SÁBADO
«Cuando se acercaba, el
demonio le arrojó por tierra y le agitó violentamente; pero Jesús
increpó al espíritu inmundo, curó al niño y lo devolvió a su
padre».
Lucas 9, 42
Al despertar, me vi sentado en el suelo, con
las manos atadas a la espalda. Frente a mí, la imagen de Cintia me
daba la espalda, flanqueada por cirios de color negro cuyas llamas
iluminaban la oscura capa impuesta sobre la joven. A un lado, otra
persona ataviada con una túnica también de color negro realizaba
los últimos preparativos, entre los que destacaba la daga que
descansaba encima de los manuscritos. A su alrededor, las pequeñas
velas que lo rodeaban eran prendidas por el desconocido cuyo rostro
cubría la capucha de su túnica. Su identidad dejó de ser una
incógnita cuando se giró para comprobar que, efectivamente, había
despertado de mi breve sueño.
—Octavio... —dejé escapar, incrédulo ante el
afable rostro que me era desvelado.
—Imagino que soy la última persona a la que
creería encontrar en este lugar, ¿verdad? Cintia me ha estado
poniendo al corriente de algunas de sus pesquisas y sospechas, en
referencia a los asistentes al curso. Sin embargo, el desarrollo de
los acontecimientos nos ha ido sorprendiendo, no solo a ustedes,
sino también a mí.
—Pero, ¿por qué...?
—Es una historia un tanto larga. Usted y su
amigo, el Padre Dámaso, han tenido mucho que ver en este
precipitado desenlace de mi búsqueda. No se imagina el tiempo que
ha transcurrido desde que tuve el primer manuscrito entre mis
manos.
—¿Por qué Cintia? —no podía evitar fijar la
mirada en el cuchillo que, amenazante, apuntaba en dirección a la
joven.
—Esa es la principal sorpresa de la que
quería hablarle. Ya teníamos prevista una víctima, pero usted y su
maestro se empeñaron en robar a Satanás el tributo que habíamos de
ofrecerle.
—Adrián...
—Exacto, Adrián. Ese niño había sido poseído
por un espíritu. Era lo que podríamos considerar como el verdadero
inicio de este ritual. Si le contara parte de la historia escondida
tras estos manuscritos, no se lo creería.
—Cintia sabía algo acerca de ellos...
—Cintia hizo un descubrimiento de lo más
valioso entre las posesiones de su padre. Gracias al hallazgo de
esos libros de rituales, le tengo a usted aquí, como testigo
privilegiado de lo que va a suceder. Cuando interrumpí la
conversación que estaba manteniendo con ustedes, tuve la certeza de
que usted intentaría acceder aquí. ¿Por qué cree que se ha
encontrado la puerta de entrada abierta? Le he visto llegar y salir
del coche. Ha llegado justo a tiempo.
—¿Por qué quería tenerme aquí?
—Necesitaba una víctima... y un testigo
—Octavio caminaba pausadamente, envuelto en las vestiduras oscuras
dispuestas para el ritual—. La víctima era ese inocente niño, un
alma pura que habría de ser ofrecida para que el ritual pudiera
llevarse a cabo del modo más apropiado.
En aquel momento, mi anterior temor dio paso
a una ira que no pude contener.
—¿Cómo eres capaz de acabar con la
vida...?
—No he dicho que vaya a acabar con la vida de
nadie, Fray Ángelo —la voz de Octavio tronó en el patio—.
Simplemente, voy a ofrecer a Satanás un cuerpo habitable, un templo
en el que morar. Si piensa que ese cuchillo es para matar a Cintia,
está equivocado. Ciertamente, perderemos a la chica risueña que
siempre ha sido. Cuando el diablo habite en su interior, esa joven
morirá, espiritualmente hablando. No se trata de matar, sino de
transformar, iluminar el conocimiento. Pero para alcanzar ese
conocimiento es necesario entregar algo a cambio. Cuando Romero y
yo trazamos los pasos a seguir, todo parecía sencillo: una víctima
inocente, desconocida. Alcanzaríamos la sabiduría verdadera sin
renunciar a nada. Pero cuando su maestro expulsó al espíritu que
había de preparar el camino de esa transformación, comprendí que
debía elegir una víctima que realmente supusiera un verdadero
sacrificio.
—¿Y estás dispuesto a perder a Cintia?
Ella te quería...
—Incluso su padre habría accedido a
presentarla como ofrenda.
—No...
—Usted no conocía a Romero, Fray Ángelo. Ni
siquiera su hija lo ha conocido como yo. Ella ha convivido con el
arqueólogo, el buscador de tesoros y contador de historias. Yo, en
cambio, he convivido con el otro Romero, el hombre que se
transformó en adorador del diablo, en siervo de la oscuridad.
Cintia participó de sus hallazgos, muy distintos a los que él
esperaba encontrar. Yo he participado de una búsqueda muy
diferente, como son esos manuscritos, esos libros rituales y lo que
Cintia le mostró como un diario: notas que los ayudantes de Romero
habían trazado sobre otras descubiertas anteriormente. Nadie como
yo ha conocido al verdadero Romero en el ocaso de sus días. Y no
dejo de pensar que su repentina muerte fue un castigo divino tras
las incontables maldiciones que hizo recaer sobre ese inocente
niño.
—Pero tú has estado todo este tiempo con
Cintia, ¿cómo puedes traicionar su confianza de este modo?
—¿Traicionar? ¿Cree que para mí ha sido fácil
permanecer a su lado todo este tiempo? He tenido que ocultarle la
verdad acerca de su padre, para evitar que su memoria quedara
manchada para siempre. Imagínese si todo esto que le he contado
llega a sus oídos.
Octavio se acercó a la joven y acarició sus
cabellos, despeinados por el roce del aire.
—Ella no puede escucharnos. Está sumida en el
trance que precede al ritual. Hipnosis, nada más. Lo verdaderamente
importante es lo que viene ahora. Romero iba a encargarse de llevar
a cabo la ceremonia. Él era el verdadero siervo de Satanás. Cuando
estaba con él, tenía que reprimir mis creencias. Pues aunque no lo
crea, siempre me he considerado un hombre de Fe.
—¿Y cuál es su fe? —pregunté, convencido de
que Octavio me mentía acerca del padre de Cintia.
—Mi fe en Dios, Fray Ángelo. No es posible
creer en el diablo si no se cree en Dios. Le sorprendería conocer
la certeza de la existencia de Dios en muchos de aquellos que
sirven al maligno. Si los que acuden a las iglesias tuvieran esa
misma certeza, probablemente el diablo no tendría mucho que hacer
en este mundo. Sin embargo, estamos sumidos en una fe oscurecida
por el materialismo de una sociedad que nos consume. Esto que a mí
me irrita profundamente, a Romero le traía sin cuidado. Su
verdadera obsesión siempre fue derrotar a la Iglesia de Cristo. Y
para ello, nada mejor que hacerlo a través de unos manuscritos cuya
pista llevaba siguiendo desde hace años. Romero decía que estos
textos habían sobrevivido a toda clase de persecuciones e intentos
por acabar con el culto a Satanás. Escondidos bajo la apariencia de
la sagrada alabanza a Dios, habían pasado inadvertidos a los ojos
de los enemigos de Satanás y esperaban la hora de volver a reunirse
para, llegado el momento y en el lugar apropiados, alcanzar el
propósito para el que fueron creados.
—¿Y usted cree que éstos son el lugar y el
momento adecuados?
—Así lo creía Romero. El lugar es
tradicionalmente considerado como una de las puertas del infierno,
así como uno de los centros de mayor energía. Romero tenía la
convicción de que aquí, donde estamos ahora, se encontraba el mayor
vórtice de energía telúrica, capaz de abrir esa entrada mediante la
invocación denominada «Adventus»,
tal y como les dijo Cintia antes de que tuviera que interrumpir su
conversación.
»En cuanto al momento, el Sábado Santo
representa la muerte de Cristo, su ausencia. De igual modo que es
un día en el que no se celebra la Eucaristía, Romero estaba
convencido de que era la fecha señalada para que el poder del
maligno se viera libre de las ataduras a las que era sometido por
la influencia de Dios y sus seguidores.
—¿Y usted cree todo eso?
—¿Usted creía en las manifestaciones del
diablo a través de la posesión? —Octavio dejó escapar una sonrisa
tras el silencio ocasionado por su pregunta—. Como puede ver, no
somos tan distintos. Ambos somos hombres de fe. Nuestra mayor
diferencia es que usted aún cree en la humanidad, en el poder
transformador de sus oraciones. Usted cree en la bondad del hombre.
Yo no. La humanidad lleva años abocada a su condenación. Y la
venida de Cristo no ha hecho más que retrasarla. Piense por un
momento en cómo era la vida antes de Jesús. Había
sufrimiento, guerras y muertes provocadas por el hombre. Y
ahora, tras haber recibido al hijo de Dios, lo único que ha
cambiado es que la evolución nos permite llevar a cabo una mayor
devastación. Por eso me gustaría que usted se convirtiera en
testigo privilegiado de este rito. Si la venida de Cristo no hizo
cambiar el rumbo de la deriva humana, es el momento de ver cómo
reaccionará el mundo ante la venida de Satanás. Porque si no sirve
para llevar a cabo la conversión del ser humano, al menos acelerará
su propia destrucción.
—¿Es eso lo que quieres provocar? ¿La
destrucción de la humanidad?
—La humanidad ha tenido demasiadas
oportunidades ya, Fray Ángelo. Es hora de entregar a Satanás el
reino que le pertenece, pues es un mundo habitado por la maldad.
Solo tras el reinado de Satanás tendrá lugar la segunda venida de
Cristo, la Parusía anunciada en el libro del Apocalipsis. Observe
con atención, Fray Ángelo —Octavio ocultó su rostro tras la capucha
de su túnica—, porque estamos a punto de ver cumplida una parte de
las Sagradas Escrituras.
La mirada de Octavio ya no era la de aquel
hombre amable y preocupado por Cintia. Su rostro se había
transformado en el propio de quien, llevado por sus delirios, es
capaz de cometer cualquier locura.
Las cinco velas situadas en torno a los
manuscritos se mantenían encendidas, con débiles llamas cuya luz se
proyectaba sobre el texto. El filo del cuchillo parecía cobrar vida
al ser iluminado por los continuos resplandores. Cintia continuaba
en estado de trance, de pie, inmóvil.
Octavio extrajo un libro que guardaba en el
interior de su túnica. Apenas pude ver la imagen de su portada, un
demonio con cola de serpiente, cuernos de carnero y cuatro brazos.
Sostenía una guadaña con dos hojas, una en cada extremo. Supuse que
sería uno de los libros que había mencionado Cintia, donde se
ocultaba la invocación contenida en los manuscritos así como el
ritual que habría de llevarse a cabo.
De rodillas frente a los manuscritos, Octavio
comenzó a leer en voz baja uno de los textos contenidos en aquel
antiguo grimorio; palabras que, escuchadas en susurros, llegaban a
mis oídos de forma imperceptible.
Mientras el ritual daba comienzo, traté de
soltarme, aprovechando que Octavio me había dado la espalda y ya
tenía todos sus sentidos concentrados en el interior de aquel libro
maldito. Pasó varias hojas antes de tomar el cuchillo. Su hoja
brilló, amenazante.
Octavio tomó de la mano a Cintia y, con un
pequeño corte, manchó el cuchillo con su sangre. Supuse que era
todo cuanto necesitaba para poder ofrecer al diablo aquel cuerpo
como morada. Después de trazar sobre su pulgar izquierdo otro nuevo
corte, impregnó los tres manuscritos con su propia sangre, como la
firma de un pacto que probablemente otros ya habrían intentado
sellar a lo largo de los siglos.
A la hora de dar vida a la invocación
contenida en los manuscritos, el único oficiante de aquella
ceremonia maldita elevó la voz y pronunció las palabras ocultas en
el primero de ellos, sosteniéndolo con ambas manos. Sus palabras
resonaron en el patio, como el grito de una súplica.
Mis sigilosos esfuerzos por soltarme de la
cuerda que me aprisionaba fueron vanos. No había forma de deshacer
el nudo que me condenaba a permanecer como único testigo del
ritual. Temí que, cuando el mismo terminara sin dar resultado,
Cintia y yo pudiéramos sufrir las consecuencias de aquella
frustración.
Sin embargo, para mi sorpresa, durante la
pronunciación de las palabras del primer manuscrito sucedió algo
que me resultaba imposible de creer.
La oscuridad del patio se interrumpió por una
luz creciente que trazó una línea en el suelo, unos metros por
delante del centro del patio. De esa primera línea brotaron varias
llamas, frágiles en un primer momento, como la luz de los cirios.
Dieron forma a lo que parecía un portal traslúcido de un color
pálido.
Satisfecho por el resultado de sus primeras
plegarias, Octavio tomó el segundo manuscrito. Antes de comenzar su
lectura se giró un momento para observar mi atónita reacción. Dejó
escapar una sonrisa y se giró para alzar de nuevo la voz, en pie y
casi a punto de poder acariciar aquella brecha abierta en el
espacio. No creía lo que veían mis ojos. No quería creer que
aquello fuera cierto. La calma de la noche había sido quebrada por
aquella visión, que cobró vida ante mí como la peor de mis
pesadillas. Al otro lado del portal, el vacío dio paso a toda una
serie de imágenes que se iban sucediendo, acompañadas de sonidos
que resonaban en mi interior.
Contemplé rostros de dolor, un sufrimiento
acompañado con terribles lamentos que iban y venían. Hombres,
mujeres, niños cuyas imágenes se sucedían al otro lado, borrosas
siluetas que se desvanecían para dar paso a otras igualmente
terribles. Contemplé caras desfiguradas con miradas repletas de
odio.
No podría describir la sensación que me
causaba aquella sucesión de imágenes y lamentos; una visión que,
sin duda, era lo más parecido al infierno que alguien podría
imaginar. No había fuego, sino un vacío del que continuamente
emergían los rostros de aquellos cuyo sufrimiento no parecía tener
fin. Por un instante cerré los ojos, aterrado.
Cuando mi mirada se perdió de nuevo en aquel
vacío insondable, descubrí otros seres que, lejos de sufrir el
dolor que había visto anteriormente, se acercaban lentamente.
Parecían humanos, pero su mirada reflejaba un odio que iba mucho
más allá de lo humanamente posible. Al principio fueron pocos,
después se les unieron muchos más, hasta formar una multitud que se
aproximaba a nosotros. Entre ellos surgió una desconcertante
imagen: un anciano provisto de una túnica que ocultaba parte de su
mirada tras una capucha. Se adelantó al resto y, como si estuviera
esperando una orden, se detuvo frente al portal. Su aspecto cobró
nitidez y, salvo por su apariencia, resultaba como la imagen
reflejada en un espejo que el propio Octavio pareciera estar
contemplando.
El historiador había terminado de pronunciar
las últimas palabras del segundo pergamino. Su mirada se adentró en
el portal, donde ya todo era silencio. El anciano y la multitud que
lo seguía esperaban impacientes.
—No lo hagas, Octavio —supliqué aterrorizado
por la visión que contemplaban mis ojos.
—Del libro del Apocalipsis, capítulo veinte
—Octavio se giró un instante para recordarme aquello que, según él,
debía cumplirse—. Luego vi a un Ángel que
bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y una gran
cadena. Dominó al Dragón, la Serpiente antigua - que es el Diablo y
Satanás- y lo encadenó por mil años. Lo arrojó al Abismo, lo
encerró y puso encima los sellos, para que no seduzca más a las
naciones hasta que se cumplan los mil años. Después tiene que ser
soltado por poco tiempo.
El anciano mantenía oculta su mirada.
Sujetando un báculo con su mano izquierda, las arrugas que dejaba
al descubierto eran fiel reflejo del paso de incontables años. Por
detrás de él, la muchedumbre parecía inabarcable con la mirada,
infinita.
—¿Ahora cree en mis palabras, Fray Ángelo?
—Octavio tomó el último pergamino—. Únicamente el dolor puede
llevar a la verdadera necesidad de Dios. Hoy vamos a traer a la
humanidad ese dolor, el poder del infierno desatado entre nosotros,
para que todos conozcan el verdadero rostro de Satanás, escondido
bajo la máscara de los actos y crueldades de este mundo. Muchos
suplicarán a Dios por sus vidas. Lo que hemos de preguntarnos ahora
es si Dios tendrá la piedad suficiente como para acudir en ayuda de
quienes se negaron a recibirle.
—Octavio, por favor...
—Es necesario, Fray Ángelo —contestó mientras
tomaba el último manuscrito—. Debemos acabar con el mundo, tal y
como lo conocemos. Solo así llegaremos a la verdadera purificación.
Tras el reinado del mal, la obra de la creación será renovada.
Veremos un cielo nuevo, y una tierra nueva... La nueva
Jerusalén.
Octavio elevó la voz una vez más. Sus manos
temblorosas sujetaban el tercer pergamino mientras sus labios
pronunciaban la última parte de aquella sentencia condenatoria del
mundo. Las legiones al otro lado del portal parecían a punto de
ponerse en marcha. El anciano aguardaba pacientemente.
Escuché unos pasos a mis espaldas. Antes de
que pudiera girarme para contemplar al recién llegado, vi algo que
surcaba el aire por delante de mí hasta caer a los pies del portal
y hacerse añicos. Era uno de los frascos de agua bendita del Padre
Dámaso. Su contenido salpicó el portal así como a Octavio, que
interrumpió sus palabras.
—¡Detén esta locura! —la voz del exorcista se
adueñó de la oscuridad. Arrojó otro de los frascos y su contenido
se vertió sobre los dos primeros pergaminos. En ese instante, las
velas y cirios se apagaron y el portal se desvaneció ante
nosotros.
—Maldito seas, ¿qué haces? —Octavio dejó caer
el tercer manuscrito. Lleno de ira, se dirigió hacia el Padre
Dámaso. Sin embargo, antes de llegar a él, dio un paso hacia atrás
y tomó el cuchillo.
—¡Octavio, no! —grité tratando de impedir que
la locura se adueñara de él. Parecía que ya era tarde. La mirada
enloquecida del historiador permanecía fija en el sacerdote que
había interrumpido el ritual. El portal había desaparecido. En su
lugar únicamente quedaba la visión de la penumbra reinante en el
patio.
El Padre Dámaso, al ver a Octavio dirigirse
hacia él, caminó hacia atrás. No había creído a aquel hombre capaz
de hacerle daño. Se equivocaba. Bajo la mirada de quien caminaba
hacia él descubrí una ira incontenible, similar a la reflejada en
el rostro de Adrián cuando el espíritu que lo poseía se dejaba ver
a través de sus ojos.
—Octavio, no lo hagas.
En esta ocasión fue la voz de Cintia la que
suplicó por la vida del Padre Dámaso. La joven había despertado del
trance. Se dirigió presurosa hasta el amigo de su padre, para
intentar convencerle de que soltara el arma.
Durante un instante, Octavio se giró y miró a
Cintia. Pero aquella súplica no hizo más que retrasar unos segundos
el firme propósito de acabar con quien había echado por tierra sus
esfuerzos y los de Romero.
El historiador volvió a detenerse, a
tan solo unos metros del Padre Dámaso. Miró por detrás de él y
reparó en la llegada de varios hombres, que emergieron entre las
columnas.
—¡Alto! ¡Detente!
Los gritos de Jean Marie provocaron una
inmediata reacción en Octavio, que echó a correr en sentido
opuesto. Pasó a mi lado cuando Cintia estaba a punto de desatarme.
Le vi coger los otros dos manuscritos y salir corriendo en
dirección a la basílica. En una mano llevaba un manojo de llaves,
entre las que buscaba una que pudiera ayudarle a escapar de la
policía, que no tardó en llegar hasta nosotros.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Jean Marie
cuando ya pude incorporarme.
En la oscuridad que reinaba bajo la fachada
de la basílica, Octavio acabó perdiéndose por alguna puerta que no
podíamos ver desde el centro del patio.
—Nosotros nos encargamos —afirmó el francés,
a cuyo gesto acudieron dos hombres.
—Os acompaño —respondí de forma inmediata al
ver las armas que portaban los policías. No quería que le sucediera
nada malo a Octavio.
—No te preocupes...
—Déjame hablar con él —insistí ante una
primera negativa de Jean Marie.
—De acuerdo, pero no te separes de nosotros
—se giró para dar instrucciones a varios policías, a quienes ordenó
cubrir cada una de las posibles salidas del monasterio a través de
las puertas exteriores.
—Creo que tiene todas las llaves del recinto
—dije a Jean Marie mientras corríamos hacia la basílica—. Y puesto
que trabajó aquí, quizá conozca bien el interior del palacio.
—¿Conoces el recinto? —preguntó el francés, a
punto de adentrarse en el interior de una basílica sumida en la
oscuridad.
—Únicamente la parte visitable... Y no toda.
Precisamente estuvimos en el monasterio con él, este martes.
—Bien, es probable que tengamos que
separarnos. Sin embargo, uno de mis hombres permanecerá a tu lado
—señaló a uno de los corpulentos guardias con los que había
compartido viaje de ida y vuelta el día en que conocí la verdadera
identidad de Jean Marie.
—Creo que tiene un cuchillo —estaba
convencido de que, además de los manuscritos, se había llevado
consigo el arma con el que había amenazado al Padre Dámaso.
—Razón de más para tener cuidado. No me
gustaría que alguien resultara herido por culpa de la demencia de
este loco.
Me hubiera gustado confesar al francés que el
problema de Octavio no era su demencia. Había comprobado por mí
mismo la existencia de una maldad escondida en las profundidades de
lo que parecían ser las entrañas del infierno. Sin embargo, no
estaba seguro de que Jean Marie fuera a creerme. No había palabras
para definir aquello que había experimentado en cuestión de
segundos; unos segundos que me habían parecido toda una eternidad,
como la que se escondía al otro lado del portal. Aunque el
inspector pudiera creerme, no había tiempo para explicar aquella
estremecedora visión.
Gracias a la luz de las linternas portadas
por los hombres de Jean Marie, pudimos acabar con la oscuridad
reinante en las proximidades de la basílica. El recinto quedó
repleto de sombras cambiantes al contacto con los pálidos reflejos.
Atravesamos el sotacoro, cuyo aspecto resultaba aún más enigmático,
envuelto en la penumbra que nos rodeaba.
Alcanzamos el interior de la basílica. Los
policías estaban dispuestos en línea, abarcando todo el recorrido,
buscando entre las columnas y pasillos que definían el trazado del
recinto sagrado.
—Toma —el francés me dio una linterna—. No se
nos puede escapar.
Llegamos al presbiterio. Al otro lado se
encontraba el palacio del Rey, así como el panteón real.
—Acompañad a Fray Ángelo —Jean Marie habló a
dos de sus hombres cuando me disponía a atravesar la entrada que
conducía a la cripta. Él se internaría en las estancias del palacio
seguido por otros dos.
Uno de mis acompañantes se situó en primer
lugar, abriendo el paso.
Las luces que manaban de las linternas fueron
iluminando las paredes y escalones que nos separaban de los
panteones. Un escalofrío recorrió mi cuerpo durante aquel sigiloso
trayecto a través de las tumbas que daban forma a la cripta,
estancias que ya de por sí me habían resultado estremecedoras
cuando estaban perfectamente iluminadas y repletas de turistas. El
aire era gélido, las sombras se movían con cada paso que dábamos, y
nuestras pisadas, aunque silenciosas, dejaban como rastro un eco
que resonaba en los peldaños y el suelo de las salas que íbamos
atravesando.
Tras cruzar el Panteón de los Infantes
nuestra búsqueda finalizó en el Panteón Real. En su planta circular
no se abría ninguna otra salida. Las luces de las lámparas se
encontraron con un altar y, por encima de éste, el crucifijo que
presidía la estancia donde figuraban los nombres de quienes habían
sido enterrados allí.
En aquel momento, sentí la necesidad de
abandonar el lugar lo antes posible. Resultaba demasiado lúgubre y
sombrío tras las frágiles luces que iluminaban el final de un
recorrido tenebroso y casi angustioso.
—Por aquí no hay salida posible —dijo uno de
los hombres de Jean Marie—. Regresemos a la iglesia.
Apenas habíamos dejado atrás la cripta cuando
unas voces llegaron hasta nosotros, cada vez más fuertes.
—¡Fray Ángelo! —escuché a uno de los
policías, que venía corriendo desde el palacio—. Le hemos
encontrado. Venga conmigo.
—¿Dónde se encuentra? —pregunté mientras le
seguía. Había visto en la expresión de aquel hombre algo que no me
había gustado, el rostro de quien teme contar lo que está
ocurriendo.
Recorrimos varias escaleras y pasillos
sumidos en la oscuridad. Resultaba difícil guiarse con la única luz
de las linternas.
Pensé que iríamos al Palacio del Rey, pero
retomamos el paso por la basílica, ahora en sentido contrario,
hasta llegar al Patio de los Reyes.
La escena que tenía lugar allí me hizo
comprender lo ocurrido. Eran varios los policías cuyas linternas
apuntaban hacia lo alto, tratando de alcanzar el rostro de las
imágenes de los reyes de Jerusalén.
—¿Dónde está Cintia? —pregunté nada más
llegar hasta el Padre Dámaso. El monje permanecía con la mirada
perdida allí donde las luces se cruzaban tratando de iluminar las
ventanas de los balcones situados tras los monarcas.
—Salió corriendo... —el sacerdote tenía la
voz quebrada, y los ojos llorosos—. No pudimos evitar que lo
hiciera.
—¿Dónde está? —insistí mientras observaba los
vanos intentos de las luces, que se perdían antes de poder alcanzar
cualquiera de los tres balcones.
—¿Y Jean Marie? —pregunté a uno de los
policías.
—Han ido a buscarle. Probablemente estará
recorriendo las estancias reales en busca de Octavio. Hemos visto
una sombra en uno de los tejados, pero no podemos confirmar si es
él.
En ese momento, la voz de Cintia corroboró
las primeras impresiones de cuantos se encontraban allí
presentes.
—Octavio, no lo hagas.
La voz procedía de lo alto, donde las seis
estatuas contemplaban impasibles una escena poco común.
—No te muevas, Cintia... Ni se te ocurra
seguirme.
La voz de Octavio procedía de la misma
altura, pero más a la izquierda. La penumbra dejada por las
linternas desveló su sombra, que caminaba cautelosamente por el
tejado de pizarra que recubría el patio. El historiador permanecía
quieto, junto al borde.
—No, por favor —la voz de la joven se
escuchaba impregnada de un sentimiento de desesperación—. Tú eres
lo único que me queda... ahora que mi padre ha muerto. No quiero
perderte a ti también.
—Deberías olvidarme... Y a tu padre también.
Olvida quiénes éramos... No conoces la verdad sobre nosotros.
Temí que en aquel instante desvelara a la
joven las atrocidades que él y su padre habían cometido llevados
por unas creencias distintas, aunque de efectos igualmente
inimaginables.
—Ven hacia mí, Octavio.
—¡No te muevas, Cintia! —gritó de nuevo el
amigo de Romero, a punto de continuar desvelando los terribles
planes que ambos habían trazado tiempo atrás.
Un objeto cayó al suelo del patio, alertando
a quienes estábamos escuchando la conversación, sin una visión
clara de lo que sucedía. La luz de la luna alumbraba la planta
cuadrangular del patio pero mantenía sumida en la penumbra la
fachada de la basílica.
—Un zapato —dijo uno de los guardias—. Uno de
los zapatos de ella...
En ese instante, comprendimos que Cintia se
disponía a caminar sobre el tejado, al encuentro de aquel que unos
momentos antes había intentado ofrecerla como templo para el
maligno.
A pesar de aquel suceso, la joven estaba
dispuesta a perdonar a Octavio, porque tras la muerte de su padre,
la ausencia del historiador supondría un vacío insondable, un
espacio que nunca podría ser ocupado por nadie. Sin ellos, la chica
no tenía nada.
—Perdóname, Cintia —la voz de Octavio estaba
rota por un llanto inconsolable, un verdadero
arrepentimiento.
Desde abajo pudimos ver una silueta que,
dejando a un lado las imágenes de los reyes, caminaba en dirección
hacia la sombra situada más a la izquierda.
La desesperación había llevado a ambos a un
punto difícil de imaginar, un peligroso camino al borde del vacío
que rodeaba interiormente el tejado. A mi lado, el Padre Dámaso
parecía caer en un estado de ansiedad. Escuché su respiración
acelerada al comprobar lo que sucedía en la altura.
—Octavio, quédate ahí —la sombra de la joven
seguía moviéndose.
—No... Ya es tarde —los lamentos se
escuchaban con menor claridad, como si el historiador hablara más
bien para sí mismo.
—¡No te muevas, Cintia! —gritó Jean Marie. Su
voz llegó también desde lo alto.
—El inspector se encuentra en uno de los
balcones —dijo uno de sus hombres, que sostenía un móvil con el que
parecía estar en contacto con el francés—. Va a intentar llegar
hasta la chica.
—Cintia, ¿me oyes? —el inspector trataba de
poner un poco de calma—. Quédate quieta.
No logró su objetivo. Por desgracia, Octavio
continuó con su confesión.
—Lamento haber provocado todo esto, Cintia.
Lamento haber seguido a tu padre en este camino. No tenía otra
alternativa... Él me hizo jurar que, pasara lo que pasara, uno de
los dos acabaría cumpliendo la misión que se nos encomendó.
—¿Qué misión? —preguntó la joven,
nerviosa.
—La de hacer venir su reinado... Tu padre le
había entregado su alma, le había prometido...
—¡No le hagas caso, Cintia! —Jean Marie
trataba de hacer callar a Octavio mientras abandonaba el balcón por
el que había accedido al tejado.
—¿Le había ofrecido su alma? ¿Te refieres
a...?
—Romero se había entregado a Satanás —el tono
de aquellas palabras tomaron un cariz diferente. Se escucharon
desprovistas de llanto; como una reafirmación de su fe ciega en la
promesa hecha.
Por desgracia, lo que había presenciado antes
de que el Padre Dámaso interrumpiera el rito venía a confirmar las
firmes convicciones de Octavio y Romero. Me giré hacia el otro
monje para hacerle partícipe de la duda que me había surgido.
—Tal vez haya sido poseído por uno de esos
espíritus malignos que hemos visto a través del portal.
—No —respondió el Padre Dámaso, en un tono
triste—. Me temo que, por desgracia, es mucho peor. ¿Recuerdas lo
que dice la Biblia acerca de la traición de Judas? Satanás entró en
su corazón. Eso mismo es lo que ha pasado con Octavio y
Romero.
—¡No! —el grito de Cintia fue estremecedor—.
¡Eso es mentira! Mi padre nunca haría eso...
—¡Lo hizo! ¡Y yo también! Ambos hemos estado
durante los últimos años tratando de reunir los tres manuscritos,
para dar forma a una invocación que ha sobrevivido al paso de los
años.
—Mi padre no...
—Sí, Cintia. Quédate con el padre de familia
que fue Romero hace muchos años... Olvida al siervo del diablo que,
con la escusa del estudio de otras civilizaciones, no dejó de
perseguir la llave que abriría de nuevo las puertas del
infierno.
—¡No!
—Tu padre murió poco después de hallar ese
último manuscrito. Cuando me enteré de que lo habías encontrado
entre sus pertenencias tuve que simular el robo para poder
quedármelo.
—¡Cintia! ¡No te muevas! —la voz de Jean
Marie quedaba ahogada por las voces de Octavio, cuya rabia iba en
aumento a medida que los recuerdos de Romero le hacían rememorar
también el fracaso de su plan.
—¡Todo ha terminado, Octavio! —Jean Marie
intentó hablar con el historiador—. Venga hacia nosotros, aún puede
evitar un mal mayor.
—¿Un mal mayor? —gritó enfurecido el
aludido—. Durante más de cinco años he estado persiguiendo viejas
reliquias con la esperanza de hallar estos tres manuscritos. Y
ahora que mi búsqueda estaba a punto de dar su fruto, sus amigos
han acabado con la única posibilidad de purificar este mundo,
gracias a la consumación de la profecía y la llegada del Juicio
Final.
—No hay ninguna venida...
—Ellos lo han visto —Octavio escupió sus
palabras, interrumpiendo la aseveración del francés—.
Pregúnteles... Han visto su rostro, sus huestes a punto de entrar
en este mundo para establecer su reinado... Ellos, al igual que yo,
han contemplado el abismo y cuanto lo habita. ¿No me cree?
Pregúnteles...
—Denos esos manuscritos, Octavio. Todo ha
terminado.
—No, no ha terminado. No me arrebataréis los
escritos con los que he de hacerle volver... Encontraré el modo de
que...
—Octavio, no tiene otra salida.
Entréguese.
—Pero Romero quería...
—Usted está a tiempo de cambiar. Olvídese de
todo esto y venga hacia mí.
—Entonces, ¿es cierto? —la voz de Cintia
interrumpió la conversación entre Octavio y el inspector.
—Sí, Cintia. Todo lo que te he dicho es
cierto.
—Pero, durante todo este tiempo...
—Hemos tenido que mantenerte engañada... Tu
padre te quería, y por eso te lo ha estado ocultando. Cuando le
veía contigo, contemplaba al hombre que amaba a su hija. Pero
cuando no estabas tú... No te imaginas lo que era capaz de
hacer...
—No... —la joven estalló en sollozos.
Desde abajo, contemplamos su sombra, que daba
un paso más hacia Octavio.
—Pero tú no... Tú no...
Octavio estiró el brazo. Su mano acarició la
de Cintia, que permaneció a su lado durante unos segundos.
—Ven conmigo —habló la joven—. Olvida todo lo
que ha sucedido y quédate a mi lado.
—Pero Cintia, después de lo que te he
hecho...
—Olvídalo todo. Tú no me dejes.
Octavio enmudeció, asimilando aquellas
palabras de perdón y compasión. Seguramente no lograba explicarse
cómo había llegado al extremo de intentar cumplir el descabellado
plan trazado por Romero. Sin embargo, acababa de ser perdonado. La
dulce mirada de Cintia era capaz de borrar cualquier error
cometido, por muy terrible que pudiera resultar.
—No me dejes —insistió ella.
Tras un dar un paso más, la joven tornó sus
palabras en un grito desgarrador. Había resbalado al caminar por el
tejado, probablemente presa de los nervios que la atenazaban.
Cintia se precipitó al vació sin que nadie
pudiera evitarlo. Ni siquiera el propio Octavio, que caminaba a su
lado; o Jean Marie, que se había ido acercando a ambos, pudieron
evitar que se consumara la tragedia. El grito de la joven se ahogó,
y su cuerpo sin vida quedó tendido en el suelo del patio.
A unos metros, los que aguardábamos
expectantes el fin de la conversación quedamos consternados por la
escena que acabábamos de presenciar.
Mientras los policías corrían hacia el cuerpo
de Cintia, yo me quedé junto al Padre Dámaso, que parecía
estar sufriendo un mareo, o quizá algo peor. Se desplomó tras
buscar mi mano para poder sujetarse.
—¡No! —Octavio contempló el trágico final de
la chica—. ¡Cintia!
—¡No se mueva, Octavio! —Jean Marie se
detuvo. No estaba muy lejos de la otra sombra que llevaba un tiempo
inmóvil sobre el tejado.
—No... Ha sido por mi culpa... —el
historiador no reprimió el llanto—. Todo ha sido por mi
culpa...
Llamé a uno de los policías que se
encontraban en el patio. El Padre Dámaso estaba tumbado en el
suelo. Mantenía la mirada perdida, incapaz de hablar.
Escuché al guardia que, a través de su móvil,
solicitaba una ambulancia.
—Hay que llevarle hasta la puerta de entrada
—me dijo nada más terminar la llamada.
Ayudado por otro de los hombres del
inspector, incorporé al sacerdote para poder sacarle de allí.
—¡Octavio! —la voz de Jean Marie me llegaba
cada vez más lejana, al igual que el llanto desconsolado de quien
había provocado aquella tragedia. Su lloro cesó de forma repentina.
Jean Marie trataba de hablar con él, en un tono de voz calmado que
pudiera captar la atención de su interlocutor.
Antes de abandonar el patio dirigí una última
mirada hacia la fachada de la basílica y el tejado que la
circundaba. En aquel momento pude contemplar la imagen del
historiador, al borde.
La insistencia de Jean Marie no sirvió de
nada. Octavio se dejó caer hacia adelante, precipitándose al vacío
y compartiendo así el mismo destino que Cintia, un trágico final
para ambos que alimentaría la dramática historia en torno a los
manuscritos.
La ambulancia llegó poco tiempo después de
que estuviéramos fuera del patio, junto a la carretera. Para
entonces, el Padre Dámaso ya se encontraba mejor. Todo había
quedado en un repentino desvanecimiento sufrido tras contemplar el
desenlace del suceso. El sacerdote parecía incapaz de hablar. Su
mirada llorosa se perdía en el infinito. Probablemente se estaría
preguntando, al igual que yo, cómo había podido suceder algo
así.
Jean Marie no tardó en llegar hasta nosotros
para interesarse por el otro monje, a quien atendían los sanitarios
para asegurarse de que no era necesario su traslado.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el
francés.
—Creo que solo ha sido un mareo.
—Es terrible... Esa pobre joven no debió
haber llegado hasta allí. Pero ninguno de mis hombres pensaba que
podría hacer algo así.
—Tras la muerte de su padre, Octavio era la
única persona que tenía. Y a pesar de haberla traicionado de ese
modo...
—No entiendo cómo alguien puede actuar así.
Me refiero a lo de Octavio y esa obsesión... —Jean Marie me entregó
los manuscritos—. ¿De verdad pensó que estos pergaminos pudieran
hacer cumplir su deseo?
Tomé los textos. Uno de ellos tenía varias
gotas de sangre. En otras circunstancias hubiera tratado de
convencer a Jean Marie de la realidad que había presenciado durante
el ritual; habría hablado con él acerca de la sobrecogedora visión
que el Padre Dámaso y yo habíamos contemplado, atónitos. Pero en
aquel momento, la tristeza me impedía incluso revelar mis
sentimientos y mantener una conversación.
—Lamento lo de esa muchacha —Jean Marie debió
de comprender mi estado de ánimo—. ¿Quieres que uno de mis hombres
os lleve hasta la abadía? Es mejor que no os quedéis aquí. Vendrá
la policía judicial para el levantamiento de los cadáveres y, en
fin... Aquí ya no hay nada que hacer.
—¿Por qué me entregas los manuscritos? ¿No
deberías quedártelos como prueba para las investigaciones?
—Ya no queda mucho que investigar, salvo el
entorno de Romero, tal vez su pasado... Aunque no creo que podamos
implicar a nadie más. Romero, Octavio... Los culpables están
muertos, y por desgracia se han llevado consigo una vida
inocente... No necesito esos manuscritos, prefiero que te los
lleves. Estoy seguro de que te asegurarás de que no vuelven a
causar ningún mal.
—En ese caso, y si el Padre Dámaso se
encuentra en condiciones, creo que lo mejor será volver al
monasterio. No hace falta que nos lleve nadie. Conduciré yo.
—De acuerdo. Te mantendré informado de lo que
pase en las próximas horas. Imagino que tú y el Padre Dámaso
querréis saber... Bueno, supongo que tal vez queráis asistir al
entierro de la chica.
—Sí. Por favor, me gustaría que mañana
pudiéramos hablar acerca de ello... Ya, con más calma.
—Bien —me ofreció la mano, aunque respondí
con un abrazo—. No sé si volveremos a vernos, al menos en una
temporada. Me temo que mi papel en todo esto ha llegado a su fin. Y
no quiero demorar mi retorno a Francia. Gracias por toda tu ayuda,
Ángelo.
—Gracias a ti, Jean Marie.
El inspector se dirigió de nuevo al interior
del monasterio. Para cuando se hubo perdido al otro lado de la
puerta, el Padre Dámaso venía hacia mí, acompañado por uno de los
sanitarios.
—Solo ha sido un mareo —confirmó el
enfermero—. Se encuentra bien.
—Ángelo, vámonos de aquí —más que un mandato,
aquellas palabras sonaron como una súplica.
Cogí del brazo al sacerdote y caminamos hacia
el coche. Me senté al volante y miré una última vez en dirección al
monasterio. Su iluminación irrumpía en mitad de la oscuridad con
una majestuosidad que contrastaba con los tristes acontecimientos
acaecidos en su interior.
Salimos de la localidad en dirección a
nuestro hogar. Fue el viaje más amargo que nunca imaginé. A mi
lado, el Padre Dámaso también se mostraba incapaz de hablar.
Mantenía los ojos cerrados, como si quisiera sumirse en un profundo
sueño que le hiciera olvidar lo ocurrido.
No podía quitarme de la cabeza el angustioso
pensamiento de que todo aquello se podría haber evitado si Cintia
no hubiera actuado de forma precipitada. Pero en ocasiones resulta
imposible mantener la calma cuando alrededor suceden
acontecimientos tan peligrosos como imprevistos. Quizá la
chica temió, al ver a los policías armados, que alguno de ellos
pudiera disparar a Octavio. O tal vez presintió el trágico final
del historiador y quiso encontrarle antes de que pusiera fin a su
vida. Fueron pensamientos que no me pude quitar de la cabeza hasta
que el vehículo se detuvo frente a la puerta de entrada al valle.
Al reconocer la matrícula, el guardia de turno nos abrió la
barrera.
Pensé en cómo reaccionaría el Padre Lorenzo
cuando le contáramos lo sucedido. Él había mantenido con Cintia y
Octavio un trato más cercano que cualquiera de nosotros, y sentía
un gran cariño hacia ellos. No podía encontrar las palabras más
adecuadas ni el momento oportuno para decírselo. Se había hecho
tarde, y probablemente el director del coro ya estaría
durmiendo.
Cuando llegamos al claustro de la abadía,
descubrí que no era así. El Padre Lorenzo estaba sentado en uno de
los bancos, abatido. Nada más verle, supe que ya había sido
informado de todo.
—He hablado con Jean Marie —sus ojos llevaban
un tiempo derramando lágrimas—. No puedo creer lo ocurrido —se puso
en pie y caminó hacia el Padre Dámaso—. Al menos vosotros estáis
bien.
—Padre Dámaso, le acompañaré a su
celda...
—No te preocupes, Ángelo. Estoy bien, sólo
necesito descansar, aunque no sé si podré dormir.
—En ese caso, me voy ya a la escolanía.
Quiero asegurarme de que todo está en orden. Últimamente, he dado
mucho trabajo al Padre Lucas.
—Bien, Ángelo. Nos vemos mañana —el Padre
Lorenzo abrió la puerta de la capilla, donde probablemente pasaría
un buen rato a solas.
Llegué al dormitorio de los niños con la
sensación de haber pasado días fuera de la escolanía. El transcurso
del viernes había estado repleto de sensaciones. La alegría por la
liberación de Adrián y su familia había dado paso a una profunda
tristeza por lo sucedido poco tiempo después.
Sentado en la cama, permanecí un tiempo sin
lograr que el sueño viniera a mí. Eché en falta aquellos minutos de
conversación que a menudo mantenía con alguno de los escolanos
antes de dormir. Al menos mi mente dejaría de lado los más
dolorosos recuerdos que amenazaban con mantenerme en vela hasta el
amanecer. Pero ya hacía varias horas que el dormitorio había
recuperado la calma de la noche.
Al apagar la luz de mi habitación y quedarme
a oscuras, los recuerdos se volvieron más nítidos aún. Los minutos
transcurrieron lentamente, sin ninguna prisa por completar una
nueva hora.
Incapaz de dormir, me dirigí a la capilla de
la escolanía. El claustro estaba sumido en la penumbra, en una
calma absoluta. Imaginé que tal vez Fray Lamberto pudiera estar
paseando por alguno de los pasillos cercanos, pero no le vi.
Entré en la capilla y me senté en uno de sus
bancos, tratando de vaciar mi mente, de concentrar mi mirada en las
imágenes situadas a uno y otro lado. Los libros de oraciones
empleados por los niños estaban repartidos de manera desordenada.
Cogí uno de ellos y pasé la siguiente hora leyendo algunos de sus
textos.
El cansancio terminó acudiendo a mí, y
regresé a mi dormitorio para abandonarme al sueño. Apenas me
separaban cuatro o cinco horas del momento en el que tendría que
hacer sonar la música para que los escolanos se despertaran.
Creí que apenas llevaba un instante durmiendo
cuando el despertador anunció la llegada del amanecer. Nada más
abrir los ojos, el recuerdo de Cintia regresó a mí de forma súbita.
Pero no había tiempo para detener mi mente en pensamientos que no
me conducirían a ninguna parte.
Puse la música y abrí las contraventanas de
la habitación, con el deseo de tener un día repleto de motivos para
no abandonar mi mente a la oscuridad de los sucesos más
recientes.
—¿Hoy nos ponemos ropa de uniforme? —Jorge
fue el primero de los escolanos en levantarse.
—Sí, ropa de uniforme.
—Vale —el chico se marchó directamente a las
taquillas.
Con la necesidad de recuperar parte de la
rutina de cada día, tomé la botella de agua y desperté a los
últimos que aún se encontraban escondidos bajo las sábanas.
Diez minutos más tarde, todos los niños ya
estaban preparados para empezar la oración de la mañana, que
dirigiría el Padre Lucas.
El final del desayuno me trajo a la memoria
la conferencia de clausura del curso. La noticia del robo del
manuscrito había llegado a todos los alumnos, y había obligado a
Conti a modificar el contenido previsto para la última charla.
Sería una breve reflexión, previa al reparto de los diplomas de
asistencia.
Llegué a la sala de conferencias cuando el
profesor se disponía a dirigirse a una audiencia que poblaba cada
rincón de la estancia.
Fue una clausura amena, iniciada con un video
que repasaba algunos de los aspectos más importantes del canto
gregoriano así como de la influencia benedictina en la historia de
la música. A los que habíamos estado en las clases de Conti nos
sirvió como repaso de lo trabajado con él.
El italiano se mostró especialmente inspirado
y emotivo en el último tramo del curso, agradecido por la acogida
que había tenido, así como por la actitud de sus alumnos. Fue él
mismo quien, tras unas breves palabras del Padre Abad, procedió al
reparto de los diplomas. Uno a uno, fue nombrando a los
participantes, que acudían al estrado para recoger el certificado
de asistencia, entre los aplausos de los compañeros y la imborrable
sonrisa del profesor.
Como último acto, la fotografía de grupo puso
el cierre a una semana de estudios que para muchos había
transcurrido dentro de la normalidad prevista.
Observé el comportamiento del Padre Lorenzo
durante aquellos últimos minutos. Sus esfuerzos por mantener un
diálogo constante con los asistentes no lograban ocultar una
expresión sombría en su rostro. No me fue posible hablar con él a
solas, ni tampoco con el Padre Dámaso, que abandonó la hospedería
con premura en dirección a la abadía.
Sin tiempo para despedirme de Conti, regresé
a la escolanía para atender a los padres de uno de los niños. El
resto de escolanos disfrutaba del recreo previo a uno de los
ensayos con el Padre Lorenzo. El director de coro, puntual como
siempre, no tardó en aparecer por un extremo del claustro. Antes de
internarse en el aula de coro me informó de que Conti se encontraba
en el claustro de la abadía, esperándome para despedirse.
Le encontré en mitad de la galería, mirando a
través de la cristalera, contemplando el colorido del jardín.
—Fray ángelo... —me recibió con su eterna
sonrisa—. No quería irme sin antes despedirme de usted.
—Gracias por sus lecciones. Me hubiera
gustado poder aprovecharlas mejor, pero mis obligaciones…
—No se preocupe, comprendo que para los
monjes resulta un poco más difícil compaginar las clases con sus
responsabilidades dentro del monasterio. He podido disfrutar mucho
estos días, con alumnos tan entusiastas… Ha sido una verdadera
satisfacción poder reunir a todos los participantes y entonar,
juntos, el introito de Pascua. Espero que
mis clases le hayan resultado, por lo menos, llevaderas. Si hay
algo que no me gusta es aburrir a mis alumnos. Por fortuna, la
duración de cada clase no daba muchas opciones a que alguno pudiera
quedarse dormido.
—Le aseguro que ha sido todo un placer poder
escucharle.
—Ha sido gratificante, aunque he de reconocer
que después de todos estos días necesito un descanso. Me gustaría
aprovechar hoy para dar un paseo, y también para poder tratar con
el Padre Lorenzo algunos asuntos de los que no nos hemos podido
ocupar en este tiempo. Si le apetece un café después de comer, no
dude en buscarme. Creo que podré disponer de un tiempo para ir a
esa cafetería a la que me llevó el otro día.
—No sé si podré...
—En cualquier caso, gracias por el tiempo que
me ha dedicado. Me voy de este lugar con la sensación de que muy
pronto estaré de nuevo por aquí, compartiendo con entusiasmo unos
días con ustedes.
—Ya sabe que siempre será bien recibido entre
nosotros.
—Gracias... Y ahora, me voy a ver a Fray
Juan. Creo que tenía que mostrarme unos textos. Me dijo que me
dirigiera a la biblioteca.
—Sí, pasa allí bastante tiempo.
—En ese caso, no quiero hacerle
esperar.
El profesor subió las escaleras que le
llevarían al segundo piso, donde se encontraba la biblioteca del
monasterio. Allí estaría, tal vez, el libro que el Padre Dámaso
pretendía mostrarme. Tuve la sensación de que no llegaría a
contemplar ese volumen, ya que seguramente el bibliotecario no
tardaría en quemarlo. Ese era, al menos, el impulso que
sentía yo hacia los manuscritos que aún se encontraban en mi
habitación. Había decidido dejarlos allí, esperando su destino
hasta la llegada de la noche. La celebración de la Vigilia Pascual
se iniciaba con la hoguera que representaba la Resurrección de
Cristo. Como sacristán de la abadía una de mis funciones para
aquella celebración era prender el fuego con el que se simbolizaba
la Luz del mundo. Los manuscritos desaparecerían entre las llamas
de aquella hoguera. Los vería consumirse para transformarse en
cenizas que ya no pudieran atraer ningún mal.
En esta ocasión, el color blanco sería
protagonista de la Eucaristía, por lo que tenía que colocar las
casullas y estolas de los concelebrantes. Me aseguré de que los
armarios que contenían las vestiduras permanecían convenientemente
ordenados. Llené la naveta de incienso y observé que había
pastillas de carbón suficientes para quemar en el incensario. Los
cálices y patenas ya estaban dispuestos, así como el cirio que
habría de presidir la ceremonia, y cuya luz serviría para prender
las llamas de las velas que portarían los asistentes.
Recorrí la basílica hasta la puerta de
entrada. El goteo de turistas era incesante; entraban y salían de
las capillas laterales y saciaban su curiosidad contemplando cada
uno de los elementos del recinto. Ya en el exterior, eran muchos
los que aprovechaban para pasear y hacerse fotos por los
alrededores. El color azul dominaba el cielo, y el sol derramaba su
cálida luz sobre la explanada situada frente a la entrada.
—Fray Ángelo...
La voz me resultaba familiar. Me alegré al
ver la sonrisa que asomaba al rostro de Isabel, en una expresión
que distaba mucho de la que tenía en nuestro primer encuentro, en
el interior de la basílica. A su lado, Adrián caminaba distraído,
con un balón en la mano. Tenía el aspecto risueño del niño que
había visto el Domingo de Ramos, antes de descubrir en él la
maligna presencia que lo sometía.
—Hace un día estupendo, ¿verdad? Le he
preguntado a Adrián si le apetecía venir a pasar la mañana por
aquí, y así conocer la escolanía.
—Estupendo —me acerqué al chico, que me
saludó educadamente—. ¿Te gustaría jugar con los chavales de la
escolanía? Creo que después de comer van a organizar un partido. Si
tu madre te deja, podrías quedarte a comer con nosotros.
—¿Puedo? —el niño se dirigió a su madre, con
los ojos muy abiertos.
—Claro, cariño.
—Imagino que ibais a la basílica.
—Sí, quería ver al Padre Dámaso un
momento.
—Va todo bien, ¿Verdad?
—Sí, sí —la alegre expresión de Isabel no
daba lugar a dudas—. Adrián está mucho mejor, y nosotros hemos
podido pasar una noche tranquila.
Los recuerdos de la noche anterior me
asaltaron una vez más. No quise hablar con ella acerca de lo
sucedido en El Escorial, y ni mucho menos mencionar el origen de la
angustiosa posesión de su hijo. Isabel irradiaba una felicidad que
el Padre Dámaso y yo tardaríamos en recuperar. Al menos, su
presencia y la de Adrián serían un bálsamo que haría más llevadero
el dolor que ambos sentíamos tras el fatídico desenlace de la noche
anterior.
Acompañé a ambos al interior de la basílica.
Como allí no encontrarían al Padre Dámaso, les pregunté si querrían
subir a la abadía y, ya de paso, hacer una pequeña visita a la
escolanía.
—¿Te gustan las canicas, Adrián? —me eché la
mano al bolsillo para comprobar que, efectivamente, tenía guardada
alguna de las que en ocasiones me encontraba por el patio—. Toma,
para que luego puedas jugar con los chicos, antes de comer. Ahora
estarán ensayando para la Misa de esta noche.
—Tal vez el Padre Dámaso se encuentre
demasiado ocupado en este momento. Tenía que haberle llamado antes
por teléfono.
—No se preocupe, Isabel. Estoy seguro de que
no tendrá ningún problema en poder venir. Le llamaremos nada más
llegar a la escolanía.
Estaba convencido de que, al igual que yo, el
sacerdote necesitaba estar acompañado para mantener su mente
ocupada. Y la visita de Isabel y su hijo sería el mejor remedio
para combatir una soledad plagada de angustiosos recuerdos. La
presencia del niño nos recordaría a ambos que, al menos, habíamos
logrado ganar una batalla el día anterior, habíamos devuelto la
alegría a un hogar. Me pareció un motivo más que suficiente para
llamar lo antes posible al Padre Dámaso y hacerle salir de su
celda, donde seguramente se encontraría sumido en la
tristeza.
Así parecía ser. Unos segundos después de
marcar su número escuché una voz apagada que reaccionó al escuchar
los nombres de los recién llegados.
—Ahora mismo viene. Mientras tanto, seguidme.
Os enseñaré la escolanía,
Caminamos por el claustro, escuchando los
cánticos de los escolanos que, en el aula de coro, ensayaban con el
Padre Lorenzo. Adrián perdía la mirada en los columpios del patio
así como en el balón que se encontraba junto a uno de los bancos.
Isabel me hizo varias preguntas acerca de la escolanía, sobre el
número de niños que teníamos en el coro, su procedencia y edades.
Le pregunté si le gustaría hablar con el Padre Lorenzo para hacer
una prueba de voz a Adrián, siempre que él estuviera interesado en
formar parte de nuestra pequeña familia. Les hablé de algunos de
los niños que habían pasado por la escolanía. Ahora ya eran jóvenes
que trataban de buscar su sitio en el mundo, convertidos en amigos
a los que procuraba ver todos los años y así poder recordar algunos
de aquellos momentos de su infancia.
El Padre Dámaso nos encontró en el comedor
reservado para los familiares de los niños, donde se reunían todos
los domingos para pasar parte del día con sus hijos. La expresión
del sacerdote tornó en una alegría desbordante cuando su mirada se
encontró con las sonrisas de Isabel y Adrián.
Nos sentamos junto a una de las mesas y
dejamos que el tiempo fuera transcurriendo entre risas y gratos
recuerdos. Para mí fue un alivio comprobar que el Padre Dámaso
recuperaba el brillo de sus ojos y esa energía que irradiaba con
cada uno de sus gestos.
Los cantos de los escolanos dieron paso a
otras voces menos melodiosas. Una vez finalizada la clase, el aula
de coro abría sus puertas dejando salir la riada de niños que,
corriendo en dirección al patio, se disponían a apurar unos minutos
de recreo antes de ir a comer. Isabel y el Padre Dámaso se quedaron
hablando con el director del coro, y yo acompañé a Adrián hasta el
patio, donde conoció a los escolanos. En apenas unos segundos ya se
había unido a uno de los grupos de niños que jugaban a las
canicas.
El timbre anunció la hora de ir a comer.
Adrián se incorporó a las filas como un alumno más ante la atenta
mirada de su madre, que abandonó la escolanía al mismo tiempo que
nosotros.
La comida transcurrió en una absoluta calma,
con la compañía de otro comensal, además de Adrián. En su misma
mesa, el Padre Dámaso bromeaba con los escolanos que tenía a su
alrededor, recordando los años en los que él había estado al cargo
del dormitorio, tiempos pasados en los que la escolanía era muy
distinta.
Adrián se incorporó a uno de los equipos que
hicieron los niños. Iniciaron el partido mientras el Padre Dámaso y
yo nos sentábamos en los escalones de piedra situados en un lateral
del campo. No habíamos tenido tiempo en toda la mañana para hablar
un momento a solas.
—¿Qué tal se encuentra, Padre Dámaso?
—Ahora, mucho mejor —el monje no perdía de
vista a Adrián, que corría como el que más para hacerse con el
balón—. La visita de Isabel y su hijo no podría haber llegado en
mejor momento. He pasado una noche horrible pensando en Cintia y
Octavio. Pero al menos me queda otro recuerdo, el de una familia
que ha recuperado la felicidad. Fíjate bien en Adrián... Su sonrisa
y la de Isabel deben de ser nuestra fortaleza en estos días. No
merece la pena llorar por los que ya no están entre nosotros.
Transformemos nuestras lágrimas en oraciones, en motivos para
actuar; serán más valiosas.
—¿Ha vuelto a hablar con el Padre Lorenzo
acerca de esto?
—No, aunque me temo que él tardará un tiempo
aún en reponerse. Tendremos que estar muy atentos porque a partir
de mañana, tras la Semana Santa y la interrupción de los numerosos
ensayos de estos días, no le va a resultar sencillo despejar su
mente. Necesitará de nuestra ayuda.
—Estaré pendiente de él.
—¿Aún quieres echar un vistazo a ese libro
que te comenté?
—Creo que no.
—Lo imaginaba. En cuanto se sequen aquellos
montones de ramas me encargaré de que esas páginas ardan hasta
consumirse...
—¿Y por qué no lo quema esta noche?
—¿Esta noche?
—Después de la cena, acompáñeme a prender la
hoguera para la Vigilia. Quemaremos ese libro, y los
manuscritos...
—¿Los tienes tú? Imaginé que se los habría
llevado Jean Marie.
—Él fue quien me los dio. Y pienso ver cómo
arden esta noche con el fuego pascual.
—En ese caso, también será el fin de ese
libro. Olvídate de lo que te dije el domingo pasado acerca de su
simbología, sus signos... Ya hemos visto demasiado acerca de esos
rituales...
—Lo que vi en el patio... Usted también lo
vio, ¿verdad?
—Con la misma claridad con la que ahora te
veo a ti. Pero yo que tú no lo comentaría con nadie —el Padre
Dámaso esbozó una sonrisa—. Si la mayoría no te creen cuando les
hablas de la presencia de Satanás, ¿qué pensarían si les hablaras
de la visión del infierno?
—Lo sé...
—Guárdalo en tu interior como un regalo de
Dios. Que el recuerdo del dolor que has visto al otro lado del
portal te ayude en los momentos en los que tu Fe se tambalee. Te
diría lo mismo acerca de mí, pero ya estoy demasiado viejo y he
vivido demasiadas experiencias como para ver peligrar mi Fe.
Además, soy demasiado testarudo como para cambiar mis
creencias.
Las palabras del Padre Dámaso y su expresión
me hicieron reír. No en vano, era considerado por otros miembros de
la comunidad como el monje más terco.
—Mira —señaló a Adrián, que acababa de marcar
un gol y lo celebraba con el resto de componentes de su equipo—.
Esa es la felicidad que queda cuando el mal desaparece... Y ahora,
si me disculpas, creo que me iré a echar la siesta. Me encuentro
cansado.
—De acuerdo. Yo me quedaré con los chicos.
Quizá luego vayamos a dar una vuelta.
—En ese caso —el Padre Dámaso se puso en pie—
nos vemos después.
El monje se despidió de Adrián y abandonó la
zona de campos en dirección a su celda.
No tuve mucho tiempo para permanecer a solas
con mis pensamientos. El día me deparaba un encuentro más.
—Jean Marie... —me puse en pie para estrechar
la mano del francés.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien...
—¿Y el Padre Dámaso? Me han dicho que estaba
aquí, contigo.
—Acaba de marcharse. Estaba cansado, pero se
encuentra bien.
—Me alegro.
—¿Qué haces por aquí?
—Venía a despedirme, con un poco más de
calma. La noche ha sido muy complicada y parece que ya todo ha
terminado... Al menos mi presencia ya no es necesaria.
—¿Te marchas?
—Sí. Y quería poder hablar un momento con
vosotros. Ayer tuvisteis que marcharos de forma precipitada.
—Sí —vi el cansancio reflejado en el francés
a través de sus ojeras y una mirada apagada—. Allí no podíamos
hacer más que entorpecer vuestro trabajo. Imagino que sería una
noche complicada para vosotros.
—Una noche interminable. No solo por lo
sucedido en el monasterio del Escorial, sino por el resto de la
investigación. A raíz de las palabras de Octavio procedimos a
recabar información acerca de Romero, su equipo de excavación,
incluso sus propiedades. Respecto a los primeros no encontramos
nada fuera de lo común. Habían estado ayudando al padre de Cintia a
buscar los manuscritos creyendo que se trataban de textos de gran
valor histórico. Todos los que ayudaron a Romero y Octavio en su
oscuro plan tenían la convicción de estar en un proyecto más de
búsqueda de antiguos documentos. La sorpresa nos la llevamos cuando
registramos las propiedades de Romero.
—¿Qué encontrasteis?
—Además de la casa donde vivía Cintia, Romero
tenía un local a las afueras de El Escorial. Procedimos a entrar
para registrarlo. Quizá en algún tiempo debió de servir como
almacén o incluso de lugar de trabajo para el arqueólogo. A primera
vista, no tenía nada fuera de lo común: planos, cuadernos de
proyectos, papeles desordenados... Sin embargo, había también una
entrada a lo que parecía ser un sótano. Cuando mis hombres y yo
entramos allí, sentí un escalofrío recorriendo todo mi cuerpo. No
era un sótano, era una cripta.
—¿Una cripta? —no podía entender que la
obsesión de Romero por todo lo relacionado con el diablo o la
muerte hubiera podido llegar tan lejos.
—Una cripta, o quizá un templo dedicado al
Diablo. Fue un hallazgo estremecedor, Ángelo. No te puedes imaginar
lo terrible que resultaba aquella visión. Tenía un sarcófago
abierto, en cuyo interior únicamente pudimos encontrar cenizas. En
el centro, una mesa de piedra debía de hacer las funciones de altar
de sacrificio. Tenía manchas de sangre y símbolos satánicos
grabados; los mismos que se habían dibujado en algunas de las
paredes.
—Octavio me dijo que Romero había practicado
maleficios y rituales. Ese tal vez había sido el origen de la
posesión de Adrián. Romero planeaba emplear al muchacho para llevar
a cabo su ritual. Al morir, fue Octavio quien trató de abrir las
puertas del infierno, y ofrecer el cuerpo de Cintia como morada
donde Satanás pudiera habitar cuando llegara a este mundo.
—Ese Octavio... Su locura ha causado
demasiado daño. Ojalá se hubiera lanzado al vacío antes de que
Cintia decidiera llegar hasta él. Todavía no logro explicarme lo
sucedido.
—Yo tampoco... Pero es mejor no seguir
dándole más vueltas.
—Debemos recuperar nuestra vida normal lo
antes posible —la mirada de Jean Marie se perdió en el balón que,
perseguido por los chicos, tardaba poco tiempo en cruzar el campo
de lado a lado—. Veo que tú ya estás en ello. Imagino que estando
con los chicos no tendrás mucho tiempo para darle vueltas a lo
ocurrido.
—Necesito que sea así. En estos momentos no
es bueno estar a solas, y su compañía me ayuda a tener mi mente
siempre activa.
—¿Aquél de allí es...?
—Adrián, sí. Le ha traído su madre esta
mañana y hemos pensado que podría pasar parte del día con los
chicos.
—Parece otro...
—Sí. Reconozco que pasé miedo en el momento
en que entramos con el Padre Dámaso a su habitación, y la expresión
del niño...
—Al menos, habéis conseguido ayudar a esta
familia a recuperar la tranquilidad.
—Es el mayor consuelo que tengo en estos
momentos.
—Espero que volvamos a vernos —Jean Marie
miró su reloj—. Dale recuerdos al Padre Dámaso. Dile que haré un
esfuerzo por venir el año que viene, sin investigaciones de por
medio. Me gustaría poder pasar unos días con vosotros, en la
hospedería, contagiándome de la calma que desprende este lugar. La
próxima Semana Santa...
—Le diré que te reserve una habitación en la
hospedería interna. Así ya no tendrás escusa para no venir.
—Tenemos pendiente una conversación,
¿recuerdas?
—Sí, el Milenarismo...
—El reinado de Dios...
—Y el reinado de Satanás —recordaba muy bien
aquella primera conversación con el francés. Estuve tentado de
hablarle de lo que el Padre Dámaso y yo contemplamos durante el
ritual llevado a cabo por Octavio... Pero recordé las palabras del
exorcista. Contemplar una revelación así tenía el alto precio de no
poder compartirla con cualquiera sin ser tenido por un loco o un
fanático.
—Nos vemos, Ángelo. Cuídate.
—Lo mismo digo. Cuídate Jean
Marie.
Cuando el francés se fue, mis pensamientos se
centraron en la visión del anciano al otro lado del portal. Me
invadía la curiosidad por saber qué hubiera ocurrido si el Padre
Dámaso no hubiera interrumpido el ritual. La visión era demasiado
estremecedora como para resultar un espejismo, un mero reflejo de
lo que podría considerarse el infierno. Estaba convencido de que ni
siquiera el resto de monjes, mis hermanos, creerían en mis
palabras. Así que decidí guardar aquel secreto en mi interior,
hasta que llegara el momento de dar testimonio de cuanto había
vivido en aquellos días.
Los escolanos encargados de la merienda
aparecieron cargados con dos cajas repletas de bizcochos. Había más
que suficiente para saciar el hambre de los niños, que necesitaban
reponer fuerzas tras las incontables carreras por el campo.
Me fijé de manera especial en Adrián, que fue
uno de los últimos en llegar. La alegría prevalecía en su rostro
por encima del cansancio que se había adueñado de otros chicos.
Cuando se trataba de jugar al fútbol, había varios chavales que
podrían aguantar horas y horas corriendo detrás de un balón.
Mientras los escolanos se duchaban, aproveché
para hablar un rato con Adrián. Le pregunté acerca de las notas,
así como de sus aficiones. Sabía que, entre todas, el fútbol
ocupaba un lugar especial.
—Bueno, entonces... ¿qué le digo a tu madre,
cuando venga a recogerte?
—Dile que si puede traerme el próximo
sábado... Bueno, si puedo venir...
—Puedes venir cuando quieras. Eso sí, dile a
tu madre que antes me llame por teléfono, no sea que estemos de
concierto o de excursión y te encuentres esto vacío.
—Vale.
Isabel entró por la puerta de la escolanía
cuando los niños terminaban el ensayo con el Padre Lorenzo. Adrián
tuvo el tiempo suficiente para despedirse de los otros chicos,
convencido de que muy pronto volvería a verles.
—Gracias, Fray Ángelo —me dijo el muchacho un
momento antes de perderse al otro lado de la puerta—. Me lo he
pasado muy bien.
—Me alegro. Ya sabéis que nos tenéis aquí,
así que cuando queráis hacernos una visita...
—Gracias —respondió Isabel.
Cerré la puerta de la escolanía y me dirigí a
mi habitación. Aprovechando la soledad que inundaba el dormitorio
de los niños y sus alrededores me dejé caer sobre mi cama para
cerrar los ojos durante unos minutos. Fue un descanso reparador que
mi mente agradeció de manera especial.
Desperté cuando apenas quedaban unos minutos
para la cena. Eché un último vistazo a los manuscritos antes de
enrollarlos y guardarlos en el interior de mi hábito.
Fui a buscar al Padre Dámaso tras una cena
frugal en compañía de los escolanos. El sacerdote se encontraba
paseando por el jardín, contemplando la caída de una noche
agradable. Aprovechó el trayecto que nos separaba de la entrada a
la basílica para mostrarme el libro; símbolos y relatos cuya
pérdida no le resultaría precisamente dolorosa. Más bien al
contrario, le vi impaciente por deshacerse de aquel volumen que
únicamente podría traerle malos recuerdos.
Nuestros pasos interrumpieron el silencio que
gobernaba la basílica en los momentos previos a su apertura al
público. Las pálidas luces quebraban una oscuridad que decrecía a
medida que nos acercábamos a la puerta de entrada. Al otro lado, ya
en el exterior, contemplamos las ramillas que habían sido colocadas
para dar forma a la hoguera.
La noche resultaba grata, sin corrientes de
aire que merodearan por los muros ni la gélida temperatura de días
anteriores.
Prendí varias hojas secas, que bajo las ramas
situadas en uno de los bordes fueron devoradas por una llama
creciente. El fuego manó ávido por alcanzar lo que encontraba a su
paso. En poco tiempo, la llama se extendió y cobró altura.
—Queda poco para el comienzo de la
celebración —el Padre Dámaso sostenía el libro con impaciencia por
dejarlo caer en mitad de un fuego que no tardaría en dar buena
cuenta de él.
—Sí, así que será mejor que nos demos prisa
—miré mi reloj. No teníamos mucho tiempo. El Padre Abad no tardaría
en llegar a la sacristía, acompañado de los monjes más
puntuales.
Extraje los manuscritos y, cuidadosamente,
los acerqué a una de las llamas. El Padre Dámaso hizo lo propio con
los textos que quería perder de vista para siempre. Antes de que el
fuego pudiera propagarse hasta alcanzar las ramas más alejadas, los
manuscritos se fueron transformando en cenizas. En un primer
momento, el libro parecía resistirse a desaparecer. Pero el fuego
fue consumiendo sus páginas y cubiertas hasta deshacerlos y
transformarlos en polvo y restos que se perdían entre las ramas
quemadas.
Los textos y símbolos dieron paso a las
cenizas, cuyo humo se elevó en mitad de la noche. Con aquellas
pequeñas nubes que se perdían en las alturas, el Padre Dámaso alzó
la voz en una última oración por Cintia y Octavio. Las palabras del
sacerdote resonaron entre los muros que nos rodeaban, su eco se
propagó en unión con el humo que, como el propio del incensario en
las celebraciones, acompañó cada una de aquellas improvisadas
plegarias elevadas al Altísimo.
Me quedó un único, aunque frágil consuelo: el
de ver desaparecer unos manuscritos que ya no causarían más dolor.
No podía dejar de pensar en Cintia, en la manera injusta y cruel en
que la vida le había sido arrebatada. Sentí que ni siquiera el
calor del fuego podía desprenderme de aquella gélida angustia que
recorría mi cuerpo.
Las llamas susurraban en sinuosos movimientos
que desafiaban a la oscuridad de la noche, formando sombras que
cobraban vida en el suelo, junto a la entrada de la basílica.
Alimenté la hoguera con algunos troncos que
ayudarían a mantenerla viva durante los momentos iniciales de la
ceremonia, y me uní a los rezos del Padre Dámaso, repitiendo sus
últimas palabras.
—Domine, miserere eis.