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Los sin nombre

La biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Córdoba se encuentra enclavada en pleno centro de la ciudad andaluza, sobre la estructura del antiguo hospital del Cardenal Salazar, erigido a principios del siglo XVIII. Aunque fue construido como colegio para los niños del coro de la catedral, la terrible epidemia de peste que sufrió la ciudad en 1704 hizo que tuviera que adaptarse como hospital.

Quizá sea ésa la causa de que algunos estudiantes y trabajadores del equipo de limpieza hayan vivido en su interior escenas de auténtico pánico. Como si algunos de los enfermos, cuyos nombres aún pueden leerse en algunas contraventanas del segundo piso, no hubieran abandonado el edificio siglos después de su muerte. De hecho, algunas señoras de la limpieza que entraban a primera hora de la mañana lo hacían siempre en parejas hasta que encendían todas las luces del edificio.

Hacia allí me dirigía, recorriendo las estrechas callejuelas de la Judería en compañía de Celia López, una buena amiga con la que estaba pasando unos días y que conocía bien mi estado de obsesión por llegar hasta el último paradero de la niña perdida.

Aquel viernes de febrero, el sol llenaba de luz cada recoveco del casco antiguo. Me remangué la camisa mientras charlaba con mi querida compañera sobre los increíbles detalles de aquella historia.

—Si no me hubiera pasado a mí, me sería imposible creer en todo esto —decía yo en ese momento—. Si lo piensas, es increíble. Ha habido muchas casualidades, siempre a favor de la investigación, y he encontrado informaciones con las que ni contaba. De alguna forma, es como si esta historia me hubiera elegido a mí.

La idea, fruto del estado reflexivo en que me hallaba, provocó en Celia una inmediata sonrisa de afecto. Ella mostraba plena confianza en que pronto encontraría novedades al respecto. No se equivocaba. De hecho, éstas no se hicieron esperar.

Una noticia sorprendente

Eran las diez de la mañana cuando llegamos al edificio de portada barroca, cuyo interior se encontraba casi vacío tras el período de exámenes.

Nos sentamos junto al ventanal que da acceso al patio interior y encendí mi ordenador mientras colocaba sobre la mesa mi carpeta marrón —que cada vez acumulaba más documentos— con el rótulo ALFAQUES escrito en la cubierta.

Estaba visitando la edición digital del Diario de Córdoba cuando una sugerencia de noticia similar a la que estaba leyendo me llevó a un titular que me dejó de una pieza: «Tres muertos de Los Alfaques, aún sin ser reclamados tras 25 años.»[88]

Automáticamente, como en un acto reflejo, hice clic en el enlace. Impaciente, con el corazón desbocado, esperé a que la conexión obrara el milagro de la información. ¿Aparecerían allí referencias a restos infantiles sin identificar?

Cuando la página terminó de cargarse, empecé a leer la sorprendente noticia publicada diez años atrás por una periodista de Tortosa. Se trataba de la misma localidad en que se encontraba el cementerio al que fueron trasladados todos los cuerpos el mismo día del accidente, dado que cumplía todos los requisitos para hacer frente a los efectos de la tragedia.

«Se identificaron todos excepto siete: cuatro miembros de una familia francesa procedente de Marsella (la mayoría de muertos eran franceses y alemanes) y tres miembros de una familia colombiana.»

No era posible. Algo fallaba en aquella información. Si aquellos siete pertenecían a una familia francesa y a otra colombiana, ¿qué pasaba con Nerea? Más adelante, la frase que cerraba el párrafo acaparó toda mi atención, pues ofrecía una nueva posibilidad que ni siquiera me había planteado hasta entonces. La transcribí, palabra por palabra, en mi cuaderno: «Los enterraron en grupos de dos o tres en las fosas comunes.»

¿Fosas comunes? Era la primera vez que oía hablar de ellas, pero tenía toda la lógica. Los no identificados, los sin nombre, tenían que haber sido enterrados en algún sitio. Y ese sitio estaba en el cementerio de Tortosa, adonde se llevaron todos los cuerpos. ¡No podían haber salido de allí si nunca los habían reclamado! Entre mis recortes, cada vez más manidos y emborronados, encontré el dato: «En el cementerio de Tortosa se encuentran ciento dos cadáveres, y hasta el momento sólo se ha procedido a la identificación de diez de ellos.»[89] Y, de pronto, un último titular de ABC vino a corroborar mis sospechas: «Los cadáveres no identificados serán enterrados en Tortosa.»[90]

El muerto que no llegó a estarlo

En la década de los setenta apenas había medios para reconocer un cuerpo completamente calcinado, más allá de los análisis dentales.[91] El problema de este tipo de pruebas era que no tenía validez entre los niños cuya dentadura aún no estaba formada. Por eso, la labor de identificar a los infantes se volvió especialmente dificultosa. Uno de los ejemplos fue el de un niño llamado Paquito, de cuatro años, que falleció en el camping junto con toda su familia y cuyos restos fueron rechazados en un principio por los miembros encargados de reconocer los cuerpos por creer que se trataba de un jamón.

Pero hubo casos parecidos entre los adultos. Por ejemplo, algunos médicos llegaron a pasar varios minutos analizando con cuidado lo que creían que era una cabeza para terminar descubriendo que se trataba de una simple sandía calcinada.

A este respecto, uno de los casos más impactantes fue el de Martine Careba Cassin,[92] una joven francesa de veintitrés años que veraneaba en el camping junto con su marido, Michel, y su hijo de nueve meses. La madre y el niño se salvaron en el momento de la deflagración, pero nada sabían entonces de Michel, que se encontraba en el lugar de la explosión cuando ésta tuvo lugar.

En aquellos trágicos segundos posteriores, Martine recorrió el camping desesperada, sintiendo náuseas a causa del olor a carne quemada y de las dantescas imágenes que se abrían a su paso. Gritaba su nombre con todas sus fuerzas, pero nadie respondía. Hasta que, a lo lejos, vio cómo alguien subía a un coche el cuerpo de su marido.

Corrió en su dirección, pero llegó tarde. El vehículo había arrancado y enfilaba ya la N-340 a toda velocidad.

A raíz de aquello, Martine inició una búsqueda intensiva por todos los hospitales de la región, sin otro resultado que una respuesta invariable: «Michel Careba Cassin no figura en las listas.» Como última posibilidad decidió viajar a Barcelona, donde al parecer habían ingresado a los heridos más graves. Fue allí donde un médico le confirmó la noticia ya esperada: su marido no había logrado sobrevivir a las heridas.

«¡Qué momentos! Estaba horrorizada. En el depósito, los enfermeros me enseñaron cuatro, cinco, seis cadáveres, ya ni me acuerdo; todos ellos terriblemente mutilados, deshechos por el fuego. Seis, siete, ocho cadáveres de hombres…; cuando vi el décimo creí al fin reconocer a mi marido… Algo, algo me decía que era él», reconocería a los medios días después, conmocionada aún.

Entonces, después de telefonear a los padres del difunto para comunicarles la mala noticia, se dirigió al Consulado francés en Barcelona con el fin de gestionar la repatriación del cadáver.

Todo ocurrió en el mismo día, por lo que ya al atardecer, pese a sufrir un dolor difícil de explicar, regresó al camping para ayudar a los heridos. Y fue allí donde sus amigos le informaron de algo insólito: Radio Monte Carlo había anunciado que Michel había sido trasladado vivo y en estado no demasiado grave al hospital Saint-Eloi de Montpellier. Sin dar crédito a lo que oía, y creyendo ser víctima de una broma de mal gusto, Martine trató de contactar con el hospital, pero las líneas telefónicas estaban colapsadas.

No fue hasta el día siguiente cuando la voz desconocida de una enfermera del hospital de Montpellier le dio la noticia del milagro: «Señora, su marido está vivo.»

Pero ¿a quién pertenecía entonces el cadáver que ella reconoció como el de su marido? ¿Cuántos casos como aquél pudo haber?

Y, sobre todo, ¿cuántos no tuvieron un final feliz?

La fosa común

Ante la atónita mirada de Celia, anoté el número de teléfono del Ayuntamiento de Tortosa y eché a correr hacia el exterior de la biblioteca.

Mientras esperaba impaciente, me planteé el modo de actuación idóneo. ¿Decir directamente la verdad o andar con evasivas?

Una voz masculina contestó al otro lado de la línea.

—Ayuntamiento de Tortosa, ¿dígame?

—Buenos días, mi nombre es Javier Pérez Campos —dije, decantándome por la primera opción—. Soy periodista y estoy intentando saber algo sobre el cementerio de Tortosa.

—Buenos días. Espero poder ayudarle.

—Verá, busco información sobre una persona que podría estar enterrada en ese lugar. Es una de las víctimas de la tragedia de Los Alfaques.

—Pero eso fue hace mucho, ¿no? —respondió con curiosidad.

—Sí, lo que ocurre es que se trata de un cuerpo sin identificar. Querría saber si en el cementerio existe alguna fosa común de aquella tragedia.

—Si le digo la verdad, ese detalle se me escapa… Tendría que hablar con alguien más veterano.

Entonces pensé que lo mejor sería acudir al lugar y trabajar sobre el terreno.

—¿Cabe la posibilidad de ir allí y hablar con alguien encargado del cementerio para que me ayude a localizar la fosa común? —le planteé.

—Sin ningún problema. Lo único, si quieres grabar algo tienes que rellenar un permiso y enviármelo de vuelta antes de venir. Nosotros lo aprobamos y todos contentos.

—¿Y podrían enviármelo ahora, para poder rellenarlo hoy mismo y viajar cuanto antes?

—Claro, en cinco minutos lo tienes en tu e-mail —respondió asombrado por mi urgencia.

Ni un minuto más, ni uno menos. La solicitud llegó en el tiempo estimado, a través de un correo electrónico de Albert Mestre, el amable interlocutor que acababa de atenderme en el Servicio de Comunicación del Ayuntamiento de Tortosa.

Imprimí el documento y lo rellené apresuradamente.

Nombre y apellidos: Javier Pérez Campos

Correo electrónico: javier.perez.mp@gmail.com

NIF/NIE: 05XXXXXXX

Teléfono: 67XXXXXXX

Domicilio: C/XXXX, n.º 9, Madrid

Expone y solicita: Que el redactor del programa Cuarto Milenio, realizando un reportaje junto a un superviviente de la tragedia del camping Los Alfaques, solicita acceder al cementerio de Tortosa para buscar una fosa común en la que podría encontrarse un familiar directo de dicho superviviente.

Además, solicita también fotografiar y grabar unos recursos en el cementerio, comprometiéndose a no publicar nombres ni apellidos de las lápidas.

Tortosa, 15 de febrero de 2013.

De nuevo en el interior de la biblioteca, mientras enviaba de vuelta el documento que acababa de cumplimentar, le expliqué a Celia la razón de mi excitación en aquellos últimos minutos.

—La hermana de Julio podría estar en el cementerio de Tortosa.

Celia abrió los ojos como platos, en uno de sus habituales gestos cargados de expresividad.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó entre susurros para no molestar a las personas que se encontraban desperdigadas entre las mesas.

—Porque si no fue reclamada, su cuerpo nunca pudo salir del cementerio de Tortosa. Y allí hay una fosa común con todos los no identificados…

Le mostré la noticia del Diario de Córdoba que hablaba de esas familias sin nombre que quedaron para siempre en el olvido. Quizá estaban relacionadas con las apariciones, como una especie de llamada de ultratumba. Como si clamaran por su recuerdo.

—¿Crees que hay más cuerpos, aparte de esos siete de los que habla el artículo?

—No me cabe la menor duda —respondí tajante.

Además de los claros indicios para plantear la posibilidad de que allí hubiera otros cadáveres sin reclamar, tenía un fuerte presentimiento. El mismo que durante meses me había hecho tirar del hilo siguiendo pistas aparentemente inexistentes.

De modo que en cuanto recibiera el permiso oficial del Ayuntamiento me dirigiría a Tortosa para adentrarme en el camposanto. Tal vez encontrara allí el último resquicio de aquella historia que empezaba a atormentarme por medio de vívidas pesadillas.