8

Geografía del horror

Existe un efecto curioso cuando uno saca a la luz ciertos temas de los que no se habla habitualmente, experiencias que, por diferentes circunstancias, uno no comparte con sus más allegados y se acaban convirtiendo en una especie de peso interno con el que uno se ve obligado a cargar.

Sólo en algunos de esos casos podríamos hablar de una especie de «efecto llamada», y es un buen baremo para medir el impacto —y la fiabilidad— de algunos temas. No es lo mismo que un sujeto aislado haya sido testigo de algo insólito —con todo el crédito, por supuesto, que a priori merece— que el que lo hayan sido decenas de personas que no guardan contacto alguno entre ellas. De hecho, en ocasiones tampoco existe el conocimiento de que otros hayan vivido lo mismo.

Aquello me sucedió durante la investigación del viejo hospital de Mahón, y me ocurriría también días después con el caso de Los Alfaques.

Cuando leí aquel documento oficial, me encontraba en la redacción de Cuarto Milenio. Meses atrás habíamos recibido información de un miembro de la Guardia Civil que aseguraba haber vivido fenómenos paranormales en un hospital ubicado en la isla de Menorca. Tras la presentación pertinente, el mensaje decía: «Hace unos años viví una experiencia extraña junto a unos compañeros en el hospital Virgen del Toro de Menorca. Fue algo muy extraño que jamás olvidaré… De hecho, fue la primera vez que desenfundé mi arma con verdadero miedo.»

Aquellas palabras me impactaron, y más aún el hecho de que aquella persona escribiera su número de teléfono al final del correo electrónico. Aquello suponía una garantía de confianza por su parte. Un bromista no tendría el valor de apuntar su propio teléfono al final de su particular gracieta.

Marqué el número sin dudar un instante. Al principio, el testigo se mostró desconfiado y alegó haber escrito aquel correo en un impulso, como una necesidad imperiosa de compensar el mal trato que él y sus compañeros habían recibido después de la noche de autos. Al igual que Daniel, aquel hombre actuaba casi por despecho, pues también los habían tomado por locos, llegando a destinarlos a diferentes puntos de la Península poco después de haber vivido la experiencia. ¿Era mera casualidad, o se trataba de una forma de diluir sus testimonios y evitar que trascendieran?

Lo cierto es que tardé varios meses en ganarme su confianza. En concreto, desde la recepción de su primer correo electrónico, a mediados de abril de 2012, hasta la del documento transcrito en el capítulo anterior, en octubre de aquel año. Entretanto se sucedieron conversaciones telefónicas, garantías de preservar su identidad y otras conversaciones que, con el tiempo, pasaron de una frialdad protocolaria a una calidez afectuosa.

Hasta que un día, nada más llegar a la redacción, encontré sobre mi escritorio un fax remitido a mi nombre. Conforme mis ojos recorrían aquellas palabras, mi corazón golpeteaba con más y más fuerza. Cuando terminé de leer el fax, sentí un nudo en el estómago: aquel documento era un hito histórico, una muestra oficial sellada que recogía el testimonio de ocho miembros de la Guardia Civil.

Pero no podía dejarme llevar por la emoción, y mi habitual desconfianza me hizo llamar sin más tardanza a un familiar muy cercano que había sido durante años general del Cuerpo. Le hice llegar la diligencia enseguida, y minutos después recibía de nuevo su llamada, esta vez con voz de asombro.

—Nada hace sospechar que se trate de una falsificación; los sellos son fiables, pero sobre todo lo son la forma en que está redactado el informe y la descripción del procedimiento que se llevó a cabo. Cita además al Servicio Cinológico, o a la patrulla de la Unidad Fiscal, que entran dentro de ese procedimiento natural ante una situación de ese tipo… Sinceramente, Javier, no parece que sea ninguna broma.

Me sentía aturdido, como el arqueólogo que halla una inusual pieza antiquísima con la que ni habría soñado toparse y que no puede terminar de creerlo pese a tenerla delante. Aquélla era la prueba más contundente de fenómenos extraños en el interior de un hospital.

No pude evitar recordar entonces mi propia experiencia en uno de esos vetustos edificios abandonados que, años atrás, fue escenario de dramas y alegrías, vida y muerte, sufrimiento y esperanza.

Fenómenos paranormales en hospitales

A lo largo y ancho de la piel de toro existen muchos otros casos similares de hospitales donde se han producido —y se siguen produciendo aún hoy— supuestos fenómenos paranormales. Entre ellos se cuentan el viejo hospital del Tórax de Tarrasa (Barcelona), el sanatorio de Agramonte (Zaragoza), el sanatorio de Sierra Espuña (Murcia), el de La Atalaya (Ciudad Real), el de Guadarrama (Madrid) y otros muchos que siguen operativos a día de hoy. Todos ellos cuentan con un historial de decenas de testigos que aseguran haberse topado con lo imposible; algunos, además, son célebres en el mundo del misterio.

Como si los lugares de alegría y sufrimiento siguieran latiendo con fuerza tiempo después de su abandono; como una herida infectada que aún sangra días después de haberse producido. Así lo describirían los investigadores que defienden la teoría de la impregnación: como si el dolor y el sufrimiento fueran dos sentimientos tan potentes que tuvieran la capacidad de quedarse anclados a un lugar. Como el humo del tabaco, cuyo olor parece emanar de los muebles y cortinas en la casa de un fumador.

A finales de 2007, una casualidad —o acaso la siempre acechante causalidad— me señaló la pista de un nuevo misterio. Se trataba de un programa de radio de madrugada que nunca había escuchado en el que se daba voz a quien tuviera algo que contar. La llamada de un supuesto vigilante de seguridad de Ciudad Real —mi ciudad natal— me puso alerta pese a estar a punto de entrar en la fase REM.

En medio de la oscuridad, aquella voz entrecortada que surgía del transistor empezó a narrar su experiencia en un hospital abandonado de dicha localidad. Al parecer, había entrado a trabajar allí meses atrás, con ocasión de la apertura de un nuevo centro sanitario más moderno. Su tarea consistía en vigilar el antiguo sanatorio para que nadie entrara a robar el material que había quedado allí.

Los fenómenos extraños se hicieron patentes desde el primer día. Durante la mañana el rumor de los coches y el trasiego matinal tapaban cualquier ruido, pero cuando caía la noche y todo quedaba en silencio el hospital parecía cobrar vida. Una especie de llanto emergía de la zona de paritorios, muy cerca —ironías de la vida— de la morgue. Además, en las estancias superiores se escuchaban golpes de puertas que se abrían y cerraban solas pese a que no había nadie allí, y también se percibía el sonido de pasos que recorrían los pasillos.

Cuando escuché aquellas palabras, me levanté inmediatamente de la cama y cogí mi cuaderno para tomar nota de todo lo que estaba contando aquel hombre. El hospital al que se refería aquella voz sin rostro era el mismo en el que había nacido yo.

Esa noche apenas pude conciliar el sueño. Recordé que un viejo amigo me había contado meses atrás que su padre, miembro de la Policía Local, había acudido una noche a ese mismo hospital tras la llamada de un vigilante de seguridad que aseguraba que alguien se había colado en el edificio. Según me contó, su padre fue testigo de los pasos y ruidos propios de alguien que caminaba en las plantas superiores, pero tras una ronda de varias horas por todo el lugar no hallaron pista alguna.

Sin pensarlo dos veces, la tarde siguiente acudí a aquel edificio. Aunque se había abandonado dos años atrás el exterior no tenía un aspecto destartalado, si bien la fachada, una enorme mole gris llena de ventanas, transmitía ya cierta inquietud. A través de aquellas ventanas se vislumbraban las sombras solitarias de los sofás de orejas que tantos familiares ocuparon tiempo atrás.

Enseguida apareció la figura del vigilante del edificio, que salió a preguntarme qué hacía allí. En pocos segundos desfilaron por mi cabeza todo tipo de excusas, pero algo me dijo que lo mejor sería ir directo al grano.

—Verás, ayer escuché en la radio el testimonio de un trabajador de este lugar, contando que había pasado auténtico miedo en alguna de las guardias…

El hombre, con los ojos muy abiertos, me invitó a pasar al recibidor. La primera impresión fue el olor a hospital, que parecía mantenerse en el ambiente pese a llevar años cerrado. El suelo de mármol y las paredes de un blanco inmaculado daban aún mayor aspecto de amplitud. Unos metros más adelante se encontraba el pequeño puesto de guardia, una antigua sala de recepción habilitada para que los vigilantes pudieran pasar allí algunas de las horas de trabajo.

—Te diré algo: yo no sé quién llamaría a la radio, pero no me creo nada —dijo con cierta brusquedad.

—Es decir, que alguien debe de haberse inventado el testimonio…

—No quiero decir eso, ni mucho menos. De hecho, y que esto no salga de aquí, a mí me han pasado cosas. Pero si tengo que trabajar aquí a diario, prefiero no creerme nada.

—Pero ¿son cosas que te han parecido extrañas?

—Muy extrañas, pero uno siempre intenta darle una explicación lógica: que es el viento, que puede ser algún animal…, cualquier cosa sirve como excusa.

Mantuvimos una larga conversación que al final pareció no conducir a nada. El hombre no estaba dispuesto a profundizar en los detalles de sus experiencias, y tenía todo el derecho del mundo. De modo que preferí marcharme y volver en otro momento, tal vez cuando el turno hubiera cambiado, a ver si así encontraba al autor de la llamada. Pero cuando estaba a punto de salir por la puerta, tras agradecerle su amabilidad, el vigilante se interpuso en mi camino.

—Javier, si quieres que alguien te cuente más detalles, vuelve esta noche a partir de las once. Tengo dos compañeros que han pasado verdadero miedo aquí dentro.

Aquella información de última hora me vino de perlas. Tras agradecerle una vez más su ayuda me marché a casa a cenar, pero la impaciencia me impidió probar bocado.

La habitación de la quinta planta

Cerca de las once regresé caminando al hospital. El frío inundaba las calles mientras los sintetizadores de Vangelis me acompañaban a través de los auriculares del iPod. Sin apenas darme cuenta, me descubrí dando grandes zancadas y abriéndome paso entre la gente que caminaba tranquilamente por el centro de la ciudad.

Al cabo de quince minutos volvía a estar cerca del hospital, pero esta vez el edificio se resguardaba en las sombras. Como si éstas lo hubieran devorado, tiñendo de negro su pálida fachada.

Me colé bajo la barrera del aparcamiento y me encaminé hacia las dos siluetas que aguardaban en la puerta.

—Buenas noches —dije tendiéndoles la mano, antes de presentarme.

Ellos me escucharon durante unos minutos mientras les explicaba la razón de mi visita. Sus rostros, desconfiados al principio, se fueron transformando a medida que yo les contaba que llevaba años recabando testimonios como los suyos. Finalmente me permitieron entrar en el hospital, e incluso me atrevería a decir que fuimos forjando una relación de confianza que desembocó, con el paso de los días, en una curiosa amistad. Después de esa primera visita fueron varias las noches de investigación en el hospital, pero ninguna se puede comparar a aquélla.

Caminando por pasillos y escaleras, las sensaciones iban variando en cuestión de segundos. Pese a que había calefacción en todo el edificio, recuerdo un frío extremo y palpable en la tercera planta. Huelga decir que los radiadores funcionaban a la perfección. Las ventanas estaban cerradas herméticamente, y pese a ello escuchamos en varias ocasiones cómo las puertas de la primera planta se cerraban de golpe.

—Eso es bastante habitual —me explicó F.[42] cuando el primer portazo me dejó paralizado en medio de un oscuro pasillo—. En la puerta de entrada hay una cadena que cuelga de la manija, precisamente para que el ruido nos avise si alguien intenta entrar. Pues bien, todos los que trabajamos aquí hemos escuchado cómo la cadena golpea la puerta con fuerza, como si alguien la hubiera abierto, y al ir corriendo pensando que alguien se había colado nos hemos encontrado con que no había nadie. Pero la cadena se mueve sola y con fuerza, como si le hubieran dado un manotazo.

Por lo general, para poder encender la luz de un corredor había que atravesarlo antes completamente a oscuras, pues la caja de los fusibles se encontraba al fondo del pasillo. Recorríamos aquellos tramos en silencio, y sólo cuando regresaba la luz los vigilantes seguían relatándome su experiencia.

—Escuchar llantos clarísimos en la zona de la morgue y en la UCI es bastante habitual. Y puedo decirte que no son gatos, porque allí no hay nadie. Y en una ocasión, mientras permanecía sentado en la sala de estar que nos han habilitado, a un compañero mío le tiraron un adorno de Navidad que fue rodando por el suelo hasta sus pies. No es que se cayera de la pared, es que se lo lanzaron desde el pasillo. También es habitual que el ascensor se ponga solo en marcha.

—¿Y alguien ha llegado a ver algo, alguna figura?

—Pues sí: yo —me contestó N. B.—. Una vez vi pasar clarísimamente una figura tras la puerta de cristal que hay entre la capilla y la escalera. Lo vi muy claro, como te veo a ti ahora. Era una sombra muy negra, con forma definida. La vi de cintura para arriba, como si no tuviera piernas. Ahí se me puso la carne de gallina y casi tuve que encerrarme en nuestra sala. Lo pasé muy mal, contando las horas hasta que amaneció. ¿Y sabes lo peor? Que tenemos una tarjeta con la que hay que ir fichando por el edificio, de modo que no tenemos más remedio que ir planta por planta cada hora, pasando la tarjeta por todos los lectores que hay en los pasillos.

Continuamos caminando. Para mi sorpresa, todo seguía como si el hospital se hubiera cerrado la noche anterior. Las habitaciones estaban equipadas con camas y goteros, en los quirófanos permanecían las mesas de operaciones con sus grandes focos y en la recepción había todo tipo de material médico. En la morgue, los congeladores metálicos seguían encajados al fondo de la sala. Aquél era el lugar del que tantas noches, según los testimonios, habían surgido los llantos que acababan propagándose por el pasillo.

Al llegar a la quinta planta, los dos vigilantes me acompañaron a una habitación en particular. Se encontraba casi al fondo del pasillo, por lo que paramos ahí antes de llegar a la caja de luces. La linterna enfocó el número de la estancia: 507.

—Esta habitación daba bastante miedo a las enfermeras. Dicen que aquí murió una paciente muy joven que había sufrido un accidente de tráfico. Estaba postrada en la cama, y sólo podían moverla por medio de los raíles que hay en el techo —dijo mientras iluminaba con la linterna los carriles ya oxidados—. Bueno, pues un día, cuando iban a llevarla a rehabilitación, dicen que se quedó muerta, colgada del techo. Y las máquinas empezaron a pitar, avisando de que había paro cardíaco. Al parecer, tiempo después de llevarse a la niña y del funeral, cuando las enfermeras del turno de noche estaban trabajando, de repente se iluminaba la luz de la habitación y empezaban a sonar las máquinas. Y las enfermeras no querían entrar, porque sabían que allí no había ningún paciente.

Con el vello erizado y un inquietante escalofrío que me recorrió la espina dorsal, le pregunté si él había tenido también alguna experiencia.

—Pues una de las noches que escuché pasos y golpetazos, me asusté tanto que me salí fuera. Y desde el jardín pude ver clarísimamente la figura de una persona que estaba sentada en el sillón junto a la ventana. Estaba muy asustado, pero podía ser alguien que se hubiera colado, de modo que subí corriendo. Era exactamente esta habitación, la 507, pero aquí no había nadie.

A partir de aquella primera noche regresé al hospital en varias ocasiones, y también tuve numerosas experiencias que no sabría muy bien cómo explicar. En una de ellas, caminando por la primera planta junto a F. R., un pitido inquietante nos hizo dar un brinco. Cuando nos dimos la vuelta fuimos testigos de cómo las puertas del ascensor se abrían completamente solas, generando un gran estruendo cuyos ecos resonaron por todo el edificio. Huelga decir que no había nadie más con nosotros.

Aquella misma noche colocamos grabadoras en varios puntos del hospital, una de ellas al final de un oscuro pasillo flanqueado de puertas a ambos lados. Recuerdo, al atravesarlo en soledad, la sensación, quizá producida por la sugestión, de estar siendo observado desde una de las habitaciones.

Esa misma noche, escuchando en casa el material, descubrí con un escalofrío que en la grabación se había registrado el sonido de varias puertas cerrándose con fuerza.

Más testimonios sobrecogedores

Semanas después de recibir el documento oficial de la Guardia Civil —en el que se narraba la aparición de una extraña figura al final de un pasillo y que incluso hizo que alguno de los allí presentes desenfundara el arma—, conseguimos convencer a aquel miembro de las fuerzas de seguridad del Estado de que acudiera al plató de Cuarto Milenio para contar su experiencia.

Aquello fue como abrir la caja de Pandora. Desde ese instante, nuestros correos electrónicos empezaron a ser bombardeados con información procedente de diferentes trabajadores del viejo hospital menorquín. Incluso los medios de comunicación locales se hicieron eco de la noticia. Por ejemplo, el periodista David Marqués, del diario Última Hora, recogió nuevos testimonios pocas horas después de la emisión del reportaje. Bajo el titular «Los intrusos del antiguo hospital Virgen del Toro»,[43] el texto de la noticia decía así: «Luces que se apagan y se encienden en las plantas superiores, ruidos, pasos, risas, ascensores que funcionan solos, puertas de quirófanos que se abren sin motivo y timbres que suenan en plena noche… Guardias de seguridad dicen haber sido testigos de sucesos sin explicación aparente, que los más incrédulos atribuyen al elevado número de intrusos que ha venido registrando el Virgen del Toro desde su cierre.» Y continuaba: «Habla el antiguo responsable de seguridad del centro: “Las cámaras de videovigilancia captaban sombras en plena noche”.»

Aquellos días pude hablar con Juan Tur, jefe de celadores durante varios años, quien había tenido experiencias aterradoras. También localicé a Pedro Sintes, miembro del equipo de seguridad encargado de vigilar el hospital a través de las cámaras de vídeo. Según su relato, una noche tuvo que acudir al recinto porque las alarmas habían saltado de forma repentina. Al llegar al enorme edificio blanco de más de seis plantas partido por un frontón principal, entró en completa soledad y recorrió los pasillos en busca de aquello que había hecho que se disparasen los sensores. Pero allí no había nadie. En un momento determinado empezó a sentir auténtico pavor, un miedo que se adueñó de él en cuestión de segundos y sin motivo aparente. En ese preciso instante sus compañeros, que trabajaban en la oficina observando todo lo que ocurría a través de las imágenes que devolvían las cámaras de seguridad, vieron que junto al compañero que se encontraba en el lugar se materializaba una figura negruzca, como una niebla que iba adquiriendo forma poco a poco. Como algo etéreo en medio del pasillo.

Tras su testimonio, aún aterrado pese a que había pasado tiempo desde la experiencia, hice lo imposible para conseguir aquellas cintas, pero la labor fue infructuosa: cuando conseguí localizarlo, el director de la empresa se negó en redondo a hacer ningún tipo de declaración. También hice cuanto estuvo en mi mano por conseguir un permiso para entrar en el hospital, que me fue denegado de forma casi automática. Una vez más, la ley del silencio.

No contentos con ello, desde la Comandancia de la Guardia Civil en Mahón se inició una campaña de descrédito contra el guardia civil que nos había facilitado aquel insólito documento, tratando de ensuciar públicamente su imagen con incongruentes falacias que poca o ninguna relación guardaban con la realidad. Además, alguien que lo había reconocido ante las cámaras le rajó las ruedas del coche poco después de ofrecer su testimonio. Antes de marcharse, esa misma persona aprovechó para escribir una palabra sobre el capó del coche: fantasma.