LUNES
«Sed sobrios y velad.
Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a
quién devorar».
(Primera carta de Pedro
5, 8)
La música para levantar a los niños sonó
cinco minutos más tarde de lo habitual, lo que me hizo pensar que,
probablemente, el Padre Lucas acababa de despertarse. El disco
utilizado la semana anterior estaba repleto de canciones que
invitaban a la relajación. Lejos de hacer que los niños se
desperezaran pronto, había logrado que la botella que empleaba para
sacar de la cama a los más perezosos se quedara prácticamente
vacía.
En esta ocasión, el monje que me ayudaba en
el cuidado de los niños había optado por una música acorde con los
cantos propios del repertorio litúrgico, concretamente con la
polifonía que los escolanos solían ensayar para la Eucaristía. El
«Gloria» de Schubert, con su vertiginoso
ritmo inicial y la alegría desbordante que lo acompañaba en todo
momento, resultó una elección acertada para que casi todos los
niños se levantaran antes de dar paso a la siguiente pieza.
Con la botella de agua en una mano, fui
recorriendo el pasillo que separaba los conjuntos de camas. Juanma
me vio pasar cerca de él y debió acordarse de nuestra conversación
de la noche anterior, porque echó las sábanas hacia atrás y se
levantó de un brinco.
Cuando transcurrieron los diez minutos de
música sonó el timbre que indicaba la hora de ir a la capilla. Me
aseguré de que los niños salieran de la habitación bien vestidos
con el uniforme del colegio y convenientemente peinados. Siempre
había alguno al que tenía que enviar de nuevo a los lavabos, porque
aún tenía el pelo revuelto o no se había lavado la cara. En una
ocasión, uno de los escolanos se marchaba directo a la capilla
habiéndose puesto los pantalones del uniforme al revés. Por fortuna
me había percatado de ello tras descubrir un destello del botón
cuando el crío ya me había dado la espalda. De ese modo, pude
ahorrarle las seguras burlas de sus compañeros nada más ver aquel
insólito despiste de quien se ponía y quitaba el pantalón sin
desabrocharse el botón, como si de un chándal se tratara.
Tras agradecer a Dios la llegada del nuevo
día, nos dirigimos al comedor de los niños, situado en el edificio
de la abadía. El Padre Lucas y yo los llevábamos distribuidos en
dos filas y en silencio, ya que teníamos que atravesar el claustro
del monasterio, donde se debía guardar, de forma especial, el
recogimiento propio de toda clausura.
Nada más terminar el desayuno, el Padre Lucas
regresó a la escolanía con los chicos, que allí esperarían la
llegada del director del coro para ensayar el repertorio del
siguiente concierto. Yo me quedé en el claustro, donde muy pronto
apareció, con su inconfundible caminar, el monje encargado de los
huéspedes. El Padre Eugenio tenía dificultades para andar. En muy
pocas ocasiones se le veía desprovisto de su viejo bastón. Sin
embargo, su cojera no le impedía llevar una vida considerada por
muchos como demasiado activa para alguien de su edad y estado
físico. Su constante persistencia y su actitud atenta para con los
huéspedes le convertían en un extraordinario anfitrión, siempre
disponible para solucionar cualquier duda o problema que tuvieran
aquellos que acudían a la abadía para acercarse a nuestro modo de
vida.
Apenas acababa de preguntarle si esperaba a
alguien cuando la respuesta apareció por la puerta de entrada.
Alessandro Conti, el profesor invitado para impartir el curso de
canto gregoriano, se dirigió al Padre Eugenio y, en un castellano
hablado con acento italiano, agradeció a su anfitrión la acogida en
la abadía.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó el hospedero—.
¿Viene ahora desde Roma?
—No, no. Llegué ayer a Madrid y he venido
desde allí en coche, con el Padre Lorenzo... Todo un privilegio el
haber conocido a un hombre tan... docto en la historia de la
música. El viaje ha resultado demasiado corto. Me hubiera gustado
hablar con él más detenidamente pero... supongo que en estos días
ustedes están muy ocupados, así que trataré de aprovechar bien el
tiempo en que coincida con él durante el curso.
—Usted no se preocupe por eso —respondió el
Padre Eugenio—, que nuestro querido amigo no va a dejarle muy solo
durante estos días. Como profesor de música y estudioso del canto
antiguo, el Padre Lorenzo reservará unos cuantos momentos del curso
para intercambiar conocimientos con usted.
—Estoy convencido de que estos días
resultarán muy provechosos para todos, no sólo para los alumnos,
sino también para mí. Como profesor, deseo que sea una experiencia
enriquecedora, y más aún sabiendo que aquí se canta gregoriano a
diario.
—Hablando de alumnos, le presento a nuestro
hermano Ángelo, que va a procurar estar en todas las clases,
siempre que sus ocupaciones monásticas se lo permitan, claro.
—Espero poder asistir a todas las horas —me
adelanté para darle la mano.
—Yo también espero contar con su presencia
diaria para que, entre todos, demos a conocer al mundo toda la
belleza que el Creador ha puesto en labios de los hombres. Es una
lástima que esta forma de alabar a Dios se encuentre tan poco
extendida. Ustedes, los benedictinos, deben considerarse unos
privilegiados por poder acceder de un modo tan sencillo a la
tradición litúrgica de nuestros antepasados. Por supuesto, también
es un deber, propagarla entre los cristianos, para que el canto
gregoriano vuelva a escucharse en nuestras iglesias.
—Es un placer tenerle con nosotros —el monje
hospedero parecía emocionado—. El Padre Lorenzo nos ha hablado de
sus recientes estudios y de su extraordinario coro...
—Sí, me hubiera gustado poder traerlo conmigo
para llevar a cabo un concierto en la basílica, tal y como me
sugirieron. Pero son días complicados y me ha sido imposible
reunirles. Quién sabe si para Navidad podríamos buscar alguna
fecha.
—Sería maravilloso. Alessandro Conti —el
Padre Eugenio se me quedó mirando—, además de ser un reconocido
director, tiene una virtud que, de algún modo, le acerca a
nosotros: su pasión por la Liturgia.
—Sí... En mi opinión y, tal y como me
gustaría exponer en la conferencia inaugural del curso, la Sagrada
Escritura que configura cada pieza del amplio repertorio gregoriano
no se puede disgregar de la modalidad que la da forma. El estudio
de la música y la letra no deben separarse: son componentes
indisolubles de este todo. Y la Liturgia es el marco que los
encuadra... Pero no quiero adelantarle más reflexiones. Espero
verle en mi exposición. Me han dicho que acude gente que no ha
tenido ningún contacto con el Canto Gregoriano, así que... deseo
que mi charla les resulte amena. Si comienzo a hablarles de neumas,
melismas y episemas puede que no aguanten ni la mitad. Me gustaría
que, desde el primer momento, sientan una gran inquietud por
aprender esta música tan bella.
—Permítame que le acompañe hasta su
habitación —el Padre Eugenio miró las agujas de su viejo reloj—. No
queda mucho tiempo y quizá quiera darse una buena ducha antes de
empezar. Bueno, Ángelo, nos vemos dentro de poco.
—Un placer, Fray Ángelo.
—Encantado de tenerle con nosotros —respondí,
inclinando ligeramente la cabeza ante la sonrisa del
profesor.
Aquel primer encuentro con Alessandro Conti
hizo despertar en mí una curiosidad por saber más acerca de su
trayectoria y el contenido de sus estudios. El profesor mantenía
una sonrisa que en rara ocasión desaparecía de su rostro mientras
hablaba y gesticulaba de forma constante. Su apariencia afable le
convertía en un hombre accesible, cercano. Destacaba en él una
camisa ajustada, tal vez demasiado, a la altura de una barriga que
se adivinaba amplia. Tenía canas en su escasa cabellera,
aunque no parecía mayor de los cincuenta años de edad.
Precedido del monje hospedero, el profesor se
dirigió a la que sería su habitación durante toda la semana, una de
las estancias de la hospedería interna, cerca de los otros
huéspedes, algunos de los cuales, como Nicanor o Jean Marie, ya
había podido conocer el día anterior.
Extraje de mi hábito el programa de la Semana
de Estudios Gregorianos. Como puntos fuertes, destacaban las
conferencias de Alessandro Conti tanto en la apertura como en la
clausura del evento. El resto del tiempo se repartía, según los
diferentes niveles del curso, entre las clases impartidas por
algunos de los monjes que mejor conocían la historia, la teoría y
la práctica de un canto que a mí siempre se me había antojado
complicado, dadas mis escasas nociones de música en el momento de
entrar a formar parte de la comunidad. Afortunadamente, la práctica
diaria y las magistrales enseñanzas de los monjes más doctos en
esta importante faceta de la vida monástica me habían ayudado a
adquirir los conocimientos necesarios para poder llevar a cabo esta
alabanza de una forma, cuando menos digna.
Las clases impartidas durante la mañana y las
celebraciones litúrgicas que, con motivo de la Semana Santa,
tendrían lugar por la tarde, iban a mantenerme muy ocupado en cada
uno de los días. Por la noche, el cuidado del dormitorio no
revestía especiales dificultades, más allá de las inesperadas
visitas de Juanma o de algún otro niño, para que le ayudara con sus
deberes o le permitiera realizar las copias impuestas tras un mal
comportamiento en clase del Padre Lorenzo.
Tenía que regresar a mi celda, donde tenía el
material necesario para asistir al curso a falta de la carpeta que
me sería entregada posteriormente. En el trayecto me encontré con
el Padre Basilio, el más anciano de los monjes, un hombre que
siempre tenía palabras de sabiduría para compartirlas con
cualquiera que fuera a su celda en busca de consejo. Caminaba
lentamente, ayudado por un bastón que le permitía desenvolverse,
con grandes dificultades, por el piso en el que se encontraba su
habitación. Su hablar era igualmente parsimonioso, como las
palabras del Padre Abad cuando transmitía una orden o instrucción
de suma importancia.
Me agarró del brazo, pidiéndome que le
ayudara a llegar a su celda. Durante el camino me preguntó por los
huéspedes que se encontraban entre nosotros. Llevaba tiempo sin ver
a tantos visitantes recorriendo el claustro del monasterio. Sentí
que, de algún modo, el ir y venir constante de nuestros invitados
perturbaban la paz y quietud que el Padre Basilio tanto anhelaba
para las horas de soledad. Aprovechó para contarme alguna de sus
anécdotas, de cuando él era el monje hospedero y, según decía, el
silencio en la clausura era más respetado por aquellos que, venidos
de fuera, buscaban allí el encuentro con Dios a través de la
oración en comunidad. «El que habla demasiado,
escucha muy poco», decía.
Abandoné el monasterio más tarde de lo que
esperaba. Llegaba con retraso a la conferencia de apertura del
curso. Imaginé que el salón de actos de la hospedería ya habría
cerrado sus puertas para que Alessandro Conti pudiera dar
comienzo a su exposición. Efectivamente, así fue.
La sala estaba repleta de un público que en
su mayoría resultaban ser personas con estudios musicales, varios
seminaristas, sacerdotes y, en menor medida, curiosos que se
acercaban al Canto Gregoriano tras haberlo escuchado en varias
ocasiones en la basílica, por boca de nuestro coro de pequeños
ángeles cantores.
De pie, junto a la mesa del ponente, Conti se
disponía a explicar una partitura gregoriana que todos los
presentes podíamos observar mediante el proyector de la sala.
Reconocí la pieza que se nos mostraba por las notas que poblaban el
tetragrama, la notación neumática reflejada por encima de la
primera línea así como el texto en latín. Aquel canto era el
gradual «Christus factus est», propio de
la Semana Santa y, por tanto, muy adecuado para enlazar el curso
con los actos litúrgicos que tendrían lugar durante esos mismos
días.
Tras unas palabras acerca de la importancia
de la unión entre la liturgia y el canto, el profesor se acercó a
la pantalla para dar una breve explicación de la pieza
seleccionada.
—Veamos, en primer lugar, el texto elegido
por el compositor:
«Christus factus est pro nobis obediens usque
ad mortem, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit
illum: et dedit illi nomen quod est super omne nomen».
»Para su análisis, lo dividiremos en las dos frases que lo
componen. La traducción de la primera parte sería: «Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte y
muerte de cruz». Nada más comenzar el gradual, la palabra
«Christus», cantada con un mayor énfasis
y detenimiento, contrasta con el posterior ritmo de la melodía, que
discurre de un modo ágil hasta el término «obediens». Fijaos en el melisma empleado por el
compositor para alcanzar la nota más aguda en esta primera parte
del texto. Sin duda, la palabra «obediente» tiene una extraordinaria importancia que
queda resaltada a través de esta ascensión de la melodía. Leyendo
los versículos que forman el canto nos damos cuenta de que su
principal contenido es la manifestación de la obediencia de Cristo
y, por supuesto, las consecuencias que dicha obediencia tendrá
sobre él. «Obediente hasta la muerte»,
nos dice el salmista, deteniéndose el ritmo en «mortem», palabra también importante que adquiere su
énfasis. «... Y una muerte de cruz». Al
llegar a estas últimas palabras, la melodía va descendiendo,
adquiriendo un tono más... lúgubre, podríamos decir. Pronunciada
como la sentencia de muerte que habría de caer sobre el Señor, al
llegar a «crucis» alcanza su nota más
grave. La cruz, símbolo de la muerte de Cristo, pero también, cómo
no, de la salvación. Así pues, vemos en este primer versículo cómo
la obediencia de Cristo le conduce a la cruz.
Por unos segundos, Conti enmudeció,
pensativo. Para ese instante, todos los que le escuchábamos
habíamos quedado absortos en sus reflexiones. El profesor caminaba
lentamente por el aula, acompañando sus palabras con gestos
parsimoniosos que, en consonancia con sus explicaciones, dotaban a
cada lección de una continuidad incesante, capaz de absorver la
atención de los alumnos.
—Sin embargo, no concluye así el canto, como
no puede concluir de este modo la vida de Jesús. No tendría sentido
nuestra religión si la muerte hubiera vencido sobre él. Por eso, al
adentrarnos en el segundo versículo del canto, lo primero que vemos
es cómo la melodía vuelve a subir, abandonando el tono grave
empleado para hablar de la muerte en la cruz. «Por lo cual, Dios también lo exaltó...» dice esta
segunda frase, que aunque comienza con la misma nota, no tarda en
alcanzar la cumbre melódica en «lo
exaltó». Fijaos en cómo el compositor se regocija en estas
palabras, expresando el triunfo de Cristo sobre la muerte con este
maravilloso «jubilus», eje central del
canto, que da sentido a nuestra condición de discípulos de Cristo.
«... y le concedió el nombre sobre todo
nombre». En esta última parte del canto, el compositor refleja
la importancia del primer término «nombre», que se refiere al mismo Jesús, cuyo sonido
se eleva por encima del resto de nombres, expresado en la última
palabra del gradual.
»Como podéis observar —el profesor apagó el
proyector y empezó a caminar de un lado a otro de la sala— este
canto refleja de un modo maravilloso lo que conmemoramos en la
Semana Santa. Es una obra de extraordinaria belleza, que nos
muestra de un modo íntegro la esencia del Canto Gregoriano, un
canto en el que, como os decía antes, el texto prevalece sobre la
melodía. Su unión forma un todo que, entonado de forma adecuada por
el cantor, se convierte en la más bella oración que puede brotar de
los labios humanos.
El profesor volvió a enmudecer por un
momento, mirando su reloj. Deduje que no le restaba mucho para
concluir la conferencia. Tenía menos tiempo del que le hubiera
gustado disponer para iniciar a los presentes en el estudio del
canto gregoriano.
Los asistentes parecían haber quedado
prendados de la exposición de Conti, cuya forma de hablar,
acompañada de grandilocuentes gesticulaciones que adornaban sus
palabras, parecía haber atrapado a una audiencia que no tenía prisa
por terminar de escucharle. El italiano tomó de nuevo la
palabra.
—Por todo esto que os acabo de decir, creo
que resultaría de sumo interés que, aquellos que vais a acudir a
las celebraciones eucarísticas de estos días, os hicierais con la
traducción de cada uno de los cantos que escucharemos por boca de
los chicos de la Escolanía. Hablaré con el Padre Abad para ver si
es posible que se os entreguen dichas traducciones. El canto
gregoriano se convierte en una auténtica oración cuando
comprendemos lo que cantamos y lo interpretamos con el sentido que
requiere la melodía. Por mi parte, si durante estos días tenéis
cualquier duda o reflexión que queráis compartir conmigo, estoy a
vuestra total disposición. Si no me equivoco —miró al Padre
Lorenzo, sentado frente a él— debería haber acabado hace algunos
minutos.
El Padre Lorenzo respondió con un gesto
ausente de preocupación que parecía incitar a Conti a seguir
hablando. El director del coro de la escolanía era el primero en
reflejar el entusiasmo con que escuchaba al invitado. Conti decidió
dar por terminada la conferencia con unas últimas palabras.
—Bueno, pues para concluir, me gustaría
deciros a todos aquellos que os iniciáis en estos estudios... que
lo toméis con paciencia y, sobre todo, teniendo muy presente la
esencia de esta forma de oración. Hacedlo, con devoción; en
palabras de San Pablo: «cantando a Dios en
vuestro corazón». Gracias por vuestra atención y vuestra
presencia en esta semana de estudios.
Los asistentes irrumpieron en aplausos que se
prolongaron durante el tiempo que tardó el Padre Lorenzo en
levantarse y acercarse hasta el profesor, cuya sonrisa parecía una
marca permanente en su rostro. El monje no quiso añadir nada más a
la exposición llevada a cabo por Conti, que de una forma clara y
concisa había logrado su objetivo de cara al inicio del curso.
Únicamente, se limitó a informar a los presentes de que podían
recoger en la secretaría las carpetas que contenían el material de
estudio, según el nivel al que se habían inscrito.
Mientras Conti y el Padre Lorenzo permanecían
conversando en el centro de la sala, el resto de asistentes fueron
saliendo en dirección al lugar que se les había indicado.
—¿Recogemos las carpetas? —escuché a mis
espaldas. Era el Padre Dámaso, al que no había visto antes,
probablemente por la prisa con la que había buscado un hueco entre
los asistentes, al llegar tarde. Sentí haberme perdido una gran
parte de aquella lección magistral que, lejos de profundizar en los
misterios más insondables del estudio del canto gregoriano y su
historia, había logrado llegar a todos los asistentes mediante una
exposición transparente y cercana.
Al salir del salón, las conversaciones que se
escuchaban a nuestro alrededor se fueron diluyendo, dando paso a la
calma que reinaba en el exterior de la hospedería.
—Me parece que estamos inscritos en distintos
niveles: tú en el segundo y yo en el cuarto.
A juzgar por su expresión, parecía un tanto
decepcionado por no compartir aula conmigo. De ser así, el
sentimiento era mutuo. De algún modo, sentía la necesidad de
permanecer con él todo el tiempo que me permitieran las demás
labores de la escolanía y el monasterio. Quería tenerle cerca de
mí, tal vez porque así me resultaría más sencillo el poder
acompañarle en su siguiente visita. Tuve la sensación de que ésta
no tardaría mucho tiempo en producirse. Recordé el rostro de Isabel
en el instante en el que abandonábamos su casa. Como si nos
hubiéramos llevado con nosotros la última esperanza para su hijo,
la mujer parecía sentirse definitivamente abandonada, olvidada por
Dios. El Padre Dámaso, incapaz de rendirse ante cualquier
dificultad, también deseaba fervientemente volver a tener la
oportunidad de regresar lo antes posible a la casa de Adrián, y así
lo reflejaba en un rostro que denostaba ansiedad.
Éramos diez alumnos en el curso del segundo
nivel. Entre los otros destacaba Radner, un pianista alemán que
todos los años pasaba los días de Semana Santa entre nuestros
muros. Su rostro pétreo y una mirada fría le convertían en un
hombre que, a primera vista, parecía poco dado al trato con los
demás. Sin embargo, su aparente silencio no era el propio de
alguien tímido o reacio a las relaciones humanas, sino el fruto de
una mente reflexiva que analizaba minuciosamente cualquier hecho
que sucediera a su alrededor y lo guardaba en su interior como si
de letras de un libro se trataran. Una memoria que parecía
invulnerable al paso del tiempo convertía al pianista en uno de los
alumnos más aventajados en el curso.
El profesor Conti comenzó la clase, sin duda
otra de esas lecciones magistrales que hacen que el tiempo se
acelere mientras las palabras fluyen e inundan la sala de recuerdos
del pasado, celebraciones con aroma a incienso, y cantos tan
excelsos y elevados que parecen salidos de la boca de los coros
celestiales. El culto de los primeros cristianos, la liturgia y su
evolución... eran campos que Conti dominaba con soltura y facilidad
de palabra, con una oratoria capaz de aferrar al más distraído de
los alumnos. El profesor nos miraba a cada uno. Sentíamos que, más
que dirigirse a un grupo, llegaba a nosotros de una forma personal,
íntima y cercana. Podría decir que, en mucho tiempo, no había
escuchado conferencia, charla espiritual o incluso homilía capaz de
atraerme de semejante forma.
A mi lado, Radner asentía a las palabras del
profesor, ensimismado con cada una de las anécdotas y explicaciones
de una clase que, aunque introductoria a lo que sería el resto del
curso, resultó tan intensa como amena. Las palabras de Conti
calaron en nosotros de tal modo que pudimos sentirnos como aquellos
primeros seguidores de Jesús reunidos en comunión, a través de las
primitivas conmemoraciones de la Eucaristía en las que las palabras
del salmista hacían tan cercana como excelsa la presencia de
Cristo.
Cuando el profesor se disponía a cantar una
de las primeras antífonas recogidas en los antiguos textos, una
discreta mirada al reloj le hizo darse cuenta de que la clase debía
llegar a su fin. En mi caso, tenía que salir del aula de
forma inminente, puesto que se me echaba encima la hora del rezo de
«Sexta».
Me disculpé por mi precipitado abandono de la
clase, en el preciso instante en el que el timbre del monasterio ya
debería estar anunciando con sonidos de campanas el inicio del
rezo.
Nada más salir de la hospedería, vi al Padre
Dámaso que, por delante de mí, echaba a correr en un arranque de
ímpetu y vitalidad, iniciando una carrera que no cesaría hasta
alcanzar la abadía.
Llegamos al mismo tiempo que el resto de
monjes. Mi compañero se mostraba visiblemente exhausto por la
rapidez de sus pasos, una celeridad que en muy pocas ocasiones
había demostrado en los últimos años, no sólo por su avanzada edad,
sino más bien por la calma que regía su vida en el
monasterio.
Al entrar en la capilla, comprobé que los
huéspedes permanecían en el lugar que tenían asignado. De entre
todos ellos destacaba Jean Marie Mathieu, cuya mirada se posó en
mí, recordándome que el día anterior habíamos dejado una
conversación a medias. Estaba convencido de que el francés
insistiría en sus argumentos acerca del Milenarismo y las
interpretaciones bíblicas, aunque aquello no me suponía ningún
problema, sino más bien todo lo contrario. Mi curiosidad era
superior a cualquier miedo de enfrentarme a sus explicaciones y
disyuntivas.
Dos asientos a la derecha del francés se
encontraba Nicanor. El profesor de latín y griego parecía observar
detenidamente a aquel extraño invitado, vigilando cada uno de sus
gestos mientras disimulaba pasando las primeras páginas de su
breviario.
Durante la oración no pude dejar de sentir la
mirada de Jean Marie, que en algún momento me hizo perder el hilo
del salmo que estábamos recitando. El francés parecía observarme
del mismo modo que Nicanor le observaba a él, de forma distraída
aunque constante. En uno de los intentos por evitar cruzar la vista
con él, mis ojos terminaron deteniéndose fijamente en una de las
personas que ocupaban el espacio reservado a los huéspedes de la
hospedería externa: una mujer a la que no recordaba haber visto
nunca antes. Me resultó imposible dejar de contemplarla hasta que
su mirada me alcanzó. Su hermoso rostro dibujaba una apariencia
delicada e ingenua, como el de las imágenes que decoraban el
claustro del monasterio. Su oscuro cabello se curvaba en
ondulaciones casi perfectas, derramándose hasta caer a la altura de
los hombros con suavidad y elegancia. Tenía la piel de un color
claro, tal vez demasiado sensible al roce del sol. Un sombrero en
el asiento que se encontraba a su lado reforzaba aquella
suposición. Su mirada permanecía concentrada en el libro que
sostenía con ambas manos, buscando los versículos que los allí
presentes leíamos en voz alta, distribuidos en dos coros cuyas
plegarias se sucedían con cada estrofa que componía el salmo.
Tras la oración, los monjes fuimos
abandonando la capilla en el orden acostumbrado, seguidos de todos
aquellos que, sin pertenecer a la comunidad, se habían unido a
nuestros rezos.
A punto de entrar en el refectorio, contemplé
una última vez a la joven. Caminaba por el claustro en compañía del
Padre Lorenzo y un hombre al que no conocía, alto y corpulento, de
pelo y barbas canosos. Los pasos de todos ellos se perdieron tras
la puerta que conducía al otro lado de la clausura. Detrás de mí,
algunos de los huéspedes se dispusieron a ocupar sus asientos en el
comedor.
La comida del lunes resultó mucho más ligera
que la del día anterior. Una ensalada de arroz como entrante,
seguido de unos filetes de merluza en salsa. Acompañé ambos platos
con un buen vaso de vino rosado. Como la mayor parte de los monjes,
yo también tenía mis propias costumbres en la mesa. Una de ellas
era la de emplear siempre los mismos cubiertos en los que aparecía
grabada una cruz. El obsequio recibido de mi familia cuando tomé
los hábitos me ayudaba a tenerles presentes en mis oraciones tras
cada comida.
En la mesa de los huéspedes, la calma era
absoluta. En esta ocasión, Jean Marie había esperado al final de la
proclamación de las Sagradas Escrituras para tomar esa botella de
vino a la que parecía haberle cogido cariño. A su lado, el alemán
Radner mantenía un rostro que hacía imposible descubrir si la
comida resultaba de su agrado. A juzgar por la rapidez con la que
vació su plato, deduje que estaba disfrutando de la ensalada que
Fray Daniel había repartido entre los huéspedes. Nicanor mantenía
toda su atención en el plato que le había sido servido, olvidándose
por un momento de la presencia del francés, situado en su misma
mesa aunque lejos de su ángulo de visión. El profesor comía de
forma parsimoniosa, disfrutando cada bocado con excesiva
calma.
Por último, una pieza de fruta constituyó el
postre perfecto que daría por finalizada la comida de una manera
apropiada para no quedarse adormecido en la clase de la tarde. Aún
restaba más de una hora para nuestro regreso a la hospedería, donde
seguramente el profesor Conti estaría comiendo de forma más pausada
con la mayor parte de los asistentes al curso, en una conversación
que nada tendría que ver con el silencio impuesto en el comedor de
la abadía.
Al salir del refectorio, decidí dar un paseo
por las inmediaciones, antes de que se me echara encima la hora de
regresar al curso. El Padre Dámaso se había retirado a su celda. La
siesta era una costumbre que tenía demasiado arraigada como para
tratar de robarle aquel momento, preciosos minutos que para él
suponían un grato descanso que le devolvía las fuerzas perdidas
durante la mañana.
En la zona de «campos», como así denominábamos al lugar en el que
los niños aprovechaban la hora de Educación Física para correr y
hacer deporte, el bullicio era creciente. Pasé de largo, observando
los diferentes grupos de chavales que correteaban por aquel patio
de hierba y arena. Algunos jugaban en la pista de frontón anexa
mientras otros, los mayores, no lograban ponerse de acuerdo a la
hora de hacer los equipos para el partido de fútbol. A un lado se
encontraba Miguel, uno de los niños que siempre era elegido en
último lugar. Por fortuna, era un chaval consciente de sus
limitaciones futbolísticas y siempre se lo tomaba bien. Sabía que
su lugar sería la portería.
—Fray Ángelo... —uno de los más pequeños se
me acercó, con una raqueta rota en la mano derecha. Descubrí que
rompería a llorar antes de poder explicarme lo sucedido.
—¿Qué ocurre, Luis?
—Ha sido Rodrigo... Me ha roto la
raqueta...
—Pero ha sido sin querer —apareció el
aludido, tras uno de los árboles cercanos al cementerio.
—Sí, claro... —Luis tenía los ojos a punto de
ser desbordados por las lágrimas.
—Está bien —intervine antes de que comenzaran
a discutir. La raqueta no tenía pinta de valer gran cosa. Se
asemejaba bastante a esas hechas de madera que empleaba de pequeño
para jugar al tenis con mis primos. En mi despacho tenía un par de
ellas que habían pertenecido a antiguos escolanos, y que llevaban
allí demasiado tiempo como para pensar que pudieran ser reclamadas
por quienes ya eran exalumnos. El despacho del director de la
escolanía era un lugar en el que uno podía encontrarse cualquier
cosa en los rincones más recónditos de los armarios. Canicas,
peonzas, patinetes... Cualquiera de los escolanos disfrutaría, tal
vez más que yo, en el interior de aquella estancia en la que
también guardaba numerosos papeles relacionados con la actividad
diaria del colegio.
Me dirigí al responsable de la
discusión.
—Rodrigo, ¿cómo se ha roto la raqueta?
—Ya estaba casi rota —se defendió el niño—.
Tenía las cuerdas flojas y se ha roto cuando he dado a una
pelota.
—¿Tú has visto cómo se rompía? —le pregunté a
Luis, aunque su mirada me confirmó que el otro crío estaba en lo
cierto.
—Sí.
—Vamos a hacer una cosa. Miraré en mi
despacho a ver si tengo otra raqueta, porque además ésa ya estaba
muy vieja... Tan vieja que los otros chicos nunca querían jugar con
ella —por un momento, Luis recuperó la sonrisa—. Si encuentro
alguna, te la doy, ¿de acuerdo?
—Vale...
—Si encuentras otra… me la das a mí, ¿vale?
—se apresuró a preguntar Rodrigo.
—Venga, vete a jugar con tus compañeros y no
les rompas nada...
—Pero si ha sido un accidente.
—Lo sé. Seguid jugando, que dentro de poco
tenéis que volver a la escolanía para el ensayo.
Aquellas palabras recordaron a los chicos que
se les agotaba el tiempo de recreo. Ambos salieron corriendo a
continuar con sus juegos por el riachuelo, en las inmediaciones del
cementerio, que era el lugar al que había decidido encaminarme para
pasar unos momentos de calma y reflexión.
El cementerio situado junto a la abadía,
lejos de constituir un lugar lúgubre repleto de inconfundibles
tumbas y sinuosas estatuas, era un emplazamiento caracterizado por
la belleza natural reinante entre unas losas que apenas dejaban ver
los nombres de quienes allí deberían encontrar su descanso eterno.
El padre Ezequiel se había encargado de que aquel lugar fuera un
verdadero remanso de paz para vivos y muertos. Tras la puerta de
hierro que constituía su austera entrada, las piedras formaban en
hileras dando formas a estrechos y serpenteantes caminos que
recorrían aquel discreto rincón, trazando cortos senderos entre las
tumbas que lo poblaban, sobrias piedras que daban testimonio de
cuantos hermanos habían pasado su vida en la abadía. A uno y otro
lado de las sepulturas podían verse diferentes símbolos con los que
el Padre Ezequiel había ido enriqueciendo su obra. Entre ellos, un
pez formado por las raíces de un árbol, así como inscripciones en
griego con textos del Génesis referentes a la creación de la luz,
ubicados allí donde el sol apunta al amanecer.
La única estatua que presidía el recinto era
una imagen de un Cristo Resucitado, obra del escultor Juan de
Ávalos. La imagen parecía cobrar vida a la caída de la tarde, con
la frágil luz de los últimos rayos de sol.
Otro de los principales elementos que
caracterizaban el cementerio era la pequeña capilla que el propio
Padre Ezequiel había construido para que, como si se tratara de un
faro capaz de iluminar a un barco en medio de la tempestad,
iluminara las almas de nuestros hermanos hasta su destino final, la
paz de Cristo. Junto a la puerta, el arquitecto de nuestro
camposanto había hecho colocar una campanilla que en alguna que
otra ocasión podía escucharse, tocada por alguno de los chicos más
inquietos. Tal era la apariencia del cementerio, que ni los niños
sentían el más mínimo miedo a pasar junto a un lugar que formaba
parte de nuestra vida cotidiana, de nuestra eterna búsqueda de la
paz, ya fuera en este mundo o en el venidero.
Crucé al otro lado de la verja, dejando tras
de mí la algarabía que reinaba en los campos. Resultaba curioso
cómo la vida reflejada en la alegría de los críos no encontraba una
frontera concreta que la separara de la muerte, unos metros más
adelante.
Pasé junto a la tumba del Padre Román y
recordé los sucesos que tiempo atrás habían acaecido en el
monasterio; una peligrosa aventura desencadenada tras su muerte,
sin duda la más trágica de cuantas habían tenido lugar entre
nuestros hermanos.
«Aún te sigo echando de
menos», dejé escapar en medio de mis recuerdos y pensamientos.
Su nombre era el que mejor podía leerse junto a los de otros
hermanos, que el tiempo había convertido en letras apenas
identificables.
Estaba tan concentrado en mis reflexiones que
tardé un tiempo en percatarme de que no era el único visitante que
el cementerio acogía a aquella hora de la tarde.
—Es un buen lugar para encontrar la paz —el
inconfundible acento de aquellas palabras me permitió identificar a
mi interlocutor antes de girarme para poder verle.
Jean Marie Mathieu estaba sentado en un banco
de piedra situado frente a una de las sepulturas. Su melena se
agitaba al roce del aire que recorría el recinto, unas corrientes
que allí parecían habitar de forma perenne.
Tuve que esforzarme por disimular la acritud
que me producía el encuentro con el francés. Buscaba un lugar en el
que poder mantener la mente en blanco por unos instantes, y sin
embargo había encontrado al hombre a quien menos me apetecía ver. A
pesar de lamentar mi mala fortuna, traté de ser cortés con nuestro
huésped pues, al fin y al cabo, no había tratado con él lo
suficiente como para conocer qué clase de hombre era. Nicanor
tampoco, pero a juzgar por su desencuentro en la hora del café, él
ya le había considerado una de esas personas de las que había que
huir. En mi caso, a diferencia del profesor de latín y griego con
rostro de Zeus, siempre he tenido una paciencia que en algunas
ocasiones podría resultar excesiva. Y aunque muchos la consideren
una virtud, la paciencia resulta en ocasiones un defecto un tanto
complicado, como sucede en el trato con los niños, a quienes en
ocasiones hay que frenar cuando pretenden poner en práctica sus más
peligrosas travesuras e iniciativas.
—El Padre Ezequiel se ha encargado durante
estos años de que éste sea un lugar parecido al paraíso —me giré
para conversar con Jean Marie.
—Y desde luego, lo ha conseguido, nadie diría
que esto es un cementerio. Más bien parece un jardín.
—Así es...
—Me gustaría que pudiéramos continuar la
interesante conversación que ayer dejamos a medias en la sala del
café, si le parece bien. Creo que usted tiene unas ideas bastante
más abiertas que alguno de los huéspedes con los que he tratado,
como es el caso del profesor. Creo que no le caigo muy bien.
—¿Usted cree?
—Claro. Interrumpió nuestra charla cuando
estábamos a punto de alcanzar el zenit de nuestras reflexiones
acerca de un asunto que para muchos es intrascendente. Sin embargo,
creo que nosotros, sentimos cierta atracción por considerar este
tema como de suma importancia en la vida de un cristiano. Me
refiero a que, independientemente de nuestro punto de vista acerca
del Milenarismo y del reinado de Satanás entre nosotros, tenemos
cierta inquietud e incluso certeza de esta realidad. No sé si
comprende lo que quiero decirle.
—Le entiendo perfectamente —me senté junto a
él para poder continuar nuestra conversación. Al margen de la
impresión que pudiera causar en sus interlocutores había algo
innegable en la figura del francés: su capacidad para captar la
atención de cuantos escuchaban sus palabras, acompañadas de una
mirada fija y una gesticulación constante que daba mayor vida a
cada una de sus conversaciones.
—Cuando le dije que estaba convencido de que
nos adentrábamos en el periodo del reinado de Satanás, no me
refería únicamente a un reinado caracterizado por el pecado, sino a
algo más real y visible, más físico.
—¿Una verdadera venida del maligno?
—Exacto. El mal se manifiesta en todas
partes, a través de signos que nos hacen descubrir la presencia de
Satanás en el mundo. Sin embargo, creo que, de igual modo que
Cristo se apareció ante los hombres, en carne y hueso, el demonio
aparecerá entre nosotros para establecer un reinado de caos y
terror. Permítame que le cuente una experiencia que tuve hace años.
Hace mucho tiempo que no la comparto con nadie, porque hasta ahora
no he encontrado a alguien capaz de creerme. Me dirían que es una
invención mía, que estoy loco... Ya sabe lo que ocurre cuando
alguien habla de extraños e inexplicables fenómenos
sobrenaturales.
—Conozco a varios que prestarían a esa
historia la atención y respeto que merece cualquiera de esos
fenómenos.
—Sé que usted, al menos, no va a pensar que
estoy loco. Así que voy a contarle lo que me sucedió hace años,
cuando no era más que un chico preocupado por aprovechar al máximo
cada momento que pudiera tener en compañía de mis amigos. Hay
locuras que nos transforman para mal, pero en cambio otras se
convierten en experiencias capaces de abrirnos los ojos. En mi
caso, así fue.
»Sucedió en un viaje de estudios que realicé
con uno de mis mejores amigos a Estados Unidos, en concreto a
Kansas. Como estudiante, en mis primeros años nunca fui de los más
aventajados. Tenía otros intereses muy diferentes, y por lo que
pude descubrir, demasiado peligrosos. De hecho, la motivación de mi
viaje estaba relacionada con conocer otras culturas y ambientes,
más que el continuar formándome en mis estudios universitarios. Me
atraían otros temas que distaban mucho de las asignaturas de la
licenciatura de Económicas. Y el viaje a Kansas suponía una
oportunidad única para profundizar en esas otras inquietudes.
—¿Así que es licenciado en Económicas? —le
pregunté, intrigado por saber el motivo que le habría llevado a
realizar el curso de canto gregoriano, más apropiado para amantes
de la música que de los números.
—Por favor, no me llame de usted. Me hace
sentir mayor…
—En ese caso, lo mismo te digo. No creo que
tengas muchos años más que yo.
—De acuerdo, Fray Ángelo. Pues como te iba
diciendo, mis intereses por aquella época eran muy distintos a los
estudios que realicé. Cuando me licencié en Ciencias Económicas
tuve la sensación de haber terminado algo que, si bien era cierto
que se me daba bien, no podía considerar como mi vocación.
—No siempre resulta fácil saber qué es lo que
uno quiere hacer en la vida.
—Y menos aún cuando se es demasiado joven y,
en mi caso, inmaduro. Los números se me daban bien, pero en aquella
época había otros temas que me atraían mucho más. Conocí a varios
estudiantes que, al igual que yo, sentían ciertas inquietudes en un
campo bien distinto al de la economía: el mundo de lo paranormal.
Formamos un grupo de investigación y, lo que comenzó como una
simple afición se transformó en toda una obsesión por adentrarnos
en ese mundo.
—Una peligrosa obsesión, ¿verdad?
—No te imaginas lo peligroso que puede
resultar cuando eres un extraño que se adentra en un mundo que no
te pertenece. De los cuatro amigos que fundamos aquel club de
investigación de lo paranormal, dos se vieron obligados a dejarlo
tras una serie de inquietantes sucesos, avisos de que estábamos
yendo demasiado lejos en lo que en un principio nos pareció un
juego.
—¿Qué clase de actuaciones llevasteis a cabo?
Hay rituales que pueden resultar muy peligrosos —recordé algunas de
las anécdotas de las que me había hecho partícipe el Padre Lorenzo,
que siempre estaba informado de todos aquellos sucesos relacionados
con profecías, apariciones, y otros muchos fenómenos de difícil
explicación. El Padre Lorenzo tenía una visión bastante
apocalíptica de los tiempos actuales.
—En mi caso y, a pesar de la atracción por
toda esa clase de sucesos, no quise formar parte de ninguna sesión
de espiritismo ni cualquier clase de ritual encaminado a establecer
una comunicación con el más allá. Creo que sentía demasiado respeto
por un mundo que no me pertenecía. Pero sí me gustaba acompañar a
mis amigos en sus visitas a lugares que pudieran esconder algún
secreto relacionado con ese mundo.
—Aquí cerca tenemos uno de esos lugares
—señalé el monte Abantos, fuente de diversas leyendas.
—Lo sé. De hecho, en uno de mis primeros
viajes a España tenía previsto visitarlo y, quién sabe si pasar la
noche allí.
—Conozco a alguien que ha tenido alguna
experiencia inexplicable en las cercanías del monte.
—Precisamente, eso es lo que quería compartir
contigo, una experiencia inexplicable que mis amigos y yo vivimos
en Kansas. ¿Has oído hablar de la localidad de Stull?
Negué con la cabeza, sin responder. No quería
interrumpir un relato que se adivinaba cuando menos interesante.
Descubrí en Jean Marie la expresión de alguien que busca en su
memoria sus más recónditos recuerdos para que, por un instante,
éstos vuelvan a hacerse presentes.
—El lugar ha sido considerado como una de las
«Puertas del Infierno». Es una población
más bien pequeña, con pocos habitantes. De hecho, creo que ni
siquiera aparece en los planos de carreteras. En fin, es el
escenario ideal para una película de fantasmas y espectros
atormentados. Salvo que, en este caso, la realidad es superior a la
ficción.
Al escuchar «Puertas del
Infierno», recordé la anterior ocasión en la que había oído
hablar acerca de una boca al inframundo, situada en un lugar que,
curiosamente, estaba demasiado próximo. El Padre Lorenzo me había
contado alguna leyenda relacionada con el monasterio de El
Escorial, donde se mencionaba que el motivo de su construcción por
parte de Felipe II fue el de sellar una de las entradas al
infierno, que se encontraba allí mismo. Dejé atrás este pensamiento
efímero, pues el relato de Jean Marie bien merecía toda mi
atención.
—En Stull se encuentra un cementerio vallado.
En su interior, en lo alto de una colina, permanecen los restos de
lo que un día fue una iglesia. Es precisamente allí donde muchos
consideran que está una de las entradas al infierno. Según cuentan
las leyendas, el cementerio es uno de los lugares donde el diablo
se aparece, dos veces al año: en el equinoccio de primavera y en la
noche de Halloween. Atrapados por aquella leyenda, mis amigos y yo
quisimos comprobar cuánto de cierto había en los relatos que
hablaban del diablo y de los espíritus de quienes habían muerto
allí de manera violenta. No fuimos los únicos que en aquella noche
de Halloween se congregaron en torno al cementerio. En nuestro
caso, se trataba de satisfacer la curiosidad que nos había empujado
hasta allí. Sin embargo, a nuestro alrededor se encontraba gente
que, a juzgar por su aspecto, sentía una gran atracción por todo lo
diabólico. Algunos de ellos ansiaban la llegada del demonio como su
salvador, su amo. Cayó la oscuridad y una densa niebla se apoderó
de toda la ciudad, pero para desesperación de algunos y la
desilusión de la mayoría, no sucedió nada fuera de lo común. Lo
único que tuve, en un primer momento, fue la sensación de
encontrarme en un lugar maldito, abandonado de Dios. La niebla que
recorría el cementerio dejaba ver, en lo alto, las ruinas de la
iglesia que originaba la mayor parte de aquellas leyendas.
Ciertamente, el paraje resultaba estremecedor.
—¿No visteis nada?
—No. Al menos en las primeras horas. La gente
se fue. Solo quedamos nosotros. De algún modo, creo que nos
resistíamos a marcharnos de allí con la sensación de haber hecho un
largo viaje en vano.
—¿Esperabais ver al diablo? —pregunté,
llevado por la creencia de que algo así resultaría impensable. No
obstante, pronto tuve que rectificar.
—Bueno. No resulta una idea tan descabellada,
teniendo en cuenta que en las vidas de algunos santos se menciona
la aparición del demonio. Personalmente, siempre creí que, al menos
en aquellas dudosas biografías que a veces resultan exageradas,
pudieran referirse a una presencia real, manifiesta. Pero éste
sería un tema que daría mucho que hablar, y ahora no es el
momento.
—Exacto. Es un tema difícil de tratar.
Continúa con lo sucedido en Stull —le incité a seguir con su
relato, consciente de que no terminaba en aquella primera decepción
por no haber visto algo fuera de lo común.
—Como decía, la gente se marchó. O tal vez
hubo alguno que otro decidido, al igual que nosotros, a descubrir
lo que se escondía tras las leyendas. Uno de mis amigos tuvo la
ocurrencia de ir más allá, cruzar la valla del cementerio y
dirigirnos a las ruinas de la iglesia. En un primer momento, nos
negamos. Pero su insistencia acabó por convencernos. Según nos
dijo, le había parecido ver una sombra en lo más alto de la colina.
Allí no había más que una cruz de madera. Al contemplarla fijamente
me dio la sensación de que estaba invertida. «Una señal», dijo mi amigo al comprobar que,
efectivamente, así era.
—¿Y fuisteis a la iglesia?
—No tuvimos tiempo. Nada más cruzar la valla
y dar un primer paso, sentí algo detrás de mí, una fuerza invisible
que me sujetaba del brazo. Apenas me hube girado, aquello que me
agarraba me empujó hacia atrás. Ante el asombro de mis compañeros,
salí despedido varios metros, cayendo de espaldas. Cuando abrí los
ojos sentí un miedo en mi interior que me incitaba a salir
corriendo, a dejar atrás la terrible visión de aquel lugar
maldito.
—¿Qué hicieron tus amigos?
—Me ayudaron a ponerme en pie y corrimos
hacia el coche para escapar de allí lo antes posible. Incluso
durante unos segundos no pudimos abrir las puertas del vehículo.
Para desesperación del conductor, la llave se negaba a girar.
Mientras tanto, el aire de la noche se transformaba en un viento
que parecía empeñado en levantarnos del suelo. Nunca antes había
sentido semejante pánico. Y creo que mis amigos tampoco. Por
fortuna, finalmente pudimos escapar de allí. Pero nunca podré
olvidar el terror que me invadió por dentro al cruzar el umbral del
cementerio. Sentí como si alguien estuviera a punto de caer sobre
nosotros para castigar nuestra osadía.
—Y desde entonces, ¿has vuelto a sentir
alguna otra experiencia parecida?
—No. Aunque aquello, lejos de hacer que me
echara atrás, aumentó mis deseos por adentrarme en un mundo que, en
ocasiones, resulta demasiado peligroso. Y así fue como conocí la
figura del Padre Dámaso, de quien se dice que es un estudioso de
todo lo relacionado con la manifestación diabólica y la presencia
del maligno en este mundo.
Aquello me hizo dudar si realmente Jean Marie
había venido a la abadía movido por su asistencia al curso de canto
gregoriano, o por el contrario aquello únicamente significaría una
excusa para acercarse al maestro de novicios y saciar así parte de
su curiosidad. No quise preguntarle acerca de su dedicación actual
pero algo me decía que poco o nada tenía que ver con los estudios
que había mencionado.
—Poco después de aquel suceso continué
investigando acerca de las leyendas de Stull —el francés continuó
sus reflexiones—. El origen de algunas de ellas relacionaba el
punto en el que se alzaba la iglesia con un viejo granero en el que
tuvo lugar algún trágico suceso. Algo que me llamó la atención fue
una anécdota que menciona al Papa Juan Pablo II, quien, según se
dice, viajaba en un avión que sobrevolaba Kansas, y pidió no pasar
por este lugar, por ser zona profanada. Me extraña que la maldición
de esa localidad llegue a esos extremos. Sin embargo, lo que viví
allí me hizo tomar conciencia de la existencia de un mal que se
encuentra en este mundo más perceptible de lo que pensamos. Y me
encantaría poder hablar con el Padre Dámaso acerca de esto, para
ver si él comparte mi punto de vista acerca de la presencia de
Satanás y la inminente llegada de su reinado.
—Me cuesta creer que ese reinado sea algo más
físico que espiritual —yo continuaba teniendo mis dudas acerca de
aquella certeza, y estaba convencido de que el Padre Dámaso, aun
habiendo experimentado más que cualquier otro de nosotros la
presencia del diablo en nuestro mundo, tampoco estaría de acuerdo
con las afirmaciones de Jean Marie.
—Espero que, después de esta conversación, no
me consideres un fanático de lo sobrenatural. Y eso que, gracias a
mi experiencia en Stull, tendría motivos más que suficientes como
para ser más obsesivo con estos temas. Pero al final lo que te guía
es el día a día. Este mundo ya tiene demasiados problemas como para
ir al más allá a buscar otros aún peores. Por fortuna para quienes
vivís en el monasterio, aquí permanecéis un tanto alejados de esos
problemas cotidianos… Sí, aquí se respira una paz que fuera de
estos muros en ocasiones es muy difícil de encontrar.
—Ningún lugar está exento de problemas.
—Sí, imagino que también tendréis vuestras
dificultades. Este lugar incomoda a muchos, pero eso ya es un
debate que no conduce a ninguna parte. Me gusta este jardín. Te
hace mirar la muerte de otro modo, no como otros cementerios. Aún
recuerdo la visión de las lápidas de Stull, de su estremecedor
paisaje. En comparación con ese lugar, éste resulta un auténtico
paraíso.
Jean Marie recorría con la mirada cada rincón
del cementerio. A lo lejos, el Padre Ezequiel transportaba en su
carretilla unas piedras que depositaría junto a las que ya tenía
amontonadas, prestas para formar parte de un hermoso paraje desde
el cual podía contemplarse los alrededores del valle, así como la
carretera que, desde la entrada, serpenteaba y se perdía entre los
árboles con cada trazo que guiaba al visitante hasta los lugares
que daban forma al recinto. Muchos de cuantos se adentraban en el
valle por primera vez desconocían la existencia de la escolanía,
lugar en el que los niños cantores convivían diariamente.
Aún se escuchaba a algunos de los chicos, en
medio de juegos que en ocasiones resultaban un tanto peligrosos,
sobre todo cuando había batallas de por medio, como era el caso de
la que debía de estar teniendo lugar entre los alumnos de cuarto y
quinto de primaria. Escuché sus gritos de guerra y el cruce de los
palos que esgrimían como si de espadas se tratara. Levantaban
cabañas en el bosque, castillos que defendían ante el enemigo. Al
menos ya habían dejado atrás la peligrosa costumbre de competir por
escalar un árbol y llegar lo más alto posible. Mientras tuvieran
los pies sobre la tierra, el resto de incidentes no iba más allá de
un rasguño o un golpe producido por un exceso de ímpetu en sus
acometidas.
—Ya casi es la hora de la próxima clase —Jean
Marie miró su reloj y se puso en pie—. Tengo que ir un momento a mi
habitación. Bueno, nos vemos luego en la hospedería.
El francés abandonó el cementerio con su
peculiar caminar despreocupado, rítmico como si al mismo tiempo
estuviera tarareando alguna canción. Pensé que aquel hombre no
tenía un excesivo interés por la música, que tal vez su visita a
nuestra abadía estaba más relacionada con los sucesos que me
acababa de mencionar.
Aquellos pensamientos quedaron atrás, pues
tampoco era algo que me preocupara, más allá de la incomodidad que
pudiera suponer para el Padre Dámaso tener al francés siempre al
acecho, dispuesto a intentar extraer de él una información que el
maestro no parecía dispuesto a revelar.
Recorrí el cementerio una última vez antes de
volver al monasterio. El viento comenzaba a resultar un tanto
incómodo, sobre todo para el escapulario de mi hábito, que a punto
estuvo de ser atrapado por las ramas de uno de los rosales que iba
dejando atrás a mi paso. Las voces de los chicos quedaron acalladas
por el silbato del Padre Lorenzo. El recreo había terminado y ya
era la hora de ir al estudio. Tuve que recordárselo a los niños más
distraídos, aquellos que se perdían tanto en sus juegos que no
escuchaban la llamada para regresar a la escolanía.
De camino a la hospedería, escuché a alguien
que, detrás de mí, pronunciaba mi nombre. Era el Padre Dámaso, que
aceleraba sus pasos para ponerse a mi altura.
—¿Dónde has estado? —me preguntó, extrañado—.
Te he buscado por todas partes.
—Creí que estaría echándose la siesta.
—Hoy no. Ayer dormí más de lo habitual, lo
suficiente como para esquivar al sueño que me persigue después de
comer. Te he buscado para que pudieras ver el libro del que te
hablé.
—He estado en el cementerio, con Jean
Marie.
—Ese chico es un poco raro, ¿no crees?
Nicanor dice que es un economista, un hombre de números. Me
pregunto qué le ha movido a apuntarse al curso.
—Bueno, en cierto modo la música tiene
también un componente matemático.
—Sí, claro —sonrió el maestro—. Pero para
aprender el canto gregoriano primero hay que tener ciertas dotes de
solfeo, y me da la impresión de que ese chico no tiene mucha idea
de música.
—Quién sabe. Lo mismo sabe tocar algún
instrumento.
—Cierto. Tal vez el piano o, en su caso, yo
diría que la guitarra eléctrica. El francés parece más un roquero
que un economista, ¿verdad?
—Parece un buen hombre.
—En ningún momento he dicho que no lo sea.
Nunca juzgo a las personas por su apariencia. Incluso tengo algunos
amigos cuyo aspecto infundiría temor a algunos de nuestros
hermanos. Ya hubo quien confundió a uno de ellos con un ladrón que
venía a asaltar la sacristía. Creo que Nicanor exageraba al
referirse al francés como un... engreído y prepotente
franchute.
—A veces Nicanor es un tanto inflexible con
sus pensamientos.
—Inflexible, tozudo... Sí, es una de esas
personas que, como te caiga bien el primer día, te considera un
amigo. En cambio si la primera impresión no es la adecuada, date
por sentenciado. Tú has tenido la oportunidad de hablar con Jean
Marie. ¿Qué tal es?
—Parece una persona normal.
—Eso mismo creo yo. Me ha parecido un hombre
tranquilo. Me lo imagino trabajando en alguna oficina, en el
interior de un despacho, rodeado de papeles. Aunque he de reconocer
que, como comercial, también resultaría una persona convincente.
Pero dejemos ya a nuestro querido amigo. Es hora de regresar a un
curso que no estoy seguro de poder aprovechar adecuadamente este
año. Tengo demasiados pensamientos que rondan mi mente y no consigo
concentrarme en las clases con el profesor Asenjo… A pesar de que
él es todo un experto en la materia, no logro centrarme en sus
explicaciones. ¿Qué tal te va a ti con nuestro invitado
Conti?
—También me está costando. Al igual que
usted, mi mente está puesta en otro lugar, en otras cuestiones más
urgentes.
—Conti es un apasionado del canto. No
entiendo por qué, a diferencia de otros años, el profesor invitado
no imparte sus lecciones en el último grado del curso. Pero bueno,
si es capaz de hacerse entender, estoy seguro de que todos
aprenderéis mucho con él.
A punto de terminar de recorrer la arcada que
nos conduciría a la hospedería, el Padre Dámaso extrajo su
móvil.
—No puedo evitar comprobar de vez en cuando
si Isabel ha llamado. Tengo todo dispuesto en el coche para cuando
llegue ese momento y deba volver a la casa de Adrián. Y lo lamento
si debo interrumpir la clase del profesor Conti para sacarte del
aula, pero no tengo intención de ir allí solo.
—En ese caso, no se preocupe. Iré con
usted.
—Bien. Y ahora, cada uno a su clase. Nosotros
debemos ser los primeros en dar ejemplo de puntualidad.
El Padre Dámaso subió las escaleras que
conducían al aula donde se encontraban los estudiantes de cuarto
grado del curso, el más alto. A mí me resultaría difícil, por no
decir imposible, sacar provecho de la semana de estudios entre los
estudiantes de ese nivel, puesto que las clases eran
fundamentalmente prácticas, y se llevaba a cabo toda una labor de
investigación y análisis de los cantos objeto de estudio. Mis
estudios de gregoriano no se adecuaban a sus exigencias, y
únicamente lograría ralentizar el ritmo de las clases o caer en la
frustración de no alcanzar los conocimientos apropiados. Un nivel
por debajo del mío, Fray Daniel asistía al curso por primera vez.
Era un chico muy despierto, hábil para adentrarse en cualquier
mundo que resultara desconocido para él y extraer los conocimientos
más importantes. Además, tenía un don que resultaba muy preciado en
el monasterio, sobre todo en ausencia de los escolanos: una voz
prodigiosa. El novicio estaba llamado a ser uno de los principales
miembros del coro de la comunidad, cuyas voces, en ausencia de los
más jóvenes, a veces se escuchaban demasiado apagadas, distantes de
la solemnidad con que los niños impregnaban cada una de las
celebraciones en la basílica.
Entré en el aula, cuyos extensos bancos de
madera estaban situados de manera escalonada en sentido ascendente
a medida que se caminaba por el pasillo central hasta el fondo de
la clase. Conti estaba sentado a su mesa, revisando sus notas. En
la pizarra había escrito un nombre que precedía a varias frases en
latín: Guido d' Arezzo era un personaje que los más doctos en
música conocían muy bien, pues en él se encuentra el origen de la
notación musical tal y como la conocemos. Así lo atestiguaban las
frases escritas a continuación, cuyas sílabas iniciales habían sido
subrayadas, exceptuando la última línea, donde se había marcado del
mismo modo las letras iniciales de las dos primeras palabras:
«Ut queant laxis
Resonare fibris
Mira gestorum
Famuli tuorum
Solve polluti
Labii reatum
Sancte Ioannes».
—Bien —el profesor miró a la pizarra tras
asegurarse de que todos los alumnos habían ocupado sus asientos—.
¿Reconocéis este canto?
—Es el himno a San Juan Bautista —respondió
uno de los que ya llevaban más tiempo asistiendo al curso.
—Exacto. Su traducción es: «Para que puedan exaltar a pleno pulmón las maravillas
estos siervos tuyos perdona la falta de nuestros labios impuros San
Juan». Como algunos sabréis, la particularidad de este himno
es que cada una de sus líneas se inicia con una nota superior a la
que le antecede. El «Ut queant laxis»,
como así era conocido en su época, se atribuye a Pablo el Diácono,
y fue empleado por Guido de Arezzo, monje benedictino al igual que
Pablo, para establecer un sistema de entonación que denominó
«solmisatio», término del cual se
derivaría la palabra «solfeo». Como veis,
se trata del origen de los nombres de las notas. Posteriormente, en
el siglo XVII, Giovanni Battista Doni sustituyó el «ut» inicial por el «do»,
dada la mayor facilidad de esta denominación para su pronunciación
en el solfeo. Este musicólogo elegiría esta sílaba, quien sabe si
en honor a su propio apellido. En cuanto a la última nota, la
«si», no fue considerada inicialmente por
Guido sino que se añadió posteriormente hasta completar así la
notación musical. También se habló de una influencia de la notación
árabe en la evolución de la música occidental, dada la contribución
islámica a la cultura de la Europa medieval.
»He querido comenzar la clase haciendo
referencia a estos personajes, en primer lugar por su condición de
monjes benedictinos, que nos ayuda a comprender aún mejor la
importancia de la influencia benedictina, no solo en el canto
gregoriano, sino en la historia de la música. Por otro lado, el
origen de la notación musical occidental me ha parecido un buen
punto de partida para iniciar la clase de hoy, en la que vamos a
dedicar una parte al estudio de los tipos de escalas empleados en
el canto gregoriano.
»La modalidad —el profesor escribió esta
palabra en la pizarra, subrayándola posteriormente— es el sistema
musical basado en los modos, que eran las escalas empleadas en el
estudio del canto antiguo, de igual forma que en la actualidad
empleamos la escala diatónica a cuyo origen nos hemos aproximado
—señaló el Himno a San Juan Bautista.
El silencio era absoluto entre los alumnos de
la clase. Observé a los que tenía más cerca, entre quienes se
encontraba una estudiante de historia que asistía al segundo grado
por primera vez. A diferencia de la joven, el anciano que se
encontraba a su lado no tomaba ninguna nota, sino que su completa
atención estaba puesta en los signos escritos por Conti en la
pizarra. Dionisio era un sacerdote ya jubilado que llevaba años
asistiendo al curso y ya había recorrido sus cuatro grados en más
de una ocasión. Era, sin duda, el alumno más aventajado del aula,
aunque no hacía gala de sus conocimientos. Su azulada mirada se
perdía en los gestos del profesor mientras escuchaba atentamente
cada explicación.
Conti se desplazó hacia el extremo de la
pizarra que aún estaba vació de letras y escribió la palabra
«octoechos», seguida de una lista con los
siguientes términos:
Protus
Deuterus
Tritus
Tretardus
—El «octoechos»,
cuya traducción literal del griego podría ser «ocho tonos», está formado por los ocho modos
eclesiásticos cuyo origen se encuentra en torno a los siglos IX y
X. Constancia de ello tenemos a partir de los numerosos tratados
medievales en los que se codifican y describen. A diferencia de las
escalas tonales y su ordenada sucesión de las notas, los modos se
caracterizan por los intervalos en los que se mueven las notas así
como sus giros en el ritmo melódico. Frente a las numerosas escalas
antiguas, ya existentes en la Grecia clásica, los ocho modos
eclesiásticos son los que han alcanzado un mayor desarrollo e
importancia. La polifonía medieval y renacentista gira en torno al
«octoechos», por lo que la influencia de
la modalidad en la composición musical se ha prolongado en el
tiempo, hasta llegar incluso al siglo XX. Por tanto, podríamos
decir que la modalidad es de obligada referencia, no sólo en la
historia del canto gregoriano, sino en el estudio de la música
occidental.
»Los nombres escritos en la pizarra,
protus, deuterus, tritus y tretardus,
corresponden a los ordinales primero, segundo, tercero y cuarto. A
la hora de determinar la modalidad de un canto gregoriano hemos de
tener en cuenta dos aspectos fundamentales: la nota final y la nota
dominante.
Trazando el esquema sobre la pizarra, Conti
reflejó estos dos aspectos que explicó a continuación para
determinar cada uno de los modos reflejados anteriormente.
—La nota final es la verdadera nota de
interés a la hora de clasificar la pieza. De esta forma, existen
cuatro posibles terminaciones —las fue apuntando en la pizarra
junto a cada uno de los modos—. Así lo pone de manifiesto el propio
Guido, a través de su famosa frase «in fine
iudicabis», al final juzgarás,
estableciendo así la importancia de esta nota en el devenir de la
pieza.
RE
Protus
MI
Deuterus
FA
Tritus
SOL
Tretardus
»Por otro lado, la nota de recitado o nota
dominante es la nota más empleada a lo largo de la pieza, en torno
a la cual gira la melodía. Esta nota de referencia es más aguda que
la nota final, y junto con ella nos va a servir para una
clasificación definitiva de la pieza en uno u otro modo.
»En consecuencia, los aspectos definitivos
que nos servirán de guía para enmarcar una pieza en uno u otro modo
serán la nota tónica, la dominante y el ámbito o extensión que
definen la posición de una respecto a la otra. Por ejemplo, en el
caso de las antífonas, en las que el canto del salmo tiende a
alcanzar tonos más agudos, el modo se denomina «auténtico». En cambio, aquellas en las que se canta
en un intervalo más grave se clasifican en un modo denominado
«plagal» —añadió ambas denominaciones
junto a los modos, dando forma a los ocho modos—. Obtendríamos así
la clasificación definitiva de la modalidad gregoriana, en torno a
la cual pueden clasificarse la mayor parte de sus piezas. No todas,
puesto que la modalidad se adaptó a un repertorio que ya existía
previamente, por lo que muchas piezas pudieron ser creadas sin
someterse a la clasificación que acabamos de ver. Es en las
composiciones más tardías donde con mayor claridad vemos el
sometimiento a la modalidad.
—Entonces —alzó la voz la estudiante—, según
lo que ha dicho anteriormente acerca de las antífonas y su
tendencia al agudo, extrapolándolo al resto de la modalidad,
¿podríamos afirmar que los modos gregorianos expresan algo así como
el sentido del canto o su contenido?
—Interesante cuestión —Conti dejó la tiza y
se puso a caminar, pensativo—. El propio Guido lo manifiesta de la
siguiente forma: «el primero es grave, el
segundo triste, el tercero místico, el cuarto armonioso, el quinto
alegre, el sexto devoto, el séptimo angélico, el octavo
perfecto». Efectivamente, podríamos afirmar que los modos nos
indican los sentimientos que se desprenden de la pieza.
Lógicamente, el texto que la da forma debe estar en consonancia con
este sentimiento, puesto que como ya dijimos, el canto gregoriano
simboliza una unión perfecta entre la letra y la música, y la
modalidad es una prueba más de la espiritualidad que lo
enmarca.
Una vez finalizada la principal exposición
teórica, una de las páginas que nos había sido entregada sirvió
para dar un enfoque práctico a lo que Conti acababa de mencionar.
Durante el resto de la clase estuvimos viendo otras características
modales que, más allá de las escalas y notas dominantes, dotaban de
una mayor identidad a cada uno de los modos.
Fue en esta segunda parte de la clase, en el
análisis de algunas piezas, donde empecé a sentir que mi atención
iba decreciendo, y mi mente se perdía en otros pensamientos que más
bien nada tenían que ver con la cuestión a analizar en aquel
momento.
Al salir de clase, tuve la sensación de que
no me había resultado todo lo provechosa que hubiera deseado. La
materia objeto de estudio resultaba en ocasiones densa, sobre todo
a la hora de trasladar a la práctica las primeras nociones.
La conversación mantenida con Jean Marie y su
intrigante experiencia en Stull se había apoderado finalmente de mi
mente a mitad de la clase. Recordé algunas historias del Padre
Lorenzo; relatos que, según él, habían tenido lugar en el valle,
bien en el interior de la abadía o en la propia basílica, como
aquella anécdota que nos contó una vez en la hora del café.
El director del coro de escolanos no era un
hombre dado a las bromas, por lo que sus anécdotas gozaban de una
mayor credibilidad que la de otros monjes como el Padre Ezequiel,
más dado a inventar historias que en ocasiones resultaban tan
fascinantes como imposibles. Algunas de ellas suponían un gran
remedio en mis conversaciones con aquellos críos que en mitad de la
noche me despertaban tras sufrir alguna pesadilla.
Abandoné el aula sin esperar al Padre Dámaso.
Tenía que ir a la cocina para coger la cesta con la merienda de los
chicos. Si ya de por sí las labores de la escolanía me daban pocos
momentos de tranquilidad, compaginarlas con mi presencia en el
curso se me antojaba una tarea difícil de llevar a cabo durante
todo lo que restaba de la semana.
La merienda estaba ya preparada, sobre una de
las mesas: una bandeja repleta de chocolatinas y numerosos trozos
del pan que el Padre Ezequiel, siempre puntual, preparaba todos los
días antes de la llegada del amanecer.
La escolanía estaba en silencio. Los
columpios del patio exterior se mecían ligeramente, impulsados por
un aire que allí también se movía en continuas y ruidosas ráfagas
que terminaban chocando contra las paredes y ventanas de las
habitaciones. Los chicos estaban aún en el aula de coro, entonando
una de las piezas que sería cantada en la Eucaristía del día
siguiente.
Escuché la última parte del ensayo. Poco
antes de que éste terminara, la puerta del aula se abrió y apareció
Juanma.
—¿Ya te han castigado? —temí que aquella
noche, además de los deberes de lengua, también tuviera que dejarle
hacer un centenar de copias.
—El Padre Lorenzo me ha echado por reírme. Ha
sido Gonzalo...
—Mejor no saber de quién ha sido la culpa —no
quise entrar en su juego; prefería que el chico cumpliera su
castigo en silencio, pues ya en alguna ocasión me había ganado la
reprimenda del Padre Lorenzo por entretener a alguno de los críos
cuando éstos tenían que acudir a la clase.
—Pero es verdad —insistió el chico, incapaz
de estar callado.
—Te he dicho que no quiero saberlo. Ahora
guarda silencio y espera a que salgan tus compañeros.
—¿Es chocolate? —para mi desgracia, el
muchacho había visto la cesta con la merienda. Sus ojos se
iluminaron al contemplar el contenido.
—Sí —me apresuré a contestarle—. Y te
quedarás sin probarlo si continúas hablando.
Aquellas palabras acabaron con el ímpetu
inicial de Juanma, que permaneció de pie frente a la puerta del
aula, cumpliendo su castigo hasta que finalizó el ensayo.
Cuando la puerta se volvió a abrir, el aula
escupió todos los niños que había en su interior. Sentado junto al
piano, se encontraba el Padre Lorenzo, que recogía sus partituras
mientras murmuraba ininteligibles palabras, con rostro severo. A
juzgar por su expresión, el ensayo no debía de haber salido según
lo previsto, lo cual hacía prever una advertencia a los muchachos,
que nada más ver la cesta se colocaron en fila para recibir su
porción de merienda.
—¿Se puede repetir? —preguntó Juanma.
—Tú no —el Padre Lorenzo se adelantó a mi
respuesta—. Incluso deberías quedarte sin merendar. No has hecho
más que hablar y reírte durante todo el ensayo.
Juanma estuvo a punto de responder, pero por
fortuna para él, y tal vez también para mí, guardó silencio durante
unos segundos, evitando así una nueva entrega de copias que se
unirían a las que ya había acumulado en semanas anteriores.
Nada más coger la merienda, los muchachos se
dispersaron, como solía suceder en cada recreo. Unos se dirigieron
a la sala de juegos, donde les esperaban los futbolines y la mesa
de pin pong; otros continuarían sus
juegos por el bosquecillo, o sus partidas
de canicas en el patio, columpios, el fútbol... Tenían media hora
hasta el momento de regresar al estudio y cada minuto les resultaba
demasiado precioso como para no aprovecharlo al máximo.
La cesta se vació en poco tiempo, quedando
únicamente en su interior los envoltorios de las chocolatinas y un
par de trozos de pan. El Padre Lucas permanecería en la escolanía
durante el recreo, velando por el adecuado transcurso del mismo
hasta la llegada de una de las maestras, que se encargaría de
acompañar a los chicos durante la siguiente hora en la sala de
estudio.
Tras dejar los restos de la merienda en la
cocina, me detuve en el claustro del monasterio, donde Fray Juan
regaba las plantas con esa delicadeza que le caracterizaba a la
hora de cuidar de ellas, al igual que había hecho con los libros
durante sus años como bibliotecario. Estaba a punto de llegar hasta
él cuando la puerta de la clausura se abrió.
El Padre Dámaso charlaba amigablemente con la
joven que había visto en el rezo de sexta, en compañía del otro
hombre al que también recordé haber observado antes.
—Fray Ángelo —me invitó a acercarme a ellos—.
Te presento a Cintia y Octavio. Cintia es la propietaria de la
partitura cuyo estudio supone la clausura de esta edición del
curso.
—Un placer, Fray Ángelo—. La joven me dio la
mano. Su roce era tan delicado como gélido.
—Octavio es el mejor amigo del padre de
Cintia.
—Desde que murió Romero, he tratado de cuidar
de ella como si de mi propia hija se tratara —al contrario que la
joven, Octavio tenía robustas extremidades, acordes con su
corpulencia. Estrechó mi mano casi con una fuerza excesiva—. Es un
placer para nosotros traer hasta aquí lo que para ustedes
constituye todo un tesoro de los tiempos antiguos. Cintia guarda la
partitura como si de oro se tratara.
—Sí. El sábado la traeré para que puedan
contemplarla. Creo que el Padre Lorenzo está especialmente
entusiasmado.
—Exacto —reconoció el Padre Dámaso—. Lorenzo
es uno de esos hombres que desde siempre ha profesado un profundo
amor por el canto gregoriano y todo aquello que guarde relación con
la historia monástica. El hallazgo de esa partitura constituye,
para él, uno de los mayores descubrimientos de los que vamos a
poder participar. Conociendo a Lorenzo, la palabra entusiasmado se
queda corta.
—¿Hace mucho que hallaron esa partitura? —me
atreví a preguntar, empujado por la curiosidad.
—Romero y yo llevábamos varios años buscando
nuevos hallazgos sobre la cultura monástica —contestó Octavio—. Él
era el arqueólogo y yo, un historiador apasionado del mundo
clásico.
—Cuando mi padre murió, entre sus
pertenencias encontré un arcón que había adquirido en un mercadillo
de antigüedades. Cuando lo abrí, vi por primera vez el pergamino
que contenía la partitura. Consulté a los colaboradores de mi padre
y me confirmaron que era auténtico, toda una reliquia cuya
antigüedad parece próxima a los primeros tiempos del canto
gregoriano. Y sabiendo la importancia que tenía para el Padre
Lorenzo y la amistad que lo unía a mi padre, pensé que, antes de
llevarla a un lugar definitivo, podría ser expuesta aquí para
disfrute de los asistentes al curso.
—Perdonen que les interrumpa —apareció
Nicanor, que regresaba de su habitación. Me alegro de que hayan
decidido clausurar este año el curso de la mejor manera posible.
Gracias por hacernos partícipes de su hallazgo. Mi nombre es
Nicanor, soy profesor de latín y griego, y gran aficionado a los
estudios monásticos.
—Creo que usted y Octavio harán buenas migas
—respondió Cintia, esbozando una amplia sonrisa—. Él es todo un
apasionado del mundo clásico, su historia y su mitología, al igual
que lo era mi padre. De él heredé mi pasión por la filosofía,
materia de la que imparto clases en la Universidad.
—En ese caso, espero poder compartir con
ustedes unos cuantos ratos durante estos días: educación y
mitología. No se me ocurren mejores temas para pasar unos
agradables momentos, con el permiso del profesor invitado de este
año, Alessandro Conti, que en ocasiones se deja llevar por el
manantial de conocimiento que posee en su privilegiada mente y a
menudo olvida que los monjes no esperan para la comida, ¿verdad
Fray Ángelo?
—Cierto. Tendré que avisarle con tiempo
suficiente en la próxima clase para no tener que salir
corriendo hacia el refectorio.
—Sus piernas aún pueden permitirse unas
cuantas carreras al día. Yo no podría hacer esos esfuerzos. En fin,
si me disculpan, me gustaría poner mi mente en orden antes de
comenzar el rezo de Vísperas. Nos vemos luego.
Nicanor se perdió al otro lado de la puerta
que comunicaba el claustro con la capilla de la abadía. En el
interior, la luz estaba ya encendida, por lo que imaginé que el
Padre Basilio se encontraría allí. El más longevo de los monjes era
capaz de pasarse horas y horas sentado en su sitio y levemente
inclinado hacia adelante, con los ojos cerrados, dormitando tras
haber leído algún capítulo de la Regla o uno de aquellos antiguos
libros que acostumbraba a emplear en sus meditaciones. En más de
una ocasión el enfermero que lo cuidaba había tenido que ir allí a
despertarle para llevarle a su celda.
—Continuaremos hablando más tarde, tal vez
después de la oración —el Padre Dámaso escuchó el ascensor que
comunicaba los pisos de la abadía. Los demás monjes no tardarían en
llegar para el rezo de Vísperas y no resultaba muy apropiado hablar
en el claustro en los momentos previos al silencio.
Me despedí de nuestros huéspedes y seguí el
ejemplo del maestro, ocupando mi lugar en el interior de la
capilla.
El silencio fue interrumpido por las primeras
gotas de agua que, en el exterior, repiqueteaban contra la piedra
del suelo. Su sonido se escuchó más lejano en cuanto el Padre
Dámaso cerró completamente la ventana. Percibí el olor a humedad
expandido por los alrededores del monasterio. El Padre Lorenzo
entonó la antífona inicial; el «Deus in
adjutorium meum intende» dio paso a la respuesta del resto de
monjes y con ella, la sucesión de himnos y salmos.
Desde mi sitio pude observar, entre los
huéspedes, a la estudiante con la que compartía clase. Previamente
al comienzo de las vísperas, el Padre Eugenio había repartido
varias hojas entre los huéspedes para que pudieran seguir de forma
sencilla el rezo vespertino. La joven participaba activamente en la
recitación de los cánticos y salmos cuyas estrofas se iban
alternando entre los dos coros en los que se dividía el número de
asistentes por su ubicación a uno u otro lado. Junto a la chica,
Nicanor parecía tan concentrado como siempre, en una actitud de
recogimiento acompañada por cada uno de sus pausados gestos.
La bendición del abad dio por finalizado el
rezo y Fray Daniel se apresuró a abrir las puertas de la capilla
para que fieles y monjes pudieran ir saliendo.
Terminada la oración, me separé de mis
hermanos para dirigirme al comedor de los chicos en compañía del
Padre Lucas, que tenía su sitio en la mesa de los mayores. Aquella
noche los críos parecían más silenciosos que de costumbre. Aquello
solo fue un espejismo. A Pedro se le cayó un plato que se hizo
añicos en el suelo, provocando una carcajada generalizada entre el
resto de escolanos. El Padre Lucas extrajo de su hábito una hoja de
papel y un bolígrafo, en un gesto que los críos interpretaron en
cuestión de segundos. El silencio se apoderó del comedor hasta
después de la bendición de la mesa.
Yo comía en la mesa de los más pequeños. A
ambos lados, los escolanos más inquietos y habladores me planteaban
diariamente toda clase de interrogantes de difícil contestación. En
ocasiones, dar una respuesta satisfactoria a sus dudas constituía
todo un reto. A mi derecha, Jorge me mantenía al tanto de sus
batallas en el bosquecillo. Aquella noche me contó cómo habían
conquistado la cabaña de los de quinto, hazaña no desprovista de
unas nuevas heridas durante el combate, arañazos que me mostró como
si de auténticas cicatrices de guerra se trataran. Arturo, que se
encontraba a mi izquierda, permanecía más callado de lo habitual en
él. Tuve la sensación de que estaba planeando alguna de sus
estudiadas travesuras. En el otro extremo de la mesa, Andrés
esperaba el momento en que me distrajera para esconder un trozo de
pescado en el interior del pan, en el hueco que ya había desmigado.
Le miré fijamente y moví la cabeza de un lado a otro. El chico, una
vez descubierto su plan, no tuvo más remedio que comerse todo el
contenido del plato.
La cena transcurrió con la normalidad de
siempre. Había dos niños encargados de servir y recoger cada mesa,
labor que se repartía entre los escolanos durante el curso, tal y
como hacíamos también los monjes. Una adecuada organización siempre
contribuía al bien de la convivencia diaria, y a los críos les
ayudaba a ser conscientes de unas responsabilidades que les harían
madurar ya desde sus primeros días en la escolanía. Resultaba
interesante comprobar cómo los chavales más traviesos eran
capaces de mejorar su comportamiento cuando se les otorgaba un
cargo de mayor responsabilidad.
En el exterior, el ruido de la lluvia fue de
menos a más, hasta dar forma a un aguacero que no vino solo. Los
primeros truenos presagiaban una noche de tormentas y, en mi caso,
unas más que probables horas en vela para tranquilizar a los
habitantes más miedosos del dormitorio común.
Caminando en dos filas, como era costumbre
para guardar el oportuno silencio al paso por el claustro de los
monjes, llegamos hasta la escolanía para ir directamente a la
capilla. El Padre Lucas me recordó que aquella noche debíamos,
según era costumbre al inicio de la Semana Santa, imponer el
escapulario a los críos más pequeños, encomendando a la Virgen
María la custodia y protección de sus almas. La ceremonia era
breve, y aquella noche sustituiría a la oración nocturna que
llevábamos a cabo antes de dormir.
El Padre Lucas salió de la sacristía de la
escolanía convenientemente vestido para oficiar la ceremonia. En
los bancos delanteros se encontraban los escolanos de primer año, a
quienes les sería impuesto el escapulario.
El escapulario de la Virgen del Carmen, tal y
como expresa el Concilio Vaticano II, es «un
signo sagrado según el modelo de los sacramentos, por medio del
cual se significan efectos, sobre todo espirituales, que se
obtienen por la intercesión de la Iglesia». Su imposición
otorga la pertenencia a la Orden del Carmen; en palabras de Pío
XII, «forman, por un especial vínculo de amor,
una misma familia de la Santísima Madre».
El Padre Lucas se situó de cara a los
escolanos. Tal y como hacía en otras muchas ocasiones durante la
oración, se dirigió a ellos y les hizo una pregunta.
—¿Sabéis el significado de la palabra
escapulario?
Uno de los mayores, situados en los últimos
bancos, levantó la mano.
—Dejad que sean ellos los que contesten —el
Padre Lucas señaló a los nuevos—. Os doy una pista: procede del
latín, de la palabra scapulae, que
significa hombro.
—Es lo que tenéis puesto los monjes, encima
del hábito —contestó uno de los niños.
—Sí. Los monjes llevamos un escapulario que
cubre nuestra túnica. El significado inicial del escapulario es el
de los paños que, hace muchísimos años, se ponían sobre los hombros
para llevar las cargas. Por lo tanto, inicialmente se considera
como un símbolo de llevar una carga entre los hombros. ¿Esto a qué
os suena?
—La cruz —respondió otro de los
muchachos.
—Exacto. El sentido inicial del escapulario
es el recuerdo de la cruz, la carga que Cristo echó sobre sus
hombros para la salvación de la humanidad. Es un símbolo de que
nosotros también debemos llevar nuestra carga, nuestra cruz, la de
cada día. Y puede que nuestra carga sea aguantar a ese compañero
que no nos cae muy bien, o la de no responder de malas formas a los
profesores —algunos de los niños se miraron entre ellos, dejando
escapar cómplices sonrisas—. Todos tenemos una o varias cargas que
debemos soportar, como seguidores y discípulos de Jesús. ¿Y quién
fue la persona que siguió a Jesús con mayor fidelidad, hasta su
muerte? —la vista del Padre Lucas se fijó en la imagen de la Virgen
María, una talla de madera que reflejaba fielmente en su mirada el
amor y la ternura propios de una madre.
—La Virgen —respondieron varios críos, al
unísono.
—María también tuvo que soportar una pesada
carga, como fue la de ver morir a su hijo en la cruz. Ella es la
más fiel seguidora de Cristo, por lo que el escapulario, señal de
los seguidores de Jesús, también nos recuerda a ella. Es un reflejo
de la humildad, pureza y sencillez de María. Con la imposición del
escapulario, renovamos la promesa bautismal de revestirnos de
Cristo, de acercarnos a él siguiendo los pasos de su Madre.
Mediante esta ceremonia, os incorporaréis a la familia de la Orden
Carmelita, con la esperanza de que María siempre esté a vuestro
lado y os ayude, con su protección maternal, a ser fieles
seguidores de las enseñanzas de su hijo.
El sacerdote abrió la Biblia y leyó un pasaje
del Antiguo Testamento.
—Jerusalén, quítate el vestido de luto y
aflicción y vístete ya siempre con las galas de la gloria de Dios.
Envuélvete en el manto de la justicia divina y adorna tu cabeza con
la gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu esplendor a toda la
tierra y te dará para siempre este nombre: «Paz en la justicia y gloria en la piedad».
Levántate, Jerusalén, súbete en alto, mira hacia oriente y
contempla a tus hijos convocados desde oriente a occidente por la
palabra del Santo y disfrutando del recuerdo de Dios.
Situado junto a los chicos mayores, en el
extremo opuesto de la capilla, percibí la absoluta atención que
mostraban los escolanos de primer año, en contraste con algunos de
los veteranos, que parecían ausentes, perdidos en sus pensamientos.
Resultaba difícil concentrar la atención de los niños durante todo
el tiempo de la oración. El Padre Lucas lo conseguía gracias a las
numerosas preguntas que les hacía para saber si escuchaban sus
palabras.
El sacerdote retomó la lectura de la Biblia
en un segundo pasaje, extraído del Nuevo Testamento.
—Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envió
Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para
rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el
ser hijos por adopción. Como sois hijos, Dios envió a vuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡Abba! Padre». Así que ya no eres esclavo, sino
hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de
Dios.
El Padre Lucas cerró la Biblia y tomó la
bandeja en la que se encontraban los escapularios. Se la entregó al
monaguillo y procedió a bendecirlos.
—Oh Dios, origen y cumplimiento de nuestra
santidad, que llamas a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad a los que han renacido del agua y del
Espíritu Santo, mira con bondad a estos siervos tuyos que reciben
con devoción este Escapulario del Carmen que llevarán
diligentemente como un signo de su consagración a la Virgen María
del Monte Carmelo. Haz que sean imagen de Cristo, tu Hijo, y así,
terminado felizmente su paso por esta vida, con la ayuda de la
Virgen Madre de Dios, sean admitidos en el gozo de tu morada. Por
Jesucristo Nuestro Señor.
—Amén.
Tras la aspersión con agua bendita, el
sacerdote llamó a los niños para que se fueran acercando. Uno a
uno, les fue imponiendo el símbolo que los consagraba a la Virgen,
mientras pronunciaba unas palabras en voz alta.
—Recibe este Escapulario, llévalo como signo
de su protección maternal y de tu compromiso por imitarla y
servirla. Que ella te ayude a revestirte de Cristo, para dar gloria
de la santísima Trinidad y para cooperar en la Iglesia al bien de
los hermanos.
Los niños permanecieron de rodillas en sus
bancos durante unos últimos instantes, antes de que el Padre Lucas
diera por finalizada la ceremonia con la bendición final.
La imposición del escapulario era una
costumbre arraigada en el Valle por la importancia que tenía para
los monjes la salvaguarda de los niños, desde el mismo instante en
que se incorporaban a la gran familia de la escolanía, donde todos
los hermanos eran encomendados a la protección de María, como la
madre que allí siempre estaría con ellos.
A la salida de la capilla, los niños
recuperaron el bullicio que dominaba habitualmente el claustro de
la escolanía. Los patinetes, balones y raquetas esperaban el
momento de ser empleados una última vez antes de que el silencio
regresara una noche más para quedarse hasta la llegada del
amanecer. El recreo fue breve, pero bien aprovechado por los
pequeños residentes del valle.
Abrí las puertas del dormitorio para que
entraran los chicos, y esperé a que todos se pusieran los pijamas
para repartir los teléfonos. Todos los lunes, miércoles y viernes
abría la caja de madera donde guardaba los móviles, y entregaba a
cada uno el suyo para que pudiera hablar con sus familiares. Para
los padres suponía un momento del día que aguardaban con
impaciencia.
Como sucedía a menudo, uno de los niños me
pidió que le dejara mi teléfono para poder llamar a su casa. En
esta ocasión fue Iván quien se había quedado sin saldo.
Los chicos estaban entretenidos con los
móviles, por lo que aproveché para ordenar el armario de la
habitación. Las mantas y colchas que había en su interior parecían
haber cobrado vida durante el fin de semana. A un lado, el cesto de
la ropa sucia rebosaba de sábanas que a la mañana siguiente serían
llevadas a la lavandería. Mientras colocaba las colchas a un lado y
doblaba las mantas que debían situarse en la balda de abajo, a mi
alrededor tenían lugar toda clase de conversaciones en las que los
críos contaban a sus padres lo más destacado del día, siempre que
no se tratara de algún castigo que los tuviera como protagonistas.
Vi a Luis pasar a mi lado, con ojos llorosos; era uno de los chicos
que peor lo pasaba cuando se veía lejos de los suyos; en un rincón
del dormitorio, Juanma informaba a sus padres de los exámenes del
día; Pedro paseaba de un extremo a otro de la habitación, nervioso
por una bronca de su madre que casi se podía escuchar desde el
claustro. También había alguno que, después de haber saludado a sus
familiares, pasaba el resto del tiempo concentrado en uno de los
juegos del teléfono.
Una vez recogidos los móviles, los chicos se
fueron acostando. Aquella noche me sentía especialmente cansado,
por lo que me apresuré a ir apagando las luces del dormitorio,
creando un ambiente propicio para evitar el retraso en el
cumplimiento del horario. Dejé encendida la luz que, situada encima
de la puerta de los servicios, iluminaría tenuemente la estancia
para evitar que la oscuridad se adueñara de los más miedosos.
En el exterior, las corrientes de aire rugían
junto a las ventanas; la lluvia caía de lado, arremetiendo con
fuerza contra los cristales; y los primeros estruendos presagiaban
una noche de tormenta en todo el recinto. Al menos, un poco de luz
en el dormitorio amortiguaría los efectos de las inclemencias del
tiempo, y me evitaría alguna inesperada visita nocturna de los
escolanos más ligeros de sueño y asustadizos de la oscuridad.
Cerré las contraventanas para evitar que los
rayos pudieran acrecentar ciertos temores, y aclaré sus dudas
nocturnas a aquellos que siempre guardaban algún interrogante para
el final del día. Carlos era uno de los que, una vez apagadas las
luces, sentía la necesidad de encontrar alguna respuesta antes de
abandonarse al descanso.
Eché un último vistazo al dormitorio antes de
entrar a mi habitación. Todo parecía en orden: la respiración
calmada de los que esperaban el momento de quedarse dormidos, los
que ya estaban sumidos en un profundo sueño; y los que pronto
dejarían escapar un diálogo casi ininteligible producido en algún
rincón de su imaginación… «Una noche como otra
cualquiera», había pensado, incapaz de adivinar hasta qué
punto estaba equivocado.
Al otro lado del dormitorio, el silencio que
habría de reinar en el claustro fue interrumpido por unos pasos que
resultaban inconfundibles.
A pesar del cansancio, salí al encuentro del
visitante nocturno que, una vez más, recorría las estancias de la
escolanía al caer la noche, delatado por el golpeo sordo de su
bastón.
—Buenas noches Ángelo —me saludó casi en un
susurro cuando llegué hasta él.
—Hoy hace demasiado malo como para salir
fuera a dar un paseo, ¿verdad?
Fray Lamberto se echó a reír. Ni siquiera la
lluvia o la tormenta podían acabar con sus nocturnas costumbres,
desconcertantes en algunas ocasiones para los otros miembros de la
comunidad. Y su avanzada edad no suponía un obstáculo a ese
espíritu inquieto que había dado más de un quebradero de cabeza a
quienes, en numerosas ocasiones, le escuchaban merodear por sus
celdas cuando la lluvia le impedía aventurarse en el
exterior.
—Sí, se avecina una buena tormenta. Aunque ya
no resultan tan fuertes como las de antes. Recuerdo una de forma
muy especial, en agosto de mil novecientos ochenta y uno. Era una
de esas tormentas de granizo que parecen el comienzo del fin del
mundo –se echó a reír—. Estoy seguro de que el Padre Lorenzo pensó
aquel día en el Apocalipsis. El granizo rompió cristales,
canalones… Echó a perder los rosales del patio y algunas de las
plantas junto a la cocina. Sí, hoy hace una noche horrible. Creo
que me iré a la biblioteca. El Padre Dámaso me ha dicho que, si te
veía, te recordara que aún tienes pendiente una visita a su celda
para hablar de no sé qué libro.
«Bueno, después de esta
tormenta tardará algunos días en poder quemarlo junto a esas ramas
que tenía amontonadas», pensé.
—Parece que el Padre Dámaso conocía sus
intenciones de venir esta noche por aquí, ¿verdad?
—Sí —sonrió traviesamente el anciano—.
En realidad creo que es el único que no me ha regañado alguna vez
al encontrarme de noche dando vueltas. No necesito dormir mucho por
las noches y ahora es el momento más tranquilo para disfrutar de un
paseo.
—¿Aunque haya tormenta?
—Claro. Me gusta observar cómo caen los
relámpagos y desde el claustro se ven muy bien. Pero como en el
monasterio no me dejan, pues me vengo aquí para poder estar un
rato.
Aquella noche, Fray Lamberto parecía tener
ganas de hablar. Podría pasarse horas y horas relatando
acontecimientos sucedidos en el monasterio y sus alrededores
durante sus años de estancia allí. La precisión con la que los
situaba en el tiempo hacía creer a muchos que tenía algún diario en
el que, durante todos esos años, habría estado recogiendo los
hechos más destacados. Ya fuera cierto o no, la verdad es que la
edad no había hecho mella en la mente de un hombre dado a hablar
con todo aquel que se cruzara en su camino. No tenía término medio,
pues también había ocasiones en las que, si tenía el día torcido,
podía permanecer en silencio desde el amanecer hasta la llegada de
la oscuridad.
Cuando creí que Fray Lamberto comenzaría a
dar rienda suelta a uno de sus relatos, de manera acelerada se
despidió de mí para, según decía, rezar el rosario mientras
contemplaba el espectáculo de rayos que se sucedía en el exterior.
Tuve la sensación de que le daría tiempo a rezar unos cuantos
rosarios más antes de regresar a su celda. De camino al monasterio,
encontraría algún buen motivo para no dejar morir la noche con
tanta prontitud. Sus pasos se alejaron por el largo pasillo cuya
frágil luz no le impedía caminar en lentos pero decididos
movimientos que incluso lograban sortear, en la penumbra, las
humedades del suelo producidas por las goteras del claustro.
Escuché la melodía del teléfono fijo que
tenía en mi habitación. Su monótono sonido amenazaba con
interrumpir el sueño de los escolanos, por lo que me di prisa en
responder a aquella llamada inesperada.
Al otro lado de la línea, oí la voz del Padre
Lucas. El monje que cuidaba a los escolanos de secundaria parecía
nervioso.
—Ángelo, ¿has escuchado algún ruido
extraño?
Fue una pregunta de difícil respuesta,
teniendo en cuenta los truenos que, en el exterior, acompañaban a
relámpagos que parecían atacar el patio de la escolanía. Al otro
lado de la ventana de mi cuarto, las ráfagas dejaban al descubierto
los primeros charcos formados en la arena.
—¿Qué clase de ruido? —pegunté desconcertado
por el tono de sus palabras.
—Espera… Espera un momento, que bajo. Sal al
claustro.
Sin dar más explicaciones, colgó el teléfono.
Un nuevo estruendo se escuchó como si el relámpago hubiera caído en
los alrededores del monasterio.
—Fray Ángelo… —escuché a uno de los escolanos
cuando pasé junto a su cama.
—No te preocupes, Dani. No es más que una
tormenta. Viene bien un poco de agua y los relámpagos son muy
ruidosos, aunque están lejos de aquí. Trata de dormir ¿de
acuerdo?
El chico asintió, con la mitad del rostro
oculta tras una colcha de cuadros azules y blancos, similar en
todas las camas. Se dio la vuelta y cerró los ojos.
Salí del dormitorio y me encontré con el
Padre Lucas, que ya me esperaba junto a las escaleras.
—¿Qué ocurre? —apenas tuve tiempo de
preguntarle antes de que él comenzara a hablar.
—¿De verdad no has escuchado nada? Es como
si... Ven, sígueme.
Comenzó a subir las escaleras que conducían
hasta un segundo piso en el que se encontraban las habitaciones de
los mayores. La primera planta albergaba las clases y la sala de
estudios de los escolanos, así como la entrada a la hospedería
interna.
El Padre Lucas tenía un semblante pálido,
desencajado. Durante el trayecto continuó relatándome lo que había
sucedido.
—Cuando los chicos apagaron las luces de la
habitación y yo ya me disponía a entrar en mi cuarto, escuché un
sonido procedente del techo. Era como si, arriba, alguien estuviera
caminando, o más bien golpeando el suelo.
—Pero arriba, está todo cerrado, ¿no?
—Que yo sepa, esa buhardilla hace mucho que
fue destinada a un almacén de herramientas, o no sé si un taller...
Pero hace años que no entro, y casi ni siquiera sé dónde está la
llave de la puerta de acceso.
Yo ni siquiera sabía cómo se accedía a la
buhardilla. Pensaba que estaría diáfana, y carente de cualquier
utilidad. Los pasos del Padre Lucas parecían acelerarse a medida
que nos acercábamos a la segunda planta.
—Algunos de los chicos también lo han
escuchado. Les he dicho que me esperen a la entrada de la
habitación. Voy a coger el agua bendita...
—¿Agua bendita?
—Sí, Ángelo —se detuvo unos escalones antes
de alcanzar el segundo piso—. Esos golpes son algo fuera de lo
común. Y no es la primera vez que oigo algo así. Ya lo escuché en
otra ocasión en la que consagramos a varios de los chicos,
imponiéndoles el escapulario. Satanás está furioso, estamos
tratando de arrebatarle almas al consagrarlas a María.
—¿No cree que exagera? —le miré fijamente a
los ojos. Nunca le había visto tan asustado. Aunque estaba
convencido de que, de algún modo, temía más bien por los chicos.
Creí que, carente de cualquier explicación que diera sentido a
aquellos ruidos, se había dejado llevar por la desesperación.
—¿Y si fueran ratas que corretearan por la
buhardilla, o algún pájaro que se ha quedado atrapado en su
interior?
—Créeme —su semblante se tornó severo ante
mis dudas—. Si lo escuchas comprenderás que no existe animal alguno
en este lugar capaz de provocar semejante estrépito.
En ese momento, apareció José, uno de los
escolanos mayores. Tenía una expresión de temor dibujada en el
rostro.
—Dile a los demás que esperen junto a mi
cuarto —dijo al muchacho, que se dio la vuelta para regresar a las
habitaciones—. Hay que rociar los dormitorios con agua
bendita.
—¿Qué hago? —en ese momento me acordé de los
pequeños. ¿Despierto a los chicos?
El Padre Lucas no respondió. Reanudó el paso,
pensativo.
Acabábamos de poner el pie en el último
peldaño, cuando entonces comprendí el temor que invadía al otro
monje. Resultaba difícil de describir, imposible de explicar. Sobre
nuestras cabezas, justo a la entrada a los dormitorios, un temblor
recorrió el techo, como si al otro lado alguien o algo intentara
abrirse paso hasta nosotros con varios golpes que resonaron por los
pasillos. Aquel sobrecogedor estruendo fue acompañado por otros
que, con la misma intensidad, recorrieron de un extremo a otro la
buhardilla por encima de los dormitorios de los escolanos. Pude ver
a varios de ellos que, al fondo, se mostraban incapaces de
reaccionar.
Como había dicho el Padre Lucas, no había
animal capaz de provocar semejante ruido. El sacerdote corrió hacia
su habitación, donde guardaba un frasco de agua bendita que siempre
tenía a mano. Nunca antes me había hablado de algo así, pero a
juzgar por lo que vi en su dormitorio no debía de ser la primera
vez que sufría la aparición de algún fenómeno inexplicable, al
menos a primera vista. Junto al frasco, en una estantería,
descansaba una estola de color morado, sobre la que había una
medalla de San Benito, la más grande de cuantas podían adquirirse
en los mostradores de la portería de la abadía. La medalla con las
iniciales de unas palabras que dan forma a un antiguo exorcismo, el
agua bendita y la estola... No estaban allí guardados por
casualidad.
Tal y como había dicho, el Padre Lucas fue
habitación por habitación, dejando caer unas gotas del frasco
mientras repetía una y otra vez las mismas palabras, en voz
baja.
—Tal vez deberíamos ir a la capilla —dijo
nada más bendecir la última habitación— o al dormitorio.
Miró hacia arriba, temiendo un nuevo
estruendo al otro lado del techo. Su mirada era la de alguien que,
sintiéndose observado por algún peligro que acecha en las
inmediaciones, decide quedarse quieto a la espera de que el peligro
se desvanezca. Y así sucedió. Durante el tiempo que estuvimos allí,
quietos en la última de las habitaciones de los escolanos, no hubo
ningún otro ruido.
—Vuelve al dormitorio. Si vuelve a suceder
algo así te llamo.
Obedecí al instante. Estaba confuso, pero
sobrecogido por la idea de que pudiera suceder algo a los críos. La
primera sensación que había tenido al escuchar aquel ruido era que
el techo se vendría abajo, incapaz de resistir ante el temblor que
por un momento recorrió el extremo más alto de la escolanía.
Encontré a los escolanos más pequeños tal y
como los había dejado. Sumidos en sus sueños, ninguno se percató de
lo sucedido en las estancias de sus compañeros. Cuando entré en mi
habitación me senté en la cama y, durante un tiempo, mi mirada se
concentró en el teléfono situado en la estantería del armario, con
la certeza de que volvería a sonar. Por fortuna, no sucedió nada, y
el cansancio terminó derrotando a mi mente, que no parecía
dispuesta a dejarme dormir hasta hallar una explicación a lo
sucedido, explicación que tal vez nunca llegue a encontrar.