tu madre llega a finales de la semana próxima. ¿No será que quieres presentarle a Leah, la artista, y a Leah, tu amante?». Castillos en el aire. ¿Por qué no podía conformarse con enseñarle a su madre los primeros proyectos que había hecho sola para un cliente que le habían asignado? Unos dibujos que hasta Angela había admirado.
«Hazlo o calla de una vez», se riñó. Le temblaron los dedos al marcar el número. Respiró hondo dos veces y escuchó la señal de llamada. Respondió un clic y el sonido familiar de una voz grabada.
Recobró la compostura y esperó el pitido.
—Hola, Leah, soy Jackie. Eh… Jackie Frakes. Espero que te acuer… claro que sí. Sólo llamaba, eh… —se reprendió por parecer tan idiota—. Llamaba porque…
De pronto cogieron el auricular.
—Estoy aquí.
Jackie tragó saliva y enmudeció.
—¿Sigues ahí? —preguntó Leah.
—Sí. Eh… bueno, he pensado que… la manera en que nos despedimos… Creo que tenemos que hablar. Al menos yo lo necesito.
Hubo un largo silencio hasta que Leah dijo:
—Yo también lo creo. ¿Quieres venir a mi casa?
—Me encantaría —aceptó Jackie—. ¿Estás ocupada? Estoy tan… tampoco es urgente sólo que… Bueno, me gustaría aclarar las cosas.
—Esta noche sería fantástico.
Leah le indicó cómo llegar a la casa. Jackie se ofreció a comprar algo para cenar y garabateó las indicaciones que le dio Leah de cómo llegar a un tailandés que había cerca de su casa.
Se puso algo cómodo y, mientras se dirigía al coche, se dio cuenta de que había elegido una ropa que la favorecía y que era fácil de quitar. Se quedó un rato sentada en el coche hasta que tomó una decisión: intentaría seducir a Leah. La llevaría a la cama y haría todo lo posible para que Leah quisiera que ella se quedara. Sabía que competía con el recuerdo de Sharla. Si tenía la más remota posibilidad de significar algo para Leah, quería aprovecharla. Podía con la idea de ocupar un segundo puesto en el corazón de Leah Beck.
Esperaba aparentar más seguridad de la que sentía. Parte de la tensión desapareció cuando oyó los ladridos histéricos de Butch y las reprimendas de Leah cuando abrió la puerta. Leah cogió la comida y Butch se puso a dar vueltas alrededor de Jackie hasta que ésta acabó en el suelo esquivando los saludos alegres y babosos de la perra. Ojalá Leah le demostrara el mismo afecto, pensó.
Al final Butch la soltó y la siguió a la cocina. Leah sonrió y señaló el fregadero.
—Allí hay jabón.
Jackie se rio y se lavó la cara.
—Supongo que Butch me echó de menos —dijo mientras se secaba.
—Butch no es la única —dijo Leah en voz baja.
A Jackie el corazón le dio un salto cuando su mirada se cruzó con la de Leah. Tembló, consciente de que su pasión no había disminuido. No se sentía tan desvalida como en la galería de arte, tan dependiente de las indicaciones de Leah. Pero la deseaba con la misma intensidad y ansiedad, de un modo que excluía la posibilidad de desear amar a cualquier otra mujer.
—Me alegro de saberlo —respondió, e intentó dejar que los ojos hablaran por ella.
Leah apartó la mirada y fue a buscar los platos y los cubiertos. Compartieron fideos tailandeses y satay de pollo con arroz de jazmín en la barra de la espaciosa cocina. Comieron rápidamente y hablaron poco. Jackie quería ver el resto de la casa para comprobar si tenía el mismo estilo austero que la cocina, pero prefirió pasar a cosas más importantes.
Podía conocer la casa en cualquier otro momento. Y estaba empeñada en ver el dormitorio antes de que acabara la noche. Leah ya había hecho café y salieron al jardín del fondo para disfrutar de la cálida noche.
A Jackie le encantó el jardín, aunque le hacía falta un poco de cuidado. Un seto alto y dos hermosos robles le daban una sensación de intimidad. Jackie advirtió que el jardín daba a una pendiente muy empinada y pensó que un muro de contención frenaría la erosión y estabilizaría el terreno. En un extremo había una construcción con una forma demasiado extraña para ser un garaje.
—¿Qué es eso?
—Mi estudio —respondió Leah, señalando la pequeña casa. Jackie siguió a Leah por el jardín hacia la pequeña glorieta.
—¿Estás trabajando en algo?
—Acabo de terminarlo. No sé cuándo, ni si se expondrá.
—No entró en detalles. —Me he pasado toda la tarde llevando la serie Luna Pintada a una galería de San Francisco. La exposición se inaugura el viernes por la noche. Tengo que acabar de montarla antes de mañana a las dos. Para un fotógrafo.
Se sentó en un banco. Jackie vaciló un momento y se sentó a horcajadas para poder mirar a Leah.
—Qué rapidez —comentó Jackie.
—En realidad la exposición no estaba planeada. Conociste a la dueña, Constance… la mujer con la que hablé en la galería, cuando nos íbamos.
—Ah —asintió Jackie. Esperaba que en la oscuridad no se notara que se había sonrojado—. No me lucí mucho con ella.
—Yo no diría lo mismo —objetó Leah, casi a desgana, en tono de broma.
A Jackie le ardía la cara.
—Leah, yo…
—No te preocupes —la interrumpió Leah rápidamente—. No es necesario que digas nada.
—De acuerdo, no diré nada —dijo Jackie. Dejó la taza sobre la barandilla. Leah la miró sorprendida cuando le cogió la taza y la puso junto a la suya.
Jackie respiró hondo e intentó sacar fuerzas de su flaqueza. Su voz se convirtió en un susurro.
—Entonces deja que te lo demuestre.
Una ligera brisa agitó los robles y la luz de la luna iluminó el rostro de Leah, Jackie tembló, consciente de que nunca había hecho algo así, pero sabiendo que la forma y el contenido de todo su futuro dependía de su capacidad de transmitir lo que sentía. Tenía que conseguir que Leah los entendiera.
Lentamente se levantó el borde del jersey y se lo quitó. El sostén tenía el broche por delante y se lo desabrochó. Quedó expuesta a la luz de la luna.
—Jackie… —Leah tragó con dificultad—, tú no quieres… Jackie le tapó los labios con los dedos.
—Sí quiero. —Se bajó del banco y se puso de rodillas. Miró a Leah y dijo con vehemencia—: Deja que te lo demuestre.
Leah separó las piernas y Jackie se deslizó entre ellas, apretando los pechos desnudos contra la cintura de Leah. Esta vez dominó los botones de la camisa de Leah sin titubear y su lengua se abrió paso por la llanura del pecho de Leah y jugueteó con los pezones endurecidos.
Sintió que las manos de Leah le acariciaban los pechos. Animada, prosiguió con la lenta adoración del cuerpo de Leah, explorando las costillas y el estómago con la lengua y besándola hasta la cintura. Se sentía en paz consigo misma y en armonía con el cuerpo de Leah.
Notó el aumento gradual de la temperatura en la piel de Leah, al mismo tiempo que la carne de gallina que le recorría la espalda cuando le llegaba el aire fresco de la noche. Percibía los más ligeros cambios en su respiración, una especie de inicio de gemidos. La luz de la luna trazaba claroscuros en los pechos de Leah. La boca de Jackie buscó los pezones oscuros con más ímpetu, en respuesta al temblor que agitaba el cuerpo de su compañera.
Apretó la palma contra la costura de los vaqueros de Leah, y ésta levantó las caderas buscando el calor de la mano. Jackie sonrió para sus adentros, satisfecha de ver que al menos la excitaba, y atrajo hacia sí la cabeza de Leah para darle un beso prolongado que acabó con la lengua demorándose suavemente sobre la comisura de la boca. Leah apretó con más fuerza las caderas contra la palma de Jackie.
Jackie se levantó y ofreció sus pechos desnudos a la boca de Leah. De repente, mientras ésta le hacía el amor a los senos con la boca, se quitó el elástico que le sujetaba la trenza, se la deshizo con los dedos y dejó caer su cabellera sobre la cabeza y los hombros de Leah.
Leah gimió, alzó el rostro y sentó a Jackie en su regazo, hundiendo la cara en la mata de pelo. Lo besó y volvió a los pechos de Jackie con una ansiedad devoradora.
Jackie se puso de pie con dificultad.
—Enséñame tu cama —le pidió en voz baja.
Leah la miró como si le hubiera pedido que la llevara a la luna. Sus ojos volvieron a posarse sobre los pechos de Jackie y se inclinó para besarlos.
—Vamos a la cama, Leah —insistió Jackie, apartándose. Cogió las manos de Leah y tiró de ella para que se levantara.
Leah se tambaleó y se quedó inmóvil, hasta que al fin llevó a Jackie por el jardín hasta la casa. Apartó el cubrecama y le bajó a Jackie febrilmente las mallas, que ésta terminó de quitarse de una patada. La tumbó de espaldas y se arrodilló para volver a besarle los pechos.
Jackie se estremeció de placer, disfrutando del tacto áspero de los vaqueros de Leah sobre sus muslos. Leah abandonó los pechos y se arrodilló entre las piernas de Jackie hundiendo la boca dentro de ésta con un profundo gemido.
Jackie levantó las caderas y sintió una contracción terriblemente poderosa que dio lugar a las primeras oleadas del orgasmo. Aunque no lo esperaba tan pronto, cogió la cabeza de Leah, la abrazó y no intentó contener la marea creciente. Gimió y se dejó llevar por la ola hasta alcanzar la cresta de la pasión. Deseaba permanecer en ese estado de éxtasis para siempre y al mismo tiempo renunciaba a él para estrechar a Leah entre sus brazos, besarla con pasión y probar su propio sabor en la boca y en la cara de Leah. Le desabrochó los vaqueros, le bajó la cremallera y deslizó la mano en su interior.
Su cuerpo vibraba como una cuerda tensada. Con dedos temblorosos sintió la humedad palpitante de Leah y la premió con las embestidas provocadoras que a ella tanto le gustaban. Leah tenía que darse cuenta de que Jackie la quería, de que disfrutaba haciéndole lo que le hacía. Leah respondió levantando las caderas para hacerle sitio.
—Por favor, Jackie, por favor.
Sentía cada espasmo de los músculos de Leah que suspiró de placer. Jackie intentó ir lo más despacio posible. Sin embargo, su boca estaba sedienta de Leah, e, incapaz de contenerse, dejó que su lengua buscara la deliciosa carne. Leah gimió y se cubrió el vientre con el pelo de Jackie. Jackie sólo era consciente de las sensaciones que le transmitían la lengua y los dedos: la sensualidad del cuerpo de Leah, tan mojado, tan flexible y fuerte al mismo tiempo; el sabor intenso de Leah llenándole la boca. Se entregó a la belleza de la respuesta de Leah y al estallido de su pasión.
Al igual que cuando se encendía una radio vieja, los gemidos fueron llegando gradualmente a oídos de Jackie por encima de los latidos de su corazón. Primero oyó la respiración irregular, después un sollozo ahogado. Abrazó a Leah y la dejó llorar preguntándose si debía estar satisfecha o preocupada. Le acarició el pelo, la consoló y esperó.
Leah buscó algo junto a la cama hasta que encontró un Kleenex. Se sonó la nariz y murmuró:
—Lo siento.
—No te preocupes. —Jackie intentó hacer una broma y rascándose la entrepierna dijo con la mayor seriedad posible— Siempre hago llorar a las mujeres.
Leah se rio un poco.
—No me cabe la menor duda.
—Tú eres la única, y lo sabes —añadió sin risas. La sonrisa de Leah se desvaneció pero Abrazó a Jackie y se acurrucaron en la cama.
«Éste es el momento de decírselo —pensó Jackie—. Dile que la quieres». Las palabras tomaron forma, pero Leah se movió ligeramente y tapó a ambas con la manta.
—Duérmete —susurró Leah.
Para su sorpresa, Jackie se durmió