CAPÍTULO 1
—¡ÁNDATE con cuidado! Estás en mi casa,
recuérdalo. Bevin sabía que jamás podría olvidarlo. Era común que
su madrastra se dirigiera a ella con ese tono tan desagradable. La
joven prefirió ignorarla por esa vez; le dolía todo el cuerpo,
síntoma de una gripe que estaba a punto de adquirir dimensiones
gigantescas.
—Me voy a la cama —anunció. Se disponía a
subir a su habitación, llevando una bolsa con agua caliente, cuando
sonó el teléfono.
Como era su costumbre, desde que se había
mudado hacía dos semanas, su madrastra cogió el teléfono.
—¿Quién quiere hablar con ella? —Bevin
escuchó el tono cortante con que su madrastra preguntaba quién
era.
Bevin suspiró, y a pesar de que sabía que la
actitud de Irene Pemberton merecía algún comentario negativo por su
parte, la ignoró y fue a contestar.
—¿Diga? —contestó, sintiéndose demasiado mal
como para objetar la presencia de Irene, que permanecía
cerca.
—¡Hola Bevin, soy yo, Oliver! —cuando la
joven fue a responder a su saludo, sufrió un repentino ataque de
tos—, ¡estás resfriada! —exclamó él.
—¡Tienes toda la razón! —asintió cuando se
recuperó.
—¡Te llevaré algo que te sentará muy bien!
—se ofreció con amabilidad Oliver Taylor, el encargado de la
farmacia local.
—No es necesario —respondió ella—, pienso
irme a descansar ahora mismo, estaré mucho mejor por la
mañana.
—Si así lo quieres... —repuso Oliver un poco
preocupado y añadió—: en realidad te llamaba porque he conseguido a
una persona que se va a hacer cargo de la farmacia por algún tiempo
y, como voy a tener una semana libre, quería proponerte que te
vinieras conmigo.
—Bueno, no creo...
—No tendrías que gastarte mucho dinero —la
interrumpió—, mi madre me ha invitado a pasar unos días en su casa
y estoy seguro de que le encantaría conocerte.
—Lo siento Oliver, no tengo muchas ganas de
salir en estos momentos —ella se disculpó mirando a su madrastra,
que no se estaba perdiendo ni una palabra—, además, he empezado
a...
—¡Claro que lo entiendo! —repuso él,
comprensivo—, simplemente pensé que, como hace tan poco que
perdiste a tu padre, para no hablar de otros problemas, un cambio
de escenario te sentaría bien.
—¡Qué amable de tu parte! —respondió ella,
sintiendo que un dolor de cabeza se sumaba a sus síntomas.
—¿Estás segura que no te gustaría...?
—insistió él.
—¡De verdad, Oliver!, pero, gracias de todos
modos.
—Bueno... te llamaré cuando vuelvas.
—Claro. Que te diviertas —colgó el auricular
y fue a buscar unas aspirinas.
—Si te marchas... supongo que no te
importará que cambie las cerraduras de la casa, ¿verdad? —preguntó
Irene con tono venenoso, fingiendo ignorar que su hijastra de
veintidós años había rechazado la invitación.
—Tuviste suficiente tiempo para hacerlo
mientras estuve fuera esta mañana —respondió y se dirigió a su
habitación, ignorando a su madrastra.
A pesar que estaba agotada, Bevin se dio
cuenta de que, debido a la preocupación que la embargaba, no podía
dormir. Pensó en su padre por un momento, pero cuando las lágrimas
empezaron a correr por sus mejillas, decidió concentrarse en otra
cosa, tal vez en recordar momentos felices.
Pero... ¿cuándo había sido la última vez que
se había sentido feliz?
Recordó que había sido cuando su madre
todavía vivía; ella solía llamarla “su pequeño milagro”. Sus padres
se habían casado a una edad bastante avanzada; su madre contaba
treinta y nueve años de edad, y él era varios años mayor que ella.
Después se habían establecido en un pequeño lugar llamado Abbot's
Cheney en Oxfordshire. Ella había nacido al año siguiente, para
inmensa alegría de su madre, ya que no creía poder tener hijos a
esa edad. Bevin recordó cómo era su madre, una mujer atractiva de
cabello rojizo, el mismo que ella había heredado, y una encantadora
sonrisa. La siguiente imagen que acudió a su mente fue la de su
padre diciéndole que, por desgracia, su madre había sufrido un
accidente de coche y había muerto.
A partir de ese momento, todo cambió para
Bevin. En aquel entonces tenía once años de edad y sufrió, junto
con su padre, la irreparable pérdida. Cuando creyó que la situación
estaba mejorando, su padre conoció a Irene Smith y se casó casi de
inmediato. Nadie estuvo de acuerdo con ese matrimonio, y muy
pronto, el tiempo les dio la razón. Irene había estado casada con
anterioridad, estaba a punto de cumplir cincuenta años y sabía muy
bien lo que quería. Edmond Pemberton, el padre de Bevin, era un
contable retirado que tenía una situación económica bastante
privilegiada debido a sus negocios; él pensó que Irene lo quería,
pero muy pronto ambos descubrieron su equivocación. Él, que Irene
se interesaba demasiado por su dinero, y ella, por su parte, que él
no pensaba compartir lo que había conseguido durante años.
Las peleas a causa del dinero fueron
terribles, según recordaba Bevin mientras sufría otro ataque de
tos.
Cerró los ojos, pero otra imagen acudió a su
mente, una de las últimas discusiones entre Irene y su padre.
—¡No eres más que un viejo tacaño! —la voz
de Irene, con su acostumbrado tono, había llegado hasta la
habitación donde Bevin estaba haciendo sus deberes de la escuela—.
¡Me las pagarás, aunque sea lo último que haga en mi vida! —había
añadió amenazándolo.
—¡Haz lo que quieras! —le había respondido
airadamente Edmond Pemberton.
Al día siguiente Irene se marchó, dejando la
casa que tenían en Dereham. Después del incidente, su padre tuvo
noticias de Irene a través de un abogado, que le entregó un oficio
en el cual ella le reclamaba una suma bastante considerable en
concepto de pensión mensual.
Su padre también contrató a unos abogados
amigos suyos, pero cuando le entregaron las facturas, se dio cuenta
de que ellos también lo habían querido extorsionar, así que decidió
arreglárselas solo. No tuvo éxito alguno, y aunque logró reducir la
cantidad que la odiosa mujer le demandaba, no tuvo más opción que
pagar. Después de eso, ya no consideró la posibilidad de casarse
por tercera vez; se sentía utilizado y la idea de compartir parte
de sus bienes con alguien que odiaba, le molestaba
sobremanera.
Poco después, la salud de su padre empezó a
deteriorarse. Irene, por su parte, no se preocupó de ello; siempre
le exigía cantidades de dinero mayores a las que él le
enviaba.
Bevin demostró tener aptitudes para las
cuentas y decidió ser contable como su padre. Por desgracia, cuando
la salud de su padre empeoró, fue necesario que permaneciera en
casa para atenderlo, así que dejó la escuela para dedicarse a
cuidarlo.
—¡Te recompensaré, Bevin! —le había dicho él
un día, cuando se encontraba muy deprimido—. Esta casa, y todas mis
inversiones, todo lo que poseo, será para ti. ¡Me aseguraré de
eso!
—¡No, no digas eso, papá! —le había
suplicado su hija, desesperada ante la idea de que él muriera
dejándola sola.
—¡No hay razón para entristecerse, pequeña!
Es algo muy natural y debemos hablar de ello —replicó.
—¡Sí, lo sé, pero no hoy! —suplicó y cambió
de conversación. Después, sabiendo la tristeza que el tema le
causaba, nunca volvió a mencionarlo.
La enfermedad de su padre duró mucho tiempo.
En algunas ocasiones se sentía mejor, en otras, el dolor le
resultaba insoportable. El médico que lo atendía era bastante bueno
y siempre prescribía medicinas especiales y difíciles de obtener.
Bevin las conseguía en la farmacia local de Abbot's Cheney. Nunca
había tenido problema alguno, hasta que el viejo farmacéutico se
retiró y un hombre mucho más joven lo sustituyó.
Así fue como conoció a Oliver Taylor; era
alto, delgado y contaba treinta años de edad. De hecho, él era el
dueño de la farmacia. Era muy amable también. Al conocer a la joven
pelirroja, que en aquel entonces tenía veinte años, le
preguntó:
—¿La receta es para Edmond Pemberton?
—Sí, es mi padre —respondió. Estaba a punto
de decirle que a él le resultaba imposible comprarlas directamente,
cuando el farmacéutico pareció entenderlo y repuso:
—Me temo que no puedo surtir esta receta por
completo, algunas de las medicinas no me han llegado, pero estoy
esperando una nueva entrega para dentro de una hora, si quieres
puedo pasar a dejártelas después de cerrar la farmacia.
—¿No es mucha molestia? —preguntó ella,
agradecida.
—¡Claro que no! —respondió con una sonrisa.
De esa manera empezó su amistad con Oliver.
Durante los dos años siguientes, Oliver se
convirtió en un buen amigo y, por lo regular, pasaba a visitarla a
ella y a su padre después de cerrar; aparte del médico y de la
enfermera, nadie más los frecuentaba. Al padre de Bevin le gustaba
la compañía de Oliver, ya que lo sacaba de la rutina.
Oliver había estado al lado de Bevin cuando
su padre murió, hacía tres semanas, y la joven se había alegrado de
contar con un amigo al menos; sobre todo, durante el funeral, al
que muy pocas personas habían asistido.
A pesar de que una esquela había sido
publicada en el periódico de la localidad, Irene no apareció
durante el funeral.
La mujer fue muy criticada por su ausencia,
pero en aquel entonces, Bevin pensó que quizá, por primera vez
había tenido un comportamiento honesto, ya que ni ella ni su padre
habían podido alguna vez soportar su presencia por más de un
minuto. En menos de doce horas, Bevin cambió de opinión; tuvo que
preguntarse si acaso aquella mujer, Irene Pemberton, conocería el
significado de la palabra honestidad.
Bevin recordó el día en que, todavía con
lágrimas en los ojos y tratando de guardar la ropa de su padre, oyó
que llamaban a la puerta.
Bajó la escalera a toda prisa y abrió. Qué
sorpresa tan desagradable ver a su madrastra en el umbral.
—¡Veo que no has engordado! —exclamó Irene
con desprecio al ver la delgada figura de Bevin. Después, como si
todavía viviera en aquella casa, y sin una palabra de condolencia,
pasó delante de ella y entró de largo.
Bevin se quedó muda y, sabiendo que le
resultaría imposible impedirle el paso, la siguió y abrió la puerta
que daba a la sala de estar. De repente, la joven se dio cuenta de
la razón por la cual Irene había vuelto: el dinero.
—¿Sabías que el banco ha congelado todas las
cuentas de tu padre? —preguntó Irene, antes de que Bevin decidiera
invitarla a tomar asiento.
—Es normal —respondió ella, sin saber con
certeza si era cierto o no. Después se dio cuenta de que, si era
verdad lo que Irene le decía, entonces ya tenía que haber dejado de
cobrar su pensión.
—¡Normal o no, exijo lo que me corresponde!
—exclamó Irene. Bevin permaneció pensativa por unos segundos; no
sabía si darle un cheque o no. Irene continuó—: además, me gustaría
saber lo que tu padre me dejó en su testamento.
Bevin estuvo a punto de contestarle con
brutal sinceridad, pero como prefería que aquella odiosa mujer
saliera de su casa tan pronto como fuera posible, respondió con
calma:
—Ni siquiera yo he leído el testamento
—Bevin pensó que era probable incluso que no existiera tal
testamento; sabía bien que su padre había roto todas las relaciones
con sus abogados—, es probable que se encuentre en el banco también
—le informó a Irene—, yo...
—¡Ellos no lo tienen! —la interrumpió Irene,
exaltada.
—¿Ya has preguntado? —le preguntó Bevin
sorprendida.
—¡Claro que sí! ¡Nadie se aprovecha de mí,
chiquilla! ¡No lo olvides!
Bevin se irritó. ¿Cómo había sido posible
que su padre, después de haber estado casado con su madre, que
había sido toda una dama, se hubiera fijado en una mujer como
aquella? Sintió deseos de echarla de inmediato pero recapacitó,
pensando que no podría desembarazarse de ella hasta que consiguiera
lo que buscaba. Armándose de calma, Bevin le propuso:
—Buscaré el testamento esta tarde y te
llamaré tan pronto como lo encuentre.
Sin embargo, para su sorpresa, Irene repuso
con ansiedad e interés:
—¡No voy a esperar hasta que a ti te dé la
gana! ¡Yo te ayudaré! ¡Es seguro que lo encontraremos en su
escritorio! ¡Sí, siempre guardaba sus documentos importantes allí!
—antes de que Bevin pudiera detenerla, se dirigió hacia el estudio
de su padre.
La búsqueda no duró mucho, Edmond Pemberton
siempre había sido un hombre ordenado y metódico. Bevin permaneció
boquiabierta en el umbral de la puerta; no podía creer lo que sus
ojos estaban presenciando. Prácticamente, Irene estaba saqueando el
escritorio de su padre.
—¡Lo encontré! ——exclamó Irene triunfante y
abrió el sobre con avidez. Cuando empezó a leerlo, Bevin vio que
los finos labios de Irene esbozaban una mueca de furia. No era
necesario ser un genio para conocer la razón. Era obvio que su
padre no le había destinado mucho dinero en su testamento.
—¡Viejo tacaño!
Bevin, sin poder soportarlo más,
exclamó:
—¡Ya has visto lo que querías! ¡Ahora fuera!
—le ordenó.
—¡A mí tampoco me gusta tu compañía;
querida! —repuso furiosa—. ¡Me marcho, pero me llevo esto
conmigo!
Bevin no sabía para qué diablos podría
necesitar el testamento, pero a pesar de ello le dijo:
—Si quieres te doy una fotocopia, pero el
original se queda aquí.
Cuando Irene se marchó, Bevin empezó a
temblar; las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Era
incapaz de olvidar aquel triste episodio. Tomó el testamento y lo
leyó. Sí, como su padre le había prometido, todas sus propiedades
pasarían a sus manos, pero también se dio cuenta de que el
testamento estaba escrito a mano. Su padre había olvidado
legitimarlo en presencia de un notario.
Bevin pensó que tal vez debió haberle dado
un cheque a Irene, pero se dio cuenta de que si la herencia de su
padre realmente estaba en esas condiciones, ni siquiera ella
contaría con suficiente efectivo.
El teléfono sonó a las dos horas del
incidente. Se preguntó quién podría ser, ella no esperaba ninguna
llamada. Tal vez fuera Oliver, sí, podría ser él. Desde la muerte
de su padre, él le llamaba todos los días. Bevin se apresuró a
contestar. Al momento se arrepintió, pues era su madrastra otra
vez. Antes de que ella pudiera decir algo, Irene empezó a
hablar:
—¿Sabes? Ya le he llevado la copia del
testamento a mi abogado —respondió Irene casi eufórica—. ¡Será
mejor que empieces a hacer las maletas!
Sin comprender lo que decía, Bevin
titubeó:
—Me temo que no comprendo muy bien.
—¡Ya lo entenderás! —le respondió Irene de
inmediato—. No habrás pensado que me conformaría con lo que ese
miserable tenía planeado para mí, ¿verdad? —continuó—, según mi
abogado, el testamento que me enseñaste no es legal y, de acuerdo
con la ley, tú, la hija de Edmond Pemberton, no tienes derecho a
nada. En cambio yo, como su legítima esposa, lo heredo todo, ¡todo
en absoluto!
—¡Eres una...! —Bevin aspiró profundamente,
tratando de pensar con claridad.
—¡Sí, tienes toda la razón! —añadió Irene
con malicia—. ¡Así que es mejor que prepares la habitación
principal y que empieces a hacer las maletas! ¡Me mudaré mañana
mismo! —y colgó el auricular.
Bevin no podía creer lo que Irene le había
dicho; pensó en las posibilidades que tenía y se dispuso a buscar
el número de algún abogado en la guía de teléfonos.
Por fin encontró uno, un tal señor Ford, que
estaba especializado en testamentos. No quiso esperar el autobús y
decidió tomar un taxi, sabiendo que era un lujo que tal vez no
podía permitirse. Pero tampoco podía soportar la idea de que esa
odiosa mujer viviera en su hogar, y sabía que si no se informaba
rápidamente al respecto, podría ser muy peligroso.
—Puede pasar —le informó la recepcionista,
sonriendo.
—Gracias —murmuró ella y la siguió hacia la
oficina del señor Ford.
—Señorita Pemberton —añadió él, al acercarse
a ella y estrecharle la mano; había un tono amistoso en su voz—.
Tome asiento, por favor —le ofreció y volvió a su escritorio—. ¿En
qué puedo ayudarla? Es un problema con un testamento, si mal no
recuerdo.
—Sí. Lo he traído —ella lo sacó de su bolso
y se lo entregó—. Yo... —se detuvo sintiéndose molesta por tener
que hablar de asuntos personales con un desconocido, pero continuó;
se daba cuenta de que su padre ya estaba muerto, y de que nadie más
podría ayudarla—. Verá, mi padre falleció hace poco y... bueno...
cuando yo pensé en nuestra casa... bueno, ninguno de los dos
pensamos mucho en eso —dándose cuenta de que lo que estaba diciendo
resultaba bastante confuso, continuó—: ahora el problema es que la
segunda mujer de mi padre, de la cual estaba separado...
—¿Legalmente? —le interrumpió el señor
Ford.
—No lo creo —repuso ella—, bueno, estoy
segura de que no. El problema es que esa señora se llevó una copia
del testamento de mi padre, y me llamó para informarme que su
abogado le había dicho que, de acuerdo con la ley, todas las
propiedades le pertenecen, incluyendo nuestra casa.
—Permítame leer el documento —dijo él y
abrió el sobre; conforme lo iba leyendo, su expresión se tornaba
más adusta. Bevin empezó a temblar; esperaba lo peor.
Y tenía razón. Al terminar de leer la carta,
el señor Ford le dijo:
—Con todo respeto a su padre, señorita
Pemberton, ¡cómo desearía que la gente confiase este tipo de casos
a los profesionales!
—¿No... lo hizo como debía? —preguntó
temblorosa.
—Mucho me temo que no —repuso él con
crudeza—, ¡todo está mal!
—¿Quiere decir que... Irene, mi madrastra,
tiene razón?
—Me duele decirlo, pero sí, tiene toda la
razón. El testamento es muy ambiguo y las oraciones que empleó, no
son muy claras.
Cuando el señor Ford se lo explicó, oración
por oración, Bevin tuvo que aceptar que su padre era totalmente
incompetente para redactar un testamento, además de testarudo, al
pensar que podía hacerlo. Entonces recordó que cuando ella lo leyó
tuvo la impresión de que todo la favorecía, pero debido a la
terminología legal, podía interpretarse como si en realidad hubiera
querido legarle todo el dinero a Irene.
El señor Ford era un abogado muy meticuloso,
así que le leyó el testamento varias veces para que Bevin no
tuviera la menor duda de lo que su padre había escrito en realidad.
Después, con tristeza, la joven pensó que habría sido mucho mejor
que su padre no hubiera escrito nada.
—¡Es tan común que las personas hagan esto!
—comentó el señor Ford.
—¡Tiene que haber algo que yo pueda hacer!
—protestó ella con ansiedad, y se sintió agradecida al ver que el
señor Ford tomaba el teléfono y, comunicándose con otra persona,
procedió a leer los términos del testamento. Era obvio que la otra
persona era de la misma opinión que él, según pudo deducir por sus
comentarios.
—Lo siento señorita Pemberton —le informó
desilusionado—, me temo que mi colega comparte la misma
opinión.
—¿Así que... no hay nada que yo pueda hacer?
—preguntó Bevin, sabiendo de antemano la respuesta.
—Me temo que no —respondió con seriedad—,
claro, podría interponer una demanda, pero es casi seguro que sólo
conseguiría perder su dinero.
¡Dinero! Bevin pensó por un momento que el
dinero era un lujo que ya no tendría. Si tuviera que cambiarse de
casa con el poco dinero con el que contaba, apenas tendría para
sobrevivir dos o tres meses a lo sumo. ¿Qué tendría?
Agradeciendo a su suerte el no haber gastado
el cheque que su padre le había regalado en su último cumpleaños,
se puso de pie y se dispuso a marcharse.
—Parece que no puedo hacer nada; gracias de
todos modos.
—¿Qué va a hacer, señorita Pemberton?
—preguntó el abogado, sintiendo compasión por la joven.
—Ir a casa y hacer las maletas, creo
—respondió Bevin con amargura.
—¡Oh, no se preocupe por eso ahora! —exclamó
él—, los procesos legales no se llevan a efecto de la noche a la
mañana —añadió tratando de darle confianza—. Pasará algún tiempo
antes de que su madrastra tenga derecho a echarla de su casa,
bastante creo yo, antes de que el testamento de su padre sea
legalizado.
Ésa era la mejor noticia que Bevin había
escuchado en mucho tiempo. Sabía que los procesos legales, como el
señor Ford le decía, llegaban a tardar incluso un año en
arreglarse, y a veces más. Se despidió del abogado esperanzada y
tomó el autobús de vuelta a su casa.
“No es justo”, pensó Bevin al volver a
guardar aquel testamento, que había enajenado todos sus bienes, en
el cajón donde su padre lo había conservado. Después recorrió su
adorada casa, acariciando algunos objetos con los que se había
encariñado y con los cuales había crecido. Por desgracia, no podía
alejar de su pensamiento el hecho de que su odiada madrastra
llegaría al día siguiente.
En ese momento se daba cuenta de lo estúpida
que había sido al pensar que Irene no había asistido al funeral de
su padre por honestidad. Irene era una mujer ambiciosa cuyo único
interés era el dinero. Aquella situación le parecía ridícula. El
testamento que había redactado su padre, según la ley, no era
legal; ¿acaso lo era que una mujer, que había hecho la vida de su
padre tan miserable, se quedara con todas sus propiedades?
Bevin se encontraba sumida en esos
pensamientos cuando el timbre de la puerta la sobresaltó. Miró su
reloj. Pensó que debía de tratarse de Oliver, pues ésa era la hora
en que solía visitarla después de cerrar la farmacia.
En efecto, era él. Y aunque Bevin no pensaba
mencionarle nada de lo que había ocurrido esa tarde, su rostro la
delató.
—¿Qué te pasa? ¡Estás pálida! —exclamó al
verla, y después la siguió hasta la cocina—. ¿No hay buenas
noticias? —preguntó mientras Bevin ponía a calentar agua para el
té.
—¡No! Verás, recibí una visita de la viuda
de mi padre. Ella... —sirvió las dos tazas de té y se sentó.
Después continuó y le contó todo lo que había pasado.
—¡Pero eso es injusto! —exclamó Oliver.
Sabía de la existencia de Irene, por los rumores que corrían en el
pueblo, pero no la creía capaz de reclamar para sí la herencia que
el señor Pemberton le había dejado a su única hija.
—Justo o no, se mudará mañana y parece que
tiene todo el respaldo jurídico para hacerlo.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Oliver,
después de un prolongado silencio.
Bevin se encogió de hombros y se quedó
pensativa por un momento.
—Lo único que puedo hacer es esperar hasta
que Irene me pida que me vaya de su casa. Después, tendré que
encontrar un trabajo —añadió finalmente. Bevin se sorprendió cuando
Oliver le cogió una mano y se la apretó en un gesto de consuelo.
Levantó el rostro, sólo para encontrarse con otra sorpresa. Oliver
parecía tenso en extremo; casi tartamudeando, le sugirió:
—Podrías, podrías casarte conmigo.
—¿Casarme contigo? —aspiró profundamente.
Durante el tiempo que llevaban conociéndose, nunca había existido
entre ellos ningún tipo de relación romántica o amorosa—. Yo...
—Bevin trató de decir algo, pero no pudo.
—No... no quería forzar la situación. De
hecho no pensaba decirte nada todavía —se apresuró a decir Oliver;
yo sabía que tu única preocupación era tu padre y preferí esperar
para darte tiempo. Pero creo que ya es hora de que sepas lo que
siento por ti y...
—Oliver, yo... —Bevin sintió la necesidad de
interrumpirlo antes de que llegara demasiado lejos. Habían sido
demasiadas sorpresas para un solo día—. Yo... no creo que esté
preparada para casarme —le explicó.
—¡He hablado demasiado pronto, en especial,
después de la muerte de tu padre! —se disculpó Oliver. Bevin empezó
a sentirse mal. Pensó que tal vez había sido demasiado inocente,
pues nunca había imaginado que Oliver pudiera tener otra intención
que la de brindarle su amistad, en especial en ese momento, cuando
tanto la necesitaba.
—Creo que lo mejor será que consiga un
trabajo —dijo ella débilmente y, para su alivio, Oliver le soltó la
mano en ese momento. Parecía darse cuenta de que no había elegido
el momento más apropiado.
Bevin nunca había pensado en Oliver más que
como en un buen amigo. Su confesión cambiaba su relación por
completo... Después de un molesto ataque de tos, Bevin se recostó
de nuevo; recordó que Irene se había mudado a la casa de su padre
al día siguiente de que encontrara el testamento rebuscando en su
escritorio. Desde aquel entonces, su vida se convirtió en un
verdadero infierno, ya que Irene se empeñó en recordarle
constantemente que ella era la única dueña de la casa y de todos
los bienes. Bevin tuvo que soportarlo, ya que no tenía otro lugar a
donde ir. Su madrastra se complacía en hacerle la vida imposible.
Se apoderó del testamento y trataba a Bevin como si fuera una
sirvienta, dándole todo tipo de órdenes.
La joven se dio cuenta con tristeza de que
esa mujer había convertido en un nido de odio lo que había sido su
querido hogar desde su infancia.
“Tengo que salir de aquí”, pensó. Pero sabía
que no sería fácil. A pesar de que todo era tan diferente, Bevin no
podía dejar de pensar en los deseos de su padre; él no habría
aprobado que ella se marchara. En cierto modo, si lo hacía, sería
como traicionarlo.
Intentaría conseguir un trabajo; por lo
menos de esa forma podría dejar de ver a la víbora de su madrastra
durante algunas horas.
Oliver pasó a visitarla un día y Bevin tuvo
que presentárselo a Irene, quien, de una manera casi brutal, hizo
que el muchacho se marchara. La joven aprovechó para dar un paseo
con él.
—¿Cómo estás? —le preguntó él, sabiendo de
antemano la respuesta.
—Bien —mintió, y después le dijo—: he
presentado una solicitud de empleo.
—¿Haciendo qué? —preguntó Oliver.
—Bueno, no tengo ninguna experiencia. Se
trata de hacer una investigación de mercado, el nombre de la
compañía es Illington, está en el camino entre Abbot's y
Dereham.
—¿Qué es exactamente lo que tienes que
hacer?
—Entrevistar a personas a la salida de
tiendas de autoservicio —respondió la joven.
—¿En realidad te gustaría hacer ese tipo de
trabajo? —le preguntó Oliver, preocupado.
Bevin lo ignoraba. No tenía experiencia de
ningún tipo, y sabía que no estaba en condiciones de exigir.
Además, era una oportunidad para alejarse de Irene, y al mismo
tiempo ganar algo de dinero.
—No estoy segura, Oliver —al verlo tan
preocupado, sonrió y le dijo—: además, sólo se trata de un trabajo
temporal, no te...
—Yo podría ofrecerte un empleo fijo —la
interrumpió—, podrías trabajar conmigo en la farmacia. ¡Me
encantaría! —le aseguró para convencerla.
A Bevin no le gustó mucho la idea, Oliver ya
tenía dos asistentes y la joven sabía que un tercero sobraría. Por
otra parte, deseaba alejarse de Irene; un empleo a solo dos
manzanas de su casa estaría demasiado cerca.
—Oliver, te lo agradezco, pero me gustaría
trabajar para esa compañía si aceptan mi solicitud.
En efecto, Bevin recibió una llamada a los
pocos días. Su solicitud había sido aceptada.
La joven se sentía muy satisfecha. Asistió a
un curso de capacitación dentro de la compañía, durante el cual
aprendió técnicas de encuesta. Por desgracia, no había suficientes
encuestas para todos los empleados, así que se marchó con la
promesa de que le serían enviadas por correo. El empleo duraría
sólo diez días.
El lunes por la mañana, Bevin todavía tenía
síntomas del resfriado. No les prestó mucha atención, limpió la
casa y preparó la comida mientras Irene se dedicaba a ver la
televisión.
El martes y el miércoles fue a la oficina de
correos para ver si habían llegado las encuestas. Por fin, el
jueves, cuando se sentía peor, las recibió. Abrió el sobre con
rapidez y se cercioró de que el material estuviera completo.
Después se dirigió a su habitación para
coger su abrigo.
—¿A qué hora regresarás esta noche? —le
preguntó Irene, cuando la vio salir.
—No tengo la menor idea —respondió y recibió
una mirada de odio por respuesta. Después se marchó; era su primer
día de trabajo. Al regresar a casa, se sentía bastante mal y además
estaba aterida de frío. Y cuando pensaba que al día siguiente sería
igual, se sentía todavía peor.
No estaba de humor para soportar los
comentarios de Irene. Pero allí estaba; al parecer, había estado
esperándola.
—¿Qué vas a hacer de cena? —le preguntó nada
más verla.
—¡Dímelo tú! —respondió furiosa—. ¡Hoy no
voy a cocinar!
—¡Cuidado con lo que dices! ¡Estás en mi
casa, no lo olvides! Bevin se fue a la cama sin cenar. Todavía
estaba bastante resfriada, pero durmió bien, pensando que al
siguiente día empezaría mucho más tarde.
Sin embargo, a la mañana siguiente se sentía
muy mal; al parecer, su resfriado no estaba dispuesto a ceder.
Preparó un poco de té y tomó más aspirinas. Estuvo a punto de
llamar a la compañía para decir que estaba enferma, pero no quería
ganarse una mala reputación en su primer empleo. Sabía que le
resultaría difícil encontrar otro trabajo. Además, si se sentían
satisfechos con su labor, tal vez pensarían en ella para otros
trabajos.
—¡Podías haberme subido una taza de té! —se
quejó Irene al entrar a la cocina, donde se encontraba Bevin.
—¿Y qué más quieres? ¿Que te lave los pies?
—contestó Bevin con ironía incapaz de soportarla por más
tiempo.
—¡Ésa ha sido la gota que colmó el vaso,
insolente! ¿Cómo te atreves? —gritó Irene, colérica—. Hablaré con
mi abogado hoy mismo, y una cosa te advierto, en el momento en que
la casa esté a mi nombre, tú te largas. ¡Antes si es posible!
Bevin ignoraba si sería capaz de soportar a
Irene hasta que eso sucediera, tal vez se iría antes. Tomó su taza
y se dirigió a su habitación. Allí permaneció hasta que le llegó la
hora de marcharse. ¡Cómo deseaba que su padre hubiera redactado el
testamento de la manera correcta!
Allí estaba, de pie en la avenida principal
de Dereham, esperando a las personas idóneas para su entrevista.
Bevin trataba de no pensar en Irene, pero le resultaba imposible;
sobre todo, la escena que había tenido lugar esa mañana acudía
constantemente a su pensamiento. Por otra parte, el tiempo
inclemente y el viento frío que le azotaba el rostro no la hacían
sentirse mucho mejor. Ese día, debía entrevistar a mujeres de entre
veinticinco y treinta y cinco años de edad que tuvieran niños
pequeños, a algunas parejas de jubilados y a algunos hombres,
profesionales, cuyas edades fluctuaran entre los treinta y cuarenta
años de edad. El último grupo parecía constituir el mayor problema,
ya que no era común que ese tipo de hombres fueran de compras los
viernes por la tarde.
Bevin recordó que en el primer piso de la
tienda, había un departamento de ropa para hombres. Se disponía a
dirigirse hacia allí cuando vio a un hombre de cabello claro y
complexión atlética que salía de un lujoso coche. Le calculó unos
treinta y cinco años. Había algo peculiar en él; en cierto modo
parecía un aristócrata. Después de cerrar la puerta del coche, el
hombre se dirigió hacia la tienda y Bevin apresuró el paso para
poder entrevistarlo, pero se quedó extrañada al ver que él se
detenía, miraba hacia su coche y titubeaba por un momento para
acercarse con rapidez.
—¡Disculpe! —exclamó atrayendo su atención.
Por fortuna, él se volvió y la miró. Bevin pensó por un momento que
iba a rechazarla y a seguir su camino, pero para su sorpresa no lo
hizo—. ¿Podría usted hacerme el favor de contestar a algunas
preguntas? —por un instante le pareció que estaba a punto de
desmayarse. El hombre respondió con exquisita cortesía:
—¡Claro! ¿Por qué no?
En ese momento, Bevin se sintió mareada y
perdió el equilibrio; él la ayudó de inmediato y, tomando el
cuestionario de sus manos, añadió:
—Pero... creo que será mejor que te sientes
por un momento —sin pensárselo dos veces— la ayudó a dirigirse
hacia su coche y, abriendo la puerta, la hizo entrar. Bevin se
sintió aliviada casi de inmediato, aunque todavía no estaba
preparada para continuar con su trabajo. De repente, notó que el
hombre que la había auxiliado la miraba con incertidumbre.
—Lo siento —dijo ella con la poca fuerza que
todavía tenía, tratando de adoptar un tono de voz normal y
consciente.
—Estás enferma declaró—. Si me dices dónde
vives, te llevaré a tu hogar con mucho gusto.
“Hogar”, pensó ella con tristeza y
exclamó:
—¡Ya no existe!
—¿Qué es lo que no existe? —preguntó él—.
¿Tu hogar? Bevin se sintió mareada otra vez.
—Lo siento —murmuró ella; no recordaba
exactamente lo que él le había preguntado, y añadió—: ¡No creo que
me hubiera desmayado, ya me siento bien! —y reuniendo la poca
fuerza que le quedaba trató de abrir la puerta. Por desgracia, otro
acceso de debilidad le impidió hacerlo. En ese momento luchaba por
mantenerse consciente, y lo único que pudo hacer fue disculparse
otra vez—. Lo siento, creo que hace bastantes horas que no he
comido nada.
—¿No puedes recordarlo? —preguntó él
sorprendido, pero Bevin sintió que la poca fuerza que tenía la
abandonaba por completo, y no pudo responder.
Después experimentó deseos de dormir, la
temperatura dentro del coche era tan cálida... Por un momento cerró
los ojos, abriéndolos al sentir que el hombre se inclinaba sobre
ella para colocarle el cinturón de seguridad. Todavía tenía los
ojos cerrados cuando escuchó el motor del coche. Trató de abrirlos
pero fue inútil, pues no contaba con la energía necesaria para
hacerlo. De manera extraña, Bevin no experimentó ningún temor de
encontrarse en manos de alguien que no conocía; al contrario, se
sentía a salvo y segura. De hecho, mucho más segura de lo que se
había sentido en mucho tiempo.