CAPÍTULO 2
BEVIN dormía profundamente cuando el coche
se detuvo. De repente sintió una corriente de aire frío y abrió los
ojos. El hombre, el desconocido que la había auxiliado, no se
encontraba en el asiento del conductor; en ese momento se dio
cuenta de que se dirigía hacia su puerta y, abriéndola, se
inclinaba otra vez hacia ella para poder quitarle el cinturón de
seguridad.
Bevin volvió la cabeza para toser, y volvió
a disculparse.
—¿Puedes salir del coche? —preguntó él,
ignorando su disculpa.
—Sí —respondió y trató de incorporarse, al
tiempo que intentaba controlar un ataque de tos que parecía no
ceder—. ¡Gracias! —añadió al ver que un par de manos fuertes la
ayudaban a salir del coche.
Al sentir el aire frío, Bevin empezó a toser
de nuevo.
—¡Vamos! —dijo él con decisión—,
¡entremos!
La chica no tuvo más remedio que obedecer.
Aun cuando no podía hablar porque la tos no se lo permitía, podía
ver. Se dirigieron a la entrada de un lujoso edificio de
apartamentos. Él la llevaba cogida del brazo para ayudarla,
mientras se dirigían hacia los ascensores. La tos cedió y Bevin
preguntó:
—¿Dónde estamos?
—En mi apartamento —respondió él
lacónicamente, oprimiendo el botón indicado para llamar al
ascensor.
—¿Estamos en Dereham? —preguntó Bevin.
—En el norte de Dereham —confirmó él.
“El lujoso barrio de Dereham”, pensó Bevin,
una zona de la ciudad con la que ella no estaba muy
familiarizada.
—¿Se encuentra tu mujer en casa? —preguntó
ella sintiéndose mal de nuevo; necesitaba descansar, pero trató de
fingir que se sentía bien.
En realidad, ella no sabía cómo debía tratar
a un hombre; su experiencia con los hombres se limitaba a su padre
y a Oliver Taylor. De repente, se dio cuenta de que él la estaba
mirando. Sus ojos grises eran cálidos y comprensivos.
—No estoy casado —respondió él—, y tú
tampoco, pues veo que no llevas anillo, ¿verdad? —continuó—: Me
parece que estás sola y es obvio para cualquiera que estás agotada.
Gastaste la poca fuerza que tenías estando de pie debido a tu
trabajo. Además, también es evidente que no tienes a nadie que te
cuide, ya que de otra manera, no te hubieran permitido salir de tu
cama en esas condiciones. Parece que me has elegido a mí, así que
puedes descansar hasta que te sientas mejor; después te llevaré a
tu casa o, si lo prefieres, te acompañaré para que tomes un
taxi.
Cuando terminó de hablar, las puertas del
ascensor se abrieron. Bevin lo miró y se quedó embelesada cuando le
sonrió. Nunca había visto una sonrisa tan cálida en toda su
vida.
—Confía en mí —le dijo para tranquilizarla y
añadió—: ¿De verdad crees que estoy interesado en que me contagies
un resfriado como el tuyo?
—Bueno... visto de esa forma... —murmuró
ella; entró en el ascensor, dándose cuenta de lo bien que se sentía
en compañía de aquel desconocido.
Se dijo que él tenía razón; ¡era evidente
qué necesitaba a alguien! El ascensor se detuvo y los dos avanzaron
a través de un corredor. De nuevo le pareció que perdía el
equilibrio.
En el momento en que él abrió la puerta del
apartamento, ella se sintió muy mal. Agradeció la ayuda que él le
brindó en el mismo momento en que advirtió lo pálida que estaba.
Después se dirigieron a una sala cubierta por una mullida
alfombra.
—¿Quieres quitarte el abrigo?
preguntó.
—Tengo un poco de frío —contestó ella,
mientras lo miraba; él se sorprendió un poco, ya que la calefacción
del apartamento estaba encendida.
—¡Vamos a ponerte cómoda! —le dijo y la
acercó a un sofá. Bevin se sentó; aquello le parecía una bendición
del cielo. El sofá era muy cómodo, como si estuviera relleno de
plumas—. ¿Te ha visto algún médico? —le preguntó.
—No es necesario —repuso ella—, se trata de
un resfriado normal y corriente.
—Creo que es algo más —comentó él.
—¿Eres médico? —le preguntó ella,
cansada.
—¡No! —respondió, pero ella no lo
escuchó.
Él se dirigió a la otra habitación.
“No debería estar aquí”, pensó Bevin, pero
sabía que no tenía otra opción. El apartamento era muy cálido y
estaba lujosamente amueblado. Todo muy limpio y ordenado.
Él volvió para ver cómo se encontraba
Bevin.
—¿Te sientes bien? —preguntó.
Ella asintió y le preguntó a su vez.
—¿Vives solo?
El se volvió y la miró con una
sonrisa.
—Has tenido suerte de venir en lunes. Tengo
a una persona que hace la limpieza todos los viernes. A partir de
ese día, este apartamento empieza a adquirir una apariencia muy
diferente.
Bevin no lo creía así. Él parecía una
persona extremadamente pulcra. Se quitó la bufanda y se desabrochó
el abrigo. La tos parecía haber cedido por un momento.
Apoyó la cabeza sobre el brazo del sofá
recordando la paz de su hogar antes de que Irene se apoderara de
él.
Sin poder evitarlo, las lágrimas empezaron a
correr por sus mejillas. Pero no podía montar una escena, al menos
no delante de aquel desconocido que tanto la había ayudado. Intentó
controlarse; no estaba dispuesta a permitir que un simple resfriado
la afectara tanto. Cerró los ojos y disfrutó de la calma y la
comodidad de aquel lugar.
—¡He preparado un poco de sopa! —la voz del
desconocido interrumpió sus pensamientos. De repente, Bevin se dijo
que le resultaba imposible pensar en él como un desconocido; en
realidad era algo parecido a un ángel guardián—. Te sientes muy
mal, ¿verdad? —preguntó al acercarle una bandeja con un plato de
sopa caliente—, estoy seguro de que cuando te tomes esto te
sentirás mucho mejor.
—¿De verdad la has preparado tú? —preguntó
ella al tiempo que probaba la deliciosa sopa de pollo y
verduras.
—No del todo —confesó él—, pero yo abrí el
paquete. Bevin sonrió por primera vez. Había algo especial en aquel
hombre que la hacía sentirse protegida y segura. Por un momento,
sus miradas se encontraron y fue como si pudieran comunicarse de
ese modo, en absoluto silencio.
—Así está mucho mejor —añadió él—, tu rostro
parece estar recobrando la vitalidad que le faltaba.
—Me siento mucho mejor ahora —le aseguró al
mismo tiempo apuraba la sopa—, ¡ha sido una de las mejores comidas
que he degustado últimamente! —añadió agradecida.
—Se lo diré al cocinero —asintió y llevó la
bandeja a la cocina; al regresar le dijo—: si quieres sacarle
provecho a tu abrigo, te recomiendo que te lo quites ahora y te lo
pongas otra vez al salir.
Bevin se dio cuenta que ése era el momento
apropiado para agradecerle todo lo que había hecho por ella y
marcharse. También quería decirle que tenía un hogar muy acogedor y
que, por desgracia, el suyo había cambiado mucho y ya no era
agradable vivir allí por más tiempo. Pero lo único que dijo fue
“gracias” y se dispuso a quitarse el abrigo.
“No debí haber hecho eso”, pensó cuando él
volvió después de guardar el abrigo en el guardarropa. Pero la
verdad era que se sentía muy bien, el ambiente era cálido y además,
empezaba a sentir menos frío.
—¿Y tu comida? —preguntó avergonzada, ya que
pensó que tal vez se estaba excediendo y abusando de su
amabilidad—. ¡Lo siento!, es muy probable que tú tuvieras otros
compromisos y yo te haya estropeado los planes —se puso de pie—.
Yo... —en ese momento volvió a sufrir un agudo ataque de tos y no
pudo continuar.
—¿Ves? —exclamó él, acercándose a ella y
ayudándola a sentarse otra vez; cuando tuvo la oportunidad de
hablar, añadió—: por favor, relájate y deja que me encargue de
todo. Puedes estar segura de que te lo diré cuando desee que te
marches.
Ella empezó a toser otra vez, él se levantó
y volvió con un vaso de agua, Bevin tomó un sorbo. Se sentó frente
a ella.
—¡Por favor, quiero que descanses! —insistió
él con amabilidad—, no tengo nada planeado para esta tarde, pensaba
comerme el estofado que la señora Underhill me dejó en el horno y
ponerme al corriente con algunas cosas pendientes —Bevin se sintió
tan tranquila después de escucharlo, que sonrió—. Además —añadió él
sonriendo también—, si te portas bien, tal vez considere compartir
mi estofado contigo.
—Todavía no sé tu nombre —le preguntó
ella.
—Jarvis Devilliers —respondió, preguntando a
su vez lo mismo con la mirada.
—Bevin Pemberton —repuso ella.
—Mucho gusto, Bevin Pemberton —añadió con
formalidad, Bevin no tuvo más remedio que reír. Había algo especial
en él que la hacía sonreír.
La joven seguía preguntándose qué era lo que
había en él que la hacía sentirse tan bien, o si simplemente era el
hecho de que, después de todo lo que le había ocurrido, cualquier
persona amable podía haber producido ese efecto en ella.
—Me pareció que habías recobrado el color de
tus mejillas, pero creo que todavía no te sientes muy bien. ¿Por
qué no te tumbas y descansas las piernas sobre el sofá? —sugirió
él.
A ella le pareció una excelente idea, pero
repuso:
—Bueno, tengo los zapatos puestos y...
—¿Siempre tienes tan buenos modales?
—preguntó divertido, acercándose a ella.
—Invariablemente —contestó y se quedó
boquiabierta al ver que, con toda naturalidad, él le quitaba los
zapatos y la ayudaba a ponerse cómoda; por un momento se volvió y
fijó la mirada en los calcetines de hombre que ella usaba—. Son de
mi padre, quiero decir... los calcetines —explicó avergonzada—.
Hace bastante frío, así que pensé que...
—¿Vives con tu padre? —le preguntó Jarvis,
volviendo a sentarse frente a ella. Bevin se dio cuenta que su
comentario había despertado su curiosidad.
—Mi padre falleció hace tres semanas.
—Cuanto lo siento —repuso; a ella le pareció
que lo decía de corazón; no era un simple y frío pésame—, me
imagino que lo querías mucho, a juzgar por tus comentarios
—continuó.
—Sí, parece que lo entiendes —murmuró ella
sin pensar—. ¿Tú también perdiste a algún ser querido?
—Mi abuelo falleció hace seis meses —le
informó. Bevin se dio cuenta de que habían sido buenos amigos, y
también de que no deseaba hablar de ello.
—Mi padre era un poco testarudo a veces,
pero yo lo quería mucho.
—Y lo echas de menos, ¿verdad? —la chica
asintió con la cabeza—. ¿Vives con tu madre?
—Murió cuando tenía once años de edad.
—¿Así que vives sola? —preguntó un poco
entristecido al pensar en lo sola que debía sentirse. Bevin también
se sintió un poco mal al darse cuenta de que si él insistía,
tendría que confesarle algo que, hasta ese momento, había sido un
secreto entre ella y Oliver Taylor, la única persona que había
tenido cerca cuando su padre falleció.
—No —respondió con sinceridad, sin entender
ella misma por qué lo hacía.
—¿No? —preguntó él, extrañado.
Bevin estaba todavía más confundido; pensaba
que no era una buena idea aprovecharse de la bondad de Jarvis para
buscar consuelo en él.
—Bueno, yo... —titubeó al mirarlo. Jarvis
esperaba una explicación, además ella estaba a punto de llorar. Por
fin continuó—: Yo... creí que iba a vivir sola. De hecho, eso es lo
que esperaba al morir mi padre, pero yo... —se detuvo, ya que otro
ataque de tos no le permitió continuar; después de un momento,
siguió con su relato—. Mi padre volvió a casarse cuando cumplí
catorce años.
—¿Hace cuánto fue eso? —preguntó él con
curiosidad.
—Hace ocho años —le informó—, pero su
matrimonio no fue muy feliz, y transcurrido un año, Irene, su
mujer, se marchó de casa.
—¿Quieres decir que se mudó contigo otra
vez? —preguntó sorprendido, y Bevin asintió—. ¿Acaso tú se lo
pediste, tal vez durante el funeral?
—¡No! —negó Bevin—. Irene no se presentó
durante el funeral. No la había visto desde que se marchó de casa.
El día siguiente al entierro, se presentó ante mí alegando que las
cuentas de mi padre estaban congeladas y que necesitaba su
pensión.
—¿Esperaba que tú se la
proporcionaras?
—¡No estoy segura! No pudimos hablar mucho
acerca de eso, ya que ella exigió ver el testamento de mi
padre.
De repente, Bevin pensó que no sabía por qué
le estaba contando todo aquello a Jarvis; y se detuvo de improviso.
Al mirarlo, descubrió que en su rostro había una mueca de
preocupación. Estuvo a punto de preguntarle qué sucedía, cuando él
repuso:
—Déjame adivinar. Ella quería saber qué le
había dejado tu padre.
—Así es —confirmó casi en un murmullo.
—De manera que, cuando le dijiste que le
había dejado la casa, ella de inmediato se mudó.
—La segunda parte es acertada, pero la
primera no. En el testamento constaba que la voluntad de mi padre
era que todas sus propiedades pasaran incondicionalmente a mi
poder.
—¿Entonces tú la invitaste a que se mudara?
—la preguntó extrañado, ya que no le parecía que pudiera existir
ningún lazo afectivo entre Bevin y su madrastra.
—Ella no esperó a que yo tomara acción
alguna. Se llevó una copia del testamento y su abogado, al ver que
estaba escrito a mano y que no se había empleado la terminología
legal para redactarlo, confirmó su nulidad; de acuerdo con la ley,
procedió a reclamar todos los derechos para la esposa legítima de
mi padre, mi madrastra.
—¡Qué barbaridad! ¿Quieres decir que tu
padre nunca legalizó su testamento? —preguntó él asombrado.
Bevin tosió; se sentía terriblemente mal,
pero tuvo que confesar:
—Mira, mi padre era generoso en muchas
ocasiones, pero por lo regular, era bastante “cuidadoso” con su
dinero, ¿entiendes lo que quiero decir?
—¡Tan “cuidadoso” que te hizo perder tu
herencia! —comentó Jarvis.
A pesar de que ella había sido la que, de
alguna forma había mencionado la avaricia de su padre, no le
gustaba oír a otras personas hablar de él, de esa misma manera, sin
haberlo conocido ni amado como ella lo había hecho.
—¿Eres abogado? —le preguntó ella,
retándolo.
Él sacudió la cabeza; para sorpresa de la
joven, pareció darse cuenta de la situación y prefirió cambiar de
tema; con una mirada cálida, contestó:
—Ni médico ni abogado, trabajo para
Devilliers, una empresa científica.
—Oh, he oído hablar de ella —hizo memoria
tratando de recordar lo que sabía de aquella empresa—. ¿No es la
misma compañía que ganó un concurso para realizar un gran proyecto
en el extranjero?
—Fuimos afortunados.
—¡Pero, tu apellido es Devilliers!
—Es verdad —reconoció él.
Ella se quedó boquiabierta sólo de pensar en
la magnitud de aquella empresa; por fin dijo:
—¿Estás a cargo de ella?
—Simplemente les proporciono alguna ayuda
—contestó y cuando Bevin sufrió un repentino ataque de tos, Jarvis
se levantó y se acercó tratando de ayudarla.
—Debes de estar exhausta. ¡Tantas preguntas!
—se disculpó y le ofreció un vaso con agua—. Descansa un poco
—añadió—, mientras hago algunos “milagros” en el horno
microondas.
Sintiéndose rendida de cansancio, Bevin vio
cómo se alejaba el hombre de negocios que la había ayudado cuando
ella estuvo a punto de desvanecerse en la calle, y que además, la
había acogido amablemente en su propia casa.
—¡Eres muy amable! —dijo ella sin poder
contenerse; después se sintió hipnotizada cuando él se volvió para
mirarla con una sonrisa en los labios.
—¡Lo sé! No puedo entenderlo —comentó con
tono desenfadado; después se puso serio y añadió—: A juzgar por tu
apariencia, creo que todavía no cuentas con la fuerza suficiente
como para sentarte a la mesa. Traeré una bandeja.
Antes de que pudiera protestar alegando que
no quería molestarlo, él se retiró hacia la cocina después de
indicarle dónde se encontraba el cuarto de baño, en caso de que
quisiera lavarse las manos antes de cenar.
Bevin se sentía inmensamente agradecida. Sin
hablar, fue hacia el cuarto de baño para después regresar y cerrar
los ojos al mismo tiempo que pensaba en él.
“En realidad, es un hombre maravilloso”,
pensó sonriendo. Se sentía muy cansada y al mismo tiempo, muy
relajada, algo que no le sucedía desde que su padre murió.
Tenía el cuerpo dolorido y sentía mucho
calor. Le pareció que la temperatura del apartamento había subido.
De cualquier forma estaba muy cómoda. Se quitó el suéter y lo
arrojó al suelo; poco después, se despojó de sus calcetines
también.
La tos la despertó cerca de las dos de la
madrugada. De repente, se dio cuenta de que se había quedado
dormida en un lugar extraño, y además, de que solamente llevaba
puesta la ropa interior. Lo curioso era que no se sentía
atemorizada en lo más mínimo. Se dio cuenta también de que la
habían cubierto con una manta muy cálida y de que había una tenue
luz en el otro extremo de la habitación.
Bevin siguió tosiendo; parecía haber
empeorado. Pudo distinguir que una figura se acercaba a ella y le
decía:
—Bebe esto.
—Gracias —murmuró; lo bebió, se reclinó en
el sillón y cayó en un profundo sueño otra vez.
Cuando volvió a despertarse ya era de día.
Jarvis seguía allí, sólo que en ese momento ya estaba afeitado y
vestido.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
Bevin no sabía qué decir; estaba
avergonzada.
—Bien —respondió y trató de sentarse.
Se sintió contenta cuando al mirarlo con
timidez, él le sonrió y le dijo:
—¿Sabes? Creo que empiezas a gustarme, Bevin
Pemberton —después añadió—: siéntate en la cama, te traeré una taza
de té. Bevin lo hizo, pero cuando él volvió, ella estaba
arrepentida de todas las confesiones que le había hecho la noche
anterior. Por supuesto, él le había hecho algunas preguntas,
pero... ¿no podría haber pensado Jarvis que todo aquello había sido
una mentira para poder aprovecharse de su generosidad?
Apartó la manta dispuesta a marcharse, pero
después volvió a cubrirse. ¡No! Jarvis no era el tipo de hombre que
solía llevar a su hogar a cualquier mujer.
Después recordó que Jarvis le había pedido
que confiara en él, después de asegurarle que él confiaba en ella,
¿o tal vez lo había soñado? ¡No podía creer que había pasado la
noche en el apartamento de un Devilliers!
—¡Debí haberme marchado anoche! —le dijo
alarmada cuando apareció en la puerta con una taza de té.
—¡Vamos! ¿Por qué dices eso? —repuso mirando
sus ruborizadas mejillas; sabía que ella todavía no se encontraba
bien.
—¡No es justo para ti! —repuso ella.
—¡Vamos!, olvida eso por un momento y dime:
¿te arrepientes de haber pasado la noche en mi casa?
Se dijo que no necesitaba pensárselo dos
veces antes de responder, sobre todo, cuando recordó en lo que se
había convertido hogar; se sentía muy bien estando bajo sus
cuidados; sin titubear, contestó:
—¡No! No me arrepiento de haber estado
aquí.
El la miró durante un largo rato después de
que ella contestó, como si quisiera decirle algo. Pero cuando
parecía haber tomado a decisión, lo único que le dijo fue:
—Tómate el té, Bevin —y ante la mirada
asombrada de la chica, salió de la habitación.
Se bebió el té tratando de no pensar mucho
en lo que Jarvis había intentado decirle; después deseó encontrarse
mejor. ¿De dónde iba a sacar energía suficiente para atravesar el
jardín y tomar un taxi? Por otra parte, Jarvis no parecía molesto
en lo más mínimo con su presencia. Pensó en descansar por unos
minutos y después marcharse, pero, al tratar de incorporarse,
empezó a sentirse mareada de nuevo. Cerró los ojos y, al abrirlos,
se encontró con Jarvis, que la miraba preocupado.
—¡No puedes continuar así! —le dijo
convencido—, en realidad, todavía no te has recuperado.
—Estaba a punto de ponerme el suéter
—respondió ella con rapidez, tratando de levantarse otra vez—, creo
que debo marcharme... —él no la dejó terminar.
—¡No seas absurda! ¡No estás en condiciones
de marcharte! —la tomó de los hombros y la llevó al sillón otra
vez—. ¡Mira, además de haber tosido toda la noche y de estar
bastante débil, tienes mucha fiebre!
—¡Ya me recuperaré cuando llegue a casa!
—insistió—, ¡te prometo que me meteré en la cama!
32
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—No creo que tu madrastra te cuide cuando
vuelva —respondió él. Bevin se quedó pensativa, sabiendo que tenía
razón. Era seguro que Irene estaría furiosa, ya que no había tenido
a nadie que cocinara para ella.
—Tienes razón, pero aun así yo...
—Mira, ésa es la razón por la que acabo de
preparar una cama en la habitación de invitados —le interrumpió
Jarvis antes de que ella pudiera continuar.
Bevin lo miró incrédula.
—¿Quieres decir que deseas que me quede? —le
preguntó, pero de inmediato cambió esa pregunta por otra—: ¿Quieres
decir que puedo quedarme? —su tono era de agradecimiento.
Solícito, Jarvis la ayudó a incorporarse y
se dirigieron hacia la habitación.
—¡Vamos! —la animó—, ¡sabía que el pijama
que mi hermana me regaló en Navidad serviría de algo!
Cuando llegaron a la habitación, Bevin se
dio cuenta de lo cómoda que era, pues contaba con un baño propio y
era muy espaciosa. Jarvis la ayudó a sentarse sobre la cama y
después le dio el pijama, que estaba completamente nuevo. Después
se volvió para mirarla y le ordenó:
—Métete en la cama, niña, mientras preparo
algo de comer.
—No quiero ser una molestia —repuso
preocupada.
—Me parece bien —comentó con
amabilidad.
Bevin no parecía estar completamente en sí.
Jarvis le preparó un desayuno ligero y después la joven se quedó
dormida. Al cabo de algunas horas, se despertó otra vez; la tos le
impedía descansar bien.
Jarvis entró de repente con lo que parecía
ser un jarabe para la tos y una cuchara.
—Según el farmacéutico, cuya mujer también
está enferma, parece que un fuerte virus de gripe anda suelto —le
informó, al mismo tiempo que abría el frasco y se disponía a darle
el jarabe.
—¡Espero que no te contagies!
—exclamó.
—¡Si lo haces, te demandaré! —repuso
divertido y aprovechando que ella abrió la boca, le dio la
medicina—. Te sentirás mejor si te tumbas otra vez.
Así lo hizo y, sin darse cuenta, se quedó
dormida de nuevo.
El ruido de la puerta la despertó y escuchó
voces; pensó que Jarvis había salido otra vez. De repente, apareció
con una bandeja con un plato de pescado y sopa caliente.
—Oh Jarvis —dijo avergonzada—, no quiero que
te molestes tanto.
—¡Tonterías! —repuso—, de todas formas yo
iba a comer también, sólo pedí un poco más.
—¿De verdad? ¿Sueles comer en casa los
sábados?
—¡Claro! ¡Además pensé que una buena
cantidad de proteínas te vendría muy bien! Después de esto, te
sentirás mucho mejor.
—Tiene un aspecto delicioso.
Después de comer, Bevin durmió casi toda la
tarde. Al despertar, , se sintió muy rara. Era consciente de que se
encontraba en otro lugar que no era su casa. Fue en ese mismo
momento cuando se dio cuenta de que todavía no le había avisado a
Irene dónde se encontraba.
Trató de olvidarse de su madrastra. ¡Como si
a Irene le importara lo que pudiera ocurrirle! Cerró los ojos otra
vez, pero la idea no la abandonaba. Tambaleante, se puso de pie y
se puso la bata que Jarvis le había dejado. Después salió de la
habitación.
En el mismo momento en que entró en la sala,
Jarvis se puso de pie y se dirigió hacia ella.
—¿Estirando un poco las piernas?
—preguntó.
—¿Crees que debería avisar a mi madrastra?
—le preguntó ella sin responderle.
—No, no lo creo —respondió—, pero si vas a
estar preocupada, hazlo. Puedes usar el teléfono del estudio.
—¡Estás trabajando! —exclamó al ver los
diversos documentos esparcidos sobre el escritorio.
—Sólo estoy terminando algunos asuntos
pendientes —repuso—, nada importante. ¿Cuál es el número?
Marcó el número y le tendió el auricular,
permaneciendo a su lado. Bevin se había olvidado por un momento de
que la voz de su madrastra podía ser escuchada en varios kilómetros
a la redonda. Se apartó un poco el auricular del oído.
—Hola Irene, soy Bevin. Te llamo para
decirte que volveré pronto, es sólo que...
—¡Qué fastidio! —respondió Irene—, creí que
habías entendido el mensaje y que ya te habías mudado— después de
decir eso, colgó. Bevin se quedó inmóvil sabiendo que Jarvis lo
había escuchado todo. Se sentía dolida y avergonzada.
Lo miró al mismo tiempo que él extendía la
mano para tomar el auricular y colgar; después, embargada por la
vergüenza, se mordió el labio y bajó la vista.
Dándose cuenta de lo herida que estaba,
Jarvis se acercó a ella y la abrazó con tanta ternura, que Bevin
pensó que estaba delirando. Después él le ordenó:
—¡Vamos! ¡De vuelta a la cama!
Al ver que no se movía, Jarvis la levantó en
brazos, y como si no pesara nada, se dirigió a la habitación.