SÁBADO
 
«Cuando se acercaba, el demonio le arrojó por tierra y le agitó violentamente; pero Jesús increpó al espíritu inmundo, curó al niño y lo devolvió a su padre».
Lucas 9, 42
Al despertar, me vi sentado en el suelo, con las manos atadas a la espalda. Frente a mí, la imagen de Cintia me daba la espalda, flanqueada por cirios de color negro cuyas llamas iluminaban la oscura capa impuesta sobre la joven. A un lado, otra persona ataviada con una túnica también de color negro realizaba los últimos preparativos, entre los que destacaba la daga que descansaba encima de los manuscritos. A su alrededor, las pequeñas velas que lo rodeaban eran prendidas por el desconocido cuyo rostro cubría la capucha de su túnica. Su identidad dejó de ser una incógnita cuando se giró para comprobar que, efectivamente, había despertado de mi breve sueño.
—Octavio... —dejé escapar, incrédulo ante el afable rostro que me era desvelado.
—Imagino que soy la última persona a la que creería encontrar en este lugar, ¿verdad? Cintia me ha estado poniendo al corriente de algunas de sus pesquisas y sospechas, en referencia a los asistentes al curso. Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos nos ha ido sorprendiendo, no solo a ustedes, sino también a mí.
—Pero, ¿por qué...?
—Es una historia un tanto larga. Usted y su amigo, el Padre Dámaso, han tenido mucho que ver en este precipitado desenlace de mi búsqueda. No se imagina el tiempo que ha transcurrido desde que tuve el primer manuscrito entre mis manos.
—¿Por qué Cintia? —no podía evitar fijar la mirada en el cuchillo que, amenazante, apuntaba en dirección a la joven.
—Esa es la principal sorpresa de la que quería hablarle. Ya teníamos prevista una víctima, pero usted y su maestro se empeñaron en robar a Satanás el tributo que habíamos de ofrecerle.
—Adrián...
—Exacto, Adrián. Ese niño había sido poseído por un espíritu. Era lo que podríamos considerar como el verdadero inicio de este ritual. Si le contara parte de la historia escondida tras estos manuscritos, no se lo creería.
—Cintia sabía algo acerca de ellos...
—Cintia hizo un descubrimiento de lo más valioso entre las posesiones de su padre. Gracias al hallazgo de esos libros de rituales, le tengo a usted aquí, como testigo privilegiado de lo que va a suceder. Cuando interrumpí la conversación que estaba manteniendo con ustedes, tuve la certeza de que usted intentaría acceder aquí. ¿Por qué cree que se ha encontrado la puerta de entrada abierta? Le he visto llegar y salir del coche. Ha llegado justo a tiempo.
—¿Por qué quería tenerme aquí?
—Necesitaba una víctima... y un testigo —Octavio caminaba pausadamente, envuelto en las vestiduras oscuras dispuestas para el ritual—. La víctima era ese inocente niño, un alma pura que habría de ser ofrecida para que el ritual pudiera llevarse a cabo del modo más apropiado.
En aquel momento, mi anterior temor dio paso a una ira que no pude contener.
—¿Cómo eres capaz de acabar con la vida...?
—No he dicho que vaya a acabar con la vida de nadie, Fray Ángelo —la voz de Octavio tronó en el patio—. Simplemente, voy a ofrecer a Satanás un cuerpo habitable, un templo en el que morar. Si piensa que ese cuchillo es para matar a Cintia, está equivocado. Ciertamente, perderemos a la chica risueña que siempre ha sido. Cuando el diablo habite en su interior, esa joven morirá, espiritualmente hablando. No se trata de matar, sino de transformar, iluminar el conocimiento. Pero  para alcanzar ese conocimiento es necesario entregar algo a cambio. Cuando Romero y yo trazamos los pasos a seguir, todo parecía sencillo: una víctima inocente, desconocida. Alcanzaríamos la sabiduría verdadera sin renunciar a nada. Pero cuando su maestro expulsó al espíritu que había de preparar el camino de esa transformación, comprendí que debía elegir una víctima que realmente supusiera un verdadero sacrificio.
—¿Y estás dispuesto  a perder a Cintia? Ella te quería...
—Incluso su padre habría accedido a presentarla como ofrenda.
—No...
—Usted no conocía a Romero, Fray Ángelo. Ni siquiera su hija lo ha conocido como yo. Ella ha convivido con el arqueólogo, el buscador de tesoros y contador de historias. Yo, en cambio, he convivido con el otro Romero, el hombre que se transformó en adorador del diablo, en siervo de la oscuridad. Cintia participó de sus hallazgos, muy distintos a los que él esperaba encontrar. Yo he participado de una búsqueda muy diferente, como son esos manuscritos, esos libros rituales y lo que Cintia le mostró como un diario: notas que los ayudantes de Romero habían trazado sobre otras descubiertas anteriormente. Nadie como yo ha conocido al verdadero Romero en el ocaso de sus días. Y no dejo de pensar que su repentina muerte fue un castigo divino tras las incontables maldiciones que hizo recaer sobre ese inocente niño.
—Pero tú has estado todo este tiempo con Cintia, ¿cómo puedes traicionar su confianza de este modo?
—¿Traicionar? ¿Cree que para mí ha sido fácil permanecer a su lado todo este tiempo? He tenido que ocultarle la verdad acerca de su padre, para evitar que su memoria quedara manchada para siempre. Imagínese si todo esto que le he contado llega a sus oídos.
Octavio se acercó a la joven y acarició sus cabellos, despeinados por el roce del aire.
—Ella no puede escucharnos. Está sumida en el trance que precede al ritual. Hipnosis, nada más. Lo verdaderamente importante es lo que viene ahora. Romero iba a encargarse de llevar a cabo la ceremonia. Él era el verdadero siervo de Satanás. Cuando estaba con él, tenía que reprimir mis creencias. Pues aunque no lo crea, siempre me he considerado un hombre de Fe.
—¿Y cuál es su fe? —pregunté, convencido de que Octavio me mentía acerca del padre de Cintia.
—Mi fe en Dios, Fray Ángelo. No es posible creer en el diablo si no se cree en Dios. Le sorprendería conocer la certeza de la existencia de Dios en muchos de aquellos que sirven al maligno. Si los que acuden a las iglesias tuvieran esa misma certeza, probablemente el diablo no tendría mucho que hacer en este mundo. Sin embargo, estamos sumidos en una fe oscurecida por el materialismo de una sociedad que nos consume. Esto que a mí me irrita profundamente, a Romero le traía sin cuidado. Su verdadera obsesión siempre fue derrotar a la Iglesia de Cristo. Y para ello, nada mejor que hacerlo a través de unos manuscritos cuya pista llevaba siguiendo desde hace años. Romero decía que estos textos habían sobrevivido a toda clase de persecuciones e intentos por acabar con el culto a Satanás. Escondidos bajo la apariencia de la sagrada alabanza a Dios, habían pasado inadvertidos a los ojos de los enemigos de Satanás y esperaban la hora de volver a reunirse para, llegado el momento y en el lugar apropiados, alcanzar el propósito para el que fueron creados.
—¿Y usted cree que éstos son el lugar y el momento adecuados?
—Así lo creía Romero. El lugar es tradicionalmente considerado como una de las puertas del infierno, así como uno de los centros de mayor energía. Romero tenía la convicción de que aquí, donde estamos ahora, se encontraba el mayor vórtice de energía telúrica, capaz de abrir esa entrada mediante la invocación denominada  «Adventus», tal y como les dijo Cintia antes de que tuviera que interrumpir su conversación.
»En cuanto al momento, el Sábado Santo  representa la muerte de Cristo, su ausencia. De igual modo que es un día en el que no se celebra la Eucaristía, Romero estaba convencido de que era la fecha señalada para que el poder del maligno se viera libre de las ataduras a las que era sometido por la influencia de Dios y sus seguidores.
—¿Y usted cree todo eso?
—¿Usted creía en las manifestaciones del diablo a través de la posesión? —Octavio dejó escapar una sonrisa tras el silencio ocasionado por su pregunta—. Como puede ver, no somos tan distintos. Ambos somos hombres de fe. Nuestra mayor diferencia es que usted aún cree en la humanidad, en el poder transformador de sus oraciones. Usted cree en la bondad del hombre. Yo no. La humanidad lleva años abocada a su condenación. Y la venida de Cristo no ha hecho más que retrasarla. Piense por un momento en cómo era la vida antes de Jesús. Había sufrimiento,  guerras y muertes provocadas por el hombre. Y ahora, tras haber recibido al hijo de Dios, lo único que ha cambiado es que la evolución nos permite llevar a cabo una mayor devastación.  Por eso me gustaría que usted se convirtiera en testigo privilegiado de este rito. Si la venida de Cristo no hizo cambiar el rumbo de la deriva humana, es el momento de ver cómo reaccionará el mundo ante la venida de Satanás. Porque si no sirve para llevar a cabo la conversión del ser humano, al menos acelerará su propia destrucción.
—¿Es eso lo que quieres provocar? ¿La destrucción de la humanidad?
—La humanidad ha tenido demasiadas oportunidades ya, Fray Ángelo. Es hora de entregar a Satanás el reino que le pertenece, pues es un mundo habitado por la maldad. Solo tras el reinado de Satanás tendrá lugar la segunda venida de Cristo, la Parusía anunciada en el libro del Apocalipsis. Observe con atención, Fray Ángelo —Octavio ocultó su rostro tras la capucha de su túnica—, porque estamos a punto de ver cumplida una parte de las Sagradas Escrituras.
La mirada de Octavio ya no era la de aquel hombre amable y preocupado por Cintia. Su rostro se había transformado en el propio de quien, llevado por sus delirios, es capaz de cometer cualquier locura.
Las cinco velas situadas en torno a los manuscritos se mantenían encendidas, con débiles llamas cuya luz se proyectaba sobre el texto. El filo del cuchillo parecía cobrar vida al ser iluminado por los continuos resplandores. Cintia continuaba en estado de trance, de pie, inmóvil.
Octavio extrajo un libro que guardaba en el interior de su túnica. Apenas pude ver la imagen de su portada, un demonio con cola de serpiente, cuernos de carnero y cuatro brazos. Sostenía una guadaña con dos hojas, una en cada extremo. Supuse que sería uno de los libros que había mencionado Cintia, donde se ocultaba la invocación contenida en los manuscritos así como el ritual que habría de llevarse a cabo.
De rodillas frente a los manuscritos, Octavio comenzó a leer en voz baja uno de los textos contenidos en aquel antiguo grimorio; palabras que, escuchadas en susurros, llegaban a mis oídos de forma imperceptible.
Mientras el ritual daba comienzo, traté de soltarme, aprovechando que Octavio me había dado la espalda y ya tenía todos sus sentidos concentrados en el interior de aquel libro maldito. Pasó varias hojas antes de tomar el cuchillo. Su hoja brilló, amenazante.
Octavio tomó de la mano a Cintia y, con un pequeño corte, manchó el cuchillo con su sangre. Supuse que era todo cuanto necesitaba para poder ofrecer al diablo aquel cuerpo como morada. Después de trazar sobre su pulgar izquierdo otro nuevo corte, impregnó los tres manuscritos con su propia sangre, como la firma de un pacto que probablemente otros ya habrían intentado sellar a lo largo de los siglos.
A la hora  de dar vida a la invocación contenida en los manuscritos, el único oficiante de aquella ceremonia maldita elevó la voz y pronunció las palabras ocultas en el primero de ellos, sosteniéndolo con ambas manos. Sus palabras resonaron en el patio, como el grito de una súplica.
Mis sigilosos esfuerzos por soltarme de la cuerda que me aprisionaba fueron vanos. No había forma de deshacer el nudo que me condenaba a permanecer como único testigo del ritual. Temí que, cuando el mismo terminara sin dar resultado, Cintia y yo pudiéramos sufrir las consecuencias de aquella frustración.
Sin embargo, para mi sorpresa, durante la pronunciación de las palabras del primer manuscrito sucedió algo que me resultaba imposible de creer.
La oscuridad del patio se interrumpió por una luz creciente que trazó una línea en el suelo, unos metros por delante del centro del patio. De esa primera línea brotaron varias llamas, frágiles en un primer momento, como la luz de los cirios. Dieron forma a lo que parecía un portal traslúcido de un color pálido.
Satisfecho por el resultado de sus primeras plegarias, Octavio tomó el segundo manuscrito. Antes de comenzar su lectura se giró un momento para observar mi atónita reacción. Dejó escapar una sonrisa y se giró para alzar de nuevo la voz, en pie y casi a punto de poder acariciar aquella brecha abierta en el espacio. No creía lo que veían mis ojos. No quería creer que aquello fuera cierto. La calma de la noche había sido quebrada por aquella visión, que cobró vida ante mí como la peor de mis pesadillas. Al otro lado del portal, el vacío dio paso a toda una serie de imágenes que se iban sucediendo, acompañadas de sonidos que resonaban en mi interior.
Contemplé rostros de dolor, un sufrimiento acompañado con terribles lamentos que iban y venían. Hombres, mujeres, niños cuyas imágenes se sucedían al otro lado, borrosas siluetas que se desvanecían para dar paso a otras igualmente terribles. Contemplé caras desfiguradas con miradas repletas de odio.
No podría describir la sensación que me causaba aquella sucesión de imágenes y lamentos; una visión que, sin duda, era lo más parecido al infierno que alguien podría imaginar. No había fuego, sino un vacío del que continuamente emergían los rostros de aquellos cuyo sufrimiento no parecía tener fin. Por un instante cerré los ojos, aterrado.
Cuando mi mirada se perdió de nuevo en aquel vacío insondable, descubrí otros seres que, lejos de sufrir el dolor que había visto anteriormente, se acercaban lentamente. Parecían humanos, pero su mirada reflejaba un odio que iba mucho más allá de lo humanamente posible. Al principio fueron pocos, después se les unieron muchos más, hasta formar una multitud que se aproximaba a nosotros. Entre ellos surgió una desconcertante imagen: un anciano provisto de una túnica que ocultaba parte de su mirada tras una capucha. Se adelantó al resto y, como si estuviera esperando una orden, se detuvo frente al portal. Su aspecto cobró nitidez y, salvo por su apariencia, resultaba como la imagen reflejada en un espejo que el propio Octavio pareciera estar contemplando.
El historiador había terminado de pronunciar las últimas palabras del segundo pergamino. Su mirada se adentró en el portal, donde ya todo era silencio. El anciano y la multitud que lo seguía esperaban impacientes.
—No lo hagas, Octavio —supliqué aterrorizado por la visión que contemplaban mis ojos.
—Del libro del Apocalipsis, capítulo veinte —Octavio se giró un instante para recordarme aquello que, según él, debía cumplirse—. Luego vi a un Ángel que bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y una gran cadena. Dominó al Dragón, la Serpiente antigua - que es el Diablo y Satanás- y lo encadenó por mil años. Lo arrojó al Abismo, lo encerró y puso encima los sellos, para que no seduzca más a las naciones hasta que se cumplan los mil años. Después tiene que ser soltado por poco tiempo.
El anciano mantenía oculta su mirada. Sujetando un báculo con su mano izquierda, las arrugas que dejaba al descubierto eran fiel reflejo del paso de incontables años. Por detrás de él, la muchedumbre parecía inabarcable con la mirada, infinita.
—¿Ahora cree en mis palabras, Fray Ángelo? —Octavio tomó el último pergamino—. Únicamente el dolor puede llevar a la verdadera necesidad de Dios. Hoy vamos a traer a la humanidad ese dolor, el poder del infierno desatado entre nosotros, para que todos conozcan el verdadero rostro de Satanás, escondido bajo la máscara de los actos y crueldades de este mundo. Muchos suplicarán a Dios por sus vidas. Lo que hemos de preguntarnos ahora es si Dios tendrá la piedad suficiente como para acudir en ayuda de quienes se negaron a recibirle.
—Octavio, por favor...
—Es necesario, Fray Ángelo —contestó mientras tomaba el último manuscrito—. Debemos acabar con el mundo, tal y como lo conocemos. Solo así llegaremos a la verdadera purificación. Tras el reinado del mal, la obra de la creación será renovada. Veremos un cielo nuevo, y una tierra nueva... La nueva Jerusalén.
Octavio elevó la voz una vez más. Sus manos temblorosas sujetaban el tercer pergamino  mientras sus labios pronunciaban la última parte de aquella sentencia condenatoria del mundo. Las legiones al otro lado del portal parecían a punto de ponerse en marcha. El anciano aguardaba pacientemente.
Escuché unos pasos a mis espaldas. Antes de que pudiera girarme para contemplar al recién llegado, vi algo que surcaba el aire por delante de mí hasta caer a los pies del portal y hacerse añicos. Era uno de los frascos de agua bendita del Padre Dámaso. Su contenido salpicó el portal así como a Octavio, que interrumpió sus palabras.
—¡Detén esta locura! —la voz del exorcista se adueñó de la oscuridad. Arrojó otro de los frascos y su contenido se vertió sobre los dos primeros pergaminos. En ese instante, las velas y cirios se apagaron y el portal se desvaneció ante nosotros.
—Maldito seas, ¿qué haces? —Octavio dejó caer el tercer manuscrito. Lleno de ira, se dirigió hacia el Padre Dámaso. Sin embargo, antes de llegar a él, dio un paso hacia atrás y tomó el cuchillo.
—¡Octavio, no! —grité tratando de impedir que la locura se adueñara de él. Parecía que ya era tarde. La mirada enloquecida del historiador permanecía fija en el sacerdote que había interrumpido el ritual. El portal había desaparecido. En su lugar únicamente quedaba la visión de la penumbra reinante en el patio.
El Padre Dámaso, al ver a Octavio dirigirse hacia él, caminó hacia atrás. No había creído a aquel hombre capaz de hacerle daño. Se equivocaba. Bajo la mirada de quien caminaba hacia él descubrí una ira incontenible, similar a la reflejada en el rostro de Adrián cuando el espíritu que lo poseía se dejaba ver a través de sus ojos.
—Octavio, no lo hagas.
En esta ocasión fue la voz de Cintia la que suplicó por la vida del Padre Dámaso. La joven había despertado del trance. Se dirigió presurosa hasta el amigo de su padre, para intentar convencerle de que soltara el arma.
Durante un instante, Octavio se giró y miró a Cintia. Pero aquella súplica no hizo más que retrasar unos segundos el firme propósito de acabar con quien había echado por tierra sus esfuerzos y los de Romero.
El historiador  volvió a detenerse, a tan solo unos metros del Padre Dámaso. Miró por detrás de él y reparó en la llegada de varios hombres, que emergieron entre las columnas.
—¡Alto! ¡Detente!
Los gritos de Jean Marie provocaron una inmediata reacción en Octavio, que echó a correr en sentido opuesto. Pasó a mi lado cuando Cintia estaba a punto de desatarme. Le vi coger los otros dos manuscritos y salir corriendo en dirección a la basílica. En una mano llevaba un manojo de llaves, entre las que buscaba una que pudiera ayudarle a escapar de la policía, que no tardó en llegar hasta nosotros.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Jean Marie cuando ya pude incorporarme.
En la oscuridad que reinaba bajo la fachada de la basílica, Octavio acabó perdiéndose por alguna puerta que no podíamos ver desde el centro del patio.
—Nosotros nos encargamos —afirmó el francés, a cuyo gesto acudieron dos hombres.
—Os acompaño —respondí de forma inmediata al ver las armas que portaban los policías. No quería que le sucediera nada malo a Octavio.
—No te preocupes...
—Déjame hablar con él —insistí ante una primera negativa de Jean Marie.
—De acuerdo, pero no te separes de nosotros —se giró para dar instrucciones a varios policías, a quienes ordenó cubrir cada una de las posibles salidas del monasterio a través de las puertas exteriores.
—Creo que tiene todas las llaves del recinto —dije a Jean Marie mientras corríamos hacia la basílica—. Y puesto que trabajó aquí, quizá conozca bien el interior del palacio.
—¿Conoces el recinto? —preguntó el francés, a punto de adentrarse en el interior de una basílica sumida en la oscuridad.
—Únicamente la parte visitable... Y no toda. Precisamente estuvimos en el monasterio con él, este martes.
—Bien, es probable que tengamos que separarnos. Sin embargo, uno de mis hombres permanecerá a tu lado —señaló a uno de los corpulentos guardias con los que había compartido viaje de ida y vuelta el día en que conocí la verdadera identidad de Jean Marie.
—Creo que tiene un cuchillo —estaba convencido de que, además de los manuscritos, se había llevado consigo el arma con el que había amenazado al Padre Dámaso.
—Razón de más para tener cuidado. No me gustaría que alguien resultara herido por culpa de la demencia de este loco.
Me hubiera gustado confesar al francés que el problema de Octavio no era su demencia. Había comprobado por mí mismo la existencia de una maldad escondida en las profundidades de lo que parecían ser las entrañas del infierno. Sin embargo, no estaba seguro de que Jean Marie fuera a creerme. No había palabras para definir aquello que había experimentado en cuestión de segundos; unos segundos que me habían parecido toda una eternidad, como la que se escondía al otro lado del portal. Aunque el inspector pudiera creerme, no había tiempo para explicar aquella estremecedora visión.
Gracias a la luz de las linternas portadas por los hombres de Jean Marie, pudimos acabar con la oscuridad reinante en las proximidades de la basílica. El recinto quedó repleto de sombras cambiantes al contacto con los pálidos reflejos. Atravesamos el sotacoro, cuyo aspecto resultaba aún más enigmático, envuelto en la penumbra que nos rodeaba.
Alcanzamos el interior de la basílica. Los policías estaban dispuestos en línea, abarcando todo el recorrido, buscando entre las columnas y pasillos que definían el trazado del recinto sagrado.
—Toma —el francés me dio una linterna—. No se nos puede escapar.
Llegamos al presbiterio. Al otro lado se encontraba el palacio del Rey, así como el panteón real.
—Acompañad a Fray Ángelo —Jean Marie habló a dos de sus hombres cuando me disponía a atravesar la entrada que conducía a la cripta. Él se internaría en las estancias del palacio seguido por otros dos.
Uno de mis acompañantes se situó en primer lugar, abriendo el paso.
Las luces que manaban de las linternas fueron iluminando las paredes y escalones que nos separaban de los panteones. Un escalofrío recorrió mi cuerpo durante aquel sigiloso trayecto a través de las tumbas que daban forma a la cripta, estancias que ya de por sí me habían resultado estremecedoras cuando estaban perfectamente iluminadas y repletas de turistas. El aire era gélido, las sombras se movían con cada paso que dábamos, y nuestras pisadas, aunque silenciosas, dejaban como rastro un eco que resonaba en los peldaños y el suelo de las salas que íbamos atravesando.
Tras cruzar el Panteón de los Infantes nuestra búsqueda finalizó en el Panteón Real. En su planta circular no se abría ninguna otra salida. Las luces de las lámparas se encontraron con un altar y, por encima de éste, el crucifijo que presidía la estancia donde figuraban los nombres de quienes habían sido enterrados allí.
En aquel momento, sentí la necesidad de abandonar el lugar lo antes posible. Resultaba demasiado lúgubre y sombrío tras las frágiles luces que iluminaban el final de un recorrido tenebroso y casi angustioso.
—Por aquí no hay salida posible —dijo uno de los hombres de Jean Marie—. Regresemos a la iglesia.
Apenas habíamos dejado atrás la cripta cuando unas voces llegaron hasta nosotros, cada vez más fuertes.
—¡Fray Ángelo! —escuché a uno de los policías, que venía corriendo desde el palacio—. Le hemos encontrado. Venga conmigo.
—¿Dónde se encuentra? —pregunté mientras le seguía. Había visto en la expresión de aquel hombre algo que no me había gustado, el rostro de quien teme contar lo que está ocurriendo.
Recorrimos varias escaleras y pasillos sumidos en la oscuridad. Resultaba difícil guiarse con la única luz de las linternas.
Pensé que iríamos al Palacio del Rey, pero retomamos el paso por la basílica, ahora en sentido contrario, hasta llegar al Patio de los Reyes.
La escena que tenía lugar allí me hizo comprender lo ocurrido. Eran varios los policías cuyas linternas apuntaban hacia lo alto, tratando de alcanzar el rostro de las imágenes de los reyes de Jerusalén.
—¿Dónde está Cintia? —pregunté nada más llegar hasta el Padre Dámaso. El monje permanecía con la mirada perdida allí donde las luces se cruzaban tratando de iluminar las ventanas de los balcones situados tras los monarcas.
—Salió corriendo... —el sacerdote tenía la voz quebrada, y los ojos llorosos—. No pudimos evitar que lo hiciera.
—¿Dónde está? —insistí mientras observaba los vanos intentos de las luces, que se perdían antes de poder alcanzar cualquiera de los tres balcones.
—¿Y Jean Marie? —pregunté a uno de los policías.
—Han ido a buscarle. Probablemente estará recorriendo las estancias reales en busca de Octavio. Hemos visto una sombra en uno de los tejados, pero no podemos confirmar si es él.
En ese momento, la voz de Cintia corroboró las primeras impresiones de cuantos se encontraban allí presentes.
—Octavio, no lo hagas.
La voz procedía de lo alto, donde las seis estatuas contemplaban impasibles una escena poco común.
—No te muevas, Cintia... Ni se te ocurra seguirme.
La voz de Octavio procedía de la misma altura, pero más a la izquierda. La penumbra dejada por las linternas desveló su sombra, que caminaba cautelosamente por el tejado de pizarra que recubría el patio. El historiador permanecía quieto, junto al borde.
—No, por favor —la voz de la joven se escuchaba impregnada de un sentimiento de desesperación—. Tú eres lo único que me queda... ahora que mi padre ha muerto. No quiero perderte a ti también.
—Deberías olvidarme... Y a tu padre también. Olvida quiénes éramos... No conoces la verdad sobre nosotros.
Temí que en aquel instante desvelara a la joven las atrocidades que él y su padre habían cometido llevados por unas creencias distintas, aunque de efectos igualmente inimaginables.
—Ven hacia mí, Octavio.
—¡No te muevas, Cintia! —gritó de nuevo el amigo de Romero, a punto de continuar desvelando los terribles planes que ambos habían trazado tiempo atrás.
Un objeto cayó al suelo del patio, alertando a quienes estábamos escuchando la conversación, sin una visión clara de lo que sucedía. La luz de la luna alumbraba la planta cuadrangular del patio pero mantenía sumida en la penumbra la fachada de la basílica.
—Un zapato —dijo uno de los guardias—. Uno de los zapatos de ella...
En ese instante, comprendimos que Cintia se disponía a caminar sobre el tejado, al encuentro de aquel que unos momentos antes había intentado ofrecerla como templo para el maligno.
A pesar de aquel suceso, la joven estaba dispuesta a perdonar a Octavio, porque tras la muerte de su padre, la ausencia del historiador supondría un vacío insondable, un espacio que nunca podría ser ocupado por nadie. Sin ellos, la chica no tenía nada.
—Perdóname, Cintia —la voz de Octavio estaba rota por un llanto inconsolable, un verdadero arrepentimiento.
Desde abajo pudimos ver una silueta que, dejando a un lado las imágenes de los reyes, caminaba en dirección hacia la sombra situada más a la izquierda.
La desesperación había llevado a ambos a un punto difícil de imaginar, un peligroso camino al borde del vacío que rodeaba interiormente el tejado. A mi lado, el Padre Dámaso parecía caer en un estado de ansiedad. Escuché su respiración acelerada al comprobar lo que sucedía en la altura.
—Octavio, quédate ahí —la sombra de la joven seguía moviéndose.
—No... Ya es tarde —los lamentos se escuchaban con menor claridad, como si el historiador hablara más bien para sí mismo.
—¡No te muevas, Cintia! —gritó Jean Marie. Su voz llegó también desde lo alto.
—El inspector se encuentra en uno de los balcones —dijo uno de sus hombres, que sostenía un móvil con el que parecía estar en contacto con el francés—. Va a intentar llegar hasta la chica.
—Cintia, ¿me oyes? —el inspector trataba de poner un poco de calma—. Quédate quieta.
No logró su objetivo. Por desgracia, Octavio continuó con su confesión.
—Lamento haber provocado todo esto, Cintia. Lamento haber seguido a tu padre en este camino. No tenía otra alternativa... Él me hizo jurar que, pasara lo que pasara, uno de los dos acabaría cumpliendo la misión que se nos encomendó.
—¿Qué misión? —preguntó la joven, nerviosa.
—La de hacer venir su reinado... Tu padre le había entregado su alma, le había prometido...
—¡No le hagas caso, Cintia! —Jean Marie trataba de hacer callar a Octavio mientras abandonaba el balcón por el que había accedido al tejado.
—¿Le había ofrecido su alma? ¿Te refieres a...?
—Romero se había entregado a Satanás —el tono de aquellas palabras tomaron un cariz diferente. Se escucharon desprovistas de llanto; como una reafirmación de su fe ciega en la promesa hecha.
Por desgracia, lo que había presenciado antes de que el Padre Dámaso interrumpiera el rito venía a confirmar las firmes convicciones de Octavio y Romero. Me giré hacia el otro monje para hacerle partícipe de la duda que me había surgido.
—Tal vez haya sido poseído por uno de esos espíritus malignos que hemos visto a través del portal.
—No —respondió el Padre Dámaso, en un tono triste—. Me temo que, por desgracia, es mucho peor. ¿Recuerdas lo que dice la Biblia acerca de la traición de Judas? Satanás entró en su corazón. Eso mismo es lo que ha pasado con Octavio y Romero.
—¡No! —el grito de Cintia fue estremecedor—. ¡Eso es mentira! Mi padre nunca haría eso...
—¡Lo hizo! ¡Y yo también! Ambos hemos estado durante los últimos años tratando de reunir los tres manuscritos, para dar forma a una invocación que ha sobrevivido al paso de los años.
—Mi padre no...
—Sí, Cintia. Quédate con el padre de familia que fue Romero hace muchos años... Olvida al siervo del diablo que, con la escusa del estudio de otras civilizaciones, no dejó de perseguir la llave que abriría de nuevo las puertas del infierno.
—¡No!
—Tu padre murió poco después de hallar ese último manuscrito. Cuando me enteré de que lo habías encontrado entre sus pertenencias tuve que simular el robo para poder quedármelo.
—¡Cintia! ¡No te muevas! —la voz de Jean Marie quedaba ahogada por las voces de Octavio, cuya rabia iba en aumento a medida que los recuerdos de Romero le hacían rememorar también el fracaso de su plan.
—¡Todo ha terminado, Octavio! —Jean Marie intentó hablar con el historiador—. Venga hacia nosotros, aún puede evitar un mal mayor.
—¿Un mal mayor? —gritó enfurecido el aludido—. Durante más de cinco años he estado persiguiendo viejas reliquias con la esperanza de hallar estos tres manuscritos. Y ahora que mi búsqueda estaba a punto de dar su fruto, sus amigos han acabado con la única posibilidad de purificar este mundo, gracias a la consumación de la profecía y la llegada del Juicio Final.
—No hay ninguna venida...
—Ellos lo han visto —Octavio escupió sus palabras, interrumpiendo la aseveración del francés—. Pregúnteles... Han visto su rostro, sus huestes a punto de entrar en este mundo para establecer su reinado... Ellos, al igual que yo, han contemplado el abismo y cuanto lo habita. ¿No me cree? Pregúnteles...
—Denos esos manuscritos, Octavio. Todo ha terminado.
—No, no ha terminado. No me arrebataréis los escritos con los que he de hacerle volver... Encontraré el modo de que...
—Octavio, no tiene otra salida. Entréguese.
—Pero Romero quería...
—Usted está a tiempo de cambiar. Olvídese de todo esto y venga hacia mí.
—Entonces, ¿es cierto? —la voz de Cintia interrumpió la conversación entre Octavio y el inspector.
—Sí, Cintia. Todo lo que te he dicho es cierto.
—Pero, durante todo este tiempo...
—Hemos tenido que mantenerte engañada... Tu padre te quería, y por eso te lo ha estado ocultando. Cuando le veía contigo, contemplaba al hombre que amaba a su hija. Pero cuando no estabas tú... No te imaginas lo que era capaz de hacer...
—No... —la joven estalló en sollozos.
Desde abajo, contemplamos su sombra, que daba un paso más hacia Octavio.
—Pero tú no... Tú no...
Octavio estiró el brazo. Su mano acarició la de Cintia, que permaneció a su lado durante unos segundos.
—Ven conmigo —habló la joven—. Olvida todo lo que ha sucedido y quédate a mi lado.
—Pero Cintia, después de lo que te he hecho...
—Olvídalo todo. Tú no me dejes.
Octavio enmudeció, asimilando aquellas palabras de perdón y compasión. Seguramente no lograba explicarse cómo había llegado al extremo de intentar cumplir el descabellado plan trazado por Romero. Sin embargo, acababa de ser perdonado. La dulce mirada de Cintia era capaz de borrar cualquier error cometido, por muy terrible que pudiera resultar.
—No me dejes —insistió ella.
Tras un dar un paso más, la joven tornó sus palabras en un grito desgarrador. Había resbalado al caminar por el tejado, probablemente presa de los nervios que la atenazaban.
Cintia se precipitó al vació sin que nadie pudiera evitarlo. Ni siquiera el propio Octavio, que caminaba a su lado; o Jean Marie, que se había ido acercando a ambos, pudieron evitar que se consumara la tragedia. El grito de la joven se ahogó, y su cuerpo sin vida quedó tendido en el suelo del patio.
A unos metros, los que aguardábamos expectantes el fin de la conversación quedamos consternados por la escena que acabábamos de presenciar.
Mientras los policías corrían hacia el cuerpo de Cintia,  yo me quedé junto al Padre Dámaso, que parecía estar sufriendo un mareo, o quizá algo peor. Se desplomó tras buscar mi mano para poder sujetarse.
—¡No! —Octavio contempló el trágico final de la chica—. ¡Cintia!
—¡No se mueva, Octavio! —Jean Marie se detuvo. No estaba muy lejos de la otra sombra que llevaba un tiempo inmóvil sobre el tejado.
—No... Ha sido por mi culpa... —el historiador no reprimió el llanto—. Todo ha sido por mi culpa...
Llamé a uno de los policías que se encontraban en el patio. El Padre Dámaso estaba tumbado en el suelo. Mantenía la mirada perdida, incapaz de hablar.
Escuché al guardia que, a través de su móvil, solicitaba una ambulancia.
—Hay que llevarle hasta la puerta de entrada —me dijo  nada más terminar la llamada.
Ayudado por otro de los hombres del inspector, incorporé al sacerdote para poder sacarle de allí.
—¡Octavio! —la voz de Jean Marie me llegaba cada vez más lejana, al igual que el llanto desconsolado de quien había provocado aquella tragedia. Su lloro cesó de forma repentina. Jean Marie trataba de hablar con él, en un tono de voz calmado que pudiera captar la atención de su interlocutor.
Antes de abandonar el patio dirigí una última mirada hacia la fachada de la basílica y el tejado que la circundaba. En aquel momento pude contemplar la imagen del historiador, al borde.
La insistencia de Jean Marie no sirvió de nada. Octavio se dejó caer hacia adelante, precipitándose al vacío y compartiendo así el mismo destino que Cintia, un trágico final para ambos que alimentaría la dramática historia en torno a los manuscritos.
La ambulancia llegó poco tiempo después de que estuviéramos fuera del patio, junto a la carretera. Para entonces, el Padre Dámaso ya se encontraba mejor. Todo había quedado en un repentino desvanecimiento sufrido tras contemplar el desenlace del suceso. El sacerdote parecía incapaz de hablar. Su mirada llorosa se perdía en el infinito. Probablemente se estaría preguntando, al igual que yo, cómo había podido suceder algo así.
Jean Marie no tardó en llegar hasta nosotros para interesarse por el otro monje, a quien atendían los sanitarios para asegurarse de que no era necesario su traslado.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el francés.
—Creo que solo ha sido un mareo.
—Es terrible... Esa pobre joven no debió haber llegado hasta allí. Pero ninguno de mis hombres pensaba que podría hacer algo así.
—Tras la muerte de su padre, Octavio era la única persona que tenía. Y a pesar de haberla traicionado de ese modo...
—No entiendo cómo alguien puede actuar así. Me refiero a lo de Octavio y esa obsesión... —Jean Marie me entregó los manuscritos—. ¿De verdad pensó que estos pergaminos pudieran hacer cumplir su deseo?
Tomé los textos. Uno de ellos tenía varias gotas de sangre. En otras circunstancias hubiera tratado de convencer a Jean Marie de la realidad que había presenciado durante el ritual; habría hablado con él acerca de la sobrecogedora visión que el Padre Dámaso y yo habíamos contemplado, atónitos. Pero en aquel momento, la tristeza me impedía incluso revelar mis sentimientos y mantener una conversación.
—Lamento lo de esa muchacha —Jean Marie debió de comprender mi estado de ánimo—. ¿Quieres que uno de mis hombres os lleve hasta la abadía? Es mejor que no os quedéis aquí. Vendrá la policía judicial para el levantamiento de los cadáveres y, en fin... Aquí ya no hay nada que hacer.
—¿Por qué me entregas los manuscritos? ¿No deberías quedártelos como prueba para las investigaciones?
—Ya no queda mucho que investigar, salvo el entorno de Romero, tal vez su pasado... Aunque no creo que podamos implicar a nadie más. Romero, Octavio... Los culpables están muertos, y por desgracia se han llevado consigo una vida inocente... No necesito esos manuscritos, prefiero que te los lleves. Estoy seguro de que te asegurarás de que no vuelven a causar ningún mal.
—En ese caso, y si el Padre Dámaso se encuentra en condiciones, creo que lo mejor será volver al monasterio. No hace falta que nos lleve nadie. Conduciré yo.
—De acuerdo. Te mantendré informado de lo que pase en las próximas horas. Imagino que tú y el Padre Dámaso querréis saber... Bueno, supongo que tal vez queráis asistir al entierro de la chica.
—Sí. Por favor, me gustaría que mañana pudiéramos hablar acerca de ello... Ya, con más calma.
—Bien —me ofreció la mano, aunque respondí con un abrazo—. No sé si volveremos a vernos, al menos en una temporada. Me temo que mi papel en todo esto ha llegado a su fin. Y no quiero demorar mi retorno a Francia. Gracias por toda tu ayuda, Ángelo.
—Gracias a ti, Jean Marie.
El inspector se dirigió de nuevo al interior del monasterio. Para cuando se hubo perdido al otro lado de la puerta, el Padre Dámaso venía hacia mí, acompañado por uno de los sanitarios.
—Solo ha sido un mareo —confirmó el enfermero—. Se encuentra bien.
—Ángelo, vámonos de aquí —más que un mandato, aquellas palabras sonaron como una súplica.
Cogí del brazo al sacerdote y caminamos hacia el coche. Me senté al volante y miré una última vez en dirección al monasterio. Su iluminación irrumpía en mitad de la oscuridad con una majestuosidad que contrastaba con los tristes acontecimientos acaecidos en su interior.
Salimos de la localidad en dirección a nuestro hogar. Fue el viaje más amargo que nunca imaginé. A mi lado, el Padre Dámaso también se mostraba incapaz de hablar. Mantenía los ojos cerrados, como si quisiera sumirse en un profundo sueño que le hiciera olvidar lo ocurrido.
No podía quitarme de la cabeza el angustioso pensamiento de que todo aquello se podría haber evitado si Cintia no hubiera actuado de forma precipitada. Pero en ocasiones resulta imposible mantener la calma cuando alrededor suceden acontecimientos tan peligrosos como  imprevistos. Quizá la chica temió, al ver a los policías armados, que alguno de ellos pudiera disparar a Octavio. O tal vez presintió el trágico final del historiador y quiso encontrarle antes de que pusiera fin a su vida. Fueron pensamientos que no me pude quitar de la cabeza hasta que el vehículo se detuvo frente a la puerta de entrada al valle. Al reconocer la matrícula, el guardia de turno nos abrió la barrera.
Pensé en cómo reaccionaría el Padre Lorenzo cuando le contáramos lo sucedido. Él había mantenido con Cintia y Octavio un trato más cercano que cualquiera de nosotros, y sentía un gran cariño hacia ellos. No podía encontrar las palabras más adecuadas ni el momento oportuno para decírselo. Se había hecho tarde, y probablemente el director del coro ya estaría durmiendo.
Cuando llegamos al claustro de la abadía, descubrí que no era así. El Padre Lorenzo estaba sentado en uno de los bancos, abatido. Nada más verle, supe que ya había sido informado de todo.
—He hablado con Jean Marie —sus ojos llevaban un tiempo derramando lágrimas—. No puedo creer lo ocurrido —se puso en pie y caminó hacia el Padre Dámaso—. Al menos vosotros estáis bien.
—Padre Dámaso, le acompañaré a su celda...
—No te preocupes, Ángelo. Estoy bien, sólo necesito descansar, aunque no sé si podré dormir.
—En ese caso, me voy ya a la escolanía. Quiero asegurarme de que todo está en orden. Últimamente, he dado mucho trabajo al Padre Lucas.
—Bien, Ángelo. Nos vemos mañana —el Padre Lorenzo abrió la puerta de la capilla, donde probablemente pasaría un buen rato a solas.
Llegué al dormitorio de los niños con la sensación de haber pasado días fuera de la escolanía. El transcurso del viernes había estado repleto de sensaciones. La alegría por la liberación de Adrián y su familia había dado paso a una profunda tristeza por lo sucedido poco tiempo después.
Sentado en la cama, permanecí un tiempo sin lograr que el sueño viniera a mí. Eché en falta aquellos minutos de conversación que a menudo mantenía con alguno de los escolanos antes de dormir. Al menos mi mente dejaría de lado los más dolorosos recuerdos que amenazaban con mantenerme en vela hasta el amanecer. Pero ya hacía varias horas que el dormitorio había recuperado la calma de la noche.
Al apagar la luz de mi habitación y quedarme a oscuras, los recuerdos se volvieron más nítidos aún. Los minutos transcurrieron lentamente, sin ninguna prisa por completar una nueva hora.
Incapaz de dormir, me dirigí a la capilla de la escolanía. El claustro estaba sumido en la penumbra, en una calma absoluta. Imaginé que tal vez Fray Lamberto pudiera estar paseando por alguno de los pasillos cercanos, pero no le vi.
Entré en la capilla y me senté en uno de sus bancos, tratando de vaciar mi mente, de concentrar mi mirada en las imágenes situadas a uno y otro lado. Los libros de oraciones empleados por los niños estaban repartidos de manera desordenada. Cogí uno de ellos y pasé la siguiente hora leyendo algunos de sus textos.
El cansancio terminó acudiendo a mí, y regresé a mi dormitorio para abandonarme al sueño. Apenas me separaban cuatro o cinco horas del momento en el que tendría que hacer sonar la música para que los escolanos se despertaran.
Creí que apenas llevaba un instante durmiendo cuando el despertador anunció la llegada del amanecer. Nada más abrir los ojos, el recuerdo de Cintia regresó a mí de forma súbita. Pero no había tiempo para detener mi mente en pensamientos que no me conducirían a ninguna parte.
Puse la música y abrí las contraventanas de la habitación, con el deseo de tener un día repleto de motivos para no abandonar mi mente a la oscuridad de los sucesos más recientes.
—¿Hoy nos ponemos ropa de uniforme? —Jorge fue el primero de los escolanos en levantarse.
—Sí, ropa de uniforme.
—Vale —el chico se marchó directamente a las taquillas.
Con la necesidad de recuperar parte de la rutina de cada día, tomé la botella de agua y desperté a los últimos que aún se encontraban escondidos bajo las sábanas.
Diez minutos más tarde, todos los niños ya estaban preparados para empezar la oración de la mañana, que dirigiría el Padre Lucas.
El final del desayuno me trajo a la memoria la conferencia de clausura del curso. La noticia del robo del manuscrito había llegado a todos los alumnos, y había obligado a Conti a modificar el contenido previsto para la última charla. Sería una breve reflexión, previa al reparto de los diplomas de asistencia.
Llegué a la sala de conferencias cuando el profesor se disponía a dirigirse a una audiencia que poblaba cada rincón de la estancia.
Fue una clausura amena, iniciada con un video que repasaba algunos de los aspectos más importantes del canto gregoriano así como de la influencia benedictina en la historia de la música. A los que habíamos estado en las clases de Conti nos sirvió como repaso de lo trabajado con él.
El italiano se mostró especialmente inspirado y emotivo en el último tramo del curso, agradecido por la acogida que había tenido, así como por la actitud de sus alumnos. Fue él mismo quien, tras unas breves palabras del Padre Abad, procedió al reparto de los diplomas. Uno a uno, fue nombrando a los participantes, que acudían al estrado para recoger el certificado de asistencia, entre los aplausos de los compañeros y la imborrable sonrisa del profesor.
Como último acto, la fotografía de grupo puso el cierre a una semana de estudios que para muchos había transcurrido dentro de la normalidad prevista.
Observé el comportamiento del Padre Lorenzo durante aquellos últimos minutos. Sus esfuerzos por mantener un diálogo constante con los asistentes no lograban ocultar una expresión sombría en su rostro. No me fue posible hablar con él a solas, ni tampoco con el Padre Dámaso, que abandonó la hospedería con premura en dirección a la abadía.
Sin tiempo para despedirme de Conti, regresé a la escolanía para atender a los padres de uno de los niños. El resto de escolanos disfrutaba del recreo previo a uno de los ensayos con el Padre Lorenzo. El director de coro, puntual como siempre, no tardó en aparecer por un extremo del claustro. Antes de internarse en el aula de coro me informó de que Conti se encontraba en el claustro de la abadía, esperándome para despedirse.
Le encontré en mitad de la galería, mirando a través de la cristalera, contemplando el colorido del jardín.
—Fray ángelo... —me recibió con su eterna sonrisa—. No quería irme sin antes despedirme de usted.
—Gracias por sus lecciones. Me hubiera gustado poder aprovecharlas mejor, pero mis obligaciones…
—No se preocupe, comprendo que para los monjes resulta un poco más difícil compaginar las clases con sus responsabilidades dentro del monasterio. He podido disfrutar mucho estos días, con alumnos tan entusiastas… Ha sido una verdadera satisfacción poder reunir a todos los participantes y entonar, juntos, el introito de Pascua. Espero que mis clases le hayan resultado, por lo menos, llevaderas. Si hay algo que no me gusta es aburrir a mis alumnos. Por fortuna, la duración de cada clase no daba muchas opciones a que alguno pudiera quedarse dormido.
—Le aseguro que ha sido todo un placer poder escucharle.
—Ha sido gratificante, aunque he de reconocer que después de todos estos días necesito un descanso. Me gustaría aprovechar hoy para dar un paseo, y también para poder tratar con el Padre Lorenzo algunos asuntos de los que no nos hemos podido ocupar en este tiempo. Si le apetece un café después de comer, no dude en buscarme. Creo que podré disponer de un tiempo para ir a esa cafetería a la que me llevó el otro día.
—No sé si podré...
—En cualquier caso, gracias por el tiempo que me ha dedicado. Me voy de este lugar con la sensación de que muy pronto estaré de nuevo por aquí, compartiendo con entusiasmo unos días con ustedes.
—Ya sabe que siempre será bien recibido entre nosotros.
—Gracias... Y ahora, me voy a ver a Fray Juan. Creo que tenía que mostrarme unos textos. Me dijo que me dirigiera a la biblioteca.
—Sí, pasa allí bastante tiempo.
—En ese caso, no quiero hacerle esperar.
El profesor subió las escaleras que le llevarían al segundo piso, donde se encontraba la biblioteca del monasterio. Allí estaría, tal vez, el libro que el Padre Dámaso pretendía mostrarme. Tuve la sensación de que no llegaría a contemplar ese volumen, ya que seguramente el bibliotecario no tardaría en quemarlo. Ese era, al menos, el  impulso que sentía yo hacia los manuscritos que aún se encontraban en mi habitación. Había decidido dejarlos allí, esperando su destino hasta la llegada de la noche. La celebración de la Vigilia Pascual se iniciaba con la hoguera que representaba la Resurrección de Cristo. Como sacristán de la abadía una de mis funciones para aquella celebración era prender el fuego con el que se simbolizaba la Luz del mundo. Los manuscritos desaparecerían entre las llamas de aquella hoguera. Los vería consumirse para transformarse en cenizas que ya no pudieran atraer ningún mal.
En esta ocasión, el color blanco sería protagonista de la Eucaristía, por lo que tenía que colocar las casullas y estolas de los concelebrantes. Me aseguré de que los armarios que contenían las vestiduras permanecían convenientemente ordenados. Llené la naveta de incienso y observé que había pastillas de carbón suficientes para quemar en el incensario. Los cálices y patenas ya estaban dispuestos, así como el cirio que habría de presidir la ceremonia, y cuya luz serviría para prender las llamas de las velas que portarían los asistentes.
Recorrí la basílica hasta la puerta de entrada. El goteo de turistas era incesante; entraban y salían de las capillas laterales y saciaban su curiosidad contemplando cada uno de los elementos del recinto. Ya en el exterior, eran muchos los que aprovechaban para pasear y hacerse fotos por los alrededores. El color azul dominaba el cielo, y el sol derramaba su cálida luz sobre la explanada situada frente a la entrada.
—Fray Ángelo...
La voz me resultaba familiar. Me alegré al ver la sonrisa que asomaba al rostro de Isabel, en una expresión que distaba mucho de la que tenía en nuestro primer encuentro, en el interior de la basílica. A su lado, Adrián caminaba distraído, con un balón en la mano. Tenía el aspecto risueño del niño que había visto el Domingo de Ramos, antes de descubrir en él la maligna presencia que lo sometía.
—Hace un día estupendo, ¿verdad? Le he preguntado a Adrián si le apetecía venir a pasar la mañana por aquí, y así conocer la escolanía.
—Estupendo —me acerqué al chico, que me saludó educadamente—. ¿Te gustaría jugar con los chavales de la escolanía? Creo que después de comer van a organizar un partido. Si tu madre te deja, podrías quedarte a comer con nosotros.
—¿Puedo? —el niño se dirigió a su madre, con los ojos muy abiertos.
—Claro, cariño.
—Imagino que ibais a la basílica.
—Sí, quería ver al Padre Dámaso un momento.
—Va todo bien, ¿Verdad?
—Sí, sí —la alegre expresión de Isabel no daba lugar a dudas—. Adrián está mucho mejor, y nosotros hemos podido pasar una noche tranquila.
Los recuerdos de la noche anterior me asaltaron una vez más. No quise hablar con ella acerca de lo sucedido en El Escorial, y ni mucho menos mencionar el origen de la angustiosa posesión de su hijo. Isabel irradiaba una felicidad que el Padre Dámaso y yo tardaríamos en recuperar. Al menos, su presencia y la de Adrián serían un bálsamo que haría más llevadero el dolor que ambos sentíamos tras el fatídico desenlace de la noche anterior.
Acompañé a ambos al interior de la basílica. Como allí no encontrarían al Padre Dámaso, les pregunté si querrían subir a la abadía y, ya de paso, hacer una pequeña visita a la escolanía.
—¿Te gustan las canicas, Adrián? —me eché la mano al bolsillo para comprobar que, efectivamente, tenía guardada alguna de las que en ocasiones me encontraba por el patio—. Toma, para que luego puedas jugar con los chicos, antes de comer. Ahora estarán ensayando para la Misa de esta noche.
—Tal vez el Padre Dámaso se encuentre demasiado ocupado en este momento. Tenía que haberle llamado antes por teléfono.
—No se preocupe, Isabel. Estoy seguro de que no tendrá ningún problema en poder venir. Le llamaremos nada más llegar a la escolanía.
Estaba convencido de que, al igual que yo, el sacerdote necesitaba estar acompañado para mantener su mente ocupada. Y la visita de Isabel y su hijo sería el mejor remedio para combatir una soledad plagada de angustiosos recuerdos. La presencia del niño nos recordaría a ambos que, al menos, habíamos logrado ganar una batalla el día anterior, habíamos devuelto la alegría a un hogar. Me pareció un motivo más que suficiente para llamar lo antes posible al Padre Dámaso y hacerle salir de su celda, donde seguramente se encontraría sumido en la tristeza.
Así parecía ser. Unos segundos después de marcar su número escuché una voz apagada que reaccionó al escuchar los nombres de los recién llegados.
—Ahora mismo viene. Mientras tanto, seguidme. Os enseñaré la escolanía,
Caminamos por el claustro, escuchando los cánticos de los escolanos que, en el aula de coro, ensayaban con el Padre Lorenzo. Adrián perdía la mirada en los columpios del patio así como en el balón que se encontraba junto a uno de los bancos. Isabel me hizo varias preguntas acerca de la escolanía, sobre el número de niños que teníamos en el coro, su procedencia y edades. Le pregunté si le gustaría hablar con el Padre Lorenzo para hacer una prueba de voz a Adrián, siempre que él estuviera interesado en formar parte de nuestra pequeña familia. Les hablé de algunos de los niños que habían pasado por la escolanía. Ahora ya eran jóvenes que trataban de buscar su sitio en el mundo, convertidos en amigos a los que procuraba ver todos los años y así poder recordar algunos de aquellos momentos de su infancia.
El Padre Dámaso nos encontró en el comedor reservado para los familiares de los niños, donde se reunían todos los domingos para pasar parte del día con sus hijos. La expresión del sacerdote tornó en una alegría desbordante cuando su mirada se encontró con las sonrisas de Isabel y Adrián.
Nos sentamos junto a una de las mesas y dejamos que el tiempo fuera transcurriendo entre risas y gratos recuerdos. Para mí fue un alivio comprobar que el Padre Dámaso recuperaba el brillo de sus ojos y esa energía que irradiaba con cada uno de sus gestos.
Los cantos de los escolanos dieron paso a otras voces menos melodiosas. Una vez finalizada la clase, el aula de coro abría sus puertas dejando salir la riada de niños que, corriendo en dirección al patio, se disponían a apurar unos minutos de recreo antes de ir a comer. Isabel y el Padre Dámaso se quedaron hablando con el director del coro, y yo acompañé a Adrián hasta el patio, donde conoció a los escolanos. En apenas unos segundos ya se había unido a uno de los grupos de niños que jugaban a las canicas.
El timbre anunció la hora de ir a comer. Adrián se incorporó a las filas como un alumno más ante la atenta mirada de su madre, que abandonó la escolanía al mismo tiempo que nosotros.
La comida transcurrió en una absoluta calma, con la compañía de otro comensal, además de Adrián. En su misma mesa, el Padre Dámaso bromeaba con los escolanos que tenía a su alrededor, recordando los años en los que él había estado al cargo del dormitorio, tiempos pasados en los que la escolanía era muy distinta.
Adrián se incorporó a uno de los equipos que hicieron los niños. Iniciaron el partido mientras el Padre Dámaso y yo nos sentábamos en los escalones de piedra situados en un lateral del campo. No habíamos tenido tiempo en toda la mañana para hablar un momento a solas.
—¿Qué tal se encuentra, Padre Dámaso?
—Ahora, mucho mejor —el monje no perdía de vista a Adrián, que corría como el que más para hacerse con el balón—. La visita de Isabel y su hijo no podría haber llegado en mejor momento. He pasado una noche horrible pensando en Cintia y Octavio. Pero al menos me queda otro recuerdo, el de una familia que ha recuperado la felicidad. Fíjate bien en Adrián... Su sonrisa y la de Isabel deben de ser nuestra fortaleza en estos días. No merece la pena llorar por los que ya no están entre nosotros. Transformemos nuestras lágrimas en oraciones, en motivos para actuar; serán más valiosas.
—¿Ha vuelto a hablar con el Padre Lorenzo acerca de esto?
—No, aunque me temo que él tardará un tiempo aún en reponerse. Tendremos que estar muy atentos porque a partir de mañana, tras la Semana Santa y la interrupción de los numerosos ensayos de estos días, no le va a resultar sencillo despejar su mente. Necesitará de nuestra ayuda.
—Estaré pendiente de él.
—¿Aún quieres echar un vistazo a ese libro que te comenté?
—Creo que no.
—Lo imaginaba. En cuanto se sequen aquellos montones de ramas me encargaré de que esas páginas ardan hasta consumirse...
—¿Y por qué no lo quema esta noche?
—¿Esta noche?
—Después de la cena, acompáñeme a prender la hoguera para la Vigilia. Quemaremos ese libro, y los manuscritos...
—¿Los tienes tú? Imaginé que se los habría llevado Jean Marie.
—Él fue quien me los dio. Y pienso ver cómo arden esta noche con el fuego pascual.
—En ese caso, también será el fin de ese libro. Olvídate de lo que te dije el domingo pasado acerca de su simbología, sus signos... Ya hemos visto demasiado acerca de esos rituales...
—Lo que vi en el patio... Usted también lo vio, ¿verdad?
—Con la misma claridad con la que ahora te veo a ti. Pero yo que tú no lo comentaría con nadie —el Padre Dámaso esbozó una sonrisa—. Si la mayoría no te creen cuando les hablas de la presencia de Satanás, ¿qué pensarían si les hablaras de la visión del infierno?
—Lo sé...
—Guárdalo en tu interior como un regalo de Dios. Que el recuerdo del dolor que has visto al otro lado del portal te ayude en los momentos en los que tu Fe se tambalee. Te diría lo mismo acerca de mí, pero ya estoy demasiado viejo y he vivido demasiadas experiencias como para ver peligrar mi Fe. Además, soy demasiado testarudo como para cambiar mis creencias.
Las palabras del Padre Dámaso y su expresión me hicieron reír. No en vano, era considerado por otros miembros de la comunidad como el monje más terco.
—Mira —señaló a Adrián, que acababa de marcar un gol y lo celebraba con el resto de componentes de su equipo—. Esa es la felicidad que queda cuando el mal desaparece... Y ahora, si me disculpas, creo que me iré a echar la siesta. Me encuentro cansado.
—De acuerdo. Yo me quedaré con los chicos. Quizá luego vayamos a dar una vuelta.
—En ese caso —el Padre Dámaso se puso en pie— nos vemos después.
El monje se despidió de Adrián y abandonó la zona de campos en dirección a su celda.
No tuve mucho tiempo para permanecer a solas con mis pensamientos. El día me deparaba un encuentro más.
—Jean Marie... —me puse en pie para estrechar la mano del francés.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien...
—¿Y el Padre Dámaso? Me han dicho que estaba aquí, contigo.
—Acaba de marcharse. Estaba cansado, pero se encuentra bien.
—Me alegro.
—¿Qué haces por aquí?
—Venía a despedirme, con un poco más de calma. La noche ha sido muy complicada y parece que ya todo ha terminado... Al menos mi presencia ya no es necesaria.
—¿Te marchas?
—Sí. Y quería poder hablar un momento con vosotros. Ayer tuvisteis que marcharos de forma precipitada.
—Sí —vi el cansancio reflejado en el francés a través de sus ojeras y una mirada apagada—. Allí no podíamos hacer más que entorpecer vuestro trabajo. Imagino que sería una noche complicada para vosotros.
—Una noche interminable. No solo por lo sucedido en el monasterio del Escorial, sino por el resto de la investigación. A raíz de las palabras de Octavio procedimos a recabar información acerca de Romero, su equipo de excavación, incluso sus propiedades. Respecto a los primeros no encontramos nada fuera de lo común. Habían estado ayudando al padre de Cintia a buscar los manuscritos creyendo que se trataban de textos de gran valor histórico. Todos los que ayudaron a Romero y Octavio en su oscuro plan tenían la convicción de estar en un proyecto más de búsqueda de antiguos documentos. La sorpresa nos la llevamos cuando registramos las propiedades de Romero.
—¿Qué encontrasteis?
—Además de la casa donde vivía Cintia, Romero tenía un local a las afueras de El Escorial. Procedimos a entrar para registrarlo. Quizá en algún tiempo debió de servir como almacén o incluso de lugar de trabajo para el arqueólogo. A primera vista, no tenía nada fuera de lo común: planos, cuadernos de proyectos, papeles desordenados... Sin embargo, había también una entrada a lo que parecía ser un sótano. Cuando mis hombres y yo entramos allí, sentí un escalofrío recorriendo todo mi cuerpo. No era un sótano, era una cripta.
—¿Una cripta? —no podía entender que la obsesión de Romero por todo lo relacionado con el diablo o la muerte hubiera podido llegar tan lejos.
—Una cripta, o quizá un templo dedicado al Diablo. Fue un hallazgo estremecedor, Ángelo. No te puedes imaginar lo terrible que resultaba aquella visión. Tenía un sarcófago abierto, en cuyo interior únicamente pudimos encontrar cenizas. En el centro, una mesa de piedra debía de hacer las funciones de altar de sacrificio. Tenía manchas de sangre y símbolos satánicos grabados; los mismos que se habían dibujado en algunas de las paredes.
—Octavio me dijo que Romero había practicado maleficios y rituales. Ese tal vez había sido el origen de la posesión de Adrián. Romero planeaba emplear al muchacho para llevar a cabo su ritual. Al morir, fue Octavio quien trató de abrir las puertas del infierno, y ofrecer el cuerpo de Cintia como morada donde Satanás pudiera habitar cuando llegara a este mundo.
—Ese Octavio... Su locura ha causado demasiado daño. Ojalá se hubiera lanzado al vacío antes de que Cintia decidiera llegar hasta él. Todavía no logro explicarme lo sucedido.
—Yo tampoco... Pero es mejor no seguir dándole más vueltas.
—Debemos recuperar nuestra vida normal lo antes posible —la mirada de Jean Marie se perdió en el balón que, perseguido por los chicos, tardaba poco tiempo en cruzar el campo de lado a lado—. Veo que tú ya estás en ello. Imagino que estando con los chicos no tendrás mucho tiempo para darle vueltas a lo ocurrido.
—Necesito que sea así. En estos momentos no es bueno estar a solas, y su compañía me ayuda a tener mi mente siempre activa.
—¿Aquél de allí es...?
—Adrián, sí. Le ha traído su madre esta mañana y hemos pensado que podría pasar parte del día con los chicos.
—Parece otro...
—Sí. Reconozco que pasé miedo en el momento en que entramos con el Padre Dámaso a su habitación, y la expresión del niño...
—Al menos, habéis conseguido ayudar a esta familia a recuperar la tranquilidad.
—Es el mayor consuelo que tengo en estos momentos.
—Espero que volvamos a vernos —Jean Marie miró su reloj—. Dale recuerdos al Padre Dámaso. Dile que haré un esfuerzo por venir el año que viene, sin investigaciones de por medio. Me gustaría poder pasar unos días con vosotros, en la hospedería, contagiándome de la calma que desprende este lugar. La próxima Semana Santa...
—Le diré que te reserve una habitación en la hospedería interna. Así ya no tendrás escusa para no venir.
—Tenemos pendiente una conversación, ¿recuerdas?
—Sí, el Milenarismo...
—El reinado de Dios...
—Y el reinado de Satanás —recordaba muy bien aquella primera conversación con el francés. Estuve tentado de hablarle de lo que el Padre Dámaso y yo contemplamos durante el ritual llevado a cabo por Octavio... Pero recordé las palabras del exorcista. Contemplar una revelación así tenía el alto precio de no poder compartirla con cualquiera sin ser tenido por un loco o un fanático.
—Nos vemos, Ángelo. Cuídate.
—Lo mismo digo. Cuídate  Jean Marie.
Cuando el francés se fue, mis pensamientos se centraron en la visión del anciano al otro lado del portal. Me invadía la curiosidad por saber qué hubiera ocurrido si el Padre Dámaso no hubiera interrumpido el ritual. La visión era demasiado estremecedora como para resultar un espejismo, un mero reflejo de lo que podría considerarse el infierno. Estaba convencido de que ni siquiera el resto de monjes, mis hermanos, creerían en mis palabras. Así que decidí guardar aquel secreto en mi interior, hasta que llegara el momento de dar testimonio de cuanto había vivido en aquellos días.
Los escolanos encargados de la merienda aparecieron cargados con dos cajas repletas de bizcochos. Había más que suficiente para saciar el hambre de los niños, que necesitaban reponer fuerzas tras las incontables carreras por el campo.
Me fijé de manera especial en Adrián, que fue uno de los últimos en llegar. La alegría prevalecía en su rostro por encima del cansancio que se había adueñado de otros chicos. Cuando se trataba de jugar al fútbol, había varios chavales que podrían aguantar horas y horas corriendo detrás de un balón.
Mientras los escolanos se duchaban, aproveché para hablar un rato con Adrián. Le pregunté acerca de las notas, así como de sus aficiones. Sabía que, entre todas, el fútbol ocupaba un lugar especial.
—Bueno, entonces... ¿qué le digo a tu madre, cuando venga a recogerte?
—Dile que si puede traerme el próximo sábado... Bueno, si puedo venir...
—Puedes venir cuando quieras. Eso sí, dile a tu madre que antes me llame por teléfono, no sea que estemos de concierto o de excursión y te encuentres esto vacío.
—Vale.
Isabel entró por la puerta de la escolanía cuando los niños terminaban el ensayo con el Padre Lorenzo. Adrián tuvo el tiempo suficiente para despedirse de los otros chicos, convencido de que muy pronto volvería a verles.
—Gracias, Fray Ángelo —me dijo el muchacho un momento antes de perderse al otro lado de la puerta—. Me lo he pasado muy bien.
—Me alegro. Ya sabéis que nos tenéis aquí, así que cuando queráis hacernos una visita...
—Gracias —respondió Isabel.
Cerré la puerta de la escolanía y me dirigí a mi habitación. Aprovechando la soledad que inundaba el dormitorio de los niños y sus alrededores me dejé caer sobre mi cama para cerrar los ojos durante unos minutos. Fue un descanso reparador que mi mente agradeció de manera especial.
Desperté cuando apenas quedaban unos minutos para la cena. Eché un último vistazo a los manuscritos antes de enrollarlos y guardarlos en el interior de mi hábito.
Fui a buscar al Padre Dámaso tras una cena frugal en compañía de los escolanos. El sacerdote se encontraba paseando por el jardín, contemplando la caída de una noche agradable. Aprovechó el trayecto que nos separaba de la entrada a la basílica para mostrarme el libro; símbolos y relatos cuya pérdida no le resultaría precisamente dolorosa. Más bien al contrario, le vi impaciente por deshacerse de aquel volumen que únicamente podría traerle malos recuerdos.
Nuestros pasos interrumpieron el silencio que gobernaba la basílica en los momentos previos a su apertura al público. Las pálidas luces quebraban una oscuridad que decrecía a medida que nos acercábamos a la puerta de entrada. Al otro lado, ya en el exterior, contemplamos las ramillas que habían sido colocadas para dar forma a la hoguera.
La noche resultaba grata, sin corrientes de aire que merodearan por los muros ni la gélida temperatura de días anteriores.
Prendí varias hojas secas, que bajo las ramas situadas en uno de los bordes fueron devoradas por una llama creciente. El fuego manó ávido por alcanzar lo que encontraba a su paso. En poco tiempo, la llama se extendió y cobró altura.
—Queda poco para el comienzo de la celebración —el Padre Dámaso sostenía el libro con impaciencia por dejarlo caer en mitad de un fuego que no tardaría en dar buena cuenta de él.
—Sí, así que será mejor que nos demos prisa —miré mi reloj. No teníamos mucho tiempo. El Padre Abad no tardaría en llegar a la sacristía, acompañado de los monjes más puntuales.
Extraje los manuscritos y, cuidadosamente, los acerqué a una de las llamas. El Padre Dámaso hizo lo propio con los textos que quería perder de vista para siempre. Antes de que el fuego pudiera propagarse hasta alcanzar las ramas más alejadas, los manuscritos se fueron transformando en cenizas. En un primer momento, el libro parecía resistirse a desaparecer. Pero el fuego fue consumiendo sus páginas y cubiertas hasta deshacerlos y transformarlos en polvo y restos que se perdían entre las ramas quemadas.
Los textos y símbolos dieron paso a las cenizas, cuyo humo se elevó en mitad de la noche. Con aquellas pequeñas nubes que se perdían en las alturas, el Padre Dámaso alzó la voz en una última oración por Cintia y Octavio. Las palabras del sacerdote resonaron entre los muros que nos rodeaban, su eco se propagó en unión con el humo que, como el propio del incensario en las celebraciones, acompañó cada una de aquellas improvisadas plegarias elevadas al Altísimo.
Me quedó un único, aunque frágil consuelo: el de ver desaparecer unos manuscritos que ya no causarían más dolor. No podía dejar de pensar en Cintia, en la manera injusta y cruel en que la vida le había sido arrebatada. Sentí que ni siquiera el calor del fuego podía desprenderme de aquella gélida angustia que recorría mi cuerpo.
Las llamas susurraban en sinuosos movimientos que desafiaban a la oscuridad de la noche, formando sombras que cobraban vida en el suelo, junto a la entrada de la basílica.
Alimenté la hoguera con algunos troncos que ayudarían a mantenerla viva durante los momentos iniciales de la ceremonia, y me uní a los rezos del Padre Dámaso, repitiendo sus últimas palabras.
—Domine, miserere eis.