CAPÍTULO 6
SENTADA sobre la cama, Bevin reflexionó sobre sus sentimientos hacia Jarvis; tenía que aceptar que lo amaba. Prefería pensar que se trataba de una atracción pasajera debida a las nuevas sensaciones que él le había hecho experimentar. Pero sabía que no era así; estaba enamorada de él, y cada día su amor parecía crecer más.
En ese momento se daba cuenta de que ésa había sido la razón por la cual había rechazado su oferta de matrimonio el martes pasado. Sí, su inconsciente le había advertido de la peligrosa situación en que se encontraba con Jarvis.
Al fin se levantó. Aunque prefería no ver a Jarvis esa noche, tenía que prepararle la cena. Se dirigió hacia el cuarto de baño, se vistió y, al mirarse al espejo, vio que nada había cambiado una vez que había reconocido lo que sentía por Jarvis. Deseaba que Jarvis jamás se diera cuenta de sus verdaderos sentimientos.
Se estremeció una vez más al pensar en él y después se dirigió a la cocina. Podía oír a Jarvis moviéndose en su habitación. Se disponía a poner algunas patatas a cocer, cuando él apareció con el cabello recién lavado. Bevin sintió que se ruborizaba al recordar la intimidad de los momentos que habían compartido juntos. No sabía si Jarvis se había dado cuenta; en todo caso, él le preguntó con tono indiferente:
—¿Falta mucho para que la cena esté lista?
—Media hora —respondió ella, orgullosa de poder controlarse—. Si quieres trabajar un poco antes de cenar, ya te llamaré cuando esté lista.
—¡No tienes piedad de un hombre agotado que sólo desea descansar un poco antes de cenar! —protestó—. Si quieres puedo poner la mesa.
—Ya está puesta —respondió y se sintió aliviada al verlo salir de la cocina, ya que estaba a punto de ponerse a temblar debido a su cercanía.
Durante la cena, hubo cierta tensión en el ambiente. Jarvis parecía preocupado y Bevin no tenía deseos de hablar. No podía borrar de su mente que había estado en sus brazos; era como si todavía lo estuviera sintiendo.
No tenía mucho apetito, pero hizo un esfuerzo por no dejar nada en el plato. Cuando le estaba sirviendo a Jarvis un poco de ensalada, él le dijo en ese momento:
—¡No podemos fingir que el compromiso no existe, Bevin!
—Supongo que no —respondió ella, dándose cuenta de que Jarvis no pertenecía al tipo de hombres que solían eludir sus responsabilidades.
Parecía que estaba decidido a hablar de ello.
—Desde mi punto de vista —continuó él—, existen varias posibilidades. Podríamos, o más bien, yo podría, sacar un beneficio de esta situación.
—¿Cómo? —preguntó Bevin, expectante.
—Está claro que mi familia no soportaría que yo renunciara a nuestro compromiso. Atacarían otra vez.
—¡Oh no! No puedo creerlo —exclamó Bevin.
—A menos que...
—¿A menos que, qué?
—¡Bueno, mi familia nunca dejaría de luchar! Si no me comprometo contigo, será con otra, ellos se harán cargo de ello. Lo que tengo pensado es...
—¿Sí? Continúa.
—Bueno... si fingiéramos estar comprometidos por algún tiempo, ellos se quedarían convencidos y me dejarían en paz por algún tiempo. Por lo menos hasta mi cumpleaños.
—¿Estás insinuando que los engañemos? —preguntó Bevin.
—¡Sólo por un tiempo! Por lo menos así no me distraerán de mis negocios, en especial ahora que estoy tan dedicado a un proyecto financiero.
—¡Oh, Jarvis! —exclamó. Quería ayudarlo, pero no estaba muy convencida de poder jugar a ese juego tan peligroso, sobre todo porque iban a engañar a su familia—. ¿Por cuánto tiempo?
El se encogió de hombros, pero respondió con sinceridad:
—¿Te parecería demasiado cinco meses?
—¿No podrías reducirlo un poco? —sugirió Bevin.
—Podría hacerlo, pero ellos tratarían de sustituirte de inmediato. ¡Son muy ambiciosos!
—De todas formas lo harán si después de cinco meses no te casas —añadió.
—¡Es verdad! —aceptó él, y después sugirió—: ¿Qué te parece continuar con “nuestro compromiso” hasta que lograse algo con la nueva empresa?
Bevin no tenía la menor idea del tiempo que podrían durar esas negociaciones. Pero de una cosa sí estaba segura, y era del amor que le profesaba a Jarvis, y cualquier pretexto para estar más tiempo con él, lo recibiría con agrado.
—Entonces, de acuerdo —añadió ella en un tono pretendidamente indiferente.
—¡Gracias Bevin! ¡Sólo por eso, lavaré los platos!
—¡Ese es mi “negocio”! —repuso—. ¡Tú a tu trabajo!
—¡Vaya! Me compadezco del hombre que elijas para casarte. Eres un poco “mandona”, ¿verdad? —Bevin se echó a reír.
Después, él se dirigió al estudio. El hombre que eligiera, por desgracia no podría ser Jarvis, pensó la joven con tristeza.
Esa fue la última vez que vio a Jarvis esa noche. Lavó los platos y ordenó la cocina; después se fue a su habitación.
Se durmió pensando en Jarvis, y no se sorprendió al descubrir que el primer pensamiento que tuvo a la mañana siguiente, también se lo dedicó a él. Le parecía increíble pensar que apenas hacía una semana que lo conocía. Pero, ¿había algún límite de tiempo para enamorarse?
Al abrir los ojos, se dio cuenta de que había dormido un poco más de lo normal, ya que había bastante luz. Se sorprendió al no ver la taza de té sobre la mesilla. Se preguntó si Jarvis se habría acostado muy tarde por estar trabajando o si tal vez, también se había despertado tarde.
Sentándose en la cama, tomó su bata y se la puso al mismo tiempo que se levantaba. Pensó en ir a despertarlo, pero se dio cuenta de que él ya se había levantado, porque oyó ruidos en la cocina. Cuando llegó allí, Jarvis ya había salido. El café todavía estaba caliente y la taza que, al parecer, había usado, se encontraba boca abajo, secándose.
Bevin volvió a su habitación, mientras pensaba que se encontraba de maravilla estando cerca de él. Se estiró con pereza deseando que su estancia en aquella casa fuera permanente y su rostro se iluminó de alegría al imaginarse a sí misma atendiendo a Jarvis cuando volviera cansado del trabajo.
Se duchó y de repente recordó que era viernes, el día en que la señora Underhill se presentaba a limpiar y cocinar. Se vistió deprisa, ya que no deseaba que la sorprendiese vestida con el pijama, como Rosalind. Después, arregló su cama y ordenó su habitación. No sabía la hora en que solía llegar la señora Underhill, pero, cuando llamaron a la puerta a las nueve y media, comprendió que se trataba de ella.
Al dirigirse a abrir la puerta, Bevin pensó que Jarvis debía de haber telefoneado a la señora Underhill para decirle que tenía un huésped en casa, ya que había pulsado el timbre, en lugar de utilizar su llave.
Estaba a punto de abrir la puerta, cuando la asaltó un terrible presentimiento. ¿Y si no se trataba de la señora Underhill? El recuerdo de la visita de Rosalind acudió a su memoria. El timbre sonó otra vez. Fuera quien fuera, se dijo que no podía quedarse ante la puerta todo el día. Pensó en Jarvis y en el plan que había ideado. Abriría la puerta y respondería pacientemente a todas las preguntas que le hiciera la entrometida de Rosalind. Por fin abrió y entonces... ¡no pudo dar crédito a sus ojos! Horrorizada, por un momento se dijo que debía de estar soñando.
—¡Sabía que te encontraría aquí! —exclamó triunfante Irene.
—¿Acaso me has estado buscando? —preguntó Bevin con desconfianza al verla sonreír.
—He estado preocupada por ti, como es natural —respondió Irene, dejando boquiabierta a Bevin con sus palabras.
—¿Preocupada por mí? —repitió la joven, ya que sabía que la única persona que podría preocuparle a Irene Pemberton era su propia persona.
—¡Claro! ¡La última vez que te vi estabas muy enferma! —la mujer seguía sonriendo. En ese momento, Bevin se dio cuenta de las tácticas que Irene debió de haber utilizado para “conquistar” a su padre—. ¿No me invitas a pasar? —preguntó casi empujándola—. No me has presentado a tu prometido, pero estoy segura de que...
“¡Vaya!, el interés tiene alas en los pies”, pensó Bevin. Estaba decidida a no dejarla pasar. Aunque Irene pretendiera engañarla con su falsa sonrisa, ella conocía muy bien la verdadera personalidad de su madrastra.
—¡Realmente has puesto los pies sobre la tierra, querida! —exclamó Irene.
—¿Cómo averiguaste dónde estaba? —la interrumpió Bevin con tono cortante.
—¡No fue muy difícil! —respondió Irene con descaro—. No es que hayan publicado tu fotografía. Cuando leí que el importante magnate de las empresas Devilliers iba a casarse con una tal señorita Pemberton, comprendí que no podía ser otra más que tú. ¡Vaya, me sorprendiste! ¡Ni siquiera sabía que lo conocías! La dirección también aparecía en el periódico, así que lo único que tuve que hacer fue venir aquí.
—¿A qué has venido? —le preguntó Bevin.
—¿A qué? ¡A felicitarte, por supuesto! Es natural que como madrastra tuya y futura suegra del señor Devilliers, yo... —Bevin no pudo controlarse y la interrumpió furiosa:
—¡Dinero! —exclamó—, ¡has venido a fisgonear para ver si puedes sacar dinero de esto también!
 —¿Por qué siempre tienes que ser tan vulgar? —preguntó la mujer con calma. La sonrisa se había desvanecido de su rostro.
—¡Vulgar o no, yo no poseo nada! —gritó Bevin.
—¡Vamos, no digas eso! ¡Sé perfectamente que Jarvis Devilliers nada en dinero! ¡Este apartamento debe de valer una fortuna! —afirmó mostrando al fin su verdadera personalidad—. ¡Mientras tú vives en medio de lujos, yo...!
—¡Además, hoy mismo me vuelvo a casa!
—¿Vuelves a casa? —repitió Irene, desconcertada.
—Es lo que he dicho —respondió Bevin con firmeza.
—¡Claro! ¡Es natural que quieras salir de blanco de tu casa en Abbot's Cheney! —Irene se había adaptado con facilidad a su papel de “madre conmovida”.
Lo único que Bevin, deseaba era que se marchara. Esa mujer ya había arruinado su vida y la había despojado de su hogar. ¡Y no estaba dispuesta a permitirle que destruyera su amistad con Jarvis!
—¡Te veré allí! —exclamó cerrándole las puertas en las narices.
Pensó que, en ese momento, Irene ya sabía dónde se encontraba. ¿Cómo podría permanecer con Jarvis hasta el domingo? Su madrastra era capaz de todo. Bevin sabía que tenía que proteger a Jarvis a toda costa, y sólo podría hacerlo dejando su apartamento de inmediato.
Durante unos instantes, pensó dejarle preparada la cena para que, cuando llegara, sólo tuviera que calentarla. Pero recordó que la señora Underhill muy probablemente se encargaría de ello.
Se sentía muy triste. No tardó más de diez minutos en preparar sus pertenencias. Cuando Jarvis llegara esa noche, de inmediato comprendería que ella había regresado a su hogar. Pero, de alguna manera, después de toda la amabilidad que él le había demostrado, le parecía injusto marcharse sin dejar por lo menos una nota de despedida. Se dirigió al estudio, tomó una hoja de papel y un bolígrafo y se dispuso a llevar a cabo su idea. ¡Sin embargo, le resultaba demasiado difícil poner en palabras lo que sentía en ese momento. Quería agradecerle todo lo que había hecho por ella y explicarle el suceso de la visita de Irene y a su desmedida avaricia. Pero pensó que si entraba en detalles, podría darse cuenta de lo que sentía por él, así que finalmente escribió:
Querido Jarvis:
Mi madrastra sabe dónde estoy, hoy vino a buscarme. Parece que las cosas se están complicando un poco. Muchas gracias por cuidarme.
Bevin.
Cuando terminó, dobló el papel y lo introdujo en un sobre, que dejó sobre el escritorio donde trabajaba Jarvis cada noche. Después salió del apartamento.
A pesar de que no conocía el barrio, no tardó mucho tiempo en orientarse. Pero, a cada paso que daba, su melancolía crecía. Trató de disfrutar del panorama, pero todo era inútil. Al llegar a la parada de autobús se dio cuenta de que, una vez que llegara a Abbot's Cheney, tal vez no volvería a ver a Jarvis. Se dijo que realmente no era necesario que volvieran a verse para mantener la farsa de su compromiso. En ese momento, Jarvis estaría completamente libre de las presiones familiares, ya que sabiendo que estaba comprometido, no se atreverían a importunarlo. Debía de sentirse liberado, pensaba la joven, y no desperdiciaría ni un minuto para salir con todas las encantadoras mujeres que de seguro frecuentaba.
De repente, Bevin sintió celos, un sentimiento que nunca había experimentado. Se imaginó a Jarvis, después de leer su recado, tratando de llamar a alguna de sus «amiguitas». En ese momento, el autobús llegó a la parada.
Suspiró cansada cuando al fin volvió a su casa. Antes de abrir, intentó prepararse para soportar de nuevo el humor de Irene. Entró y, después de dejar sus cosas, la buscó en la planta baja sin encontrarla. Después se dirigió a las habitaciones de la parte alta, pensando en el cambio que había experimentado su hermoso hogar. ¡Realmente empezaba a parecerse a una pocilga!
Esperaba encontrar a Irene en su habitación; pensó que la hora a la que la había visitado debía de haber sido muy temprana para ella, y de seguro, querría recuperar las horas de sueño. Con sorpresa, se dio cuenta de que tampoco estaba allí.
Se dispuso a ordenar un poco la casa. Llevaba una media hora limpiando, cuando oyó el motor de un coche. Era Irene.
—No esperaba que regresaras tan pronto —comentó al entrar, mirando a Bevin de arriba a abajo—. Fui a desayunar —después, tratando de parecer desinteresada, añadió—: es obvio que tu prometido estará enterado de tu regreso al hogar, ¿verdad?
—¡Naturalmente! —Bevin asintió.
—Así que podemos esperar su llamada de un momento a otro... —añadió Irene con interés.
—¡Es muy probable! —respondió Bevin, y salió de la sala. Se dirigió a limpiar el baño del primer piso. En ese momento, recordó que Jarvis no sabía su dirección, ni siquiera su teléfono.
Mientras limpiaba, le pareció recordar que, en una ocasión en que había conversado con Jarvis, le había mencionado algo acerca de Abbot's Cheney, pero no estaba segura. Sabía que tampoco podría encontrar su teléfono en la guía, ya que su padre nunca había querido publicarlo por desconfianza. Después de un momento, recordó que, del mismo modo que Jarvis había encontrado el teléfono de su trabajo, también había podido encontrar su dirección y teléfono en una de las encuestas. Un brillo de esperanza fulguró en sus ojos.
De todas formas, intentó convencerse a sí misma de que no albergaba ninguna esperanza de que la llamara. ¿Cómo podía suponerlo siquiera? ¿Acaso había perdido la razón? Tendría que acostumbrarse a la idea de que él nunca la buscaría; lo más probable era que la olvidara en muy poco tiempo, y nada cambiaría ese hecho.
Al cabo de una hora, sonó el teléfono. Bevin dio un respingo, sobresaltada.
—¡Debe de ser tu prometido! —exclamó Irene de inmediato, levantándose del sillón en el que estaba sentada. Emocionada, con el corazón latiendo acelerado, levantó el auricular. Pero de inmediato su pulso recuperó su ritmo normal, al escuchar la voz de Oliver Taylor.
—Creo que lo más apropiado es felicitarte —dijo de inmediato.
—¡Oh! ¿Cómo estás, Oliver? —respondió y, sin pensarlo, añadió—: Creí que te quedarías en casa de tu madre hasta el domingo.
—Bueno, volví antes —explicó Oliver y después preguntó—: ¿Qué es todo eso de tu compromiso, Bevin?
—Oh. ¿Acaso lo leíste en el periódico?
—Ni siquiera tuve que hacerlo. ¡Gracias a la señora Pemberton, todo el mundo lo sabe!
“¡Gracias Irene!”, pensó, pero sabía que Oliver estaba esperando alguna clase de explicación.
—¿Has estado trabajando? —preguntó ella, tratando de cambiar de tema de conversación, a lo que él replicó:
—¿Eso es todo lo que puedes decir? —Bevin se sentía muy incómoda, ya que Oliver era un buen amigo. Además, él también le había propuesto matrimonio.
—Lo siento, Oliver —trató de disculparse—. No es que no quiera —Bevin no pudo continuar.
—La señora Pemberton está escuchando, ¿verdad?
—¡Sí! —respondió aliviada.
—Bueno, creo que debemos hablar. Estoy seguro de que estarás de acuerdo en que me debes una explicación.
Bevin sabía que él tenía razón. Por lo menos, si valoraba su amistad.
—Sí —respondió otra vez.
Después de algunos segundos de silencio, Oliver sugirió:
—Sería mucho mejor si pudiéramos hablar con libertad. ¿Podrías venir a cenar conmigo?
—¿Cuándo? —preguntó la chica.
—Esta misma noche, si puedes. Pasaría a recogerte a eso de las seis, y podríamos ir a Dereham —sugirió.
—Bien, te veré a las seis —respondió Bevin y de inmediato colgó el auricular, ya que Irene se acercaba en ese mismo momento.
—¡No puedes conservar esa estúpida amistad con Oliver Taylor...! —empezó a decir.
—Para tu información, voy a cenar con él —respondió Bevin, pensando que sería mucho mejor decírselo en ese momento y no esperar hasta que Oliver la recogiera.
—¡No lo harás! ¡Estás loca! ¿Cómo puedes pensar en salir con ese pobre diablo, cuando estás comprometida con un hombre que puede darte todo lo que desees?
Irene la siguió hasta su habitación. Bevin se dispuso a tomar una ducha, se desnudó y entró en el baño. Al abrir el grifo, trató de olvidar por un momento que no era a Jarvis a quien iba a ver, sino a Oliver. ¡Oliver Taylor! Un buen amigo, pero nunca alguien tan especial como Jarvis.
Cuando estuvo lista, bajó la escalera y escuchó otra vez a Irene.
—¡No creas que voy a encubrirte si tu prometido llega a venir! —la amenazó.
Bevin pasó de largo y salió. En ese momento, Oliver llegaba en su coche.
Por un momento, pensó que él podría ayudarla a deshacerse de su madrastra. ¡Sí, tal vez pudiera proporcionarle la dosis exacta de veneno para eliminarla!
Al abrir la puerta del coche, trató de cambiar el rumbo de sus pensamientos.
—¿Cómo estás? —preguntó él al arrancar el coche.
—Bien, gracias, ¿y tú?
—¡Muy bien! —repuso él; Bevin no sabía qué decir.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó la joven para llenar el silencio. Ésa era la primera vez que salía con él. Y se alegraba de no tener que repetirlo.
—Bastante bien, gracias, Bevin —respondió lacónico.
Después la llevó a uno de los restaurantes más caros de Dereham. A pesar de todo, Oliver no era como Jarvis; por el contrario, era bastante aburrido. Además, Bevin no deseaba estar con él, quería estar al lado del hombre al que amaba.
—¡Es un lugar precioso! —exclamó tratando de parecer convincente. En ese momento, recordó la seguridad con la que se había negado cuando Oliver le propuso matrimonio. De inmediato sus pensamientos se vieron interrumpidos otra vez; notó que Oliver estaba muy tenso. Llegó a la conclusión de que tendría que darle alguna explicación.
—¿Dónde lo conociste? —le preguntó él de improviso.
—¿Tiene alguna importancia?
—No —respondió él—; en realidad, no. Estoy mucho más interesado en nosotros que en él.
—Oliver —empezó a decir, pero antes de que pudiera explicar más, Oliver la interrumpió:
—No llevas anillo de compromiso.
—Bueno... no hemos tenido mucho tiempo —mintió.
—¿Y nosotros, Bevin? —se atrevió a preguntarle Oliver—. Yo pensé que ibas a meditar acerca de lo que te pedí —ella no recordaba haberle dado esperanza alguna acerca de que pensaría en su propuesta. Permaneció callada—. ¿No sientes nada por mí? —insistió.
—Sí, claro —lo respondió sin convicción; después bajó la mirada y añadió—: Pero estoy enamorada de Jarvis Devilliers.
—¿Quieres decir que nunca te casarías conmigo?
—Lo siento, Oliver —respondió ella con tristeza.
Después de eso, no parecía haber nada más de que hablar. El trayecto de vuelta a la casa de Bevin transcurrió de nuevo en silencio. Al llegar, Oliver se bajó del coche y le abrió la puerta. Después, ambos atravesaron el pequeño jardín que se abría ante la casa. La noche estaba muy oscura, pero Bevin pudo reconocer la tristeza en los ojos de Oliver.
—Adiós, Oliver —se despidió la joven.
Y entonces, por primera vez en su vida, Oliver la tomó de la cintura y la besó. Luego volvió a su coche y Bevin abrió la verja para entrar en la casa. Pensaba que había sido muy mala con él, después de lo mucho que la había ayudado, sobre todo, durante la enfermedad de su padre. Pero no podía mentirle, y menos acerca de algo tan importante. ¡Amaba a Jarvis Devilliers! Bevin se encontraba absorta en esos pensamientos cuando sintió que una mano la tomaba del brazo y la hacía girar.
Emitió un grito, asustada, pero la sorpresa se convirtió en gozo al darse cuenta de que el hombre que la había tomado del brazo era alto, rubio y muy apuesto. ¡Era Jarvis! Bevin trató de disimular sus sentimientos, porque se dio cuenta de que Jarvis no parecía muy contento; una expresión sombría velaba su rostro, estaba furioso.
Le apretó con fuerza el brazo y dijo:
—¡Creo que todo es demasiado complicado! ¿Quién diablos era ése?