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Un coche sin luces

El viento ascendía con fuerza por el estrecho patio central del hotel, generando una especie de efecto chimenea que hacía zarandear con fuerza las persianas y producía un auténtico estruendo en la pequeña estancia, como un bramido furibundo que parecía emerger de las entrañas del edificio.

Las últimas palabras de Julio habían sido como un punch cuyos ecos aún reverberaban con fuerza en mi interior.

La pequeña Nerea podría ser quizá esa niña rubia sin identificar de la que hablaron algunos medios.[87] Tal vez la misma que N. había visto a los pies de su cama… «Busco a mi mamá.»

Y entonces descubro que el cuerpo de la niña se encuentra, quizá, a miles de kilómetros del de su madre, en un punto desconocido de nuestra geografía.

¿Sería posible que algo se hubiera manifestado para pedir ayuda? Y, de ser así, ¿por qué a N., que no tenía ninguna vinculación directa con ella?

Por momentos, el aullido del viento resultaba estremecedor en aquella noche de perros. Desde la ventana del otro extremo de la habitación podía observar el mar embravecido golpeando con fuerza en el rompeolas del embarcadero. Justo a orillas de aquel pueblo que guardaba un secreto a voces para poder seguir adelante y olvidar la tragedia.

Pero, a escasos kilómetros del lugar donde me encontraba, lo imposible había cobrado forma ante decenas de testigos. Quizá tratando de luchar contra los esfuerzos lógicos del olvido. Como una forma de reclamar que lo que allí había ocurrido era tan dramático que nadie debería olvidarlo.

Entonces tuve una idea: ¿por qué no juntar a todos los testigos posibles para que se conocieran entre ellos? Tal vez de esa forma podría encontrar alguna clave que en ese momento se me escapaba.

Tomé mi Moleskine y anoté todos sus nombres. Daniel, María, Raúl Sacrest, N., L. T. D., Marc, Meri, Martín Moraleda…

En ese momento el sueño se apoderó por fin de mí, y me quedé profundamente dormido.

Primero escuché unos cánticos. Procedían de varias voces femeninas, agudas y débiles, que parecían viajar con el viento. Entonces vi la primera figura. Un hombre sin rostro, con un gorro de paja, flotando en medio del pasillo. Detrás intuí una figura más pequeña, también antropomorfa, con un cubito metálico en la mano. Se deslizaban lentamente por el angosto corredor frente a la puerta principal. Y detrás, como una densa neblina, empecé a ver cómo se formaba una nueva figura. Adquiriendo su morfología de la nada.

Las persianas chocaban contra los cristales cada vez con más fuerza, hasta que el último golpetazo terminó por despertarme bruscamente.

Busqué a tientas el interruptor de la lámpara, casi desesperado por encontrarlo. Me sentía desorientado, y a la vez aterrorizado por la pesadilla que acababa de vivir. Tenía, literalmente, la piel de gallina.

Tuve que pasarme las manos por los brazos en repetidas ocasiones mientras escuchaba el corazón latiendo con fuerza en mi pecho. Aquélla era la tercera pesadilla en menos de una semana. Y, casi siempre, la misma escena. Esas figuras que parecían invadir mi espacio de descanso a través del sueño.

Una imagen nítida que se colaba en el inconsciente hasta provocar la taquicardia. Encendí todas las luces de la habitación y abrí la ventana.

El reloj marcaba las dos de la madrugada.

Sin pensarlo dos veces, me vestí y cogí el coche. Circulé, una vez más, por la solitaria N-340, dejando atrás San Carlos de la Rápita.

Diez minutos después pasaba con el coche frente a la tapia del camping, iluminada tenuemente por los faros del Citroën. Aproveché un descampado situado unos kilómetros más allá para dar la vuelta y regresar por el carril más cercano al camping.

Entonces, a través del retrovisor, observé un extraño reflejo detrás del coche. Algo que me seguía de cerca. Las luces rojas junto al maletero ayudaban a intuirlo con mayor nitidez al generar algunos reflejos en la chapa del objeto. Se trataba de un elemento metálico.

Entonces vi una cara en su interior. Era un vehículo. Un coche sin luces.

Me estaba siguiendo de cerca, a escasos metros de distancia. Aceleré, pero seguía manteniéndose casi pegado a mí.

Entonces las luces de una urbanización cercana revelaron su identidad. Era una patrulla de Mossos d’Esquadra que, al comprobar que habían sido descubiertos, encendieron las largas y me adelantaron por la izquierda para perderse a gran velocidad.

«¿Por qué me estaban siguiendo?», me pregunté inquieto. Volví a verlos apenas unos metros más adelante, ya aparcados justo enfrente de la entrada principal del camping.

Disimuladamente, aparqué unos metros más allá y me apeé del coche. Cogí una linterna, y durante varios minutos caminé en soledad por el arcén de la carretera.

Quería reflexionar in situ. Algo que, por lo general, me ayudaba a sacar conclusiones de mis experiencias. Pero he de reconocer que aquella madrugada sólo encontré turbación y una extraña desazón, aparte de una extrema inquietud.

Sentía que estaba adentrándome en terreno peligroso, como había hecho Daniel antes de solicitar el traslado. Por lo que parecía, alguien estaba haciendo uso de sus importantes «contactos» para tratar de amedrentarme. ¿Sería la misma persona que parecía encargada de obligar a olvidar? ¿Estaría aquello relacionado con la desaparición de material en algunas hemerotecas de nuestro país? Yo mismo había sido testigo de aquel hecho, y aunque durante días pensé (o quise pensar) que podría haberse tratado de un hecho fortuito, en aquel momento me di cuenta de que no era una idea tan descabellada después de lo que estaba viviendo. Y después de lo que habían vivido tantos otros.

Por si fuera poco, cuando regresaba al coche intuí una figura a su lado, observándolo detalladamente con las manos en los bolsillos. Miré mi reloj. Casi las tres de la madrugada. Moderé el paso mientras intentaba visualizar algún detalle más de aquel personaje… Hasta que se percató de mi presencia y, airado, salió a mi encuentro.

—¿Otra vez por aquí?

La voz chillona y casi gangosa resultaba inconfundible. Era el mismo sujeto de sonrisa siniestra con quien me había topado días atrás.

Respiré hondo.

—Pues sí… Usted también, por lo que veo.

Me impacientaba su mirada crítica y burlesca detrás de las finas gafas.

—Así que ha conseguido usted hablar con guardias civiles…

—Vaya, pensaba que no le interesaba el programa —respondí sarcástico.

—¿Sabe que ya he pasado orden al teniente general para que investigue quiénes son esos que han hablado?

—Veo que se está tomando muchas molestias.

Hizo caso omiso del comentario.

—¿De dónde sacó usted esos contactos?

—No le voy a facilitar mi fuente.

La respuesta fue tajante como pocas. Su actitud empezaba a irritarme.

—Por lo que veo, no va a dejar el tema tranquilo. Pero podrían dejar de mentir de una vez.

—¿Sabe? Le daría unos cuantos nombres de vecinos suyos que, seguro, le sorprenderían. Pero no tengo por qué hacerlo. Usted crea lo que quiera. Pero yo no miento.

Permaneció en silencio unos segundos. Pero cuando pensé que por fin se había calmado, volvió a la carga.

—Alguien tendría que callarles la boca de una vez —terminó con tono áspero y una expresión desagradable en el rostro, antes de desaparecer por la última callejuela de la urbanización.

Por fortuna, aquélla fue la última vez que me topé con el amenazante desconocido.

A la mañana siguiente me levanté temprano para acompañar a Carlos y a Julio a la estación de Camp de Tarragona, donde nos despedimos con un afectuoso abrazo.

Habíamos pasado juntos un solo día, pero había sido tan intenso que los lazos se habían estrechado de manera especial.

Esa misma tarde aproveché para llamar por teléfono a Raúl y a N. Tenía que verlos urgentemente para hacerles partícipes de todo lo que había ocurrido durante la jornada anterior. Nos citamos para cenar, y unas horas después nos reunimos en un moderno restaurante de la calle Cervantes, en La Rápita.

Entre ensaladas, tostas de solomillo a la mostaza y otras viandas, les entregué algunos folios que recogían los nuevos testimonios que habían llegado a mis manos acerca de las apariciones en el kilómetro 159.

Para mi sorpresa, ambos asentían mientras leían aquellas informaciones, como si no les extrañara nada de todo aquello. Sin embargo, sus rostros sí reaccionaron ante la historia de Julio. Se quedaron estremecidos al oír de mi boca las palabras del niño milagro.

—Pero aún hay algo más importante —dije prestando especial atención a N.

—¿Qué? —preguntó ella acercándose con interés.

—Julio perdió allí a varios familiares, pero a uno de ellos nunca lo encontraron. Su hermana pequeña.

De pronto, el rostro de N. se transformó. Como me había sucedido a mí, intuyó fácilmente el devenir de aquella conversación.

—La niña responde a la descripción de la que tú viste en casa…

N. frunció el ceño durante unos segundos, y acto seguido sonrió con gesto satisfactorio. Como si, tras largos años de esfuerzo, hubiera conseguido completar un puzle que se mostraba absurdo e ilógico.

Aquella conversación cuajada de teorías, hipótesis y otras cuestiones se prolongó hasta altas horas de la madrugada, momento en que nos despedimos bajo la promesa de intentar averiguar nuevos detalles sobre la niña perdida.

No tuve que esperar mucho tiempo. Apenas unas semanas después, a orillas del río Guadalquivir, encontré una nueva pista sobre su posible ubicación.