LUNES
 
 
«Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar».
(Primera carta de Pedro 5, 8)
La música para levantar a los niños sonó cinco minutos más tarde de lo habitual, lo que me hizo pensar que, probablemente, el Padre Lucas acababa de despertarse. El disco utilizado la semana anterior estaba repleto de canciones que invitaban a la relajación. Lejos de hacer que los niños se desperezaran pronto, había logrado que la botella que empleaba para sacar de la cama a los más perezosos se quedara prácticamente vacía.
En esta ocasión, el monje que me ayudaba en el cuidado de los niños había optado por una música acorde con los cantos propios del repertorio litúrgico, concretamente con la polifonía que los escolanos solían ensayar para la Eucaristía. El «Gloria» de Schubert, con su vertiginoso ritmo inicial y la alegría desbordante que lo acompañaba en todo momento, resultó una elección acertada para que casi todos los niños se levantaran antes de dar paso a la siguiente pieza.
Con la botella de agua en una mano, fui recorriendo el pasillo que separaba los conjuntos de camas. Juanma me vio pasar cerca de él y debió acordarse de nuestra conversación de la noche anterior, porque echó las sábanas hacia atrás y se levantó de un brinco.
Cuando transcurrieron los diez minutos de música sonó el timbre que indicaba la hora de ir a la capilla. Me aseguré de que los niños salieran de la habitación bien vestidos con el uniforme del colegio y convenientemente peinados. Siempre había alguno al que tenía que enviar de nuevo a los lavabos, porque aún tenía el pelo revuelto o no se había lavado la cara. En una ocasión, uno de los escolanos se marchaba directo a la capilla habiéndose puesto los pantalones del uniforme al revés. Por fortuna me había percatado de ello tras descubrir un destello del botón cuando el crío ya me había dado la espalda. De ese modo, pude  ahorrarle las seguras burlas de sus compañeros nada más ver aquel insólito despiste de quien se ponía y quitaba el pantalón sin desabrocharse el botón, como si de un chándal se tratara.
Tras agradecer a Dios la llegada del nuevo día, nos dirigimos al comedor de los niños, situado en el edificio de la abadía. El Padre Lucas y yo los llevábamos distribuidos en dos filas y en silencio, ya que teníamos que atravesar el claustro del monasterio, donde se debía guardar, de forma especial, el recogimiento propio de toda clausura.
Nada más terminar el desayuno, el Padre Lucas regresó a la escolanía con los chicos, que allí esperarían la llegada del director del coro para ensayar el repertorio del siguiente concierto. Yo me quedé en el claustro, donde muy pronto apareció, con su inconfundible caminar, el monje encargado de los huéspedes. El Padre Eugenio tenía dificultades para andar. En muy pocas ocasiones se le veía desprovisto de su viejo bastón. Sin embargo, su cojera no le impedía llevar una vida considerada por muchos como demasiado activa para alguien de su edad y estado físico. Su constante persistencia y su actitud atenta para con los huéspedes le convertían en un extraordinario anfitrión, siempre disponible para solucionar cualquier duda o problema que tuvieran aquellos que acudían a la abadía para acercarse a nuestro modo de vida.
Apenas acababa de preguntarle si esperaba a alguien cuando la respuesta apareció por la puerta de entrada. Alessandro Conti, el profesor invitado para impartir el curso de canto gregoriano, se dirigió al Padre Eugenio y, en un castellano hablado con acento italiano, agradeció a su anfitrión la acogida en la abadía.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó el hospedero—. ¿Viene ahora desde Roma?
—No, no. Llegué ayer a Madrid y he venido desde allí en coche, con el Padre Lorenzo... Todo un privilegio el haber conocido a un hombre tan... docto en la historia de la música. El viaje ha resultado demasiado corto. Me hubiera gustado hablar con él más detenidamente pero... supongo que en estos días ustedes están muy ocupados, así que trataré de aprovechar bien el tiempo en que coincida con él durante el curso.
—Usted no se preocupe por eso —respondió el Padre Eugenio—, que nuestro querido amigo no va a dejarle muy solo durante estos días. Como profesor de música y estudioso del canto antiguo, el Padre Lorenzo reservará unos cuantos momentos del curso para intercambiar conocimientos con usted.
—Estoy convencido de que estos días resultarán muy provechosos para todos, no sólo para los alumnos, sino también para mí. Como profesor, deseo que sea una experiencia enriquecedora, y más aún sabiendo que aquí se canta gregoriano a diario.
—Hablando de alumnos, le presento a nuestro hermano Ángelo, que va a procurar estar en todas las clases, siempre que sus ocupaciones monásticas se lo permitan, claro.
—Espero poder asistir a todas las horas —me adelanté para darle la mano.
—Yo también espero contar con su presencia diaria para que, entre todos, demos a conocer al mundo toda la belleza que el Creador ha puesto en labios de los hombres. Es una lástima que esta forma de alabar a Dios se encuentre tan poco extendida. Ustedes, los benedictinos, deben considerarse unos privilegiados por poder acceder de un modo tan sencillo a la tradición litúrgica de nuestros antepasados. Por supuesto, también es un deber, propagarla entre los cristianos, para que el canto gregoriano vuelva a escucharse en nuestras iglesias.
—Es un placer tenerle con nosotros —el monje hospedero parecía emocionado—. El Padre Lorenzo nos ha hablado de sus recientes estudios y de su extraordinario coro...
—Sí, me hubiera gustado poder traerlo conmigo para llevar a cabo un concierto en la basílica, tal y como me sugirieron. Pero son días complicados y me ha sido imposible reunirles. Quién sabe si para Navidad podríamos buscar alguna fecha.
—Sería maravilloso. Alessandro Conti —el Padre Eugenio se me quedó mirando—, además de ser un reconocido director, tiene una virtud que, de algún modo, le acerca a nosotros: su pasión por la Liturgia.
—Sí... En mi opinión y, tal y como me gustaría exponer en la conferencia inaugural del curso, la Sagrada Escritura que configura cada pieza del amplio repertorio gregoriano no se puede disgregar de la modalidad que la da forma. El estudio de la música y la letra no deben separarse: son componentes indisolubles de este todo. Y la Liturgia es el marco que los encuadra... Pero no quiero adelantarle más reflexiones. Espero verle en mi exposición. Me han dicho que acude gente que no ha tenido ningún contacto con el Canto Gregoriano, así que... deseo que mi charla les resulte amena. Si comienzo a hablarles de neumas, melismas y episemas puede que no aguanten ni la mitad. Me gustaría que, desde el primer momento, sientan una gran inquietud por aprender esta música tan bella.
—Permítame que le acompañe hasta su habitación —el Padre Eugenio miró las agujas de su viejo reloj—. No queda mucho tiempo y quizá quiera darse una buena ducha antes de empezar. Bueno, Ángelo, nos vemos dentro de poco.
—Un placer, Fray Ángelo.
—Encantado de tenerle con nosotros —respondí, inclinando ligeramente la cabeza ante la sonrisa del profesor.
Aquel primer encuentro con Alessandro Conti hizo despertar en mí una curiosidad por saber más acerca de su trayectoria y el contenido de sus estudios. El profesor mantenía una sonrisa que en rara ocasión desaparecía de su rostro mientras hablaba y gesticulaba de forma constante. Su apariencia afable le convertía en un hombre accesible, cercano. Destacaba en él una camisa ajustada, tal vez demasiado, a la altura de una barriga que se adivinaba amplia. Tenía canas en su  escasa cabellera, aunque no parecía mayor de los cincuenta años de edad.
Precedido del monje hospedero, el profesor se dirigió a la que sería su habitación durante toda la semana, una de las estancias de la hospedería interna, cerca de los otros huéspedes, algunos de los cuales, como Nicanor o Jean Marie, ya había podido conocer el día anterior.
Extraje de mi hábito el programa de la Semana de Estudios Gregorianos. Como puntos fuertes, destacaban las conferencias de Alessandro Conti tanto en la apertura como en la clausura del evento. El resto del tiempo se repartía, según los diferentes niveles del curso, entre las clases impartidas por algunos de los monjes que mejor conocían la historia, la teoría y la práctica de un canto que a mí siempre se me había antojado complicado, dadas mis escasas nociones de música en el momento de entrar a formar parte de la comunidad. Afortunadamente, la práctica diaria y las magistrales enseñanzas de los monjes más doctos en esta importante faceta de la vida monástica me habían ayudado a adquirir los conocimientos necesarios para poder llevar a cabo esta alabanza de una forma, cuando menos digna.
Las clases impartidas durante la mañana y las celebraciones litúrgicas que, con motivo de la Semana Santa, tendrían lugar por la tarde, iban a mantenerme muy ocupado en cada uno de los días. Por la noche, el cuidado del dormitorio no revestía especiales dificultades, más allá de las inesperadas visitas de Juanma o de algún otro niño, para que le ayudara con sus deberes o le permitiera realizar las copias impuestas tras un mal comportamiento en clase del Padre Lorenzo.
Tenía que regresar a mi celda, donde tenía el material necesario para asistir al curso a falta de la carpeta que me sería entregada posteriormente. En el trayecto me encontré con el Padre Basilio, el más anciano de los monjes, un hombre que siempre tenía palabras de sabiduría para compartirlas con cualquiera que fuera a su celda en busca de consejo. Caminaba lentamente, ayudado por un bastón que le permitía desenvolverse, con grandes dificultades, por el piso en el que se encontraba su habitación. Su hablar era igualmente parsimonioso, como las palabras del Padre Abad cuando transmitía una orden o instrucción de suma importancia.
Me agarró del brazo, pidiéndome que le ayudara a llegar a su celda. Durante el camino me preguntó por los huéspedes que se encontraban entre nosotros. Llevaba tiempo sin ver a tantos visitantes recorriendo el claustro del monasterio. Sentí que, de algún modo, el ir y venir constante de nuestros invitados perturbaban la paz y quietud que el Padre Basilio tanto anhelaba para las horas de soledad. Aprovechó para contarme alguna de sus anécdotas, de cuando él era el monje hospedero y, según decía, el silencio en la clausura era más respetado por aquellos que, venidos de fuera, buscaban allí el encuentro con Dios a través de la oración en comunidad. «El que habla demasiado, escucha muy poco», decía.
Abandoné el monasterio más tarde de lo que esperaba. Llegaba con retraso a la conferencia de apertura del curso. Imaginé que el salón de actos de la hospedería ya habría cerrado sus puertas para  que Alessandro Conti pudiera dar comienzo a su exposición. Efectivamente, así fue.
La sala estaba repleta de un público que en su mayoría resultaban ser personas con estudios musicales, varios seminaristas, sacerdotes y, en menor medida, curiosos que se acercaban al Canto Gregoriano tras haberlo escuchado en varias ocasiones en la basílica, por boca de nuestro coro de pequeños ángeles cantores.
De pie, junto a la mesa del ponente, Conti se disponía a explicar una partitura gregoriana que todos los presentes podíamos observar mediante el  proyector de la sala. Reconocí la pieza que se nos mostraba por las notas que poblaban el tetragrama, la notación neumática reflejada por encima de la primera línea así como el texto en latín. Aquel canto era el gradual «Christus factus est», propio de la Semana Santa y, por tanto, muy adecuado para enlazar el curso con los actos litúrgicos que tendrían lugar durante esos mismos días.
Tras unas palabras acerca de la importancia de la unión entre la liturgia y el canto, el profesor se acercó a la pantalla para dar una breve explicación de la pieza seleccionada.
—Veamos, en primer lugar, el texto elegido por el compositor:
              «Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum: et dedit illi nomen quod est super omne nomen».
              »Para su análisis, lo dividiremos en las dos frases que lo componen. La traducción de la primera parte sería: «Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz». Nada más comenzar el gradual, la palabra «Christus», cantada con un mayor énfasis y detenimiento, contrasta con el posterior ritmo de la melodía, que discurre de un modo ágil hasta el término «obediens». Fijaos en el melisma empleado por el compositor para alcanzar la nota más aguda en esta primera parte del texto. Sin duda, la palabra «obediente» tiene una extraordinaria importancia que queda resaltada a través de esta ascensión de la melodía. Leyendo los versículos que forman el canto nos damos cuenta de que su principal contenido es la manifestación de la obediencia de Cristo y, por supuesto, las consecuencias que dicha obediencia tendrá sobre él. «Obediente hasta la muerte», nos dice el salmista, deteniéndose el ritmo en «mortem», palabra también importante que adquiere su énfasis. «... Y una muerte de cruz». Al llegar a estas últimas palabras, la melodía va descendiendo, adquiriendo un tono más... lúgubre, podríamos decir. Pronunciada como la sentencia de muerte que habría de caer sobre el Señor, al llegar a «crucis» alcanza su nota más grave. La cruz, símbolo de la muerte de Cristo, pero también, cómo no, de la salvación. Así pues, vemos en este primer versículo cómo la obediencia de Cristo le conduce a la cruz.
Por unos segundos, Conti enmudeció, pensativo. Para ese instante, todos los que le escuchábamos habíamos quedado absortos en sus reflexiones. El profesor caminaba lentamente por el aula, acompañando sus palabras con gestos parsimoniosos que, en consonancia con sus explicaciones, dotaban a cada lección de una continuidad incesante, capaz de absorver la atención de los alumnos.
—Sin embargo, no concluye así el canto, como no puede concluir de este modo la vida de Jesús. No tendría sentido nuestra religión si la muerte hubiera vencido sobre él. Por eso, al adentrarnos en el segundo versículo del canto, lo primero que vemos es cómo la melodía vuelve a subir, abandonando el tono grave empleado para hablar de la muerte en la cruz. «Por lo cual, Dios también lo exaltó...» dice esta segunda frase, que aunque comienza con la misma nota, no tarda en alcanzar la cumbre melódica en «lo exaltó». Fijaos en cómo el compositor se regocija en estas palabras, expresando el triunfo de Cristo sobre la muerte con este maravilloso «jubilus», eje central del canto, que da sentido a nuestra condición de discípulos de Cristo. «... y le concedió el nombre sobre todo nombre». En esta última parte del canto, el compositor refleja la importancia del primer término «nombre», que se refiere al mismo Jesús, cuyo sonido se eleva por encima del resto de nombres, expresado en la última palabra del gradual.
»Como podéis observar —el profesor apagó el proyector y empezó a caminar de un lado a otro de la sala— este canto refleja de un modo maravilloso lo que conmemoramos en la Semana Santa. Es una obra de extraordinaria belleza, que nos muestra de un modo íntegro la esencia del Canto Gregoriano, un canto en el que, como os decía antes, el texto prevalece sobre la melodía. Su unión forma un todo que, entonado de forma adecuada por el cantor, se convierte en la más bella oración que puede brotar de los labios humanos.
El profesor volvió a enmudecer por un momento, mirando su reloj. Deduje que no le restaba mucho para concluir la conferencia. Tenía menos tiempo del que le hubiera gustado disponer para iniciar a los presentes en el estudio del canto gregoriano.
Los asistentes parecían haber quedado prendados de la exposición de Conti, cuya forma de hablar, acompañada de grandilocuentes gesticulaciones que adornaban sus palabras, parecía haber atrapado a una audiencia que no tenía prisa por terminar de escucharle. El italiano tomó de nuevo la palabra.
—Por todo esto que os acabo de decir, creo que resultaría de sumo interés que, aquellos que vais a acudir a las celebraciones eucarísticas de estos días, os hicierais con la traducción de cada uno de los cantos que escucharemos por boca de los chicos de la Escolanía. Hablaré con el Padre Abad para ver si es posible que se os entreguen dichas traducciones. El canto gregoriano se convierte en una auténtica oración cuando comprendemos lo que cantamos y lo interpretamos con el sentido que requiere la melodía. Por mi parte, si durante estos días tenéis cualquier duda o reflexión que queráis compartir conmigo, estoy a vuestra total disposición. Si no me equivoco —miró al Padre Lorenzo, sentado frente a él— debería haber acabado hace algunos minutos.
El Padre Lorenzo respondió con un gesto ausente de preocupación que parecía incitar a Conti a seguir hablando. El director del coro de la escolanía era el primero en reflejar el entusiasmo con que escuchaba al invitado. Conti decidió dar por terminada la conferencia con unas últimas palabras.
—Bueno, pues para concluir, me gustaría deciros a todos aquellos que os iniciáis en estos estudios... que lo toméis con paciencia y, sobre todo, teniendo muy presente la esencia de esta forma de oración. Hacedlo, con devoción; en palabras de San Pablo: «cantando a Dios en vuestro corazón». Gracias por vuestra atención y vuestra presencia en esta semana de estudios.
Los asistentes irrumpieron en aplausos que se prolongaron durante el tiempo que tardó el Padre Lorenzo en levantarse y acercarse hasta el profesor, cuya sonrisa parecía una marca permanente en su rostro. El monje no quiso añadir nada más a la exposición llevada a cabo por Conti, que de una forma clara y concisa había logrado su objetivo de cara al inicio del curso. Únicamente, se limitó a informar a los presentes de que podían recoger en la secretaría las carpetas que contenían el material de estudio, según el nivel al que se habían inscrito.
Mientras Conti y el Padre Lorenzo permanecían conversando en el centro de la sala, el resto de asistentes fueron saliendo en dirección al lugar que se les había indicado.
—¿Recogemos las carpetas? —escuché a mis espaldas. Era el Padre Dámaso, al que no había visto antes, probablemente por la prisa con la que había buscado un hueco entre los asistentes, al llegar tarde. Sentí haberme perdido una gran parte de aquella lección magistral que, lejos de profundizar en los misterios más insondables del estudio del canto gregoriano y su historia, había logrado llegar a todos los asistentes mediante una exposición transparente y cercana.
Al salir del salón, las conversaciones que se escuchaban a nuestro alrededor se fueron diluyendo, dando paso a la calma que reinaba en el exterior de la hospedería.
—Me parece que estamos inscritos en distintos niveles: tú en el segundo y yo en el cuarto.
A juzgar por su expresión, parecía un tanto decepcionado por no compartir aula conmigo. De ser así, el sentimiento era mutuo. De algún modo, sentía la necesidad de permanecer con él todo el tiempo que me permitieran las demás labores de la escolanía y el monasterio. Quería tenerle cerca de mí, tal vez porque así me resultaría más sencillo el poder acompañarle en su siguiente visita. Tuve la sensación de que ésta no tardaría mucho tiempo en producirse. Recordé el rostro de Isabel en el instante en el que abandonábamos su casa. Como si nos hubiéramos llevado con nosotros la última esperanza para su hijo, la mujer parecía sentirse definitivamente abandonada, olvidada por Dios. El Padre Dámaso, incapaz de rendirse ante cualquier dificultad, también deseaba fervientemente volver a tener la oportunidad de regresar lo antes posible a la casa de Adrián, y así lo reflejaba en un rostro que denostaba ansiedad.
Éramos diez alumnos en el curso del segundo nivel. Entre los otros destacaba Radner, un pianista alemán que todos los años pasaba los días de Semana Santa entre nuestros muros. Su rostro pétreo y una mirada fría le convertían en un hombre que, a primera vista, parecía poco dado al trato con los demás. Sin embargo, su aparente silencio no era el propio de alguien tímido o reacio a las relaciones humanas, sino el fruto de una mente reflexiva que analizaba minuciosamente cualquier hecho que sucediera a su alrededor y lo guardaba en su interior como si de letras de un libro se trataran. Una memoria que parecía invulnerable al paso del tiempo convertía al pianista en uno de los alumnos más aventajados en el curso.
El profesor Conti comenzó la clase, sin duda otra de esas lecciones magistrales que hacen que el tiempo se acelere mientras las palabras fluyen e inundan la sala de recuerdos del pasado, celebraciones con aroma a incienso, y cantos tan excelsos y elevados que parecen salidos de la boca de los coros celestiales. El culto de los primeros cristianos, la liturgia y su evolución... eran campos que Conti dominaba con soltura y facilidad de palabra, con una oratoria capaz de aferrar al más distraído de los alumnos. El profesor nos miraba a cada uno. Sentíamos que, más que dirigirse a un grupo, llegaba a nosotros de una forma personal, íntima y cercana. Podría decir que, en mucho tiempo, no había escuchado conferencia, charla espiritual o incluso homilía capaz de atraerme de semejante forma.
A mi lado, Radner asentía a las palabras del profesor, ensimismado con cada una de las anécdotas y explicaciones de una clase que, aunque introductoria a lo que sería el resto del curso, resultó tan intensa como amena. Las palabras de Conti calaron en nosotros de tal modo que pudimos sentirnos como aquellos primeros seguidores de Jesús reunidos en comunión, a través de las primitivas conmemoraciones de la Eucaristía en las que las palabras del salmista hacían tan cercana como excelsa la presencia de Cristo.
Cuando el profesor se disponía a cantar una de las primeras antífonas recogidas en los antiguos textos, una discreta mirada al reloj le hizo darse cuenta de que la clase debía llegar a su fin.  En mi caso, tenía que salir del aula de forma inminente, puesto que se me echaba encima la hora del rezo de «Sexta».
Me disculpé por mi precipitado abandono de la clase, en el preciso instante en el que el timbre del monasterio ya debería estar anunciando con sonidos de campanas el inicio del rezo.
Nada más salir de la hospedería, vi al Padre Dámaso que, por delante de mí, echaba a correr en un arranque de ímpetu y vitalidad, iniciando una carrera que no cesaría hasta alcanzar la abadía.
Llegamos al mismo tiempo que el resto de monjes. Mi compañero se mostraba visiblemente exhausto por la rapidez de sus pasos, una celeridad que en muy pocas ocasiones había demostrado en los últimos años, no sólo por su avanzada edad, sino más bien por la calma que regía su vida en el monasterio.
Al entrar en la capilla, comprobé que los huéspedes permanecían en el lugar que tenían asignado. De entre todos ellos destacaba Jean Marie Mathieu, cuya mirada se posó en mí, recordándome que el día anterior habíamos dejado una conversación a medias. Estaba convencido de que el francés insistiría en sus argumentos acerca del Milenarismo y las interpretaciones bíblicas, aunque aquello no me suponía ningún problema, sino más bien todo lo contrario. Mi curiosidad era superior a cualquier miedo de enfrentarme a sus explicaciones y disyuntivas.
Dos asientos a la derecha del francés se encontraba Nicanor. El profesor de latín y griego parecía observar detenidamente a aquel extraño invitado, vigilando cada uno de sus gestos mientras disimulaba pasando las primeras páginas de su breviario.
Durante la oración no pude dejar de sentir la mirada de Jean Marie, que en algún momento me hizo perder el hilo del salmo que estábamos recitando. El francés parecía observarme del mismo modo que Nicanor le observaba a él, de forma distraída aunque constante. En uno de los intentos por evitar cruzar la vista con él, mis ojos terminaron deteniéndose fijamente en una de las personas que ocupaban el espacio reservado a los huéspedes de la hospedería externa: una mujer a la que no recordaba haber visto nunca antes. Me resultó imposible dejar de contemplarla hasta que su mirada me alcanzó. Su hermoso rostro dibujaba una apariencia delicada e ingenua, como el de las imágenes que decoraban el claustro del monasterio. Su oscuro cabello se curvaba en ondulaciones casi perfectas, derramándose hasta caer a la altura de los hombros con suavidad y elegancia. Tenía la piel de un color claro, tal vez demasiado sensible al roce del sol. Un sombrero en el asiento que se encontraba a su lado reforzaba aquella suposición. Su mirada permanecía concentrada en el libro que sostenía con ambas manos, buscando los versículos que los allí presentes leíamos en voz alta, distribuidos en dos coros cuyas plegarias se sucedían con cada estrofa que componía el salmo.
Tras la oración, los monjes fuimos abandonando la capilla en el orden acostumbrado, seguidos de todos aquellos que, sin pertenecer a la comunidad, se habían unido a nuestros rezos.
A punto de entrar en el refectorio, contemplé una última vez a la joven. Caminaba por el claustro en compañía del Padre Lorenzo y un hombre al que no conocía, alto y corpulento, de pelo y barbas canosos. Los pasos de todos ellos se perdieron tras la puerta que conducía al otro lado de la clausura. Detrás de mí, algunos de los huéspedes se dispusieron a ocupar sus asientos en el comedor.
La comida del lunes resultó mucho más ligera que la del día anterior. Una ensalada de arroz como entrante, seguido de unos filetes de merluza en salsa. Acompañé ambos platos con un buen vaso de vino rosado. Como la mayor parte de los monjes, yo también tenía mis propias costumbres en la mesa. Una de ellas era la de emplear siempre los mismos cubiertos en los que aparecía grabada una cruz. El obsequio recibido de mi familia cuando tomé los hábitos me ayudaba a tenerles presentes en mis oraciones tras cada comida.
En la mesa de los huéspedes, la calma era absoluta. En esta ocasión, Jean Marie había esperado al final de la proclamación de las Sagradas Escrituras para tomar esa botella de vino a la que parecía haberle cogido cariño. A su lado, el alemán Radner mantenía un rostro que hacía imposible descubrir si la comida resultaba de su agrado. A juzgar por la rapidez con la que vació su plato, deduje que estaba disfrutando de la ensalada que Fray Daniel había repartido entre los huéspedes. Nicanor mantenía toda su atención en el plato que le había sido servido, olvidándose por un momento de la presencia del francés, situado en su misma mesa aunque lejos de su ángulo de visión. El profesor comía de forma parsimoniosa, disfrutando cada bocado con excesiva calma.
Por último, una pieza de fruta constituyó el postre perfecto que daría por finalizada la comida de una manera apropiada para no quedarse adormecido en la clase de la tarde. Aún restaba más de una hora para nuestro regreso a la hospedería, donde seguramente el profesor Conti estaría comiendo de forma más pausada con la mayor parte de los asistentes al curso, en una conversación que nada tendría que ver con el silencio impuesto en el comedor de la abadía.
Al salir del refectorio, decidí dar un paseo por las inmediaciones, antes de que se me echara encima la hora de regresar al curso. El Padre Dámaso se había retirado a su celda. La siesta era una costumbre que tenía demasiado arraigada como para tratar de robarle aquel momento, preciosos minutos que para él suponían un grato descanso que le devolvía las fuerzas perdidas durante la mañana.
En la zona de «campos», como así denominábamos al lugar en el que los niños aprovechaban la hora de Educación Física para correr y hacer deporte, el bullicio era creciente. Pasé de largo, observando los diferentes grupos de chavales que correteaban por aquel patio de hierba y arena. Algunos jugaban en la pista de frontón anexa mientras otros, los mayores, no lograban ponerse de acuerdo a la hora de hacer los equipos para el partido de fútbol. A un lado se encontraba Miguel, uno de los niños que siempre era elegido en último lugar. Por fortuna, era un chaval consciente de sus limitaciones futbolísticas y siempre se lo tomaba bien. Sabía que su lugar sería la portería.
—Fray Ángelo... —uno de los más pequeños se me acercó, con una raqueta rota en la mano derecha. Descubrí que rompería a llorar antes de poder explicarme lo sucedido.
—¿Qué ocurre, Luis?
—Ha sido Rodrigo... Me ha roto la raqueta...
—Pero ha sido sin querer —apareció el aludido, tras uno de los árboles cercanos al cementerio.
—Sí, claro... —Luis tenía los ojos a punto de ser desbordados por las lágrimas.
—Está bien —intervine antes de que comenzaran a discutir. La raqueta no tenía pinta de valer gran cosa. Se asemejaba bastante a esas hechas de madera que empleaba de pequeño para jugar al tenis con mis primos. En mi despacho tenía un par de ellas que habían pertenecido a antiguos escolanos, y que llevaban allí demasiado tiempo como para pensar que pudieran ser reclamadas por quienes ya eran exalumnos. El despacho del director de la escolanía era un lugar en el que uno podía encontrarse cualquier cosa en los rincones más recónditos de los armarios. Canicas, peonzas, patinetes... Cualquiera de los escolanos disfrutaría, tal vez más que yo, en el interior de aquella estancia en la que también guardaba numerosos papeles relacionados con la actividad diaria del colegio.
Me dirigí al responsable de la discusión.
—Rodrigo, ¿cómo se ha roto la raqueta?
—Ya estaba casi rota —se defendió el niño—. Tenía las cuerdas flojas y se ha roto cuando he dado a una pelota.
—¿Tú has visto cómo se rompía? —le pregunté a Luis, aunque su mirada me confirmó que el otro crío estaba en lo cierto.
—Sí.
—Vamos a hacer una cosa. Miraré en mi despacho a ver si tengo otra raqueta, porque además ésa ya estaba muy vieja... Tan vieja que los otros chicos nunca querían jugar con ella —por un momento, Luis recuperó la sonrisa—. Si encuentro alguna, te la doy, ¿de acuerdo?
—Vale...
—Si encuentras otra… me la das a mí, ¿vale? —se apresuró a preguntar Rodrigo.
—Venga, vete a jugar con tus compañeros y no les rompas nada...
—Pero si ha sido un accidente.
—Lo sé. Seguid jugando, que dentro de poco tenéis que volver a la escolanía para el ensayo.
Aquellas palabras recordaron a los chicos que se les agotaba el tiempo de recreo. Ambos salieron corriendo a continuar con sus juegos por el riachuelo, en las inmediaciones del cementerio, que era el lugar al que había decidido encaminarme para pasar unos momentos de calma y reflexión.
El cementerio situado junto a la abadía, lejos de constituir un lugar lúgubre repleto de inconfundibles tumbas y sinuosas estatuas, era un emplazamiento caracterizado por la belleza natural reinante entre unas losas que apenas dejaban ver los nombres de quienes allí deberían encontrar su descanso eterno. El padre Ezequiel se había encargado de que aquel lugar fuera un verdadero remanso de paz para vivos y muertos. Tras la puerta de hierro que constituía su austera entrada, las piedras formaban en hileras dando formas a estrechos y serpenteantes caminos que recorrían aquel discreto rincón, trazando cortos senderos entre las tumbas que lo poblaban, sobrias piedras que daban testimonio de cuantos hermanos habían pasado su vida en la abadía. A uno y otro lado de las sepulturas podían verse diferentes símbolos con los que el Padre Ezequiel había ido enriqueciendo su obra. Entre ellos, un pez formado por las raíces de un árbol, así como inscripciones en griego con textos del Génesis referentes a la creación de la luz, ubicados allí donde el sol apunta al amanecer.
La única estatua que presidía el recinto era una imagen de un Cristo Resucitado, obra del escultor Juan de Ávalos. La imagen parecía cobrar vida a la caída de la tarde, con la frágil luz de los últimos rayos de sol.
Otro de los principales elementos que caracterizaban el cementerio era la pequeña capilla que el propio Padre Ezequiel había construido para que, como si se tratara de un faro capaz de iluminar a un barco en medio de la tempestad, iluminara las almas de nuestros hermanos hasta su destino final, la paz de Cristo. Junto a la puerta, el arquitecto de nuestro camposanto había hecho colocar una campanilla que en alguna que otra ocasión podía escucharse, tocada por alguno de los chicos más inquietos. Tal era la apariencia del cementerio, que ni los niños sentían el más mínimo miedo a pasar junto a un lugar que formaba parte de nuestra vida cotidiana, de nuestra eterna búsqueda de la paz, ya fuera en este mundo o en el venidero.
Crucé al otro lado de la verja, dejando tras de mí la algarabía que reinaba en los campos. Resultaba curioso cómo la vida reflejada en la alegría de los críos no encontraba una frontera concreta que la separara de la muerte, unos metros más adelante.
Pasé junto a la tumba del Padre Román y recordé los sucesos que tiempo atrás habían acaecido en el monasterio; una peligrosa aventura desencadenada tras su muerte, sin duda la más trágica de cuantas habían tenido lugar entre nuestros hermanos.
«Aún te sigo echando de menos», dejé escapar en medio de mis recuerdos y pensamientos. Su nombre era el que mejor podía leerse junto a los de otros hermanos, que el tiempo había convertido en letras apenas identificables.
Estaba tan concentrado en mis reflexiones que tardé un tiempo en percatarme de que no era el único visitante que el cementerio acogía a aquella hora de la tarde.
—Es un buen lugar para encontrar la paz —el inconfundible acento de aquellas palabras me permitió identificar a mi interlocutor antes de girarme para poder verle.
Jean Marie Mathieu estaba sentado en un banco de piedra situado frente a una de las sepulturas. Su melena se agitaba al roce del aire que recorría el recinto, unas corrientes que allí parecían habitar de forma perenne.
Tuve que esforzarme por disimular la acritud que me producía el encuentro con el francés. Buscaba un lugar en el que poder mantener la mente en blanco por unos instantes, y sin embargo había encontrado al hombre a quien menos me apetecía ver. A pesar de lamentar mi mala fortuna, traté de ser cortés con nuestro huésped pues, al fin y al cabo, no había tratado con él lo suficiente como para conocer qué clase de hombre era. Nicanor tampoco, pero a juzgar por su desencuentro en la hora del café, él ya le había considerado una de esas personas de las que había que huir. En mi caso, a diferencia del profesor de latín y griego con rostro de Zeus, siempre he tenido una paciencia que en algunas ocasiones podría resultar excesiva. Y aunque muchos la consideren una virtud, la paciencia resulta en ocasiones un defecto un tanto complicado, como sucede en el trato con los niños, a quienes en ocasiones hay que frenar cuando pretenden poner en práctica sus más peligrosas travesuras e iniciativas.
—El Padre Ezequiel se ha encargado durante estos años de que éste sea un lugar parecido al paraíso —me giré para conversar con Jean Marie.
—Y desde luego, lo ha conseguido, nadie diría que esto es un cementerio. Más bien parece un jardín.
—Así es...
—Me gustaría que pudiéramos continuar la interesante conversación que ayer dejamos a medias en la sala del café, si le parece bien. Creo que usted tiene unas ideas bastante más abiertas que alguno de los huéspedes con los que he tratado, como es el caso del profesor. Creo que no le caigo muy bien.
—¿Usted cree?
—Claro. Interrumpió nuestra charla cuando estábamos a punto de alcanzar el zenit de nuestras reflexiones acerca de un asunto que para muchos es intrascendente. Sin embargo, creo que nosotros, sentimos cierta atracción por considerar este tema como de suma importancia en la vida de un cristiano. Me refiero a que, independientemente de nuestro punto de vista acerca del Milenarismo y del reinado de Satanás entre nosotros, tenemos cierta inquietud e incluso certeza de esta realidad. No sé si comprende lo que quiero decirle.
—Le entiendo perfectamente —me senté junto a él para poder continuar nuestra conversación. Al margen de la impresión que pudiera causar en sus interlocutores había algo innegable en la figura del francés: su capacidad para captar la atención de cuantos escuchaban sus palabras, acompañadas de una mirada fija y una gesticulación constante que daba mayor vida a cada una de sus conversaciones.
—Cuando le dije que estaba convencido de que nos adentrábamos en el periodo del reinado de Satanás, no me refería únicamente a un reinado caracterizado por el pecado, sino a algo más real y visible, más físico.
—¿Una verdadera venida del maligno?
—Exacto. El mal se manifiesta en todas partes, a través de signos que nos hacen descubrir la presencia de Satanás en el mundo. Sin embargo, creo que, de igual modo que Cristo se apareció ante los hombres, en carne y hueso, el demonio aparecerá entre nosotros para establecer un reinado de caos y terror. Permítame que le cuente una experiencia que tuve hace años. Hace mucho tiempo que no la comparto con nadie, porque hasta ahora no he encontrado a alguien capaz de creerme. Me dirían que es una invención mía, que estoy loco... Ya sabe lo que ocurre cuando alguien habla de extraños e inexplicables fenómenos sobrenaturales.
—Conozco a varios que prestarían a esa historia la atención y respeto que merece cualquiera de esos fenómenos.
—Sé que usted, al menos, no va a pensar que estoy loco. Así que voy a contarle lo que me sucedió hace años, cuando no era más que un chico preocupado por aprovechar al máximo cada momento que pudiera tener en compañía de mis amigos. Hay locuras que nos transforman para mal, pero en cambio otras se convierten en experiencias capaces de abrirnos los ojos. En mi caso, así fue.
»Sucedió en un viaje de estudios que realicé con uno de mis mejores amigos a Estados Unidos, en concreto a Kansas. Como estudiante, en mis primeros años nunca fui de los más aventajados. Tenía otros intereses muy diferentes, y por lo que pude descubrir, demasiado peligrosos. De hecho, la motivación de mi viaje estaba relacionada con conocer otras culturas y ambientes, más que el continuar formándome en mis estudios universitarios. Me atraían otros temas que distaban mucho de las asignaturas de la licenciatura de Económicas. Y el viaje a Kansas suponía una oportunidad única para profundizar en esas otras inquietudes.
—¿Así que es licenciado en Económicas? —le pregunté, intrigado por saber el motivo que le habría llevado a realizar el curso de canto gregoriano, más apropiado para amantes de la música que de los números.
—Por favor, no me llame de usted. Me hace sentir mayor…
—En ese caso, lo mismo te digo. No creo que tengas muchos años más que yo.
—De acuerdo, Fray Ángelo. Pues como te iba diciendo, mis intereses por aquella época eran muy distintos a los estudios que realicé. Cuando me licencié en Ciencias Económicas tuve la sensación de haber terminado algo que, si bien era cierto que se me daba bien, no podía considerar como mi vocación.
—No siempre resulta fácil saber qué es lo que uno quiere hacer en la vida.
—Y menos aún cuando se es demasiado joven y, en mi caso, inmaduro. Los números se me daban bien, pero en aquella época había otros temas que me atraían mucho más. Conocí a varios estudiantes que, al igual que yo, sentían ciertas inquietudes en un campo bien distinto al de la economía: el mundo de lo paranormal. Formamos un grupo de investigación y, lo que comenzó como una simple afición se transformó en toda una obsesión por adentrarnos en ese mundo.
—Una peligrosa obsesión, ¿verdad?
—No te imaginas lo peligroso que puede resultar cuando eres un extraño que se adentra en un mundo que no te pertenece. De los cuatro amigos que fundamos aquel club de investigación de lo paranormal, dos se vieron obligados a dejarlo tras una serie de inquietantes sucesos, avisos de que estábamos yendo demasiado lejos en lo que en un principio nos pareció un juego.
—¿Qué clase de actuaciones llevasteis a cabo? Hay rituales que pueden resultar muy peligrosos —recordé algunas de las anécdotas de las que me había hecho partícipe el Padre Lorenzo, que siempre estaba informado de todos aquellos sucesos relacionados con profecías, apariciones, y otros muchos fenómenos de difícil explicación. El Padre Lorenzo tenía una visión bastante apocalíptica de los tiempos actuales.
—En mi caso y, a pesar de la atracción por toda esa clase de sucesos, no quise formar parte de ninguna sesión de espiritismo ni cualquier clase de ritual encaminado a establecer una comunicación con el más allá. Creo que sentía demasiado respeto por un mundo que no me pertenecía. Pero sí me gustaba acompañar a mis amigos en sus visitas a lugares que pudieran esconder algún secreto relacionado con ese mundo.
—Aquí cerca tenemos uno de esos lugares —señalé el monte Abantos, fuente de diversas leyendas.
—Lo sé. De hecho, en uno de mis primeros viajes a España tenía previsto visitarlo y, quién sabe si pasar la noche allí.
—Conozco a alguien que ha tenido alguna experiencia inexplicable en las cercanías del monte.
—Precisamente, eso es lo que quería compartir contigo, una experiencia inexplicable que mis amigos y yo vivimos en Kansas. ¿Has oído hablar de la localidad de Stull?
Negué con la cabeza, sin responder. No quería interrumpir un relato que se adivinaba cuando menos interesante. Descubrí en Jean Marie la expresión de alguien que busca en su memoria sus más recónditos recuerdos para que, por un instante, éstos vuelvan a hacerse presentes.
—El lugar ha sido considerado como una de las «Puertas del Infierno». Es una población más bien pequeña, con pocos habitantes. De hecho, creo que ni siquiera aparece en los planos de carreteras. En fin, es el escenario ideal para una película de fantasmas y espectros atormentados. Salvo que, en este caso, la realidad es superior a la ficción.
Al escuchar «Puertas del Infierno», recordé la anterior ocasión en la que había oído hablar acerca de una boca al inframundo, situada en un lugar que, curiosamente, estaba demasiado próximo. El Padre Lorenzo me había contado alguna leyenda relacionada con el monasterio de El Escorial, donde se mencionaba que el motivo de su construcción por parte de Felipe II fue el de sellar una de las entradas al infierno, que se encontraba allí mismo. Dejé atrás este pensamiento efímero, pues el relato de Jean Marie bien merecía toda mi atención.
—En Stull se encuentra un cementerio vallado. En su interior, en lo alto de una colina, permanecen los restos de lo que un día fue una iglesia. Es precisamente allí donde muchos consideran que está una de las entradas al infierno. Según cuentan las leyendas, el cementerio es uno de los lugares donde el diablo se aparece, dos veces al año: en el equinoccio de primavera y en la noche de Halloween. Atrapados por aquella leyenda, mis amigos y yo quisimos comprobar cuánto de cierto había en los relatos que hablaban del diablo y de los espíritus de quienes habían muerto allí de manera violenta. No fuimos los únicos que en aquella noche de Halloween se congregaron en torno al cementerio. En nuestro caso, se trataba de satisfacer la curiosidad que nos había empujado hasta allí. Sin embargo, a nuestro alrededor se encontraba gente que, a juzgar por su aspecto, sentía una gran atracción por todo lo diabólico. Algunos de ellos ansiaban la llegada del demonio como su salvador, su amo. Cayó la oscuridad y una densa niebla se apoderó de toda la ciudad, pero para desesperación de algunos y la desilusión de la mayoría, no sucedió nada fuera de lo común. Lo único que tuve, en un primer momento, fue la sensación de encontrarme en un lugar maldito, abandonado de Dios. La niebla que recorría el cementerio dejaba ver, en lo alto, las ruinas de la iglesia que originaba la mayor parte de aquellas leyendas. Ciertamente, el paraje resultaba estremecedor.
—¿No visteis nada?
—No. Al menos en las primeras horas. La gente se fue. Solo quedamos nosotros. De algún modo, creo que nos resistíamos a marcharnos de allí con la sensación de haber hecho un largo viaje en vano.
—¿Esperabais ver al diablo? —pregunté, llevado por la creencia de que algo así resultaría impensable. No obstante, pronto tuve que rectificar.
—Bueno. No resulta una idea tan descabellada, teniendo en cuenta que en las vidas de algunos santos se menciona la aparición del demonio. Personalmente, siempre creí que, al menos en aquellas dudosas biografías que a veces resultan exageradas, pudieran referirse a una presencia real, manifiesta. Pero éste sería un tema que daría mucho que hablar, y ahora no es el momento.
—Exacto. Es un tema difícil de tratar. Continúa con lo sucedido en Stull —le incité a seguir con su relato, consciente de que no terminaba en aquella primera decepción por no haber visto algo fuera de lo común.
—Como decía, la gente se marchó. O tal vez hubo alguno que otro decidido, al igual que nosotros, a descubrir lo que se escondía tras las leyendas. Uno de mis amigos tuvo la ocurrencia de ir más allá, cruzar la valla del cementerio y dirigirnos a las ruinas de la iglesia. En un primer momento, nos negamos. Pero su insistencia acabó por convencernos. Según nos dijo, le había parecido ver una sombra en lo más alto de la colina. Allí no había más que una cruz de madera. Al contemplarla fijamente me dio la sensación de que estaba invertida. «Una señal», dijo mi amigo al comprobar que, efectivamente, así era.
—¿Y fuisteis a la iglesia?
—No tuvimos tiempo. Nada más cruzar la valla y dar un primer paso, sentí algo detrás de mí, una fuerza invisible que me sujetaba del brazo. Apenas me hube girado, aquello que me agarraba me empujó hacia atrás. Ante el asombro de mis compañeros, salí despedido varios metros, cayendo de espaldas. Cuando abrí los ojos sentí un miedo en mi interior que me incitaba a salir corriendo, a dejar atrás la terrible visión de aquel lugar maldito.
—¿Qué hicieron tus amigos?
—Me ayudaron a ponerme en pie y corrimos hacia el coche para escapar de allí lo antes posible. Incluso durante unos segundos no pudimos abrir las puertas del vehículo. Para desesperación del conductor, la llave se negaba a girar. Mientras tanto, el aire de la noche se transformaba en un viento que parecía empeñado en levantarnos del suelo. Nunca antes había sentido semejante pánico. Y creo que mis amigos tampoco. Por fortuna, finalmente pudimos escapar de allí. Pero nunca podré olvidar el terror que me invadió por dentro al cruzar el umbral del cementerio. Sentí como si alguien estuviera a punto de caer sobre nosotros para castigar nuestra osadía.
—Y desde entonces, ¿has vuelto a sentir alguna otra experiencia parecida?
—No. Aunque aquello, lejos de hacer que me echara atrás, aumentó mis deseos por adentrarme en un mundo que, en ocasiones, resulta demasiado peligroso. Y así fue como conocí la figura del Padre Dámaso, de quien se dice que es un estudioso de todo lo relacionado con la manifestación diabólica y la presencia del maligno en este mundo.
Aquello me hizo dudar si realmente Jean Marie había venido a la abadía movido por su asistencia al curso de canto gregoriano, o por el contrario aquello únicamente significaría una excusa para acercarse al maestro de novicios y saciar así parte de su curiosidad. No quise preguntarle acerca de su dedicación actual pero algo me decía que poco o nada tenía que ver con los estudios que había mencionado.
—Poco después de aquel suceso continué investigando acerca de las leyendas de Stull —el francés continuó sus reflexiones—. El origen de algunas de ellas relacionaba el punto en el que se alzaba la iglesia con un viejo granero en el que tuvo lugar algún trágico suceso. Algo que me llamó la atención fue una anécdota que menciona al Papa Juan Pablo II, quien, según se dice, viajaba en un avión que sobrevolaba Kansas, y pidió no pasar por este lugar, por ser zona profanada. Me extraña que la maldición de esa localidad llegue a esos extremos. Sin embargo, lo que viví allí me hizo tomar conciencia de la existencia de un mal que se encuentra en este mundo más perceptible de lo que pensamos. Y me encantaría poder hablar con el Padre Dámaso acerca de esto, para ver si él comparte mi punto de vista acerca de la presencia de Satanás y la inminente llegada de su reinado.
—Me cuesta creer que ese reinado sea algo más físico que espiritual —yo continuaba teniendo mis dudas acerca de aquella certeza, y estaba convencido de que el Padre Dámaso, aun habiendo experimentado más que cualquier otro de nosotros la presencia del diablo en nuestro mundo, tampoco estaría de acuerdo con las afirmaciones de Jean Marie.
—Espero que, después de esta conversación, no me consideres un fanático de lo sobrenatural. Y eso que, gracias a mi experiencia en Stull, tendría motivos más que suficientes como para ser más obsesivo con estos temas. Pero al final lo que te guía es el día a día. Este mundo ya tiene demasiados problemas como para ir al más allá a buscar otros aún peores. Por fortuna para quienes vivís en el monasterio, aquí permanecéis un tanto alejados de esos problemas cotidianos… Sí, aquí se respira una paz que fuera de estos muros en ocasiones es muy difícil de encontrar.
—Ningún lugar está exento de problemas.
—Sí, imagino que también tendréis vuestras dificultades. Este lugar incomoda a muchos, pero eso ya es un debate que no conduce a ninguna parte. Me gusta este jardín. Te hace mirar la muerte de otro modo, no como otros cementerios. Aún recuerdo la visión de las lápidas de Stull, de su estremecedor paisaje. En comparación con ese lugar, éste resulta un auténtico paraíso.
Jean Marie recorría con la mirada cada rincón del cementerio. A lo lejos, el Padre Ezequiel transportaba en su carretilla unas piedras que depositaría junto a las que ya tenía amontonadas, prestas para formar parte de un hermoso paraje desde el cual podía contemplarse los alrededores del valle, así como la carretera que, desde la entrada, serpenteaba y se perdía entre los árboles con cada trazo que guiaba al visitante hasta los lugares que daban forma al recinto. Muchos de cuantos se adentraban en el valle por primera vez desconocían la existencia de la escolanía, lugar en el que los niños cantores convivían diariamente.
Aún se escuchaba a algunos de los chicos, en medio de juegos que en ocasiones resultaban un tanto peligrosos, sobre todo cuando había batallas de por medio, como era el caso de la que debía de estar teniendo lugar entre los alumnos de cuarto y quinto de primaria. Escuché sus gritos de guerra y el cruce de los palos que esgrimían como si de espadas se tratara. Levantaban cabañas en el bosque, castillos que defendían ante el enemigo. Al menos ya habían dejado atrás la peligrosa costumbre de competir por escalar un árbol y llegar lo más alto posible. Mientras tuvieran los pies sobre la tierra, el resto de incidentes no iba más allá de un rasguño o un golpe producido por un exceso de ímpetu en sus acometidas.
—Ya casi es la hora de la próxima clase —Jean Marie miró su reloj y se puso en pie—. Tengo que ir un momento a mi habitación. Bueno, nos vemos luego en la hospedería.
El francés abandonó el cementerio con su peculiar caminar despreocupado, rítmico como si al mismo tiempo estuviera tarareando alguna canción. Pensé que aquel hombre no tenía un excesivo interés por la música, que tal vez su visita a nuestra abadía estaba más relacionada con los sucesos que me acababa de mencionar.
Aquellos pensamientos quedaron atrás, pues tampoco era algo que me preocupara, más allá de la incomodidad que pudiera suponer para el Padre Dámaso tener al francés siempre al acecho, dispuesto a intentar extraer de él una información que el maestro no parecía dispuesto a revelar.
Recorrí el cementerio una última vez antes de volver al monasterio. El viento comenzaba a resultar un tanto incómodo, sobre todo para el escapulario de mi hábito, que a punto estuvo de ser atrapado por las ramas de uno de los rosales que iba dejando atrás a mi paso. Las voces de los chicos quedaron acalladas por el silbato del Padre Lorenzo. El recreo había terminado y ya era la hora de ir al estudio. Tuve que recordárselo a los niños más distraídos, aquellos que se perdían tanto en sus juegos que no escuchaban la llamada para regresar a la escolanía.
De camino a la hospedería, escuché a alguien que, detrás de mí, pronunciaba mi nombre. Era el Padre Dámaso, que aceleraba sus pasos para ponerse a mi altura.
—¿Dónde has estado? —me preguntó, extrañado—. Te he buscado por todas partes.
—Creí que estaría echándose la siesta.
—Hoy no. Ayer dormí más de lo habitual, lo suficiente como para esquivar al sueño que me persigue después de comer. Te he buscado para que pudieras ver el libro del que te hablé.
—He estado en el cementerio, con Jean Marie.
—Ese chico es un poco raro, ¿no crees? Nicanor dice que es un economista, un hombre de números. Me pregunto qué le ha movido a apuntarse al curso.
—Bueno, en cierto modo la música tiene también un componente matemático.
—Sí, claro —sonrió el maestro—. Pero para aprender el canto gregoriano primero hay que tener ciertas dotes de solfeo, y me da la impresión de que ese chico no tiene mucha idea de música.
—Quién sabe. Lo mismo sabe tocar algún instrumento.
—Cierto. Tal vez el piano o, en su caso, yo diría que la guitarra eléctrica. El francés parece más un roquero que un economista, ¿verdad?
—Parece un buen hombre.
—En ningún momento he dicho que no lo sea. Nunca juzgo a las personas por su apariencia. Incluso tengo algunos amigos cuyo aspecto infundiría temor a algunos de nuestros hermanos. Ya hubo quien confundió a uno de ellos con un ladrón que venía a asaltar la sacristía. Creo que Nicanor exageraba al referirse al francés como un... engreído y prepotente franchute.
—A veces Nicanor es un tanto inflexible con sus pensamientos.
—Inflexible, tozudo... Sí, es una de esas personas que, como te caiga bien el primer día, te considera un amigo. En cambio si la primera impresión no es la adecuada, date por sentenciado. Tú has tenido la oportunidad de hablar con Jean Marie. ¿Qué tal es?
—Parece una persona normal.
—Eso mismo creo yo. Me ha parecido un hombre tranquilo. Me lo imagino trabajando en alguna oficina, en el interior de un despacho, rodeado de papeles. Aunque he de reconocer que, como comercial, también resultaría una persona convincente. Pero dejemos ya a nuestro querido amigo. Es hora de regresar a un curso que no estoy seguro de poder aprovechar adecuadamente este año. Tengo demasiados pensamientos que rondan mi mente y no consigo concentrarme en las clases con el profesor Asenjo… A pesar de que él es todo un experto en la materia, no logro centrarme en sus explicaciones. ¿Qué tal te va a ti con nuestro invitado Conti?
—También me está costando. Al igual que usted, mi mente está puesta en otro lugar, en otras cuestiones más urgentes.
—Conti es un apasionado del canto. No entiendo por qué, a diferencia de otros años, el profesor invitado no imparte sus lecciones en el último grado del curso. Pero bueno, si es capaz de hacerse entender, estoy seguro de que todos aprenderéis mucho con él.
A punto de terminar de recorrer la arcada que nos conduciría a la hospedería, el Padre Dámaso extrajo su móvil.
—No puedo evitar comprobar de vez en cuando si Isabel ha llamado. Tengo todo dispuesto en el coche para cuando llegue ese momento y deba volver a la casa de Adrián. Y lo lamento si debo interrumpir la clase del profesor Conti para sacarte del aula, pero no tengo intención de ir allí solo.
—En ese caso, no se preocupe. Iré con usted.
—Bien. Y ahora, cada uno a su clase. Nosotros debemos ser los primeros en dar ejemplo de puntualidad.
El Padre Dámaso subió las escaleras que conducían al aula donde se encontraban los estudiantes de cuarto grado del curso, el más alto. A mí me resultaría difícil, por no decir imposible, sacar provecho de la semana de estudios entre los estudiantes de ese nivel, puesto que las clases eran fundamentalmente prácticas, y se llevaba a cabo toda una labor de investigación y análisis de los cantos objeto de estudio. Mis estudios de gregoriano no se adecuaban a sus exigencias, y únicamente lograría ralentizar el ritmo de las clases o caer en la frustración de no alcanzar los conocimientos apropiados. Un nivel por debajo del mío, Fray Daniel asistía al curso por primera vez. Era un chico muy despierto, hábil para adentrarse en cualquier mundo que resultara desconocido para él y extraer los conocimientos más importantes. Además, tenía un don que resultaba muy preciado en el monasterio, sobre todo en ausencia de los escolanos: una voz prodigiosa. El novicio estaba llamado a ser uno de los principales miembros del coro de la comunidad, cuyas voces, en ausencia de los más jóvenes, a veces se escuchaban demasiado apagadas, distantes de la solemnidad con que los niños impregnaban cada una de las celebraciones en la basílica.
Entré en el aula, cuyos extensos bancos de madera estaban situados de manera escalonada en sentido ascendente a medida que se caminaba por el pasillo central hasta el fondo de la clase. Conti estaba sentado a su mesa, revisando sus notas. En la pizarra había escrito un nombre que precedía a varias frases en latín: Guido d' Arezzo era un personaje que los más doctos en música conocían muy bien, pues en él se encuentra el origen de la notación musical tal y como la conocemos. Así lo atestiguaban las frases escritas a continuación, cuyas sílabas iniciales habían sido subrayadas, exceptuando la última línea, donde se había marcado del mismo modo las letras iniciales de las dos primeras palabras:
«Ut queant laxis
Resonare fibris
Mira gestorum
Famuli tuorum
Solve polluti
Labii reatum
Sancte Ioannes».
 
—Bien —el profesor miró a la pizarra tras asegurarse de que todos los alumnos habían ocupado sus asientos—. ¿Reconocéis este canto?
—Es el himno a San Juan Bautista —respondió uno de los que ya llevaban más tiempo asistiendo al curso.
—Exacto. Su traducción es: «Para que puedan exaltar a pleno pulmón las maravillas estos siervos tuyos perdona la falta de nuestros labios impuros San Juan». Como algunos sabréis, la particularidad de este himno es que cada una de sus líneas se inicia con una nota superior a la que le antecede. El «Ut queant laxis», como así era conocido en su época, se atribuye a Pablo el Diácono, y fue empleado por Guido de Arezzo, monje benedictino al igual que Pablo, para establecer un sistema de entonación que denominó «solmisatio», término del cual se derivaría la palabra «solfeo». Como veis, se trata del origen de los nombres de las notas. Posteriormente, en el siglo XVII, Giovanni Battista Doni sustituyó el «ut» inicial por el «do», dada la mayor facilidad de esta denominación para su pronunciación en el solfeo. Este musicólogo elegiría esta sílaba, quien sabe si en honor a su propio apellido. En cuanto a la última nota, la «si», no fue considerada inicialmente por Guido sino que se añadió posteriormente hasta completar así la notación musical. También se habló de una influencia de la notación árabe en la evolución de la música occidental, dada la contribución islámica a la cultura de la Europa medieval.
»He querido comenzar la clase haciendo referencia a estos personajes, en primer lugar por su condición de monjes benedictinos, que nos ayuda a comprender aún mejor la importancia de la influencia benedictina, no solo en el canto gregoriano, sino en la historia de la música. Por otro lado, el origen de la notación musical occidental me ha parecido un buen punto de partida para iniciar la clase de hoy, en la que vamos a dedicar una parte al estudio de los tipos de escalas empleados en el canto gregoriano.
»La modalidad —el profesor escribió esta palabra en la pizarra, subrayándola posteriormente— es el sistema musical basado en los modos, que eran las escalas empleadas en el estudio del canto antiguo, de igual forma que en la actualidad empleamos la escala diatónica a cuyo origen nos hemos aproximado —señaló el Himno a San Juan Bautista.
El silencio era absoluto entre los alumnos de la clase. Observé a los que tenía más cerca, entre quienes se encontraba una estudiante de historia que asistía al segundo grado por primera vez. A diferencia de la joven, el anciano que se encontraba a su lado no tomaba ninguna nota, sino que su completa atención estaba puesta en los signos escritos por Conti en la pizarra. Dionisio era un sacerdote ya jubilado que llevaba años asistiendo al curso y ya había recorrido sus cuatro grados en más de una ocasión. Era, sin duda, el alumno más aventajado del aula, aunque no hacía gala de sus conocimientos. Su azulada mirada se perdía en los gestos del profesor mientras escuchaba atentamente cada explicación.
Conti se desplazó hacia el extremo de la pizarra que aún estaba vació de letras y escribió la palabra «octoechos», seguida de una lista con los siguientes términos:
Protus
Deuterus
Tritus
Tretardus
—El «octoechos», cuya traducción literal del griego podría ser «ocho tonos», está formado por los ocho modos eclesiásticos cuyo origen se encuentra en torno a los siglos IX y X. Constancia de ello tenemos a partir de los numerosos tratados medievales en los que se codifican y describen. A diferencia de las escalas tonales y su ordenada sucesión de las notas, los modos se caracterizan por los intervalos en los que se mueven las notas así como sus giros en el ritmo melódico. Frente a las numerosas escalas antiguas, ya existentes en la Grecia clásica, los ocho modos eclesiásticos son los que han alcanzado un mayor desarrollo e importancia. La polifonía medieval y renacentista gira en torno al «octoechos», por lo que la influencia de la modalidad en la composición musical se ha prolongado en el tiempo, hasta llegar incluso al siglo XX. Por tanto, podríamos decir que la modalidad es de obligada referencia, no sólo en la historia del canto gregoriano, sino en el estudio de la música occidental.
»Los nombres escritos en la pizarra, protus, deuterus, tritus y tretardus, corresponden a los ordinales primero, segundo, tercero y cuarto. A la hora de determinar la modalidad de un canto gregoriano hemos de tener en cuenta dos aspectos fundamentales: la nota final y la nota dominante.
Trazando el esquema sobre la pizarra, Conti reflejó estos dos aspectos que explicó a continuación para determinar cada uno de los modos reflejados anteriormente.
—La nota final es la verdadera nota de interés a la hora de clasificar la pieza. De esta forma, existen cuatro posibles terminaciones —las fue apuntando en la pizarra junto a cada uno de los modos—. Así lo pone de manifiesto el propio Guido, a través de su famosa frase «in fine iudicabis», al final juzgarás, estableciendo así la importancia de esta nota en el devenir de la pieza.
RE  Protus
MI  Deuterus
       FA   Tritus
SOL  Tretardus
»Por otro lado, la nota de recitado o nota dominante es la nota más empleada a lo largo de la pieza, en torno a la cual gira la melodía. Esta nota de referencia es más aguda que la nota final, y junto con ella nos va a servir para una clasificación definitiva de la pieza en uno u otro modo.
»En consecuencia, los aspectos definitivos que nos servirán de guía para enmarcar una pieza en uno u otro modo serán la nota tónica, la dominante y el ámbito o extensión que definen la posición de una respecto a la otra. Por ejemplo, en el caso de las antífonas, en las que el canto del salmo tiende a alcanzar tonos más agudos, el modo se denomina «auténtico». En cambio, aquellas en las que se canta en un intervalo más grave se clasifican en un modo denominado «plagal» —añadió ambas denominaciones junto a los modos, dando forma a los ocho modos—. Obtendríamos así la clasificación definitiva de la modalidad gregoriana, en torno a la cual pueden clasificarse la mayor parte de sus piezas. No todas, puesto que la modalidad se adaptó a un repertorio que ya existía previamente, por lo que muchas piezas pudieron ser creadas sin someterse a la clasificación que acabamos de ver. Es en las composiciones más tardías donde con mayor claridad vemos el sometimiento a la modalidad.
—Entonces —alzó la voz la estudiante—, según lo que ha dicho anteriormente acerca de las antífonas y su tendencia al agudo, extrapolándolo al resto de la modalidad, ¿podríamos afirmar que los modos gregorianos expresan algo así como el sentido del canto o su contenido?
—Interesante cuestión —Conti dejó la tiza y se puso a caminar, pensativo—. El propio Guido lo manifiesta de la siguiente forma: «el primero es grave, el segundo triste, el tercero místico, el cuarto armonioso, el quinto alegre, el sexto devoto, el séptimo angélico, el octavo perfecto». Efectivamente, podríamos afirmar que los modos nos indican los sentimientos que se desprenden de la pieza. Lógicamente, el texto que la da forma debe estar en consonancia con este sentimiento, puesto que como ya dijimos, el canto gregoriano simboliza una unión perfecta entre la letra y la música, y la modalidad es una prueba más de la espiritualidad que lo enmarca.
Una vez finalizada la principal exposición teórica, una de las páginas que nos había sido entregada sirvió para dar un enfoque práctico a lo que Conti acababa de mencionar. Durante el resto de la clase estuvimos viendo otras características modales que, más allá de las escalas y notas dominantes, dotaban de una mayor identidad a cada uno de los modos.
Fue en esta segunda parte de la clase, en el análisis de algunas piezas, donde empecé a sentir que mi atención iba decreciendo, y mi mente se perdía en otros pensamientos que más bien nada tenían que ver con la cuestión a analizar en aquel momento.
Al salir de clase, tuve la sensación de que no me había resultado todo lo provechosa que hubiera deseado. La materia objeto de estudio resultaba en ocasiones densa, sobre todo a la hora de trasladar a la práctica las primeras nociones.
La conversación mantenida con Jean Marie y su intrigante experiencia en Stull se había apoderado finalmente de mi mente a mitad de la clase. Recordé algunas historias del Padre Lorenzo; relatos que, según él, habían tenido lugar en el valle, bien en el interior de la abadía o en la propia basílica, como aquella anécdota que nos contó una vez en la hora del café.
El director del coro de escolanos no era un hombre dado a las bromas, por lo que sus anécdotas gozaban de una mayor credibilidad que la de otros monjes como el Padre Ezequiel, más dado a inventar historias que en ocasiones resultaban tan fascinantes como imposibles. Algunas de ellas suponían un gran remedio en mis conversaciones con aquellos críos que en mitad de la noche me despertaban tras sufrir alguna pesadilla.
Abandoné el aula sin esperar al Padre Dámaso. Tenía que ir a la cocina para coger la cesta con la merienda de los chicos. Si ya de por sí las labores de la escolanía me daban pocos momentos de tranquilidad, compaginarlas con mi presencia en el curso se me antojaba una tarea difícil de llevar a cabo durante todo lo que restaba de la semana.
La merienda estaba ya preparada, sobre una de las mesas: una bandeja repleta de chocolatinas y numerosos trozos del pan que el Padre Ezequiel, siempre puntual, preparaba todos los días antes de la llegada del amanecer.
La escolanía estaba en silencio. Los columpios del patio exterior se mecían ligeramente, impulsados por un aire que allí también se movía en continuas y ruidosas ráfagas que terminaban chocando contra las paredes y ventanas de las habitaciones. Los chicos estaban aún en el aula de coro, entonando una de las piezas que sería cantada en la Eucaristía del día siguiente.
Escuché la última parte del ensayo. Poco antes de que éste terminara, la puerta del aula se abrió y apareció Juanma.
—¿Ya te han castigado? —temí que aquella noche, además de los deberes de lengua, también tuviera que dejarle hacer un centenar de copias.
—El Padre Lorenzo me ha echado por reírme. Ha sido Gonzalo...
—Mejor no saber de quién ha sido la culpa —no quise entrar en su juego; prefería que el chico cumpliera su castigo en silencio, pues ya en alguna ocasión me había ganado la reprimenda del Padre Lorenzo por entretener a alguno de los críos cuando éstos tenían que acudir a la clase.
—Pero es verdad —insistió el chico, incapaz de estar callado.
—Te he dicho que no quiero saberlo. Ahora guarda silencio y espera a que salgan tus compañeros.
—¿Es chocolate? —para mi desgracia, el muchacho había visto la cesta con la merienda. Sus ojos se iluminaron al contemplar el contenido.
—Sí —me apresuré a contestarle—. Y te quedarás sin probarlo si continúas hablando.
Aquellas palabras acabaron con el ímpetu inicial de Juanma, que permaneció de pie frente a la puerta del aula, cumpliendo su castigo hasta que finalizó el ensayo.
Cuando la puerta se volvió a abrir, el aula escupió todos los niños que había en su interior. Sentado junto al piano, se encontraba el Padre Lorenzo, que recogía sus partituras mientras murmuraba ininteligibles palabras, con rostro severo. A juzgar por su expresión, el ensayo no debía de haber salido según lo previsto, lo cual hacía prever una advertencia a los muchachos, que nada más ver la cesta se colocaron en fila para recibir su porción de merienda.
—¿Se puede repetir? —preguntó Juanma.
—Tú no —el Padre Lorenzo se adelantó a mi respuesta—. Incluso deberías quedarte sin merendar. No has hecho más que hablar y reírte durante todo el ensayo.
Juanma estuvo a punto de responder, pero por fortuna para él, y tal vez también para mí, guardó silencio durante unos segundos, evitando así una nueva entrega de copias que se unirían a las que ya había acumulado en semanas anteriores.
Nada más coger la merienda, los muchachos se dispersaron, como solía suceder en cada recreo. Unos se dirigieron a la sala de juegos, donde les esperaban los futbolines y la mesa de pin pong; otros continuarían sus juegos por el bosquecillo, o sus partidas de canicas en el patio, columpios, el fútbol... Tenían media hora hasta el momento de regresar al estudio y cada minuto les resultaba demasiado precioso como para no aprovecharlo al máximo.
La cesta se vació en poco tiempo, quedando únicamente en su interior los envoltorios de las chocolatinas y un par de trozos de pan. El Padre Lucas permanecería en la escolanía durante el recreo, velando por el adecuado transcurso del mismo hasta la llegada de una de las maestras, que se encargaría de acompañar a los chicos durante la siguiente hora en la sala de estudio.
Tras dejar los restos de la merienda en la cocina, me detuve en el claustro del monasterio, donde Fray Juan regaba las plantas con esa delicadeza que le caracterizaba a la hora de cuidar de ellas, al igual que había hecho con los libros durante sus años como bibliotecario. Estaba a punto de llegar hasta él cuando la puerta de la clausura se abrió.
El Padre Dámaso charlaba amigablemente con la joven que había visto en el rezo de sexta, en compañía del otro hombre al que también recordé haber observado antes.
—Fray Ángelo —me invitó a acercarme a ellos—. Te presento a Cintia y Octavio. Cintia es la propietaria de la partitura cuyo estudio supone la clausura de esta edición del curso.
—Un placer, Fray Ángelo—. La joven me dio la mano. Su roce era tan delicado como gélido.
—Octavio es el mejor amigo del padre de Cintia.
—Desde que murió Romero, he tratado de cuidar de ella como si de mi propia hija se tratara —al contrario que la joven, Octavio tenía robustas extremidades, acordes con su corpulencia. Estrechó mi mano casi con una fuerza excesiva—. Es un placer para nosotros traer hasta aquí lo que para ustedes constituye todo un tesoro de los tiempos antiguos. Cintia guarda la partitura como si de oro se tratara.
—Sí. El sábado la traeré para que puedan contemplarla. Creo que el Padre Lorenzo está especialmente entusiasmado.
—Exacto —reconoció el Padre Dámaso—. Lorenzo es uno de esos hombres que desde siempre ha profesado un profundo amor por el canto gregoriano y todo aquello que guarde relación con la historia monástica. El hallazgo de esa partitura constituye, para él, uno de los mayores descubrimientos de los que vamos a poder participar. Conociendo a Lorenzo, la palabra entusiasmado se queda corta.
—¿Hace mucho que hallaron esa partitura? —me atreví a preguntar, empujado por la curiosidad.
—Romero y yo llevábamos varios años buscando nuevos hallazgos sobre la cultura monástica —contestó Octavio—. Él era el arqueólogo y yo, un historiador apasionado del mundo clásico.
—Cuando mi padre murió, entre sus pertenencias encontré un arcón que había adquirido en un mercadillo de antigüedades. Cuando lo abrí, vi por primera vez el pergamino que contenía la partitura. Consulté a los colaboradores de mi padre y me confirmaron que era auténtico, toda una reliquia cuya antigüedad parece próxima a los primeros tiempos del canto gregoriano. Y sabiendo la importancia que tenía para el Padre Lorenzo y la amistad que lo unía a mi padre, pensé que, antes de llevarla a un lugar definitivo, podría ser expuesta aquí para disfrute de los asistentes al curso.
—Perdonen que les interrumpa —apareció Nicanor, que regresaba de su habitación. Me alegro de que hayan decidido clausurar este año el curso de la mejor manera posible. Gracias por hacernos partícipes de su hallazgo. Mi nombre es Nicanor, soy profesor de latín y griego, y gran aficionado a los estudios monásticos.
—Creo que usted y Octavio harán buenas migas —respondió Cintia, esbozando una amplia sonrisa—. Él es todo un apasionado del mundo clásico, su historia y su mitología, al igual que lo era mi padre. De él heredé mi pasión por la filosofía, materia de la que imparto clases en la Universidad.
—En ese caso, espero poder compartir con ustedes unos cuantos ratos durante estos días: educación y mitología. No se me ocurren mejores temas para pasar unos agradables momentos, con el permiso del profesor invitado de este año, Alessandro Conti, que en ocasiones se deja llevar por el manantial de conocimiento que posee en su privilegiada mente y a menudo olvida que los monjes no esperan para la comida, ¿verdad Fray Ángelo?
—Cierto. Tendré que avisarle con tiempo suficiente en la próxima clase para no tener que salir corriendo  hacia el refectorio.
—Sus piernas aún pueden permitirse unas cuantas carreras al día. Yo no podría hacer esos esfuerzos. En fin, si me disculpan, me gustaría poner mi mente en orden antes de comenzar el rezo de Vísperas. Nos vemos luego.
Nicanor se perdió al otro lado de la puerta que comunicaba el claustro con la capilla de la abadía. En el interior, la luz estaba ya encendida, por lo que imaginé que el Padre Basilio se encontraría allí. El más longevo de los monjes era capaz de pasarse horas y horas sentado en su sitio y levemente inclinado hacia adelante, con los ojos cerrados, dormitando tras haber leído algún capítulo de la Regla o uno de aquellos antiguos libros que acostumbraba a emplear en sus meditaciones. En más de una ocasión el enfermero que lo cuidaba había tenido que ir allí a despertarle para llevarle a su celda.
—Continuaremos hablando más tarde, tal vez después de la oración —el Padre Dámaso escuchó el ascensor que comunicaba los pisos de la abadía. Los demás monjes no tardarían en llegar para el rezo de Vísperas y no resultaba muy apropiado hablar en el claustro en los momentos previos al silencio.
Me despedí de nuestros huéspedes y seguí el ejemplo del maestro, ocupando mi lugar en el interior de la capilla.
El silencio fue interrumpido por las primeras gotas de agua que, en el exterior, repiqueteaban contra la piedra del suelo. Su sonido se escuchó más lejano en cuanto el Padre Dámaso cerró completamente la ventana. Percibí el olor a humedad expandido por los alrededores del monasterio. El Padre Lorenzo entonó la antífona inicial; el «Deus in adjutorium meum intende» dio paso a la respuesta del resto de monjes y con ella, la sucesión de himnos y salmos.
Desde mi sitio pude observar, entre los huéspedes, a la estudiante con la que compartía clase. Previamente al comienzo de las vísperas, el Padre Eugenio había repartido varias hojas entre los huéspedes para que pudieran seguir de forma sencilla el rezo vespertino. La joven participaba activamente en la recitación de los cánticos y salmos cuyas estrofas se iban alternando entre los dos coros en los que se dividía el número de asistentes por su ubicación a uno u otro lado. Junto a la chica, Nicanor parecía tan concentrado como siempre, en una actitud de recogimiento acompañada por cada uno de sus pausados gestos.
La bendición del abad dio por finalizado el rezo y Fray Daniel se apresuró a abrir las puertas de la capilla para que fieles y monjes pudieran ir saliendo.
Terminada la oración, me separé de mis hermanos para dirigirme al comedor de los chicos en compañía del Padre Lucas, que tenía su sitio en la mesa de los mayores. Aquella noche los críos parecían más silenciosos que de costumbre. Aquello solo fue un espejismo. A Pedro se le cayó un plato que se hizo añicos en el suelo, provocando una carcajada generalizada entre el resto de escolanos. El Padre Lucas extrajo de su hábito una hoja de papel y un bolígrafo, en un gesto que los críos interpretaron en cuestión de segundos. El silencio se apoderó del comedor hasta después de la bendición de la mesa.
Yo comía en la mesa de los más pequeños. A ambos lados, los escolanos más inquietos y habladores me planteaban diariamente toda clase de interrogantes de difícil contestación. En ocasiones, dar una respuesta satisfactoria a sus dudas constituía todo un reto. A mi derecha, Jorge me mantenía al tanto de sus batallas en el bosquecillo. Aquella noche me contó cómo habían conquistado la cabaña de los de quinto, hazaña no desprovista de unas nuevas heridas durante el combate, arañazos que me mostró como si de auténticas cicatrices de guerra se trataran. Arturo, que se encontraba a mi izquierda, permanecía más callado de lo habitual en él. Tuve la sensación de que estaba planeando alguna de sus estudiadas travesuras. En el otro extremo de la mesa, Andrés esperaba el momento en que me distrajera para esconder un trozo de pescado en el interior del pan, en el hueco que ya había desmigado. Le miré fijamente y moví la cabeza de un lado a otro. El chico, una vez descubierto su plan, no tuvo más remedio que comerse todo el contenido del plato.
La cena transcurrió con la normalidad de siempre. Había dos niños encargados de servir y recoger cada mesa, labor que se repartía entre los escolanos durante el curso, tal y como hacíamos también los monjes. Una adecuada organización siempre contribuía al bien de la convivencia diaria, y a los críos les ayudaba a ser conscientes de unas responsabilidades que les harían madurar ya desde sus primeros días en la escolanía. Resultaba interesante comprobar cómo los chavales más  traviesos eran capaces de mejorar su comportamiento cuando se les otorgaba un cargo de mayor responsabilidad.
En el exterior, el ruido de la lluvia fue de menos a más, hasta dar forma a un aguacero que no vino solo. Los primeros truenos presagiaban una noche de tormentas y, en mi caso, unas más que probables horas en vela para tranquilizar a los habitantes más miedosos del dormitorio común.
Caminando en dos filas, como era costumbre para guardar el oportuno silencio al paso por el claustro de los monjes, llegamos hasta la escolanía para ir directamente a la capilla. El Padre Lucas me recordó que aquella noche debíamos, según era costumbre al inicio de la Semana Santa, imponer el escapulario a los críos más pequeños, encomendando a la Virgen María la custodia y protección de sus almas. La ceremonia era breve, y aquella noche sustituiría a la oración nocturna que llevábamos a cabo antes de dormir.
El Padre Lucas salió de la sacristía de la escolanía convenientemente vestido para oficiar la ceremonia. En los bancos delanteros se encontraban los escolanos de primer año, a quienes les sería impuesto el escapulario.
El escapulario de la Virgen del Carmen, tal y como expresa el Concilio Vaticano II, es «un signo sagrado según el modelo de los sacramentos, por medio del cual se significan efectos, sobre todo espirituales, que se obtienen por la intercesión de la Iglesia». Su imposición otorga la pertenencia a la Orden del Carmen; en palabras de Pío XII, «forman, por un especial vínculo de amor, una misma familia de la Santísima Madre».
El Padre Lucas se situó de cara a los escolanos. Tal y como hacía en otras muchas ocasiones durante la oración, se dirigió a ellos y les hizo una pregunta.
—¿Sabéis el significado de la palabra escapulario?
Uno de los mayores, situados en los últimos bancos, levantó la mano.
—Dejad que sean ellos los que contesten —el Padre Lucas señaló a los nuevos—. Os doy una pista: procede del latín, de la palabra scapulae, que significa hombro.
—Es lo que tenéis puesto los monjes, encima del hábito —contestó uno de los niños.
—Sí. Los monjes llevamos un escapulario que cubre nuestra túnica. El significado inicial del escapulario es el de los paños que, hace muchísimos años, se ponían sobre los hombros para llevar las cargas. Por lo tanto, inicialmente se considera como un símbolo de llevar una carga entre los hombros. ¿Esto a qué os suena?
—La cruz —respondió otro de los muchachos.
—Exacto. El sentido inicial del escapulario es el recuerdo de la cruz, la carga que Cristo echó sobre sus hombros para la salvación de la humanidad. Es un símbolo de que nosotros también debemos llevar nuestra carga, nuestra cruz, la de cada día. Y puede que nuestra carga sea aguantar a ese compañero que no nos cae muy bien, o la de no responder de malas formas a los profesores —algunos de los niños se miraron entre ellos, dejando escapar cómplices sonrisas—. Todos tenemos una o varias cargas que debemos soportar, como seguidores y discípulos de Jesús. ¿Y quién fue la persona que siguió a Jesús con mayor fidelidad, hasta su muerte? —la vista del Padre Lucas se fijó en la imagen de la Virgen María, una talla de madera que reflejaba fielmente en su mirada el amor y la ternura propios de una madre.
—La Virgen —respondieron varios críos, al unísono.
—María también tuvo que soportar una pesada carga, como fue la de ver morir a su hijo en la cruz. Ella es la más fiel seguidora de Cristo, por lo que el escapulario, señal de los seguidores de Jesús, también nos recuerda a ella. Es un reflejo de la humildad, pureza y sencillez de María. Con la imposición del escapulario, renovamos la promesa bautismal de revestirnos de Cristo, de acercarnos a él siguiendo los pasos de su Madre. Mediante esta ceremonia, os incorporaréis a la familia de la Orden Carmelita, con la esperanza de que María siempre esté a vuestro lado y os ayude, con su protección maternal, a ser fieles seguidores de las enseñanzas de su hijo.
El sacerdote abrió la Biblia y leyó un pasaje del Antiguo Testamento.
—Jerusalén, quítate el vestido de luto y aflicción y vístete ya siempre con las galas de la gloria de Dios. Envuélvete en el manto de la justicia divina y adorna tu cabeza con la gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu esplendor a toda la tierra y te dará para siempre este nombre: «Paz en la justicia y gloria en la piedad». Levántate, Jerusalén, súbete en alto, mira hacia oriente y contempla a tus hijos convocados desde oriente a occidente por la palabra del Santo y disfrutando del recuerdo de Dios.
Situado junto a los chicos mayores, en el extremo opuesto de la capilla, percibí la absoluta atención que mostraban los escolanos de primer año, en contraste con algunos de los veteranos, que parecían ausentes, perdidos en sus pensamientos. Resultaba difícil concentrar la atención de los niños durante todo el tiempo de la oración. El Padre Lucas lo conseguía gracias a las numerosas preguntas que les hacía para saber si escuchaban sus palabras.
El sacerdote retomó la lectura de la Biblia en un segundo pasaje, extraído del Nuevo Testamento.
—Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡Abba! Padre». Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.
El Padre Lucas cerró la Biblia y tomó la bandeja en la que se encontraban los escapularios. Se la entregó al monaguillo y procedió a bendecirlos.
—Oh Dios, origen y cumplimiento de nuestra santidad, que llamas a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad a los que han renacido del agua y del Espíritu Santo, mira con bondad a estos siervos tuyos que reciben con devoción este Escapulario del Carmen que llevarán diligentemente como un signo de su consagración a la Virgen María del Monte Carmelo. Haz que sean imagen de Cristo, tu Hijo, y así, terminado felizmente su paso por esta vida, con la ayuda de la Virgen Madre de Dios, sean admitidos en el gozo de tu morada. Por Jesucristo Nuestro Señor.
—Amén.
Tras la aspersión con agua bendita, el sacerdote llamó a los niños para que se fueran acercando. Uno a uno, les fue imponiendo el símbolo que los consagraba a la Virgen, mientras pronunciaba unas palabras en voz alta.
—Recibe este Escapulario, llévalo como signo de su protección maternal y de tu compromiso por imitarla y servirla. Que ella te ayude a revestirte de Cristo, para dar gloria de la santísima Trinidad y para cooperar en la Iglesia al bien de los hermanos.
Los niños permanecieron de rodillas en sus bancos durante unos últimos instantes, antes de que el Padre Lucas diera por finalizada la ceremonia con la bendición final.
La imposición del escapulario era una costumbre arraigada en el Valle por la importancia que tenía para los monjes la salvaguarda de los niños, desde el mismo instante en que se incorporaban a la gran familia de la escolanía, donde todos los hermanos eran encomendados a la protección de María, como la madre que allí siempre estaría con ellos.
A la salida de la capilla, los niños recuperaron el bullicio que dominaba habitualmente el claustro de la escolanía. Los patinetes, balones y raquetas esperaban el momento de ser empleados una última vez antes de que el silencio regresara una noche más para quedarse hasta la llegada del amanecer. El recreo fue breve, pero bien aprovechado por los pequeños residentes del valle.
Abrí las puertas del dormitorio para que entraran los chicos, y esperé a que todos se pusieran los pijamas para repartir los teléfonos. Todos los lunes, miércoles y viernes abría la caja de madera donde guardaba los móviles, y entregaba a cada uno el suyo para que pudiera hablar con sus familiares. Para los padres suponía un momento del día que aguardaban con impaciencia.
Como sucedía a menudo, uno de los niños me pidió que le dejara mi teléfono para poder llamar a su casa. En esta ocasión fue Iván quien se había quedado sin saldo.
Los chicos estaban entretenidos con los móviles, por lo que aproveché para ordenar el armario de la habitación. Las mantas y colchas que había en su interior parecían haber cobrado vida durante el fin de semana. A un lado, el cesto de la ropa sucia rebosaba de sábanas que a la mañana siguiente serían llevadas a la lavandería. Mientras colocaba las colchas a un lado y doblaba las mantas que debían situarse en la balda de abajo, a mi alrededor tenían lugar toda clase de conversaciones en las que los críos contaban a sus padres lo más destacado del día, siempre que no se tratara de algún castigo que los tuviera como protagonistas. Vi a Luis pasar a mi lado, con ojos llorosos; era uno de los chicos que peor lo pasaba cuando se veía lejos de los suyos; en un rincón del dormitorio, Juanma informaba a sus padres de los exámenes del día; Pedro paseaba de un extremo a otro de la habitación, nervioso por una bronca de su madre que casi se podía escuchar desde el claustro. También había alguno que, después de haber saludado a sus familiares, pasaba el resto del tiempo concentrado en uno de los juegos del teléfono.
Una vez recogidos los móviles, los chicos se fueron acostando. Aquella noche me sentía especialmente cansado, por lo que me apresuré a ir apagando las luces del dormitorio, creando un ambiente propicio para evitar el retraso en el cumplimiento del horario. Dejé encendida la luz que, situada encima de la puerta de los servicios, iluminaría tenuemente la estancia para evitar que la oscuridad se adueñara de los más miedosos.
En el exterior, las corrientes de aire rugían junto a las ventanas; la lluvia caía de lado, arremetiendo con fuerza contra los cristales; y los primeros estruendos presagiaban una noche de tormenta en todo el recinto. Al menos, un poco de luz en el dormitorio amortiguaría los efectos de las inclemencias del tiempo, y me evitaría alguna inesperada visita nocturna de los escolanos más ligeros de sueño y asustadizos de la oscuridad.
Cerré las contraventanas para evitar que los rayos pudieran acrecentar ciertos temores, y aclaré sus dudas nocturnas a aquellos que siempre guardaban algún interrogante para el final del día. Carlos era uno de los que, una vez apagadas las luces, sentía la necesidad de encontrar alguna respuesta antes de abandonarse al descanso.
Eché un último vistazo al dormitorio antes de entrar a mi habitación. Todo parecía en orden: la respiración calmada de los que esperaban el momento de quedarse dormidos, los que ya estaban sumidos en un profundo sueño; y los que pronto dejarían escapar un diálogo casi ininteligible producido en algún rincón de su imaginación… «Una noche como otra cualquiera», había pensado, incapaz de adivinar hasta qué punto estaba equivocado.
Al otro lado del dormitorio, el silencio que habría de reinar en el claustro fue interrumpido por unos pasos que resultaban inconfundibles.
A pesar del cansancio, salí al encuentro del visitante nocturno que, una vez más, recorría las estancias de la escolanía al caer la noche, delatado por el golpeo sordo de su bastón.
—Buenas noches Ángelo —me saludó casi en un susurro cuando llegué hasta él.
—Hoy hace demasiado malo como para salir fuera a dar un paseo, ¿verdad?
Fray Lamberto se echó a reír. Ni siquiera la lluvia o la tormenta podían acabar con sus nocturnas costumbres, desconcertantes en algunas ocasiones para los otros miembros de la comunidad. Y su avanzada edad no suponía un obstáculo a ese espíritu inquieto que había dado más de un quebradero de cabeza a quienes, en numerosas ocasiones, le escuchaban merodear por sus celdas cuando la lluvia le impedía aventurarse en el exterior.
—Sí, se avecina una buena tormenta. Aunque ya no resultan tan fuertes como las de antes. Recuerdo una de forma muy especial, en agosto de mil novecientos ochenta y uno. Era una de esas tormentas de granizo que parecen el comienzo del fin del mundo –se echó a reír—. Estoy seguro de que el Padre Lorenzo pensó aquel día en el Apocalipsis. El granizo rompió cristales, canalones… Echó a perder los rosales del patio y algunas de las plantas junto a la cocina. Sí, hoy hace una noche horrible. Creo que me iré a la biblioteca. El Padre Dámaso me ha dicho que, si te veía, te recordara que aún tienes pendiente una visita a su celda para hablar de no sé qué libro.
«Bueno, después de esta tormenta tardará algunos días en poder quemarlo junto a esas ramas que tenía amontonadas», pensé.
—Parece que el Padre Dámaso conocía sus intenciones de venir esta noche por aquí, ¿verdad?
—Sí —sonrió traviesamente el  anciano—. En realidad creo que es el único que no me ha regañado alguna vez al encontrarme de noche dando vueltas. No necesito dormir mucho por las noches y ahora es el momento más tranquilo para disfrutar de un paseo.
—¿Aunque haya tormenta?
—Claro. Me gusta observar cómo caen los relámpagos y desde el claustro se ven muy bien. Pero como en el monasterio no me dejan, pues me vengo aquí para poder estar un rato.
Aquella noche, Fray Lamberto parecía tener ganas de hablar. Podría pasarse horas y horas relatando acontecimientos sucedidos en el monasterio y sus alrededores durante sus años de estancia allí. La precisión con la que los situaba en el tiempo hacía creer a muchos que tenía algún diario en el que, durante todos esos años, habría estado recogiendo los hechos más destacados. Ya fuera cierto o no, la verdad es que la edad no había hecho mella en la mente de un hombre dado a hablar con todo aquel que se cruzara en su camino. No tenía término medio, pues también había ocasiones en las que, si tenía el día torcido, podía permanecer en silencio desde el amanecer hasta la llegada de la oscuridad.
Cuando creí que Fray Lamberto comenzaría a dar rienda suelta a uno de sus relatos, de manera acelerada se despidió de mí para, según decía, rezar el rosario mientras contemplaba el espectáculo de rayos que se sucedía en el exterior. Tuve la sensación de que le daría tiempo a rezar unos cuantos rosarios más antes de regresar a su celda. De camino al monasterio, encontraría algún buen motivo para no dejar morir la noche con tanta prontitud. Sus pasos se alejaron por el largo pasillo cuya frágil luz no le impedía caminar en lentos pero decididos movimientos que incluso lograban sortear, en la penumbra, las humedades del suelo producidas por las goteras del claustro.
Escuché la melodía del teléfono fijo que tenía en mi habitación. Su monótono sonido amenazaba con interrumpir el sueño de los escolanos, por lo que me di prisa en responder a aquella llamada inesperada.
Al otro lado de la línea, oí la voz del Padre Lucas. El monje que cuidaba a los escolanos de secundaria parecía nervioso.
—Ángelo, ¿has escuchado algún ruido extraño?
Fue una pregunta de difícil respuesta, teniendo en cuenta los truenos que, en el exterior, acompañaban a relámpagos que parecían atacar el patio de la escolanía. Al otro lado de la ventana de mi cuarto, las ráfagas dejaban al descubierto los primeros charcos formados en la arena.
—¿Qué clase de ruido? —pegunté desconcertado por el tono de sus palabras.
—Espera… Espera un momento, que bajo. Sal al claustro.
Sin dar más explicaciones, colgó el teléfono. Un nuevo estruendo se escuchó como si el relámpago hubiera caído en los alrededores del monasterio.
—Fray Ángelo… —escuché a uno de los escolanos cuando pasé junto a su cama.
—No te preocupes, Dani. No es más que una tormenta. Viene bien un poco de agua y los relámpagos son muy ruidosos, aunque están lejos de aquí. Trata de dormir ¿de acuerdo?
El chico asintió, con la mitad del rostro oculta tras una colcha de cuadros azules y blancos, similar en todas las camas. Se dio la vuelta y cerró los ojos.
Salí del dormitorio y me encontré con el Padre Lucas, que ya me esperaba junto a las escaleras.
—¿Qué ocurre? —apenas tuve tiempo de preguntarle antes de que él comenzara a hablar.
—¿De verdad no has escuchado nada? Es como si... Ven, sígueme.
Comenzó a subir las escaleras que conducían hasta un segundo piso en el que se encontraban las habitaciones de los mayores. La primera planta albergaba las clases y la sala de estudios de los escolanos, así como la entrada a la hospedería interna.
El Padre Lucas tenía un semblante pálido, desencajado. Durante el trayecto continuó relatándome lo que había sucedido.
—Cuando los chicos apagaron las luces de la habitación y yo ya me disponía a entrar en mi cuarto, escuché un sonido procedente del techo. Era como si, arriba, alguien estuviera caminando, o más bien golpeando el suelo.
—Pero arriba, está todo cerrado, ¿no?
—Que yo sepa, esa buhardilla hace mucho que fue destinada a un almacén de herramientas, o no sé si un taller... Pero hace años que no entro, y casi ni siquiera sé dónde está la llave de la puerta de acceso.
Yo ni siquiera sabía cómo se accedía a la buhardilla. Pensaba que estaría diáfana, y carente de cualquier utilidad. Los pasos del Padre Lucas parecían acelerarse a medida que nos acercábamos a la segunda planta.
—Algunos de los chicos también lo han escuchado. Les he dicho que me esperen a la entrada de la habitación. Voy a coger el agua bendita...
—¿Agua bendita?
—Sí, Ángelo —se detuvo unos escalones antes de alcanzar el segundo piso—. Esos golpes son algo fuera de lo común. Y no es la primera vez que oigo algo así. Ya lo escuché en otra ocasión en la que consagramos a varios de los chicos, imponiéndoles el escapulario. Satanás está furioso, estamos tratando de arrebatarle almas al consagrarlas a María.
—¿No cree que exagera? —le miré fijamente a los ojos. Nunca le había visto tan asustado. Aunque estaba convencido de que, de algún modo, temía más bien por los chicos. Creí que, carente de cualquier explicación que diera sentido a aquellos ruidos, se había dejado llevar por la desesperación.
—¿Y si fueran ratas que corretearan por la buhardilla, o algún pájaro que se ha quedado atrapado en su interior?
—Créeme —su semblante se tornó severo ante mis dudas—. Si lo escuchas comprenderás que no existe animal alguno en este lugar capaz de provocar semejante estrépito.
En ese momento, apareció José, uno de los escolanos mayores. Tenía una expresión de temor dibujada en el rostro.
—Dile a los demás que esperen junto a mi cuarto —dijo al muchacho, que se dio la vuelta para regresar a las habitaciones—. Hay que rociar los dormitorios con agua bendita.
—¿Qué hago? —en ese momento me acordé de los pequeños. ¿Despierto a los chicos?
El Padre Lucas no respondió. Reanudó el paso, pensativo.
Acabábamos de poner el pie en el último peldaño, cuando entonces comprendí el temor que invadía al otro monje. Resultaba difícil de describir, imposible de explicar. Sobre nuestras cabezas, justo a la entrada a los dormitorios, un temblor recorrió el techo, como si al otro lado alguien o algo intentara abrirse paso hasta nosotros con varios golpes que resonaron por los pasillos. Aquel sobrecogedor estruendo fue acompañado por otros que, con la misma intensidad, recorrieron de un extremo a otro la buhardilla por encima de los dormitorios de los escolanos. Pude ver a varios de ellos que, al fondo, se mostraban incapaces de reaccionar.
Como había dicho el Padre Lucas, no había animal capaz de provocar semejante ruido. El sacerdote corrió hacia su habitación, donde guardaba un frasco de agua bendita que siempre tenía a mano. Nunca antes me había hablado de algo así, pero a juzgar por lo que vi en su dormitorio no debía de ser la primera vez que sufría la aparición de algún fenómeno inexplicable, al menos a primera vista. Junto al frasco, en una estantería, descansaba una estola de color morado, sobre la que había una medalla de San Benito, la más grande de cuantas podían adquirirse en los mostradores de la portería de la abadía. La medalla con las iniciales de unas palabras que dan forma a un antiguo exorcismo, el agua bendita y la estola... No estaban allí guardados por casualidad.
Tal y como había dicho, el Padre Lucas fue habitación por habitación, dejando caer unas gotas del frasco mientras repetía una y otra vez las mismas palabras, en voz baja.
—Tal vez deberíamos ir a la capilla —dijo nada más bendecir la última habitación— o al dormitorio.
Miró hacia arriba, temiendo un nuevo estruendo al otro lado del techo. Su mirada era la de alguien que, sintiéndose observado por algún peligro que acecha en las inmediaciones, decide quedarse quieto a la espera de que el peligro se desvanezca. Y así sucedió. Durante el tiempo que estuvimos allí, quietos en la última de las habitaciones de los escolanos, no hubo ningún otro ruido.
—Vuelve al dormitorio. Si vuelve a suceder algo así te llamo.
Obedecí al instante. Estaba confuso, pero sobrecogido por la idea de que pudiera suceder algo a los críos. La primera sensación que había tenido al escuchar aquel ruido era que el techo se vendría abajo, incapaz de resistir ante el temblor que por un momento recorrió el extremo más alto de la escolanía.
Encontré a los escolanos más pequeños tal y como los había dejado. Sumidos en sus sueños, ninguno se percató de lo sucedido en las estancias de sus compañeros. Cuando entré en mi habitación me senté en la cama y, durante un tiempo, mi mirada se concentró en el teléfono situado en la estantería del armario, con la certeza de que volvería a sonar. Por fortuna, no sucedió nada, y el cansancio terminó derrotando a mi mente, que no parecía dispuesta a dejarme dormir hasta hallar una explicación a lo sucedido, explicación que tal vez nunca llegue a encontrar.